Novelas a la sombra - Javier Vásconez - E-Book

Novelas a la sombra E-Book

Javier Vásconez

0,0
7,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Novelas a la sombra -volumen prologado por Christopher Domínguez Michael- reúne El secreto, nouvelle, de intenciones metafísicas; El retorno de las moscas, novela de espionaje; La otra muerte del doctor, en donde se vuelve a dar vida a Josef Kronz, y Jardín Capelo, obra finalista del Premio Rómulo Gallegos; cuatro títulos que permiten observar la evolución estilística de Vásconez, una de las voces más imponentes de Ecuador.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 465

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



TIERRA FIRME

NOVELAS A LA SOMBRA

JAVIER VÁSCONEZ

Novelas a la sombra

Prólogo

CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Primera edición, 2016Primera edición electrónica, 2016

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

D. R. © Javier Vásconez, Jardín Capelo, 2007; El secreto, 2009; El retorno de las moscas, 2005; La otra muerte del doctor, 2012.

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3605-8 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Prólogo por Christopher Domínguez Michael

Jardín Capelo

El secreto

El retorno de las moscas

La otra muerte del doctor

Prólogo

Tres importantes novelas del quiteño Javier Vásconez (1946) bastarían para fijar su lugar en el canon de la literatura latinoamericana contemporánea: El viajero de Praga (1996), La sombra del apostador (1999) y La piel del miedo (2010). En la primera, cumple la fantasía lograda por pocos escritores aunque soñada por una legión, la de conseguir que uno de sus personajes se desdoble, más que en Kafka, en Josef K, presentando al doctor Kronz, que junto a Maqroll el Gaviero, de Álvaro Mutis, y otro doctor, Farabeuf, de Elizondo, es uno de los personajes literarios nuestros que con toda seguridad sobrevivirán a sus creadores.

El doctor Kronz, de Vásconez, logra, según ha dicho Juan Villoro, el estado de perfección exigido por el místico agustino Hugo de San Víctor para el hombre que se considera, verdadero asceta, extranjero en el mundo entero. Muy distinta a su sucesora, La sombra del apostador, es una prueba de fuerza que el ecuatoriano se impone a sí mismo: "imitar", en la acepción neoclásica del término, y duplicar la novela negra con una trama hípica que no sé si conozca el filósofo Fernando Savater, nuestro hombre en los hipódromos. Finalmente, La piel del miedo es esa novela confesional con la que casi todo escritor sueña con coronar su obra. Una verdadera Bildungsroman, donde no falta la epilepsia, esa enfermedad de los iluminados, ni tampoco la proverbial violencia latinoamericana.

Hay países muy extensos, prácticamente continentales, como Rusia, India o Brasil, que poseen literaturas pequeñas, cuyo repertorio de autores es posible agotar durante veinte años de lectura: algunas son verdaderas meriendas donde sólo se sientan los genios a la mesa, y en otras, la dimensión de la tierra no equivale necesariamente a la grandeza de su literatura. Están, desde luego, las equívocamente llamadas "literaturas menores", tras la traducción literal de Kafka. Pour une littérature mineure (1975), de Deleuze y Guattari, que son, sencillamente, las de los países chicos, como ya lo era la entonces aún unida Checoslovaquia, cuya figura en el mapa es la sombra de Kafka, como es obvio, desdichadamente turística. O Irlanda, solar de varios de los grandes poetas de la historia (Joyce, cuyo museo en Dublín es pobretonamente joyceano, y Beckett incluidos), o Ecuador, cuyos pocos escritores trascendentes suelen ser inolvidables pues en ellos se nota la ambición legítima no de representar un país —recuerdo mi sonrisa durante aquella primera visita a Quito en 2004 al ver la ciudad llena de carteles postulando a Jorge Enrique Adoum para el Premio Nobel de Literatura, como si en Estocolmo les interesaran las elecciones provincianas al pie de los Andes— sino de encarnarlo desde el silencio, la fama póstuma o el exilio interior, ajenos a la gritería ideológica, ésa sí escuchada con mucha atención por los piadosos europeos. Ser provinciano, ya lo decía Valery Larbaud, es confundir lo real con lo oficial.

El Ecuador —esa línea imaginaria inmortalmente fijada por Vásconez en un ensayo célebre— cuenta, al menos, con cuatro escritores relevantes: Juan Montalvo, Pablo Palacio, Alfredo Gangotena y el propio Javier Vásconez. Alguien añadirá, y hará bien, a un quinto, bueno o malo. De los cuatro, acaso el más solitario sea el novelista Vásconez. Montalvo fue un patricio cuyo verdadero público fue la humanidad liberal decimonónica y por ello le fue tan fácil lo imposible: continuar, con algunos capítulos, el Quijote. Palacio fue un extraviado o un loco. Vivió y murió rodeado de fantasmas, que siempre son legión, mientras que Gangotena fue, como Vicente Huidobro, poeta en francés y en español, además de geólogo formado en París y militante de la vanguardia, asociación mundial y delictuosa, acaso secreta, pero abundante en ingenios y catecúmenos. No puede ser un solitario quien recibe en casa a Henri Michaux y lo lleva a conocer el Ecuador.

Vásconez, en cambio, no por casualidad aparece tardíamente como escritor, en 1982, con los relatos de Ciudad lejana, pues en ese año García Márquez gana el Premio Nobel. Nada más y nada menos: el boom, oficialmente nacido quince años atrás en la oficina de Carmen Balcells en Barcelona, aunque resultado de una acumulación creadora datada, al menos desde Rubén Darío se convierte (realismo mágico o no) en una de las escuelas literarias mundiales de la más alta alcurnia crítica y universitaria, con vastísimo público internacional y buen dinero en traducciones y conferencias. Se ha escrito mucho sobre lo que pesó el boom, ese feo anglicismo comercial según Octavio Paz, sobre las espaldas de las otras generaciones. Los nacidos antes, como Carpentier y Asturias, Revueltas y Yáñez, Bianco y Bioy Casares, quedaban en calidad de profetas de la revelación y sólo Rulfo y Borges reinaban intemporales en el feliz purgatorio de los paganos.

Para los nacidos después, ya fuese en la década de los treinta o de los cuarenta, quedaba o la imitación servil y el ostracismo, o un camino más largo, oscuro y peligroso, que fue el emprendido por los mexicanos Salvador Elizondo, Juan García Ponce o Sergio Pitol, el mexicano y venezolano Alejandro Rossi, los argentinos Ricardo Piglia y César Aira o el propio Vásconez en el Ecuador, entre algunos otros. Se trataba de sacar beneficio de la oportunidad, lo cual no era gran cosa pues el boom era un pelotón que no podía adoptar demasiados novísimos ni rodearse de ahijados so pena de disolverse, pero, sobre todo, de aprovechar el lugar ganado por los Fuentes y los Vargas Llosa en el banquete de la civilización (Alfonso Reyes dixit) y explorar, desde allí, los numerosos caminos de la tradición de la novela que el propio boom desechaba, ya fuese por la vía del hiperexperimentalismo o por la de la innovación retrógrada intentada por un viejo como Manuel Mujica Láinez. Vásconez, como Pitol, votó por la literatura centroeuropea y, como es obvio, por Kafka, mientras otros se nutrieron de Joyce (Héctor Manjarrez) o de combinaciones diversas entre el neoformalismo de la nueva novela francesa y la riqueza poética latinoamericana (Jorge Aguilar Mora). En algunos casos, sin duda, el boom le tendió, generoso, la mano a un viejo olvidado, como fue el caso de José Lezama Lima.

Vásconez, con El viajero de Praga, su verdadero nacimiento como escritor, se busca y se encuentra en Kafka, ya para entonces tan polisémico como Cervantes. Asume Vásconez, según dice una crítica literaria de tan buena pluma como Mercedes Mafla, que

en un país minúsculo como Ecuador, en el cual hay una modesta tradición de novelistas realistas, Vásconez es quizá el único que tiene plena conciencia de que a él —para decirlo en términos de otro checo insigne, el señor Kundera— la única historia que le compete es la historia de la novela. No sólo se aparta así de su circunstancia fatal, sino que incluso se aleja del espíritu de los novelistas latinoamericanos.1

Mafla se queda corta: inclusive en una literatura multitudinaria como la mexicana, no es otra la decisión tomada por Elizondo, García Ponce o Pitol. Huir del inmenso y hollado país de los realistas y su nacionalismo tras los pasos perdidos de Bataille, Musil o Gombrowicz. Ello es notorio si se lee todo Vásconez, que, como ocurre con Pitol, en cada libro sigue una huella distinta. Por ello, la publicación en Novelas a la sombra de cuatro de sus libros (Jardín Capelo, El secreto, El retorno de las moscas, La otra muerte del doctor) menos conocidos es una buena noticia.

Jardín Capelo (2007) no sólo alude al "jardín secreto" de la propia biografía de Vásconez, la finca familiar en contraste con la neblinosa capital ecuatoriana. Esta novela, un himno a las ruinas, no hubiera disgustado a Lampedusa y tampoco, curiosamente, a un Mujica Láinez menos rococó. Pero me atrevo a suponer que lo mejor de la novela es aquello que no puede ocurrir y sabiamente va posponiendo Vásconez, el encuentro que parecía previsible, aunque fuese imposible, entre el victimado Jordi Sorella y la desaprensiva Manuela. Si yo tuviera que suministrar a un grupo de alumnos una prueba del famoso teorema —a veces atribuido a Hemingway, otras a Pedro Salinas— de la novela como la punta del inmenso iceberg destructor del Titanic que el lector no ve, ofrecería Jardín Capelo como ejemplo. Un libro de no-amor.

El secreto es un relato de 1996 y el más "adolescente" de los libros de Vásconez. Adolescente desde la óptica dostoievskiana, es decir, universal. El ecuatoriano se atreve a presentar a un hombre del subsuelo que a la vez es un asesino de niñas, un enésimo Raskólnikov que encuentra en el crimen una forma de conocimiento, todo ello armado con una precisión de relojería, como en algunos de los otros relatos recogidos en Un extraño en el puerto (1998).

De estas cuatro Novelas a la sombra la que menos me convence es El retorno de las moscas (2005), porque la entiendo como lo que es: un guiño y un capricho. Me puede gustar una novela de John Le Carré, otra de Raymond Chandler o de Arthur C. Clarke y hasta una de Agatha Christie, pero, anticuadísimo, descreo de las novelas de género. Nunca leería un libro porque en éste se comete un asesinato a descifrar, ni una novela porque ocurre en un futuro monopolizado por la ciencia o un relato donde los soviéticos espían a los estadunidenses en Londres durante la segunda posguerra, aunque desde luego, en cualquiera de los casos, pueden escribirse novelas magníficas. André Gide me habría reprobado a mí, no a Vásconez, quien con El retorno de las moscas rinde homenaje explícito a Le Carré. Está en ese momento de plenitud en que un novelista se puede permitir casi todo.

Finalmente, el plato fuerte del cuarteto es La otra muerte del doctor, porque reaparece el doctor Kronz para morir simbólicamente, según nos anuncian los editores. Adoro las reapariciones, y no en balde, al inventarlas, Balzac pobló un mundo vacío. Esta reaparición del doctor Kronz, que espero no sea la última, hace honor al Times Square pintado por la infortunada Zelda Fitzgerald que le sirvió de portada a la primera edición del libro, a petición de Vásconez. Reaparición fragmentaria, esquiva, que nos lleva a un amor de juventud del doctor ante el cual no puedo sino sumarme otra vez al deslumbramiento de Mafla —prefiero siempre la cita que la paráfrasis:

Debo confesar —dice la crítica ecuatoriana— la absoluta fascinación que me provocó leerla una mañana de domingo. Aquí estaba nuevamente el doctor Kronz, siempre el mismo, pero admirablemente renovado. Seguramente algo se debió renovar en el propio autor. Le pregunté, en su momento, si escribir esa novela corta le había resultado difícil. Él me respondió que no. Más bien, confesó, había salido con bastante soltura. Yo pensé que quizá comprendía por qué. Isak Dinesen tiene, a propósito, algo parecido a una enseñanza o a una profecía. "En el arte no hay misterio. Haz las cosas que puedas ver. Ellas te mostrarán lo que no puedes ver." Vásconez es el escritor más fiel entre nosotros a las cosas que puedes ver.1

Ser perdido y ávido de permanecer, concluye Mafla, el doctor Kronz a veces nos espera al doblar una esquina. Sea en Quito o en Nueva York. Desde esa orilla urbana del río Hudson donde este crítico, casualmente, aprendió a caminar, el doctor Kronz se busca a sí mismo, pero también es requerido por íncubos y súcubos, como si la suya fuera una vida casi eterna que, no sé por qué, supongo varias veces milenaria, como si su aspecto "actual", el otorgado por un escritor ecuatoriano, fuese sólo un avatar del judío errante. Javier Vásconez, hijo de un escritor con quien nunca se entendió y de una madre lectora que lo empujo a Dante y a Freud, lo ha convertido, al doctor Kronz, en un personaje constante e imprevisible de nuestra comedia humana.

CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Coyoacán, invierno de 2015

JARDÍN CAPELO

1

DURANTE los primeros días de noviembre, un violento e inesperado aguacero cayó sobre la antigua casona. Una tarde nublada, justo cuando comenzaba el invierno, el aire se tornó tan fresco y húmedo que los sapos cambiaron de color. El agua de la lluvia se asentó en las frondosas copas de los árboles, y las arañas se desplomaban sobre la tierra recién mojada.

Con sandalias y una mochila, Manuela avanzó por el sendero hasta pararse frente a la gran puerta rematada por una cabeza de león. Desde allí contempló la amplia avenida bordeada de fresnos. A su derecha se extendía un gigantesco campo de nabos donde pastaban algunas vacas. De entre las vastas oquedades abiertas en el bosque, a un lado de la entrada, surgió velada por el sol de la tarde la figura de Saturnino Collaguazo. Apareció de pronto, agitando los brazos en dirección a la puerta, indicándole con un movimiento la salida a fin de que se marchara. Luego, se escurrió por detrás de los matorrales. A Manuela le asaltó un sentimiento extraño cuando un soplo de aire rozó levemente su cara.

Mientras se acercaba a la casa, cargando sin esfuerzo la mochila, se sintió amenazada por la presencia inadvertida de Saturnino, y entonces se acordó de su padre y de la conversación que habían mantenido recientemente. Podía imaginarlo en algún lugar improbable del pasado viajando por el interior de Paraguay, o construyendo una presa hidráulica al sur de Chile. Manuela adoraba a su padre. Lo consideraba inteligente y perspicaz, aunque la soledad y el alcohol habían quebrantado su salud.

Cuando Manuela era pequeña, su padre era diferente: jugaba a la pelota con ella, la llevaba a comer ceviche, iban juntos a una piscina de La Merced. Después empezó a molestarle que bebiera tanto y se avergonzaba de él, pero nunca le dijo nada. Hasta los nueve años había ocupado un lugar privilegiado en la vida del padre. Durante ese periodo, el ingeniero le hablaba a menudo de los volcanes, de Plutón, del poder de la sangre, de los ríos y pantanos. Ahora vivían solos, casi incomunicados, en un apartamento de Bellavista.

La muerte repentina de la madre con cáncer de pulmón lo cambió todo. Días antes de que eso ocurriera, un nublado domingo de octubre, Manuela vio a dos hombres vestidos de negro llevando un ataúd con manijas de plata hasta el salón. Lo colocaron de pie junto al aparador de la vajilla, dejando abierta la tapa. Ella se puso de puntillas para atisbar dentro con curiosidad y temor, palpando el interior forrado con una reluciente tela de espejo. Trastornada, Manuela contempló su cara húmeda por el llanto reflejada en el cristal de la caja. Había estirado la mano para acariciar con delicadeza la cavidad mullida del ataúd. Era más alto que ella, y el contacto con esa tela le pareció aún más delicioso cuando arrancó un botón de nácar de su camisón y lo hundió entre los pliegues acolchados del ataúd. Fue la ceremonia del adiós.

A solas repetía incansablemente el nombre de su madre, hasta que descubrió que podía pasar días enteros sin acordarse de ella. Entonces cayó en cuenta de que en realidad podría vivir sin su recuerdo porque le había bastado aceptar su enfermedad para sentirse felizmente a solas con la imagen de su muerte.

Tal vez por ser huérfana volcó toda su energía en los libros. No sólo que le complacía el influjo benéfico de la soledad cuando se encerraba con llave en su alcoba, sino los esfuerzos concentrados de la voluntad. Poseía un don muy especial para las lenguas. Estudió francés e inglés y, después de especializarse en historia del arte en la Sorbona, siguió con el portugués en la Universidad Católica.

Manuela había vivido en París alrededor de un año. Más que las calles y plazas por las que pasaba a diario en bicicleta, o incluso más que los lugares señalados como excepcionales en el mapa de la ciudad, Manuela quería registrar su propio París. Con ayuda de la bicicleta, obedeciendo sus impulsos, se deslizaba sin meta de un lugar a otro. ¿Estaba ante una ilusión? ¿Cómo no sentirse impresionada frente a semejante ciudad? Muchas veces se había preguntado, durante el tiempo que vivió allí, cómo podía caber en su cabeza una ciudad tan grande. Para Manuela, París se había convertido en la prolongación de un sueño. Su deseo de conocerla no tenía fin. Por eso mantenía viva en su memoria una tienda de muñecas en la calle Passy, un cementerio lleno de gatos, los árboles de un bulevar abrumados por el peso de los siglos, algún pasaje de la rue Vivianne y también las panaderías que eran tan diferentes a las de otros lugares.

Todos sus paseos parecían crear un vínculo invisible con la ciudad. Manuela sabía que a fuerza de andar por sus calles y plazas terminaría por descubrirla, por levantar un París hecho a su medida. En los insomnios de la madrugada, en la soledad de su alcoba, a Manuela se le antojaba que debía moverse y observar con más atención a la gente en la calle, oír sus conversaciones en los cafés y ver sus gestos a través del humo de los cigarrillos. En esos instantes olvidaba a su madre, aunque las tardes de domingo le invadía el recuerdo de su casa en la ciudad andina. Pero todo aquello estaba muy lejos y era como si no hubiera sucedido, porque la intensidad de la vida en París, su vértigo cotidiano, el desafío del idioma y de las clases en la universidad la mantenían ocupada la mayor parte del tiempo. Manuela vivía en casa de una anciana bretona que, con la edad, se había vuelto un poco extravagante. Habían transcurrido seis meses desde que Manuela llegó a la ciudad. Mientras se ocultaba en los libros y todas sus preocupaciones estaban dirigidas a la historia del arte, la vida le resultó llevadera. En cuanto apareció Gérard, para alimentar con el abuso de pastillas estimulantes su desconfianza y suspicacia, el espíritu de Manuela se quebrantó. Al principio, cuando salía a cenar con él y con otros amigos, todos ellos expertos en historia del arte, Manuela no dejaba de apreciar y de festejar esos encuentros en los cafés. Pero lo que gradualmente la sedujo no fue el desparpajo de Gérard a la hora de emitir una opinión, sino el humor lacerante, ponzoñoso, con que rebatía a sus adversarios.

Por esa época ella iba cada tarde a la biblioteca a recopilar información acerca de algunos pintores latinoamericanos. Una mañana, Manuela creyó mirar por primera vez a la gente que entraba a la sala de lectura de la biblioteca y esperaba parada delante del mostrador para pedir libros. De repente apareció Gérard en la fila. A punto de tomar el libro, lo dejó sin abrir y se acercó con una sonrisa donde Manuela. Aun cuando no era guapo, a Manuela le resultaba atractivo. Al poco rato salieron juntos y caminaron en dirección al Sena, conversando al azar sobre los amigos de la facultad, sobre el último número de la revista Label donde aparecía un dosier de Ronald Kitaj, a quien no le interesaba la cultura popular pero sí pintores como Bacon y Lucien Freud. Manuela escuchaba las palabras de Gérard con la misma fascinación con que de niña oía los relatos de su padre cuando viajaba como ingeniero por el continente. Con gesto espontáneo, apretó la mano de Gérard al llegar a las escaleras de Montmartre, cuyos escalones la condujeron a un hotel donde reinaba un silencio de ciudad de provincia. Ahí comprendió las palabras de Green: París es una ciudad de escaleras que excitan la imaginación.

En la habitación del último piso, Gérard no pudo soportar la impaciencia y, empujándola con habilidad hacia la cama, le abrió inmediatamente la blusa. Esa mañana le habló con voz temblorosa al oído, mientras ella contenía el aliento por miedo a que Gérard se callara, porque le gustaba oír las suciedades que le decía al bajar por el declive de sus senos.

Dos meses después ella aún se conmovía cada vez que se encontraba con Gérard en esos hoteles que semejaban madrigueras. Manuela era decididamente sentimental, su apasionada preocupación por Gérard la confundió hasta el extremo de cegarla. ¿No había advertido el abismo que se abría entre ellos? Si hubiera puesto más atención a los extraños comportamientos de su amigo (en una ocasión, mientras estaba en el baño lo vio sustraer un billete de su cartera), quizá se habría percatado del aturdimiento y el desorden en el que vivía. Con el paso del tiempo, Gérard se volvió una carga para ella, pues empezó a pedirle pequeñas cantidades de dinero. Aun sabiendo que no valía la pena discutir, ya que el dinero seguramente terminaría convertido en pastillas estimulantes, ella accedió. Una noche Gérard estuvo a punto de golpearla. Aún recordaba el ruido de la escalera cuando oyó el timbre. Gérard se había presentado a media noche, descalzo, con los ojos desorbitados. Al entrar dio unos pasos decididos hacia ella mirándola con un odio incontenible. Manuela abrió la boca, pero él se contuvo y ella no llegó a gritar.

A los pocos días Manuela fue donde uno de sus profesores y le pidió que la enviara a hacer una investigación en otra ciudad. Frente a un ventanal de la biblioteca contra el que golpeaba con violencia la lluvia, Manuela decidió que debía irse de París. Al volver a la calle Passy, tomó por última vez en sus manos la estatuilla con los brazos levantados que la anciana conservaba en una mesa del salón, la hizo girar lentamente mientras examinaba su cabellera de bronce desde diversos ángulos. Subió a su habitación, sacó la maleta del armario, guardó unos libros y la ropa en ella. Luego fue a despedirse de la anciana, cuyo rostro serio y sus ojos sagaces la contemplaron fijamente, mientras un travieso mechón ondeaba sobre su frente. Antes de cerrar con candado la maleta estuvo tentada de escribir una carta a Gérard, pero se arrepintió a tiempo. Le faltaba experiencia para ese tipo de cosas. Al día siguiente se marchó a Besançon, donde se quedaría dos meses. Había empezado a lloviznar cuando se dirigió a la estación.

El ladrido de un perro por el jardín interrumpió el recuerdo de París, hubiera querido regresar a esa ciudad, recuperarla en la hondura del silencio, anular las distancias y escuchar el murmullo de sus calles, ascender con el tibio sol de otoño por sus escaleras. Pero volvió a recordar al ingeniero que dormía en su cuarto al fondo del pasillo, rodeado de sofás desvencijados, cortinas descoloridas por el sol, un cubo de plata con el hielo derretido y publicaciones de la Escuela de Ingeniería. A veces se lamentaba por haber regresado de París sin terminar sus estudios. En verdad, había necesitado mucho reposo, olvido, para soportar la temprana muerte de su madre y la vida que llevaba con su padre, pero una tarde, poco antes de su visita a Capelo, el ingeniero la había invitado a su alcoba. La televisión estaba encendida en una pequeña sala a un lado del pasillo. A Manuela le gustaba oír la voz de los locutores y los conjuntos de música moderna, pero no siempre prestaba la debida atención a otros programas. Esa tarde apareció en la pantalla una mujer guapa con un piercing en la nariz, hablando desde el restaurante Wasabi junto a una mesa con mantel blanco acerca de las delicias y ventajas nutritivas del sushi. Manuela apagó la televisión antes de entrar. Durante más de cuatro horas estuvo hablando con él. Parecía la primera vez que ella escuchaba ciertos pasajes de la historia familiar. De no haber sido por la forma insistente con que su padre se iba poniendo whisky en un vaso, sentado en el borde de la cama, con aire altivo y una sonrisa de borracho en los labios, Manuela no le habría prestado tanta atención. Fue cuando le contó que los vecinos de los alrededores sostenían que Capelo era la hacienda mejor dotada para la agricultura por encontrarse junto al río.

Al oír la voz del ingeniero se preguntó cuándo había empezado a llenarse la casa de botellas. Cada día descubría nuevas revelaciones acerca de la crueldad y miseria de los borrachos. Manuela había vivido en la más absoluta desolación. Por las noches escuchaba a su padre subir con precaución las escaleras. Evitaba hacer ruido para no despertarla, sin saber que cualquier crujido era la señal para que Manuela se ocultase entre las sábanas, aparentando estar dormida a fin de rehuir el beso con aliento a whisky en su mejilla.

Manuela se levantó con sigilo para graduar la pantalla de la lámpara en el velador. El ingeniero alargó el brazo y la cogió de la mano. "A partir de cierta edad, uno vive en un páramo. En esta casa hace mucho frío. Si por un momento dejara de sentirlo, pensaría que estoy muerto. El frío es tan humano como el dolor y es la señal de que aún no hemos muerto", le había dicho. "A todos nos pasa", replicó ella moderando el tono de voz. "Bueno, te hice venir porque creo que debes ir a Capelo. ¿Te acuerdas todavía de ese lugar?" Tan pronto oyó el nombre, Manuela posó una mano en el hombro del ingeniero y le obligó a girar la cabeza. "¿A la casa de los fantasmas?", preguntó con ironía. "Sí, puede que encuentres algo interesante. Un mueble, un adorno de valor", repuso agitando una mano en el aire. "Pero ni siquiera sé si hay una cama disponible", añadió. "¿Vive alguien allí?" "Saturnino, el guardián de toda la vida", dijo el padre. "Es un indio de la Amazonía. ¡Calcula los años que lleva en la casa! Creo que su apellido original era Payaguaje, pero le conocemos desde siempre como Saturnino Collaguazo." "¿A qué viene ese súbito interés por saber lo que hay allí?", preguntó Manuela con un enfático movimiento de cabeza. El ingeniero había alzado la vista, cogiendo instintivamente la botella. "Con mi hermano Leonardo siempre tuvimos diferencias. Además, nos separaba la edad. Leonardo era el mayor. A su muerte, me ocupé durante un tiempo de Capelo. Me limité a cubrir los impuestos y a pagarle al guardián, aunque, en justicia, le hubiera correspondido a Lorena, por ser la hija de Leonardo." "¿No fue ella la que tuvo un accidente de auto en Vancouver?", intervino Manuela. "De no ser por el asunto con el catalán, habría sido la propietaria de Capelo", dijo. "Oye, papá, ¿por qué no me cuentas qué pasó entre Lorena y el catalán?", le preguntó, mirándolo a los ojos. "No es que no quiera decirte, hija. De esa época también me acuerdo de Delia. Creo que era una de las sirvientas de Leonardo", agregó el ingeniero al cabo de un instante abriendo los ojos.

Mientras miraba con fijeza a su hija, como si despertara de un sueño, la mente del ingeniero se trasladó al pasado. A diferencia de Leonardo Ruy Barbosa, Manuela pensaba que su padre no era un hombre ambicioso. Para él Capelo había sido un lugar como cualquier otro, anodino, impersonal, lleno de recuerdos y fantasmas. En los últimos tiempos se había limitado a aparecer por allí a comienzos de cada mes para cancelar el sueldo del guardián.

El ingeniero se había inclinado hacia el velador, cogió la botella y se sirvió otra dosis de whisky. Con el vaso en la mano, sin llevárselo aún a la boca, como obedeciendo a un extraño impulso interior, prosiguió: "Por los rumores recogidos aquí y allá llegué a la conclusión de que el jardinero había muerto intoxicado, aunque también se habló de celos". Tras este último comentario, Manuela observó de nuevo el rostro de su padre, abotagado, con bolsas debajo de los ojos. "Bueno, no hay por qué creer todo lo que dice la gente", concluyó el ingeniero. Sus ojos se abrieron ante la presencia de Manuela. La miró con indiferencia, pero no dijo nada. Manuela había colocado sobre una mesa al lado del ingeniero una botella llena de agua, dos vasos limpios y un cubo de hielo. Dudó un momento al ver que su padre levantaba la mano temblorosa para instarle con rudeza a que abandonara la habitación. Tenía los ojos semicerrados, como si estuviese en otra parte y quisiera que ella se volviese invisible.

Incorporado con grandes cojines en la espalda, el ingeniero estaba cubierto por un deshilachado chal de flores sevillano que había pertenecido a su esposa. Tenía el rostro demacrado. Al acercarse, Manuela se percató del mal color de su cara. Gotas de sudor resbalaban por su frente.

A Manuela le desagradaba recordar esa época en la que ella, cuando era todavía una niña, durante tantas noches, sola en su cuarto, había recibido tan sólo noticias desgraciadas. Sí, le daba miedo volver a esa zona de incertidumbre, a los días en que su madre lloraba la ausencia del marido. Pues ni siquiera cuando estaba enferma el ingeniero abandonaba las obras que dirigía en aquel tiempo en Loja. Aún recordaba a su madre acostada entre cojines, en la cama, con un camisón celeste, adormecida por los somníferos, o dando sorbos a un tazón muy grande de porcelana.

Manuela salió y volvió al poco rato con galletas y un plato de paté. El ingeniero ni siquiera miró lo que trajo en la bandeja. "¿No has comido todavía?", le preguntó sin prestar atención a cómo ella untaba paté en las galletas. "Ese jardinero, ¿no es el que vino a diseñar el parque de Capelo?", preguntó Manuela. "Sí", dijo. "Leonardo lo contrató y el jardinero cometió la imprudencia de enamorarse de su hija. Años después, llegó una carta de una mujer llamada Nuria desde Barcelona a la Embajada de España. La carta iba dirigida al cónsul, y solicitaba información sobre la muerte del catalán." "¿Cómo cayó la carta en tus manos?" "Por un funcionario de la Embajada, al que yo conocía de antes." "¿Y qué hiciste?" "Me limité a decir lo que sabía. Que el jardinero había muerto intoxicado."

Con el rostro descompuesto, el ingeniero no parecía consciente de lo que ocurría a su alrededor. "Papá, ¿nunca te interesó esa propiedad?", le interrogó Manuela. "¡Escúchame bien! Una casa pertenece tan sólo a una persona. Y esa casa fue siempre de Leonardo", dijo cerrando de nuevo los ojos. A ella le dio la impresión de que su padre dormía, pero la tensión de las manos en el vaso le indicaba lo contrario. Su barba gris, apelmazada, le envejecía más el rostro. De pronto, el ingeniero volvió la cabeza para decirle:

—Acabemos con esto, ¡y de una vez! Debes ir a Capelo —le dijo con un hilo de voz—. A ver si puedes hacer lo que yo no fui capaz.

Muchos años atrás, Saturnino había llegado a adquirir cierto renombre en el valle. Se lo consideraba hombre serio y trabajador, pero lo que Manuela no podía saber es que los empleados y sirvientes tenían opiniones diversas acerca de él. Para algunos, era un hombre despojado de sentimientos. Otros, en cambio, aludían a su enorme capacidad para el fingimiento y el disimulo: era, decían, como si tuviese el don de ponerse máscaras, ya fueran de ternura, de dolor o de tristeza. Alguien mencionó que en su juventud había matado a un hombre y que era vengativo.

Al volver junto a él, Manuela fue atisbando su rostro poco a poco. Tenía los pómulos salientes. Sus ojos sombríos no daban reposo a quien los mirara. Sus modales eran lentos y taimados, como los de ciertos animales de la selva. Era intenso, desprovisto de intenciones a primera vista, sabía despreciar las palabras, como si quisiera ocultarse en la maliciosa inmovilidad de la mirada. No la acompañó hasta la entrada de la casa, sino que desapareció de nuevo por detrás de unos helechos, apoyándose en un palo que hacía las veces de bastón. El viento traía un aroma de tierra y humedad. De las copas de los cipreses y fresnos caían pesadas gotas de agua. Alguna vez, hacía muchos años, aquella propiedad debió de producir la ilusión de estar consagrada a la felicidad de sus moradores. A un costado de la casa se extendía un huerto hasta el horizonte, estaba bordeado por una hilera de sauces inclinados sobre un estanque vacío.

Para transformar aquella naturaleza hizo falta abrir caminos, trazar alamedas, cavar surcos y construir acequias. Los distintos elementos que componían el jardín habían encajado unos con otros, pensaba Manuela. Admiró la ductilidad del atardecer, los pájaros trinando antes de ocultarse tras las ramas de las buganvillas. La belleza del lugar confirmaba el ambiente idealizado del jardín. Ahora lo entendía: era la réplica del paraíso arrasado por la ruina.

Manuela se sintió confusa al tomar por un camino orillado de carrizos, y quiso suponer que su capacidad de imaginar empezaría donde terminara aquel parque. Un río corría a lo largo del valle cruzado de quebradas. Detrás, un macizo de montañas se recortaba contra el cielo.

Al poco rato apareció Saturnino, lo vio avanzar mirándola de soslayo, por detrás del pelo enredado sobre su frente. No sabía cómo dirigirse a él. Tampoco tenía valor para hacerlo. Ese hombre, en cuyo rostro había advertido la sonrisa de un rufián, iba acompañado por un perro amarillento, de ojos legañosos. La cara del guardián mostraba abundantes arrugas, tan ásperas como la semilla redonda de un eucalipto. Abría y cerraba la boca dejando ver residuos de maíz entre los dientes. Apresuradamente Manuela concibió una excusa para continuar sola hasta la casa, mas no fue necesario. El guardián se detuvo detrás de ella. Sin volverse, Manuela continuó lentamente hasta los escalones de piedra, conservando una sonrisa amable, en tanto se acomodaba la mochila en la espalda.

2

DESCONCERTADA, Manuela se detuvo delante de una pileta donde se acumulaba un montón de escombros, vio una garza de metal pintada de blanco con las alas levantadas hacia el cielo. Examinó el terreno en dirección a la casa. Anochecía y refrescaba con rapidez, como si una capa de humedad protegiera toda la superficie del parque.

Al fin llegó a una galería de baldosas con estrellas azules y blancas, empuñó con la mano izquierda la linterna que había traído. La enfocó hacia un macizo de arbustos —vio una retama y la hiedra adosada al muro de barro—, y subió con cuidado los peldaños, al tiempo que barría el piso con la luz de la linterna.

Al empujar la puerta percibió un olor a moho y a desagües atascados. Avanzó por un corredor cerrado con una amplia mampara de cristal. Manuela caminaba despacio, pensando que aún podría marcharse y volver a la ciudad. Agitándose débilmente, apenas a dos pasos de ella, creyó distinguir el movimiento de una bufanda blanca. Se sintió trastornada con la sensación de esos hilos alborotados tan cerca de su cara, dejando en ella la impresión de una caricia invisible.

Hizo un gesto de desaliento al comprobar que alguien había borroneado con carbón cruces y signos obscenos en la pared. También advirtió goteras en el techo y unas cuantas ventanas mal ajustadas, por las que penetraba la humedad que se extendía por los pisos hasta una gran alfombra en medio de la sala. Entró en una alcoba. Dirigió la luz de la linterna hacia el papel que estaba rasgado y era de un amarillo desteñido. A su derecha vio una puerta, la empujó y entró mientras iluminaba la habitación. Aliviada, divisó el interruptor. Una lámpara con soporte de porcelana parpadeó con dificultad sobre una mesita tallada. Por un instante se quedó inmóvil, como si esperara encontrarse con alguien. Al desprenderse de las sandalias, sintió con aprensión la alfombra bajo sus pies. Un armario con espejo ocupaba la pared de la derecha. En el extremo opuesto, una ventana cubierta con un pedazo de cartón se abría hacia el parque. Extrajo un saco de dormir de la mochila y lo extendió sobre la cama.

Al salir sintió los remolinos del viento en el corredor. Con ese asombro desmesurado causado por la cautela con que se recorre las casas en ruina, adaptándose al ruido resonante de sus pasos en la galería, fue abriendo las puertas de otras habitaciones. Ningún lazo la unía a esa vieja casa: ni los fantasmas de su ruina ni la conducta del guardián que la recibió entre gruñidos, consecuencia de tantos años de soledad y abandono.

A partir de ese momento, Manuela empezó a observar cada uno de los objetos que iba encontrando a su paso. Recorrer una casa abandonada es entrar en contacto con el pasado y con quienes la habitaron. Se deslizó con aire precavido por aquellos corredores, advirtió el deterioro de los azulejos del piso, cruzó varios aposentos casi vacíos, donde aún se conservaba el aire de una antigua grandeza, tocó a su paso un ángel sin alas abandonado sobre un aparador, especulando sobre los sufrimientos causados por los antiguos habitantes de la casa. También meditaba acerca del odio de quienes consumieron su vida sin salir de allí. Luego regresó al salón y salió al corredor. Fue cuando tuvo la certeza de andar a ciegas, pisando con precaución para no tropezar. ¿Cuándo comenzó la ruina? ¿Desde cuándo había arraigado el sentimiento de caída en la familia? Manuela pensaba que la decadencia comienza cuando se acaba el amor. Es como una manifestación de odio hacia la especie. Aparentemente es un proceso inevitable, puesto que avanza invariablemente hacia la destrucción y tiene que ver con la pulsión de la sangre, con la falta de pasión por la vida.

Repentinamente sintió hambre, de modo que regresó a la habitación. Iba en busca de la mochila, donde guardaba un paquete de galletas y unas latas de atún. De pronto se quedó paralizada: una especie de temblor le recorrió el cuerpo, erizándole los vellos de la nuca. Al levantar la vista vio en la pared el retrato borroso de Leonardo Ruy Barbosa. Imponente, con el pelo echado hacia atrás, vestía traje de etiqueta. Posaba con desenvoltura junto a una de las mesas de piedra del jardín.

¿De dónde venía la ansiedad? Revivió uno de sus primeros recuerdos, sin duda la evocación de un sueño. Un león andaba suelto y ella había temido que su padre la dejara sola mientras cruzaban el parque. Manuela contuvo la respiración. No tenía sueño, sólo aprensión por estar en esa casa atestada de recuerdos, de habitaciones vacías donde abundaban las sombras, la inmovilidad de un tiempo que no correspondía al tiempo que marcaba el reloj. Pero le hubiera sido imposible quedarse en la ciudad, combinar la actitud pasiva de su padre con su deseo de ir a Capelo. Había pronunciado aquel nombre con prudencia. ¿Por qué llevaba ese nombre? Al avanzar por el corredor miró con indiferencia la fachada de la casa, examinó de cerca sus paredes de adobe, oyó estremecerse al viento, lejano y perturbador como si fuera la voz de los muertos, se interrogó acerca de las personas que habitaron en ella. Dicen que primero fue propiedad de la Iglesia. Por eso llevaba el nombre de Capelo. A medida que pasaba frente a la galería, Manuela recordaba haber oído que antes había vivido allí un cardenal al que los liberales le pusieron veneno en el vino de consagrar.

Toda la visión de sus antepasados (a quienes apenas si conocía de oídas) se había petrificado en un desfile de imágenes y de máscaras… ¿Por qué aparecían y volvían atropelladamente a su mente? ¿Qué tenía que ver con sus antepasados? Fue cuando se amparó en el recuerdo de sus amigas. Una de ellas, Nena, era una artista y había tomado las mejores fotos de perros vagabundos en la ciudad. También estaba la extravagante Isadora con quien solía ir a la piscina. ¿Cómo podría disimular ante ellas los momentos de temor que había pasado en esa casa? ¿Cómo iba a contarles la sensación de clandestinidad que le embargaba, incluso de desagrado, si mencionaba los objetos encontrados?

Tal vez lo que había visto era la historia de una casa, tal vez era la crónica de una decadencia minuciosamente construida con ayuda de los muertos que aún respiraban en su memoria, emergiendo como manchas de humedad en las paredes. Manuela conservaba un sentimiento de rechazo y contemplaba con desaliento lo poco que allí quedaba.

Es posible que la decadencia estuviese relegada a los recuerdos de su infancia. No obstante, el rostro avinagrado de la casa apenas constaba como un recuerdo personal en su álbum familiar, porque si bien había corrido y jugado por esos pasillos, Manuela pensaba que el vínculo con su infancia era a través de la memoria de su padre. ¿Qué tenía en común aquel ambiente desamparado con sus amigas? ¿Cómo podía combinarse el sufrimiento de quienes vivieron entre esas paredes con la voz quebrada por la sensualidad de su amiga Isadora? ¿Debía reconstruir piedra por piedra la historia de esa hacienda? ¿Había ido a registrar el melancólico estremecimiento de las palmeras delante de la galería o quizá debía conservar en su mente el rostro ensimismado del indio rondando por algún lado en la oscuridad?

Esa noche Manuela estuvo muy cerca de echarse a llorar, porque no había nada con lo que pudiera ocupar el tiempo. De vez en cuando volvía a escuchar la voz enérgica del padre pidiéndole revivir la sombra de los muertos. En el fondo sentía que la vida de esos desconocidos no tenía nada que ver con las canciones que entonaban sus amigas, ni con la desaforada alegría de sus voces cuando se reunían a tomar cerveza.

Ah, qué casa tan vieja, pensaba Manuela dirigiéndose a la cocina donde las sombras se deslizaban por las paredes como si fueran los únicos habitantes de Capelo. ¿Dónde había ido a parar?, ¿dónde estaba?, ¡cuánta falta le hacía una música más cercana!

3

DESDE la puerta de la cocina vio al perro enderezar las orejas apenas la sintió entrar. El indio la saludó y quiso hablarle, mas el perro reaccionó emitiendo un gruñido bajo, casi humano. Luego trazó un amplio círculo alrededor de la mesa, dio unos pasos hasta la puerta que comunicaba con la bodega, retrocedió intimidado ante las amenazas de Saturnino, dejando al descubierto una fila de dientes blancos, y lanzó un lamento desgarrador. Desde el umbral vio que el guardián sostenía una cuchara en la mano izquierda. Apenas estuvo dentro se sintió rodeada por un ambiente de tristeza. Era como estar en otra época, casi en otra vida. Saturnino raspaba con la cuchara dentro de una cazuela, y Manuela se quedó perturbada al ver sus manos con las uñas rotas. De la penumbra alumbrada por el fuego del hornillo, había emergido la figura difusa de Saturnino que se inclinó para limpiar de un manotazo las migas de pan tiradas sobre el mantel de hule. Manuela abrió la mochila y sacó una lata de atún que puso encima de la mesa.

—Buenas noches —dijo—. Necesito un abrelatas.

—No tengo, pero igual le abro, niña.

Un estremecimiento seco, crepitante, resonaba dentro de la cocina. Era como si al quemarse la leña se hubiera alargado con un abrazo hasta cobijar con sus llamas el cuerpo de Manuela. Detrás de la mesa, arrinconada, distinguió la antigua cocina de hierro empotrada junto a una ventana. Manuela notó que sobre uno de los hornillos había una cacerola humeante que despedía un fuerte olor a cebolla. De la puerta del fogón brotaba un resplandor rojizo, vacilante, envolviendo el ambiente con un tejido de hilachas que bailaban sobre las baldosas del piso.

En cualquier caso, pensaba Manuela, fue un error alejarse de los corredores, de las habitaciones clausuradas y del salón, para venir en busca de un abrelatas. De nuevo volvía a estar en la cocina de leña de su infancia, rebosante de cacerolas y cucharas con olor a grasa. También se acordó de los costales de papas arrimados contra la pared y del chillido de los cuyes correteando por debajo de la mesa. No obstante, era el único lugar donde se reconocía, por haber alimentado allí su memoria de mujer y sus conversaciones con las criadas. Sin desearlo, había retornado a la misma atmósfera y tristeza de cuando sus pasos se confundían con el ladrido de los perros en el patio, provocándole un rechazo inmediato por las casas de hacienda. Pensaba que aquella cocina de tamaño desproporcionado había sido diseñada para hornear un chancho entero dentro de ella, pero sobre todo le paralizaba la idea de observar el rostro de Saturnino, tener que interpretarlo si lo veía acechar insomne, solitario, siguiendo a los fantasmas de la casa. Sentía aprensión de vincularlo con el zumbido constante y ensordecedor de los insectos en el jardín. Temía enfrentarse con el brillo pétreo de sus ojos. O tal vez fue su mano, al tomar el cuchillo de la mesa, lo que le produjo tanto miedo. Vestido con una raída chaqueta de paño negro, camisa blanca sin cuello y un pantalón con manchas en los costados, la sombra de Collaguazo empezó a balancearse, gracias a los reflejos ondulantes de las llamas sobre la pared, como si estuviera consumido por el fuego.

En la vida de aquel hombre, seguro había un enigma difícil de resolver, pensaba Manuela. Una imagen difuminada en el tiempo. ¿Cuándo y dónde se originan los rasgos que determinan la expresión de un rostro?, se preguntaba mientras el perro tendido a los pies de Saturnino se iba acercando poco a poco a ella. Era un animal hediondo, con la lengua negra y babeante.

Al levantar la cabeza con una expresión extraña en los ojos, Saturnino hizo un ruido con la saliva entre los labios. Desprovisto de emoción, experto en el arte de fingir, el guardián era tan hosco y distante que parecía no estar en la cocina. Ella no pudo evitar mirarlo cuando empujó el cuchillo con la punta de los dedos hasta el borde del papel periódico.

—Por fin volvió —dijo echándose a reír, al tiempo que palmeaba la cabeza del perro.

—¿De dónde? —preguntó un poco aturdida.

—No me haga caso. Soy un indio viejo. ¿Cómo se llama?

—Manuela —dijo.

—¿Y para qué vino?

—A ver el estado de la casa, los muebles. Para examinar lo que hay adentro.

—Ahora Jordi sería viejo —comentó.

—¿Te refieres al jardinero que murió aquí?

—Sí, aunque a veces anda entre los árboles —concluyó.

A pesar del tono respetuoso, Manuela no estaba muy segura de que se dirigiera a ella. Sin proponérselo, aquel hombre impuso un toque de gravedad al encuentro. ¿Quién era Collaguazo? Hace treinta o cuarenta años debió de cortar los árboles y trazar los senderos del jardín con sus manos, probablemente ayudó a pelar papas y seguro que, incluso, se ocupaba de los perros y limpiaba la cuadra de los caballos. Ahora, ¿qué hacía allí? Tales eran los pensamientos que se agolpaban en su mente cuando miraba con miedo el rostro de Saturnino, al oír su respiración y el gruñido del perro. ¿Quién era entonces Saturnino? ¿Un fantasma? Un fantasma con olor a viejo que ya debía de estar cansado de vigilar tantos años la casa.

De un rincón fueron saliendo varios animalitos peludos, tímidos, que emitían unos sonidos ahogados, casi inaudibles. Con sus barbas arrastrándose por el piso le parecieron a la distancia ancianos inofensivos, envueltos por el fulgor azulado y cobrizo del fogón. Algunos restregaban sus hocicos contra la paja amontonada junto a la pared, y otros corrían silenciosos por el cuarto. Con los ojos despidiendo un fulgor maligno, rojizo, Manuela vio la cabeza de uno de ellos por debajo de la cocina. Había enderezado el cuello al correr en dirección a la mesa, con el hocico barbudo, tembloroso. Se detuvo en medio de una baldosa, husmeando, sin saber qué hacer, hasta que al fin regresó por el mismo camino hasta su madriguera, debajo de la cocina.

—¿La abrimos? —preguntó Manuela, alargándole la lata de atún por encima de la mesa.

Manuela mantenía el rostro interrogante, mientras se acostumbraba a la presencia del perro. Saturnino estaba de pie junto a la mesa. Abrió la lata con el cuchillo y la empujó con el mango hasta donde ella estaba. Debido a la brusquedad de los movimientos el aceite se derramó, dejando un círculo oscuro sobre el papel periódico. Manuela cogió la lata con la punta de los dedos y olfateó su contenido.

—Dígame, niña…

—¿No quieres probar?

—Dios me ampare —replicó—. Pescado enterrado en caja de lata.

Al ver el aceite, Saturnino entrecerró los ojos, dio unos pasos atrás y sonrió enarcando las cejas, como si imitara a alguien. Luego se dirigió al hornillo de la cocina. Alzó la cacerola, volcó una cuchara de caldo en un plato que sacó del horno apagado. "Si gusta un poco de sopita", dijo con la cara encendida por el calor. A continuación se sentó en el extremo de la mesa, tomó un poco de arroz de una bolsa de papel e hizo un gesto con los labios. Bebió agua fresca de un jarro, escupió en el piso, se limpió con la manga y volvió a sonreír. Puso el cuchillo sobre la mesa. La hoja brillaba en la penumbra.

Durante un buen rato lo estuvo mirando. Se llevaba a los labios la sopa haciendo un sonido gutural al introducir la cuchara en la boca. Manuela tardó en entender que ese ruido era una forma de guardar silencio. Con los dedos dentro del plato, Saturnino revolvió una masa de arroz, coles y zanahorias. Cuando Manuela se disponía a salir, oyó que le decía:

—Es igual a la niña Lorena, aunque tal vez no sea la misma. Por eso ha vuelto…

—En serio, ¿cómo era ella?

—Sólo Jordi la conocía —comentó—. Pero se fue y no volvió más.

—¿Quién?

—Jordi me enseñó a podar rosas —agregó.

Manuela buscó una frase amable, algo que distrajera por un momento su actitud desconfiada, turbia, resistente a todo lo que tuviera que ver con Lorena. Cogió la mochila y salió en silencio, dejándose acompañar por el perro. Sentía simpatía por aquel animal, pero lo espantó con aire amenazador. Intimidado, bajando las orejas, el perro desapareció por detrás de la baranda del patio.

4

DE REGRESO al dormitorio, Manuela leyó unas páginas de Marguerite Duras. Más que una escritora era una novelista resuelta a consignar sus historias coloniales transcurridas en Indochina, sus ideas acerca del amor, siguiendo el ritmo de una caligrafía reiterativa, casi obsesiva. Poco a poco, como una figura espectral que visita la nave abovedada de una iglesia, percibió la presencia de Jordi haciendo sonar sus pasos por la casa. El eco de una voz clamaba dentro de ella y pugnaba por salir. Alguien parecía estar cerca y la asediaba por los corredores. Cuando ya empezaba a bostezar, cerró la novela bruscamente y la depositó sobre el velador. Paralizada por el frío, extrajo un suéter viejo de la mochila, y se lo puso sobre la blusa sin abotonar. A pesar del viento que gemía y se colaba por las rendijas, creyó escuchar una bandada de pájaros nocturnos o de murciélagos que volaban chillando por encima de los tejados. Su mente se trasladó sin previo aviso hasta Cataluña, para caminar en compañía del jardinero por las playas de Mataró.

¿Qué era lo que le hizo volver los pasos? Acaso quería revivir una historia, aunque ella no conocía la totalidad de los hechos. Por eso era preciso retroceder hasta esos días, de modo que se había impuesto la tarea de rescatar a algunos habitantes del pasado, incluso de adjudicarle al catalán una realidad que justificara su presencia en aquella casa. ¿Cómo iba a recobrar la claridad lunar de ese hombre durante las noches de verano? ¿Cómo redimirlo de la lejanía y traerlo al presente? ¿Quién era en realidad Jordi Sorella? Supuso que sería un hombre sereno, dinámico, incisivo, con una disposición natural hacia la felicidad. En consecuencia, lo imaginó trajinando amistosamente por el jardín en compañía de Collaguazo, probando injertos y cultivando nuevas especies de rosales, construyendo senderos y llevando una carpeta bajo el brazo, donde guardaba los planos del parque.

Manuela apagó la luz. Durante media hora permaneció quieta, atrapada en el saco de dormir, pues le gustaba quedarse inmóvil, respirando el aire frío de la noche, sintiendo sobre sus párpados el tránsito sigiloso hacia el sueño. Por unas horas durmió bien. Había escuchado desde el lento discurrir del sueño un rascar de uñas en la pared, acompañado por unos impacientes susurros en la pieza vecina, hasta que oyó el sonido de las teclas de un piano proveniente del fondo de la casa.

A la madrugada el frío la despertó. Una avanzada de insectos, activados por su imaginación, con los cuerpos blandos y cilíndricos, de color púrpura, irrumpieron en su sueño. Después todo fue de un azul cobalto, como si el reflejo de un mar inexistente hubiera cambiado la visión de las cosas. Bajo la luz de la madrugada, Manuela se imaginó un macizo de rosas tan blancas como la rara perfección de un sueño. Sintió frío dentro de la bolsa de tela y de repente tuvo la sensación de no poder gritar.

Hundida en la tibieza del saco de dormir, con las piernas agarrotadas, vislumbró un mundo hecho de criaturas sin músculos, sin utilidad ni inteligencia, sin otro propósito que enroscarse y estremecerse en el sumidero de la cocina. Oyó una voz pidiéndole, entre susurros, que la sacara de allí, pero lo que sintió era un intenso malestar y un anhelo interior que crecía con la angustia de su conciencia.

Más tarde, después de estirar los brazos y guardar el saco de dormir en la mochila, se asomó a la galería y contempló los limoneros en el patio. Sobre el tejado decrépito, el sol fulguró como una lenta explosión ante sus ojos. Atemorizadas, las palomas levantaron el vuelo a su paso. Al recorrer aquellas habitaciones vacías, podía imaginar sin esfuerzo la vida de quienes la habitaron, oyendo sus pasos lentos por el corredor, acaso acompañados por el rumor del viento.

Empezaba a rendirse, nunca se sintió tan sola. Echaba de menos su apartamento de Bellavista, sus discos de jazz y más aún la posibilidad de ver alguna película en la televisión. Durante la noche había tenido la impresión de irse gastando con el roce del aire. Sus amigos estaban lejos y un hombre parecía vigilarle, pero cualquiera que fuese la leyenda que se rumoreaba acerca de él, lo cierto era que infundía terror.