Novelas y cuentos - José María Rivas Groot - E-Book

Novelas y cuentos E-Book

José María Rivas Groot

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Beschreibung

«Novelas y cuentos» es una recopilación de relatos de José María Rivas Groot, algunos de los cuales son «El triunfo de la vida», «Julieta», «El conquistador de Roma», «El hermano de Monseñor (costumbres rusas)», «Bodas de oro», «La novela en la historia», «Palabra de rey», «Cuento oriental» o «El vaso de agua». Y contiene también la novela, o cuento largo, «Resurrección». -

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José María Rivas Groot

Novelas y cuentos

 

Saga

Novelas y cuentos

 

Copyright © 1951, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726680164

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

JOSE MARIA RIVAS GROOT

El nombre de este poeta se halla vinculado, principalmente, al recuerdo de su famosa poesía titulada “Las Constelaciones”, una de las notas líricas más altas del Parnaso colombiano. Sin embargo la obra de Rivas Groot es copiosa, y abarca los más diversos géneros literarios. Fue poeta, crítico, novelista, autor de cuentos, historiador, polemista católico, tratadista de cuestiones internacionales, etc. Claro está que su obra, en cada uno de estos campos, no es extensa, pues a veces sólo dejó algunas valiosas muestras de su talento en las distintas actividades que ensayó, y otras sólo aparece como cultivador accidental de ciertas disciplinas más o menos ajenas a su carácter. Nos referimos a esta vasta amplitud de sus capacidades para poner de manifiesto la generosa hospitalidad de sus inteligencia, y para contradecir a quienes, desconociendo la totalidad de su obra, la reducen a unas dos novelas cortas y a la poesía ya mencionada. No. Rivas Groot fue un incansable obrero de la pluma. Sobresalió, ante todo, como novelista, después como poeta, y finalmente como historiador. Estas son las tres fases principales de su talento, y las tres caras de esa pirámide bruñida cuyo vértice se orientó siempre hacia la estrella de las supremas esperanzas.

Hijo de don Medardo Rivas y nieto del historiador José Manuel Groot, el autor de “Las Constelaciones” no tuvo más que volver los ojos sobre su propio espíritu para encontrar allí las fuentes de la vocación literaria. Llevaba en la sangre la inclinación hacia las letras, de modo que, al comenzar a escribir desde muy joven, no hizo más que seguir esos misteriosos impulsos que suben de la ancestral raíz de la estirpe y cuajan en propósitos firmes y definidos, por medio de los cuales se forja un anillo más en esa cadena de la tradición espiritual de una familia. Que Rivas Groot supo corresponder a los antecedentes intelectuales de su casa es indudable, y por eso su nombre se hombrea con el de su padre y, principalmente, con el de su abuelo, con quien poseé mayores nexos de solidaridad espiritual.

Su juventud tuvo la aureola de un capitán que comanda huestes asimismo juveniles, y les enseña derroteros nuevos. Formó en la vanguardia de ese movimiento literario que, en los años finales del siglo diez y nueve, aspiró a renovar fundamentalmente los cánones estéticos hasta entonces imperantes, y en dos prólogos famosos, el de “La Lira Nueva” y el que puso a la Antología de Julio Añez, publicadas ambas hacia 1886, sintetizó las aspiraciones del grupo juvenil que hubo de congregarse en esas páginas, y dictó las cláusulas de lo que podríamos llamar nuevo decálogo poético. Fuera de cuestiones de simple forma, el nuevo credo se redujo a ampliar considerablemente el ámbito de la poesía, haciendo entrar en sus dominios las preocupaciones científicas y filosóficas de esos días, y a convertir el verso en arma de las reivindicaciones sociales. Hay en todo esto un eco de Núñez de Arce y de Víctor Hugo, representantes de la poesía llamada entonces militante, en el sentido de la lucha por ciertos ideales humanitarios, lucha que era el primer balbuceo de las reivindicaciones sociales que, después, convertirían el planeta en piélago de sangre. Pero, en ese entonces, las tentativas sólo tenían como instrumento las cuerdas de la lira, y el mundo podía todavía dormir tranquilo, arrullado por la voz vengativa, pero armoniosa, de los poetas.

Como poeta, Rivas Groot fue fiel al programa trazado por él mismo en los prólogos antedichos. Su producción en verso es escasa, y puede reducirse a tres o cuatro poemas de importancia, entre los cuales sobresale, como es natural, “Las Constelaciones”. Pero en tan poca materia realizó muchos de los ideales que había proclamado teóricamente, al hablar, con acento de grave entonación, de la misión que el poeta debe desempeñar en la sociedad contemporánea. Rivas Groot no convirtió la estrofa en arma de combate, pero hizo de ella un instrumento de alta especulación filosófica y religiosa, siguiendo en esto las huellas de sus dos maestros predilectos, Lamartine y Víctor Hugo, sobre todo este último. “Las Constelaciones” recuerda, sin exageración, las mejores piezas poéticas, de “Las Contemplaciones”, sin que haya en esto servil imitación ni mucho menos plagio; pero se advierte allí la lectura frecuente del formidable poeta francés y la asimilación perfecta de algunos de sus procedimientos artísticos, como el de la antítesis, que Rivas Groot maneja a la perfección. Y aquí es de advertir que no solamente en el verso, sino en la misma prosa sonora, imaginativa y llena de contraposiciones, de los prólogos tantas veces mencionados, se advierte la influencia del autor de “La Leyenda de los Siglos”, poeta a quien Rivas Groot, por otra parte, rindió expreso tributo de admiración en el volúmen titulado “Víctor Hugo en América”, colección de traducciones del gran poeta francés, al que antecede un prólogo del propio autor de la recopilación, escrito con desbordante y juvenil entusiasmo.

Al lado de “Constelaciones” es indispensable colocar la poesía que lleva como título “La Naturaleza” escrita, como la anterior, en versos alejandrinos, y concebida dentro de un plan filosófico análogo. Aquí también plantea el autor hondos problemas relacionados con el destino final del universo, manteniéndose firme en sus conclusiones espiritualistas, las cuales forman como el núcleo central de ambos poemas. No estaría por demás agregar a estas composiciones, otra, de menos trascendencia desde el punto de vista filosófico, pero de más finos quilates estéticos, y es la titulada “Lo que es un nido”, poesía en la cual aparece de manera más notoria la huella de Víctor Hugo, pero que Rivas Groot desarrolla con elementos propios en cuanto a la concepción y a la ejecución. Esta poesía, por cierta técnica literaria, recuerda “El viaje de la Luz” de Joaquín González Camargo, también discípulo de Hugo, más que Bécquer, como se ha sostenido.

En fin, Rivas Groot, como poeta, no obstante la parquedad de su obra lírica, puede ser colocado al nivel de Pombo o de Fallon, con la circunstancia de que aventaja a éstos por haber redactado el estatuto poético de la generación que corresponde, más o menos, al año de 1886, de profundas renovaciones en todos los órdenes de la vida social colombiana, y por haber realizado, en parte, ese programa, a tiempo que la mayor parte de los poetas incluídos en las Antologías de “La Lira Nueva” y en “El Parnaso Colombiano”, o se mantuvieron dentro de los cánones tradicionales, o contradijeron, en su obra, las cláusulas en que encarnaba la revolución, o naufragaron en el olvido, a causa de la endeblez de su producción lírica. Hoy se recuerda muy poco a Manuel Medardo Espinosa, a Emilio Antonio Escobar, a Ernesto León Gómez, a Alejandro Vega, a Leonidas, Alejandro y Manuel de Jesús Flórez, a Rubén J. Mosquera, a José María Garavito A., a Julio Añez, a Pedro Vélez Rocero, a Nicolás Pinzón W., a José Angel Porras, a Alirio Díaz Guerra, a Miguel Medina y Delgado, a Juan Cancio Tobón, a Francisco Antonio Gutiérrez, etc., que figuran en la primera de las Antologías dichas, como representante de la falange poética nueva, pero cuyos nombres quedaron totalmente eclipsados por los de Rivas Groot, Ismael Enirque Arciniegas, José J. Casas, Belisario Peña, Diego Uribe, Julio Flórez, Carlos Arturo Torres y José Asunción Silva, únicos poetas que lograron destacarse y pasar a la posteridad de entre esa oscura legión de simpáticos y meritorios vates, cuyos versos aparecen en esa recopilación como mariposas muertas. Con la circunstancia curiosa, además, de que sólo un poeta, Silva, iba a tener el significado de una bandera de combate, y a realizar una profunda revolución dentro de la lírica castellana. Pero esto no podía preverlo, por entonces, Rivas Groot, no obstante la agudeza de su olfato crítico, porque la reforma de Silva hace referencia a cierta escuela que empezaba a lanzar sus primeros reflejos sobre el panorama de la lírica hispanoamericana, o sea el modernismo, y Rivas Groot, capitán de los ejércitos románticos, apenas representaba la reacción de la poesía de contenido social y humanitario, científico y filosófico, estilo Núñez de Arce, frente al seudo clasicismo que había dominado en buena parte del siglo diez y nueve, o frente a la agonía de la escuela romántica, que expiraba rodeada de falsas ternuras y de amores melodrámicos. De allí que Rivas Groot dijese: “no más versos eróticos”, y reclamase para la lírica un tono más viril, de acuerdo con la época, orgullosa de los adelantos científicos.

Muchos de los poetas que dejamos mencionados figuran también en la colección de Añez, pero aquí sucede cosa análoga a lo que hemos hecho notar cuando tratamos de “La Lira Nueva”. Hay en el “Parnaso Colombiano” poetas como Clodomiro Castilla, Eusebio Esguerra, Tomás Martín Feuillet, Juan S. de Narváez, Carlos Sáenz Echeverría, Hermógenes Saravia, Filemón Buitrago, Bernardino Torres Torrente, Juan Ignacio Trujillo, Olegario Valverde, y muchos otros, cuyos nombres pasaron al olvido, posiblemente desde los días de su inclusión en esa Antología; pero con la diferencia de que Añez se propuso dar una muestra general de la poesía colombiana, desde los días de la colonia, con la Madre Castillo, hasta los últimos años del siglo diez y nueve. Pero el prólogo de Rivas Groot que antecede a esta benemérita recopilación, tiene acentos de clarín que llama a la refriega. Léase, si no, este párrafo:

“Lleve el poeta en los labios el gemido para las desdichas ajenas, y la imprecación para las maldades ajenas, pronto a proteger y a llorar, como lloraron y protegían los antiguos Cides, los antiguos Orlandos. Detenga a los fuertes que abusan, ampare a los débiles que caen. Sea como extraño gladiador que entra en la liza, y desdeñando la vocería de los espectadores, levanta a los esclavos en la arena y mata a los leones en el circo. Sin esquivar la contienda ni flaquear en ella, clamará por la paz para los buenos. El verdadero poeta, terrible y sonriente, halla la armonía de la naturaleza física, guerreadora y fecunda, con la naturaleza moral, fecunda y apacible. Acepta la viril lucha con la primera, como necesaria para la selección de las razas; pero reclama el apaciguamiento de la segunda, como indispensable para la selección de las almas. Fortalece su mano en la batalla, y emplea esa misma robusta mano en aventar semillas y en repartir bendiciones. Es como aterradora espada que tiene la forma santa de una cruz en la empuñadura.”

Es todo el “humanitarismo” de Hugo, vertido en cláusulas de arrogancia oratoria.

Con los años, fuese templando ese fervor de Rivas Groot por el autor de “Los Miserables”, se recobró a sí mismo, y entonces produjo páginas tan densas y mesuradas como sus prólogos a los dos tomos de la “Vida de Jesucristo”, por Monseñor Bougand, como sus discursos en honor de Santa Teresa de Jesús y de don Marcelino Menéndez y Pelayo, como su introducción a la obra “El Nuevo Reino de Granada en el siglo XVIII”, escrita por él mismo en colaboración con Jerónimo Bécquer, como su estudio “El Papa, Arbitro Internacional” y algunas otras páginas de historia y de elocuencia, que revelan ya la madurez del escritor.

Muy distinto es el aspecto que Rivas Groot ofrece como novelista y como autor de cuentos. “Resurrección” su primera novela, en el orden cronológico y en el de la calidad artística, despertó en su época apasionadas discusiones y, de inmediato, se creyó que fuese traducción del francés, a causa del escenario en que se mueven los personajes, del ambiente social que la rodea, y del problema mismo planteado en ella. Nada tiene de colombiano ni de americano esa preciosa narracción, que más bien pudiera clasificarse como cuento largo. Su tema es casi inexistente, en el sentido del interés propiamente novelesco. Parece, mejor, un poema escrito en prosa armónica que, en ocasiones, se acerca bastante al verso. Las descripciones son lo mejor de ese libro. Allí campea bizarramente el arte de Rivas Groot, sobre todo en su sentido de la naturaleza, de la que suele darnos sensaciones tan frescas, que semejan grandes brochazos. Todo lo pinta y describe con arte inimitable, en largos y nutridos párrafos, que dejan en la retina una sensación de frescura y de realidad como sólo puede darse caso semejante en algunas páginas de Pierre Loti, uno de los autores favoritos de Rivas Groot, ya que la comparación con Chateaubriand sería inexacta, pues el arte de “Resurrección” es más fino y delicado que el de “Atala”, en lo que se refiere a la técnica estilística, y se aproxima mucho más al de aquel fascinante narrador de tristezas exóticas y de voluptuosidades cosmopolitas, que fue el autor de “Mi hermano Ives”.

Hay en “Resurrección” algunos atisbos psicológicos, personajes “fin de siglo”, que se hastían elegantemente en los casinos, abates inteligentes y artistas refinados y siempre insatisfechos, todo muy propio de esa novela europea que corresponde a los años finales de la pasada centuria, y que supo reunir todas las exquisiteces del estilo a todos los refinamientos del estilo. Hay bastante analogía, y es esta una consideración incidental, entre la novela de Silva “Sobremesa”, y esta de Rivas Groot, claro está que no en cuanto al fondo, sino en lo concerniente a la mórbida concepción del estilo, cargado hasta el exceso de sugerencias, recamado de imágenes preciosas, ondulante y conciso al mismo tiempo, como que pretendía robarle sus secretos por igual a la pintura y a la música. Hay párrafos de “Resurrección” que se van desenvolviendo como tapices historiados, o como concierto de flautas y de violines a la sombra de un palacio de mármol, edificado a la orilla del agua.

Por la tesis que plantea la novela de Rivas Groot puede decirse que pertenece a esa tendencia espiritualista que despertó en Francia la reacción contra las demasías naturalistas, con el regreso al catolicismo de los antiguos discípulos de Taine y de Zolá, como Bourget y Huissamans. Rivas Groot vivió intensamente ese ambiente religioso, y aspiró el efluvio de esa nueva primavera espiritualista que abría sus flores en los terrenos abonados por la pesuña de la bestia humana. “Resurrección”, aunque fruto de una inteligencia que había vivido siempre abrazada al dogma religioso, quiso formar parte de ese movimiento de restauración católica, y el desenlace del relato resume toda la intención de la novela y es cifra del espíritu de esos días, tan fecundos en sacrificios y renunciaciones, y que se hallan marcados en la historia religiosa de Francia por la conversión de grandes literatos y artistas, a los cuales siguieron, inmediatamente, todos aquellos que volvieron a Cristo como consecuencia de la primera conflagración mundial. En esa falange redentora ocupan puesto principal, desde Bourget, Huysmans, Rimbaud y Claudel, que pertenecen al siglo pasado, hasta Maritain y su esposa Raissa, Max Jacob, Jacques Riviere, Charles du Bois, Charles Peguy, Bernanos, Blondel, Fumet, Schwob, Ghéon y el nieto de Renán, Ernest Psichari, a quien sólo la muerte en el campo de batalla, durante los primeros meses del año de 1914, impidió vestir la sotana del sacerdote católico.

Al lado de “Resurrección” pero en plano un poco inferior, hay que colocar “El triunfo de la vida”, la segunda novela de Rivas Groot que, a decir verdad, parece una continuación de la anterior. Y lo parece por el ambiente, que se repite, por los personajes, que pertenecen al mismo mundo social en que actúan los anteriores, y por el estilo, que guarda estrechas analogías con el de “Resurrección”, aunque en “El triunfo de la vida” se advierte una mayor sobriedad y un mayor esfuerzo por condensar en breves palabras todo un paisaje. Pero es este el que predomina, con la circunstancia de que el siempre hermoso y sugestivo paisaje de Italia ha sustituído aquí a los casinos y lagos de Francia. Cada párrafo de esta nueva novela es una obra maestra de evocación y de sugerencias artísticas. Se respira allí el hálito embalsamado del mar, de los bosques de pinos, de todos aquellos sitios adorables —islas y playas— a donde se retiraban los emperadores romanos a ver morir el Imperio, cegados por el brillo de las olas donde ya se advertía el choque anticipado de las picas y frámeas que amenazaban las urbes de mármol y los castillos ahogados por los mirtos.

Completan este volumen de la Biblioteca Popular de Autores Colombianos, un precioso relato llamado Julieta, tributo del autor a su ídolo intelectual de la madurez, y varios cuentos, muchos de ellos inéditos, en los cuales persisten y se relievan vigorosamente, las mejores cualidades del estilo y del pensamiento de Rivas Groot. Que este volumen ponga a las nuevas generaciones colombianas en contacto con un literato de primera categoría, que supo juntar en su obra los primores de la forma artística al potente hálito espiritual que henchía su alma creyente y de patriota.

R. M.

LA OBRA Y EL AUTOR

Pocas obras literarias del género de “Resurrección” pueden vanaglroiarse de haber triunfado al primer intento. Apenas vio la luz, fue saludada con unánime aplauso en los centros literarios, y el pueblo que siente y ama devoróla con afán.

Esto se explica porque el sentimiento es su nota dominante, el misterioso espíritu que la anima, la savia potente que circula por todas y cada una de sus áureas páginas. Cómo extrañar, pues, que este Cuento de Artistas, este ramillete de delicadas filigranas, esta joya purísima de amor y de fe, conmueva a todo el mundo?

Pero hay en ella algo más recóndito que el sentimiento, algo más sugestivo y trascendental: la abnegación, el sacrificio. El pueblo, que, por necesidad de su naturaleza, ama todo lo noble y grande, sabe que no hay nada tan noble ni tan grande como el espíritu de sacrificio. Por eso le atrae, le encadena, le subyuga el hecho heroico, en el cual vincula los grandes alicientes de la vida humana, porque sabe que el heroísmo es siempre efecto del sentimiento de abnegación, como sabe —y por eso lo maldice y lo desprecia— que el egoísmo sólo engendra ruindades, villanías y miserias.

He ahí por qué ese canto de amor y de esperanza se ha abierto rápidamente paso en la república de las letras y en el hogar del pueblo honrado y fiel. Seis ediciones en diez años es por cierto envidiable ejecutoria de nobleza literaria.

Pero ¿está bien justificado este timbre de gloría?

Nada más sencillo y humano, como humana y sencilla debe ser toda obra que aspire a traspasar los umbrales de su época, pero nada al propio tiempo tan espiritual y trascendente como la acción de esta novelita, viva encarnación del soberano ideal de la belleza, de la sublime aspiración de la fe.

¡Cuán simpática y atractiva se nos ofrece Margot, la hija del barón de Chastel-Rook, al presentárnosla el autor como soñadora aparición, reclinada en la balaustrada de su castillo medioeval, “iluminada por el último rayo del sol poniente, vestida de claro, envuelta en la calma de aquella tarde de estío, circundada de flores!”

¿Cómo no amarla? “Tenía los ojos negros, con suavidad magnética en sus profundidades, y la oscuridad de las pupilas grandes, demasiado grandes acaso, reforzaba la blancura del cutis, que presentaba la palidez mate de los mármoles soterrados por siglos en las ruinas de Grecia.”

Por eso reúne en torno suyo, y esclaviza con las dulces cadenas del amor, a Pablo el marino, a Jenkins el pintor, a Dulaurier el poeta, a Blumenthal el músico, a Zonawysky el artista, almas todas que “han encontrado el mundo inferior al pensamiento”; y aun el abate Croiset se siente conmovido por aquel sello de belleza espiritual y divina, vivo reflejo de las perfecciones increadas. Por eso los celos estallan con violencia formidable en el corazón de dos adoradores, Pablo y Jenkins, que no saben sustraerse al influjo de la pasión innoble que palpita en el fondo de todo corazón humano, y se concierta un duelo, que el deber aplaza.

Mas ¡ay! que aquella belleza no es de este mundo; por eso vuela al infinito, dejando sumidas en profundo desconsuelo las almas escogidas que la adoran. Y caso extraño: los que antes sólo pensaban en los alicientes y grandezas de esta vida, se sienten como reanimados y ennoblecidos al impulso del nuevo sentimiento que arde en sus entrañas. La belleza ideal los cautiva: Zonawysky traza el plan de la capilla que ha de encerrar los restos de Margot; Jenkins, que, dominado primeramente por el dolor, pinta El Rapto, el rapto de este mundo, que le vale el dictado de Pintor de la Muerte, traza, al calor de la nueva inspiración, un cuadro ultraterreno, la Resurrección de lamateria. El mismo asunto inspira al poeta Dulaurier, el que antes diera a luz Cenizas y Los Astros Muertos. En una palabra: todos han resucitado a la fe, todos menos Pablo. Y como creyentes que ya son, como almas que viven ya en la región de la luz, van todos a presenciar un acto conmovedor y heroico como pocos: la despedida de los hijos de la luz, del amor, del sacrificio, en la Capilla de las Misiones Extranjeras.

Y ¡oh prodigio de la fe! Allí ven a Pablo, el marino, a quien creían sepultado por el dolor y la desesperación en las profundidades del Océano. Venle allí, vestido el tosco sayal del misionero, “radiante de paz y de tranquilidad interior.”

La escena es grandiosa, indescriplible. Allí todo se perdona.

¡También Pablo ha resucitado! . . .

__________

¿Qué decir ahora del autor? Mucho sentimos que la estrecha amistad que con él nos une no nos permita expresar aquí lo que debiéramos. Pero, ¿a qué repetir lo que han dicho los demás y puede leerse a continuación? ¿A qué exponer aquí lo que todos pueden apreciar saboreando su prosa vibrante y castiza, moldeada al calor del sentimiento, admirando los trazos vigorosos y geniales, las frases felicísimamente concebidas y gallardamente expuestas, la luminosa sobriedad de las descripciones, la asombrosa realidad de los caracteres, la flexibilidad de un lenguaje animado y pintoresco, de un estilo diáfano y puro, y con frecuencia sublime, en medio de su envidiable sencillez?

Sólo recordaremos aquí que el autor es colombiano, que ama con pasión a España, por lo mismo que ama con delirio la virgen y generosa tierra que lo vio nacer. Resurrección, digan lo que quieran los franceses, es nuéstra, porque la ha escrito un alma hispanoamericana, un alma ardiente, enamorada de todo lo sublime. Podrá ser que el aparato externo sea francés, pero nosotros los españoles y los colombianos debemos reivindicar el sentimiento y el espíritu que la anima, porque el amor y la fe nos pertenecen de derecho.

MODESTO II. VILLAESCUSA

 

Barcelona, 25 de enero de 1912.

PROLOGO

DE LA PRIMERA EDICION

El libro que ahora sale a luz es el que menos necesita de proemio, ni por el autor, ni por la obra misma, ni por el que estas líneas escribe; no por el autor, conocido tiempo ha en la República de las Letras, y cuyo nombre, para honra suya y de la Patria, ha salvado los límites de la Nación (1), no por la obra, que, publicada incompleta y fragmentariamente en La Opinión , el año pasado, fue acogida con entusiasmo; ni por el prologuista, que ningún derecho tiene para entrometerse en regiones que le son desconocidas, y por tanto vedadas, a no ser el cariño acendrado que le profesa al autor, y que en el presente caso no ha podido abstenerse de felicitarlo por este nuevo triunfo literario, felicitación que no tiene otro mérito que la sinceridad y el provenir de su ínfimo amigo y conterráneo.

“Resurrección” (Cuento de Artistas), por J. de Roche-Grosse; tal es el título de la obra que empezó a publicarse en el mencionado periódico, correspondiente a abril del año último. Su lectura llamó vivamente la atención y originó discusiones y apuestas: quienes juzgaron que era una correcta traducción del francés, inducidos por el pseudónimo adoptado; quienes que era producción original, aunque no acertaban si era colombiana o extranjera; quienes dieron en lo cierto y señalaron inequívocamente al autor verdadero.

Ochoa, tratando de un asunto semejante, dijo:

“Creemos que, en materia de estilo, lo esencial para un escritor es tener uno suyo propio, espontáneo, que no se confunda con ningún otro, que viva por sí. Creemos que sin esto ningún escritor merece el nombre de tal; literariamente, es como si no existiera” (2).

De lo dicho se originaron comentos, principalmente entre las sensatas cuanto bellas lectoras. Hoy se publica, a solicitud de muchos, con el nombre y el retrato, por iniciativa y a costa del que suscribe. Cúmplenos aquí dar las gracias al señor don José María Samper Matiz por el interés especial que tomó para que se editara el libro en su renombrado establecimiento tipográfico.

El señor Rivas Groot, que como polemista católico y como Ministro de Estado, no ha sido indiferente a la situación actual de la República, flagelada por la espantosa guerra civil—dado que cuando fue director del periódico arriba mencionado, publicó artículos magistrales, encaminados a restablecer la armonía entre sus conciudadanos, y que junto con otros escritos suyos, políticos o de otra índole, serán de los pocos que en lo futuro merezcan el honor de una compilación—, tampoco abandonó el campo literario de sus afecciones, y daba a luz la novela de que tratamos, en la que se ha exhibido, una vez más, maestro peritísimo de la lengua, demostrando que no hay necesidad de mojar la pluma en cieno ni de seguir el repugnante y desconsolador naturalismo de Zola, ni de irse en pos de revesados vocablos ni de alambicados pensamientos para interesar al público, sino que, por el contrario, sin salirse del terreno de la Religión y la Moral, es muy hábil en realizar la opinión de Guy de Manpassant, de que “para decir cualquier cosa no hay sino un sustantivo que la exprese, un verbo que la anime y un adjetivo que la califique”. Y de que “es preciso buscar, hasta descubrirlos, ese sustantivo, ese verbo y ese adjetivo, y no contentarse jamás con los aproximados, ni recurrir a supercherías, por felices que sean, ni a piruetas de lenguaje, para evitar la dificultad” (3).

La lectura de la obra será la confirmación de lo que acaba de expresarse; como en ella campean descripciones de vigoroso realismo de buena cepa, a la manera de Pereda y de Sienkiewics, a la par que reflexiones que levantan el espíritu a regiones suprasensibles.

Los escritores a modo del señor Rivas Groot merecen bien de la Patria, tanto como el gramático o el filólogo, puesto que, según nuestro insigne Cuervo, “cuando varios pueblos gozan del beneficio de un idioma común, propender a la uniformidad de éste es avigorar sus simpatías y relaciones, hacerlos uno solo. De modo, pues, que, dejando aparte a los que trabajan por conservar la unidad religiosa, aspiración más elevada a formar de todas las razas y lenguas un solo redil con un solo pastor, nadie hace tanto por el hermanamiento de las naciones hispanoamericanas como los fomentadores de aquellos estudios que tienden a conservar la pureza de su idioma, destruyendo las barreras que las diferencias dialécticas oponen al comercio de las ideas” (4).

Siga el señor Rivas Groot por el camino que ha emprendido, con tan buen éxito y tino, que es obra santa combatir el error en cualquier campo que se halle, con armas iguales, si no superiores, como en el presente caso.

Las Letras Patrias están de plácemes por la adquisición del bello libro de que hablamos, cuyos rotundos y correctos períodos contribuirán, sin duda alguna, a conservar intacta la hermosa lengua castellana en este riñón de los Andes.

Andrés Vargas Muñoz

 

Bogotá, diciembre de 1902.

La novela “Resurrección” juzgada por Armand de Nouvrac. Carta dirigida a la señora Condesa Maurice de Courville.—Chalet Saint Goustav.—Le Croisic.

Señora Condesa:

 

A diferencia de otros años, en este veraneo he venido a residir en los alrededores de Plombiéres, en un sitio pintoresco, circundado de montañas a las cuales dan sombra grandes pinos, cerca de la Sémouse, que, entristecida y apacible, se desliza entre rocas, cortando aquí y allá praderas risueñas y desapareciendo en los flancos caprichosos de las colinas que se alzan en suave pendiente cubiertas de bosques espesos, donde cruzan sus ramas las encinas y los álamos blancos. Aquí la brisa murmura, su perfume embriaga; en suma, vivo deliciosamente en uno de ls más hermosos rincones de la Alsacia.

Gozo con estos paisajes en que el encanto de la vida —un poco solitaria, es verdad— me vuelve un tanto soñador y me permite en mis horas de ocio, que aquí parecen prolongarse, hojear escrupulosamente lo que me trae el correo, en el cual me ha llegado un grupo de opúsculos y de entregas hebdomadarias o mensuales.

Aquí, en este apacible retiro, tengo el tiempo de releer a mis queridos compañeros y maestros Bourget, Coppée. Loti, que se codean en mi biblioteca de viaje con Sully Prud’homme, Octave Fauillet, Verlaine, France y otros tantos que piensan y sienten intensamente . . . Entre los numeroso folletos que me han llegado he encontrado un libro artístico que me remiten de España y se titula Resurrección .

No es andaluz, ni catalán, ni vasco; es francés, completamente francés, sin dejar duda, a juzgar por el estilo; y con todo esto, concebido y escrito en la América del Sur, en Colombia, en medio de los Andes, lejos de nosotros, los civilizados, según nuestra opinión personal.

Yo desearía dejaros saborear y apreciar vos misma esa novelita, que es una verdadera joya en su género, y en la cual se transparenta el espíritu profundo, analítico y psicológico del autor; pero siento el deseo de decir algo de lo que pienso respecto de esa obra, algo de lo que encuentro en esas páginas, escritas en un lugar tan lejano, y que, sin embargo de ello, me han impresionado de tal modo, que las he leído sin interrupción, con placer, y penetrado por las impresiones, las descripciones tan verdaderas y sentidas de ese americano que escribe con el espíritu de un francés de nuestra época . . . El tema es sencillo, sin artificios complicados; la trama es natural, el estilo correcto, claro, y sobre todo muy puro. Y se refleja ahí un alma que siente, que aspira la vida en medio de sentimientos delicados y nobles. No diré que el autor es un psicólogo como Pablo Bourget, un soñador exótico como Loti, o un sentimental como René Bazin. En algo, sí, se asemeja a todos ellos, y se comprende que son sus autores favoritos.

El autor de Resurrección se dedica al estudio de los sentimientos nobles, al análisis del alma de sus personajes, a tocar aquellas fibras que más nos enternecen y conmueven. Su propósito es la moral, pero una moral suave, presentada con tan atractivo aspecto, en un estilo tan flúido, que al autor se le escucha y se le comprende aunque todos no participen de sus propias ideas.

Resurrección es un verdadero cuento de artistas, puesto que sus personajes lo son en efecto, y el libro constituye un poema en prosa hecho con leves pinceladas, numerosas e insinuantes, y hay en él notas musicales que se confunden y se suman, formando una armonía suave, que llega al corazón y esparce —es verdad— una suave melancolía, la melancolía que experimentamos inevitablemente al pensar que los tiempos cambian, que el género literario sentimental tiende a desaparecer en nuestra época, llevándose acaso consigo lo que hay más elevado en el pensamiento humano. Lo que más llama la atención en ese librito sentimental es la descripción perfecta de sus personajes, a quienes el autor no ha visto sino de paso, pero de los cuales conserva una memoria indeleble; y los sitios que ha visitado sin duda y que permanecen reflejados en su mente con tal nitidez, que los reproduce todos en un estilo acaso desconocido en América, si consideramos que las costumbres de aquellos países son tan diferentes de las nuéstras.

Hay un verdadero color local, y para que un autor lo posea es necesario que el escritor vea, analice y comprenda las cosas que le son extrañas, tal como nosotros las observamos y sentimos.

Entre nosotros vemos que Loti deja su amada Francia para emprender largos viajes y presentarnos luego visiones pintorescas de países exóticos. En América, Rivas Groot abandona sus zonas ecuatoriales para venir a Francia a beber en una nueva fuente; se inspira en escenas de una tierra que no es la suya; describe en un estilo que le es propio lo que ha visto y vivido entre nosotros, y nos hace palpar así una vida que es más nuéstra que suya. He ahí una propiedad especial del autor de Resurrección , que merece notarse. Por tal motivo el prefacio de la obra nos habla de la sorpresa causada allá en los centros literarios, pues se creyó en un principio que esa novela no era un producto nativo de América, sino traducida de un autor francés a la lengua castellana.

Cuando se descubrió que M. Roche Grosse no era sino un pseudónimo, las controversias cesaron y se admiró, como yo admiro, ese librito azul, flor de literatura, que se abrió en la cordillera de los Andes, y cuyas hojas dejan escapar un aroma de gracia, de delicadeza; nos hace soñar por instantes en esa bella Margot, pura y pálida como las flores ecuatoriales, transportada a un país diferente del suyo, y admirada por los corazones entusiastas y fervorosos de artistas europeos, enamorados de la Belleza, cautivados por esa noble y delicada amiga, y unidos, a pesar de sus diversas doctrinas, en un mismo culto sentimental, de tal manera que esa joven, al marchitarse al soplo de la muerte, viene a ser el ideal secreto y puro que los hace estrecharse la mano a la orilla de una tumba y pensar y creer en la verdadera resurrección.

Al terminar, señora Condesa, esta carta, me viene a la memoria el haber visto en la Revue Bleue y a propósito de la traducción de las obras de Víctor Hugo al español, una crítica de Madame Levynk, en que elogia a Mr. Rivas Groot como lo merece, según creo.

Este hecho y algunos otros me explican su predilección por la literatura francesa, y me atrevo a esperar que el autor de Resurrección no se limitará a este primer trabajo, y que sus futuras publicaciones tomarán su puesto entre nuestros autores, que son —podemos decirlo con legítimo orgullo— los más leídos en el mundo entero.

Reciba usted, señora Condesa, la expresión de mi distinguida consideración.

Armand de Nouvrac

Plombiéres, agosto 15 de 1905.

VALIOSO TESTIMONIO

Barcelona, 25 de julio de 1903.

Sr. D. José María Rivas Groot.

 

Mi excelente y siempre recordado amigo:

¿Lo creerá usted? Tengo ya mi barba gris, y al concluir la lectura de su primorosa novela Resurrección , tan llena de filigranas de estilo, como de delicadezas de pensamiento, me he sentido vivamente conmovido. Me he visto arrollado como un niño por la corriente impetuosa del sentimiento, que es para mí la gran fuerza humana, y lo será mientras haya corazón e ideales, a pesar de los triunfos de la razón y de la voluntad. Hacía años que no había experimentado una impresión tan intensa; talvez porque los libros que suelen caer ahora en nuestras manos nos sumen en una noche insondable de amarguras, sin vislumbres de auroras, ni frescas gotas de rocío.

Su cuento de artistas es un hermoso canto al ideal entonado por todas las bellas artes y perfumado con el aroma de la Religión.

Yo ya había admirado en usted en algunas de sus anteriores producciones, al alma noble y generosa que sabe sentir todo lo más puro y santo de la vida, a la vez que al aristocrático hombre de mundo, para quien le son habituales todos los refinamientos artísticos, y a quien no sólo le es dado mirar cara a cara al Ideal, sino predicarlo con el valor del apóstol y la unción del sacerdote. Este presentimiento de tanta exquisita delicadeza, acumulada por raro privilegio en una sola alma, se ha confirmado plenamente para mí en su Resurrección . ¡Dichoso el que como usted haya tropezado en la vida con seres tan nobles como Margot, y que aspirando todos los efluvios de claridad y pureza que dejan en el ambiente, sepa recogerlos como una esencia inmortal que se guarda cuidadosamente para confortarse con ella, cuando nos marcan el vaho de la tierra y las miserias de la vida!

¡Cuánto le envidio a usted, que así sabe derramar y esparcir la semilla más pura de su espíritu, como fuego comunicativo y ardiente que prende de corazón en corazón, hablándoles a todos el lenguaje augusto de los amores del cielo, arraigando en unos un amor, inflamando en otros una fe, y despertando en los más una generosa aspiración! Sean benditos, una y mil veces, libros que como el de usted provocan un deseo de ennoblecimiento del alma, una sed viva de depuración espiritual, o la añoranza mística del cielo.

Los partidarios del arte novísimo que sólo conceden el derecho de beligerancia artística al cieno y a la podredumbre de la vida, y niegan el derecho a la existencia a las estrellas con centelleos de inmortalidad y a los arcos iris de la esperanza, hallarán quizás demasiado simétrica la traza de su cuento simbolista, construído ad hoc para levantar sobre él el alcázar de la virtud y de la fe . . . Pero digan lo que quieran, la obra de usted es esencialmente humana, porque es hondamente sentimental. Las grandes delicias humanas, ha dicho un sabio prelado de mi tiena, provienen del sentimiento. A mí me interesa y me encanta aquella aparición diáfana y tenue de Margot, a quien ofrendan sus dones los artistas, como personificación del amor, inseparable compañero de la belleza ideal, uniendo después de su muerte de un modo misterioso y con un culto sagrado, a los que la pasión separó en vida, atrayéndoles con vuelo de águila a las regiones del infinito y de la serena Inmortalidad.

Prosiga usted, mi noble amigo, trazando sobre el tenebroso mar de nuestra vida moderna, muchas estelas luminosas como la de Resurrección . No se avergüence usted de dejarse llevar de su corazón y de encauzar sus pensamientos por esa suave corriente de ensueños y esperanzas. Los grandes ideales llegan a las alturas de su Tabor, más por la fuerza del sentimiento, que por la palanca de hierro de la voluntad o por los destellos refulgentes de la razón.

Le felicita con toda su alma, y le agradece con efusión su delicado obsequio, su antiguo admirador y amigo devotísimo,

Antonio Rubió y Lluch

PREAMBULO

A UN LIBRO DE AMOR Y DE FE ( 5 )

 

Hay, en diversos continentes, pueblos que, ya por sentimiento, ya por razón, viven orientados hacia Francia. Para ellos es esta nación como un sol. Sus ideas son rayos de luz, que originan en ellos su claridad moral y la visión que tienen del linaje humano. La ficción, la confianza, la admiración que le tributan atestiguan la continuidad de su irradiación intelectual.

Otras naciones combaten, conquistan, dominan, civilizan, gobiernan, se hacen amar o aborrecer según el valor de los hombres por ellas empleados y las circunstancias de su acción. Ninguna como Francia se insinúa en la cabeza y en el corazón de los habitantes del país en que penetra; ninguna difunde más ideas nuevas, ninguna abre más horizontes desconocidos.

La América latina es particularmente propensa a dejarse llevar de la influencia francesa. Causa de ello es, en primer lugar, la afinidad de raza. Esparcidos en un dominio inmenso, frondosísimo, prodigioso, los habitantes de esta parte del globo, han llevado el sello greco-egipcio de las tradiciones mediterráneas. Sus desmontes, sus ciudades, sus instituciones se inspiran en las reglas de sus antepasados europeos. Y justamente porque se hallan a la faz de un mundo nuevo todavía para ellos, y porque se ven dispersos y en período de organización primitiva, necesitan fortalecer sus pensamientos y sus actos, bebiendo inspiraciones y consuelo en las fuentes más vivas de la energía latina. Puestas en este caso, por instinto se dirigen a Francia, la cual atrae y absorbe, entre el Rhin y el Mediterránco, lo selectode todos los mundos; semejante a un crisol en que todo se purifica, mezcla romanos con griegos, celtas con iberos, transformando a unos y a otros en franceses, en los cuales se encarnan, por gracia del suelo, del cielo y del clima, las cualidades latinas en lo que tienen de más útil al desarrollo del espíritu y a la organización de la tierra.

Entre los países de la América del Sur, Colombia es hoy uno de los más alejados de nosotros los franceses por la naturaleza, y de los más cercanos por el corazón; país que aprecia como el que más nuestra civilización y nuestros esfuerzos. Tres veces mayor que Francia, seis veces menos poblada, tiene a la vista un soberbio porvenir. En su paz y prosperidad, debe su fortuna incipiente y el orden que la enriquece a un gobierno de varones prudentes e ilustrados, que aman por igual la república y la religión; que saben perfectamente que, para enseñar las obligaciones a un pueblo, lo esencial es conocer los derechos de Dios; que procuran con esmero que la educación de la democracia no ande separada del respeto al ideal, que la tierra que trabaja vaya unida al cielo que la mira; que tienen fijos los ojos en lo infinito, puesto que están muy distantes de alimentar la orgullosa locura de los que creen que el infinito es ciego.

Uno de estos hombres, no de los menos principales, ha sido conquistado por la cultura francesa hasta el punto de saber escribir en esta lengua tan bien como en la materna, y de no ignorar cosa alguna de la historia y de la literatura francesa. Fue ministro de Instrucción Pública en Colombia. Supo estudiar lo generoso y saludable de nuestras leyes de enseñanza, y olvidar sus errores pasajeros. Nos conoce y ama mucho para estar convencido de que nuestras faltas, nuestras pasiones, nuestros odios hallan una excusa en su misma sinceridad; y mucho también para comprender que nuestras divisiones y luchas son testimonio de fuerza y vitalidad.

Tengo a gran honra rendir, desde estas páginas, tributo de homenaje a S. E. el señor Rivas Groot, Ministro Plenipotenciario y Embajador Extraordinario de Colombia en la Santa Sede. Pero lo que más admiro en él no es ya al hombre de Estado, ni al diplomático, sino al sencillo literato, cuya obra se ilumina y colora con el fuego de la fe, y refleja el azul del cielo, poblado por nuestras esperanzas con espíritus inmateriales, guardianes eternos del amor, de la justicia y de la verdad.

Amo a los creyentes, porque sólo ellos poseen el verbo que, con una palabra, nos levanta sobre las miserias de la vida, porque sólo ellos nos enternecen y mejoran.

Léase este librito, en el cual conduce el señor Rivas Groot al lector desde el lago de Enghien hasta la capilla de las Misiones Extranjeras. En él, además del perfecto conocimiento del corazón humano y de las cosas parisienses, se advierte tal delicadeza de sentimientos, cual sólo es dado poseer a un poeta alimentado con el culto de lo divino. Más de uno de los escritores franceses podríamos envidiar la forma literaria del señor Rivas Groot. No fue estéril el estudio que hizo de nuestros mejores escritores; no leyó en vano a Maupassant y Flaubert. Posee el sentido preciso de las palabras; es exacto en sus imágenes. En fin, ve muy lejos y eleva su mirada a gran altura. El heroísmo del sacrificio le parece natural; por esto el señor Rivas Groot es tan superior a nosotros, con demasiada frecuencia escépticos y desilusionados, hasta el día en que merced a un soplo purificador que pase sobre Francia, nos empuje a la epopeya.

Pero ¿de dónde proceden estos fuertes vientos de las almas, que son como el hálito de nuestros grandes muertos, y que de cuando en cuando barren nuestros errores y nos arrastran de nuevo a un torbellino de ideales? Quizás proceden de lejanas tierras, donde se conservan, en una naturaleza inmaculada, las tradiciones que son la salvaguardia de los pueblos. Paréceme que el país de donde nos ha venido el señor Rivas Groot es una de estas tierras de elección. Imagino que en los Andes el hombre vive para su familia, para su patria y para su Dios. En medio de la decoración sublime de las Cordilleras, se considera pequeño y humilde; si quiere elevarse hasta pensar, producir, triunfar, sólo el amor a los suyos, a su tierra y a su religión pueden libertarle de los sentidos, apoyar sus esfuerzos y ligarlo a la colectividad humana. En aquellas cimas puras se perpetúan mejor que en otras partes, en saludable sencillez, los principios que aseguran la existencia de las sociedades.

Mil plácemes merece el señor Rivas Groot por habernos traído de allí la impresión de aliento de estas páginas, en las cuales, si el amor es tan tierno, tan sincero y a la vez tan aflictivo, es sólo porque toma todo su vigor y delicadeza de una conciencia iluminada por la estrella que encuentran siempre en el cielo los que oyen en su corazón un llamamiento misterioso, y toman, como los Magos, el camino de Belén.

Enrique de Noussanne

RESURRECCION

Pablo ya me esperaba en su bote, que se mecía sobre el agua dormida. Bajé la escalera del Casino y me senté en la proa. Mi amigo arrojó al agua el cigarrillo; con su destreza de oficial de marina empuñó los remos, afianzó los pies en el travesaño, echó el busto de atleta adelante, y con un movimiento rítmico que lo hizo vibrar del talón a la nuca, arrancó vigorosamente y lanzó el bote hacia el centro del lago. Remamos un rato, conversando, mirando los castillos de las orillas o saludando al paso los botes cargados de músicos, de mujeres, de flores, que cruzaban dejando en el ambiente una estela de notas, de risas y de aromas.

Al declinar la tarde cesaba la brisa, y el lago de Enghien, sin un pliegue en su extensión, copiaba delicadamente todos los detalles de las orillas, el verde oscuro de las masas de árboles, los mármoles blancos y rosados de los palacios, y aun los gajos de rosales que, sumergidas las raíces en el agua, lanzaban sus tallos llenos de savia, tupidos de hojas frescas, y en arabescos caprichosos se engarzaban a las balaustradas y escalinatas de los jardines.

Nos internamos en un canal sombreado por árboles gigantescos que, llenos de jugo en pleno estío, al extender con majestad las ramas entre la calma del crepúsculo, parecían tener conciencia de su energía al través de los siglos. Las líneas horizontales de sus brazos manifestaban reposo, protección, silencio.

—Aquí estamos más cerca de la Naturaleza —me dijo Pablo—, y se respira mejor lejos de esas marquesas italianas que se pavonean al son de los valses de Strauss, y de los snobs ingleses que, sentados en el corredor del Casino, metidos en el smocking, aspiran el humo de los cigarrillos rusos soñando en la próxima partida de lawn tennis, con la gravedad de quien prepara una campaña napoleónica. Aquí, a falta del olor de las olas, aspiro este olor de savia, este aroma de tierra húmeda, que se filtra en las venas y enriquece la sangre. Al volver así, aunque sea por una hora, al seno de la Naturaleza, viene a la memoria aquella frase del gran Flaubert: “No debemos nunca olvidar que existe el Ganges . . .”

Y dilatando la nariz, aspiraba los aromas del crepúsculo aquel marino que, en su viaje por todos los continentes, había hecho especial estudio de las armonías de la Naturaleza. Se había acostumbrado en sus viajes a mirar con una misma cortés indiferencia sinagogas, pagodas, mezquitas y templos cristianos. Nacido en el noble barrio de San Germán, formado en la escuela de los mares, era un ser a un tiempo lleno de delicadeza moral y de vigor físico, con los sentimientos de un latino del Bajo Imperio y los sentidos e instinto frescos de un hombre primitivo.

En las cartas que me enviaba del Cairo, de la India, del País Amarillo, tenía un estilo enteramente suyo: impresiones directas, frases manchadas de color, impregnadas de aromas, con adjetivos que, por la propiedad con que se ajustaban a la sensación, parecían recién fabricados; con verbos llenos de vida, como vaciados en molde nuevo. En materias de epítetos tenía su teoría sobria: “El epíteto para agradar debe ser como el perfume que ponemos en el pañuelo: tres gotas.”