No hay cruces en Sodoma - Luciano Ferullo - E-Book

No hay cruces en Sodoma E-Book

Luciano Ferullo

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Beschreibung

El brutal asesinato de un niño es motivo suficiente para sacar del letargo a un pueblo con la violencia naturalizada. Ante la falta de respuestas, todos tienen sus sospechas sobre el caso, sacan conjeturas y la mayoría apunta a enemigos comunes. Pero en Kimil nada es lo que parece. Buscar respuestas significa toparse con otras igualmente crueles. En esta historia, el protagonista principal no es uno de los personajes, sino el lugar de los hechos: un pueblo despojado, no del todo ficticio, difícil de ubicar en el tiempo. Con un lenguaje descarnado, directo, sin mimetismo populista y alejado de cualquier gesto moralizante, el autor compone una representación maldita del interior de su provincia natal, sacando a la luz contradicciones estructurales y marcando la delgada línea que hay entre persona y bestia.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Imagen de tapa: Death With Beggar, Detail Of Death, Niklaus Manuel.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Ferullo, Carlos Luciano

No hay cruces en Sodoma / Carlos Luciano Ferullo. - 1a ed - Córdoba : Tinta Libre, 2021.

146 p. ; 21 x 14 cm.

ISBN 978-987-708-978-3

1. Novelas. 2. Crímenes. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2022. Ferullo, Carlos Luciano

© 2022. Tinta Libre Ediciones

No hay cruces en Sodoma

C. L. Ferullo

Prólogo

El kimil o quimilo es una planta cactácea de hojas o palmas grandes. De ella crecen flores amarillas, rojas y anaranjadas que no pueden ser arrancadas por estar rodeadas de espinas pequeñas. Los lugareños de las regiones donde crece dicha flor la utilizan como metáfora sobre el sedentarismo, la pasividad o la inmutabilidad en diversos dichos folclóricos. Será esa capacidad de conservación la materia prima de la siguiente narración, que ve materializada su noción de estabilidad en los sucesos de un pueblo ficticio del mismo nombre que la planta.

Cada historia está inspirada en noticias que leí alguna vez en los diarios, recuerdos de infancia o anécdotas ajenas, ofuscadas por similitudes pero presentes por lo impactantes que fueron. Consecuencias todas de la vida en el interior del país, con especial énfasis en la provincia donde nací. Me hicieron pensar que, si bien la evolución es inevitable, continuamos viviendo en tiempos complicados. La emancipación del ser se ve estorbada o detenida por fuerzas de preservación casi imposibles de arrancar, como las flores del kimil. Avanzamos lentamente hacia el futuro, pero ese camino es interrumpido por el costado más salvaje y violento del pasado, que sigue presente en nosotros y es representado de modo radical por el instinto más básico y primitivo de todos, el sentido de la lujuria. Este produce un choque de épocas imposibilitadas para reconciliarse y nos concede así las más truculentas historias de terror, donde la distinción entre persona y monstruo se vuelve ambigua.

Tranquen las puertas que afuera gritan

las aves grises buscando llevarse un alma.

Sobre los techos ya han hecho nido.

Triste está el cielo. La paz del pueblo se ha ido.

Jacinto Piedra

El pibe

I

“¿Crees en fantasmas? Yo los he visto. Suelen salir por la tarde, a la hora de la siesta”. Eso fue lo que le contaron al changuito Mario con cinco años recién cumplidos y una inocente curiosidad, propia de los niños de su edad. La pregunta lo marcó tanto que a partir de entonces, se pasaría horas y horas escuchando y leyendo historias de espantos. Los relatos comenzaron con su abuelo, eterno peón de campo de los árabes llegados a Kimil a finales del siglo XIX y orgulloso de su descendencia guaicurú. Solía esperar hasta que oscureciera para agasajar a su nieto con ciertos sucesos misteriosos vividos en su juventud. Contaba al pibe que durante la época en que trabajó en Salta para unos agricultores inmigrantes, por las noches, cuando todos los peones se juntaban para dormir en un hacinado galpón en medio del monte, escuchaban el canto de una veinteañera que no se callaba hasta que alguien se arrimaba a ella. Pudieron verla bailando un par de veces, siempre desnuda y brillante en la noche. Se decía que si alguno se envalentonaba e iba a su encuentro, amanecería mudo del terror por haber visto el horrible rostro deformado de la joven. Fue por eso que el abuelo de Mario nunca pudo olvidar el canto que la chica entonaba. Ninguno de sus compañeros se le acercó alguna vez.

—Voy a cantar, voy a bailar, y a Satanás vas a adorar —le susurraba en el oído el viejo a su nieto, que, en lugar de asustarse, escuchaba fascinado y pedía más.

El pibe llegó a entender que leyendas como las del kakuy, la Telesita o el almamula no eran más que fábulas infantiles al lado de la realidad, que ya era lo bastante aterradora como para que se inventaran personajes de fantasía. Y eso era justo lo que su abuelo buscaba, que se familiarizara con la vida que probablemente le tocaría conocer. Quizás de esta forma se ahorraría el asombro que producen cosas tan comunes como una muerte violenta, por ejemplo.

—¿Qué tan diferente puede ser un chango que no se caga encima si va a donde el Supay perdió el poncho? Lo mejor sería acostumbrarlo desde wawa. Que camine las grutas que llevan al mundo subterráneo pa’ nunca tener que verle la cara al maligno. Pa’ saber a qué cosas temerle —argumentaba el viejo.

Sus padres nunca se opusieron a las ocurrencias del abuelo. No encontraban gran diferencia con respecto a la educación católica tradicional que infunde el temor a Dios y a sus poderes divinos como una de las primeras enseñanzas. Se hubiese podido decir también que los cuentos del abuelo eran tan lúgubres e inocuos como cualquier antología de terror de algún autor clásico de los que enseñan en las escuelas, pero los del abuelo eran más próximos, cercanos al ambiente en el que Marito crecería. Las historias guardaban entre sus palabras muy concretas enseñanzas que podrían resultar hasta necesarias en su vida, en un sentido utilitario al menos.

—¿Crees que el viejo hace mal contándole al changuito ese tipo de historias? —preguntó el padre de Mario a su esposa mientras ambos observaban la que quizás fuese la escena más tierna que hubieran visto en sus vidas. El abuelo y su nieto, echados sobre un ajado colchón, se daban calor mutuamente, abrazados no solo con brazos sino también con ambas piernas.

Escuchar en silencio el relato terrorífico del día resultaba menos tenebroso de lo que uno podría figurarse como anécdota de terceros.

La mamá de Mario escuchó la pregunta de su esposo, pero continuó observando en silencio. Dolorosos recuerdos le nublaron la frente. Con la cabeza gacha y la voz entrecortada le respondió:

—No creo que esté haciendo algo malo. A Sunchito y a mí nos prohibieron decir malas palabras desde changuitos. Nos azotaban si nos encontraban viendo alguna película donde estuvieran meta culear. Nos bautizaron, fuimos a misa todos los domingos, hicimos la comunión, la confirmación, ambos encontramos pareja, nos casamos e hicimos todo lo que dicen que hay que hacer para ser una buena persona. Pero eso no nos salvó de convertirnos en pecadores. —Recordar era nocivo para su humor. Agitada por el pasado, suspiraba estremecida. Se tomó su tiempo para respirar profundamente y, recobrado el aliento, continuó—. Vos conoces muy bien mis pecados, y creo que el pueblo jamás olvidará el de mi hermano mayor. Lo que le hizo a mi sobrina no tiene perdón de nadie, ni siquiera de Dios. El hediondo tuvo la misma educación que nosotros y se convirtió en esa podredumbre con patas.

Todavía podía ver a sus vecinos entrando en la casa de su hermano por la fuerza. Moliéndolo a golpes, dejándolo casi muerto y llevándolo a un parque alejado para que los menores no vieran cómo se hacía justicia colgando al degenerado en lo alto de un tétrico algarrobo.

—Me mata por dentro acordarme. Puedo imaginar a Sunchito colgado con la lengua afuera y los ojos blanqueados. Es por eso que nunca paso por ahí. —No pudo evitar quebrarse en llanto. Saber que aún sentía cariño por un desgraciado violador la dejaba moralmente perdida. Sollozaba en el pecho de su compañero, implorándole al Señor que su hijo creciera recto, bondadoso, y que nunca tuviera que preocuparse por él. No pedía nada más.

Resultaba curioso que un pibe tan signado por la oscuridad desde que tuvo uso de razón se hubiese convertido en alguien tan luminoso. Llegó a los once años fulgurando con una mirada despierta y una sonrisa encantadora. Siempre correcto y distante con los mayores, campechano y divertido con los de su edad. Como buen alumno de su veterano mentor, compartía historias con sus amigos y estos atendían hipnotizados. El manejo de los gestos, los silencios y cierto despliegue escénico al narrar esos cuentos hacían del pibe un erudito en la materia. Era sorprendente por la edad que tenía, y tomando en cuenta su modestísima educación rural.

Los pasatiempos de Mario y los changuitos del barrio eran variados. Cuando no jugaban al fútbol estaban pescando, y si no pescaban, emboscaban con bombitas de agua a las chicas que se escondían en medio de las acequias de tierra y yuyo. Daban algo de humedad a lo que estaba seco. No importaba si hacía frío, calor o llovía, siempre se las arreglaban para hacer bulla hasta que oscureciera. El tiempo no existía para ellos, las posibilidades eran infinitas y la alegría, inmensurable. Cualquier cosa puede pasar cuando se es pequeño, y ellos estaban abiertos a cualquier cosa. Pero eso sí, por las noches, le tocaba a Mario convertirse en el Horacio Quiroga santiagueño y entretener a toda la muchachada de Kimil. Había una belleza inefable, que iba más allá de las palabras, que convertía esos eventos en verdaderos espectáculos. No importaba si por momentos los verbos estaban mal conjugados o si inventaba una que otra palabra, la armonía del relato estaba presente, el pibe se hacía entender.

Asimismo, aprovechaba su popularidad en aquellas frescas noches veraniegas para los despertares románticos. Las morochas del barrio eran lindísimas, casi todas con rasgos similares. Abundante pelo lacio, nariz larga y afilada, oscuros ojos rasgados y pómulos salientes. De todas formas, la mayoría de los changuitos, incluido Mario, sentían una debilidad incurable por las “turcas con guita”, como les llamaban ellos, que vivían en la zona céntrica. Las chetas, las inalcanzables, las minas con plata, herederas de los árabes que trajeron las iglesias maronitas a Kimil, los fundadores de todas las instituciones importantes que mantenían el orden en el pueblo. De mayoría rubia, con ojos claros y grandes y vistosas sonrisas. Por morboso gusto era que estas muchachas se acercaban a los pibes de sectores periféricos. Sentían un curioso placer por aquello que sus progenitores les habían prohibido conocer desde su infancia: los negros muertos de hambre. No faltó oportunidad para que Marito engatusara a alguna de las gringuitas con sus relatos y fantaseara con pertenecer a una clase a la que su familia había demonizado desde que aprendió cómo y qué cosas se deben escuchar.

Cada vez que los amigos de Mario llegaban agitados a buscarlo era porque traían noticias importantes para contar.

—La turca Gelid te espera en la puerta de la iglesia Santa Rosa a las nueve. Dice que vayas solo.

El chico ya tenía vista a la niña, pero nunca se habían dirigido la palabra. Un leve mareo dejó a Marito en un estado de shock del cual no pudo librarse. Respiraba hondo y su corazón se agitaba cada vez más, provocando en su estómago la sensación de un vacío que no era molesto, sino todo lo contrario. Pensar en la manera en que esa ausencia debía ser llenada lo ponía más eufórico. Apreciar un aroma estimulante, contemplar una bella cara, sentirse deseado por unos penetrantes ojos seductores y besar unos suaves labios eran experiencias que podrían atestar el confortable y motivador vacío que llevaba el pibe en el vientre. Esperó ansioso a que oscureciera.

A paso nervioso se dirigió a la catedral, deliberando sobre las cosas de las que podría charlar con la chica. Más intranquilo se puso cuando la distinguió desde lejos, al lado de las grandes puertas del edificio, bajo un farol cuya tenue luz iluminaba su pelo tan claro. Cuando ella lo reconoció saludó enérgicamente sacudiendo las manos, como agradeciéndole por haber venido.

Mario no entendía por qué tanto sus padres como sus abuelos odiaban a los parientes y allegados de esa niña tan agradable. ¿Será que las personas cambian su mentalidad al crecer?, ¿o es la cultura vigente la que convierte a los amigos en enemigos? A Mario siempre le habían dicho que los niños eran lentos y que su incapacidad para entender ciertos temas los convertía en criaturas pasivas que debían mandarse al silencio, escuchar y aprender, pero él era muy feliz con su falta de lucidez. Si lo que estaba viviendo en ese momento era ignorancia, prefería no entender nunca a los adultos ni a sus conflictos. Quizás por eso desobedecía regularmente a sus viejos, que, hartos ya de tantos regaños, decidieron no censurar demasiado a su hijo. Si quería jugar con sus amigos hasta tarde, que así fuera, siempre y cuando les trajera buenas notas de la escuela. Después de todo, eran conscientes de la bondad de Mario. No podían quejarse al respecto. Fue así, entonces, como tuvo su primer beso, sublevándose a las reglas de sus padres.

Su pequeña historia con la gringuita sin duda se trataba de algo grato para él. Abrigar en sus pequeñas manitos una piel tan suave y cuidada fue algo inédito en su vida, después de ser tan avezado respecto de la curtida piel de sus semejantes, laburantes de pico y pala, calcinados por el sol. Sin embargo, a pesar de lo provechoso que resultó aquel episodio, no pudo evitar recordar a una de las anécdotas. de su abuelo. Unos versitos de rima amistosa y contenido siniestro lo llevaron de un estado de ánimo exultante a otro cargado de un pesimismo analítico, alejándolo de la fantasía de aspirar a tener algo con ella en un futuro:

Le han cortao’ el pito al mestizo,era su destino como peón.Quiso volar más alto de lo que pudopreñando a la hija del patrón.Los estancieros se diviertenmientras se desangra de a poquito.Por meterse con una gringale han echao’ la furia al negrito.

Se confortó pensando que el miedo infundado de sus ancestros a todo lo que fuera diferente a ellos era cosa antigua, y que el mensaje que guardaban esos versos no podía estar vigente en estos tiempos bajo ninguna circunstancia. Al final de cuentas, le hubiese gustado distinguir si su conclusión era una expresión de deseo o un razonamiento que todos compartirían. Rogaba a Dios que fuera lo último.

—¿Son tuyos esos cuentos o los leíste en alguna parte? —preguntó tímidamente la chica.

—Algunos los saqué de un libro que donaron unas personas de la capital para la escuela, pero los que más me gustan me los contó mi abuelo, y él ni siquiera fue a la escuela —contestó Mario bajando la voz y desviando la mirada en las últimas palabras. Le punzaba la garganta por avergonzarse del analfabetismo de la persona que más quería y admiraba. La niña no se percató de la incomodidad de Mario y le contó sobre sus abuelos, como si no lo hubiese escuchado. El materno había sido intendente de Kimil hacía unos años y el paterno vivía de arrendar tierras para el cultivo de soja. Por cada palabra que la rubiecita pronunciaba sobre los regalos y los viajes que sus viejitos le obsequiaban, Mario sentía que se alejaba cada vez más de ella, aunque siguiera sentado en el mismo lugar. En un momento la interrumpió—: ¿Ellos también te cuentan historias? —La niña quedó en silencio y se intimidó ante la espera de su nuevo amigo por una respuesta.

—No saben de esas cosas. Hacemos los mismos juegos desde que tengo cuatro años. Me regalan muñecas Barbies y hornitos de cocina, pero a mí no me gusta cocinar. Tu abuelo es más divertido. —A Mario le alivió escuchar eso. Ya no sentía el peso del retraimiento que le provocaba el pertenecer a una clase donde regalos y viajes al exterior son lujos de ensueño. Ahora eran solo dos niños hablando de igual a igual. El espacio que los separaba ya no existía y el cariño que sentían el uno por el otro se intensificaba.

El chico acompañó a su amiguita hasta su casa y no le soltó la mano hasta que llegaron. Se despidieron con un abrazo y prometieron verse nuevamente el próximo fin de semana. Mario volvió a su hogar corriendo para contarles todo a sus amigos, quienes lo esperaban en la vereda de su casa como buenos vagos, sin el hambre de la cena que los devolviera a sus ranchos.

Sin inflar el pecho, el pibe contó a su bandita sobre el encuentro con la gringa. Trató de que tuvieran al menos un mínimo atisbo de lo que él había podido apreciar esa noche, pero los changuitos estaban más interesados en otras cosas. “¿Qué se siente besar a una chica? ¿Le metiste la lengua en la boca? ¿Se te paró el pito mientras lo hacías?”. Y demás cuestiones de esa naturaleza.

—No pensé en eso, chicos —les contestó Mario, apenado por la falta de empatía de sus amigos—. Fue como si nos hubiésemos conocido hace mucho tiempo y ahora nos volviéramos a encontrar. Solamente quiero seguir viéndola y que nos contemos cosas. Eso me pasa.

Todos lo escuchaban en silencio, pero eran incapaces de entender a su compinche.

—Tené cuidado con las chetas. A sus papis no creo que les guste que su hijita ande a los besos con un negrito pobre como nosotros —le dijo uno de los chicos. Todos se empezaron a carcajear menos Mario. Le deprimía entender algunas cosas. Se despidió desganado y entró en su casa ofendido.

Al día siguiente salió enérgico en su bicicleta y sin avisar a sus padres se enrumbó a pescar mojarras. La laguna junto a la represa siempre fue un punto de encuentro para todos los changuitos del pueblo, y su agua turbia era una suerte de oasis refrescante para vencer al seco calor santiagueño. En horas de siesta no se veía un alma por esa zona, solamente unos cuantos perros echados en la orilla posando al sol con toda comodidad. Para Mario, la paz que le brindaban sus excursiones pesqueras resultaba central para la construcción de sus historias sobre campesinos desaparecidos o terratenientes malditos. Pensó que algún día podría ser escritor, y que los maestros dejarían de presentar a Jorge Washington Avalos y a su Shunko como el gran exponente de la literatura santiagueña (para colmo se trataba de un sujeto nacido en Mendoza). Soñaba con que obras como esa fueran sustituidas por las suyas, pero esa quimera se desvanecía cada vez que recordaba su árbol genealógico, o al mirar la condición de sus vecinos y amigos y de todas esas personas con su mismo origen.

Le incomodaba el conformismo con el que había sido marcado desde pequeño, que se había hecho su amigo y había quedado presente en las casas de todos los que conocía. En lugares como Kimil era imposible soñar en grande sin que te señalaran por iluso y se rieran simultáneamente. Presentía que la falta de guita lo pondría de patas en la calle para trabajar desde muy temprana edad para ayudar a sus cansados padres, dejando de lado la idea de irse a la capital a estudiar. Mientras meditaba sobre todo aquello, notó que había un sujeto más pescando esa misma tarde. Guardaba un parecido manifiesto con el Mario de un futuro no muy lejano. Vestía prendas desgastadas, pantalones holgados y enrollados para no mojarse y una gorra vieja con una visera lo suficientemente grande como para tapar una mueca de profunda resignación. Para el pibe, el gesto del pescador reflejaba la más pura amargura. Una existencia mediocre como esa limita al humano a trabajar para subsistir, y si tiene suerte le sobran algunos pesos para comprar vino el fin de semana y regocijarse en su embriaguez pensando cómo serían las cosas si hubiese tomado otras decisiones, como evitar al estancamiento y arriesgarse más para conseguir algo mejor, todo ello sin el temor de perderlo todo en el intento. Visto desde lejos parecía fácil, pero el riesgo es una sensación que pocos pueden concebir a falta de una base que brinde seguridad. No pudo evitar sollozar al pensar en lo que le deparaba la vida mientras observaba al pescador.

Cuando las pretensiones se esfuman, la ansiedad se hace presente colmando al espíritu de una tormentosa frustración, y no había nada que pudiera hacer ante la impotencia que lo paralizaba. Quedaba un changuito moreno del interior de una de las provincias más pobres del país renunciando a humildes aspiraciones pueblerinas y aprendiendo a denigrarse a sí mismo.

Una camioneta blanca llegó hasta la orilla de la laguna casi sin hacer ruido; al menos, Mario no la había escuchado. Cuando se percató de su presencia, notó confundido que se encontraba solo. El pescador que se parecía a él ya no estaba en su lugar. Ni siquiera los perros que holgazaneaban cerca de él. Un silencio abrumador que duró unos minutos fue interrumpido por un portazo y el saludo del conductor de la camioneta.

—Me dicen en el barrio que sos un buen cuentero vos, changuito —le dijo el sujeto.

El joven no contestó, ni siquiera se volteó a mirarlo. El extraño tendió su mano hacia él, y en ella sostenía una barra de chocolate que despertó el interés del pequeño. Tenía el gusto de probar una golosina muy rara vez, y cuando lo hacía, siempre la compartía con sus amigos. La compraban juntando pesitos entre todos. Estaba asqueado del mistol que caía en casi todas las veredas del barrio, el único tentempié dulzón del que podía disponer cuando quisiera. Ahora tenía una barra de chocolate toda para él, no la desaprovecharía.

La extrañeza que sintió al principio no tardó en disiparse, el niño recibió la golosina y dio las correspondientes gracias. El sujeto se parecía a cualquiera de los vecinos con los que estaba habituado a tratar. No había nada de particular que pudiera llamar su atención.

—A los cuenteros siempre les vienen bien unos libros nuevos de espantos. Yo vengo de la capital y tengo algunos en la camioneta. Puedo regalártelos si quieres —ofreció el desconocido.

Mario no pudo disimular las ansias. Al escuchar las palabras libros y capital dejó de pensar con claridad. Por fin tendría alguien con quien hablar seriamente sobre sus más profundos intereses. Se ilusionó con que quizás había encontrado a su instructor, alguien que pudiera pulir su talento. Un recién llegado de la civilización para cambiar sus expectativas y levantarle el ánimo, que por ese entonces estaba por los suelos.

—¿Son de terror? Mi abuelo me contó muchas historias de miedo y por eso soy fanático —dijo el niño con tono efervescente.

—Hay de terror y también de aventuras, pero estos autores son de afuera, viven en Estados Unidos. Tal vez nunca leíste sobre ellos —contestó el extraño, sonriente, con una mano puesta sobre el hombro del chico.

Marito aceptó dar una vuelta con el desconocido y no se molestó en empacar su equipo de pesca ni su bicicleta. El hombre le prometió que volverían en unos minutos.