Novio temporal - Sandra Field - E-Book
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Sandra Field

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Beschreibung

Celia había acordado pagarle a Jethro una cuantiosa cantidad para que se convirtiera en su esposo. Pero, al descubrir que era multimillonario, se quedó completamente desconcertada. ¿Por qué se casaba con ella si no necesitaba el dinero? Lo único que quería Celia era cumplir la última voluntad de su padre moribundo y casarse antes de que llegara su final. Eso la había llevado a tener que fingir día y noche que estaba locamente enamorada de su irresistible marido. Y, aunque se había estipulado una cláusula en un contrato por la que no podría haber sexo, ese acuerdo resultaba imposible de mantener....

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Sandra Field

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novio temporal, n.º 1179 - noviembre 2019

Título original: Contract Bridegroom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-666-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Hacía una hora que Celia Scott estaba en su puesto de guardacostas. Solo le quedaba una noche más y después regresaría a casa.

Las oficinas de los guardacostas de Collings Cove estaban situadas en el sur de Newfoundland. Era mediados de septiembre y el cielo se coloreaba con una dramática mezcla de magenta y naranja.

Dentro de cuatro días volvería a Washington con su padre. Pero ya no sabía cuál era realmente su hogar.

Celia movió la cabeza en círculos para relajar la tensión del cuello y de los hombros.

Había llegado el momento de un cambio. Llevaba allí cuatro años y necesitaba un nuevo reto en su vida.

Trató de no pensar en su padre. Pero no podía ignorar la terrible realidad que se cernía sobre ellos. Su padre estaba realmente enfermo. A pesar de saberlo, no soportaba pensar en ello.

Agarró uno de los sobres del correo y se dispuso a abrirlo. Pero, en ese instante, sonó el timbre. Miró a la pantalla del monitor y vio que alguien había aparcado un jeep delante del edificio. Pulsó otro botón para ver la entrada principal.

En la puerta, había un hombre alto y atractivo, vestido con unos vaqueros y una chaqueta de cuero.

–¿Puedo ayudarlo en algo? –preguntó ella.

–Soy Jethro Lathem, del Starspray. ¿Me deja entrar?

Celia reconoció su voz inmediatamente, pues había sido ella la que había atendido su llamada de socorro hacía unos días.

–Lo siento –respondió–. Pero no está permitido que se deje pasar a nadie.

–No hay regla sin excepción –dijo él.

–Esta no va a ser la excepción, señor Lathem.

–Usted es la mujer que atendió a mi llamada de socorro, ¿verdad?

–Sí.

–He venido desde muy lejos, señorita Scott, y tengo poco tiempo. Solo serán unos minutos.

¿Cómo sabía su nombre?

–Lo siento, pero estoy sola y la casa más cercana está a dos millas de aquí. Las reglas de seguridad me benefician directamente. Intente verlo desde mi punto de vista.

Su rostro se tensó.

–¿A qué hora acaba su turno?

–A las siete –dijo ella después de dudar unos segundos.

–De acuerdo, aquí estaré –respondió él.

El silencio que siguió la dejó sin habla. No hubo ni un adiós.

Por el monitor, vio que Jethro Lathem se estaba subiendo a su vehículo. Pocos minutos después, ya se había marchado.

El día de la desgracia, Jethro Lathem había llamado al puesto en un momento límite. A pesar de lo crítico de la situación, había mantenido el control todo el tiempo. En el breve contacto que habían tenido, le había parecido un hombre al que le costaba mucho pedir ayuda, aún más, a una mujer. Pero, todavía le resultaba más duro acatar ningún tipo de orden.

Por algún motivo, no sentía ningún interés en conocerlo en persona. Su reacción ante la negativa de abrirle la puerta la había confundido.

Estaba claro qué tipo de hombre era Lathem: alguien acostumbrado a imponer sus propias reglas, uno de esos hombres que invaden el espacio personal.

Celia estaba acostumbrada a ese tipo de individuos. Era una mujer muy atractiva, a la que se aproximaban con frecuencia hombres así.

Sin embargo, a pesar de todo, había algo en Jethro Lathem que la intranquilizaba. No le agradaba la idea de tenerlo allí a las siete de la mañana. ¿Por qué?

Después de todo, no era más que un hombre.

En la radio, se escuchó una petición del estado del mar en la zona de Port aux Basques. Celia dio la información al capitán del pesquero que la solicitaba y charlaron durante unos minutos. Se despidió y cerró.

Agarró el correo y lo abrió.

La primera carta era una felicitación de su jefe por el modo en que había llevado la emergencia del Starspray. También le confirmaba que asistiría a su fiesta de despedida.

Cuando se disponía a abrir la siguiente carta, sonó el teléfono.

–Guardacostas canadiense –respondió Celia.

–¿Celia Scott? –preguntó una voz.

–Sí, dígame.

–Me llamo Dave Hornby, y tripulaba el Starspray el día que se hundió. Me han dicho que fue usted la que atendió la llamada de auxilio y quería darle las gracias.

Su tono de voz era agradable, muy diferente al de Jethro Lathem.

–Gracias –dijo ella.

–Me gustaría aclarar que Jethro no tuvo ninguna culpa en lo sucedido.

–No creo que eso…

–Por favor, déjeme terminar. Solo quiero lavar mi conciencia. Verá, habíamos estado en un puerto en Islandia y dos días después Jethro pilló una terrible gripe. Yo no soy precisamente el mejor de los marineros. Me dormí mientras tripulaba y el barco se fue contra las rocas. Creo que Jethro nunca me perdonará lo sucedido. Adoraba ese barco. Cuando chocamos, me caí por la borda y él se lanzó a rescatarme. Me salvó la vida.

–Me alegro de que todo acabara bien –respondió ella haciendo alarde de su mejor educación. Por algún motivo, le irritaba que Jethro Lathem fuera, además, un héroe.

–Jethro es un gran marinero y un extraordinario amigo.

Después de darle las gracias una vez más, David Hornby se despidió.

Celia se imaginó la escena. Realmente, había sido un milagro que ambos hombres salieran vivos de allí. Y el milagro tenía nombre y apellido: Jethro Lathem, el hombre que iría a buscarla a las siete de la mañana.

Celia sabía que siempre tenía un aspecto nefasto al final de su turno. En aquel momento, llevaba unos vaqueros viejos y nada de maquillaje.

Se levantó y se dirigió a la cocina. Agarró una lata de sopa, la abrió y la calentó. Estaba hambrienta y cansada. Cuando llegara Lathem, aceptaría sus agradecimientos con esa educación impecable que su padre le había dado y le diría adiós.

Antes de que se diera cuenta, su vida habría cambiado, estaría en Washington y le habría dicho adiós a su trabajo, a su pasado con Paul y a aquel desconcertante Jethro Lathem.

Las horas pasaron lentamente. Había mucho tiempo para meditar en el turno de noche. Era imposible no pensar en su padre enfermo y en su intento por controlar su vida. No podía olvidar la última media hora que había pasado en Fernleigh, la mansión de su padre en Washington.

 

 

El doctor Kenniston había sido el médico de la familia desde siempre.

Levantó la vista y Celia lo miró con ansiedad.

–Tres meses, Celia –le había dicho–. Lo que dure después de eso, será suerte.

Sabía que su padre estaba enfermo, pero no que la situación fuera tan dramática.

–¿No hay nada que se pueda hacer?

–No. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos –dijo el doctor. En ese momento, entró el señor Scott–. ¡Ellis, pasa, pasa!

El médico se levantó y se dispuso a marcharse.

–Mañana a las diez, Norman –dijo Ellis Scott y esperó a que el médico dejara la habitación–. Veo que ya sabes cuál es la situación. Pues bien, quiero pedirte algo, Celia.

Ellis Scott miró a su hija.

Celia se sentó en la silla más cercana.

–No me puedo creer… Debe de haber algo que se pueda hacer…

–No, Celia, al parecer no hay nada –dijo Ellis mientras se sentaba frente a su hija–. Pero sí hay algo que quiero que hagas.

Celia miró a su padre. Después de todo, ¿había llegado, realmente, a conocerlo?

–Haré todo lo que esté en mi mano.

–Quiero verte casada antes de que me muera.

–¿Casada?

–Sí, cómo tu hermano Cyril. Quiero verte definitivamente asentada, no cambiando de un trabajo inútil a otro.

Celia apretó los dientes.

–Ser guardacostas no es un trabajo inútil.

–Pero sí inapropiado para una chica.

–Yo no soy una chica, papá, sino una mujer adulta.

–Entonces, empieza a comportarte como tal –le dijo.

Celia respiró profundamente y trató de calmarse. No podía discutir con él en aquellas circunstancias. ¿Cómo iba a perder la paciencia cuando le quedaba tan poco tiempo de vida?

–Ya te he dicho que vuelvo a casa.

Ellis continuó como si su hija no hubiera dicho nada.

–Siempre has sido rebelde, impetuosa y desafiante. Pero ha llegado la hora de que madures y asumas las responsabilidades de una persona adulta: que te cases, que seas madre. Seguro que estás enamorada de alguien.

–No –respondió ella.

–Hace algún tiempo mencionaste a un tal Paul.

–Es solo un amigo –Paul estaba enamorado de ella, pero Ellis no tenía por qué saber eso.

–¿No hay nadie, entonces?

–No.

–A veces me da la impresión de que lo único que te importa es llevarme la contraria por principio –dijo Ellis.

Celia respondió con toda la calma que pudo.

–Sinceramente, en este momento no conozco a nadie con quien me pudiera casar.

Ellis la miró con tristeza. De pronto, Celia lo vio tal y como realmente se sentía: enfermo, viejo y cansado.

Celia se sintió culpable.

Cuando cursaba el segundo año de carrera, Ellis y ella habían tenido una terrible discusión que los había llevado a no volver a verse, ni a tener contacto alguno durante varios años. Celia había sido la primera en romper el hielo, pero Ellis había respondido sin demasiado entusiasmo. A pesar de todo, desde aquel momento, habían vuelto a verse y tener una distante relación. Para ella, aquello era mejor que nada.

Pero la situación había cambiado. Su vida estaba pendiente de un hilo. Celia quería mucho más. Ojalá pudiera ser como su hermano. En aquel momento, habría deseado tener un espíritu calmado, que le permitiera llevar una vida rutinaria y conservadora como la de Cyril.

–Te prometo que lo voy a intentar –dijo ella.

De pronto, Ellis bajó las defensas y la miró compungido.

–Me preocupas, Celia. Solo podré descansar en paz cuando te vea con un buen hombre que te pueda hacer feliz.

Celia no pudo más y se echó a llorar.

–¡No quiero que te mueras!

–Yo no puedo tener control sobre eso –miró al reloj–. ¿No tienes que irte al aeropuerto? Esa es otra cosa que no puedo entender, que pilotes tu propio avión. Me parece una osadía. Es realmente peligroso.

Celia se enfrentó a él.

–Si mi madre no se hubiera matado en un coche, ¿me dirías eso?

–¡Eres una impertinente!

–¡Tenemos que hablar del pasado! ¡No podemos actuar como si mi madre no hubiera existido!

–Llamaré a Melcher para que baje tus maletas.

Celia se levantó. Se sentía, otra vez, como una niña pequeña que estuviera decepcionando a su padre. Nunca le permitía hablar de su madre.

Lo siguió hasta la puerta, donde la esperaba la limusina.

Lo besó fríamente en la mejilla y se despidió de él.

 

 

La radio sonó y Celia volvió al presente. Era un pescador que pedía información sobre los bancos de niebla.

Trató de centrarse en su trabajo y de olvidarse del incidente. Pero no podía.

Desde que aquel último encuentro con su padre, no había podido olvidar el dilema que se le había planteado. ¿Iba a tener que decir que no a ese último deseo de su padre? Eso significaría cerrar la única puerta que podría acercarla a él en sus últimos momentos, una cercanía que ansiaba con todo su corazón.

Se levantó y miró el reloj. Eran las seis y media.

Se lavó la cara y se hizo de nuevo la trenza. Se pintó los labios y se puso un par de pendientes que encontró en el fondo del bolso. Quizás Jethro Lathem no apareciera por allí.

Pero a las siete en punto, el jeep estaba aparcado exactamente en el mismo lugar que la noche anterior. Treinta segundos más tarde, Wayne, el guardacostas que tenía el turno siguiente, también llegaba a su puesto.

A las siete y cinco, Celia salió de la oficina, y se encontró con Pedro, un joven capitán a quien no le había pasado desapercibida la belleza de la guardacostas.

Seguro que se había pasado por allí para decir adiós. Y un adiós se dirían.

Sonrió al capitán.

–Buenos días –le dijo en español.

 

 

Desde la puerta, vio que bajaban dos personas.

Jethro se tensó.

Era un capitán, elegantemente vestido, que escuchaba a una mujer. La mujer era muy hermosa.

Era joven, tenía el pelo caoba y, a pesar de la ropa amplia que llevaba, se notaba que tenía un bonito cuerpo. Hablaba animadamente con su compañero.

Jethro se dio cuenta de que no lo habían visto y se apartó de su vista. Llegaron al final de la escalera. Se detuvieron allí. El hombre le tomó la mano y se la besó. La mujer dijo algo y él se rió. Luego se abrazaron. El hombre no tenía ninguna prisa por soltarla.

Finalmente, se apartaron el uno del otro. Se despidieron y él se alejó por el pasillo.

Durante unos segundos la mujer se quedó mirándolo.

Así que Celia Scott tenía un amante. Porque Jethro estaba seguro de que aquella era Celia Scott. O quizás el atractivo capitán fuera su esposo. Una pareja lógica para una guardacostas.

Lo que no era lógico era el sentimiento de posesión que sentía hacia aquella extraña. Igualmente ilógico que el que no hubiera podido borrar el sonido de su voz desde que lo oyera aquel día por la radio, cuando envió la llamada de socorro. Su respuesta había sido calmada y segura, el timbre de su voz claro y limpio, reconfortante.

Después del accidente, Jethro había tenido que pasar dos días en el hospital de St. John’s. El tercer día lo había dedicado a ciertos asuntos de negocios y a averiguar quién había sido la persona que tan eficientemente había atendido su llamada de socorro.

Una mujer había sido, en parte, la que le había salvado la vida.

Odiaba la idea de deberle nada a una mujer.

Y esa mujer estaba allí, y era hermosa, con un cabello rojo que se movía y brillaba como el fuego, y unos ojos oscuros, grandes y suaves como el terciopelo. Sus pómulos pronunciados y sus labios sugerentes eran también parte de su encanto. Pero, además, había algo más, algo en su expresión que resultaba vital y enérgico.

Se aproximó a ella.

–¿Es usted Celia Scott? Yo soy Jethro Lathem.

Celia le ofreció la mano, pero algo en él la cohibía. Era como una oscura y amenazante figura.

–Sí, soy Celia Scott. ¿Cómo está, señor Lathem?

–Llámeme Jethro, por favor –dijo él–. ¿Por qué no desayunamos juntos? Hay un restaurante de camino hacia aquí.

Celia tuvo la sensación de que la sugerencia era más bien una orden. Aquel hombre era pura dinamita, lo notaba.

Medía casi un metro noventa. Era moreno, con unos ojos profundos de mirada intensa y el rostro bronceado y anguloso. Respecto a su cuerpo, prefería no pensar en eso. Era demasiado pronto por la mañana para tanta emoción.

–No, no puedo. Vuelvo estar de guardia esta noche. Tengo que irme a dormir.

–Entonces, podremos quedar a cenar esta noche.

–¿No podemos decir lo que haya que decir ahora?

–Preferiría que no.

–Entonces, quizás no haya nada que decir.

–Hablaremos esta noche en el grill de Seaview… No, mejor en el Ritz.

–¡No me dé órdenes!

–No me he dado cuenta de estar dando órdenes.

–¿Qué pasa si digo que no, que tengo una cita con mi prometido?

–¿El hombre con el que bajaba las escaleras es su prometido?

–No creo que haya venido hasta aquí para hablar de mi vida amorosa.

–He venido a darle las gracias por salvarme la vida.

–Pues no parece en absoluto agradecido.

Él obvió su comentario.

–¿Tiene novio?

–No. Pero tampoco es asunto suyo.

–¿Marido o amante?

Celia lo miró perpleja.

–¿Qué es esto? Llevo despierta toda la noche y le aseguro que no necesito nada de esto. Me alegro de que su amigo Dave y usted se salvaran. Lo siento por el barco. Adiós.

El hombre pareció consternado. Ella lo observó unos instantes.

–Amaba mucho ese barco, ¿no es así?

–Eso no es asunto suyo –respondió él.

–No entiendo por qué me quiere llevar a cenar –dijo molesta. Se dio la vuelta y se dispuso a marcharse.

Él la agarró del codo.

–La recogeré a las cinco.

–No sabe dónde vivo.

–Puedo seguirla hasta casa.

Celia cada vez estaba más sorprendida.

–¿Se da cuenta de que estamos rodeados de cámaras y que basta con que haga un movimiento un poco violento para que tenga a un guarda a su cuello en cuestión de segundos?

–Razón de más para que se comporte.

–Querrá decir, para que haga lo que usted quiera que haga.

–Exacto.

Celia sabía que no tenía más que hacerle un signo a la cámara para que aquel extraño encuentro acabara. Pero le gustaba el riesgo, siempre le había gustado.

–Nos veremos a las cinco en el Seaview –dijo ella–. Solo podré estar allí hasta las siete menos veinte. Si me sigue a casa, no hay trato.

–No la seguiré –dijo él con un tono peligroso–. Que duerma bien, Celia Scott.

Se dio media vuelta y se alejó.

Celia se quedó inmóvil en el sitio, viendo cómo se montaba en su vehículo y se alejaba.

¿Qué la había incitado a aceptar aquella invitación?

Realmente, estaba loca.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El despertador sonó a las cuatro y cuarto de la tarde. Después de una ducha rápida, se puso una falda vaquera, unas botas de piel y una camisa de seda verde.

Se maquilló cuidadosamente.

Contenta con el resultado, miró el reloj y se dio cuenta de que se tenía que marchar.

No quería empezar aquella cita con una disculpa por su tardanza. No era una buena estrategia.

Un minuto antes de las siete estaba ya aparcando el coche junto al jeep de Jethro.

Al entrar, vio que había conseguido la mejor mesa.

Se acercó a él y lo saludo con una fría sonrisa. Él se levantó para colocarle la silla y le rozó el hombro sin querer. Aquel leve contacto le provocó un escalofrío. Celia decidió entonces que había llegado la hora de lanzarse a la ofensiva.

Cuando lo tuvo enfrente lanzó la primera granada.

–¿Ya está en la situación idónea para darme las gracias por mi labor en el rescate?

Jethro agarró el menú.

–Sin duda, es usted muy buena en su trabajo. Así que, por supuesto, le doy las gracias por lo que hizo.

–¿Qué fue exactamente lo que ocurrió?

–Una acumulación de errores –dijo él–. ¿Quiere algo de beber para empezar?

–No bebo cuando tengo que trabajar –dijo ella–. Cuando le pedí que me diera su posición, tardó demasiado tiempo en responder.

–Las cosas eran más complicadas de lo que parecían a simple vista. ¿Qué me recomienda, carne o pescado?