No hay verano para los muertos - Mariano Cattaneo - E-Book

No hay verano para los muertos E-Book

Mariano Cattaneo

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"El verano debería ser sol, amigos y amores. Pero a veces, la muerte tiene otros planes. El día que a Nahuel le rompen el corazón, se comete un asesinato en el mismo lugar que él ahoga sus penas con Brenda, la chica más deseada de todo Santo Blas. Y, como si el horror no fuera suficiente, el misterioso QWAS decide convertirlo en su confidente. El asesino tan solo necesita alguien que lo escuche regodearse en sus crímenes y, Nahuel, en el momento equivocado, en el lugar equivocado, se sacó el boleto ganador para ese viaje al infierno. Cuando los asesinatos se vuelven más frecuentes y más violentos, y QWAS comienza a amenazar a Nahuel y a todos a quienes le importan, el chico deberá tomar una decisión de vida o muerte: Descubrir quién se esconde detrás del anonimato y los cuchillos. O traicionar a QWAS incluso si le cuesta la vida. La costa atlántica se baña de sangre en este slasher lleno de humor, nostalgia y muerte."

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A LOS DIECISÉIS CREÉS QUE SOS INMORTAL.

 

PERO ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE SOLO HAY UN VERANO.

 

El verano debería ser sol, amigos y amores. Pero a veces, la muerte tiene otros planes.

 

El día que a Nahuel le rompen el corazón, se comete un asesinato en el mismo lugar que él ahoga sus penas con Brenda, la chica más deseada de todo Santo Blas.

 

Y, como si el horror no fuera suficiente, el misterioso QWAS decide convertirlo en su confidente. El asesino tan solo necesita alguien que lo escuche regodearse en sus crímenes y, Nahuel, en el momento equivocado, en el lugar equivocado, se sacó el boleto ganador para ese viaje al infierno.

 

Cuando los asesinatos se vuelven más frecuentes y más violentos, y QWAS comienza a amenazar a Nahuel y a todos a quienes le importan, el chico deberá tomar una decisión de vida o muerte:

Descubrir quién se esconde detrás del anonimato y los cuchillos.

O traicionar a QWAS incluso si le cuesta la vida.

 

La costa atlántica se baña de sangre en este slasher lleno de humor, nostalgia y muerte.

MARIANO CATTANEO

(Bernal, Buenos Aires, 1979).

Director de cine y escritor. Algunos de sus trabajos son la película de fantasía juvenil La chica más rara del mundo (Disney+) y la de terror Nadie va a escuchar tu grito. También escribió la novelización de La chica más rara del mundo y Melién y el mundo del olvido, ambos disponibles en librerías. Ahora se aleja de los fantasmas y los monstruos para destripar a adolescentes en su nueva novela. Va a salpicar sangre una vez que leas estas páginas.

Los 90 tuvieron un cambio musical radical. Empezaba a ser un poco más introspectiva y melancólica. Guitarras al frente, melodías pegadizas y letras que trasmitían un desencanto ante los prejuicios de la sociedad.

Esta playlist tiene mucho del clima de esta novela y bien podría estar confeccionada por nuestros protagonistas. Quizás quieras, como se hacía en aquellos tiempos, colocarte los auriculares, apagar las luces y viajar a esos años.

– Cats in the Cradle (Ugly Kid Joe)

– Misery (Soul Asylum)

– Shine (Collective Soul)

– Far Behind (Candlebox)

– Zombie (The Cranberries)

– Smells Like Teen Spirit (Nirvana)

– Everything About You (Ugly Kid Joe)

– Plush (Stone Temple Pilots)

– Would? (Alice In Chains)

– Jeremy (Pearl Jam)

– Homesick (Soul Asylum)

– Black Hole Sun (Soundgarden)

– Creep (Radiohead)

– En el borde (Soda Stereo)

La noche en que rompieron mi corazón, a metros del sitio donde yo estaba ahogando mis penas, una joven fue asesinada de manera brutal. De una forma violenta y horrible como se ve en las películas de terror. Solo que no sucedía en pantalla, sino a pasos de donde yo estaba.

Con dieciséis años y viviendo en Santo Blas, un pueblo costero, el concepto de la muerte formaba parte del día a día, era una noticia más en el diario: se ahogó un turista en la playa; una persona tuvo un infarto por ahí; hubo un accidente fatal en la ruta. Todos hechos que no opacaban para nada la línea cotidiana. Noticias que uno leía o escuchaba por ahí. A lo sumo nos lamentábamos en ese momento, pensábamos brevemente en lo efímero de la vida, pero dentro de nuestra rutina seguía de largo y, a los minutos, pesaba menos que el desayuno de esa mañana. Aunque suene mal, naturalizamos la muerte ajena. Entiendo que, cuando sos adolescente, creés ser inmortal, pero me atrevo a asegurar que así es uno con la muerte de los demás tenga la edad que tenga.

Hoy puedo afirmar que hay momentos de mi vida que me cuesta recordar. En mi mente tengo un rompecabezas que va perdiendo piezas con el pasar de los años y lo voy completando con sustitutos imaginarios para cubrir los agujeros. Con la pérdida de estas piezas, los recuerdos los voy armando como si fuese una película que está basada en hechos reales: una mezcla de acontecimientos que sí sucedieron, los sentimientos que me llevan a ese momento y la proyección de lo que creo que pasó.

No podría asegurar a ciencia cierta que lo recordado sea fiel a lo real.

Mi papá decía que la gente recuerda de forma engañosa, recuerda lo que quiere recordar, porque la mente, como instinto primario de defensa, suele olvidar las partes malas y se aferra a las cosas buenas. De ahí que tantas personas aseguran que “el pasado fue mejor”.

Pero nada de esto sucede con el recuerdo de aquel verano. La memoria sigue fuerte como un demonio que se pegó a mi cuerpo y nunca logré exorcizar. Lo intenté invirtiendo tiempo en todo tipo de técnicas y médicos, pero me fue imposible. Los días de aquel verano son como una garrapata que clavó hondo sus garras en mi cabeza.

Ese verano completo, sin desearlo, se coronó como inolvidable. Y me siento extraño al pensar así, porque los veranos inolvidables suelen estar relacionados a la alegría. La emoción de las vacaciones debería estar ligada a la playa, los partidos de vóley, los videojuegos en el centro y los amores pasajeros. Pero, como si ese objetivo se hubiera esfumado por completo, el recuerdo de 1998 se posicionó a fuerza de cuchillos, adolescentes destripados y el miedo de pensar en la muerte.

Ese verano, la muerte se vistió de vacaciones y trató de llamar mi atención a más no poder. Quizás me tomó de punto, o tal vez saqué el boleto ganador para estar presente en el momento menos adecuado, preocupado por pasarla bien, mientras la arena a mi alrededor se llenaba de sangre.

Díganme si no son motivos suficientes para etiquetar a ese verano de inolvidable. Yo creo que sí.

29 de enero de 1998. Por primera vez, el balneario costero era noticia más allá del diario local. La mayoría de los argentinos conocieron mi lugar de nacimiento por todos los diarios del país que pusieron en primera plana, con letras negras y en mayúsculas:

 

VERANO SANGRIENTO EN SANTO BLAS.

1998 VIERNES 2 DE ENERO

Ese enero había arrancado con todo lo que tenía que tener un buen verano: un cielo pintado de celeste y un sol potente de esos que te obligan a dar saltitos ridículos si intentás entrar a la playa sin ojotas. No tan lejos de la costanera yo montaba mi bicicleta, una Olmo negra de llantas verde metalizado de dieciocho velocidades. Muchos chicos a los dieciséis años están desesperados por robarles el auto a sus padres, pero yo no, me conformaba con la sensación de ir en bici por el pueblo.

El inicio del verano se notaba en las calles y en la gente. Las radios comenzaban a pasar música bailable a toda hora, lo que significaba, para mí, dejar de escucharlas. El aura en los residentes ya era otra, un nerviosismo sobrevolaba como un fantasma sobre nuestras cabezas. Era un cambio notorio y una tensión expectante por lo que estaba llegando: la ola de turistas.

Esa mañana me calcé los auriculares, prendí el discman y a todo volumen iba escuchando Everything About You. La estridente voz de Whitfield Crane me prendía fuego la cabeza. Cuando agarraba la Montain–Bike envuelto en el ritmo de Ugly Kid Joe, me trasladaba a otro mundo. Marcos, el hermano mayor de Rodrigo (ya hablaré de mis amigos), decía que la mejor música era la de los años 80. Que los sonidos y las bandas de ahí eran geniales. Pero a su vez, Claudio, el padre de Rodrigo, decía que la mejor música de rock era en los años 60 y que todos los rockeros de los 80 eran unos “blanditos”. El hermano mayor de Rodrigo se ponía loco cuando el papá tildaba a sus bandas favoritas de “blanditas”. Por mi parte, disfrutaba muchísimo de los 90. Con los chicos nos juntábamos a escuchar Nirvana, Pearl Jam, Soul Asylum, Ugly Kid Joe y Soundgarden. Para nosotros el sonido de esas bandas era lo más, aún hoy lo sigo pensando.

Salí a pedalear esa mañana y tomé la calle 29 a toda velocidad al ritmo del riff de guitarra. Cantaba la letra con un inglés inventado y actitud de rockero mientras llegaba a la peatonal de la calle 2 donde se extendía el centro comercial y turístico de nuestro pueblo. Era tarde para mi horario de entrada en el trabajo y, de seguro, mi papá iba a lanzarme su discurso de horario puntual, de respeto por el lugar que nos daba de comer y demás sermones. Pero la verdad era que, el dos de enero, todavía no era fecha oficial de las vacaciones. La mayoría de los turistas caían recién el tres para evitar el tránsito en la ruta. Pero, como la mayoría pensaba lo mismo, el tránsito los agarraba igual.

Sin el ir y venir de veraneantes que van de un lado al otro con el auto, las calles casi vacías eran un lujo para tomar velocidad al ritmo del rock. Sentía el verano en mi cara y me gustaba. Pese a la invasión de turistas era una época que esperaba, además de ser la fuente de ingreso más grande para nuestra familia, me gustaba el verano por la misma razón que cualquier adolescente disfruta de las vacaciones.

Era curioso cómo se transformaba la ciudad en esos meses. Se sentía como si los locales pasáramos a escondernos detrás de mostradores y observáramos desde ahí a los residentes temporales. Los veíamos desde nuestros puestos, como una raza extraña que se adueñaba de la ciudad durante los primeros tres meses del año.

Ellos estaban ahí: caminando, riendo, gritando, haciendo actividades, y nosotros detrás de un mostrador: agazapados, expectantes, poniendo la mejor cara de “gracias, vuelva pronto”. Aún hoy sigue pasando y seguirá siempre. Es un intercambio de propiedad muy extraño.

Detuve la bici bajo el gran cartel de COSTA VERNE, el inteligente nombre que, desde 1988, decoraba la entrada a la librería que teníamos en la peatonal sobre la calle 2. El nombre fue decisión unánime de un solo votante: mi mamá. ¿Por qué no llamarlo “Julio Verne”, como el autor al que hace homenaje? Simple, a mi madre le parecía que la palabra “costa” pegaba con la idea de vacaciones, era fácil de recordar y en la familia se sabía que, si algo le gustaba a mi mamá, no había discusión por armar, no importaba que hubiera quince locales más con la palabra “costa”, como los originales: “Costhamburguesa”, “PanCosta” o el clásico “Recuerdos de la costa”.

El sol a las diez de la mañana estaba alto y daba de lleno en la vidriera del local. Me gustaba cuando sucedía esto, porque se veían muy brillantes las portadas de los libros expuestos en el escaparate que daba a la peatonal, contrastaba con la penumbra que mostraba el interior. Le daba un aire de misterio a la librería, como si al entrar fueses absorbido por la oscuridad.

Entré con mi Mountain–Bike al establecimiento y no había dado tres pasos cuando escuché, por encima de la música, un grito a mi lado izquierdo:

–Nahuel, te dije mil veces que levantes la bicicleta, me ensuciás todo el local –sonó la voz potente de mi jefe, que en el local escondía su otra personalidad: padre de familia.

Levanté la bici y, cuando pasé por su lado con mi mejor sonrisa de buen hijo, me corrió los auriculares dejando escapar la voz metalizada de Crane que ahora cantaba Cats in the Cardle.

–Apurate que, no sé si te diste cuenta, ya estamos abiertos.

Una vez, una chica de Buenos Aires que conocí durante una fiesta me pregunto: “¿Dónde veranea la gente que vive en ciudades de veraneo?”. La idea de “verano” para mi familia significaba trabajo, y debo confesar que no me preocupaba tanto poner mis pies en otro lugar. Santo Blas en los 90 tenía todo lo necesario para ser un buen lugar de descanso. No era de los municipios más concurridos, por eso las playas se mantenían espaciosas y la gente las podía aprovechar hasta muy entrada la noche. Había dos discotecas, cuatro pubs, catorce restaurantes, siete heladerías, tres salones enormes de videojuegos, una peatonal céntrica de seis cuadras y la mejor librería de toda la costa: Librería Costa Verne. Y, lo que es un plus, por alguna extraña razón era la costa preferida de los turistas con hijas de entre quince y veinte años. Cosa que con dieciséis agradecía bastante.

Para mí el verano, aunque trabajando en el negocio familiar, era un sitio lleno de posibilidades. Lo esperaba con ansias porque era un espacio fuera del tiempo, no se sentía como el mismo lugar.

A veces mi trabajo en la librería, además de atención al cliente, consistía en chequear las entregas periódicas de las editoriales. Revisaba la hoja impresa nombre por nombre donde figuraba cada editorial, y me aseguraba de que los paquetes contuvieran todos los libros mencionados en el informe. Cada editorial señalaba cuales de sus libros eran “primera línea”. Solo se les permitía tener cuatro y ellos decidían cuáles. A esos los colocaba en vidriera o en sectores específicos dentro del salón para que fueran fáciles de encontrar por los clientes. Debo aclarar que algunas veces hice justicia con algún que otro libro, colocando alguno que no fue señalado pero con espíritu de verano. A mi entender, los de aventura, fantasía y terror siempre eran ideales para esa época, así que trataba de que fueran siempre “primera línea”.

Las editoriales jamás pasaban a chequear que se respetara la selección, pero para mi papá era importante seguir las normas.

Uno de los beneficios de trabajar en la librería era tener libros gratis. Si bien leía varios mientras cumplía mis turnos, esos libros volvían a las estanterías para ser vendidos. Los libros gratis, llamo a los estrenos que “desaparecían de forma misteriosa”. Las editoriales enviaban entre dos y diez copias de los libros, esto dependía de la proyección de venta que calculaban para cada autor. Si encontraba uno de mis autores predilectos, era común que esos libros desaparecieran. Sospecho que mi papá se daba cuenta, pero como ninguno iniciaba una conversación al respecto, deduzco que era un secreto que manteníamos en secreto.

Mis libros favoritos eran los de ciencia ficción. Me encantaba fantasear con esos futuros distópicos y esos mundos que solo autores como Ray Bradbury o Isaac Asimov sabían describir. Mis libros de cabecera eran El fin de la eternidad de Isaac Asimov y De la Tierra a la luna de Julio Verne.

Esa mañana ya tenía en vista dos nuevas adquisiciones para el verano. Una edición nueva de El Parque Jurásico de Michael Crichton –unos meses atrás con mis amigos habíamos alquilado la adaptación cinematográfica y nos había volado la cabeza, así que estaba deseoso de leer la novela–; el otro era El juego de Ender de Orson Scott Card, no tenía ningún dato sobre este libro pero, por la descripción en la contratapa, era del tipo de aventuras que me gustaban. Mientras buscaba la mochila para guardar ambos ejemplares, miré hacia la calle y sonreí. El sol era fuerte a esa hora de la mañana, la penumbra de la librería contrastaba con el brillo radiante de la peatonal, pero era imposible no reconocer su silueta. Sobre la vereda, sosteniendo en una mano su skate, con la bermuda roja que le llegaba hasta debajo de las rodillas, la musculosa blanca, y la gorra negra con la visera hacia atrás, estaba Rodrigo. Una especie de Bart Simpson de la costa. Tenía clavada la sonrisa como un tatuaje. Siempre con la mueca despreocupada pese a que vivía en una casa de locos. Su papá era un tipo de muy pocas pulgas que abusaba de su alto rango como policía y, su mamá, una mujer amargada e histérica que trataba a Rodrigo como a un empleado en vez de un hijo. Con Marcos el trato era mejor, pero el constante conflicto con sus padres no permitía que la relación con su hermano fuera más fluida. Aun así, él iba con ese aire relajado que todos en el grupo le criticábamos, aunque en silencio admirábamos, porque Rodrigo era el líder del grupo, incluso si nadie jamás lo dijo. Supongo que también era un secreto que manteníamos en secreto.

Desde afuera hizo un gesto con el mentón llevando la cabeza hacia atrás. En nuestra clave de gestos significaba “¿a qué hora nos juntamos?”. Yo lo miré y devolví el gesto. Levanté dos dedos formando una “V” y me toqué la pera. “A las dos de la tarde en La Pera”.

La Pera era el salón de videojuegos que hacía de punto de reunión. Lo usábamos para juntarnos a debatir qué haríamos durante el día, meter fichas en las máquinas, solucionar problemas descargando nuestras frustraciones en personajes pixelados, y de juez para los momentos en los que debíamos decidir quién haría algo primero. Esto se debatía en una competencia. El resto de los mortales seguramente jugaba al “piedra, papel o tijera”, nosotros lo definíamos con una carrera en el Daytona USA, máquina que nos daba la posibilidad de jugar todos a la vez. Mi auto favorito: el verde.

El salón de arcades quedaba sobre la peatonal 2 entre la calle 33 y 32. A tres cuadras de la librería familiar.

Rodrigo asintió con la cabeza y se colocó los auriculares, empujó hacia adelante el skate y dio un salto impulsándose entre una pareja que caminaba por ahí. Lo vi perderse por el costado cuando la pared se interpuso entre mi visión y su recorrido.

Miré la tapa de los libros que había adquirido y sentí la sensación de estar en un buen momento. El viento suave y cálido que ingresaba por la puerta se sentía agradable. Tenía ganas de comenzar esa temporada de vacaciones y pensaba que ese iba a ser un verano impresionante. No estaba equivocado para nada, aunque le erraría por mucho en cuanto al porqué.

–No te pares ahí, andá más adelante –dijo Ariel.

Yo estaba casi sobre la pantalla con ambas manos en el comando del Wonder Boy. Movía mis ojos entre el isleño de pelo rubio y el monstruo lobizón que arrojaba inagotables bolas de fuego.

–Más adelante, ahí te va a dar con las bolas de fuego.

–En fuego están mis bolas, Ariel, dejame jugar y correte que tapás la pantalla.

No hay nada peor para un jugador que un espectador dando órdenes desde afuera, más cuando estaba enfrentando por primera vez al jefe de pantalla del cuarto nivel. Nunca había llegado tan lejos. Los nervios me estaban consumiendo y solo tenía la vida que estaba jugando. No podía distraerme ni por un segundo, pero los gritos de Ariel me lo hacían imposible.

–Sos un gil, te digo que un pibe lo pasó y es como te estoy diciendo, hay un truquito para que no te maten si te parás en la segunda columna sobre la tercera rayita –seguía dando órdenes desde la tribuna.

Yo estaba más que concentrado, veinticuatro minutos de juego sin parar y con una sola ficha, todo un logro. Las manos las tenía transpiradas y se me aceleraba el corazón. Estaba seguro de lograrlo.

–Sofía.

Solo escuché la voz de Rodrigo, como siempre tranquila pero contundente. Decía poco, pero cuando hablaba era por algo importante.

Juro que levanté un microsegundo la mirada por sobre la máquina del Wonder Boy, solo un microsegundo y la vi, no me hacía falta más tiempo. A Sofía la tenía grabada en la memoria profunda de mi cabeza. Me sabía de memoria cada rasgo, cada gesto, cada…

–Te la dieron –dijo Ariel con frustración y sopló fuerte por la nariz.

Cuando regresé la mirada al juego, el isleño envuelto en llamas se perdía en el horizonte de la pantalla. El jefe con cabeza de lobo festejaba su triunfo, burlándose de mi inútil intento de vencerlo, dando unos saltitos que se me antojaban muy ridículos para un supuesto ser todopoderoso y mitológico.

–Te dije –siguió Ariel que parecía más consternado que yo.

Pero ya no me importaba. No me importaba haber perdido litros de agua transpirados en una palanquita durante veinticuatro minutos. Ahora mi mente estaba concentrada en Sofía, en su pelo castaño que se movía acompañado por el viento, en los ojos color avellana y en esa sonrisa que parecía una publicidad de pasta de dientes. Mi verano empezaba cuando aparecía ella.

Todo el grupo conocía mi historia con Sofía. Todos menos Sofía, claro.

Hay un ritual no confeso por los turistas que van al mismo lugar todos los años. Ya no vivo en Santo Blas, pero puedo reconocer en un segundo a alguien que no es del pueblo. Es algo que no se explica, lo sentís y no se te olvida más. Los reconozco de forma inmediata, jamás van a poder camuflarse y pasar como un par. Es algo como el instinto animal, poder detectar a las especies extrañas apenas cruzan tu territorio. Ese ritual es el de hacer actos remotos.

Aquellos que van siempre al mismo lugar de vacaciones tienden a repetir acciones. Así como la familia que tenía la casa celeste frente a la playa apenas pisaba la costa se sentaba con sus trillizos a comer dos extra grandes en Mundo Pizza, Sofía y sus amigas lo primero que hacían apenas sus padres abrían la puerta del chalet que tenían en la calle 37, era venir a La Pera. Así que yo sabía que era el primer lugar donde iba a poder cruzarla. Si me pongo a pensar, todas las tardes estábamos ahí con Ariel y Rodrigo. Al parecer nosotros también teníamos nuestros rituales de inicio de temporada.

A Sofía y sus amigas las habíamos conocido dos veranos atrás en el fogón de los Bomberos de Santo Blas, un evento nocturno y familiar que se hace sobre la playa, con música, comida y fuegos artificiales. La primera vez que la vi, Sofía miraba al cielo mientras destellos de luces rojas, verdes y azules le pintaban la cara y sus ojos brillaban como esferas mágicas. Yo la vi y me enamoré. Se lo dije esa misma noche a los chicos pero nadie me creyó.

Desde ese día nunca supe acertar algo inteligente en el momento adecuado. Cuando nos juntábamos en la playa, o por la noche en la peatonal, nunca salían de mi boca las geniales palabras y conversaciones que ensayaba en la soledad de mi habitación. En mi cuarto, las situaciones se daban muy fácil y yo siempre era el que tenía la palabra justa y acertada, la palabra ganadora. Pero en la realidad era un bloque de cemento. Tenía en la garganta un gato gordo y mojado que me impedía hilvanar algo coherente.

–Es un poco creída, pero además está lejos de tu alcance… Y no por ella, eh… por vos, vos la hacés imposible –dijo Rodrigo.

A Rodrigo se lo escuchaba siempre. Además de dar buenos consejos era el más grande de los tres, aunque fuera solo por siete meses. De esas personas que responden bien casi todas las preguntas de esos programas que pasan en la tele, pero desde el sillón de su casa. Era adicto a la computación y se la pasaba leyendo artículos de la revista Muy Interesante o Conozca Más.

Eso le daba crédito para decir lo que pensaba y escucharlo. Pero él no veía a través de mí y ningún artículo de revista le había explicado lo que sentía yo por aquella chica.

Entendía lo que decía Rodrigo, Sofía era hermosa y ella lo sabía muy bien. Uno nota la seguridad de las personas que saben que son atractivas. ¿Sofía se aprovechaba de eso? Seguro, como todo aquel que encuentra un poder y aprende a utilizarlo para su beneficio.

Pero para mí ella tenía algo especial. Era de esas personas que con solo sonreír te disparan fuera de la Tierra.

–Me importa cero tu opinión, ¿lo sabés? –le respondí al sabelotodo.

Este se rio, me palmeó varias veces el hombro y me agarró del antebrazo empujándome hacia delante. Luego siguió camino hacia Sofía.

–Eh, Sofi, ¿llegaron antes este verano?

Rodrigo decía que la mejor forma de hablar con las mujeres es nunca dejar de hacer preguntas. “Jamás hables de vos, aunque creas que es la forma de impresionarla, no sirve, hay que preguntar siempre y dejar que hablen”.

Sofía sonrió, y el mundo se me vino abajo.

–Sí, se ve que mis viejos estaban apurados por entrar de vacaciones. Veo que las cosas no cambiaron mucho acá, ¿no?

–Hola… hola, Sofía.

No entré en la conversación con una pregunta, por eso Rodrigo ya había estado con chicas y yo guardaba revistas bajo la cama.

Sofía me miró y me devolvió el saludo. Luego saludamos a las demás que no me importaban en lo más mínimo. Creo que una se llamaba Laura, la de pelo negro, y la otra, la rubia de ojos celestes, era o Natalia o Noelia. Para mí en ese momento ni existían.

A la charla se acopló Ariel con su tono cargoso y divertido.

–Esa, llegaron las lindas, por eso Nahuel perdió al Wonder, con semejante espectáculo.

Ariel tenía una risa muy contagiosa, de esas personas que deseás llevar a una fiesta porque sabés que van a caer bien y encajar. A simple vista, muchos aventuraban que Ariel era un caso perdido, que no le importaba nada, siempre riendo y haciendo bromas; y la verdad estaba parada en la vereda opuesta. Había abandonado la escuela, pero no por vago, tenía que trabajar para ayudar a su mamá. Por las mañanas hacía encargos y distintas tareas en el taller mecánico de un amigo de su padre. Él decía que retomaría la escuela cuando tuviera más plata, pero la verdad era que la plata en su familia nunca venía, siempre se iba.

Su papá había muerto cuando él tenía unos trece años. Su mamá hacía pequeños arreglos de ropa en su casa y Ariel debía trabajar para colaborar. Había intentado trabajar y estudiar, pero le fue imposible. Aun así, vos lo veías y ni sospechabas de estas cosas, siempre alegre dando la sensación de que nada le importaba. No era así, pero lo parecía.

Dicho eso, me dio un golpe en la cabeza y todos reímos. Yo me detuve un segundo de más para ver los ojos de Sofía, ella corrigió la mirada y me vio directo a los ojos. Por ese segundo a nuestro alrededor no se escuchaba ni la música del Tetris que, si hablamos de volumen de videojuegos, supera a todas las máquinas del salón. En ese momento estábamos solo Sofía y yo. Y ella me sonrió. Sabía cómo hacer para ganarse mi atención. Lo sabía muy bien.

Una de las chicas, Noelia/Natalia, se acercó a Sofía y le insistió para ir a jugar a las máquinas y después a tomar un helado. En ese instante odié con todos mis huesos a Noelia/Natalia. Ella siempre quería estar solo entre chicas.

–Bueno chicos, nos vemos a la noche en el centro –dijo Sofía.

Saludó con un beso en la mejilla a cada uno y yo me quedé con la sospecha de que se detuvo un segundo más en la mía. Luego se perdió en el Pac-Land, un juego que jamás pude pasar de la segunda pantalla, no me pregunten por qué.

El pico de concurrencia nocturna en la peatonal oscilaba entre las ocho y las doce; en ese horario las familias salían a recorrer los locales de ropa, ir a comer o llevar a los niños a las distintas atracciones que había sobre la calle 2. Ya a la una de la madrugada quedaba poco adulto sobre el asfalto y ese era nuestro momento de aparecer. Tres jóvenes se apoderaban de la calle con una idea en la cabeza: tratar de tomar unos tragos y jugar al pool. Una forma de escapar a los boliches que ya empezaban a colmarse de veraneantes. ¿Ellos nos ganaban el terreno o nosotros les escapábamos? Supongo que sucedía algo de las dos partes.

Por la calle 35 y camino hacia la costa, entre el mar y la costanera estaba Circus. Un antro oscuro pero con buena música y mesas de pool. Siempre sonaba rock en Circus gracias a su dueño: Macana. El hombre era una atracción más del Partido de la Costa. Tenía el pelo blanco y largo que le caía por la espalda, su incipiente calva estaba ganando terreno o le había prestado pelo a la barba abultada que decoraba su mandíbula. Sus ojos eran dos vidrios polarizados con montura de metal, pocas veces se lo veía sin sus anteojos negros y casi nunca sin su campera de cuero gastada. Antes de radicarse en la costa y abrir el bar, había sido plomo de bandas de rock en los años 60 y 70 y, en varias oportunidades, guitarrista de refuerzo en muchos conjuntos importantes del rock nacional.

Esa noche sonaba a todo volumen (el único parámetro de volumen que tenía Circus) Touch too Much de AC/DC. Al entrar ya nos sentíamos como en casa. Circus tenía un efecto implacable sobre nosotros. Los problemas, las penas y las amarguras de adolescentes se ponían en pausa cuando estábamos en nuestro bar favorito. Una vez traspasada la puerta, éramos absorbidos por una niebla espesa provocada por el tabaco que reinaba en el lugar. Esto fue mucho antes de que en los bares se prohíba fumar en interiores y que la ley sea rigurosa para la venta de bebidas alcohólicas. En Circus el humo era un elemento más del entorno, como el sonido de las bolas que chocaban entre sí en la mesa de pool, las risas y los gritos de los concurrentes, porque la mayoría de los parroquianos que asistían a Circus no hablaban, gritaban. Ya no quedan bares con esa mística hoy en día.

El lugar tenía historia por todos lados. Mientras atravesabas el salón, eras escoltado por un montón de fotos de recitales, bandas y artistas que decoraban todas las paredes del lugar. En una gran cantidad de estas fotos, el protagonista era Macana junto a muchas caras conocidas; a nosotros no nos sonaban tanto, salvo una, en la foto Macana sostenía una guitarra Fender Stratocaster en alto junto a Willy Quiroga, cantante de Vox Dei. La expresión de Macana era de éxtasis total y la sonrisa de Willy decía que estaban pasando un momento increíble. Macana estaba muy contento de esa foto y si lo agarrabas de buenas, te contaba mil anécdotas delirantes sobre giras y bandas de rock. Como decía él, allá por los gloriosos años 70.

Para Macana la gloria musical no eran ni los 60, como afirmaba el padre de Rodrigo, ni los 80 como aseguraba Marcos. La década mágica para Macana, eran los 70. Para él esa década había sido el paraíso musical, una mezcla entre rebeldía, liberación y perfección en el sonido.

Luego de atravesar el humo, la gente y los tacos de pool, estaba lo más importante.

No era Macana, por más extravagante y rockero que fuera. Lo más importante era Brenda. Sin discutirlo la chica barman era la atracción de nuestros ojos. El pelo negro azabache le caía hasta la mitad de la espalda y tenía un par de ojos verdes que te dejaban hipnotizado, batía tragos detrás de la barra y a su vez batía nuestras cabezas. Era menuda de cuerpo pero tenía seguridad en sus movimientos, sabía poner a raya a los borrachines que al verla mujer y joven querían pasarse de listos. Nadie se va a olvidar jamás de ese tipo que le tocó el culo mientras ella pasaba con unos tragos. Brenda sonrió, entregó las bebidas a las mesas correspondientes, regresó a la barra, fue atrás del mostrador, agarró un palo de madera que estaba bajo las butacas y, sin mediar palabra de advertencia con el cliente de mano larga, le hundió el palo en la frente. El tipo cayó desplomado en el suelo con la nariz partida y chorros de sangre que le caían por las mejillas. Lloraba como si tuviera tres años y su padre le hubiera quitado un chupetín de la boca. Macana la detuvo, pero tampoco hizo mucho más, solo evitó que la cosa pase a mayor. Agarró al tipo y lo rajó a la calle con una buena patada en el culo. Cualquiera que haya escuchado esa anécdota (cosa que corrió de boca en boca en todo el municipio y aledaños), sabía que con Brenda no se jodía.

Pero además de partirle la cabeza a desubicados, sabía dar consejos. Se podía hablar de cualquier tema con ella. No tenía ningún tipo de filtro. Era nuestra psicóloga, que en secreto todos adorábamos. Además, tenía un trato diferencial y especial con nosotros, al pasar las tres de la mañana se apiadaba de nuestros bolsillos de adolescentes y nos armaba algunos tragos que corrían por su cuenta.

Que quede claro, Circus era nuestro lugar.

–¿Qué quieren los Cuatro fantásticos? –Brenda sonrió y achicó los ojos.

El primer intento, alcohol, siempre era rechazado. Brenda decía que no estábamos en edad, pero que tal vez más tarde nos traía una magia. Así que nos conformamos con unas tristes gaseosas y nos fuimos al fondo a hablar de las cosas que para nosotros eran sumamente importantes: chicas, bandas de rock y videojuegos.

Era increíble como en aquellos años podíamos mezclar tan orgánicamente estos tres temas. No había diferencia de valores en cuestionarse cuál de las profesoras del colegio era más linda cuando tenían nuestra edad, si el álbum de Nirvana In Utero era un polo opuesto a Nevermind o cómo hacíamos para sacar el pingüino de la animality de Scorpion en el Mortal Kombat 3. Todo a la par de importancia.

Pasados estos importantes temas, Ariel expuso su plan para realizar una película de terror durante las vacaciones. Todos sabíamos que él sería director de cine, siempre lo encontrabas contando las historias fantásticas que se le ocurrían todo el tiempo. En su casa había un ropero que en vez de tener ropa estaba repleto de películas VHS de terror, una más rara que la otra. A mí me gustaba la literatura de ciencia ficción y algunos thrillers, era lo más cercano que estaba del género terror, y mucho menos me gustaba lo visceral. Aunque el cine de terror me agradaba, lo de Ariel estaba en un extremo alejadísimo. En su santuario personal había títulos que, con solo ver la tapa, sabías que no dormirías en días. Sus películas favoritas eran las de asesinos seriales. Cuanto más sangrientas mejor. Todo el año había estado escribiendo en secreto su “gran proyecto”. Todos los días te decía “escribí una escena tremenda para mi gran proyecto”, “hoy conseguí una pieza fundamental para mi gran proyecto”, “no saben lo bien que está quedando el guion de mi gran proyecto”. Así todo el año detrás del misterio. Hasta que en la fiesta de fin de año nos reveló que iba a realizar su propia película slasher.

Aprovechando que la ciudad se llenaba de gente y, según él, eso le daría más importancia a la película, Ariel escribió el guion de Felices vacaciones:

Un pueblo costero reabre sus instalaciones al público luego de diez años de estar abandonado.

Esto se debe a una tragedia: el hijo de un metalúrgico murió a cargo de los imprudentes veraneantes y este hombre enloquecido ante la poca ayuda brindada por las autoridades locales, toma justicia por cuenta propia masacrando a cualquier turista que se cruzase en su camino, para luego suicidarse. El lugar queda aislado del plan de turismo, pero las autoridades deciden que ya pasó tiempo suficiente y es hora de reabrir el pueblo, cambiar de nombre el balneario y borrar la trágica historia. Las puertas se abren al turismo y es cuando comienzan los problemas, un misterioso maníaco, vestido con un overol gastado, botas de trabajo, una máscara de soldar y una cantidad enorme de herramientas para asesinar, aparecerá para sembrar el caos en el pueblo.

¿Quién era este misterioso asesino? ¿El fantasma del Metalúrgico? ¿Un nuevo vengador? ¿Un traumado con la tragedia? Ariel no lo había revelado. Él decía que, para mantener el misterio en la grabación, era mejor ocultar la resolución de la película. Los actores éramos nosotros y otros amigos. No había reparto profesional ni presupuesto real. Pero Ariel no era un improvisado, tenía una cámara que parecía importante, una Panasonic M9500 que grababa en cintas Súper VHS. Esta se la había regalado su tío en uno de sus viajes a Buenos Aires.

Todos estábamos entusiasmados con la idea de la película, sobretodo yo, porque Ariel quería que Sofía fuera la protagonista, así que pasaría mucho más tiempo con ella.

Mi papel era el de uno de los turistas que cruzaba camino con Sofía, ella estaba perdida en los bosques del pueblo y juntos nos adentrábamos en la aventura. Todo estaba muy bien por mi parte.

Así empiezan los veranos buenos, repletos de proyectos y sueños. Pero, puedo asegurar, hay indicios en todo lo que hacemos que funciona como preludio de lo que vendrá. Y ese verano iba a arrancar torcido como pocos.