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Yulián Semiónov

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La segunda misión del super agente soviético Maxim Isáiev, protagonista de Diecisiete instantes de una primavera (Hoja de Lata). «El sexto año de revolución llegó a Rusia junto con el hambre». Al término de la guerra civil entre bolcheviques y zaristas el país está devastado. Por si fuera poco, en la costa del Pacífico Japón pretende seguir expansiéndose sobre el territorio ruso. Por ello, Lenin decide crear un Estado tapón que se interponga entre Rusia y el imperio nipón: la República del Lejano Oriente, un territorio en disputa entre los rusos blancos y los rojos, y sobre el que todas las potencias mundiales desean ejercer su influencia. Para ayudar al nuevo Estado, el Kremlin infiltra al agente secreto Maxim Isáiev en el bando zarista, dividido entre los posibilistas hermanos Merkúlov, aliados de las potencias mundiales, y los belicistas capitaneados por el atamán Semiónov y sus temibles cosacos. Enfrente tendrán al carismático comisario político Póstishev, que tratará de mantener alto el espíritu de sus maltrechas tropas, y al afamado militar Bliújer, nombrado ministro de la Guerra de la nueva república. No se necesita contraseña es una espectacular novela de espías en la que las cargas a sable y los duelos de trenes blindados se alternan con encendidos debates sobre literatura y sobre las enormes contradicciones que ha de cabalgar todo proyecto revolucionario.

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NO SE NECESITA CONTRASEÑA

YULIÁN SEMIÓNOV

NO SE NECESITA CONTRASEÑA

PRÓLOGO DE JACOBO RIVERO

TRADUCCIÓN DE ZOIA BARASH

SENSIBLES A LAS LETRAS, 82

Título original: Пароль не нужен

Primera edición en Hoja de Lata: mayo del 2022

© Julian Semenov, 1966

All rights reserved

© del prólogo: Jacobo Rivero, 2022

© de la traducción: Zoia Barash, 1983

© de la imagen de la portada: Vladímir Mayakovsky fotografiado por Aleksandr Ródchenko, fotografía coloreada por Klimbin, 2022.

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2022

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Corrección: Marta Álvarez Tamargo

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

ISBN: 978-84-18918-52-0

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

PRÓLOGO

Yulián Semiónov (Moscú, 1931-1993), hijo de un periodista ruso purgado durante el estalinismo por bujarinista y de una profesora de historia ucraniana, está considerado el padre del género negro en lengua rusa, creador de un nuevo tipo de novela que funde en un todo orgánico su punto de vista como sociólogo, historiador, periodista, poeta y excelente narrador. Corresponsal en el extranjero en la agitada segunda mitad del siglo XX, tuvo una mirada apasionada sobre la realidad que le rodeaba y que reflejaba en sus crónicas. En su opinión, Tolstoi y Dostoievski eran pioneros en la novela policiaca rusa y formaron parte de sus referentes junto con Lenin, la Biblia, Hemingway, Erich Maria Remarque, Jack London, Albert Camus, John Boynton Priestley, Graham Greene o su íntimo amigo John Le Carré. Semiónov fue abanderado de la novela negra soviética en foros internacionales, y también una firma periodística que traspasó fronteras. No tuvo carnet del partido, pero se declaraba «comunista convencido». Un tipo al que nadie quería perder la pista, que ejercitaba el reportaje con destreza y que escribía libros con personajes fascinantes, llenos de aristas e inteligencia. El más famoso de todos, el agente doble soviético Vsévolod Vladímirov, alias Maxim Maximóvich Isáiev, alias Max Otto von Stirlitz, fue un auténtico fenómeno de masas en su país.

Desde mediados de los años cincuenta Semiónov comenzó a trabajar como enviado especial, un oficio lleno de peligrosas situaciones que le permitieron conocer a cazadores de tigres en los bosques boreales, visitar estaciones polares, recorrer la construcción de la línea de ferrocarril Baikal-Amur o asistir a la apertura de una mina de diamantes en Siberia. Además, como corresponsal Semiónov siempre estuvo en los acontecimientos más destacados de esas décadas: la España de Franco, el Chile de Allende, la Revolución de los Barbudos en Cuba, la caza de nazis escondidos en América Latina, la mafia siciliana en Italia, el Afganistán socialista o las operaciones de combate de las guerrillas de Vietnam del Sur y Laos. Publicó sus artículos en las principales cabeceras soviéticas: Pravda, Ogoniók, Komsomólskaya Pravda, Smena o la revista cultural Literatúrnaya Gazeta. A pesar de su éxito como escritor, nunca abandonó el periodismo, profesión por la que sentía auténtica devoción. En 1989 creó la revista Soyershenno Sekretno («Supersecreto») dedicada al género policiaco, de la que fue director hasta su muerte, con una tirada de un millón de ejemplares.

Tres años antes, en 1986, fue uno de los impulsores de la Asociación Internacional de Escritores Policiacos (AIEP) que se constituyó en junio de ese año en la habitación 611 del hotel Capri de La Habana. Semiónov fue elegido presidente, y en la dirección de la asociación entrarían, en sucesivos encuentros y entre otros, el mexicano de origen asturiano Pablo Ignacio Taibo II, el español Manuel Vázquez Montalbán o el estadounidense Roger L. Simon. En el manifiesto de presentación señalaban que el principal objetivo de la AIEP era promover y consolidar el género en todo el mundo y añadían como cláusula imprescindible la no admisión de miembros «en cuyas obras se propugne el fascismo, el racismo, el militarismo, la discriminación sexual y la apología de la guerra nuclear». La AIEP fue una organización de escritores internacionalista muy activa en sus primeros años de vida. En la reunión de Praga en 1989, cuando ya se veía venir el final del Telón de Acero, pidió oficialmente la liberación del escritor disidente Vaclav Havel, que luego sería el primer presidente democrático de Checoslovaquia. En esa línea, Semiónov fue un decidido impulsor del aperturismo en el bloque socialista, un aguerrido defensor de la perestroika, y apoyó firmemente al último presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, con el que incluso trabajó como agregado cultural.

Pero es como novelista que Semiónov obtuvo un enorme éxito, tanto dentro como fuera de la esfera soviética. Desde su palestra narrativa y con su brillante escritura se propuso cuestionar el status quo con enorme sutileza a partir de sus personajes. En una entrevista en 1987 para el diario El País con la periodista Rosa Mora afirmaba que la novela policiaca «trata siempre sobre la oposición entre el individuo y el poder». Sus obras se tradujeron a veinticinco lenguas y vendió más de cien millones de ejemplares. Su popularidad en la Unión Soviética estaba a la altura de los cosmonautas o los grandes referentes culturales, y era adorado por el gran público. Semiónov podía contar episodios de la Revolución Rusa o la Alemania nazi y hacernos sentir que estábamos en el compartimento de un tren cargado de bolcheviques o en los mismísimos despachos de la Gestapo en Berlín. Era tal su popularidad que, a pesar de su afilada y velada crítica del sistema soviético, fue el primer escritor de la Unión Soviética al que se le permitió entrar en los archivos del servicio secreto ruso. A Yuri Andropov, el todopoderoso director de la KGB (que más tarde llegaría a presidir la Unión Soviética durante un breve periodo de quince meses) le gustaba la creatividad del joven escritor y lo invitó a investigar entre los expedientes de su archivo para encontrar argumentos de futuras novelas.

En una de esas búsquedas, Semiónov dio con un dossier sobre Extremo Oriente en el que se detallaba la historia de un oficial de inteligencia, joven y misterioso, enviado en misión secreta al Pekín ocupado por los japoneses en la década de 1920. Aunque la imagen del agente doble Isáiev-Stirlitz también combina rasgos de varios espías soviéticos posteriores, ese hallazgo sirvió de punto de partida a Semiónov para desarrollar su personaje más icónico. No se necesita contraseña es cronológicamente el segundo título de la serie «Crónicas políticas», protagonizada por el funcionario de la Checa Vsévolod Vladímirov, a quien conocimos como infiltrado junto al líder de los rusos zaristas Kolchak en Diamantes para la dictadura del proletariado (Hoja de Lata, 2018). En esa novela, el bisoño Vladímirov estrena su primera falsa identidad: Maxim Maximóvich Isáiev, y se nos revela como un abnegado espía que cumple con la labor encomendada echando mano de su tremenda astucia, apabullante capacidad de análisis psicológico y extensa cultura, «alejado del modelo hollywoodiense y del rígido realismo socialista, capaz de departir sobre la obra de Pushkin, las ciencias exactas o las mejores cervecerías de Berlín», en opinión del periodista argentino Nicolás García Recoaro.

Con el discurrir de la saga, Isáiev se convertirá en el célebre Max Otto von Stirlitz, infiltrado a su vez en el Estado Mayor del contraespionaje alemán durante la segunda guerra mundial y protagonista de la obra más conocida de Semiónov: Diecisiete instantes de una primavera (Hoja de Lata, 2015). Un auténtico hito en la historia de la cultura popular soviética, un libro totémico que traza una trama perfectamente hilvanada ambientada en las últimas semanas de la Alemania nazi. Aquella obra, que fue un súper ventas en su país y que dedicaría a su padre, liberado de las cárceles estalinistas en 1954 en un estado lamentable, supondría un estallido de popularidad del agente Stirlitz en la Unión Soviética. El libro se adaptaría a serie de televisión dirigida por Tatiana Lióznova y protagonizada por los mejores actores soviéticos del momento, como Viacheslav Tíjonov, que interpretaba a Stirlitz, o Leonid Bronevói, que encarnó el papel de Heinrich Müller, el jefe de la Gestapo. Sergéi Stafeev, secretario de la Fundación Semiónov, en su prólogo a la edición de Hoja de Lata de la mítica novela señalaba:

En agosto de 1973, tuvo lugar un evento muy significativo en la vida de la Unión Soviética. Se estrenaba una peculiar serie televisiva de guerra (en la URSS hablar de guerra equivalía a hablar de la segunda guerra mundial, también llamada la Gran Guerra Patriótica). En este film no había ni tanques ni batallas navales. En su lugar aparecían personajes, unos agradables, otros no tanto, vestidos en su mayoría con el uniforme negro de las SS. También había un agente secreto. El más sabio y justo de todos. Y al mismo tiempo, un tipo de lo más normal, cercano a los corazones de los soviéticos. La serie se titulaba Diecisiete instantes de una primavera y el nombre del agente era Stirlitz. […] Casi cincuenta años después, Stirlitz todavía es amado y apreciado en la Rusia moderna. Se publican nuevos libros sobre este personaje y se ruedan documentales sobre él. Es el protagonista de innumerables chistes, caricaturas y otras formas de cultura popular. Se cuenta también la leyenda de que Vladímir Putin, cuando era un adolescente de Leningrado (hoy San Petersburgo), justo después de ver la serie de televisión juró dedicar su vida al servicio de inteligencia y servir a la patria «al igual que lo hizo Stirlitz». […] También se dice que después de ver el serial televisivo, Leonid Brézhnev, por aquel entonces presidente del Soviet Supremo de la URSS, ordenó de inmediato a sus asistentes que encontraran al tal Stirlitz y le recompensaran generosamente. Cuando le explicaron que Stirlitz era un personaje de ficción, el presidente se lamentó sinceramente: «Es una pena».

Pero ni Putin ni Brézhnev alcanzan la astucia y elegancia de un personaje que sobresale por su capacidad de seducción en la oratoria, su manejo de los tiempos y por la perplejidad que genera en sus interlocutores. De alguna manera Isáiev/Stirlitz representaba el alter ego de un Yulián Semiónov que a partir del personaje levantó la bandera de un escepticismo irónico que encandiló a la sociedad soviética, atrapada en el corsé cultural del socialismo forzoso.

Apasionado de la historia de su país y del periodo revolucionario, No se necesita contraseña se ambienta en un hecho histórico poco conocido: la creación de la República del Lejano Oriente en 1920. Un Estado democrático y pluripartidista, constituido en Siberia Oriental a raíz de la triunfante Revolución de Octubre, que existió tan solo hasta 1922. La República del Lejano Oriente, o RLO, se constituyó a modo de Estado tapón para evitar un enfrentamiento bélico entre la Rusia soviética y Japón, que desde 1918 había ocupado militarmente parte del litoral del Pacífico y el puerto de Vladivostok aprovechando la guerra civil rusa. El nuevo Estado fue proclamado el 6 de abril de 1920 y su primera capital fue Verjneúdinsk. En mayo de ese año, el Gobierno soviético reconoció oficialmente a la RLO y comenzó a brindarle ayuda financiera, diplomática y militar. Con el apoyo de la República Socialista Federativa Soviética Rusa (RSFSR, precedente de la Unión Soviética) se creó también el Ejército Popular Revolucionario de la nueva nación. Su creación obedecía a la necesidad de luchar contra la Guardia Blanca, es decir, las fuerzas militares de los rusos zaristas —las llamadas bandas de Grigori Semiónov y de Ungern von Sternberg—, los socialrevolucionarios o eseristas —fracción izquierdista opuesta a los bolcheviques tras la Revolución de Octubre—, los mencheviques —fracción moderada del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia— o el enfrentamiento contra los intervencionistas extranjeros —japoneses y franceses principalmente.

Tras acabar con los últimos reductos del Ejército Blanco en Crimea, en septiembre de 1920 el Gobierno bolchevique se centró en lo que acontecía en el Lejano Oriente. Fruto de este cambio de estrategia, el 22 de octubre de 1920, después de encarnizados combates, el Ejército Popular Revolucionario, con el apoyo de las guerrillas populares, liberó la ciudad de Chitá que, a partir de entonces, se convirtió en la nueva capital de la RLO, al tiempo que los japoneses se veían obligados a evacuar sus tropas y su personal de la ciudad de Jabárovsk. Pero la situación era tremendamente volátil: el 6 de mayo de 1921 los guardias blancos, con el apoyo del Gobierno nipón, consumaron un golpe de Estado en Vladivostok y posteriormente se apoderaron de Jabárovsk. La contraofensiva del Ejército Popular Revolucionario comenzó en febrero de 1922, bajo la dirección de Vasili Konstantínovich Bliújer, renombrado jefe militar soviético —y uno de los protagonistas de esta novela— que sería años más tarde purgado por Stalin. Pocos días después, el enemigo fue aniquilado cerca de Volochayevka y liberada la ciudad de Jabávorsk. El 25 de octubre, el EPR entró en Vladivostok, último reducto de los sediciosos. Tras estos reveses, los intervencionistas japoneses tuvieron que abandonar también Primorie, territorio de la costa del Pacífico fronterizo con la actual Corea del Norte. El 14 de noviembre de 1922, la Asamblea Nacional de la República del Lejano Oriente proclamó en su territorio el poder soviético y se dirigió al Comité Ejecutivo Central de toda Rusia para solicitar la incorporación de la República del Lejano Oriente a la RSFSR. El 15 de noviembre de 1922, el mencionado órgano aprobó un decreto en virtud del cual todo el territorio de la RLO pasaba a formar parte de la RSFSR.

En esa lucha de poderes e intereses múltiples organizados para la destrucción del joven Estado soviético, Isáiev juega un papel importante como agente. No se necesita contraseña rinde homenaje a la memoria de miles de combatientes anónimos cuyo sacrificio y lucha hicieron posibles la derrota de los intervencionistas extranjeros en suelo ruso. Y lo hace cuidando minuciosamente la atmósfera del tiempo que quiere narrar, como en todas las novelas de Semiónov: presentándonos personajes complejos, con aristas, dudas y debilidades; capaces de hablar de la obra del poeta y dramaturgo revolucionario Mayakovski y de filosofía, al tiempo que critican a los dirigentes del nuevo Estado soviético o se lamentan del destino trágico de la Madre Patria. No se necesita contraseña fue la primera novela que Yulián Semiónov escribió con Isáiev como protagonista en 1966. Pero el éxito conseguido por la serie de televisión basada en Diecisiete instantes de una primavera, publicado en 1969 y proyectada en la televisión en 1973, llevó al pionero de la novela negra soviética a introducir una precuela que vinculara a su héroe con el momento primigenio del Estado soviético. De ahí que en 1971 escribiera Diamantes para la dictadura del proletariado, ambientada en la Rusia inmediatamente posterior al triunfo de la Revolución de Octubre y en la lucha de los rusos blancos contra los bolcheviques. En total el agente secreto Isáiev/Stirlitz aparece en doce obras, escritas a lo largo de casi 25 años.

Yulián Semiónov fue un autor prolijo que tuvo un vínculo especial con España, país que visitó con frecuencia y en el que tuvo grandes admiradores y amigos. Le gustaba contar que Cervantes era presidente de honor de la Unión de Escritores Soviéticos y que en la URSS se habían vendido más de cinco millones de ejemplares de El Quijote. Semiónov fue uno de los asistentes a la I Semana Negra de Xixón en 1988, surgida a iniciativa de la Asociación Internacional de Escritores Policiacos, donde impartió la conferencia «El género policiaco en la Europa del Este y la perestroika» y en esa primera edición recibió el premio al «Gran Maestro» por el trabajo de toda una vida. En el obituario tras su muerte, en septiembre de 1993, publicado en The New York Times, se decía de Yulián Semiónov: «Prolífico autor ruso de novelas de espionaje y thrillers cuya ficción criminal retrataba a menudo el lado oscuro de la vida rusa, murió en el Hospital del Kremlin de Moscú el 14 de septiembre. Tenía 61 años. La causa fue un ataque al corazón, aunque llevaba varios años incapacitado como consecuencia de un derrame cerebral», y añadía para finalizar: «El señor Semiónov, expresidente de la Asociación Internacional de Escritores Policiacos, hablaba chino, japonés, vietnamita, inglés, español, alemán y francés. Fue profesor de idiomas». En otras referencias se apunta que Semiónov también hablaba pastún y dari, principales lenguas de Afganistán.

La pasión vital del propio autor y sus circunstancias personales, empezando por la traumática detención de su padre, parecían sacadas de una de sus novelas. De hecho, con catorce años él estaba con las tropas del Ejército Rojo a su entrada en Berlín, acompañando a su padre periodista. Semiónov recibió numerosos reconocimientos en su país: la Medalla al Trabajo, la Orden de la Amistad de los Pueblos, la Orden de la Revolución de Octubre o el Premio Estatal Hermanos Vasíliev. La revista Time definió a Stirlitz como «el James Bond soviético», pero poco tienen en común el arrogante y machista servidor de Su Majestad —que deshace entuertos echando mano de sofisticados artilugios de última tecnología—, con el sobrio y abnegado Vsévolod Vladímirov, quien con el transcurrir de la saga tendrá una tremenda nostalgia de su hogar, sufrirá insomnio y se sentirá deprimido tras años sin ver a su querida y amada esposa Sashenka, a quien conoceremos en esta novela. Aun así, continuará aceptando la siguiente misión que le sea encomendada. Todo por el triunfo de la Gran Madre Patria, a la que tanto Isáiev, como Stirlitz, como Semiónov sirvieron con auténtica lealtad. Quizás pensando que el comunismo basado en la justicia social e igualdad era posible gracias a su esfuerzo y sacrificio.

JACOBO RIVEROMadrid, febrero del 2022

MAYO, 1921

El sexto año de revolución llegó a Rusia junto con el hambre. Perecían distritos enteros. En las frías estaciones de trenes, sobre los andenes de cemento, yacían niños silenciosos, con rostros amarillos de ancianos. Los cuervos volaban en bandadas sobre las aldeas abandonadas y los campos vacíos.

Miteñka, el tonto —un adolescente de ojos azules, enfundado en un cilicio gris—, de rodillas ante el atrio de la iglesia de Novodévichi, se arañaba las mejillas y reía mientras gritaba:

—¡La peste! ¡La peste! ¡La peste!

Su voz era fina, aún infantil, y lejos, a su alrededor, tintineaba y resonaba el aire frío.

Las beatas preguntaban, haciendo acopio de paciencia:

—¿La peste para quién, Miteñka? ¡¿Para quién Dios santo?!

—Para los deditos, las manitas, las piernitas y los ojitos —respondía el tonto.

—¿Los deditos de quién, eh?

—¡De los pequeños! —gritaba Miteñka—. ¡De los peequee-ñii-tooos!

—¿Y qué ocurrirá? —susurraban las ancianas—. ¿Qué vendrá después de todo esto?

—La anunciación —respondía Miteñka asustado y miraba con lástima a las ancianas, mientras roía sus uñas con rapidez, igual que una ardilla—. ¡Vendrá la anunciación!

El Consejo Supremo de la Entente encomendó al señor Noulance, exembajador de Francia en San Petersburgo, estudiar la situación en Rusia y hacer sus propuestas. Fue creada la Comisión de Bruselas. El trabajo se extendió durante muchas semanas. La región del Volga perecía.

Noulance convocaba entrevistas y organizaba recepciones en las que se servía caldo de pescado à la russe. Después de varios meses, Noulance dijo:

—En principio, es posible ayudar a la Rusia hambrienta si el señor Lenin reconoce todas las deudas del gobierno legítimo del emperador Nikolái Románov y nuestros representantes pueden visitar el país, a fin de efectuar una inspección personal.

Cuando los corresponsales londinenses preguntaron a Chicherin, comisario del pueblo para Asuntos Exteriores, cómo evaluaba tales propuestas, Gueorgui Vasílevich respondió:

—¿Qué pensarían ustedes de un médico que en la cabecera de un enfermo grave le exigiera el pago por visitas anteriores? Si ustedes profesan el humanismo, están obligados a calificar esa conducta como una vileza propia de un desollador.

El jovencito del departamento de protocolo, al escuchar la palabra «desollador», se turbó y comenzó a hacer gestos.

—Desollador —repitió duramente Chicherin—, quise decir eso precisamente.

Un reportero de News Chronicle inquirió:

—¿Considera aceptable el señor ministro utilizar semejantes palabras en el léxico diplomático?

—Profeso la diplomacia de la verdad —respondió Chicherin.

—¡Pero si usted rechaza las propuestas de Noulance, Rusia perecerá!

Chicherin sorbió un trago de té, negro e intenso, sonrió burlón y preguntó:

—¿Usted cree?

Nota del Gobierno de la República Socialista Federativa Rusa a los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, Italia y Bélgica.

Con enorme asombro el Gobierno soviético ruso ha tomado conocimiento del contenido de la nota del señor Noulance, recibida el 4 de septiembre, muestra inequívoca de que la comisión dirigida por esa persona adopta medidas que, en lugar de ayudar de manera efectiva a los hambrientos, obligan a poner en duda el deseo mismo de prestar asistencia a los campesinos de Rusia, ahora en desgracia. Ya el solo nombre de Noulance, en su calidad de representante de Francia en la comisión internacional de ayuda a los hambrientos, y, posteriormente, como presidente de esta comisión, despertó en toda Rusia un estallido de indignación. Los trabajadores de Rusia no han olvidado el nombre de quien fue uno de sus enemigos más feroces y determinados durante el combate a muerte que ellos libraron contra la intervención extranjera y la contrarrevolución. Ellos no han olvidado que, desde los primeros días de la existencia del Gobierno Obrero-Campesino en Rusia, el señor Noulance se distinguió entre los diplomáticos extranjeros por sus mayores esfuerzos a fin de impedir el acuerdo y la comprensión mutua entre el Gobierno Soviético y los gobiernos de la Entente.

Fue precisamente una entrevista al señor Noulance, publicada en los periódicos rusos, en la primavera del año siguiente, la que planteó por vez primera —clara y definitivamente— la exigencia de una intervención armada de las potencias de la Entente en Rusia, y cortó todo posible camino a un entendimiento entre ellas y el Gobierno soviético. En aquel momento, este último se dirigió al Gobierno francés con la declaración de que no era posible dejar en Rusia ni por un minuto más, en calidad de representante de Francia, a una persona que incitaba a la guerra entre Francia y Rusia. En su constante deseo de mantener relaciones pacíficas con todos los pueblos, el Gobierno soviético no recurrió a la expulsión violenta del señor Noulance de Rusia, pero declaró que desde ese instante le consideraba persona non grata. El señor Noulance, que a pesar de esa declaración permaneció en Rusia, consagró todos sus esfuerzos a la preparación de una conjura contra la seguridad de la República, contra la vida de sus dirigentes, a la organización de insurrecciones, al reclutamiento de participantes en aventuras de todo tipo encaminadas contra la República, a los intentos de voladuras de puentes, a provocar catástrofes ferroviarias, etcétera. Sobre el señor Noulance recae la responsabilidad principal por la insurrección de los checoslovacos,1 engañados por los enemigos del pueblo ruso e incorporados por ellos a la lucha contra el poder soviético. El señor Noulance fue uno de los más activos dirigentes del sistema de bloqueo que condujo a todo el pueblo ruso al estado de empobrecimiento y miseria, y que, en considerable medida, ha dado lugar a la actual e inaudita hambruna. Entre todos los participantes en actos hostiles, militares y económicos en contra de la Rusia Obrera y Campesina, el señor Noulance es más culpable que cualquier otra persona de las terribles desgracias padecidas por el pueblo ruso y por los actuales sufrimientos de los campesinos residentes en las gobernaciones afectadas. La designación para la presidencia de una comisión internacional de ayuda a los hambrientos de este cabecilla de todas las actividades encaminadas contra la Rusia soviética causó enorme asombro e indignación entre las amplias masas del pueblo ruso. El nombre del señor Noulance es ya todo un programa de acción.

La comisión, encabezada por el representante de Francia, el conocido iniciador de la intervención Noulance, sustituye la ayuda a los hambrientos por una inspección, en los precisos instantes en que el Gobierno francés envía pertrechos militares en gigantescas partidas a Polonia y Rumanía, donde las bandas de guardias blancos, encabezadas por Sávinkov y Petliura, despliegan en los últimos tiempos renovada actividad cerca de las fronteras soviéticas. Esto ocurre en los momentos en que los Gobiernos polaco y rumano, vinculados por estrechos lazos a Francia, prestan todo tipo de asistencia a las bandas de guardias blancos; cuando el Gobierno polaco, al cual el 4 de julio el Gobierno ruso hizo un detallado señalamiento sobre esta actividad de las bandas apoyadas por aquel, sigue no solo sin mostrar el menor deseo de limitar, aunque sea en grado mínimo, la actividad de estas bandas, sino que incluso les ofrece la posibilidad de ampliar sus acciones a mayor escala que antes. Los guardias blancos que se concentran en Polonia y Rumanía junto a las fronteras soviéticas emprenden constantes incursiones al territorio de las repúblicas soviéticas e interfieren por todos los medios en la recolección de la cosecha de trigo en las zonas más fértiles de estas repúblicas, contribuyendo, de esa manera, a la agudización de la hambruna. Entre los miembros de la comisión internacional vemos también a un representante de Japón, nación que hasta el momento no ha renunciado a una intervención militar abierta dentro de las fronteras de una república amiga de nosotros, y que apoya con sus tropas a grupos contrarrevolucionarios que, con la ayuda de ese país, han asaltado el poder en la región de la República del Lejano Oriente, ocupada por Japón.

La comisión del señor Noulance ha sustituido la ayuda a los hambrientos por la recopilación de datos sobre la situación interna de la Rusia Soviética. Ha planteado un amplio programa de inspecciones, cuyo cumplimiento requiere un tiempo prolongado y que se reduce a la estimación de los recursos y medios de la Rusia soviética en el campo de la agricultura, el transporte, la ganadería, etcétera. Lo que debe llevarse a cabo bajo la dirección de las personas que ya se han dedicado a estas pesquisas con los descarados fines de organizar motines y facilitar el avance de ejércitos foráneos en el territorio de la República soviética. El hambre y los sufrimientos de los trabajadores de Rusia han servido de pretexto a esta comisión para intentar conocer las fuerzas y los medios con los que cuenta el Gobierno soviético. Burlándose de los millones de campesinos de las gobernaciones orientales de Rusia que perecen de hambre y demostrando ante todo el mundo su profunda ignorancia, la comisión del señor Noulance quiere dedicarse al estudio de las condiciones y posibilidades de siembra en una época en que el período de diseminación de las semillas ha llegado a su fin y cuando las propias masas trabajadoras de Rusia, bajo la dirección del Gobierno soviético y al precio de esfuerzos sobrehumanos, han logrado éxitos considerables en el campo del suministro de semillas a enormes áreas carentes de trigo, donde no hubo cosecha. Mientras que decenas de millones carecen ya de alimentos y mueren masivamente de hambre, la comisión del señor Noulance propone, en lugar de pan, la recopilación de datos sobre la situación en Rusia.

La falta de intenciones serias de actuación de la comisión del señor Noulance se hace aún más evidente al compararla con los enormes resultados alcanzados ya por las masas trabajadoras de todos los países, que han organizado la recolección de fondos monetarios de sus míseros salarios, que han organizado asambleas, mítines, etcétera. Las masas trabajadoras no esperan a que terminen las pesquisas, sino que prestan su ayuda de inmediato, en la medida de sus fuerzas. El Gobierno soviético espera que la causa de la ayuda a los hambrientos de Rusia no sea encargada a sus enemigos más feroces, del tipo del señor Noulance; espera que las organizaciones enfrascadas en la ayuda actúen con la misma diligencia que el comisario supremo Nansen; espera que la propia causa de la ayuda se efectúe de inmediato y no con aplazamientos que anulan el sentido de esa ayuda, y que la misma no se convierta en una cortina tras la cual se prepare una agresión contra los trabajadores de Rusia. Todo intento práctico y activo de socorrer a los hambrientos de Rusia recibirá el total apoyo del Gobierno Obrero-Campesino Ruso. En las proposiciones de la comisión de Noulance, el Gobierno soviético no ve sino una burla inaudita dirigida contra millones de hambrientos moribundos.

CHICHERINComisario del pueblo para Asuntos Exteriores

El ayudante del ministro de Defensa de Gran Bretaña estudiaba muy cuidadosamente todo lo que se relacionaba con Rusia.

—Sufren un desastre total. Han perdido en el carbón, el trigo, el petróleo y el acero. Estos datos muestran que el Kremlin lo está pasando ahora peor que nunca —decía a los funcionarios del departamento de inteligencia estratégica—. La situación actual en Rusia, según valoro, es nuestra última oportunidad. Por eso digo: ¡es la hora!

Ese mismo día, representantes del Ministerio de Defensa partieron hacia Polonia —donde Petliura—, a Rusia —donde Bujalov—, a Checoslovaquia —donde Sávinkov—, a Helsinki —donde Mannerheim— y a Revel —donde Chernov—, a fin de preparar en el plazo más corto posible un frente único de intervención contra Moscú. Un representante con poderes especiales partió hacia París para sostener conversaciones secretas con los jefes del Estado Mayor general francés.

Ese mismo día, a las cinco horas del meridiano de Greenwich, el primer ministro Lloyd George fue informado de las acciones emprendidas.

Una hora después de la visita de los jefes de la institución militar, el primer ministro recibió a Leonid Krasin, representante personal de Lenin. El primer ministro declaró que la ayuda a la Rusia hambrienta comenzaría inmediatamente después de que los bolcheviques entregaran a las firmas británicas una parte de las vías férreas principales del sur y el centro de la RSFSR. Solo esto, aseguraba Lloyd George, podía servir de garantía suficiente y poner en movimiento a los empresarios británicos que, en principio, habían acordado financiar la ayuda a Moscú.

El representante de Lenin rechazó en forma categórica esas proposiciones del primer ministro de Gran Bretaña.

Después de despedir a Krasin, el primer ministro solicitó citar al embajador de Japón para una entrevista.

En el Estado Mayor japonés se trabajaba jornadas enteras sin descanso. Los mejores especialistas en asuntos de Rusia estudiaban las tablas estadísticas y calculaban el potencial triguero de los soviets.

¡Oh, qué grandiosamente había sido planificada en Tokio la operación Vladivostok! Era la revancha por la jugada de Lenin, quien había sido capaz de crear en abril de 1920, en el enorme territorio extendido entre el lago Baikal y Vladivostok, un estado soberano: la República del Lejano Oriente, RLO en abreviatura, el «parachoques rojo». Con este acto, Lenin paralizó las acciones de los chinos y japoneses en Siberia, ya que la RLO, constituida sobre la base de inmutabilidad de la propiedad privada y un amplio pluripartidismo, estableció al momento relaciones con los Estados Unidos de Norteamérica. Y estos observaron atentamente todo acto de los japoneses en Rusia, ya que cualquier éxito obtenido por ellos se valoraba en Washington como una operación realizada por un oponente potencial. Washington aspiraba a una periferia débil en el Lejano Oriente, sin japoneses. Al preparar la conspiración en Vladivostok, Tokio tuvo en cuenta la posición de Washington. Se inició un complejísimo juego diplomático. Era necesario encontrar y llevar al poder en la RLO a rusos que, primero, se establecieran como una fuerza anti-bolchevique —lo que sería saludado por los norteamericanos—, y después, una fuerza auténticamente rusa y blanca debía dirigirse en busca de ayuda a Japón, en ningún caso a los Estados Unidos. Pero, esa sería ya la segunda parte de la operación. Por ahora, lo importante era ganar la primera etapa. Durante unos años, en Tokio se hicieron preparativos minuciosos. En Vladivostok se creó una organización clandestina contrarrevolucionaria dirigida por los hermanos Merkúlov. El mayor, Spiridon Dionísievich, era comerciante y figura conocida en el Lejano Oriente. El más joven, Nikolái Dionísievich, era capitán y conducía, desde hacía dos décadas, sus buques por el río Amur. Los hermanos eran ricos o inteligentes. Los primeros cálculos se apoyaban en ellos. Pedirían ayuda a los japoneses, a nadie más. ¿Y cómo negar la ayuda al nuevo poder ruso soberano que la solicitaba? ¡No era posible negarse! Por lo tanto, ante los rojos, Tokio mantenía su reputación: todo se haría en correspondencia con la ley. Y Washington tampoco podría quejarse: ¿era posible no prestar ayuda a un régimen antibolchevique? Y en esta acción, Londres y París serían los primeros aliados.

El segundo cálculo tomaba en cuenta al atamán Grigori Mijáilovich Semiónov, quien se encontraba en el Estado Mayor japonés. Pero él era algo así como un hombre de reserva, preparado para el caso de que fracasaran los Merkúlov.

Los japoneses reforzaron el poder de los Merkúlov con un experimentado agente de contrainteligencia, el coronel Guiatsintov, quien vivía ilegalmente en Vladivostok, reunía expedientes de comunistas, preparaba depósitos de armas y mantenía contactos directos con la misión japonesa. Nikolái Merkúlov viajó dos veces a Harbin y estableció allí sus vínculos con los círculos más influyentes de la emigración, con los intelectuales liberales y con el rey de la prensa, Nikolái lvánovich Vaniushin. Eso era indispensable para asegurar inmediatamente después del golpe de Estado el apoyo de la prensa de la emigración. Por supuesto, Merkúlov se callaba el hecho de que Japón lo apoyaba. Se hablaba solo de crear en el territorio de la RLO un Estado ruso blanco legítimo. Después de la derrota de Kolchak no existía en el territorio de Rusia gobierno alguno que se opusiera a Lenin, aunque se tratara de uno puramente formal. Pero si aparecía, la Entente tendría las manos sueltas. No solo podría ayudar a los grupos que se encontraban dislocados a lo largo de las fronteras de la RSFSR, sino que tendría que cumplir su «deber de aliado», o sea, ayudar al gobierno ruso «blanco legítimo», que se encontraría en el territorio de Rusia y, por lo tanto, representaría al pueblo ruso.

Por eso los embajadores extraordinarios de Japón en París, Londres y Washington informaron a los jefes de gobierno de la Entente acerca de la situación en el Lejano Oriente ruso. Y como Lenin había rechazado el pago de las deudas del régimen zarista y no había entregado las vías férreas de Rusia al control extranjero —en una palabra, no había accedido ni siquiera a una concesión parcial—, la operación de los japoneses fue considerada oportuna. A fin de apoyar esta operación en el Lejano Oriente, los jefes de Estado europeos encargaron a sus ministros de Guerra que estudiaran la posibilidad de una acción coordinada para distraer la atención de Moscú del golpe que se preparaba en Vladivostok. Y al transcurrir cierto tiempo, casi en el mismo día, las fronteras europeas de la RSFSR fueron cruzadas por las tropas de Petliura, Tiutiunnyk, Bulajovich y Sávinkov; entraron en acción las bandas en la región de Tambov.

Algo después partió el barón Ungern von Sternberg. Sus tropas se movieron a través de Mongolia rumbo a las fronteras de Rusia. Las tropas del Quinto Ejército de Uborévich, que defendían en el Baikal las fronteras de la RLO, volvieron sus cañones hacia el otro lado, al encuentro de Ungern. Y esto era lo que esperaban en Tokio.

En la madrugada del 26 de mayo de 1921 se consumó el golpe de Estado en Vladivostok. Las organizaciones comunistas pasaron parcialmente a la clandestinidad, mientras que otros grupos se retiraron a las colinas. El primer ministro del nuevo «gobierno ruso», Spiridon Merkúlov, estuvo tres horas de rodillas en la iglesia; al tiempo, salió de allí totalmente iluminado y acto seguido, emprendió la formación de su gabinete. Su hermano recibió la cartera de ministro de Asuntos Extranjeros y ese mismo día concertó una entrevista con dos cónsules, los de Japón y Francia.

Poincaré, ahora primer ministro de la República francesa, había decaído mucho durante el último año, pero sus ojos —pequeños, de mirada penetrante, que todo lo veían— seguían contemplando el mundo con inteligencia y alegría.

—Para que todos los hombres de la tierra sean felices —decía al único invitado al desayuno, un general ruso correligionario del barón Wrangel—, cada persona está obligada a ser aunque sea un poco viticultor. Labrar la tierra es diferente, es una necesidad, pero la viticultura es un arte, ¿no lo cree así?

El general lo escuchaba en silencio, miraba pesadamente sus pies y sentía un cansancio enorme, inhumano.

«¿Qué sabe él? —pensaba el ruso—. ¿Qué han visto todos ellos? ¿Verdún? ¡Ay, Dios mío, Verdún! Si pudiera mostrarles Rusia por un solo día… ¡Viticultor del demonio! Si hubiera un vasito de vodka. Solo han puesto vino, Oh, vodka con cebolla…».

—¿Comprende, mi general? —seguía diciendo Poincaré—. Ahora se asfixiarán, ya que han perdido la elegancia que debe acompañar siempre la cultura del trabajo agrícola. De esa forma se han matado a sí mismos. Lenin es un político fuerte, pero razona en categorías muy rectas, mientras que la elegancia, que es el meollo del progreso, no resiste la rectitud. Lenin está al borde del desastre. Simplemente hay que ayudarlo.

El general miró de reojo a Poincaré y sonrió burlón.

«Te haría sentar sobre un erizo con las nalgas desnudas, vieja puta» —pensó el general. Pero en voz alta dijo:

—Su excelencia, me asombra su capacidad de analizar la esencia misma de los acontecimientos… Pero no me imagino con toda claridad cómo se puede «ayudar» a Lenin.

Poincaré sacó del bolsillo un antiguo reloj, parecido a una cebolla, golpeó la esfera con el dedo y, contrayendo el rostro pronunció:

—Hoy por la mañana ha ascendido al poder en Vladivostok un gobierno legal, encabezado por el señor Merkúlov, un auténtico patriota ruso.

El general hurgó con ansiedad en la memoria, pero el apellido Merkúlov no le decía nada.

—Soy feliz —dijo—. En verdad, el señor Merkúlov es un gran ciudadano de la nación.

Poincaré sonrió levemente:

—Ahora todo es cuestión de trasladar hacia allá las tropas de barón Wrangel en nuestros navíos.

Por un instante, el general recordó a los oficiales borrachos en las tabernas de Atenas y Constantinopla, a los soldados que todavía vivían en los buques robados de Crimea y por las noches cantaban sus tonadas de mujiks. Recordó a los marineros que mentaban la madre a todo el mundo y anhelaban retornar a la patria; se imaginó todo eso en un instante, a toda aquella gente agotada y descreída que había dejado de construir un ejército y replicó:

—Nuestra gente está lista para combatir por la Asamblea Constituyente. Para la organización se requiere una sola cosa…

—Comprendo… ¿Armamento?

—No, dinero.

Por una fracción de segundo el general temió ruborizarse, ya que Poincaré clavó en él sus ojillos perforantes como si se le metiera en el alma. Después empujó un plato hacia el general y dijo:

—Pruebe los quesos. Son maravillosos.

1 Insurrección contrarrevolucionaria de las tropas pertenecientes al Cuerpo de Ejército Checoslovaco, que se encontraba en Siberia, camino al puerto de Vladivostok, desde donde partiría por vía marítima, a través de América, rumbo a su patria. Esta insurrección fue propiciada por los gobiernos de la Entente, cuyas tropas intervenían en el territorio de la Rusia Soviética. Tuvo lugar en mayo de 1918. A raíz de la derrota de las tropas blancas de Kolchak, el 7 de febrero de 1920 se firmó un acuerdo entre el Cuerpo de Ejército Checoslovaco y el Ejército Rojo, que garantizó el armisticio y la evacuación de aquel. [Todas las notas son de la traductora].

LUBIANKA, 2

Dzerzhinski2 caminó hasta la ventana. Sobre la ciudad nacía una aurora húmeda. Seguía cayendo un furioso aguacero primaveral. Lejos, en alguna parte, repicaban campanas.

—Llaman a misa —dijo quedamente Vladímirov.

—Escuche, Vsévolod —preguntó Dzerzhinski—, ¿maldice usted con frecuencia todo y a todos, por no tener nombre ni familia, ni hogar?

—A menudo.

—Le prometí un descanso después de Revel.

—¿No lo tendré?

Dzerzhinski sacudió la cabeza.

—Comprendo. ¿Adónde?

—Con los Merkúlov. A Vladivostok.

Dzerzhinski encendió la lamparilla sobre la mesa. La habitación se tiñó de azul. El agujero negro de la ventana parecía troquelado en el cielo gris. Sobre la Lubianka volaban palomas blancas. En la Plaza Roja, el carillón marcaba las horas con un suave toque de campanas. Dzerzhinski colocó una mano sobre el hombro de Vladímirov, le miró largamente a los ojos y después, con profunda tristeza, muy bajito, dijo:

—Cuando regrese, Vsévolod, debe tener dos hijos varones. O mejor todavía, dos varones y una hembra. Los hijos guardan la memoria de los padres. Rechazo los obeliscos; la antigua Roma demostró su relatividad. Además, a los hombres de su profesión nunca se les erigen obeliscos. Usted pertenece a esa categoría de personas que están llamadas a ser mariscales sin nombre, de usted no sabrán nada los soldados vencedores. El heroísmo silencioso. Viril. Y el más difícil. Es así. Bien, vamos a tomar el té.

Dzerzhinski untó de mantequilla una rebanada de pan, la espolvoreó con azúcar y, después de colocarla sobre un platito, la cortó en varios trozos.

—Sírvase —dijo—, la infusión es excelente.

Después de beber la taza de té, Dzerzhinski comenzó a caminar por la oficina. Hablaba rápidamente, pero cada idea estaba formulada con nitidez y era en extremo clara.

—En el transcurso de los próximos meses Vladivostok será como un papel de tornasol por el cual podremos juzgar la «oscilación de los precios» en la bolsa internacional del antisovietismo. Por tanto, ante todo, nos interesará la situación política en Vladivostok, la capital del «parachoques negro». No lo obligo a convertirse en una Casandra de aguzada vista, pero aquí vamos a esperar con impaciencia sus pronósticos para el futuro; deben fundamentarse en la visión que obtenga allí de la situación, una visión implacablemente honesta, aunque no nos guste. Eso es lo fundamental. Además, tendrá que detectar algún punto vulnerable en las contradicciones norteamericano-japonesas, por una parte, y, por otra, debe encontrar esas contradicciones entre los Merkúlov y el atamán Semiónov. Según los datos que tenemos, este comenzará de inmediato la lucha por el poder contra los Merkúlov. Debemos tratar de echar un poco de leña a ese fuego para avivar sus llamas. Pero si ello implicara algún riesgo, déjelo y no se mezcle. Para nosotros lo más importante es obtener de usted una información precisa, desde el cerebro mismo del movimiento blanco en el Lejano Oriente. Hablemos ahora de los contactos: el primero que lo introducirá en la situación concreta del motín y del Lejano Oriente será Póstishev. Es el único a quien visitará usted en Jabárovsk. Pero mañana, en la oficina de Sklansky, en el Consejo Militar Revolucionario, le presentarán a Bliújer. Ha sido designado ministro de la Guerra de la República del Lejano Oriente. Este será el segundo canal a través del cual usted y nosotros mantendremos el contacto. Y ahora, algunos detalles fundamentales…

POLTÁVSKAYA, 3. CONTRAINTELIGENCIA

Guiatsintov se hallaba sentado en el alféizar de la ventana. Los ojos entrecerrados y la barbilla descansando sobre el pecho; recitaba a Blok melódicamente: «Sobre la hazaña, la gloria, la valentía…». En el diván estaba reclinado a medias el príncipe Mordvinov. Semejaba un tártaro: el rostro plano, sereno; la piel del mentón y del labio superior parecía de una muchacha, era casi lampiño. La guerrera del príncipe colgaba de una butaca y, en ese momento, mientras reposaba sobre el diván antiguo de cuero, con sus pantalones de montar y una fina camisa de seda, parecía un húsar del siglo diecinueve. Yacía como en un cuadro: una pierna sobre la otra, las punteras estiradas como una bailarina y las cañas de las botas relucientes con brillo de antracita.

—Yurochka —dijo Guiatsintov, deteniéndose a mitad de un verso—, de verdad, olvide todo esto. Aprenda a pensar con serenidad. Allí será capturado ineludiblemente y dentro de un mes lo fusilarán en un sótano de la Checa.

—Es posible. Pero si nos quedamos aquí como unos topos, seguro que nos fusilarán en un sótano de por aquí, dentro de uno o dos años. Para conservar la vida hay que pelear.

—¿Acaso no se da cuenta de que hemos perdido? Estamos galvanizando un cadáver, jugamos a la democracia. En Rusia, la verdadera democracia puede ser conquistada y mantenida únicamente con las bayonetas y las balas. De otro modo, nuestro pueblo se comerá y se beberá a la democracia. Y nosotros, recuerde usted, jugábamos a los liberales. Un jovencito socialista le lanzaba una bomba al gobernador y lo condenaban a diez años de destierro. Cinco meses después podía encontrarlo en Ginebra bebiendo vino. Enviciamos al pueblo con el liberalismo. En nuestro Estado tártaro-prusiano no es aplicable. Consideramos que no era correcto mantener la democracia con las bayonetas: la Europa educada nos miraba. ¡Ay, ay, cómo jodimos a Rusia, eh! Yurochka, mi brillante Yurochka, dentro de un año, usted y yo estaremos barriendo las calles de Shangái, a no ser que un milagro…

—Cállese, Kiril, no sea cínico.

—Da risa. En Rusia, desde tiempos remotos, siempre se ha considerado que mirar a la verdad a los ojos es cinismo. Pues bien… He probado todas las vías, príncipe, pero pasemos a nuestros juegos. Yo le daría los nombres de Bliújer, militar de carrera, y del comisario Póstishev, que goza de enorme popularidad, pero le hablaré solo de Bliújer, ya que mañana por la noche Pável Póstishev debe irse al cielo. Si usted repite eso con Bliújer, será magnífico. Pero si —que Dios no lo quiera— lo capturan, entonces tendrá que hacer otra cosita. Si usted es capturado después de matar a Bliújer, nada lo salvará, pero si lo atrapan casualmente, intente salvarse. Declare en la Checa que usted es un simple e inofensivo enlace, que ha venido del otro lado del cordón con el fin de establecer contacto con una organización clandestina de oficiales y generales dirigida por Grzhimalski.

—¡Para qué, Kiril! ¡Eso es una canallada!

—Si ha venido a nosotros, príncipe, tendrá que revisar en alguna medida sus conceptos anteriores de la maldad y el honor. Usted actuará como un patriota de Rusia, ya que los rojos están atrayendo a su lado a los militares de carrera. De esta forma se vuelven más fuertes en el aspecto militar, ¿me comprende? Es necesario dejar a los bolcheviques con sus burros de carga y meter en la cárcel a los profesionales hasta nuestra posible llegada. En las grandes causas hay que saber sacrificar las pequeñeces, ¿no es así?

—Dígame la verdad: ¿su escepticismo no será una jugada de alguien que no quiere asustar a los demás en la partida?

—Es peligroso sentarse a su lado, príncipe. Es usted clarividente.

Guiatsintov llamó al ayudante, el siempre resplandeciente y embaucador Pimezov, y le pidió:

—Voleñka, averigüe, por favor, si han llegado nuevas noticias de Jabárovsk.

—¿Sobre Póstishev?

—Sí.

—Ya intenté averiguar, Kiril Nikoláyevich. Nada por ahora.

—La falta de noticias es, en sí, una buena noticia —dijo Guiatsintov, pensativo—. El barón Ungern adora repetir esa frase y él es un fanático de la fe, por eso le tengo gran confianza. Le ruego, Volia, mantenerse todo el tiempo atento a las noticias.

—Oh, por supuesto, Kiril Nikoláyevich.

El ayudante salió silenciosamente del gabinete. Guiatsintov se detuvo frente a Mordvinov, lo miró largamente y luego, pensativo, dijo:

—¡Mande todo al infierno, príncipe! Quédese, ¿eh?

JABÁROVSK, CENTRO

Por la mañana, la ciudad fue envuelta en una niebla azul. Desde abajo, desde el Kanava, llegaba un humillo amargo: en los patios quemaban la basura. Del río se levantaba un vapor blanco y la ciudad se asemejaba a San Petersburgo: las casas, los anuncios, los árboles de la calle Muraviova-Amurskaya se volvieron indefinibles, como si se vieran a través de papel de arroz. Jabárovsk aún no se había despertado. Eran todavía escasos los cocheros que estremecían los adoquines, raros aún los golpes de tacones sobre la acera, seguidos por el silencio húmedo que cubría la ciudad.

Póstishev, enfundado en una chaqueta de cuero con el cuello alzado, caminaba por la calle.

Junto a la casa donde radicaba el sindicato de los empleados y oficinistas, se apretujaba una cola: damitas, enfundadas en abriguillos gastados y pieles de marta medio calvas; hombres entecos, bien afeitados, con guerreras de oficiales pero sin galones; dos milicianos y Lisov, el secretario del comité ejecutivo.

Póstishev se detuvo y preguntó en voz baja a una dama, cuyo sombrerito ostentaba un velo remendado:

—¿Para qué es la cola?

—Pronto entregarán paquetes norteamericanos de caridad.

Ni los milicianos, ni Lisov, habían visto a Póstishev, y si lo hubieran mirado, no lo habrían reconocido con prontitud: llevaba la gorra calada casi hasta los ojos y el cuello levantado; lo único que sobresalía del rostro del comisario del Frente Oriental era la nariz y los bigotillos rojizos, cortos y erizados.

—¿Han oído? —decían en la cola—. Se pueden hacer magníficas tortas con el polvo de huevos de Chicago.

—¿Qué dice usted? ¡Si ese polvo de huevos está hecho de petróleo, huele a química a una legua!

—Con petróleo curan ahora el cáncer.

—En Rusia ahora todos tienen cáncer en el alma, y contra eso el petróleo no puede hacer nada.

—¿Y qué propone usted?

—El látigo es un remedio maravilloso.

—Yo le daría a los bolcheviques polvo de huevo, de ese que hincha el vientre y hace descargar en el césped.

—Caballero, hay damas aquí.

—¿De qué damas me habla? Prostitutas.

—¡Son ancianas!

—¿Y usted no ha visto nunca putas viejas? ¡Un placer especial! Y la del velito es una especuladora. ¡Eh, miliciano! ¿No tienes tabaco negro?

El miliciano se volvió con la intención de responder y se encontró con los ojos grises y serenos de Póstishev. Durante un instante trató de recordar dónde había visto aquellos ojos; al darse cuenta, empujó suavemente con el codo a su compañero.

—Nos buscamos un lío. El comisario está aquí —susurró.

—¿Pueden apartarse un momento? —preguntó Póstishev al miliciano.

Sin aguardar respuesta, el comisario cruzó la calle y siguió caminando hasta que la cola desapareció tragada por la niebla. Se detuvo junto a una columna cubierta de afiches. Al instante buscó sus emboquillados, encendió uno, tiró con rabia la cerilla, frunció al entrecejo y preguntó en voz baja:

—¿Y bien?

Los tres que se encontraban a su espalda guardaban silencio.

Póstishev se volvió violentamente, con todo el cuerpo.

—¿Pedimos limosnas, eh? —preguntó, airado—. ¿Imploramos un regalito?

Un miliciano —el de más edad— levantó la cabeza y Póstishev vio que el rostro del hombre, abotagado y amarillento, temblaba.

—En mi familia somos seis, camarada comisario. Tengo cuatro pequeños. El menor tiene un año. Tiene la barriguita hinchada y no le crecen las uñas…

—Y yo tengo tres— dijo el otro miliciano.

—Mi mujer está tuberculosa —aclaró Lisov—. Lleva tres meses escupiendo sangre. Y mi hija se está muriendo. Del tocino que me dan les saco un poquito de grasa para que se alimenten.

La ciudad está callada. Jabárovsk duerme aún.

—Comprendo —dijo Póstishev, repentinamente entristecido—, los comprendo… ¿Y qué hacer, eh?

—Usted lo sabrá mejor que nosotros, camarada Póstishev —respondió bruscamente Lisov—. Para eso es comisario.

—Es muy triste enterrar a los pequeñuelos —dijo el miliciano—, son tan pequeñitos en el ataúd, y tan calladitos, que dan ganas de morirse…

—Vengan a verme al Estado Mayor mañana por la mañana —dijo Póstishev.

Se fue con paso rápido, aún más encorvado, moviendo sus piernas largas y delgadas con amplitud y con prisa.

DIARIOVPERIOD

El vicerredactor Grigori Ivánovich Otrépiev es poeta. Por las noches no duerme, estudia la técnica de versificación, se ha puesto totalmente amarillo, casi transparente, y por ello está muy nervioso.

—Pável Pétrovich —le gritó a Póstishev, quien colgaba su chaqueta de cuero en un clavo oxidado en la puerta—, hay tema para una buena fábula. Sabes, hay jefes militares que viajan sin billete y cuando pasa el inspector por el tren, simplemente le apuntan con un revólver y ahí termina todo. Estuve esbozando una fabulilla, mira.

—La fábula —se burló Póstishev— es literatura de los explotados. Escribe directamente nombres completos con apellidos.

Póstishev fue el primer redactor del diario. Por eso pasaba algún que otro rato aquí, en la pequeña imprenta, junto al emplanador Moiséi Solomónovich; pero iba todos los días, sin falta. El comisario leía como un redactor, rápidamente, con un lápiz en la mano.

—A ver, dame.

—Mira.

—No —dijo Póstishev, irritado, después de recorrer los renglones con los ojos—, esta fábula no da ni frío ni calor. No hay razón para ser delicado en esto. Escríbelo abiertamente, tal como sucedió:

Otrépiev se encogió de hombros:

—¿Te haces responsable, Pétrovich?

—Me responsabilizo, Grisha.

—Está bien. Enseguida pasaré los nombres a la imprenta, pondré toda la verdad.

—Ponla —sonrió Póstishev y se apartó hacia la ventana, donde había una galera acabada de imprimir.

Miró las columnas y, molesto, apagó la colilla en una vieja lata de conservas.

—Escuche, Moiséi, ¿ha calculado alguna vez cuántas palabras se utilizan en nuestro periódico?

—Muchas —respondió con tristeza Moiséi Solomónovich—, muchísimas palabras huecas.

—Esta madrugada las conté: ¡utilizamos cuatrocientas palabras en el diario! ¿Comprende? Únicamente cuatrocientas de las cuarenta mil que existen en el diccionario de la lengua rusa. No parecen artículos, sino informes de intendencia. Dan ganas de dormirse. Y he aquí, por favor, lo que componen en la primera columna: «Al que encuentre un manguito de castor, que se me perdió cuando yo vendía retratos de los líderes soviéticos, le ruego lo devuelva al ciudadano Tsipliatnik en la dirección de comercio de la ciudad».

—El ciudadano Tsipliatnik está en la cuarta columna.

—Si imprimimos los anuncios en la cuarta columna, ¿quién va a leer la primera?

—Eso depende de lo que hayan compuesto en la primera.

—¿No ve usted lo que dice?: «Golpearemos al especulador». ¡Cuántas veces lo hemos golpeado, pero sigue vivo! ¿Quizás el hecho de que esté vivo sea más por culpa del comisario Póstishev que de la hidra de la burguesía mundial?

—La campesina que trae leche al mercado para después comprarle una cartilla a los hijos no es una especuladora, aunque hay algunos partidarios de culparla. Aquí hay parte de culpa del comisario Póstishev, no lo discuto.

Otrépiev retornó a la redacción.

—Escucha, Pável Pétrovich —dijo con desesperación—, por Dios que no tengo fuerzas para trabajar. Cinco personas para toda la imprenta. Hace un mes que te envié una carta: añádeme dos plazas.

Sin apartar la vista de las columnas del periódico, Póstishev respondió:

—Por el contrario, te retiro una plaza. Y dividiré la ración y el salario entre la milicia y el comité ejecutivo. Allí la gente pasa hambre. Y no grites, Grigori Ivánovich, ahora los gritos no resuelven nada, aunque escribas de mí una fábula.

El correo colocó frente a Póstishev los resúmenes frescos de la agencia telegráfica de la RLO, llamada DALTA. Póstishev revisó rápidamente los formularios con las últimas noticias. Se detuvo en una. Se llevó las manos a la cabeza, se encogió como un signo de interrogación y resopló.

—Bien, directo a este número, Moiséi, retire el anuncio del ciudadano Tsipliatnik, que busque su manguito mañana. Aquí hay un material interesante: la entrega de los premios Nobel. Fueron propuestos como candidatos Gorki, Herbert Wells, Bernard Shaw, Gabriel d’Annunzio y Anatole France.

—¡Y se lo dieron a Gorki! —se alegró Otrépiev.

—Gorki, France y d’Annunzio fueron borrados por su «afinidad con la ideología del comunismo. Bernard Shaw y Herbert Wells fueron rechazados porque les es propia cierta «volubilidad en su inspiración». El premio fue otorgado al marqués O Kuma.

—¿Y quién es ese?

—Deberían saberlo. Un diplomático japonés. Escribió las veintiuna exigencias a China. Un canalla. Bien, yo haré los comentarios para este número y me voy rápidamente al Estado Mayor. Grómov está haciendo tonterías.

ESTADO MAYOR DEL FRENTE ORIENTAL

El comandante de la brigada Grómov bebía el té a sorbos rápidos, quemándose. Su rostro estaba triste, como el de un niño ofendido.

—No comprendo nada, Pável —decía—, llevo dos días leyendo sus discursos, con un lápiz en la mano. ¿Y qué resulta? He trabajado en la clandestinidad, he luchado contra Kolchak, mira estos dos agujeros en el pecho. ¿Y ahora? ¡Permitimos la propiedad privada y el capitalismo! ¿Y quién habla de ellos? ¡Es el mismo Lenin, Pável!

Póstishev escuchaba distraídamente a Grómov, miraba a través del gran ventanal italiano y fumaba profundamente, en silencio. El emboquillado despedía chispas rojas, se reducía, el papel se volvía amarillo y se consumía desde adentro en círculos rojos negruzcos, como por pequeñísimas explosiones. En la oficina flotaban capas de humo violeta, montañas de colillas sobresalían de dos ceniceros.

—¿Entonces, estos veinte años de lucha han sido en vano? ¿Entonces, mi destierro en 1903 se va al infierno? ¿Igual que el año cinco? ¿Acaso le decimos adiós a la revolución? ¿Y quién ha proclamado todo esto desde la tribuna del congreso, eh, Pável? ¡Lenin! ¡Mejor me paso otros diez años con la panza vacía antes que soportar a los burgueses! Eh, ni hablar…

—Hay que hablar. Llevas en el partido veinte años y no le has pedido nada porque eres su soldado. Tú y yo no contamos. ¿Y el obrero que abandonó su torno? ¿Y el mujik, que se fue de la tierra? ¿Para qué? Lo abandonaron todo en aras de una vida mejor.

—¡Pero obtuvieron la libertad!

—La libertad hambrienta no vale ni un comino. Los tiranos nacen de la libertad hambrienta. Y tampoco es libertad si es con hambre, es esclavitud virada al revés.

—¡Hasta la palabra es barrigona! ¡NEP!3 Ahora en cada individuo despertará un propietario… Y en lugar de golpearlo, tenemos que acariciarle la cabecita. Pervertirán al pueblo, lo acabarán.

Póstishev se levantó. Alto, delgado, desproporcionado.

—¿Y tú, para qué existes? —estalló—. ¿Para llevar el carné del partido en el bolsillo? ¿Soltar interjecciones si no entiendes? ¡Trata de que el trabajador en tu fábrica viva mejor que en la fábrica del burgués! ¡Sé capaz! Aprendiste a guerrear, aprende ahora a comerciar. ¡A construir! ¡A dirigir! Si no aprendemos, nos aplastarán. ¡Eso fue lo que dijo Lenin! Valiente heroicidad llevar la gente al ataque. ¡No te enorgullezcas, estabas obligado! ¡Párate ahora tras el mostrador! ¿Qué? ¿No te gusta el delantal blanco? ¿Tú estás limpio y el comerciante no lo está? ¿No te conviene comerciar? ¿No es comunismo hacer eso, eh? Y, entonces, ¿qué era el feudalismo? Al señor feudal también le gustaban las guerras y torneos, y los comerciantes y constructores para él no eran personas. Cuidado, Grómov, te convertirás en un feudal. Te lo estoy diciendo en serio. Con esas opiniones te enviaría a la milicia urbana, allí pasan hambre. Me gustaría ver cómo te sacan en una carretilla con tu ortodoxia. Tenlo en cuenta: a veces un ortodoxo puede ser peor que un enemigo.

Después de una larga y pesada pausa, Grómov respondió:

—No, Pável, no puedo comprenderlo.

—Entonces piensa. Si no lo entiendes, entrega el carné del partido; así será más honesto.

—El carné del partido no te lo entrego, para mí es como mi corazón, pero lucharé.

—Cuanto quieras. En eso no me voy a meter. ¿Pero contra quién piensas luchar? ¿Contra Lenin? No te alcanzarán las fuerzas.

Grómov, airado, se levantó, apartó la butaca y salió por la puerta sin despedirse. Póstishev lo siguió con la vista, meditativo y agotado.

El ayudante, un jovenzuelo, metió la cabeza en la oficina e informó en voz baja:

—Camarada comisario, vienen a verlo desde Moscú.

—¿Quién?

—No dice su apellido y no muestra el mandato. Tiene una facha bastante cuidada; por si acaso, pité a la seguridad política.

—¿Qué significa eso de que pitaste?

—Quiero decir que los llamé.

—Bien, entonces haz pasar al visitante —sonrió Póstishev.

Vladímirov entró en la oficina.

—Hola —dijo—, vengo de parte de Félix Edmúndovich.

Póstishev leyó el mandato y luego, de acuerdo a lo que allí estaba escrito, lo quemó, ofreció un asiento a Vladímirov, se acomodó frente a él y preguntó:

—¿Cuándo vamos a hablar, ahora o después de que usted descanse?

—Si es posible, descansaré un poco. No se puede dormir en los vagones de carga.

—Acuéstese en el sofá. Si tengo que salir, ahí están los materiales que necesita. El expediente azul es sobre la clandestinidad. El verde, sobre la gente de los Merkúlov. Léalos, hay documentos interesantes. Hasta la forma en que cada cual juega al póker. Y el monto de los sobornos que exige el señor Frivéiski, secretario del primer ministro, en las carreras. Ahora le traigo un capote para que se cubra. Y abra bien la ventana, desde el Amur llega un buen fresco.

Vladímirov se sentó en el sofá, se descalzó, extendió las piernas, se quitó las medias, el saco y quedó instantáneamente dormido, como si hubiera perdido el sentido. Póstishev se acercó a la ventana de puntillas y la abrió de par en par. El humo grisáceo del tabaco salió, como aspirado por una tubería. Los papeles se removieron sobre la mesa. El enorme mapa de la pared se agitó por un instante. Había en él flechas azules, agudas y malévolas, dirigidas desde todos los puntos contra la RLO: desde Vladivostok, China, Mongolia…