Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas - Marcelo Cohen - E-Book

Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas E-Book

Marcelo Cohen

0,0
8,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Qué tienen en común el neurólogo Oliver Sacks, los problemas de la traducción, el escritor centroeuropeo Joseph Roth, la lectura en los transportes públicos, el poeta chileno Raúl Zurita, la ciencia ficción hispánica, la estación de Retiro y Diego Armando Maradona? Que han sido analizados por Marcelo Cohen. Además de ser uno de los grandes autores de ficción y traductores iberoamericanos, Cohen es un extraordinario narrador y pensador de lo real. Durante cuarenta años ha escrito crónicas que ensayan y ensayos que narran, ejercicios de una inteligencia que no deja de preguntarse por los hechos y sus representaciones, por la música de la literatura y su eco en las cosas de este raro mundo nuestro. Barcelona y Buenos Aires son las ciudades que interpreta en algunos de los textos aquí reunidos. En otros reflexiona sobre escritores, libros, mercados y plazas; sobre el cambio climático y las ciencias del cerebro; sobre el caos y los argumentos: nada humano le es ajeno. Cuestiones tan diversas convergen en un único hilo mental: el de una conciencia que lo lee todo, textos y espacios, con la misma atención respetuosa y extrema. El resultado es un libro delicioso que invita a la reflexión y a la sorpresa. El cambio del siglo XX al siglo XXI desde la mirada —en ambas orillas del Atlántico— de uno de sus mejores observadores.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



ColecciónLOREAL

dirigidaporJorgeCarrión

MARCELO COHEN

NOTAS SOBRE LA LITERATURA

Y EL SONIDO DE LAS COSAS

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK

PRÓLOGO:

PUENTE AÉREO: BUENOS AIRES-BARCELONA

Marcelo Cohen es una máquina bifronte: la cara que mira al sur no cesa de imaginar, mientras que la norteña no deja de pensar. Producidos por el mismo cráneo privilegiado, todos los textos que escribe son igual de inteligentes, pero sus crónicas y ensayos han sido eclipsados por los cuentos y las novelas de ese mundo virtual diseñado con orfebrería literaria e ingeniería filosófica, su Delta Panorámico, y por las decenas de obras que ha traducido del inglés, francés, italiano, catalán y portugués. En otras palabras: los magistrales relatos de Los acuáticos (2001) o sus novelas más ambiciosas, como Donde yo no estaba (2006) o Casa de Ottro (2009), historias de un territorio coherente y mutante inspirado en el Río de la Plata, han consolidado a Cohen como uno de los más importantes narradores vivos; y sus versiones de Henry James, Raymond Roussel, Giacomo Leopardi, Quim Monzó o Clarice Lispector, entre otros muchos autores, lo han convertido en uno de los mayores traductores de nuestro cambio de siglo; y como no es fácil de digerir que un escritor de género fantástico y traductor de todos los géneros sea, además, un brillante autor de no ficción, sus crónicas y sus ensayos no han merecido la atención y el respeto que merecen. Hasta hoy.

O hasta antes de ayer. Porque en 2003 se publicó en Argentina ¡Realmente fantástico! y otros ensayos, que rápidamente se convirtió en libro de culto. Y que se agotó. Y que ahora no es más que un fantasma que aparece, si lo invocas, en las páginas web de las librerías porteñas. Y en 2014 Cohen publicó Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), que los traductores leyeron con avidez, buscando en el maestro pistas para ser mejores en su propio oficio. Pero esos dos títulos desaparecen bajo el peso simbólico de sus dos decenas de libros de ficción y de sus más de cien obras traducidas. No es justo que así sea, porque sus crónicas y ensayos no solo constituyen el laboratorio de su pensamiento creativo y de su teoría traductora, de modo que sin ellos no se entienden por completo las aventuras paranormales de sus ficciones psicoanalíticas ni las poéticas de ciertos autores que solo él ha leído a fondo mientras les cambiaba las palabras, sino que leídos autónomamente revelan que Cohen es uno de los críticos literarios más incisivos de la lengua y un testigo excepcional de las mutaciones sociales, políticas y urbanísticas de dos ciudades neurálgicas: Buenos Aires y Barcelona.

En la historia oficial de la Barcelona hispanoamericana hay una elipsis. Los años 80 y 90. Entre la ciudad de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y José Donoso, la Barcelona del boom. Y la de Roberto Bolaño, que sería por extensión la de Rodrigo Fresán o Juan Villoro —los escritores que llegaron a principios del siglo XXI—. Entre una escena y la otra encontramos, sin duda, poderosos hilos conductores: la escritora Cristina Peri Rossi, la agente literaria Carmen Balcells o el editor Jorge Herralde. Pero —tal vez: sobre todo— varios fundidos en negro. En ellos se recortan, casi a oscuras, las siluetas de autores como los colombianos Óscar Collazos y Rafael Humberto Moreno-Durán; el peruano Vladimir Herrera; o los argentinos Germán García, Osvaldo Lamborghini o el propio Cohen. ¿Qué tienen en común? Que no se vinculan, precisamente, con marcas fuertes como la Agencia Balcells o la editorial Anagrama. Lo hacen, en cambio, con revistas que entonces eran aproximadamente centrales pero que fueron rodando hacia las orillas, como Quimera o El Viejo Topo, y con la editorial vinculada a ellas, Montesinos, entre otros sellos y proyectos que no tuvieron la continuidad ni la presencia que hubieran deseado sus impulsores (el primero: su editor, Miguel Riera).

Durante los veinte años que Cohen vivió en Barcelona, entre 1975 y 1996, se dedicó profesionalmente tanto a la traducción como al periodismo cultural, en el suplemento cultural de El País, en el diario La Vanguardia o en la mencionada Quimera. Tras su regreso a Buenos Aires, en 2001 funda y codirige la revista Milpalabras, y dos años más tarde crea con Graciela Speranza el proyecto de la revista Otra parte, que desde entonces ha sido una plataforma de discusión crítica de la cultura argentina e internacional, tanto en papel como en su versión digital (OP Semanal). O una madriguera de letraheridos, donde conviven los exalumnos de Speranza con Alan Pauls, Guillermo Kuitca o escritores y cineastas de paso. O un cuartel general de operaciones insurgentes y descabelladas, como esa caja bellísima, con dieciocho cuadernos en su interior, cada uno una propuesta distinta alrededor de la reflexión y la creación sobre lo que duran las cosas. Un «número especial», lo llamaron.

En todas esas publicaciones se reconoce una misma voz: reflexiva e irónica, experimental y sabia, hiperconsciente pero por momentos surreal, a menudo contagiada por la urgencia de querer compartir con los lectores ciertas lecturas, ciertos descubrimientos. «Nunca terminaremos de contar cómo suceden estas cosas», leemos en uno de los textos que conforman este volumen panorámico que siempre mira hacia otras partes. «Amorfo es solo algo cuya forma todavía no concebimos», leemos en otro de estos ensayos narrativos o crónicas que ensayan: cada pieza ha sido concebida en la forma idónea para contar o explicar su tema, su argumento, su caos. El fraseo de Cohen, su música, va del aforismo y la frase feliz a la subordinación del pensamiento que aduce razones y las detalla; de la cita pertinente a la afirmación paradójica; del comienzo de párrafo que plantea un problema al final de párrafo que lo soluciona parcialmente, dejando siempre una ventana abierta hacia la opinión del lector, hacia nuevas lecturas que amplíen o discutan las conclusiones —siempre parciales— a las que ha llegado. La forma de la pieza será siempre distinta: ensayo clásico, diario al borde de la corriente de conciencia, intervención crítica, reseña falsamente objetiva o con alusiones personales, trabajo de campo, divagación de paseante, cuento sin ficción. Pero la voz, pese a las variaciones de tono o las máscaras de la puntuación, es siempre la misma. Da igual que esté analizando la obra de escritores tan diferentes como Joseph Roth, Antonio di Benedetto, Zurita u Oliver Sacks; o que esté describiendo la Plaza Real de Barcelona o la estación Retiro de Buenos Aires; o que se haya enzarzado en el análisis de los malentendidos que circulan en Cataluña sobre Diego Armando Maradona. Porque todo le interesa. Desde la palabra y la oración hasta la literatura centro-europea, la tradición argentina, la poesía chilena, el psicoanálisis, las tipologías urbanas, los medios de transporte, las zonas de tránsito, los mitos tan humanos.

Si yo tuviera que destacar un único rasgo de Marcelo Cohen, no sería su inteligencia, su mente traductora, la música de su sintaxis o su capacidad de fabular un mundo completo y coherente y lleno de matices en dos dimensiones complementarias (la imaginada del Delta Panorámico, la pensada de las lecturas que nos rodean, ¡realmente reales!), sino su generosidad. Una generosidad que regala lecturas: de los clásicos, de los autores que traduce, de sus maestros, de sus contemporáneos, de la generación que tomamos el testigo en esta carrera de obstáculos que es la literatura, de las mitologías políticas, artísticas, urbanas, incluso deportivas. Como el puente aéreo Madrid-Barcelona, la cabeza de Marcelo Cohen es bidireccional. Pasó veinte años en Barcelona y ahora hace exactamente otros tantos que vive en Buenos Aires. En ambas ciudades fue fiel a un mismo proyecto personal que es al mismo tiempo una ética y una poética: crear, traducir, intervenir. En ese absurdo cuarenta aniversario se inscribe este libro, que se edita en Barcelona para que viaje, de regreso, por los distintos paisajes de América Latina, ampliando lecturas a su paso, volviéndonos un poco más sabios y —sobre todo— mucho más panorámicos.

JORGE CARRIÓN

ENSAYOS QUE NARRAN

EL SONIDO DE LAS COSAS: NOTAS SOBRE LITERATURA

Ahí están las cosas, acumulándose pese a todo, ni al acecho ni a la espera porque, como se sabe, esperar o acechar son actitudes nuestras. No llegamos a las cosas. Aun cuando las tocamos siempre se entrometen las palabras. Las cosas son lo otro del humano y lo mismo; recuerdan o delatan, callan, se resignan. Son utilidad y redundancia, opacidad y poder, deseo y repulsión, desintegración y permanencia: son lo que somos y lo que seremos. Este tema absorbió mucho al pensamiento del siglo XX. Hoy no es tan así. Por eso emociona ver cómo se afanó la literatura por ofrecer el lenguaje a las cosas (por poner la poesía sobre el uso y la neurosis), como condición de una política de la vida no gestionada por la instrumentalidad. Tomemos unos pocos hitos:

En 1907, después de un período de crisis, Rilke publicó los Nuevos poemas. Se había propuesto hacer poemas-cosas; pero «no cosas plásticas, escritas, sino realidades como las que surgen del trabajo manual». Eran cuadros anímicos compuestos con una conciencia de hermandad con lo distinto de él, sin suspiros ni gritos intempestivos. «Cada vez me serán más familiares las cosas, / y las imágenes cada vez más contempladas.» En 1912, desde el castillo de Duino, escribió: «He experimentado que las manzanas, apenas comidas, y a veces durante la comida, se transforman en espíritu». Era la época del desasosiego por la limitación del mundo a un lenguaje caído en palabrerío. Se acercaba el paroxismo de la técnica industrial en la maquinaria de destrucción. Rilke abjuraba de la palabra que no fuera «susceptible de disolverse en la boca».

En 1920 Virginia Woolf publicó el cuento «Objetos sólidos». John y Charles, dos jóvenes con promisorios futuros parlamentarios, caminan por una playa. John, que no está muy conforme con los negocios políticos, hunde la mano en la arena y encuentra un pedazo de vidrio tan pulido que parece una gema: «Lo intrigaba: era tan duro, tan concentrado, tan nítido comparado con la vaguedad de la costa brumosa». No tiene idea de qué es eso, qué fue antes. Atónito y fascinado, empieza a recorrer vías de tren, baldíos y casas abandonadas en busca de «cualquier cosa más o menos redonda, quizá con una llama muy adentro», y acumula tantas que le sobran hasta como pisapapeles. Desde que el hallazgo de un añico de porcelana con forma de estrella lo desvía de un mitin electoral, la carrera política de John se desvanece. Pero él no se frustra en absoluto; lo que le importa es la críptica expansión del mundo que está experimentando. Esta historia inolvidable había surgido de una aspiración programática de Woolf: que los relatos pudiesen ser como pedazos de vidrio que, afectados por una larga erosión y enterrados, bloquearan los juicios de valor y modificasen el alma del que los descubriera en otro contexto.

En 1934 William Carlos Williams, habiéndose desviado ya del mandato poético de Ezra Pound (tratar el tema de la manera más directa, usar las palabras imprescindibles y acordes, verso con valor musical pero no machaconamente regular) hacia una indagación del mundo social y natural humano centrada en detalles, escribió el poema «Entre muros»: «En las alas del fondo / del / / hospital donde / nada // crece hay / cenizas // entre las cuales brillan // pedazos de una botella /verde». En el objetivismo de Williams, un poema era una suerte de ícono austero que debía aunar la cosa, la mirada veraz y el sentimiento.

En 1937 Paul Valéry tomó un caracol marino y, después de un libérrimo ejercicio de observación analítica («El hombre y el caracol»), de describir la espiral de la concha, la justa asimetría de las dos hélices, la iridiscencia y el parentesco con la flor y el cristal, después de recurrir a la teoría de la evolución y la morfología y conceder que el hombre podría fabricar algo así, se rindió elegantemente: la solución religiosa no era más satisfactoria que la cientificista; sin caer en el mito ni la ilusión no se podía explicar no solo quién había hecho eso (salvo la «naturaleza viva») sino por qué. «En nuestra mente este cuerpo calcáreo, pequeño, hueco y espiralado concita muchos pensamientos, ninguno de los cuales concluye.» Pero mirarlo bien le había servido para esclarecer qué era él mismo, qué sabía y qué no («solo sé lo que sé hacer»), y entendió que, si la necesidad del caracol había impulsado un desarrollo en su casa, así procedía la obra humana de arte: de la idea o el plan a la realización, con el azar de por medio.

En 1942 Francis Ponge publicó De parte de las cosas, varias decenas de prosas poéticas sobre temas que van desde la espuma o el cenicero hasta el camarón, la madre joven, el pan o el guijarro. Como tantos franceses de su generación, Ponge (que estaba en la Resistencia) se había hartado, no solo de la culminación del capitalismo en la guerra y el nazismo, sino de la literatura sectaria que servía de contracara a la vulgaridad del lenguaje depredador. Ni lírico exaltado ni positivista, se propuso hacer poesía desde un materialismo afectuoso y un espíritu vindicativo; hacer de cuenta que podía entregar su lenguaje a las cosas y coincidir con ellas en una «rabia de la expresión». Ponge pensaba, primero, que hablar no priva al hombre de ser una cosa más; segundo, que tenía que atender a todo lo que una cosa suscitaba en él. Todo: todas las jergas y discursos —científicos, mitológicos, jurídicos, lo que fuera— arrancados a sus usuarios y aglutinados en una enunciación flexible, suspicaz consigo misma, confiada en que en la indiscriminación había una chance de comprender, de que el mundo dejase de ser un telón de fondo. Ponge deshumanizó las palabras, hurgando en su espesor semántico, y deshumanizó las cosas prescindiendo del servicio que podían prestar. Acotó el proyecto a crear «objetos literarios que interesasen a las generaciones», algo «del orden de la definición-descripción-obra de arte literaria». Así por ejemplo «El agua»: «Por debajo de mí, siempre por debajo de mí se encuentra el agua. Como el suelo, como una parte del suelo, como una modificación del suelo… Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: la pesadez; y para satisfacer este vicio dispone de medios excepcionales: esquiva, atraviesa, erosiona, filtra… Se hunde sin cesar, a cada instante renuncia a toda forma, solo tiende a humillarse. Tal parece su divisa: lo contrario de excelsior».

En los años cincuenta vino la Guerra Fría. En la Unión Soviética, moral de la emulación productiva. En Occidente, competencia y publicidad. Coches como aeronaves, desodorante en aerosol, sillones convertibles, elepés, vestidos de poliéster, radio a pilas. De eso hasta el iPad y el bebé de diseño, lo que sucedió fue el fin de las jerarquías, no en objetos singulares como en Ponge, sino en la indistinción del deseo de consumo. En 1953 el dispensador de comida del bar automático entra en la literatura con Las gomas, de Robbe-Grillet, la primera novela policial fenomenológica. Metódicas, impersonales descripciones de situación centradas en los objetos sustituyen a la psicología y las razones de los personajes. «En el nouveau roman—dijo R-G—, los objetos no están para describir al sujeto, ya no son de propiedad humana. Están “en sí”, privados de significación.»

En 1965 Georges Perec publicó Las cosas, una novela que es a la vez una tragicomedia sobre el apetito de poseer, una profecía sobre la saturación y un acelerado juego de clasificación. Jérôme y Sylvie, psicosociólogos de veintipocos años, hacen encuestas sobre la recepción de la publicidad; pero lo que creen la evolución del gusto es una falacia. Ellos también compran y desechan y vuelven a comprar; son puros medios de un deseo omnívoro, y la novela que protagonizan, una enormidad de enumeraciones, es un hacinamiento donde cada objeto brilla un momento y en seguida aterra.

(La filosofía ya no hablaría de autenticidad, sino de espectáculo y seducción. En la literatura, el tema cosas iría cayendo en la melancolía y al cabo en el olvido.)

Algo vincula estas obras y otras de esas cinco décadas. Es un impulso de salir del maniático soliloquio humano y la paralela certeza de que solo desajustando el lenguaje se podría ver de veras lo real. Después está la invención de procedimientos que hagan parte del trabajo sin que intervenga mucho un sujeto dudoso, siempre condicionado u ofuscado de romanticismo. Por fin la deliberación de construir o aparatos u organismos verbales que tengan la indefensión, la duración variable y la impavidez de las cosas. En el extremo, lo que se busca son piezas imposibles de «hacer sonar»: con sentido pero sin significación, reacias al uso y a la cháchara, como los poemas gráficos de los conceptualistas brasileños. Obras con «la callada elocuencia de las cosas».

Solo que las cosas no se callan. El universo no es silencioso. El caracol suena.

Hoy el afecto, el trabajo y todo lo humano transcurren en un plano cada vez más virtual. Ciento veinte millones de blogs. Andanadas de pedeefes. Fotos de Júpiter y de mi amigo. La carga de información estimula, hasta que empieza a exceder la memoria RAM del cerebro; en ese estado uno no recuerda ni qué fue a hacer a la cocina. A despecho del exhibicionismo pueril generalizado, la ausencia material del otro y de lo otro priva al sujeto de ser algo. Nadie salvo los técnicos tiene un trato real con las cosas; mal podemos siquiera controlarlas; o controlarnos. Despavorido, el usuario se previene de no ser nada multiplicando las apariciones e impersonaciones; en eso se enfrasca. Mientras, las cosas siguen ahí. En estantes o armarios, en órdenes, composiciones, destacamentos.

Hay una confusión endémica que la filosofía ya no puede curar y el arte agrava: una neblina semántica envuelve a cosa y objeto. Se supone que la cosa es inabordable, inefable, y el objeto una cosa tal como la incorpora la conciencia; pero hay objetos inasibles y cosas asimilables sin reflexión, como una croqueta o un toblerone. Hay objetos de contemplación y dispositivos o prótesis con funciones. Encima cunde el concepto de obsolescencia programada, que produce la PC o el reloj de vida efímera. El diseño, esa alianza sombría entre conveniencia y distinción, condena la cosa a trasto. Lo descartable es casi todo; la basura, el horizonte del objeto convertido en cosa. El arte, prevenido desde hace tiempo, ha elegido desmaterializarse.

Una actitud sensible muy popular actualmente es investir de sentido sacro las cosas de la biografía propia. En los altares de ese culto, donde prosperan la superstición y la culpa, las cosas son hiperhumanizadas y de paso se mercantiliza la intimidad del hombre. Pero no es cuestión de lagrimear añorando el decrépito humanismo austero; la calma de la biblioteca también cotiza alto en los mercados, incluido el del narcisismo.

Y ahora una hipótesis: durante mucho tiempo, influida por la centralidad de la visión en la cultura de Occidente, la literatura se esforzó por reformar la lengua para que las palabras viesen mejor. «La lengua es un ojo», dijo Wallace Stevens. Era insuficiente, porque la palabra ojo, como siempre la visión, inmovilizaba el objeto en la imagen. Así que desde hace un tiempo, la literatura abre el oído. Hay un ritmo en la distribución de las cosas en espacio, pero también una espaciosidaden cómo suenan.

La necesidad de describir, nombrar y traducir que signó a la literatura mestiza de América Latina, de los cronistas a Lezama Lima, evolucionó de la inquietud al asentimiento. América no se deja decir, pero por Saer, entre otros, sabemos que eso que se hurta al lenguaje, «lo esencial», es lo que tenemos (en todas partes) y es real; que somos con eso y ser con eso es nuestra única manera real de ser. En la violencia del continente surgió la vía apacible. Un ejemplo delicioso es el de Margarita, la señora gordísima de un cuento de Felisberto Hernández («La casa inundada», 1960) que anega su casa y se hace pasear en bote en homenaje, no a su marido, sino a la fuente de un hotel de Italia cuyo rumor le llevó recuerdos y la hizo llorar por primera vez desde que el marido había muerto. «El agua insiste como una niña que no puede explicarse», dice la señora. Como si dijera que la fuente sabe y hay que entenderla. Porque no es que las cosas guarden nuestra verdad, como fotos de un álbum; la verdad está entre las cosas y uno, y en un modo de reunión de saberes, de materias y sonidos del hombre y el ente, que podríamos llamar extimidad.

Es un modo que ahora vuelve, pese al climaterio de lo real, como para reparar una vida mutilada. Vulgarmente, se nota en la recuperación del cariño por artefactos de cooperación mecánico-muscular como la bicicleta; se nota en el uso del viejo casete por artistas de la performance. Y también en la lúgubre tribulación por lo que se acumula y es desdeñado, por el desperdicio y la merma. Huele un poco a devaneos de autenti­cidad.

En la literatura no. En 2004 Fabio Morábito publicó Caja de herramientas, un libro extemporáneo. Es una colección de prosas sobre esos implementos que no pueden cumplir su función sin aliar fuerzas con la voluntad humana. La mayoría de las herramientas son crueles, pero no sin ser producto de un plan de dominio calculador y despiadado. Son cosas corrientes pero mal conocidas y Morábito las investiga desde la anomalía que es el hacer humano. Les atribuye intención y táctica, carga la descripción de tropos, exaspera la falacia simpática, la facundia, la verborrea, lo más inservible para el lenguaje común, precisamente para hablar de lo más útil. «La lima obra por persuasión, disminuye la potencia del ataque a cambio de multiplicarlo; en lugar de una punzada fuerte, muchas punzadas débiles que agreden ordenadamente… con más monotonía que pasión, pero sin errores posibles.» La prosa combina impulsos, presiones y resistencias y la cosa cobra una actualidad sorprendente. Al mismo tiempo, el espesor de la lengua demuele el malentendido de que exista una autonomía, incluso de un espíritu autónomo, tanto de las cosas como del hombre; y el mito de la inocencia de las cosas.

En 2005 Laura Wittner publicó La tomadora de café, una colección de poemas que surge de una decisión similar pero elige respetuosamente las palabras que entrega. Una mujer, su bebé y los objetos elementales de un departamento se dan a un despertar, en definitiva el simple fin de la ansiedad, y emergen conjuntamente a una realidad sin cualidades. Los nombres, las marcas que Wittner siembra son la embajada de un mundo desmedido entre las paredes de la casa: «Jazmines avejentados / en un frasco de yogur parmalat. / Perfuman la cocina / y pueden desconcertar más que el romero». Antes que un caos, los versos desparejos y suficientes de Wittner manifiestan un vaivén, una desorganización confiada en la unidad de las cosas, en su distribución fortuita pero no independiente: «La coca chisporrotea / en un vaso / en la oscuridad». Entre la banalidad del nombre-marca, el ruidito o luminiscencia y la mujer que escucha, la vida doméstica se hace morada: «Lo novedoso aquí no es el tipo de clima / ni su abordaje, sino solo / que esté juntando las perlas dispersas / en un racimo de atención».

De obras como estas, por diferentes que sean, se extrae por igual el beneficio de, diría Ponge, «una especie de modestia». Las palabras tienden a prescindir de la persona y de la introspección; antes que ser imagen, o aun canción, tratan de consonar con lo que aparece y suena, todo unido. Época tras época el sentido común se emperra en creer que puede capturar lo real pero vive en una réplica exigua. La literatura sabe que no captura nada, y no le importa. Puede alabar la variedad de lo real, su indomable rareza. Puede, con la elasticidad de un lenguaje que nunca logramos anquilosar del todo, obrar una variedad no menos versátil e inasimilable que le permita ampliar la experiencia del mundo. Ser co-inmensurable.

En 1913 el futurista Luigi Russolo atronó la casa de Marinetti con dos obras para dieciséis instrumentos acústicos de vibración activada electrónicamente que llamaba intonarumori, «cantarruidos». De Russolo a John Cage, cuyo Roaratorio contiene gran parte de los cinco mil sonidos locales descritos en el Finnegans Wake de Joyce, y de los «sonidos sin tono» de Salvatore Sciarrino al cuarteto para cuerdas y helicópteros de Stock­hausen, hace un siglo que la música se afana en reemplazar la altura, base de un sistema musical que nunca se sobrepuso del todo a la misión de representar un orden universal, por el sonido en sí. A la disonancia y la atonalidad, más acordes con el despropósito de la historia, siguió la incorporación del ruido, tanto producido por uso no convencional de instrumentos como electrónicamente. El ruido, el sonido de componentes complejos y frecuencias caóticas, saturado de información, pertenece al campo de lo difícil de nombrar, lo difuso, lo que Saer llama «lo conocido a medias»: el campo indicado para la reunión. Y vivimos rodeados de ruidos, inextinguibles ruidos del cuerpo y el mundo. El ruido es nuestra percepción del desorden, nuestra apertura heroica, dice Michel Serres, a las dificultades, a lo que escapa a la ley, y es nuestro mejor vínculo con la distribución de las cosas, tan dispersas que hay muchas que no vemos. El ruido musical (si es música) ha abierto el oído a una constatación: acá no estamos solos. Para la lingüística, ruido es todo elemento de un mensaje que no aporta información; justamente algo que a la literatura le interesa sobremanera. Por el ruido empieza una poética del contacto que no sea solo la vetusta, equívoca musicalidad. Así en el mundo como en la frase, el ruido proviene de los artefactos y de la naturaleza; carece de metro, de pie y de pauta, pero tiene ritmo; un ritmo cambiante, como el del aliento, como el del eterno ciclo de bang-expansión-contracción del universo, como el de las licuadoras en un bloque de departamentos. Dado que la música es humana, decir que las cosas cantan estropearía este ensayo de unidad. Pero ¿cómo escucha la literatura?

Todo ruido es efecto de la acción de una fuerza: la gravedad, la combustión, la mano que aprieta el alicate o pellizca la cuerda, el viento, la corriente eléctrica. Más interesante que la idea de unas fuerzas espontáneas y otras deliberadas es la de una energía total, un caudal de información abarcador pero diversamente repartido. Vivo en una casa. De noche las cosas no paran de emitir, superpuestas: siseos, crujidos, escandalosas contracciones de maderas recalentadas; chasquido de un termostato; ronroneo de la heladera; trinar de vajilla apilada al retumbo de un colectivo, además del jadeo del viento en las plantas, el aleteo de la polilla, el reventón de una grieta en la pintura, el chirrido del retén de la persiana, los quejidos de mi tripa, el gorgoteo de una pera blanduzca que empieza a supurar, y tanto, tanto más solo en este minúsculo rincón del universo, y en mí, que está claro que no tengo léxico decente de que valerme (todo sucede en la casa y en mi cabeza), y la onomatopeya es vergonzosa. Pero lo cierto es que verdaderamente no tengo por qué valerme de nada. Si el mundo es una fuerza, no una «presencia», la literatura solo puede participar, suponer que participa de esa fuerza, cada escritor con su reserva hasta que se le consuma. Puede avenirse, dispersar sus energías entre las del mundo sin constreñirlo. Un escrito también es un compuesto de naturaleza y dispositivo.

En 2000, el canadiense Steve McCaffery publicó unos poemas (en Seven Pages Missing, Volume Two) que, desvaneciendo los versos en un tejido intrincado y borroso, figuran a la vez la forma y el sonido de una situación, como en ese juego de chicos en que uno hace ruido con algo y el otro intenta adivinar qué cosa es. En estas manchas apasionantes, ilegibles las palabras, todo significado se funde en lo conocido a medias: se ve cómo suena el mundo.

En 2004 Arturo Carrera publicó Potlatch, una suite de poemas sobre el descubrimiento del dinero en la infancia, la posesión, la codicia, la caridad, la religión, la economía doméstica y afectiva, el ahorro, la escasez, el derroche. «Oh monedas que anhelamos / porque contienen restos de un habla perdida, / el oro de relieve rugoso con la cara de la esperanza ciega / que no acierta a palpar nuestra esperanza ciega // y en ella la Belleza / pide más…» En la consumada sonovisualidad de la página de Carrera, en la alternancia de amplios blancos mudos, estrofas susurrantes, prosas ceñidas y líneas que crepitan, el lenguaje se anuncia, se repliega, se abroquela, vigila, tiende a desvanecerse, y la mente lo oye como si estuviera conectada al podcast de un mundo. Lentos, discontinuos caen los versos, plon, plin, como monedas en una alcancía o un aljibe, con flujo de fondo de dinero electrónico. Carrera no ve por qué deberíamos prescindir de la palabra. Nuestro divorcio del mundo sucede en el lenguaje y solo ahí podría empezar la reconciliación.

Para una literatura así el sonido es una membrana de contacto; una interfaz entre el lenguaje y las cosas. Más que a contravenir la gramática y el léxico, atiende a los cambios de posición de la palabra en el discurso, al tono o la ausencia de tono: eso es el ritmo. No inmoviliza el remolino de lo que existe en imágenes claras y silenciosas. Oye los sonidos y su transitoriedad: aparición, inestabilidad, deceso.

CAOS Y ARGUMENTO

No termino de salir del sueño cuando la conciencia profana el amanecer con su monodia de planificaciones y reproches. Esto se agrava con las horas. A las tres de la tarde, el puesto de un florista reluce de colorido y un hombre de traje oscuro compra un ramito de fresias, las huele y lagrimea. Un enjambre de asociaciones se precipita a aumentar la realidad del instante, o su vacío de significado, pero llega el colectivo y la conciencia ya se apura a evaluar el interior y calcula cómo hacerme con un asiento, cuánto puedo leer en el trayecto, dónde conviene comprar el pollo, cuándo examinar lo que me propuso GM, y la eventual revelación se ha desvanecido, y con ella la posibilidad de contacto con lo que hay. Siempre es lo mismo. Somos anti-joyces: las epifanías de lo ordinario se dispersan al viento de las necesidades.

Básicamente el pensamiento funciona de dos maneras. El modo paradigmático procura crear sistemas de descripción y explicación, generaliza, atiende a los asuntos prácticos cotidianos. El modo narrativo se ocupa de las intenciones y acciones y encadena las vicisitudes con sus consecuencias. Se supone que las historias que contamos o nos contamos se encargan del acontecimiento: de relacionar los cambios con la fugacidad de la persona y darles un punto de vista. Agrupan imágenes por analogía, por semejanza y las alinean en el lenguaje simulando causalidad o coincidencia. Sin embargo ya se sabe que el lenguaje habla por nosotros. El lenguaje es la cárcel del pensamiento y el instrumento preponderante de control; sobre todo ahora que el usuario de una lengua se confunde con el consumidor de mercancías, entre ellas la mercancía sentimental y la política. El sujeto escuálido de palabras, incapacitado de usar subordinadas que expresen algo complejo o matizado, y por lo tanto de pensarlo, luego de sentirlo, piensa y siente con las historias que le endosan.

No hay vida común ni supervivencia sin relatos, pero no hay vida falta de acontecimiento. No hay verdadera vida común cuando el acontecimiento queda neutralizado por un menú de historias que la conciencia ya tiene implantadas. No solo las de uso masivo —eslóganes, post confesionales, mitos de la pantalla, tuits, taxonomías del periodismo— sino también las del palacio de la Literatura. El lenguaje distinguido, la abundancia de nexos psicológicos o sociales, la ética formal del punto de vista, la tipificación de caracteres, las ineludibles pizcas de misterio, morbo, proeza y moralidad, las reglas de equilibrio y vivacidad, todo el aparato de tensión, reposo, expectativa y absorción sensible que derivó del realismo, y luego se perfeccionó con aportes del cine y robos a los experimentos vanguardistas, han convertido una y otra vez la novela en calmante estético para el malestar y útil de colaboración con el sistema abarcador de las oposiciones complementarias, por muy altruista que fuera el mensaje.

Pero al mismo tiempo siguió porfiando el deseo de abrir las formas a los esplendores y amenazas del desorden. La dialéctica entre un principio de realidad hegemónico y el anhelo de un orden lábil, y hasta de un caos, movió a la literatura desde el romanticismo hasta hoy en la búsqueda de formas cognitivas, perceptuales y lingüísticas para la experiencia (social, sensual, sexual, mental). Negación, contra o antidiscursos técnicos y científicos, repudio del canon digerido por los sistemas, transgresión, ironía, irrisión, acción política: el legado de esos escritores es una enciclopedia de procedimientos para rasgar la ilusión, disipar el engaño y, mientras el mundo de la conquista se aplica a aniquilarse, ensanchar la percepción de lo real con mundos posibles, dolorosos o desopilantes: una estética amplificada.

Para William Burroughs la palabra era literalmente un organismo vírico, un agente físico de reproducción de contenidos. El virus se expresaba en el sujeto huésped en forma de dependencia de las líneas, un fenómeno medular, comparable a la adicción a la heroína, que afectaba a toda la civilización y a cada conciencia. Burroughs detectó la relación íntima entre la narrativa lineal de nudos y desenlaces, la serie aguja-droga-vena y la serie del tipo Dios-país-clan-familia-matrimonio-Yo, que cristalizaba en el gran relato de la consumación de la historia, cristiana o revolucionaria. De modo que rehizo la novela como arma para reventar la conciencia, derramarla en múltiples planos e incorporar a la mente todo lo que el automatismo de la línea le impide experimentar. El dispositivo clave de la operación es el hoy famoso cutup, un sistema de corte del párrafo o la página para pegar los fragmentos en otro orden, luego enriquecido con pedazos de textos de todo tipo, propios, citados o robados, una suerte de collage verbal, y más tarde practicado con cintas de grabador. El párrafo poliédrico dispondría la conciencia a captar los planos múltiples y cruzados de cada situación; a reemplazar la sucesión por la sincronía. Burroughs se proponía nada menos que suplantar la rigidez del tiempo por la heterogeneidad del espacio. En la novela instalación que puso a punto y haría escuela caben el ensayo telegráfico y una mitología del humor sedicioso: la Máquina Blanda, los gánsteres galácticos, el Chico Subliminal, la Interzona.

La consigna era: «¡Corten las líneas!». Huelga hablar del florecimiento de los métodos de Burroughs en el mundo de los remix, la copia, el sampler, el powerpoint y la celebridad de lo amorfo. Pero él creía que podían servir para la acción sediciosa concreta, como probablemente fue alguna vez, y hoy uno se pregunta si la dispersión de la conciencia en astillas, la rotura y la recomposición en forma de cut and paste, las prótesis sonoras y visuales no son ya los dispositivos corrientes mediante los cuales el ciudadano concentracionario ofrece inmediatamente sucesivos planos de su cara. La imaginación del tecnoprimitivo actual depende de apresurados reordenamientos de historias ofrecidas por el periodismo de sucesos, los mitos del espectáculo, la chismografía de internet, y el reciclado terminal del gran archivo de la novela. El estilo distintivo del malcriado sujeto de exhibición es lo novelesco. Pero como todos ya conocen las historias, resulta que nadie las escucha, y así nadie se distingue.

 

La maestría de las series de televisión dio la patada definitiva a la flaca idea de que para un narrador solo se trata de contar bien una historia. Es evidente que en literatura se trata de algo más denso. Pero la más respetada idea de que solo nos liberan de la dependencia las novelas sin historia también está quedando caduca. Para abrir la vida al caos hay que acabar con la etiqueta de la literatura: en esto dio la política de la palabra, y es muy justificable. Sin embargo no hay muchas vías más eficaces que los relatos para sacudir el condicionamiento, poner en crisis el examen de sí y modificar la percepción, el entendimiento de cómo funciona el mundo y los caminos de la acción. Claro que si algo hace la literatura con la rebeldía es no hipotecar los sueños al sentido, como pasa con los relatos de la revolución. La literatura recela de su influencia. Una buena historia nunca está concebida de cabo a rabo. Su pieza sustancial es el enigma. Su ánimo, un sigiloso distanciamiento del discurso social.

El discurso social según Marc Angenot: «Todo lo que se dice y se escribe en un estado de sociedad, todo lo que se imprime, se habla o se representa en los medios electrónicos. Todo lo que se narra y se argumenta, si se considera que narrar y argumentar son los dos grandes modos de puesta en discurso». O bien, más que esa cacofonía, los sistemas genéricos, los diversos repertorios tópicos, las reglas de enunciación que organizan todo lo decible, de los factores de poder hasta los grupúsculos disidentes, de las doctrinas a los eslóganes, de la búsqueda estética a la doxa trivial. «En un momento dado, todos esos discursos están provistos de aceptabilidad y encanto.» Pero hay un encanto que la Ilustración expulsó del mundo y espera palabras.

En un momento dado. Lo repito para recordarme que esto no es un manifiesto, sino un surtido de apuntes coyunturales. Por cierto, la cuestión de los caminos de la narrativa se ha estabilizado bastante. Hay narradores que dan por sentado que estas consideraciones no atañen a su obra y escriben competente, traduciblemente con la memoria puesta en la tradición central y la voluntad en el agónico avatar contemporáneo del lector común. Otros profundizan la gran tradición asimilando experimentos y rupturas, con resultados superiores en algunas novelas y con eventual riesgo, por gordura retórica, de colapsar en argumentos vencidos. Hay narradores que eluden el argumento en favor de la deriva, un mandato poético, a veces casi existencial, que redunda en paseos por girones de muchas historias, constelaciones de anécdotas y asociaciones mentales, y a veces, a fuerza de no contar nada, en la apertura de una dimensión sin medidas. Están los que socavan, desmontan y saquean el fabuloso banco de la literatura, y otros bancos, y se valen de las piezas para reensamblarlas en estructuras insólitas, de deliberada falta de solidez, que vuelven la literatura sobre sí misma en una exasperación del procedimiento que es una promesa de autarquía. Hay narradores que, confiados en la invención, en la mirada que no sabe, tiran de una imagen germinal, por extravagante que parezca, en busca de las peripecias que contiene, de hallazgos y hasta del conocimiento, sin temerle al retorno de lo sobrenatural. Están los grandes recreadores del realismo satírico, necesariamente elocuentes, mordaces, y un realismo lírico, parvo y como resucitado, y hay todo tipo de intervenciones genéricas. A menudo dos o más de estas especies aparecen hibridadas, en el continuo de una historia que antes nunca habíamos leído.

Contar es una búsqueda de contacto. Mundo, en mi opinión filosóficamente tosca, es lo que hacemos con lo real. Todas las ficciones hacen mundo, lo componen; pueden helarlo o abrirlo. Yo pienso que para abrirlo hacen falta argumentos originales. Ilación, por qué no.

El estilo fragmentario es lo que manda la subjetividad de esta época. La confesión paratáctica del chatter, el adicto a facebook, el entrevistado y la movilera rebosan de rodajas de emoción, de certezas, de deseo de decir que no dice nada. Uno se pregunta qué lenguaje puede distanciarse de la banalidad belicosa sin negarla y sin conmiserarse. Da la impresión de que el uso extenso ha limado el poder ofensivo del cutup. Saqueo, clasificación, copia, recontextualización son la tecnología primaria que, sin destreza ni consideraciones, se aplica cándidamente sobre el bastidor de uno mismo (o el amigo) para producir relatos estándar con patrones a mano. Autómatas o saboteadores, todos somos collagistas. El manejo general de las palabras es más bien atropellado. Una polisemia del adjetivo muy Humpty Dumpty facilita la comprensión inmediata de lo que de todos modos se sobreentiende.Y ahora, como medita el severo Benjamin Buchloh, la excepcional profecía de Warhol sobre los minutos de estrellato está saturando el espectáculo concentracionario sin que el arte atine a despegarse. La negatividad es número fijo en los festivales de literatura.

La inmediatez de la red, el post, el tuit y el mensaje de texto dan impagables oportunidades a las poéticas de la constricción. Perec estaría encantado: folletines, autobiografías, historias alimentadas de casos tomados del venero web, de curso marcado en gran parte por las leyes del medio. Lo que hace el relato cuando topa con una regla, sin embargo, depende de la imaginación y sus recursos verbales. Esto solo lo tienen en cuenta algunos escritores: Tuten, Bellatin, Vila Matas. Hace rato que sabemos que toda historia se alza sobre otras y toda frase es una reelaboración. Más: de la simple contigüidad de dos términos heterogéneos surge un tercero, un espécimen emergente que, no por encarnar acaso el eterno retorno de lo mismo, deja de tener una apariencia inusitada. Así es como los poetas del ready made lanzan partes del fragor de la web o la prensa contra sí mismos, las cambian de contexto, las alternan con versos antológicos o las componen en ritmos, como Charles Bernstein o Charly Gradín. Son la vanguardia: renuevan el acuerdo entre los medios expresivos y los conocimientos de una época. Creen que la salida de la asfixia es hacia dentro, hacia abajo. Sus obras son irónicas, casi denuncialistas, y como toda ironía, además de una súbita lucidez, dejan a su pesar una pregunta entristecida: y entonces ¿qué?

No importa cuál es el medio. La memoria, la imaginación y la lectura suceden en la mente. Son virtuales. Solo importa que la historia, que el medio no determina del todo, abra en la mente la forma verbal de una realidad más amplia que la reducción del mundo tiende a obrar. Importa la inventiva.

De modo que además necesitamos argumentos. Vías de salida hacia fuera. Necesitamos condiciones para propiciar el desarrollo y el alcance del argumento. Necesitamos cerrar la tramposa falla entre razonamiento e imaginación. Van dos ejemplos caprichosamente tomados de distintos puntos del campo abierto de la literatura. Uno: es el eoceno inferior y una yegüita manchada se pierde en una tormenta; con el corazón agitado, se debate, cae y muere; se descompone, es pasto de las bacterias y se regenera en petróleo, que un día al fin es nafta, que viaja en un coche que expulsa CO, cuyos vahos suben e invaden los pulmones de una norteamericana que —después de muchas vicisitudes y la fortuita aventura con un inmigrante ruso que conoció cuando él hacía dedo, un poeta que perdió un brazo en un accidente de trabajo— se ha asomado al balcón, y en cuyo cuerpo se transforman en un cáncer que la lleva a recurrir a un vecino que está superando una depresión y la escucha, y que, con lo que ella le ha contado se cuenta a sí mismo una historia de cientos de siglos, pródiga en conocimientos minuciosos, inacabablemente regida por el azar. (Machine, de Peter Adolphsen.) Dos: un lumpen simiesco, repositor de supermercado y bulímico del sexo, descubre la poesía y, por el conjuro amoral del don del lenguaje, transforma el barrio más canalla de una ciudad cicatera en una Broadway de la cumbia y el goce en bruto. (Cosa de negros, de Washington Cucurto.) Crítica de las causas. Parodia de la novela de arribismo social. Sí, pero ¿qué está pasando? Lo mismo que cuando el narrador imagina que un hombre se despierta convertido en un insecto monstruoso. No se pregunta si vale la pena seguir adelante. La realidad todavía no contiene nada parecido. No quiere dejar de escribirlo, pero tampoco darle una silueta que lo asimile a historias que ya conoce.

Que existen pocos temas, amor, muerte, poder, hibris, fortuna (o sus combinaciones), es un supuesto discutible que proviene del crédito de las filosofías de la profundidad, sean platonismo, cierto psicoanálisis o estructuralismo marxista. Lubomir Dolezel sostiene que todavía está por escribirse una historia de los mundos ficcionales, que pese a su soberanía son macroestructuras temáticas; la temática es la membrana a través de la cual las preocupaciones y problemas de una comunidad influyen en la evolución inmanente de las ficciones. Y no porque todas las ficciones estén pendientes del mundo real: «La imaginación ficcional es activa, constructora más que descriptora; nunca cesa de crear nuevos mundos que orbitan como satélites alrededor de la realidad», dice Dolezel. Si algunos leen para aprender sobre sus problemas, hay quien lee para expandir la vida. Y no hay pocos argumentos. En cuanto se atiende a los saltos y desvíos de cualquier historia personal, a la fluctuación constante de los saberes y las actitudes, a la danza de las apariencias y sus relaciones, de las relaciones nacen objetos nuevos y la gama de acontecimientos se ensancha. La burocracia jurídica no era un tema hasta que Dickens la pintó como infierno en vida en Casa desolada y después Kafka lo llevó a alegoría de la ley y de la falta, y lo desenvolvió como aventura asfixiante. No hablemos del Lager, del Gulag; de la velocidad hasta que aparecieron los trenes; del ciberespacio hasta que lo noveló William Gibson antes de que proliferasen los hackers. Cambian el trabajo y el amor; las prótesis y la programación genética de la carne cambian el cuerpo, las afecciones y los vectores del deseo. Hace décadas que la hibridación de mundos ficcionales abre zonas donde diversos mundos posibles fragmentarios coexisten en espacios imposibles. Lo sobrenatural, que la tecnología desterró al país del chiste y el gore, vuelve como venganza. (Como en Los electrocutados, de J. P. Zooey, donde un convincente profesor se empeña en captar la frase que el sistema solar tiene reservada a los humanos.) En la literatura esos cambios se adecuan a los medios expresivos de la época. De ahí la evolución de las formas.

La rapidez es la forma y el motivo de los relatos de Martín ­Rejt­man: drásticas situaciones de vida hilvanadas por una causalidad que no surge de la decisión, el carácter o la historia, sino del patente paisaje contemporáneo, de las terapias espirituales y las llamadas de celular así como de la especulación inmobiliaria, el consumo antojadizo, la facilidad del viaje y la violencia monomaníaca; es como si las imágenes urdieran el destino; al son de la exterioridad y el desapego, el deseo diverge y a cada rato, con cada implausible incidente, y con gran sobriedad de medios, salen al paso terrenos de realidad que otras historias eclipsaron. En el párrafo-secuencia de Rejtman la manifestación de un mundo responde a una puntuación expertamente administrada.

Gombrowicz nos precavió para siempre contra la potencia mutiladora de la forma y la falacia de la madurez. Así que acatamos el llamado libertario a la digresión, a renunciar a la secuencialidad, a no someter lo real al yugo del suspenso y el alivio y la etiqueta de competencias que compran la atención del lector. No queremos lectores subyugados. Pero queremos transporte, y el argumento es un vehículo nada sumiso si uno se atiene a las figuras que entrevé en la experiencia, que presiente o maquina, a lo que llega de improviso en un momento de atención entregada, un momento por lo tanto de indefensión, y solo se preservará en una forma embebida de ese encuentro. Así mirado, el argumento es una hipótesis de funcionamiento, una diversificación de los usos, asignaciones y espectros de las palabras y su disposición en el discurso: es una ampliación de la conciencia. El mundo es una cierta posibilidad de significado, de circulación de significados, dice Jean-Luc Nancy; cada forma argumental abre una posibilidad nueva entre las significaciones elementales de la vida de supervivencia. Las historias son prendas de intercambio, respuestas a la tribulación, la curiosidad o la duda y, con suerte, cada una es umbral de una historia más. El ideal de la novela es ser la base de una economía política no restringida.

Hablo de argumento como síntesis plausible o latente de un relato e incluso como ovillo que se devana en anécdotas. Pero también del desarrollo de un razonamiento que no necesariamente acepta lo que se tiene por una verdad; es decir, como hecho retórico. Prefiero no obviar esto en un período en que, mientras merman la competencia verbal y la capacidad de figuración, crece la insipidez de los contenidos, el detallismo repetitivo, y el bestialismo interjectivo reemplaza a la persuasión. Hasta las injurias son plúmbeas. La retórica estuvo de­sa­cre­ditada durante mucho tiempo, desde que en el siglo XVI resignó su vínculo con el razonamiento dialéctico para ocuparse de las figuras y tropos del lenguaje, los adornos, el «bien decir». La gran tradición metafísica occidental siempre opuso la investigación de la verdad a las técnicas de los retóricos, que se contentaba con hacer admitir opiniones variadas y engañosas. Por eso siempre buscó fundamentos sólidos e indiscutibles, intuiciones evidentes. Pero una argumentación no persigue la evidencia; la argumentación solo es del caso cuando se trata de discutir la evidencia. Paul Ricoeur dice que en filosofía hay verdades metafóricas que no pueden valerse de una evidencia de base porque proponen «una reestructuración de lo real». Me parece, oportunista de mí, una defensa muy apropiada del argumento narrativo. Contra el universalismo de la lógica formal, una historia original manifiesta lo no evidente. El argumento es un viaje exploratorio desde una situación determinada en busca de aquello que la originó y de las consecuencias que acarrea. En la novela ese periplo lo puede guiar la imaginación, que suele obrar antes de traducirse en escritura, o en el curso mismo de la escritura, dado un módico abandono y una atención despierta al horizonte que cada frase abre a las siguientes. La imaginación rastrea, teje, sintetiza: forma; de golpe. Es de la dependencia a la disposición previa, a la trama como equilibrio mobiliario —e incluso como representación escrupulosa de uno u otro desorden— de lo que hay que reponerse. No del argumento. Un argumento se alza del vaho multicolor, plural, que una revelación de lo real dejó a su paso por una red de neu­ronas.

Necesitamos argumentos para hablar de lo que podría hacerse; frases que no sean las que produjeron este mamarracho letal y lo reproducen; historias que produzcan más futuro que indignación. Contra los mitos de la necesidad necesitamos contramitos, con sus héroes opacos, no performativos. Queremos nuevos Josefs K, Bouvards y Pecuchets, Orlandos, Funes, Mol­lys Bloom, Molloys. No hay que aliviar la tensión, cierto; pero no hay por qué fomentarla. Necesitamos evadirnos de la monotonía del sentido. Más que transporte, traslado.

La broma infinita es una novela monstruosa. Cuesta decidir si el superdotado Foster Wallace ignoraba que podía llegar a hartar o se propuso transmitir la vivencia del hartazgo. Como sin embargo uno sigue leyendo, hechizado, con un narcotizado interés por la exuberancia de conocimientos específicos y vida patente, llega al final habiendo entendido que las dos cosas son ciertas. La acción transcurre en un futuro cercano totalmente comercializado. Estados Unidos se ha federado con México y Canadá. Nueva Inglaterra es un gran basurero de desechos tóxicos endosado a los canadienses. Obtusos terroristas quebequeses, todos lisiados, rondan el país en busca de una posible arma de destrucción masiva: la película del director experimental y suicida James Incandenza, La broma infinita, que atrapa de tal manera que el que la ve una vez muere sin dejar de mirarla. La trama se reparte entre una fantástica academia fascistoide de formación de tenistas, y un realista centro de recuperación de alcohólicos y drogadictos; va de los anómalos, desesperados hijos de Incandenza, uno de ellos talento del tenis, a las reuniones de NA; del estoico guardián de los drogadictos, un exladrón del prusianismo deportivo, al callejón donde se acuchillan los yonquis; de los modos de colocar un drive a las neuropatologías y las psicopatologías, y cada cosa puede abarcar páginas y cada personaje está entero; la novela es cruel, violenta, reflexiva, repleta de disfunciones, miseria, intrigas, formas del sufrimiento psíquico y físico y desvelos por superarlas sin ironía ni patetismo, de conflictos entre padres e hijos, trastornos de la percepción y presencias de otro mundo. El argumento —alguien busca una zona anímica liberada de adicciones, es decir, de tensión y alivio inducidos— se interna en cada situación que envuelve a los muchos personajes mientras los tiempos se solapan en una insólita eternidad. La búsqueda es interminable y la novela también, pero mientras la imaginaba Foster Wallace pudo razonar que la enfermedad capital de su país es el entretenimiento, y el síntoma, una desgana tan vasta que da cabida a todas las ruindades. Si uno participa del periplo hasta la última página, y termina con la visión modificada, es por el voltaje de la prosa y porque una cuerda lo lleva, sin que sepa adónde, y sin cesar se deshilacha.

Esta infinitud está también en Los muertos, de Jorge Carrión, pero implícita o más bien interiorizada, como si el argumento, en vez de un camino hacia lo que no se deja decir, fuera un artefacto de movimiento perpetuo. Y es que la novela aúna las dos clases de argumentación. Una como relato de una serie televisiva: en un mundo reconocible, individuos con cuerpo maduro y memoria difusa, al parecer muertos, resucitan de pronto en alguna calle; qué los envió de nuevo y por qué, complot, deseo propio o ajeno o fuerza empática es el enigma que mueve la historia, una golosina ideal para el devoto del género. La otra como dos ensayos académicos que debaten los efectos sociales de la serie, analizan la producción, identifican las referencias, interpretan el dédalo de la trama y la evalúan como metáfora del exterminio. Los muertos no es una «metaficción». La suma de una historia extravagante y una polémica ficticia apoyada en teorías críticas reales se resuelve en un vórtice que se traga las interpretaciones no bien se atisban. Lo que queda a flote es una elegía trémula por la vida de los personajes cuando la ficción termina.