Nocturno de tenis - Luis Torres de la Osa - E-Book

Nocturno de tenis E-Book

Luis Torres de la Osa

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Beschreibung

La infancia de Luis Torres de la Osa estuvo mecida por el paisaje hipnótico de las pistas rojas de tierra batida y por la promesa embriagadora de convertirse algún día en un jugador profesional. La carrera de la joven promesa tenística, no obstante, quedó truncada por un final súbito y nada dramático: no hubo una lesión aterradora, tan solo la delectación juguetona del adolescente que se asoma a la vida fuera de la pista. Ese momento decisivo, proclive a las especulaciones sobre vidas paralelas, inspiró al autor a escribir un libro sobre tenis que al mismo tiempo es una investigación sobre todo lo demás: la belleza, el sexo, la melancolía, los deseos, el tiempo, la amistad, el dolor, la muerte.

"Nocturno de tenis" es una búsqueda —obsesiva, desesperada— de la belleza ligera de un sábado por la mañana.

SOBRE EL AUTOR

Luis Torres de la Osa nació en Valencia en 1979. Actualmente vive en Madrid.

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Luis Torres de la Osa

Nocturno de tenis

Rododendros #1

primera edición: mayo de 2024

© Luis Torres de la Osa, 2024

© Libros del K.O., S. L. L., 2024

Calle San Bernardo 97-99, entresuelo 8

28015 Madrid

isbn: 978-84-19119-57-5

código ibic: BGS, WSJR2

cubierta: Patricia Bolinches

maquetación: María OʼShea

corrección: Zaida Gómez y Melina Grinberg

Para León Galaxio.

Para A.

Y para Porkunov, que me animó a desenfundar la raqueta.

Primer set: 1-6

«So can you understand / that I want a daughter while I’m still young?

I want to hold her hand / Show her some beauty before all this damage is done

But if it’s too much to ask / if it’s too much to ask

Then send me a son».

Arcade Fire (The Suburbs)

«Vivem em nós inúmeros».

Fernando Pessoa (Odas de Ricardo Reis)

Camina bajo la luz dorada y alegre de un larguísimo día de junio que ya declina. Las líneas blancas reverberan, formando diminutos prismas luminosos en el entramado de pestañas que bordea sus ojos. Resplandece también su raqueta blanca. La tenista se detiene.

Parpadea y mira al cielo, y luego al suelo, con una expresión remota, casi ausente; sus muslos, su pecho, vibran al ritmo de su respiración: no registra más que tangencialmente la perfección que la rodea: la tierra rojiza, los setos que ciñen la pista, el zumbido eléctrico de los coleópteros, su propia sombra alargada, la tinta mediterránea del atardecer que se extiende por el cielo.

Con lentitud, coloca el pie izquierdo formando un ángulo agudo con la línea de fondo, poniendo extremo cuidado en no pisarla con sus reebok pump. Se seca el sudor con la muñeca, mira una última vez al frente, inclina el tronco en una pequeña reverencia y eleva la mano izquierda, que ciñe con fuerza la pelota amarilla, unos centímetros.

La tenista bota la pelota cuatro, cinco veces, hasta que el brazo derecho avanza, se balancea levemente junto con la raqueta, y el cuerpo entero, antes de acelerarse, justo antes de entrar en acción, se acompasa con dicho balanceo, la mirada anclada al suelo mediante un cable transparente.

Y entonces explota: el brazo derecho asciende y se flexiona por detrás del cuello, las piernas se repliegan sobre sí mismas formando un resorte elástico, el brazo izquierdo se alza hacia el cielo y libera la pelota dorada, que se eleva empujando moléculas de aire azul hasta detenerse por un instante.

Alcanzado el equilibrio, durante milésimas de segundo, el conjunto permanece completamente inmóvil, como atrapado en ámbar: el brazo izquierdo extendido, rematado por una mano crispada que pide clemencia; la raqueta armada sobre la espalda arqueada; las piernas flexionadas y felinas, sosteniendo el conjunto; y la pelota, suspendida en el aire, perezosamente estática, flotando refulgente (si existiera algo así como un refugio, un escondite donde burlar a la muerte, yo elegiría este instante, este corte limpio en el tiempo).

Irrumpe, un instante después, lo inesperado: la tenista yerra e impacta la pelota con el marco blanco de su raqueta, y aquella vuela por el cielo a lo largo de una parábola ascendente, salvando la valla lateral, perdiéndose entre los setos de ciprés y boj y escalonia, ajena a las reverberaciones melancólicas de la mirada de la tenista, ajena a la mirada de los espectadores —que emiten un tenue gemido—, extraviándose entre ramas nudosas, flores, hojas fragantes, asfódelos, viejas pelotas perdidas, rebotando como en un pinball triste hasta detenerse cerca, extraordinariamente cerca, de un niño de diez años que se agazapa entre los setos, que se oculta entre los macizos, de un niño de diez años que, excitado y voraz, los ojos muy abiertos, espía el glorioso frufrú de la minifalda plisada de la tenista.

Estamos en 1989 y es sábado.

Segundo set: 7-6

«La nada en la que caemos cuando nadie nos mira».

Emmanuel Carrère (Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos)

«Yo siempre miento».

Variación de la paradoja del mentiroso

1. Quiero escribir un libro sobre tenis, pero que al mismo tiempo sea una investigación sobre todo lo demás: la belleza, el sexo, la melancolía, los deseos, el tiempo, la amistad, el dolor, la muerte.

Las razones que me impulsan a acometer este proyecto ampuloso, megalómano, solemne, son confusas, quizás banales. Tengo tiempo libre, estoy envejeciendo, me gusta fascinar, sorprender al otro, deambular, tal vez me agrade el combate íntimo que resulta de la escritura. De pequeño, también, jugué durante incontables horas al tenis, llegué a hacerlo bastante bien (fui campeón de una región mediterránea), viajé a países y ciudades que de otro modo hubiera conocido mucho más tarde, o tal vez nunca. Mis años de niño tenista fueron fundamentales en eso que, ridículamente, denominamos educación sentimental, hasta tal punto que, años más tarde, uno de mis trucos favoritos para epatar a las chicas consistía en susurrarles: «¿Sabes que fui campeón alevín de la Comunidad Valenciana?».

Según Foster Wallace, probablemente el escritor que más y mejor haya escrito sobre tenis —¿mejor que Nabókov?—, de lo que hablamos cuando hablamos de tenis es de belleza cinética y también de ajedrez en movimiento. Me gusta mucho David Foster Wallace, quien en su propia juventud también fue una promesa tenística, pero ¿no resulta casi toda escritura exagerada?, ¿no es toda obra, finalmente, un desesperado intento de llamar la atención, un modo de vencer la timidez, otro truco para epatar a las chicas y fascinarlas?

Yo también puedo escribir frases grandilocuentes a lo Foster Wallace, también puedo inventarme un estilo que fascine.

¿Acaso no ponía más energía en mis drives cuando aquellas niñas se acercaban a la valla, la barbilla sobre los brazos cruzados, a mirar mi partido? ¿Acaso no arriesgaba más e intentaba jugadas más espectaculares para que progresivamente dejaran de mirar el partido y comenzaran a mirarme a mí? ¿Acaso no hacemos lo que hacemos, en definitiva, para cautivar al otro?

2. «A partir de los cuarenta todos parecemos ciudades devastadas» —escuchado, o leído, en alguna parte, bebiendo bourbon1.

3. Una de las líneas temáticas de este libro podría ser la reaparición de Jimmy Connors en 1991, con treinta y nueve años, en el Open de Estados Unidos, una historia cargada de elementos significativos sobre la muerte, el espectáculo, la fascinación y el drama del tenis.

En ese momento, Connors acumulaba años de capa caída y su clasificación en el ranking de la ATP se había hundido hasta el puesto 174 (él, que había sido número uno durante muchísimas semanas, dominando el tenis masculino a mediados de los setenta y principios de los ochenta). Pero se empeñó en jugar una última vez en su torneo, que había ganado en cuatro ocasiones y donde se sentía como en casa. Quería despedirse a lo grande, pero la sensación general era que, más bien al contrario, Connors se estaba arriesgando a cerrar una carrera brillante con un episodio ridículo o lamentable. Los más optimistas y fantasiosos imaginaban que, con algo de suerte, podría desempeñar un papel digno, ganando un par de partidos que actuarían como decorosa coda de una brillante carrera que no había sabido cerrar a tiempo.

Hubo de concedérsele una invitación para que entrara directamente al cuadro final sin tener que sufrir el suplicio del torneo de preclasificación.

Con treinta y nueve años, hermano, estás a punto de entrar en el Club de las Ciudades Devastadas.

En primera ronda se enfrenta a Patrick McEnroe (hermano de John, uno de sus archienemigos): el partido se inicia a las 21:35 de un martes de finales de agosto. Las luces de Manhattan, lejanísimas, parecen el borde de un incendio que se aleja. A las 23:30, Connors ya pierde 6-4, 7-6 y 3-0. La gente ha comenzado a abandonar sus asientos hace mucho, asintiendo y ladeando la cabeza, una sonrisa melancólica en la cara, como diciendo qué otra cosa podíamos esperar. A la pista central, medio vacía, llegan ráfagas de viento frío como si un gigantesco látigo helado azotara, desde Montauk, todo Queens, todo Long Island. Apenas aguantan todavía cuatro mil espectadores; los organizadores, para paliar el ambiente desangelado, han permitido hace tiempo la libre circulación entre las gradas, por lo que los cuatro mil resistentes se apiñan, la mirada vacía y dejando escapar algún bostezo, en los asientos más cercanos a la pista. Durante el cambio de lado, McEnroe engulle un plátano con el ceño fruncido y la mirada concentrada al frente (con ese extraño desenfoque común a la concentración y al ensueño), como hipnotizado (sabe que el archienemigo de su hermano John es tan peligroso como un alacrán: uno debe aplastarlo bajo la bota hasta pulverizarlo o se arriesga a recibir una picadura letal). Connors, sin embargo, los codos sobre las rodillas y la cabeza bajo una toalla de algodón blanca, recuerda más a un señor de clase media relajándose en una sauna que a un insecto mortal. Las cartas parecen echadas.

4. Frases grandilocuentes a lo Foster Wallace:

El tenis se juega contra un espejo que refleja simultáneamente a nuestro adversario y a nosotros mismos.

Si derivamos el tenis obtenemos esgrima. Si integramos el tenis obtenemos ajedrez.

La grandeza y la tragedia del tenis residen en la futilidad absoluta de ganar el punto más bello del mundo.

Un partido de tenis es un combate de boxeo a larga distancia.

5. A veces los abismos —o el último asidero que detiene la caída— se encuentran donde menos lo esperamos. McEnroe se sumergió en uno —claro que eso él no lo sabía— exactamente en el cuarto punto del cuarto juego del tercer set, cuando se encontraba tan solo a dos pasos de la victoria. Tras un error arbitral, en apariencia intrascendente, Connors —que había sido perjudicado por la decisión— consiguió sacar de su letargo a los cuatro mil espectadores que, solidarizándose con el viejo ídolo, abuchearon al árbitro y comenzaron a dar palmas. Connors ganó el siguiente punto. Y el siguiente. Y el siguiente. Cuando ganó el juego, Connors había conseguido electrificar al público de tal modo que ya parecían 40 000. ¿Se dio cuenta McEnroe en ese momento de que, a pesar de seguir venciendo 6-4, 7-6 y 3-1, ya estaba completamente acabado? ¿Intuía que poco más de dos horas después, a la 1:35 de la madrugada, el puño de Connors se levantaría hacia los focos en señal de victoria tras ganar 6-4, 6-2 y 6-4 los tres últimos sets?

6. ¿Fascinar o ser fascinados? He ahí la cuestión.

7. Lo que seguiría es un relato épico (fraccionado en pequeños capítulos) contando cómo finalmente alcanzó las semifinales, donde fue arrollado por un joven de veintiún años llamado Jim Courier (irónicamente, en 1974 él había hecho lo propio con Ken Rosewall, entonces de treinta y cuatro, en la final de Wimbledon). Pero eso, realmente, no sería lo importante: al fin y al cabo, nadie en su sano juicio esperaría que el 174 del mundo ganara uno de los torneos más duros y exigentes del circuito. Lo importante sería describir el camino que recorrió, como un mesías, hasta alcanzar esa ronda improbable. La cúspide de esa narración épica sería el partido de octavos de final contra Aaron Krickstein (veinticuatro años, también norteamericano y en cierto modo pupilo de Connors), que ganó Connors 7-5 en el quinto set —tras un larguísimo y agónico partido en el que llegó a estar 5-2 abajo en el último set— y que rompió para siempre la vida deportiva de Krickstein, en aquel entonces, el joven con la carrera más meteórica del circuito (a pesar de su edad ya era el número seis del mundo), y que nunca se recuperó de aquella derrota. En aquel encuentro, Connors, que para entonces ya se había ganado la atención de toda América, consiguió que el público se comportara como auténticos monos enloquecidos y ejecutó, de un modo implacable, la Muerte del Hijo en directo y ante millones de telespectadores (Connors y Krickstein, pese a la estrecha relación que habían tenido hasta entonces, nunca más volverían a hablar. Krickstein permaneció en el circuito cinco años más, pero sus resultados fueron, en comparación con el brillo de su etapa anterior, muy inferiores). El siguiente partido, el de cuartos de final contra el holandés Paul Haarhuis, no llegó al dramatismo de la ronda anterior (Connors ganó «cómodamente» en cuatro sets), pero en él tuvo lugar uno de los puntos más míticos del tenis, que quizás podría tratar de describir en su totalidad, como un ejercicio de estilo a lo Queneau (Connors devuelve, en un momento clave del partido, hasta cuatro remates de Haarhuis, y cada vez que consigue alcanzar la bola y lanzar un nuevo globo hacia el cielo el público lanza un «oooooooooh» gigantesco, atronador, como si estuviera teniendo lugar un acto sexual colectivo, y sin duda la palabra «orgasmo» es la más apropiada para describir el inmenso ulular que estalla cuando Connors, por fin, consigue ganar el punto).

8. Podría ser una línea argumental, digo, porque aquella actuación, o al menos hasta que fue arrasado por Courier, dio la impresión, incluso por momentos la esperanza, de que la muerte no era del todo inevitable. Allí estaba ese señor de treinta y nueve años, malcarado y gruñón, teatral, llevado en volandas por el terrible y precioso torbellino de la fascinación.

9. ¿Dónde reside la clave del placer que sentimos cuando intuimos, cuando sospechamos, cuando descubrimos que alguien se siente atraído por nosotros? ¿Se trata únicamente de narcisismo?

10. Jimmy Connors, con sesenta años, acercándose a la muerte:

«What I really miss is not playing tennis, but playing tennis in front of the people».

11. La necesidad de fascinar está íntimamente ligada a la timidez, es decir, al deseo de agradar a alguien entreverado del temor inmenso a no conseguirlo. En realidad, pues, podríamos decir que escribo este libro por timidez.

12. Mi pecho, como el de todos, es un enorme reactor nuclear de sentimientos. Las radiaciones que emitimos son múltiples y variadas. En mi caso, entre otras señales, emito una potente y radiactiva timidez que atraviesa todo lo que hago: dado que no confío en que mi ser —eso que la gente percibe cuando habla conmigo— guste, me veo obligado a hacer cosas que, de algún modo, me representen: dibujar, escribir, jugar al tenis, beber alcohol. ¿Es vivir en realidad un gigantesco ejercicio de vanidad, de representación, una forma extravagante y recursiva de definición de uno mismo frente a los otros?

13. Si el libro va a tratar de tenis, debería comenzar a hablar sobre todo lo que me interesa del tenis. La muerte súbita, por ejemplo.

14. Recuerdo los muslos de Gabriela Sabatini, quizás una de las expresiones de la belleza más perfectas que conozco. A principios de los noventa, con once o doce años, todavía me gustaba más ser fascinado que fascinar. Y los muslos de Sabatini ejercieron una fascinación tan profunda que todavía hoy pueden hacerme temblar.

15. Quizás todo el tema de la fascinación sea una simple tontería. Lo que en realidad quisiera conseguir con este libro es aportar algo de belleza al mundo. El mundo vive en un constante equilibrio dinámico: cada acto, cada hecho, cada momento vivido por cada ser de este planeta incrementa o disminuye la belleza del mundo. Dibujar, por muy mal que se dibuje, aporta belleza al mundo. Cocinar con mimo aporta belleza al mundo. Ir a visitar a los amigos perdidos en países extranjeros aporta belleza al mundo. Prestar ayuda desinteresadamente aporta belleza al mundo. Tocar el claxon disminuye la belleza del mundo. Gritar a tu pareja disminuye la belleza del mundo. Cantar «out» una pelota que tocó la línea disminuye la belleza del mundo. No escribir a tus amigos disminuye la belleza del mundo.

Este libro es un intento desesperado de aportar un poco de belleza a este mundo resplandeciente y desolado.

16. Y, sobre todo, tengo que intentar escribir este libro porque A. le ha dicho a todos nuestros amigos que voy a escribirlo. No, peor aún, les ha dicho que ya estoy escribiéndolo2.

17. También tengo que escribir este libro porque he firmado un contrato con mi amigo P. en el que me comprometía a entregarle treinta páginas por semana. A P. le gusta beber dry martinis de ginebra, muy secos, antes de empezar a comer. Cuando estamos juntos, yo, que me dejo mecer, que me abandono con placer al dulce vaivén de la imitación, suelo beber lo que él beba. La aleación ginebra/Martini, en el estómago vacío, es un hecho de sobra conocido, genera delirios de grandeza. Uno se siente omnipotente, romántico, salvaje, elocuente, vivaz, feliz por los goces futuros, inconmensurablemente dichoso por estar vivo. Quizás habría que comenzar los proyectos en ese mismo momento, sobre la cresta espumosa de la euforia, en lugar de esperar al abatimiento posterior, que siempre llega. Escribo esto una mañana desolada de verano tropical, sobrio, con la certeza poderosa de que jamás podré escribir el libro que ahora mismo escribo.

Hace unos años hubiéramos firmado el contrato sobre una servilleta blanca de papel (ese papel ligeramente crujiente de los bares antiguos), usando un bolígrafo azul marino. Hoy firmamos empleando una app de su smartphone y el contrato, que antes se perdía en cajones remotos o en los bolsillos traseros de nuestros pantalones de pana, llega limpiamente a mi correo electrónico en cuestión de segundos. Así, un gesto romántico y arrebatado, que antes hubiera quedado en nada, se ordena con obstinada pulcritud en mi bandeja de entrada, recordándome la obligación adquirida. Ve y pon un centinela.

Muerte súbita

1. f. Med. muerte que sobreviene de manera repentina e imprevista.

2. f. Dep. En el tenis, juego adicional para desempatar un set.

18. El drama, la tensión eléctrica del tenis, el dolor y la grandeza que lo diferencia de otros deportes3 es que el combate siempre acaba resolviéndose en un último punto.

El último punto de un partido es definitivo como un punto final. Y anula, o corrige, u ordena, o se superpone como una mordaza, a todos los puntos disputados anteriormente.

19. Otra línea argumental podría ser, tal vez, la del relato de la correría golfa de aquellos niños de trece años, futuras promesas del tenis español, fumando, bebiendo, pegando fuego a la habitación, en la Barcelona del verano del 92, sin saber absolutamente nada de la vida, de todo lo que vendría después —las heridas y el placer y el riesgo, todo eso—. Estaría narrado de tal forma que solo al final se descubriera que los protagonistas eran tan solo unos niños y no unos crápulas adultos.

20. Las bragas de aquellas niñas tenistas de los ochenta son el origen del deseo. Pero más que quitarles las bragas, yo quería que ellas se las bajaran para mí, fascinadas. O no, ni siquiera eso, lo que yo quería era atisbar sus bragas mientras jugaban para que la imagen se imprimiera en los circuitos de mi cerebro. Y poder rescatar la imagen a mi antojo siempre que quisiera.

El deseo de fascinación, a esa edad, no era en absoluto sexual. Era mucho mejor.

21. Durante algunos meses de 1930, Nabókov sobrevivió en Berlín dando clases de tenis y de ajedrez4. ¿Hubiera disfrutado Nabókov del tenis y el ajedrez modernos? Murió en 1977, una época en la que el profesionalismo en el tenis todavía era incipiente y seguía dominando el estilo clásico de saque-volea, representado por los brillantes australianos Tony Roche y Ken Rosewall y los norteamericanos Arthur Ashe y John McEnroe. Nabókov, quizás, hubiera experimentado hoy pequeños orgasmos observando los reveses imposibles de Federer y las partidas rápidas de Magnus Carlsen.

22. ¿Cómo escribir sobre belleza cinética mediante una herramienta esencialmente estática como es el lenguaje? Cuando se leen las descripciones de puntos, ya se trate de McPhee5 o de Foster Wallace, uno se siente ligeramente decepcionado porque la descripción es siempre inferior al propio punto. Quizás esto tenga que ver no solo con la insuficiencia del lenguaje en general y la técnica descriptiva en particular, que necesita intercalar adjetivos y metáforas, sino también con la propia estructura del punto, de naturaleza repetitiva, así como con la superestructura del tenis: finalmente, un punto no es sino uno de los millones de partículas que componen los millones de juegos, sets y partidos que conforman, en conjunto y desplegados a lo largo de la historia, el cuerpo tenístico.

Por supuesto, a diferencia de cualquier cuerpo artístico relevante, el tenis (como por otra parte muchos deportes) tiende a disolver sus hitos individuales como azucarillos en el té de su propia historia. Se recuerdan sobre todo jugadores, pero apenas sí sobreviven algunos encuentros y poquísimos puntos concretos.

A diferencia del ajedrez. O del boxeo, dos deportes con los que el tenis está íntimamente relacionado.

23. Me resulta complicado imaginar a Nabókov jugando al tenis, aunque si uno lo piensa bien, una raqueta es esencialmente un cazamariposas de red tensa.

Nabókov, un escritor de un estilo quirúrgico y simultáneamente brillante, es decir, preciso y esplendoroso, era también, como Foster Wallace, un importante aficionado al tenis y al ajedrez. ¿Sería también su estilo jugando al ajedrez quirúrgico y brillante? ¿Sería un jugador preciso y esplendoroso en la pista de tenis?

Sea f(x) una función biyectiva donde f es el estilo empleado en cualquier actividad —literatura, tenis, ajedrez— y x los rasgos de carácter o personalidad que dan como resultado el estilo, ¿qué valores de x proporcionan el f(x) nabókoviano, es decir, precisión y esplendor?

24. Enseñar tenis y enseñar ajedrez son dos actividades extremadamente diferentes. No puedo imaginar a Nabókov, con su rostro apuesto, sus trajes elegantes, su mirada circunspecta, dando clases de tenis en el Berlín de los años veinte, corrigiendo el revés de condesas prusianas por la mañana, enseñando la defensa eslava y el gambito de dama a los niños de grandes industriales berlineses por la tarde, bebiendo whisky y escribiendo por la noche, mientras las luces de Berlín, titilando, le sumían en ensoñaciones alucinadas.

25. ¿Podría escribirse una novela como La defensa sustituyendo el ajedrez por el tenis? ¿Puede imaginarse un personaje completamente enfermo de tenis que, a la manera de Luzhin, viva la vida exclusivamente en términos tenísticos? La idea me resulta ridícula y un tanto espantosa, además de impracticable. ¿De verdad David Foster Wallace creía que el tenis era ajedrez en movimiento?

26. Una tormenta tropical oscurece el cielo y escribo a tientas, como siempre. Las palmeras agitadas por el viento emiten un sonido sordo, tenue, reconfortante: un ronroneo vegetal y quedo. Mi amigo Z. ha movido y ahora mi torre y mi caballo están en peligro. Enciendo un par de lámparas, las sombras de los alfiles son alargadas.

27. Dice Houellebecq que para poder escribir uno tiene que disponer de tiempo y sentirse ligeramente aburrido. En el alma del que escribe no debe haber preocupaciones ni anhelos, ni tampoco alegrías, simplemente un pequeño vacío, un deslizamiento ligero de tierras, un cumulonimbo lejano —de dorados bordes— que en el horizonte presagie la tormenta.

28. Todo, desde determinado ángulo, resulta interesante. ¿Cómo fijar el foco de atención en un único tema, en una sola actividad, cómo renunciar a las infinitas capas de detalles que conforman cualquier cosa? Jugar al tenis implica, ante todo, no escribir. Escribir implica no jugar al ajedrez. Jugar al ajedrez implica no leer. Y así ad infinitum. Uno puede, claro, tejer y destejer proyectos en su cabeza sin acometerlos nunca. La vida puede convertirse en un eterno hervidero de proyectos, en un gigantesco collage de posibilidades que nunca se realizan. Esa puede ser mi vida, al menos, una vida vivida de soslayo, en la más pura inconcreción, una vida como un set infinito que nadie gana y que a nada conduce. ¿No es esa también, a su modo, una vida repleta de placer, una vida que goza graciosamente de lo inconcreto, de la promesa?

29. Los niños poseen un afilado sentido estético y sus pasiones son, de tan puras, incomprensibles para los adultos, que todo olvidamos, que nada entendemos, enclaustrados en nuestros días veloces (ley general de las edades: la empatía entre seres humanos es inversamente proporcional a la diferencia entre sus edades respectivas). Todas aquellas raquetas que amé con locura: la prokennex blanca, que gracias a su color —todo lo blanco genera un vacío visible, como borrado por una goma, sobre la cartulina multicolor de la realidad— parecía dibujar elipses y curvas con mayor nitidez; la rossignol metalizada de arco invertido, recorrida por dos líneas paralelas —una bermellón, otra cian—, tan diferente a todas las demás; la primera prince que mi padre trajo desde Andorra (mi padre condujo dos mil kilómetros exclusivamente para eso6, ¿no resulta enternecedor?), oscura, elegante, con unas sobrias líneas doradas a lo largo del marco, de grafito puro (frágil, quebradiza); las prince que más tarde me regalaría la propia marca tras haber ganado el Campeonato de la Comunidad Valenciana; las fundas individuales de las raquetas, capuchones plásticos atravesados de letras grises, blancas, doradas, impresas en resplandeciente cambria en cursiva; el aroma plástico, polimérico, mezcla de frutos rojos y silicatos, de la aparamenta tenística: cordajes, toallas mojadas, pelotas (cuyo estado, cuya presión, comprobábamos apretándolas con la mano). Todo era un torrente de belleza que yo devoraba ajeno, ávido, excitado, tenso, arrebatado por todo lo nuevo, fascinado por aquel mundo que se abría ante mis ojos, entre mis manos.

30. Leo que a partir de los cuarenta todos nos convertimos en ciudades devastadas. Puede que sea cierto. Yo tengo treinta y nueve todavía, pero estoy maltrecho, cansado, avergonzado por las marcas que la vida y su devastación van dejando sobre mi cuerpo y mi rostro, sobre mi carácter, que lentamente se van ensombreciendo. Al mismo tiempo, todo resulta cada vez más interesante y luminoso —el entramado modesto, trivial, que sustenta nuestras vidas: música, nubes, minutos, cordones de zapatillas, el globo cálido de los senos, la pila recargable del deseo, la luz, los átomos, los desencantos, la risa y sus mecanismos, el espanto y sus mecanismos—, por lo que de seguir así moriré totalmente destruido y con un intensísimo amor por la vida. Ese es quizás el drama que intuyo, un drama si se quiere pequeño, modesto, pero un drama al fin y al cabo: cuando somos seres vigorosos y explosivos, en plena juventud, cuerpo saturado de potencia, ciegos al verdadero dolor, bailarines de claqué tocados por la gracia, anhelamos la muerte, no acabamos de identificar el foco de lo que nos fascina, pululamos perdidos buscando un lugar en el mundo, convencidos de que el carcaj contiene infinitas flechas, persuadidos de que quemar días a bordo del carrusel es irrelevante, confundiendo la propulsión incontenible de nuestras células —ese empuje que torna alados a los jóvenes— con cierta forma de inmortalidad: somos cuerpo en esplendor, somos cuerpo al que le va brotando, tímidamente, el alma. Y cuando comienza la decadencia física inevitable, cuando el susurro se torna gradualmente inteligible (y te sumes poco a poco en esa calma nerviosa en cuyo seno se ordenan las aves, silenciosas y magnetizadas, sobre las copas de las palmeras, anticipando el maremoto), cuando en cada momento gozoso notas el punzón molesto con que se resuelve, cuando las borracheras no te tornan ya romántico desaforado, sino perro melancólico, cuando miras a tu madre, o a tu amigo, o a tu profesor de baile y no puedes evitar pensar —con ojos acuosos— que cada flecha del carcaj es única e irrepetible, cuando el alma por fin toma las riendas y embrida la existencia, entonces anhelamos terriblemente la vida, entonces deseamos sumergirnos en todo eso que nos fascina y contar con más tiempo para paladear nuestros goces: somos alma en esplendor, somos alma adherida a un cuerpo menguante.

El alma y el cuerpo: dos arcos simétricos (uno ascendente, otro descendente) que parecen cruzarse en el eje impreciso, transparente, de los cuarenta.

31. «Llegó a Barcelona por primera vez, en aquel año de 1992, con los ojos soñadores y una bolsa de deporte azul marino repleta de camisetas, calcetines y raquetas, en la que había escondido —sin que nadie se diera cuenta— una botellita de licor de almendras —tomada con un temblor del mueble-bar de sus padres— y un paquete de tabaco comprado con la mirada gacha y el corazón acelerado en un quiosco cercano al colegio (un quiosco que nos corrompía dulcemente a todos los adolescentes de la zona mediante golosinas, revistas porno y tabaco, un quiosco forajido ajeno a la ley, un quiosco como una puerta de embarque a lo prohibido, a aquello que emitía luz ambarina, seductora, desde el oscuro mundo de sombras de los adultos). Era junio y el autobús penetró, ya de noche, en la Estació de Sants, como haría tantas otras veces después, pero eso él aún no lo sabía».

No, definitivamente no. No voy a poder contar esa historia. P. tiene razón: recordamos nuestras aventuras pasadas como si hubieran sido heroicas o gloriosas, cuando en realidad fueron estúpidas, probablemente ridículas; en el mejor de los casos, inanes. Sí, en aquel viaje —con trece años— le pegamos fuego a una habitación de hotel7; sí, esa misma noche nos escapamos y anduvimos deambulando por Barcelona, fumando cigarrillos y bebiendo licor de almendras. Sí, ¿y qué?

32. Pero qué demonios estoy haciendo. Jamás podré conseguir escribir un libro precisamente porque deseo escribir un buen libro, un libro que trate además sobre tenis, sobre Praga (la ciudad más hermosa del mundo), sobre la belleza, sobre la amistad, un libro romántico en este tiempo de desesperanza y agonía, un libro que refleje algo de belleza antes de que mi devastación íntima haga su trabajo.

33. En realidad, es mejor escribir sobre nada, a la manera de Pitol, cuyos mejores libros no son para mí sus novelas, sino sus relatos misceláneos, donde se dispone a pasear sobre la cuerda floja y escribe, mientras ejecuta piruetas y cucamonas, sobre sus sueños, sus olvidos, sus teorías, sus países. Hay un núcleo de verdad al que se acerca a medida que se va alejando del tema, en una de las muchas paradojas que encierra su escritura. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el tenis?

34. En un plano estético, el revés a una mano es infinitamente superior al revés a dos. La plasticidad del movimiento tiene que ver con la simetría (uno de los parámetros clásicos de la belleza): mientras el brazo que golpea la bola avanza generando una curva ascendente, el otro se expande hacia atrás propinando una bofetada al aire con el dorso de la mano. El cuerpo del tenista, eje de simetría, es casi como un espejo, y si se congela la imagen en el momento adecuado los tenistas parece que estén bailando, o buscando un abrazo, o flotando como un pólipo en las aguas oscuras y magníficas del océano.

No por casualidad, McPhee cierra su libro —un final deslumbrante— describiendo el último revés de Ashe y esa postura triunfal con los dos brazos levantados propia del revés a una mano. Un caso claro de serendipia bien aprovechada, pues es obvio que el partido podría haber finalizado de cualquier otra manera. ¿Habría tenido el libro un final menos brillante si el encuentro hubiera terminado —pongamos por caso— con una derecha cruzada? Nunca lo sabremos, pero me inclino a pensar que no, es decir, intuyo que McPhee hubiera hallado otro final a la altura de su talento (la prueba misma está en el final que bordó a partir del punto que efectivamente le tocó presenciar).

35. Los partidos de tenis no son y nunca serán arte. El arte, por definición, no está sujeto al tiempo; existe, por decirlo así, fuera del tiempo, y por eso experimentamos placer al releer una novela, volver a contemplar un cuadro o escuchar una y mil veces las Klavierstücke de Schubert. Podríamos vivir eternamente escuchando en bucle los nocturnos de Chopin o releyendo, cada tarde melancólica, los libros de Ibargüengoitia. Sin embargo, nadie en su sano juicio vuelve a visionar un partido de tenis por placer, para deleitarse. Cada punto de tenis muere en el momento mismo en que sucede: su esencia es la transitoriedad, la levedad de lo que apenas nace ya está muriendo. Todos los años se disputan millones de puntos de tenis que se olvidan inmediata e irreprimiblemente, al contrario de lo que sucede con las partidas de ajedrez, por ejemplo, algunas de las cuales han pasado al Olimpo ajedrecístico y se estudian, se admiran, se recrean (he ahí otra virtud del ajedrez: uno puede, de hecho, reproducir exactamente el juego de Capablanca o Steinitz). El tenis es por tanto tan solo juego, belleza efímera, como esas tardes de verano sobre las que se deslizan nuestras vidas, dulcemente, hacia la nada.

36. El tenis es un deporte melancólico, como todo el mundo sabe. La melancolía nace de su particular estructura: uno necesita ganar un último punto, siempre, para que el juego culmine y cese. El resto es irrelevante. Dicho de otro modo, uno puede ganar más puntos, incluso más juegos, que su adversario, y sin embargo terminar derrotado. Con todo, este mecanismo diabólico es la espina dorsal del juego y es también, curiosamente, el que confiere irrelevancia a los puntos concretos, por muy bellos que estos sean, lo que ineludiblemente conduce a estados melancólicos en el alma del tenista (y ocasionalmente, también, del espectador sensible). Al final, a fin de cuentas, al borde del precipicio, se desarrolla siempre un punto (que podría ser el último) donde nada importa lo anterior: es ahí, en ese destilado puro de tiempo presente, donde la colisión entre los dos tenistas alcanza su cenit. Colisionan entre sí, pero sobre todo contra sí mismos, liberando gigantescas y turbulentas cantidades de energía, tan grande es el miedo.

37. Los espectadores del Miami Tennis Open son eminentemente personas mayores, cuyo grado de devastación es indescriptible. El calor en las gradas resulta asfixiante, bajo un sol blanco que borra el contorno de las cosas (las gafas de sol y las gorras resultan imprescindibles; ya nadie se atreve a protegerse la cabeza con un paliacate a lo Foster Wallace). El ambiente es festivo, despreocupado, flota una ligereza como de guirnaldas y verbena de piscina veraniega: quedan anuladas tanto las obligaciones concretas del mundo como las preocupaciones metafísicas. Dentro del recinto solo existe tenis —si obviamos la parafernalia comercial— y sumergirse tan despreocupadamente en un juego que amas solo puede producir felicidad8, una forma efervescente y ligera de felicidad.

38. Desde siempre, incluso cuando era niño, he sentido que perder antes de los cuartos de final en un torneo de tenis era deshonroso, es decir, indigno de recibir admiración por parte de los demás. En cuartos de final no, porque los ocho mejores en algo ya poseen una cierta cualidad resplandeciente. Pero antes resulta inaceptable. En consecuencia, en cuanto alcanzaba los cuartos de final en los Campeonatos de España de Tenis procedía a perder, feliz, despreocupado, sabiendo ya cumplida mi misión principal y subterránea (conservar el azulado resplandor de la fascinación).

39. ¿Qué siente un pirómano mientras todo arde?

40. El tenis observado en directo desde una distancia considerable —las gradas superiores de la pista central del Crandon Tennis Park, por ejemplo— parece menos físico, menos esforzado, que en la televisión o que en una grada cercana a la pista. Desde aquí arriba, en este instante, Gasquet y Berdych parecen bailarinas de un ballet posmoderno. Los brazos fluyen creando elipses de gran belleza. Es como observar paramecios a través de un microscopio, fluyendo suavemente en líquido amniótico. Las elipses van y vienen, suben y bajan en mi campo visual: si entorno los ojos hasta difuminar la imagen, tengo la sensación de estar viendo manivelas y engranajes de un mecanismo de alta precisión. Si los cierro, los fosfenos siguen generando coloridas elipses —recuerdan a los fractales generados con spectrums en los ochenta— y debo abrirlos para no abismarme en su fosforescencia.

41. ¿En qué año desaparecieron definitivamente las pelotas de tenis blancas?9

42. Instrucciones para abrir un bote de pelotas nuevas de tenis: se retira el cierre circular de plástico, que se comba levemente durante unos instantes, ondulándose, antes de recobrar su forma original. A continuación, se arroja hacia el banco o los setos que rodean la pista mediante un gesto elegante, displicente, altivo, como quien lanza un frisbee en miniatura. Después, flexionándolo, se desliza el dedo índice bajo la anilla metálica hasta encajar la yema y se da un tirón firme y seco hacia arriba, lo que produce un crujido seco y un siseo de fuga de gas —las pelotas de tenis se conservan bajo presión para que no pierdan elasticidad—. Acto seguido se mueve la muñeca y el antebrazo hacia atrás, rápidamente —se eleva un sonido de metal rasgado—, hasta que el cierre —con un plop amortiguado— se separa completamente de la boca del cilindro. Finalmente, el momento glorioso: se baja la cabeza, se cierran los ojos y se aspira el más exuberante perfume del mundo: el olor de las pelotas nuevas de tenis.

43. En los descansos, suena por los altavoces una música estridente a un volumen atronador: pop comercial. Algunos espectadores se levantan en sus asientos, elevan los brazos y mueven sus cuerpos como si fueran peonzas. Fantaseo un momento con que sonara Bach. O, mejor aún, Chopin, un tristísimo nocturno de Chopin a todo volumen.

44. El tenis es un vals que acaba en crimen violento. They shoot horses, don’t they?

45. Imagina llegar a la playa con un equipo de sonido gigantesco, como esos que acostumbran a llevar algunas familias. Imagina llegar con un equipo de esos, enorme, colosal, delirante, un domingo de verano, a una playa repleta, las gafas de sol desafiantes, un cigarrillo sin encender colgando de los labios, un ejemplar del Tractatus Logico-Philosophicus bien visible, una botella de mezcal Los Suicidas en la mano. Imagina el chasquido de los altavoces al encenderse, magnético, palaciego, turbio, imagina las nubes espolvoreadas como gotas de semen por el cielo, nimbos y cumulonimbos y estratos y cirroestratos, imagina tres cirros finos y paralelos como tres hermosísimas rayas de coca, imagina nubes tremendas como sedosas panzas de burro, nubes tristes como perfiles de mujer, nubes ociosas, cálidas, anaranjadas como las de Fonollosa, nubes delicadas como los verdes iris de A., nubes barrocas y engoladas como palacios praguenses, nubes cristalinas en las que el nefelomante, tras un trago de mezcal, podría describir, uno tras otro, todos los momentos sublimes que aún te aguardan en la vida (parecidos a esos que, medio apagados y aplastados, flamígeras colillas, guardas todavía en el cenicero de recuerdos de tu plexo solar). Imagina entonces, en esa playa repleta (el mar dos brochazos de azul —el de la costa azul ártico, el del horizonte azul cobalto—), las gaviotas suspendidas como sílabas de un poema ininteligible, la primera nota de piano, un sutil fa sostenido que a todo volumen suena como cristal, como un cristal a punto de estallar, y luego la sucesión de corcheas que genera el primer alfilerazo de tristeza, y enseguida los dos acordes graves, breves y atronadores, mientras la mano derecha comienza a hilvanar ya la melodía, esa melodía tristísima del más triste nocturno para piano de Chopin.

46. Berdych, que ha disputado cuatro o cinco juegos brillantes, comienza a desdibujarse. Lo veo ahí, convertido en caricatura, en garabato, lanzando elipses y más elipses hacia la nada. ¿Qué bombilla estalla de repente en la cabeza de los tenistas? ¿Qué oscura estancia se instala súbita en el interior de los jugadores? ¿Quién apaga todas las lámparas y se aleja tropezándose con las esquinas de los muebles? ¿Hay una razón subyacente o todo es contingencia, aleatoriedad, complejidad impenetrable?

47. Preguntados seriamente, ¿seríamos capaces de explicar por qué nos gusta el tenis?

48. Durante quince, tal vez veinte segundos, por debajo de Chopin solo suena el silencio, las caras de los bañistas reflejan asombro, todavía no son conscientes de lo que sucede y flotan inocentes y vírgenes en la belleza de Chopin, envueltos en el nocturno, indecisos, inconsútiles, estupefactos. El nocturno a semejante volumen resuena en las cajas torácicas de todos. Las notas más graves alteran el ritmo del corazón de las muchachas, que notan cómo sus pezones, sin querer, se han vuelto duros y de un color más oscuro.

49. Tenista: máquina imprecisa e impredecible formada por neuronas, músculos y química cerebral en lugar de circuitos electrónicos, tornillos y código binario.

50. ¿Se apagan también las bombillas interiores de los pianistas durante un recital de nocturnos de Chopin? ¿Se apagan también las bombillas interiores de los cirujanos mientras extirpan tumores, de los pilotos mientras examinan altímetros, de los ajedrecistas mientras calculan variantes?

51. ¿Qué atrae a los ancianos, incapaces casi de acceder a sus asientos —tan devastados están— de esta explosión física de fuerza, de juventud, de cinética en estado puro? Dos ángeles agilísimos —ingrávidos a veces, según DFW— observados por una manada de bisontes moribundos. En el cielo de Florida abundan las aves rapaces, pero en este contexto, sobrevolando la pista central, aportan una nota funesta y salvaje que me hace sonreír.

52. ¿Refleja el estilo de juego la personalidad del jugador? McPhee y otros afirman que sí. Ashe y Graebner10 llegan a sostener, incluso, que el estilo refleja no solo el carácter y la forma de ser del jugador, sino también sus opiniones políticas. En boca de Graebner, Ashe jugaba como un liberal. En opinión de este, el tenis de aquel era completamente conservador. Según esto, un anarquista tendería a jugar anárquicamente, mientras que un fascista lo haría fascistamente, signifique eso lo que signifique.

La pregunta del estilo es fundamental y trasciende el mundo del tenis: ¿todo es estilo?, ¿es el estilo superficie y el hecho profundidad?, ¿o tal vez el estilo sea la manifestación externa —fenotipo— de una esencia interna —genotipo—?, ¿es el estilo tan solo respuesta al cómo? ¿o también responde, siquiera parcialmente, al qué?

53. De cerca, a pie de cancha, es donde mejor se aprecia la dureza física del tenis. Los golpes, los músculos crispados, los sonidos, la velocidad de los movimientos solo pueden apreciarse de cerca. Los tenistas ya no parecen delicados bailarines de valses vieneses, sino guerreros ejecutando una torsionada y salvaje danza africana. La televisión, las gradas altas de los estadios, enmascaran esa violencia, esa límpida ferocidad.

54. Si el estilo con el que se practica una actividad refleja la personalidad del practicante, puedo deducir a partir del tenis de David Goffin —el tenista que ahora observo— que es una persona fría, introvertida, metódica, trabajadora, precisa, calculadora, ligeramente aburrida. ¿Por sus acciones los conoceréis?

55. Que el último punto represente el abismo absoluto no implica que no se presenten, a lo largo del partido, otros abismos parciales. Sucede, por ejemplo, que el abismo se incrusta en las pelotas siempre que se acerca el final de un set. El tenista continúa jugando, claro —¿qué otra cosa puede hacer?, ¿pedir un tiempo muerto?, ¿cederle la pelota a un compañero, como quien cede un carbón incandescente?—, pero cuando acaricia las pelotas entre sus manos sabe que está acariciando abismos: se trata del miedo cerval a perder (a ganar), del miedo cerval a adentrarse en el camino terso, estrecho, implacable, que conduce al fin.

56. Si jugar el último juego de un partido equivale a acercarse lentamente a un abismo, entonces jugar el último punto equivale a saltar. Hay un intensísimo deseo de que todo acabe; de que todo acabe bien, sí, pero, ante todo, de que todo acabe pronto. El placer de jugar al tenis es muy esquivo. A posteriori, una vez finalizado el encuentro, es cierto, quizás el sentimiento predominante sea el placer, cierto gozo evanescente, eléctrico, pero durante el juego en sí prevalece el sufrimiento. Todas esas pequeñas victorias y derrotas, esa estructura de cajas chinas contradictorias —puntos, juegos, sets, partidos, campeonatos—, son una enloquecedora y vacilante máquina de tortura. Sostengo que si hay placer en el tenis, entonces únicamente es placer retrospectivo.

57. Veo con la boca abierta, desde muy cerca, el despliegue de talento y fuerza entre Kyrgios y Kuznetsov. Doy gracias al azar por haberme conducido hasta este momento preciso de mi vida. La belleza de ciertos puntos ha sido tan abrumadora que casi desborda la férrea estructura del tenis, anegándola: durante unos instantes, la victoria de uno u otro me resulta irrelevante, incluso grotesca o de mal gusto. Siento un deseo, un fervor religioso que me impulsa a levantarme y querer gritarles: «muchachos, por un momento estabais creando arte, arte, esta belleza no puede ser efímera, daos la mano y no sigáis, disfrutemos todos de este éxtasis, dejad de contar los puntos, desistid, jugad, jugad, jugad». Me gustaría, me haría inmensamente feliz que este desfile de belleza y potencia no terminara nunca. Poder venir aquí, a esta pista, a esta grada, siempre que quisiera, para suministrarme unas dosis de belleza pura. Poder traer a A. y que sus gigantescos ojos verdes —tan grandes como el Ritz— se inundaran de esta luminosidad. Poder traer aquí a mis amigos (a Porkunov, a Hans, a Emilio, a todos) y susurrarles: «Mirad, queridos, cómo se despliega —trémula y total— la belleza ante vosotros». Descubrirles este espectáculo mayúsculo —este teatro perfecto, celestial— como a veces nos descubrimos escritores y libros mayúsculos.

58. ¿Podrías vivir con un nocturno de Chopin sonando siempre en la cabeza?

59. En el ajedrez siempre hay esperanza (existe el empate). En el tenis no.

60. Nunca había visto a nadie golpear tan fuerte la pelota. Ambos juegan un tenis similar, intensísimo, de fondo, a ras de red, muy potente. Su tenis es parecido, aunque no exactamente igual. Digamos que sus estilos se parecen en la misma medida en que el dibujo de una manzana se parece a una manzana. Pero lo que en Kyrgios es fiebre, encono, teatro, amenaza, lava, violencia, en Kuznetsov es hielo, metal, física de neutrones, invisibilidad, estructura. Pese a sus similitudes, ahí está, cristalino: el tenis de Kyrgios es diabólico, volcánico, bestial, mientras que el de Kuznetsov es angélico, ingenieril, maquinal. ¿Cómo dos estilos de juego tan parecidos pueden ser descritos con adjetivos opuestos?

61. En el partido de Raonić observo, con sorpresa, que en lugar de recogepelotas hay pilotos de aeroplanos antiguos. Luego me doy cuenta de que no, de que esas gafas que cubren sus rostros protegen sus retinas de los saques a 200 km/h de Raonić.

62. Nabókov escribe sobre el tenis de Dolores Haze, Lolita, con una belleza vibrante que nos hace olvidar, o quizás reconsiderar, o al menos observar desde una posición distinta —y no solo cuando escribe sobre su tenis, sino también a lo largo de toda la novela, que no es sino un canto sobre la fascinación malsana de un adulto por una niña—, el sustrato perturbador del libro. La misma historia narrada con la mitad de pericia, de belleza, sería considerada una monstruosidad. Pero sucede que la belleza de la escritura de Nabókov es tan potente, tan luminosa, que de algún modo se separa de la belleza y del horror que describe (la belleza y el horror de la propia Lolita; la belleza y el horror del tenis de Lolita): se tienen, pues, dos bellezas —o una belleza y un horror— en paralelo, que no intersecan más que imaginariamente. ¿Es este efecto una muestra de la insuficiencia del lenguaje en relación con el mundo o, por el contrario, constata una cierta independencia del lenguaje, incluso una cierta superioridad?

63. Si Nabókov hubiera escrito y publicado Lolita antes de exiliarse a Berlín, ¿le hubieran permitido dar clases de tenis a las condesitas rusas exiliadas?

64. En realidad, no recuerdo bien Lolita. ¿Qué queda tras la lectura de un libro, incluso tras una lectura reciente, recientísima? Nada, casi nada, sensaciones, aleteos, impresiones vagas, un tintineo, un vaporoso rumor, el polvo nacarado de las conchas en la orilla, un filamento azulado temblando en la oscuridad, tal vez un detalle brillante o certero, un revés paralelo que barre la línea de fondo. Nada más.

Quiero pensar que también un poso, un sedimento, algo que decanta hacia nuestras profundidades y que, quizás tan solo infinitesimalmente, nos modifica para siempre.

65. La sugestión sexual del tenis es evidente: falditas plisadas, pantalones ajustados, posturas indecorosas, cuerpos húmedos sudados, mangos de raqueta, saltos, duchas, masajes, vestuarios. ¿Existe alguna corriente sexual que emane del ajedrez, ese juego helado? Más allá de la belleza personal de algunos jugadores —Carlsen es un tipo apuesto, las hermanas Polgár son bellezas húngaras—, no encuentro ningún resquicio por donde el sexo —esa corriente eléctrica que puede quemarlo todo— penetre en el mundo ajedrecístico.

66. «Do you think this is tennis we’re talking about tonight? Come on. This is a metaphor for life. This is Jimmy Connors as the aging chieftain holding off a succession of challenges from one young stud after another. This is all of us looking for reassurance that death is not inevitable and that if we clap our brains out, Tinker Bell will live», Walter Cronkite, presentador de la televisión norteamericana, tras la victoria de Jimmy Connors sobre Aaron Krickstein en el Open USA de 1991.

67. Como es bien conocido, el fondo condiciona la forma: un dibujante no dibuja lo mismo sobre un folio en blanco que sobre la pared rugosa de la caverna. Del mismo modo, el juego del tenis también resulta en otro al variar sus dimensiones esenciales: elevando la red obtienes bádminton; comprimiendo la pista como base de un prisma, pádel; construyendo una pista de madera a escala, tenis de mesa.

El tenis ha ido decantando en su forma actual a través de un proceso de más de cinco siglos, dotándolo de esa solidez que solo alcanza aquello que es capaz de atravesar el tiempo.

68. Estilo. Bot. Columna pequeña, hueca o esponjosa, existente en la mayoría de las flores, que arranca del ovario y sostiene el estigma.

69. Imagino que algún ser erudito, infinitamente sabio, y que haya gozado de una beca del Hunter College o de la New York Public Library o del MIT, ya habrá aplicado, con todo lujo de detalles, los principios y técnicas de la ciencia taxonómica a los juegos, dando lugar a una bella estructura arborescente (Mandelbrot que estás en los cielos), un (rodo)dendrograma, que relacione entre sí los cientos, tal vez miles de juegos que los humanos hemos inventado a lo largo de los siglos para matar el tiempo, para no matarnos.

Tenis: taxón localizado dentro del Reino de los juegos de no azar, en la División de juegos con rival, la Clase de los juegos de resultados binarios (ganar-no ganar) y dentro del Orden de los juegos individuales —¿o la individualidad-colectividad debería considerarse un rasgo de orden superior? Ahí lo tienen, nunca me han dado ni me darán una beca del MIT—; perteneciente, finalmente, a la Familia de los juegos con pelota, el tenis es la Especie principal dentro del género de los juegos con raqueta.

70. Las palmeras agitadas por el viento, bajo esta luz aterciopelada de las tres de la tarde —que aquí, tan cerca del Caribe, ya parece declinar—, entretejen sus copas y en esa amalgama de sombras, filamentos amarillos y hojas anaranjadas se adivinan temblorosos tigres, pelotas de tenis perdidas, iris felinos. ¿Con qué tigres soñaremos todos cuando todo arda?

71. Desde siempre, desde que era muy joven, he sentido una curiosa fascinación por los nombres. Al principio se trataba de los nombres de mis compañeros de clase (Noelia Santonja, Bilal Farhat, Félix Portalés), pero luego, a medida que fui creciendo, se me fueron grabando los más notables practicantes de ciertas disciplinas, a veces cercanas —como el tenis, el cine o la literatura—, a veces lejanas y abstrusas —la música clásica, las matemáticas, el ajedrez—.

Los nombres resuenan misteriosos y eufónicos, como si en sí mismos contuvieran ya sus logros futuros o alguna clave para comprender sus obras. ¿Decimos las sinfonías de Gustav Mahler cuando decimos Gustav Mahler? ¿Decimos las matemáticas de Grigory Perelman cuando pronunciamos su nombre? (pero esto ya lo dijo, mil veces mejor, Alejandra Pizarnik: «Si digo pan, ¿como? Si digo agua, ¿bebo?»). Quisiéramos, los humanos, pensar que sí, que en efecto, que in nomen omen, que el nombre determina el destino del hombre; nada nos gusta más que un buen axioma existencial, sobre los que construimos, con levedad de sopladores de vidrio, nuestros andamios de cristal.

72. ¿Puede la belleza verdadera ser una belleza vacía? ¿Existen distintas densidades de belleza, del mismo modo que existen distintas densidades de infinito, como demostró Georg Cantor, en una de las piruetas intelectuales más notables del siglo xix?

73. ¿Aprenderé a nadar alguna vez al estilo mariposa como un flamígero heresiarca?

74. La historia reciente del tenis ha sufrido dos grandes oscilaciones entre los dos estilos dominantes: el juego de fondo y el saque-volea. Hasta mediados de los ochenta, con la irrupción primero de Borg y luego de Lendl, el tenis había consistido principalmente en un juego de servicio y subida a la red, con golpes de fondo planos y cortados que servían esencialmente para superar al contrario (que había subido a la red) o para aproximarse a la misma. Borg es uno de los primeros jugadores que renuncia a la red para atrincherarse en el fondo mediante golpes liftados, pero quien realmente explota este estilo, imprimiéndole potencia adicional, es Ivan Lendl. A lo largo de los ochenta se desarrollan así dos bloques opuestos que chocan, que conviven, que alternan liderazgos y victorias, que libran su particular guerra fría: por un lado, los fieles al estilo clásico que suelen dominar en las superficies rápidas: toda una estirpe mítica que va desde John McEnroe hasta Henri Leconte, pasando por Boris Becker, Stefan Edberg, Pat Cash o Michael Stich. Por otro, los jugadores de fondo, que basan su propuesta en un incremento constante de la potencia: Mats Wilander, Andre Agassi, Jim Courier, Sergi Bruguera, etc.