Noli me tangere - José Rizal - E-Book

Noli me tangere E-Book

José Rizal

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Beschreibung

Escrita en 1887 por el político y escritor filipino José Rizal, "Noli me tangere" ( en latín, significa «no me toques») es, a la vez, una novela costumbrista sobre la Filipinas de la época anterior a su independencia de España, una novela romántica y sentimental acerca de amores contrariados o imposibles y un alegato contra la degradación moral de la sociedad filipina por la imposición de una religiosidad en los límites de la superstición. 
Sin embargo, "Noli me tangere", obra principal del autor, destaca sobre todo por ser una novela anticolonialista en la que denunciaba los abusos de la Administración española en Filipinas. Rizal se oponía al desmesurado poder de las órdenes católicas españolas y al abuso que las autoridades políticas y religiosas ejercían con la población filipina. 
En ese contexto es importante la comparación que se puede hacer entre Rizal y muchos héroes de la independencia americana que a la vez ejercieron de poetas o novelistas, ya que no se puede dejar de lado la importancia de la literatura a la hora de luchar por un ideal, así como se mencionaba en las luchas latinoamericanas “la pluma siempre tiene que acompañar a la espada”.
Es decir con sus particularidades podemos afirmar que el pueblo filipino tiene un escritor y héroe como el cubano José Martí, que vivió por el mismo periodo. Pero también de otros poetas o escritores de las independencias latinoamericanas como el peruano Mariano Melgar, el argentino Faustino Sarmiento, el uruguayo José Artigas, o el boliviano Edmundo Paz Soldán.

Constituyendo de esta manera la literatura de Rizal unas más de las importantes obras por la independencia escritas en lengua castellana, ésta merecería una mayor difusión para contribuir al conocimiento de Filipinas y su historia.


Resumen
Crisóstomo Ibarra, un joven mestizo (hijo de español y de filipina), regresa a su patria después de haber pasado unos años en Europa para adquirir una formación más cosmopolita. A su vuelta descubre la manera terrible como ha muerto su padre: acusado falsamente por envidias, muere en la cárcel y su cuerpo es desenterrado del cementerio cristiano y arrojado al mar por indicación del párroco del pueblo, el franciscano fray Dámaso, antaño amigo suyo. Crisóstomo ama a una joven María Clara, y es correspondido por ella. Los padres de ambos habían sellado una promesa de matrimonio para cuando Ibarra regresara de Europa y en ese momento ambos jóvenes renuevan su pacto amoroso. 


En 1891, Rizal escribió la continuación de las aventuras de Crisóstomo Ibarra en su aclamada obra "El filibusterismo".
 

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Tabla de contenidos

NOLI ME TANGERE

Noli Me Tangere

A mi patria

I. Una reunión

II. Crisóstomo Ibarra.

III. La cena

IV. Hereje y filibustero

V. Una estrella en noche obscura

VI. Capitán Tiago

VII. Idilio en una azotea

VIII. Recuerdos

IX. Cosas del pais

X. El pueblo

XI. Los soberanos

XII. Todos los Santos

XIII. Presagios de tempestad

XIV. Tasio el loco ó el filósofo

XV. Los sacristanes

XVI. Sisa

XVII. Basilio

XVIII. Almas en pena

XIX. Aventuras de un maestro de escuela

XX. La junta en el Tribunal

XXI. Historia de una madre

XXII. Luces y sombras

XXIII. La pesca

XXIV. En el bosque

XXV. En casa del filósofo

XXVI. La víspera de la fiesta

XXVII. Al anochecer

XXVIII. Correspondencias

XXIX. La mañana

XXX. En la iglesia

XXXI. El sermón

XXXII. La cabria

XXXIII. Libre Pensamiento

XXXIV. La comida

XXXV. Comentarios

XXXVI. La primera nube

XXXVII. Su Excelencia

XXXVIII. La procesión

XXXIX. Doña Consolación

XL. El derecho y la fuerza

XLI. Dos visitas

XLII. Los esposos de Espadaña

XLIII. Proyectos

XLIV. Examen de conciencia

XLV. Los perseguidos

XLVI. La gallera

XLVII. Las dos señoras

XLVIII. El enigma

XLIX. La voz de los perseguidos

L. La familia de Elías

LI. Cambios

LII. La carta de los muertos y las sombras

LIII. Il buon dí si conosce da mattina

LIV

LV. La catástrofe

LVI. Lo que se dice y lo que se cree

LVII. ¡Væ Victis!

LVIII. El maldito

LIX. Patria é intereses

LX. María Clara se casa

LXI. La caza en el lago

LXII. El padre Dámaso se explica

LXIII. La Nochebuena

Epílogo

NOLI ME TANGERE

José Rizal

Noli Me Tangere

(El paí­s de los frailes)

A mi patria

Registrase en la historia de los padecimientos humanos un cáncer de un carácter tan maligno, que el menor contacto le irrita y despierta en él agudísimos dolores. Pues bien, cuantas veces enmedio de las civilizaciones modernas he querido evocarte, ya para acompañarme de tus recuerdos, ya para compararte con otros países, tantas se me presentó tu querida imagen con un cáncer social parecido.

Deseando tu salud, que es la nuestra, y buscando el mejor tratamiento, haré contigo lo que con sus enfermos los antiguos: exponíanlos en las gradas del templo, para que cada persona que fuese a invocar a la Divinidad les propusiese un remedio.

Y a este fin, trataré de reproducir fielmente tu estado sin contemplaciones; levantaré parte del velo que oculta el mal, sacrificándolo todo a la verdad, hasta el mismo amor propio, pues, como hijo tuyo, adolezco también de tus defectos y flaquezas.

El autor Europa 1888.

I. Una reunión

A fines de Octubre, don Santiago de los Santos, conocido popularmente con el nombre de «Capitán Tiago», daba una cena, que, sin embargo de haberla anunciado aquella tarde tan sólo, contra su costumbre, era ya el tema de todas las conversaciones en Binondo, en otros arrabales y hasta en Intramuros. Capitán Tiago pasaba entonces por el hombre más rumboso, y sabíase que su casa, como su país, no cerraba las puertas á nadie, como no fuese al comercio ó á toda idea nueva ó atrevida.

Como una sacudida eléctrica corrió la noticia en el mundo de los parásitos, moscas ó colados que Dios crió en su infinita bondad, y tan cariñosamente multiplica en Manila. Unos buscaron betún para sus botas; otros, botones y corbatas, pero todos preocupados del modo como habían de saludar más familiarmente al dueño de la casa, para hacer creer en antiguas amistades, ó excusarse, si á mano viniese, de no haber podido acudir más temprano.

Dábase esta cena en una casa de la calle de Anloague, y ya que no recordamos su número, la describiremos de manera que se la reconozca aún, si es que los temblores no la han arruinado. No creemos que su dueño la haga derribar, porque de este trabajo ordinariamente se encarga allí Dios ó la Naturaleza, que también tiene de nuestro Gobierno muchas obras contratadas.—Es ello un edificio bastante grande, á estilo de los muchos del país, situado hacia la parte que da á un brazo del Pásig, llamado por algunos ría de Binondo, y que desempeña, como todos los ríos de Manila, el múltiple papel de baño, alcantarilla, lavadero, pesquería, medio de transporte y comunicación y hasta agua potable, si lo tiene por conveniente el chino aguador. Es de notar que esta poderosa arteria del arrabal en donde más el tráfico bulle y aturde el vaivén, en una distancia de casi un kilómetro, apenas cuenta con un puente de madera, descompuesto por un lado durante seis meses é intransitable por el otro el resto del año, de tal suerte, que los caballos en la temporada del calor aprovechan este permanente stato quo para desde allí saltar al agua, con gran sorpresa del distraído mortal, que en el interior del coche dormita ó filosofa sobre los progresos del siglo.

La casa á que aludimos es algo baja y de líneas no muy correctas: que el arquitecto que la haya construído no viera bien, ó que esto fuera efecto de los terremotos y huracanes, nadie puede decirlo con seguridad. Una ancha escalera de verdes balaustres y alfombrada á trechos conduce desde el zaguán ó portal, enlosado de azulejos, al piso principal, entre macetas y tiestos de flores sobre pedestales de losa china de abigarrados colores y fantásticos dibujos.

Pues que no hay porteros ni criados que pidan ó pregunten por el billete de invitación, subiremos, ¡oh tú que me lees, amigo ó enemigo! si es que te atraen los acordes de la orquesta, la luz ó el significativo clin clan de la vajilla y de los cubiertos, y quieres ver cómo son las reuniones allá en la Perla del Oriente. Con gusto y por comodidad mía te ahorraría á tí de la descripción de la casa, pero esto es muy importante, pues nosotros los mortales en general somos como las tortugas: valemos y nos clasifican por nuestras conchas; por esto y otras cualidades más como tortugas son también los mortales de Filipinas.—Si subimos, nos encontraremos de golpe en una espaciosa estancia, llamada allí caída, no sé por qué, que esta noche sirve de comedor al mismo tiempo que de salón de la orquesta. En medio, una larga mesa, adornada profusa y lujosamente, parece guiñar al colado con dulces promesas, y amenazar á la tímida joven, á la sencilla dalaga, con dos horas mortales en compañía de extraños, cuyo lenguaje y conversación suelen tener un carácter muy particular. Contrastando con estos terrenales preparativos están los abigarrados cuadros de las paredes, representando asuntos religiosos como El Purgatorio, El Infierno, El Juicio final, La muerte del Justo, La del Pecador, y en el fondo, aprisionado en un espléndido y elegante marco estilo Renacimiento que Arévalo tallara, un curioso lienzo de grandes dimensiones en que se ven dos viejas... La inscripción dice: Nuestra Señora de la Paz y Buenviaje, que se venera en Antipolo, bajo el aspecto de una mendiga, visita en su enfermedad á la piadosa y célebre capitana Inés. La composición, si no revela mucho gusto ni arte, tiene en cambio sobrado realismo: la enferma parece ya un cadáver en putrefacción por los tintes amarillos y azules de su rostro; los vasos y demás objetos, ese cortejo de las largas enfermedades, están reproducidos tan minuciosamente que se ven hasta sus contenidos. Al contemplar estos cuadros que excitan el apetito é inspiran ideas bucólicas, acaso piense alguno que el maligno dueño de la casa conocía muy bien el carácter de la mayor parte de los que se han de sentar á la mesa, y para velar un poco su pensamiento ha colgado del plafón preciosas lámparas de China, jaulas sin pájaros, esferas de cristal azogado, rojas verdes y azules, plantas aéreas marchitas, pescados desecados é inflados, que llaman botetes, etc., cerrando el todo por el lado que mira al río con caprichosos arcos de madera, medio chinescos medio europeos, y dejando ver en una azotea emparrados y glorietas alumbrados escasamente por farolitos de papel de todos colores.

Allá en la sala están los que han de comer, entre colosales espejos y brillantes arañas: allá, sobre una tarima de pino, está el magnífico piano de cola de un precio exorbitante, y más precioso aún esta noche, porque nadie lo toca. Allá hay un grande retrato al óleo de un hombre bonito, de frac, tieso, recto, simétrico como el bastón de borlas que lleva entre sus rígidos dedos cubiertos de anillos: el retrato parece decir:

—¡Ejem! !mirad cuánto llevo puesto y qué serio estoy!

Los muebles son elegantes, acaso incómodos y malsanos: el dueño de la casa no pensaría en la higiene de sus convidados, sino en el propio lujo.—¡Es cosa terrible la disentería, pero os sentáis en sillones de Europa y eso no se tiene siempre! les diría él.

La sala está casi llena de gente: los hombres separados de las mujeres, como en las iglesias católicas y en las sinagogas. Ellas son unas cuantas jóvenes entre filipinas y españolas: abren la boca para contener un bostezo, pero la tapan al instante con sus abanicos; apenas murmuran algunas palabras; cualquiera conversación que se aventura muere entre monosílabos, como esos ruidos que se oyen de noche en una casa, ruidos causados por ratones y lagartijas. ¿Son acaso las imágenes de diferentes Nuestras Señoras que cuelgan de las paredes las que las obligan á guardar el silencio y la compostura religiosa, ó es que aquí las mujeres forman una excepción?

La única que recibía á las señoras era la vieja, prima de Cpn. Tiago, de facciones bondadosas y que hablaba bastante mal el castellano. Toda su política y urbanidad consistía en ofrecer á las españolas una bandeja de cigarros y buyos, y en dar á besar la mano á las filipinas, exactamente como los frailes. La pobre anciana acabó por aburrirse y, aprovechando el ruido de un plato que se rompía, salió precipitadamente, murmurando:

—¡Jesús! ¡Esperad, indignos!

Y no volvió á parecer.

En cuanto á los hombres, éstos ya hacían más ruido. Algunos cadetes hablaban con animación, pero en voz baja, en uno de los rincones, mirando de cuando en cuando y señalando á veces con el dedo á varias personas de la sala; y se reían entre ellos más ó menos disimuladamente; en cambio, dos extranjeros, vestidos de blanco, cruzadas las manos detrás y sin decir palabra, paseábanse de un extremo á otro de la sala á grandes pasos, como hacen los aburridos pasajeros sobre la cubierta de un buque. Todo el interés y la mayor animación partían de un grupo formado por dos religiosos, dos paisanos y un militar alrededor de una mesita en que se veían botellas de vino y bizcochos ingleses.

El militar era un viejo teniente, alto, de fisonomía adusta; parecía un duque de Alba rezagado en el escalafón de la Guardia Civil; hablaba poco, pero duro y breve.—Uno de los frailes, un joven dominico, hermoso, pulcro y brillante como sus gafas de montura de oro, tenía una temprana gravedad: era el cura de Binondo, y fué en años anteriores catedrático en San Juan de Letrán. Tenía fama de consumado dialéctico, tanto, que en los tiempos en que los hijos de Guzmán se atrevían aún á luchar en sutilezas como los seglares, el hábil argumentador B. de Luna no había podido jamás embrollarle ni cogerle: los distingos de fray Sibyla le dejaban como al pescador que quiere coger anguilas con lazos. El dominico hablaba poco y parecía pesar sus palabras.

Por el contrario, el otro, que era un franciscano, hablaba mucho y gesticulaba más. Sin embargo de que sus cabellos empezaban á encanecer, parecía conservarse bien su robusta naturaleza. Sus correctas facciones, su mirada poco tranquilizadora, sus anchas quijadas y hercúleas formas le daban el aspecto de un patricio romano disfrazado, y, sin quererlo, os acordaréis de uno de aquellos tres monjes de que habla Heine en sus Dioses en el destierro, que por el Equinoccio de Septiembre, allá en el Tirol, pasaban á media noche en barca un lago, y cada vez depositaban en la mano del pobre barquero una moneda de plata, como el hielo fría, que le dejaba lleno de espanto. Sin embargo, fray Dámaso no era misterioso como aquellos; era alegre, y si el timbre de su voz era brusco como el de un hombre que jamás se ha mordido la lengua, que cree santo é inmejorable cuanto dice, su risa alegre y franca borraba esta desagradable impresión, y hasta se veía uno obligado á perdonarle el enseñar en la sala unos pies sin calcetines y unas piernas velludas, que harían la fortuna de un Mendieta en las ferias de Quiapo.

Uno de los paisanos, un hombre pequeñito, de barba negra, sólo tenía de notable la nariz que, á juzgar por sus dimensiones, no debía ser suya; el otro, un joven rubio, parecía recién llegado al país: con éste sostenía el franciscano una viva discusión.

—Ya lo verá,—decía el fraile;—como cuente en el país algunos meses, se va á convencer de lo que le digo: una cosa es gobernar en Madrid y otra estar en Filipinas.

—Pero...

—Yo, por ejemplo,—continuó fray Dámaso levantando más la voz para no dejarle al otro la palabra,—yo que cuento ya veintitres años de plátano y morisqueta, yo puedo hablar con autoridad sobre ello. No me salga usted con teorías ni retóricas; conozco al indio. Haga cuenta que desde que llegué al país, fuí destinado á un pueblo, pequeño, es verdad, pero muy dedicado á la agricultura. Todavía no sabía yo muy bien el tagalo, pero ya confesaba á las mujeres, y nos entendíamos, y tanto me llegaron á querer que, tres años después, cuando me pasaron á otro pueblo mayor, vacante por la muerte del cura indio, todas se pusieron á llorar, me colmaron de regalos, me acompañaron con música...

—Pero eso sólo demuestra...

—¡Espere, espere usted! ¡no sea tan vivo! El que me sucedió permaneció menos tiempo, y cuando salió tuvo más acompañamiento, más lágrimas y más música, y eso que pegaba más y había subido los derechos de la parroquia casi el doble.

—Pero usted me permitirá...

—Aun más; en el pueblo de san Diego he estado veinte años y sólo hace algunos meses que lo he... dejado (aquí pareció disgustarse). Veinte años, no me lo podrá negar nadie, son más que suficientes para conocer un pueblo. San Diego tenía seis mil almas, y yo conocía á cada habitante como si yo lo hubiese parido y amamantado: sabía de qué pie cojeaba éste, dónde le apretaba el zapato á aquél, quién le hacía el amor á aquella dalaga, qué deslices había tenido ésta y con quién, cuál era el verdadero padre del chico, etcétera, como que confesaba á todo bicho; se guardaban bien de faltar á su deber. Dígalo, si miento, Santiago, el dueño de la casa; allí tiene muchas tierras y allí fué donde hicimos nuestras amistades. Pues bien, verá usted lo que es el indio; cuando salí, apenas me acompañaron unas viejas y algunos hermanos terceros, ¡y eso que he estado veinte años!

—Pero no hallo que eso tenga que ver con el desestanco del tabaco,—contestó el rubio aprovechando una pausa, mientras el franciscano tomaba una copita de Jerez.

Fray Dámaso, lleno de sorpresa, por poco deja caer la copa. Quedóse un momento mirando de hito en hito al joven.

—¿Cómo? ¿cómo?—exclamó después, con la mayor extrañeza.—Pero ¿es posible que no vea usted eso que es claro como la luz? No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales?

Esta vez fué el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó más las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón á fray Dámaso ó para negársela. El dominico se contentó con volverles casi las espaldas á todos.

—¿Cree usted?...—pudo al fin preguntar muy serio el joven y mirando lleno de curiosidad al fraile.

—¿Que si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!

—¡Ah! perdone usted que le interrumpa,—dijo el joven bajando la voz y acercando un poco su silla;—ha pronunciado una palabra que llama todo mi interés: ¿existe verdaderamente, nativa, esa indolencia en los naturales, ó sucede, según un viajero extranjero, que nosotros excusamos con esta indolencia la nuestra propia, nuestro atraso y nuestro sistema colonial? Hablaba de otras colonias cuyos habitantes son de la misma raza...

—¡Ca! ¡Envidias! Pregúnteselo al señor Laruja, que también conoce el país; ¡pregúntele si la ignorancia y la indolencia del indio tienen igual!

—En efecto,—contestó el hombre pequeñito, que era el aludido,—en ninguna parte del mundo puede usted ver otro más indolente que el indio, ¡en ninguna parte del mundo!

—¡Ni otro más vicioso, ni más ingrato!

—¡Ni más mal educado!

El joven rubio principió á mirar con inquietud á todas partes.

—Señores, dijo en voz baja, creo que estamos en casa de un indio; esas señoritas...

—¡Bah! ¡no sea usted tan aprensivo! Santiago no se considera indio, y además, no está presente y... ¡aunque estuviera! Esas son tonterías de los recién venidos. Deje que pasen algunos meses; cambiará de opinión cuando haya frecuentado muchas fiestas y bailujan, dormido en los catres y comido mucha tinola.

—¿Es acaso eso que usted llama tinola una fruta de la especie del loto que vuelve á los hombres... así... como olvidadizos?

—¡Qué loto ni qué lotería!—contestó riendo el padre Dámaso;—está usted tocando el bombo. Tinola es un gulaí de gallina y calabaza. ¿Cuánto tiempo hace que ha llegado usted?

—Cuatro días,—profirió el joven algo picado.

—¿Viene como empleado?

—No, señor: vengo por cuenta propia para conocer el país.

—¡Hombre, qué pájaro más raro!—exclamó fray Dámaso mirándole con curiosidad.—¡Venir por cuenta propia y por tonterías! ¡Qué fenómeno! Habiendo tantos libros... con tener dos dedos de frente... muchos han escrito así grandes libros! Con tener dos dedos de frente...

—Decía vuestra reverencia, padre Dámaso,—interrumpió bruscamente el dominico cortando la conversación,—que ha estado vuestra reverencia veinte años en el pueblo de San Diego y lo ha dejado... ¿No estaba vuestra reverencia contento del pueblo?

Fray Dámaso, á esta pregunta, hecha con un tono tan natural y casi negligente, perdió repentinamente la alegría y dejó de reir.

—¡No!—gruñó secamente, y se dejó caer con violencia contra el respaldo del sillón.

El dominico prosiguió en tono más indiferente aún:

—Doloroso debe ser dejar un pueblo donde se ha estado veinte años, y que se conoce como el hábito que se lleva. Yo, al menos, sentí dejar Camiling, y eso que estuve pocos meses... pero los superiores lo hacían para bien de la Comunidad... para bien mío.

Fray Dámaso por primera vez en aquella noche parecía muy preocupado. De repente dió un puñetazo sobre el brazo de su sillón y, respirando con fuerza, exclamó:

—¡O hay religión ó no la hay, esto es, ó los curas son libres ó no! ¡El país se pierde, está perdido!

Y volvió á dar otro puñetazo.

Toda la sala, sorprendida, se volvió hacia el grupo: el dominico levantó la cabeza para mirarle por debajo de sus gafas. Los dos extranjeros que se paseaban paráronse un momento, se miraron, enseñáronse un poco sus dientes incisivos, y continuaron acto seguido su paseo.

—¡Está de mal humor porque usted me lo ha tratado de reverencia!—murmuró al oído del joven rubio el señor Laruja.

—¿Qué quiere vuestra reverencia decir? ¿qué le pasa?—preguntaron el dominico y el teniente en diferentes tonos de voz.

—¡Por eso vienen tantas calamidades! ¡Los gobernantes sostienen á los herejes contra los ministros de Dios!—continuó el franciscano levantando sus robustos puños.

—¿Qué quiere usted decir?—volvió á preguntar el cejijunto teniente, medio levantándose.

—¿Qué quiero decir?—repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con el teniente.—¡Yo digo lo que yo quiero decir! Yo, yo quiero decir que cuando el cura arroja de su cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey tiene derecho á mezclarse y menos á imponer castigos. Conque un generalito, un generalito Calamidad...

—¡Padre, su excelencia es Vice Real Patrono!—gritó el militar levantándose.

—¡Qué excelencia ni qué Vice Real Patrono!—contestó el franciscano levantándose también.—En otro tiempo se le hubiera arrastrado escaleras abajo, como lo hicieron una vez las Corporaciones con el impío gobernador Bustamante. ¡Aquellos sí que eran tiempos de fe!

—Le advierto que yo no permito... ¡Su Excelencia representa á S. M. el rey!

—¡Qué rey ni qué Roque! para nosotros no hay más rey que el legítimo...

—¡Alto!—gritó el teniente amenazador y como si se dirigiera á sus soldados;—ó retira usted cuanto ha dicho ó mañana mismo doy parte á Su Excelencia...

—¡Ande usted ahora mismo, ande usted!—contestó con sarcasmo fray Dámaso, acercándosele con los puños cerrados.—¿Cree usted que porque yo llevo hábito, me faltan?... ¡Ande usted que todavía le presto mi coche!

La cuestión tomaba un giro cómico, pero afortunadamente intervino el dominico.

—¡Señores!—dijo en tono de autoridad y con esa voz nasal que sienta tan bien á los frailes,—no hay que confundir las cosas ni buscar ofensas donde no las hay. Debemos distinguir en las palabras de fray Dámaso las del hombre de las del sacerdote. Las de éste, como tal, per se, jamás pueden ofender, pues provienen de la verdad absoluta. En las del hombre hay que hacer una subdistinción: las que dice ab irato, las que dice ex ore pero no in corde y las que dice in corde. Estas últimas son las que únicamente pueden ofender y eso según, si ya in mente preexistían por un motivo, ó solamente vienen per accidens en el calor de la conversación, si hay...

—¡Pues yo por accidens y por mí sé los motivos, padre Sibyla!—interrumpió el militar que se embrollaba en tantas distinciones y temía que si éstas seguían no saliese él todavía culpable.—Yo sé los motivos y los va V. R. á distinguir. Durante la ausencia del padre Dámaso en San Diego, enterró el coadjutor el cadáver de una persona dignísima... sí, señor, dignísima; yo le he tratado varias veces y en su casa me he hospedado. Que jamás se haya confesado, ¿eso qué? yo tampoco me confieso; pero decir que se ha suicidado, es una mentira, una calumnia. Un hombre como él, que tiene un hijo en quien cifra su cariño y sus esperanzas, un hombre que tiene fe en Dios, que conoce sus deberes para con la sociedad, un hombre honrado y justo no se suicida. Esto lo digo yo, y callo aquí lo demás que pienso y agradézcamelo V. R.

Y volviéndole las espaldas al franciscano, continuó:

—Pues bien, este cura, á su vuelta al pueblo, después de maltratar al pobre coadjutor, ha hecho desenterrar el cadáver y sacarlo fuera del cementerio para enterrarlo no sé dónde. El pueblo de San Diego ha tenido la cobardía de no protestar; verdad es que muy pocos lo supieron: el muerto no tenía ningún pariente, y su único hijo está en Europa; pero S. E. lo ha sabido y, como es hombre de recto corazón, ha pedido el castigo... y el padre Dámaso fué trasladado á otro pueblo mejor. He ahí todo. Ahora haga V. R. sus distinciones.

Y dicho esto, se alejó del grupo.

—Siento mucho haber tocado, sin saberlo, una cuestión tan delicada,—dijo el padre Sibyla con pesar.—Pero, al fin, si se ha ganado en el cambio de pueblo...

—¡Qué se ha de ganar! Y ¿lo que se pierde en los traslados... y los papeles... y las... y todo lo que se extravía?—interrumpió balbuciente, sin poder contener su ira, fray Dámaso.

Poco á poco volvió la reunión á su antigua tranquilidad.

Habían llegado otras personas, entre ellas un viejo español, cojo, de fisonomía dulce é inofensiva, apoyado en el brazo de una vieja filipina, llena de rizos y pinturas y vestida á la europea.

El grupo les saludó amistosamente; el doctor de Espadaña y su señora, la doctora doña Victorina, se sentaron entre nuestros conocidos. Veíase á algunos periodistas y almaceneros saludarse, discurrir de un lado á otro sin saber qué hacer.

—Pero ¿me puede usted decir, señor Laruja, qué tal es el dueño de la casa?—preguntó el joven rubio.—Yo todavía no he sido presentado.

—Dicen que ha salido: yo tampoco le he visto.

—¡Aquí no hay necesidad de presentaciones!—intervino fray Dámaso.—Santiago es un hombre de buena pasta.

—Un hombre que no ha inventado la pólvora,—añadió Laruja.

—¡También usted, señor de Laruja!—exclamó con meloso reproche doña Victorina, abanicándose.—¿Cómo podía el pobre inventar la pólvora, si, según dicen, la habían ya inventado los chinos siglos hace?

—¿Los chinos? ¿Está usted loca?—exclamó fray Dámaso.—¡Quite usted! ¡La ha inventado un franciscano, uno de mi orden, fray no sé cuántos Savalls en el siglo... siete!

—¡Un franciscano!—Bueno; ése habrá estado de misionero en China, ese padre Savalls,—replicó la señora, que no dejaba así sus ideas.

—Schwartz querrá usted decir, señora,—repuso fray Sibyla sin mirarla.

—No lo sé; fray Dámaso ha dicho Savalls: ¡yo no hago más que repetir!

—¡Bien! Savalls ó Chevás, ¿qué más da? ¡Por una letra no se queda chino!—replicó malhumorado el franciscano.

—Y en el siglo catorce, no en el siete,—añadió el dominico en tono de correctivo, como para mortificar el orgullo del otro.

—¡Bueno, un siglo más ó un siglo menos tampoco le hace dominico!

—¡Hombre, no se enfade V. R.!—dijo el padre Sibyla sonriendo.—Tanto mejor que lo haya inventado él; así les ha ahorrado ese trabajo á sus hermanos.

—Y ¿dice usted, padre Sibyla, que fué eso en el siglo catorce?—preguntó con gran interés doña Victorina;—¿antes ó después de Cristo?

Felizmente para el preguntado, dos personajes entraron en la sala.

II. Crisóstomo Ibarra.

No eran hermosas y bien ataviadas jóvenes que llamasen la atención de todos, hasta la de fray Sibyla; no era S. E. el Capitán general con sus ayudantes para que el teniente saliera de su ensimismamiento, avanzara algunos pasos, y fray Dámaso se quedase como petrificado: era sencillamente el original del retrato de frac, conduciendo de la mano á un joven vestido de riguroso luto.

—¡Buenas noches, señores! ¡buenas noches, padre!—fué lo primero que dijo Cpn. Tiago besando las manos á los sacerdotes que se olvidaron de dar la bendición: el dominico se había quitado las gafas para mirar al joven recién llegado, y fray Dámaso quedó pálido y con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¡Tengo el honor de presentar á ustedes á don Crisóstomo Ibarra, hijo de mi difunto amigo!—continuó Cpn. Tiago;—este señor acaba de llegar de Europa y he ido á recibirle.

A este nombre, se oyeron algunas exclamaciones; el teniente se olvidó de saludar al dueño de la casa; acercóse al joven y le examinó de pies á cabeza. Este, entonces, cambiaba las frases de costumbre con todo el grupo, y no parecía presentar otra cosa de particular que su traje negro en medio de aquella sala. Su aventajada estatura, sus facciones, sus movimientos respiraban, no obstante, ese perfume de una sana juventud en que tanto el cuerpo como el alma se han cultivado á la par. Veíanse en su rostro, franco y alegre, algunas ligeras huellas de la sangre española al través de un hermoso color moreno, algo rosado en las mejillas, efecto tal vez de su permanencia en los países fríos.

—¡Calla!—exclamó con alegre sorpresa;—¡el cura de mi pueblo! ¡el padre Dámaso, el íntimo amigo de mi padre!

Todas las miradas se dirigieron al franciscano: éste no se movió.

—¡Usted dispense, me había equivocado!—añadió Ibarra confuso.

—¡No te has equivocado!—pudo al fin contestar aquél con voz alterada.—Pero tu padre jamás fué íntimo amigo mío.

Ibarra retiró lentamente la mano que había tendido, mirándole lleno de sorpresa, se volvió y se encontró con la adusta figura del teniente que le seguía observando.

—Joven, ¿es usted el hijo de don Rafael Ibarra?

El joven se inclinó.

Fray Dámaso se incorporó en su sillón y miró de hito en hito al teniente.

—¡Bienvenido á su país y que en él sea más feliz que su padre!—exclamó el militar con voz temblorosa.—Yo le he conocido y tratado, y puedo decir que era uno de los hombres más dignos y más honrados de Filipinas.

—¡Señor!—contestó Ibarra conmovido;—el elogio que usted hace de mi padre, disipa mis dudas sobre su suerte, que yo, su hijo, ignoro aún.

Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas, dió media vuelta y se alejó precipitadamente.

Vióse el joven solo en medio de la sala: el dueño de la casa había desaparecido, y no encontraba quién le presentase á las señoritas, muchas de las cuales le miraban con interés. Después de vacilar algunos segundos, con una gracia sencilla y natural se dirigió á ellas:

—Permítanme ustedes,—dijo,—que salte por encima de las reglas de una rigorosa etiqueta. Hace siete años que falto en mi país, y al volver á él, no puedo contener mi admiración y dejar de saludar á su más precioso adorno, á sus mujeres.

Como ninguna se atrevió á contestar, se vió el joven obligado á alejarse. Dirigióse al grupo de algunos caballeros, que, al verle venir, formaron un semicírculo.

—¡Señores!—dijo;—hay en Alemania la costumbre de que cuando un desconocido viene á una reunión y no halla quién le presente á los demás, él mismo dice su nombre y se presenta, á lo que contestan los otros de igual manera. Permítanme ustedes este uso, no por introducir costumbres extranjeras, que las nuestras son muy bellas también, sino porque me veo obligado á ello. He saludado ya al cielo y á las mujeres de mi patria: ahora quiero saludar á los ciudadanos, á mis compatriotas. ¡Señores, yo me llamo Juan Crisóstomo Ibarra y Magsalin!

Los otros dieron sus nombres más ó menos insignificantes, más ó menos desconocidos.

—¡Yo me llamo A... a!—dijo un joven secamente é inclinándose apenas.

—¿Tendré acaso el honor de hablar con el poeta, cuyas obras han mantenido mi entusiasmo por mi patria? Me han dicho que ya no escribe usted, pero no han sabido darme el por qué...

—¿El por qué? Porque no se invoca á la inspiración para que se arrastre y mienta. A uno le han formado causa por haber puesto en verso una verdad de Pero Grullo. A mí me han llamado poeta, pero no me llamarán loco.

—Y ¿se puede saber qué verdad era esa?

—Dijo que el hijo del león era también león; por poco no va desterrado.

Y el extraño joven se alejó del grupo.

Casi corriendo llegó un hombre de fisonomía risueña, vestido como los naturales del país, con botones de brillantes en la pechera; acercóse á Ibarra, le dió la mano diciendo:

—Señor Ibarra, yo deseaba conocerle á usted; Cpn. Tiago es muy amigo mío, yo conocí á su señor padre... yo me llamo Cpn. Tinong, vivo en Tondo, donde usted tiene su casa; espero que me honrará con su visita; venga usted á comer mañana con nosotros.

Ibarra estaba encantado de tanta amabilidad; Cpn. Tinong sonreía y se frotaba las manos.

—¡Gracias!—contestó afectuosamente:—pero parto mañana mismo para San Diego...

—¡Lástima! ¡Entonces, será para cuando usted vuelva!

—¡La mesa está servida!—anunció un mozo de café de la Campana. La gente empezó á desfilar, no sin que se hicieran de rogar mucho las mujeres, especialmente las filipinas.

III. La cena

Jele Jele bago quiere

Fray Sibyla parecía muy satisfecho: andaba tranquilamente y en sus contraídos y finos labios no se reflejaba ya el desdén; hasta se dignaba hablar con el cojo doctor de Espadaña, que respondía por monosílabos, pues era algo tartamudo. El franciscano estaba de un humor espantoso, pegaba puntapiés á las sillas que le obstruían el camino y hasta dió un codazo á un cadete. El teniente, serio; los otros hablaban con mucha animación y alababan la magnificencia de la mesa. Doña Victorina, sin embargo, arrugó con desprecio la nariz, pero inmediatamente se volvió furiosa como una serpiente pisoteada: en efecto, el teniente le había puesto el pie sobre la cola del vestido.

—Pero ¿es que no tiene usted ojos?—dijo.

—Sí, señora, y dos mejores que los de usted; pero estaba mirando esos rizos,—contestó el poco galante militar, y se alejó.

Instintivamente los dos religiosos se dirigieron á la cabecera de la mesa, quizás por costumbre, y como era de esperar, sucedió lo que con los opositores á una cátedra: ponderan con palabras los méritos y la superioridad de los adversarios, pero luego dan á entender todo lo contrario, y gruñen y murmuran cuando no la obtienen.

—¡Para usted, fray Dámaso!

—¡Para usted, fray Sibyla!

—Más antiguo conocido de la casa... confesor de la difunta... edad, dignidad y gobierno...

—¡Muy viejo que digamos, no! en cambio, ¡es usted el cura del arrabal!—contestó en tono desabrido fray Dámaso, sin soltar la silla.

—¡Como usted lo manda, obedezco!—concluyó el padre Sibyla disponiéndose á sentarse.

—¡Yo no lo mando!—protestó el franciscano;—¡yo no lo mando!

Iba ya á sentarse fray Sibyla sin hacer caso de las protestas, cuando sus miradas se encontraron con las del teniente. El más alto oficial es, según la opinión religiosa en Filipinas, muy inferior al lego cocinero. Cedant arma togæ, decía Cicerón en el Senado; cedant arma cottæ dicen los frailes en Filipinas. Pero fray Sibyla era persona fina y repuso:

—Señor teniente, aquí estamos en el mundo y no en la iglesia; el asiento le corresponde.

Pero, á juzgar por el tono de su voz, aun en el mundo le correspondía á él. El teniente, bien sea por no molestarse, ó por no sentarse entre dos frailes, rehusó brevemente.

Ninguno de los candidatos se había acordado del dueño de la casa. Ibarra le vió contemplando la escena con satisfacción y sonriendo.

—¡Cómo, don Santiago! ¿no se sienta usted entre nosotros?

Pero todos los asientos estaban ya ocupados: Lúculo no comía en casa de Lúculo.

—¡Quieto! ¡no se levante usted!—dijo Cpn. Tiago poniendo la mano sobre el hombro del joven.—Precisamente esta fiesta es para dar gracias á la Virgen por su llegada de usted. ¡Oy! que traigan la tinola. Mandé hacer tinola por usted, que hace tiempo que no la habrá probado.

Trajeron una gran fuente que humeaba. El dominico, después de murmurar el Benedícite al que casi nadie supo contestar, principió á repartir el contenido. Pero sea por descuido ú otra cosa, al padre Dámaso le tocó el plato donde entre mucha calabaza y caldo nadaban un cuello desnudo y una ala dura de gallina, mientras los otros comían piernas y pechugas, principalmente Ibarra á quien le cupieron en suerte los menudillos. El franciscano lo vió todo, machacó los calabacines, tomó un poco de caldo, dejó caer la cuchara con ruido, y empujó bruscamente el plato hacia delante. El dominico estaba muy distraído hablando con el joven rubio.

—¿Cuánto tiempo hace que falta usted en el país?—preguntó Laruja á Ibarra.

—Casi unos siete años.

—¡Vamos, ya se habrá usted olvidado de él!

—Todo lo contrario: y aunque mi país parecía haberme olvidado, siempre he pensado en él.

—¿Qué quiere usted decir?—preguntó el rubio.

—Quería decir que hace un año he dejado de recibir noticias de aquí, de tal manera, que me encuentro como un extraño, que ni aun sabe cuándo ni cómo murió su padre.

—¡Ah!—exclamó el teniente.

—Y ¿dónde estaba usted que no ha telegrafiado?—preguntó doña Victorina.—Cuando nos casamos, telegrafiamos á la Peñínsula.

—Señora, estos dos últimos años estaba en el Norte de Europa: en Alemania y en la Polonia rusa.

El doctor de Espadaña, que hasta ahora no se había atrevido á hablar, creyó conveniente decir algo.

—Co... conocí en España á un polaco de Va... Varsovia, llamado Stadnitzki, si mal no recuerdo; ¿le ha visto usted por ventura?—preguntó tímidamente, y casi ruborizándose.

—Es muy posible,—contestó con amabilidad Ibarra;—pero en este momento no lo recuerdo.

—¡Pues, no se le podía co... confundir con otro!—añadió el doctor que cobró ánimo: era rubio como el oro y hablaba muy mal el español.

—Buenas señas son, pero desgraciadamente allá no he hablado una palabra de español más que en algunos consulados.

—Y ¿cómo se arreglaba usted?—preguntó admirada doña Victorina.

—Me servía del idioma del país, señora.

—¿Habla usted también inglés?—preguntó el dominico que había estado en Hong Kong y hablaba bien el Pidgin-English, esa adulteración del idioma de Shakespeare por los hijos del Imperio Celeste.

—He estado un año en Inglaterra entre gentes que sólo hablaban el inglés.

—Y ¿cuál es el país que más le gusta á usted en Europa?—preguntó el joven rubio.

—Después de España, mi segunda patria, cualquier país de Europa libre.

—Y usted que parece haber viajado tanto..... vamos, ¿qué es lo más notable que ha visto usted?—preguntó Laruja.

Ibarra pareció reflexionar.

—Notable ¿en qué sentido?

—Por ejemplo..... en cuanto á la vida de los pueblos..... vida social, política, religiosa, en general, en la esencia, en el conjunto...

Ibarra se puso á meditar largo rato.

—Con franqueza, me gusta todo en esos pueblos, quitando el orgullo nacional de cada uno... Antes de visitar un país, procuraba estudiar su historia, su Éxodo, si puedo decirlo, y después todo lo hallaba natural; he visto siempre que la prosperidad ó miseria de los pueblos están en razón directa de sus libertades ó preocupaciones, y por consiguiente, de los sacrificios ó egoísmo de sus antepasados.

—Y ¿no has visto más que eso?—preguntó con risa burlona el franciscano, que desde el principio de la cena no había dicho una sola palabra, distraído tal vez por la comida;—no valía la pena de malgastar tu fortuna para saber tan poca cosa: ¡cualquier bata de la escuela lo sabe!

Ibarra se quedó sin saber qué decir: los demás, sorprendidos, miraban al uno y al otro, y temían un escándalo.—«La cena toca á su fin y S. R. está ya harto», iba á decir el joven, pero se contuvo, y sólo dijo lo siguiente:

—Señores, no extrañen ustedes la familiaridad con que me trata nuestro antiguo cura: así me trataba cuando niño, pues para S. R. en vano pasan los años; pero se lo agradezco porque me recuerda al vivo aquellos días, en que S. R. visitaba frecuentemente nuestra casa y honraba la mesa de mi padre.

El dominico miró furtivamente al franciscano, que se había puesto tembloroso. Ibarra, continuó, levantándose:

—Ustedes me permitirán que me retire, porque, acabado de llegar y teniendo que partir mañana mismo, quédanme muchos negocios por evacuar. Lo principal de la cena ha terminado y yo tomo poco vino y apenas pruebo licores. ¡Señores, todo sea por España y Filipinas!

Y apuró una copita, que hasta entonces no había tocado. El viejo teniente le imitó, pero sin decir palabra.

—¡No se vaya usted!—decíale Capitán Tiago en voz baja.—Ya llegará María Clara: ha ido á sacarla Isabel. Vendrá el nuevo cura de su pueblo, que es un santo.

—¡Vendré mañana antes de partir! Hoy tengo que hacer una importantísima visita.

Y partió. Entretanto el franciscano se desahogaba.

—¿Usted lo ha visto?—decía al joven rubio, gesticulando con el cuchillo de postres.—¡Eso es por orgullo! ¡No pueden tolerar que el cura los reprenda! ¡Ya se creen personas decentes! Es la mala consecuencia de enviar los jóvenes á Europa. El gobierno debía prohibirlo.

—Y ¿el teniente?—decía doña Victorina haciéndole coro al franciscano;—en toda la noche no ha desarrugado el entrecejo; ha hecho bien en dejarnos. ¡Tan viejo y aún es teniente!

La señora no podía olvidar la alusión á sus rizos y el pisoteado encañonado de sus enaguas.

Aquella noche escribía el joven rubio, entre otras cosas, el capítulo siguiente de sus Estudios Coloniales: «De cómo un cuello y un ala de pollo en el plato de tinola de un fraile pueden turbar la alegría de un festín.» Y entre sus observaciones había éstas: «En Filipinas la persona más inútil en una cena ó fiesta es la que la da: al dueño de la casa pueden empezar por echarle á la calle y todo seguirá tranquilamente. En el estado actual de las cosas casi es hacerles un bien el no dejar á los filipinos salir de su país, ni enseñarles á leer...»

IV. Hereje y filibustero

Ibarra estaba indeciso. El viento de la noche, que por esos meses suele ser ya bastante fresco en Manila, pareció borrar de su frente la ligera nube que la había obscurecido: descubrióse y respiró.

Pasaban coches como relámpagos, calesas de alquiler á paso moribundo, transeuntes de diferentes nacionalidades. Con ese andar desigual, que da á conocer al distraído ó al desocupado, dirigióse el joven hacia la plaza de Binondo, mirando á todas partes como si quisiera reconocer algo. Eran las mismas calles con las mismas casas de pinturas blancas y azules y paredes blanqueadas ó pintadas al fresco imitando mal el granito; la torre de la iglesia seguía ostentando su reloj con la traslúcida carátula; eran las mismas tiendas de chinos con sus cortinas sucias y sus varillas de hierro, una de las cuales había él torcido una noche, imitando á los chicos mal educados de Manila: nadie la había enderezado.

—¡Se va despacio!—murmuró, y siguió la calle de la Sacristía.

Los vendedores de sorbetes seguían gritando: ¡Sórbeteee! los huepes ó lamparillas alumbraban aún los mismos puestos de chinos y de mujeres, que vendían comestibles y frutas.

—¡Es maravilloso!—exclamó;—es el mismo chino de hace siete años, y la vieja ... ¡la misma! ¡Diríase que esta noche he soñado en siete años de viaje por Europa!... y ¡Santo Dios! continúa aún desarreglada la piedra como cuando la dejé.

En efecto, estaba aún desprendida la piedra de la acera, que forma la esquina de la calle de San Jacinto con la de la Sacristía.

Mientras contemplaba esta maravilla de la estabilidad urbana en el país de lo inestable, una mano se posó suavemente sobre su hombro: levantó la cara y se encontró con el viejo teniente que le contemplaba casi sonriendo: el militar no tenía ya aquella expresión dura ni aquellas cejas fruncidas que tanto le caracterizaban.

—¡Joven, tenga usted cuidado! ¡Aprenda usted de su padre!—le dijo.

—Usted perdone, pero me parece que ha querido usted mucho á mi padre. ¿Podría usted decirme cuál ha sido su suerte?—preguntó Ibarra mirándole.

—Qué, ¿no la sabe usted?—preguntó el militar.

—Se lo he preguntado á don Santiago, pero no me prometió referirlo sino hasta mañana. ¿Lo sabe usted por ventura?

—¡Ya lo creo, como todo el mundo! Murió en la cárcel.

El joven retrocedió un paso y miró al teniente de hito en hito.

—¿En la cárcel? ¿quién murió en la cárcel?—preguntó.

—¡Hombre, su padre de usted, que estaba preso!—contestó el militar algo sorprendido.

—¿Mi padre ... en la cárcel ... preso en la cárcel? ¿Qué dice usted? ¿Sabe usted quién era mi padre? ¿Está usted?...—preguntó el joven cogiéndole del brazo al militar.

—Me parece que no me engaño; era don Rafael Ibarra.

—¡Sí, don Rafael Ibarra!—repitió el joven débilmente.

—¡Pues yo creía que usted lo sabía!—murmuró el militar con acento lleno de compasión, al leer lo que pasaba en el alma de Ibarra;—yo suponía que usted ... pero ¡tenga usted valor! ¡aquí no se puede ser honrado sin haber ido á la cárcel!

—Debo creer que no juega usted conmigo,—repuso Ibarra con voz débil, después de algunos instantes de silencio.—¿Podría usted decirme por qué estaba en la cárcel?

El anciano pareció reflexionar.

—A mí me extraña mucho que no le hayan enterado á usted de los negocios de su familia.

—Su última carta de hace un año me decía que no me inquietase si no me escribía, pues estaría muy ocupado: me recomendaba siguiese estudiando... ¡me bendecía!

—Pues entonces esa carta se la escribió á usted antes de morir: pronto hará un año que le enterramos en su pueblo.

—¿Por qué motivo estaba preso mi padre?

—Por un motivo muy honroso. Pero sígame usted, que tengo que ir al cuartel; se lo contaré andando. Apóyese usted en mi brazo.

Anduvieron por algún tiempo en silencio: el anciano parecía reflexionar y pedir inspiración á su perilla que acariciaba.

—Como usted sabe muy bien,—comenzó diciendo,—su padre era el más rico de la provincia, y aunque era amado y respetado de muchos, otros en cambio le odiaban ó envidiaban. Los españoles que venimos á Filipinas no somos desgraciadamente lo que debíamos: digo esto tanto por uno de sus abuelos de usted, como por los enemigos de su padre. Los cambios continuos, la desmoralización de las altas esferas, el favoritismo, lo barato y lo corto del viaje tienen la culpa de todo: aquí viene lo más perdido de la Península, y si llega uno bueno, pronto le corrompe el país. Pues bien, su padre de usted tenía entre los curas y los españoles muchísimos enemigos.

Aquí hizo una breve pausa.

—Meses después de su salida de usted, comenzaron los disgustos con el padre Dámaso, sin que yo pueda explicarme el verdadero motivo. Fray Dámaso le acusaba de no confesarse: antes tampoco se confesaba, y sin embargo eran muy amigos, como usted recordará aún. Además, don Rafael era un hombre muy honrado y más justo que muchos que confiesan y se confiesan: tenía para sí una moral muy rígida, y solía decirme cuando me hablaba de estos disgustos: «Señor Guevara, ¿cree usted que Dios perdona un crimen, un asesinato, por ejemplo, sólo con decirlo á un sacerdote, hombre al fin que tiene el deber de callarlo, y temer tostarse en el infierno, que es el acto de atrición? ¿con ser cobarde, desvergonzado sobre seguro? Yo tengo otra idea de Dios, decía; para mí, ni se corrige un mal con otro mal, ni se perdona con vanos lloriqueos, ni con limosnas á la Iglesia. Y me ponía este ejemplo: si yo he asesinado á un padre de familia, si he hecho de una mujer una viuda infeliz, y de unos alegres niños huérfanos desvalidos, ¿habré satisfecho á la eterna Justicia con dejarme ahorcar, confiar el secreto á uno que me lo ha de guardar, dar limosnas á los curas, que menos las necesitan, comprar la bula de composición ó lloriquear noche y día? ¿Y la viuda y los huérfanos? Mi conciencia me dice que debo sustituir en lo posible á la persona que he asesinado, consagrarme todo y por toda mi vida al bien de esta familia cuya desgracia hice, y aun así, ¿quién sustituye el amor del esposo y del padre?» Así razonaba su padre de usted, y con esta moral severa obraba siempre, y se puede decir que jamás ha ofendido á nadie; por el contrario, procuraba borrar con buenas obras ciertas injusticias que él decía habían cometido sus abuelos. Pero volviendo á sus disgustos con el cura, éstos tomaban mal carácter; el padre Dámaso le aludía desde el púlpito, y si no le nombraba claramente era un milagro, pues de su carácter todo se podía esperar. Yo preveía que tarde ó temprano la cosa iba á terminar mal.

El viejo teniente volvió á hacer otra breve pausa.

—Recorría entonces su provincia un exartillero, arrojado de las filas por demasiado bruto é ignorante... Como el hombre tenía que vivir, y no le era permitido dedicarse á trabajos corporales que podrían dañar á nuestro prestigio, obtuvo de no sé quién el empleo de recaudar impuestos sobre vehículos. El infeliz no había recibido educación ninguna, y los indios lo conocieron bien pronto: para ellos es un fenómeno un español que no sabe leer ni escribir. Todo era burlarse del desgraciado, que pagaba con sonrojos el impuesto que cobraba, y conocía que era objeto de burla, lo cual agriaba más su carácter, rudo y malo ya de antemano. Dábanle intencionadamente lo escrito al revés; él hacía ademán de leerlo y firmaba en donde veía blanco con unos garabatos que le representaban con propiedad. Los indios pagaban, pero se burlaban; él tragaba saliva, pero cobraba, y en esta disposición de ánimo no respetaba á nadie, y con su padre de usted había llegado á cambiar muy duras palabras.

Sucedió que un día, mientras daba vueltas á un papel, que en una tienda le habían entregado, deseando ponerlo al derecho, un chico de la escuela empezó á hacer señas á sus compañeros, á reirse y señalarle con el dedo. El hombre oía las risas, y veía la burla retozar en los serios semblantes de los presentes; perdió la paciencia, volvióse rápidamente, y empezó á perseguir á los muchachos que corrieron gritando: ba, be, bi, bo, bu. Ciego de ira y no pudiendo darles alcance, les arroja su bastón que hiere á uno en la cabeza y le derriba; corre entonces á él, le patea, y ninguno de los presentes que se burlaban tuvo el valor de intervenir. Por desgracia pasaba por allí su padre; indignado, corre hacia el cobrador, le coge del brazo y le increpa duramente. Este que, sin duda, veía todo rojo, levanta la mano, pero su padre no le dió tiempo, y con esa fuerza que delata al nieto de los vascongados... unos dicen que le pegó, otros que se contentó con empujarle; el caso es que el hombre vaciló, cayó á algunos pasos dando de cabeza contra una piedra. Don Rafael levanta tranquilamente al niño herido y lo lleva al tribunal. El exartillero arrojaba sangre por la boca y ya no volvió en sí, muriendo algunos minutos después. Como era natural, intervino la justicia, su padre de usted fué preso y todos los enemigos ocultos se levantaron entonces. Llovieron las calumnias, se le acusó de filibustero y hereje: ser hereje es en todas partes una gran desgracia, sobre todo en aquella época, cuando la provincia tenía por alcalde á un hombre que hacía gala de devoción, que con sus criados rezaba en la iglesia en voz alta el rosario, quizás para que le oyesen todos y rezasen con él; pero ser filibustero es peor que ser hereje y matar tres cobradores de impuestos que saben leer, escribir y hacer distinciones. Todos le abandonaron; sus papeles y libros fueron recogidos. Se le acusó por suscribirse á El Correo de Ultramar y á periódicos de Madrid, por haberle á usted enviado á la Suiza alemana, por habérsele encontrado cartas y el retrato de un ajusticiado sacerdote y ¿qué sé yo más? De todo se deducían acusaciones, hasta del uso de la camisa, siendo él descendiente de peninsulares. A haber sido otro, su padre de usted acaso hubiera salido pronto libre, pues hubo un médico que atribuyó la muerte del desgraciado cobrador á una congestión; pero su fortuna, su confianza en la justicia, y su odio á todo lo que no era legal ni justo, le perdieron. Yo mismo, á pesar de mi repugnancia á implorar la merced de nadie, me presenté al Capitán General, al antecesor del que tenemos: le hice presente que no podía ser filibustero quien acoge á todo español, pobre ó emigrado, dándoles techo y mesa, y en cuyas venas hierve aún la generosa sangre española; en vano respondí con mi cabeza, juré por mi pobreza y mi honor militar, y sólo conseguí ser mal recibido, peor despedido y el apodo de chiflado.

El viejo se detuvo para tomar aliento, y viendo el silencio de su compañero que escuchaba sin mirarle, prosiguió:

—Hice las diligencias del pleito por encargo de su padre. Acudí al célebre abogado filipino, el joven A,—pero rehusó encargarse de la causa—«Yo la perdería», me dijo. «Mi defensa sería un motivo de nueva acusación para él y quizás para mí. Acuda usted al señor M, que es un orador vehemente, de fácil palabra, peninsular y que goza de muchísimo prestigio.» Así lo hice, y el célebre abogado se encargó de la causa, que defendió con maestría y brillantez. Pero los enemigos eran muchos y algunos ocultos y desconocidos. Los falsos testigos abundaban, y sus calumnias, que en otra parte se hubieran disipado á una frase irónica ó sarcástica del defensor, aquí tomaban cuerpo y consistencia. Si el abogado conseguía anularlos poniéndolos en contradicción entre sí y consigo mismos, pronto renacían otras acusaciones. Le acusaron de haberse apoderado injustamente de muchos terrenos, le pidieron indemnización de daños y perjuicios; dijeron que mantenía relaciones con los tulisanes para que sus sembrados y animales fueran respetados. Al fin, embrollóse el asunto de tal manera, que al cabo de un año ya nadie se entendía. El alcalde tuvo que dejar su puesto; vino otro que tenía fama de recto, pero éste, por desgracia, apenas estuvo meses; y el que le sucedió amaba demasiado los buenos caballos.

Los sufrimientos, los disgustos, las incomodidades de la prisión, ó el dolor de ver á tantos ingratos, alteraron su salud de hierro, y enfermó de ese mal que sólo la tumba cura. Y cuando todo iba á terminarse, cuando iba á salir absuelto de la acusación de enemigo de la Patria y de la muerte del cobrador, murió en la cárcel sin tener á su lado á nadie. Yo llegué para verle expirar.

El viejo se calló; Ibarra no dijo una sola palabra. Entre tanto habían llegado á la puerta del cuartel. El militar se detuvo y tendiéndole la mano, le dijo:

—Joven, los pormenores pídaselos usted á capitán Tiago. Ahora, ¡buenas noches! es menester que vea si ocurre algo nuevo.

Ibarra estrechó con efusión, en silencio, aquella mano descarnada, y en silencio le siguió con los ojos hasta que desapareció.

Volvióse lentamente y vió un coche que pasaba; hizo una seña al cochero.

—¡Fonda de Lala!—dijo con acento apenas inteligible.

—Este debe venir del calabozo,—pensó el cochero dando un latigazo á sus caballos.

V. Una estrella en noche obscura

Ibarra subió á su cuarto que da al río, y dejóse caer sobre un sillón, mirando al espacio que se ensanchaba delante de él, gracias á la abierta ventana.

La casa de enfrente, á la otra orilla, estaba profusamente iluminada y llegaban hasta él alegres acordes de instrumentos, de cuerda en su mayor parte.—Si el joven hubiera estado menos preocupado, si, más curioso, hubiese querido ver con la ayuda de unos gemelos lo que pasaba en aquella atmósfera de luz, habría admirado una de esas fantásticas visiones, una de esas apariciones mágicas que á veces se ven en los grandes teatros de Europa, en que á las apagadas melodías de una orquesta se veía aparecer en medio de una lluvia de luz, de una cascada de diamantes y oro, en una decoración oriental, envuelta en vaporosa gasa, una deidad, una sílfide que avanza sin tocar casi el suelo, rodeada y acompañada de un luminoso nimbo: á su presencia brotan las flores, retoza la danza, se despiertan armonías, y coros de diablos, ninfas, sátiros, genios, zagalas, ángeles y pastores bailan, agitan panderetas, hacen evoluciones y depositan á los pies de la diosa cada cual un tributo. Ibarra habría visto una joven hermosísima, esbelta, vestida con el pintoresco traje de las hijas de Filipinas, en el centro de un semicírculo formado de toda clase de personas, gesticulando y moviéndose con animación: allí había chinos, españoles, filipinos, militares, curas, viejas, jóvenes, etc. El padre Dámaso estaba al lado de aquella beldad; el padre Dámaso sonreía como un bienaventurado; fray Sibyla, el mismo fray Sibyla le dirigía la palabra, y doña Victorina arreglaba en la magnífica cabellera de la joven una sarta de perlas y brillantes que reflejaban los hermosísimos colores del prisma. Ella era blanca, demasiado blanca tal vez; los ojos, que casi siempre los tenía bajos, enseñaban un alma purísima cuando los levantaba, y cuando ella sonreía y descubría sus blancos y pequeños dientes, podía decirse que una rosa es sencillamente un vegetal, y el marfil, un colmillo de elefante. Entre el tejido transparente de la piña y alrededor de su blanco y torneado cuello pestañeaban, como dicen los tagalos, los alegres ojos de un collar de brillantes. Un solo hombre no parecía sentir su influencia luminosa, si se puede decir: era éste un joven franciscano, delgado, demacrado, pálido, que la contemplaba inmóvil, desde lejos, como una estatua, casi sin respirar.

Pero Ibarra no veía nada de esto: sus ojos veían otra cosa. Cuatro desnudos y sucios muros encerraban un pequeño espacio; en uno de aquéllos, allá arriba, había una reja; sobre el sucio y asqueroso suelo, una estera, y sobre la estera un anciano agonizando: el anciano, que respiraba con dificultad, volvía á todas partes la vista y pronunciaba llorando un nombre; el anciano estaba solo; se oía de cuando en cuando el ruido de una cadena ó un gemido al través de la pared... y luego allá á lo lejos un alegre festín, casi una bacanal, un joven ríe, grita, derrama el vino sobre las flores á los aplausos y á la embriagada risa de los demás. ¡Y el anciano tenía las facciones de su padre, el joven se le parecía á él, y el nombre que aquél pronunciaba llorando era el suyo!

Esto era lo que veía el desgraciado delante de sí. Se apagaron las luces en la casa de enfrente, cesó la música y el ruido, pero Ibarra oía aún el angustiado grito de su padre, buscando un hijo en su última hora.

El silencio había soplado su hueco aliento sobre Manila, y todo parecía dormir en los brazos de la nada; oíase el canto del gallo alternar con los relojes de las torres y con el melancólico grito de alerta del aburrido centinela; un pedazo de luna empezaba á asomarse; todo parecía descansar; sí, el mismo Ibarra dormía ya también, cansado quizás de sus tristes pensamientos ó del viaje.

Pero el joven franciscano, que vimos hace poco inmóvil y silencioso en medio de la animación de la sala, no dormía, velaba. Con el codo sobre el antepecho de la ventana de su celda, el pálido y enflaquecido rostro apoyado en la palma de su mano, miraba silencioso á lo lejos una estrella que brillaba en el obscuro cielo. La estrella palideció y se eclipsó, la luna perdió sus pocos fulgores de luna menguante; pero el fraile no se movió de su sitio: miraba al lejano horizonte que se perdía en la bruma de la mañana, hacia el campo de Bagumbayan, hacia el mar que dormía aún.

VI. Capitán Tiago

¡Hágase tu voluntad en la tierra!

Mientras nuestros personajes duermen ó se desayunan, vamos á ocuparnos de capitán Tiago. No hemos sido jamás convidado suyo; no tenemos, pues, el derecho ni el deber de despreciarle haciendo caso omiso de él, aun en circunstancias importantes.

Bajo de estatura, claro de color, redondo de cuerpo y de cara gracias á una abundancia de grasa, que, según sus admiradores, le venía del cielo, de la sangre de los pobres según sus enemigos, capitán Tiago aparecía más joven de lo que realmente era: le hubieran creido de treinta á treinta y cinco años de edad. La espresión de su rostro era constantemente beatífica en la época á que se refiere nuestra narración. Su cráneo, redondo, pequeñito y cubierto de un pelo negro como el ébano, largo por delante y muy corto por detrás, contenía muchas cosas, según dicen, dentro de su cavidad; sus ojos pequeños, pero no achinados, no cambiaban jamás de espresión; su nariz era fina y no chata, y si su boca no hubiese estado desfigurada por el abuso del tabaco y del buyo, cuyo sapá reuniéndose en un carrillo alteraba la simetría de sus facciones, diríamos que hacía muy bien en creerse y venderse por un hombre bonito. Sin embargo de aquel abuso, conservaba siempre blancos sus propios dientes y los dos que le prestó el dentista, á razón de doce duros pieza.

Se le consideraba como uno de los más ricos propietarios de Binondo y uno de los más importantes hacenderos por sus terrenos en la Pampanga y en la Laguna de Bay, principalmente en el pueblo de san Diego, cuyo canon ó arriendo cada año subía. San Diego era el pueblo favorito suyo por sus agradables baños, famosa gallera y los recuerdos que de él conserva: allí pasaba cuando menos dos meses del año.

Capitán Tiago tenía muchas fincas en Santo Cristo, en la calle de Anloague y en la del Rosario; la contrata del opio la explotaban él y un chino, y ocioso es decir que sacaban grandísimos beneficios. Daba de comer á los presos de Bilibid, y zacate á muchas casas principales de Manila, mediante contratas, se entiende. En bien con todas las autoridades, hábil, flexible y hasta audaz tratándose de especular con las necesidades de los demás, era el único y temible rival de un tal Pérez en cuanto á arriendos y subastas de cargos ó empleos, que el Gobierno de Filipinas confía siempre á manos particulares. Así que en la época de estos acontecimientos, capitán Tiago era un hombre feliz en cuanto puede ser feliz un hombre de pequeño cráneo en aquellas tierras; era rico, estaba en paz con Dios, con el Gobierno y con los hombres.

Que estaba en paz con Dios, era indudable, casi dogmático: motivos no había para estar mal con el buen Dios cuando se está bien en la tierra, cuando no se ha comunicado con Él jamás, ni se Le ha prestado dinero. Nunca se había dirigido á Él en sus oraciones, ni aún en sus más grandes apuros: era rico y su oro oraba por él: para misas y rogativas Dios había criado poderosos y altivos sacerdotes; para novenas y rosarios, Dios en su infinita bondad había criado pobres para bien de los ricos, pobres que por un peso son capaces de rezar dieciséis misterios y leer todos los libros santos, hasta la Biblia hebraica si aumentan el pago; y si alguna vez en un grande apuro necesitaba auxilios celestiales y no encontraba á mano ni una vela roja de chino, dirigíase á los santos y santas de su devoción, prometiéndoles muchas cosas para obligarlos y acabarlos de convencer de la bondad de sus deseos. Pero á quien más prometía y cumplía su promesa, era á la Virgen de Antipolo, Nuestra Señora de la Paz y de Buenviaje, pues con ciertos santos pequeños no andaba el hombre ni muy puntual ni decente: á veces, conseguido lo que deseaba, no volvía á acordarse de ellos, verdad es que tampoco los volvía á molestar, si se le presentaba ocasión: capitán Tiago sabía que en el calendario había muchos santos desocupados, que acaso no tienen qué hacer allá en el cielo. A la Virgen de Antipolo, además, atribuía mayor poder y eficacia que á todas las otras Vírgenes, ya lleven bastones de plata, ya Niños Jesús desnudos ó vestidos, ya escapularios, rosarios ó correas; quizás se debe esto á la fama de ser aquélla una señora muy severa, muy cuidadosa de su nombre, enemiga de la fotografía, según el Sacristán mayor de Antipolo, y que, cuando se enfada, se pone negra como el ébano, y á que las otras Vírgenes son más blandas de corazón, más indulgentes: sabido es que ciertas almas aman más á un rey absoluto que á uno constitucional; díganlo Luis XIV y Luis XVI, Felipe II y Amadeo I. Por esta razón acaso se debe el verse también, en el famoso santuario andar de rodillas á moros infieles y hasta españoles; sólo que no se explica el por qué se escapan los curas con el dinero de la terrible Imagen, se van á América y allá se casan.

Aquella puerta de la sala, oculta por una cortina de seda, conduce á una pequeña capilla ú oratorio, que no debe faltar en ninguna casa filipina: allí están los dioses lares de capitán Tiago, y decimos dioses lares, porque este señor más bien estaba por el politeismo que por el monoteismo, que jamás había comprendido. Allí se ven imágenes de la Sagrada Familia con el busto y las extremidades de marfil, ojos de cristal, largas pestañas y cabellera rubia rizada, primores de la escultura de Santa Cruz. Cuadros pintados al óleo por los artistas de Paco y Hermita, representan martirios de santos, milagros de la Virgen, etc.; Santa Lucía mirando al cielo y llevando en un plato otros dos ojos con pestañas y cejas, como los que se ven pintados en el triángulo de la Trinidad ó en los sarcófagos egipcios; san Pascual Bailón, san Antonio de Padua con hábito de guingón, contemplando lloroso á un Niño Jesús vestido de Capitán general, tricornio, sable y botas como en el baile de niños de Madrid: esto para el capitán Tiago significaba que aunque Dios añadiese á su poder el de un Capitán general de Filipinas, siempre jugarían con él los franciscanos como con una muñeca. Vénse también un san Antonio Abad con un cerdo al lado, cerdo que para el digno capitán era tan milagroso como el santo mismo, por cuya razón no se atrevía á llamarle cerdo, sino criatura del santo señor san Antonio; un san Francisco de Asís con siete alas y el hábito color de café colocado encima de un san Vicente que no tiene más que dos, pero en cambio lleva un cornetín, un san Pedro Mártir con la cabeza partida con un talibón de malhechor, empuñado por un infiel puesto de rodillas, al lado de un san Pedro que corta la oreja á un moro, Malco sin duda, que se muerde los labios y hace contorsiones de dolor, mientras un gallo sasabungin