Un impulso irresistible - Sandra Field - E-Book

Un impulso irresistible E-Book

Sandra Field

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Beschreibung

Julia 1022 Brant Curtis había soñado con Rowan, su ex-mujer, durante años y ahora que la tenía enfrente sabía exactamente lo que deseaba hacer. Deseaba besarla con tal desesperación que casi podía saborear sus labios y sentir la sedosa piel de su mejilla. Pero, como Rowan había señalado, hacía falta más que una buena relación sexual para hacer que un matrimonio funcionara. También Brant deseaba algo más que una noche en recuerdo de los viejos tiempos, deseaba que Rowan volviera con él costara lo que costara.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Sandra Field

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un impulso irresistible, Julia 1022 - septiembre 2023

Título original: Remarried In Haste

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801317

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

YA es hora de que vayas a ver a tu mujer, Brant.

La redondeada piedra de playa con la que Brant había estado jugando distraído resbaló de sus dedos y cayó al suelo. El exagerado sonido le puso los nervios de punta.

—No tengo mujer —dijo con frialdad mientras la recogía.

—Se llama Rowan —dijo Gabrielle con la misma frialdad.

—Estamos divorciados, como sabes muy bien.

—A veces —dijo ella—, un divorcio es sólo un documento legal. No tiene nada que ver con el corazón.

—Llevo catorce meses divorciado. Y antes del divorcio ya llevaba más de un año separado legalmente. Y en todo ese tiempo ni he sabido nada de Rowan ni la he visto. Su abogado me envió la primera pila de cheques que le mandé con una carta que me decía con más o menos educación que me perdiera. La carta con la segunda pila de cheques era bastante menos educada. Eso, según yo, indica algo más que un mero documento legal.

Gabrielle bajó la vista hacia su copa de vino; acababan de comer y ahora estaban sentados en el salón de su apartamento en Toronto, que daba al bullicioso tráfico de la carretera.

—Por su parte quizá.

—Y por la mía también —Brant apuró su copa—. ¿Cuándo vas a sacar ese apetitoso postre que sé que guardas en la nevera?

—Cuando esté preparada —le sonrió con genuino afecto—. Tú y yo terminamos juntos hace ocho meses por unas circunstancias muy poco ordinarias.

—Esa es la afirmación del siglo.

Las apestosas celdas, el opresivo calor y la inevitable enfermedad a la que los dos habían sucumbido habían sido extraordinariamente desagradables.

—Sin embargo nunca te enamoraste de mí.

Brant optó por la realidad parcial; no tenía intención de decirle que las razones por las que no se había enamorado de ella eran demasiado personales.

—Sabía que no estabas disponible. Todavía no habías superado la muerte de Daniel.

Daniel había sido su marido durante siete años y había muerto en un accidente de tráfico antes de que Brant conociera a Gabrielle.

—Eso es cierto.

Brant miró a su alrededor, al ultramoderno apartamento.

—Además, no me gustan tus gustos en mobiliario.

Ella lanzó una carcajada.

—Eso también es verdad, pero creo que hay otro motivo. No te enamoraste de mí porque sigues enamorado de Rowan.

Brant lo había visto llegar.

—Creo que echas de menos tu profesión de negociadora laboral, Gabrielle. Deberías escribir novelas de ficción.

—¿Y cómo te sentirías si te enteraras de que Rowan está punto de casarse otra vez?

A Brant se le puso rígido todo el cuerpo. Por un instante tuvo veintiséis años de nuevo, de vuelta en Angola en aquella agobiante tarde en que una granada había salido volando hacia él y había sentido los pies de cemento.

—¿De verdad? ¿Quién te lo ha dicho?

Gabrielle sonrió de nuevo, pero esa vez con malicia.

—Así que te importa. Eso pensaba.

—Muy inteligente.

Brant no hizo ningún esfuerzo en ocultar su enfado.

—Iba a pasar más pronto o más tarde —continuó con palidez Gabrielle—. Rowan es una preciosa mujer con talento.

—Lo que haga con su vida no tiene nada que ver conmigo.

Con brusquedad, Gabrielle posó la copa en la mesa cromada que tenía al lado.

—De acuerdo. Dejemos de irnos por las ramas. Te llevo observando desde hace dos años. Has estado actuando como un poseso, como un hombre al que no le hubiera importado en absoluto que lo hubieran matado. Cualquier persona normal hubiera muerto cinco veces con las cosas que tú has hecho y con la forma en que te has expuesto desde que te separaste de Rowan —la voz se le quebró levemente—. No quiero leer un día el periódico y ver tu esquela.

Brant se quedó pálido ante una posibilidad que nunca se le había ocurrido.

—Tú no estás enamorada de mí, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Estoy segura de que algún día me enamoraré de nuevo. Sería un insulto a la memoria de Daniel que no lo hiciera. Pero no será de ti, Brant.

—Me habías preocupado por un momento.

—Y si estás intentando cambiar de tema, no servirá de nada. Sé que sigues enamorado de Rowan. Después de todo, tú y yo prácticamente hemos vivido juntos durante los ocho meses que estuvimos secuestrados y he tenido mucho tiempo de observarte. Una de las cosas que te mantuvo cuerdo durante aquel horrible tiempo fue saber que volverías al lado de Rowan. Tu mujer.

—Tienes una imaginación desmesurada.

Gabrielle continuó imperturbable:

—Y de repente nos soltaron de forma inesperada. Cuando volviste a casa, ella estaba dirigiendo una expedición en Groenlandia y cuando volvió, su abogado te dejó muy claro que no quería saber nada de ti porque creía que tú y yo estábamos liados. No me dejaste verla y explicárselo porque eres demasiado orgulloso. De hecho, me hiciste jurarte que no me pusiera en contacto con ella, como un idiota que eres. Así que la perdiste. Y no has cesado de lamentar esa pérdida. Yo sé que no. Pondría la mano en el fuego.

—¡Maldita sea, estoy divorciado! Y me gusta estar así.

—No me mientas a mí.

Brant se levantó.

—Ya he tenido suficiente. Me voy de aquí.

—¿No puedes soportar la verdad? ¿Tienes miedo de admitir tus emociones? Tú, Brant Curtis, ¿estás dolido porque una mujer te ha dejado? —se levantó ella también—. Yo sé que tienes sentimientos aunque no sepa por qué los has reprimido de forma tan tajante. Sin embargo, los tienes y te están matando.

—Tienes una gran veta de prosa romántica.

—Así que eres un cobarde.

Sus palabras calaron hondamente en un punto que Brant apenas reconocía ante sí mismo y mucho menos ante los demás. Por supuesto que él no era un cobarde. En todo caso, era lo contrario, un hombre que se arriesgaba continuamente en los objetivos que le asignaban. Se dirigió a la puerta.

—Recuerda que te diga que no la próxima vez que me invites a cenar.

—¡Tienes que ver a Rowan!

—¡No sé donde está y no pienso buscarla!

—Yo sé donde está —Gabrielle se dio la vuelta y sacó una carpeta de una estantería—. Dentro de tres días estará conduciendo a una pequeña expedición a las Indias Occidentales en busca de pájaros autóctonos.

—¿Y qué?

—Hay una vacante en ese viaje. El marido de mi amiga Sonia, Rick Williams tendría que haber ido, pero se ha puesto enfermo. Podrías ocupar su puesto.

Con la boca seca, Brant masculló:

—¿Yo? ¿Buscar pájaros autóctonos en esas preciosas islas del Caribe? Eso es como decirle a un soldado mercenario que vaya a un jardín de infancia.

—Irías a buscar a tu mujer, Brant —la sonrisa de Gabrielle fue irónica—. A buscar tu vida. Tú no sabías que yo era poeta, ¿verdad?

—Has estado viendo demasiadas comedias rosas.

—¡No me insultes!

Brant parpadeó por la sorpresa. Gabrielle no se enfadaba casi nunca, al contrario que Rowan que lo hacía con frecuencia.

Con una exclamación de disgusto por haberse pasado tantos meses intentando olvidar a Rowan en la cama, extendió la mano. Gabrielle le pasó el folleto.

Pájaros Autóctonos en el Este del Caribe. Guiado por Rowan Carter.

Ella había mantenido su propio apellido incluso cuando habían estado casados. Por razones comerciales, había dicho.

Brant se aclaró la garganta.

—¿Estás sugiriendo que llame a la empresa para la que trabaja Rowan y me proponga como sustituto del marido de tu amiga? Según tengo entendido, Rowan tiene bastante mano en los viajes que organizan y a la última persona a la que permitiría ir sería a mí.

—No se lo digas. Simplemente preséntate.

Brant se quedó con la boca abierta en silencio.

—Intriga. Eso es lo que deberías escribir.

—Rick puede cancelarlo cuando quiera porque contrató un seguro y le devolverán todo el dinero. O bien puedes pagarle tú el viaje e ir en su lugar. Lo único que tendrías que hacer es cambiar el nombre en las líneas aéreas.

—Así que aparecería en el aeropuerto diciendo: ¡Ah, Rick no pudo venir y he venido yo en su lugar! —lanzó una carcajada exenta de humor—. Me tiraría del avión antes de salir de Toronto.

—Entonces dependerá de ti convencerla de lo contrario.

—Tú no la conoces. No tienes ni idea de lo obstinada que puede ser.

Pero Brant no devolvió el folleto a la estantería.

—He preparado tiramisu de postre. Y la cafetera ya está puesta.

Gabrielle desapareció en la cocina. Sin poder evitarlo, Brant leyó la descripción del viaje que saldría el miércoles. Siete islas diferentes, dos noches en cada una excepto en la última, Antigua en la que sólo se pernoctaba una noche. Senderismo en la jungla tropical y campos cultivados, oportunidades de submarinismo y natación.

Oportunidades de estar con Rowan.

Durante dos semanas enteras.

Estaba loco por considerarlo siquiera. Rowan no quería saber nada de él, eso lo había dejado muy claro. Entonces, ¿a qué arriesgarse a otro rechazo cuando le iba bien como le iba? Había odiado cómo su abogado le había devuelto los cheques con aquella cínica diplomacia. Había odiado no saber donde estaba viviendo y sobre todo, la idea de que ella no quisiera volver a verlo nunca.

Pero lo había superado y había seguido con su vida, el único tipo de vida que sabía llevar.

Lo último que necesitaba era ver a Rowan de nuevo.

Lo que necesitaba era una taza de café cargado y el postre de Gabrielle. Brant tiró el folleto sobre la mesa del comedor y siguió a Gabrielle a la cocina.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A SIETE mil metros las nubes parecían tan sólidas como para poder caminar sobre ellas. Brant estiró las piernas en el cómodo espacio de la clase ejecutiva y miró por la ventana.

Estaba viajando en un vuelo directo desde Toronto a Antigua, desde donde haría un corto vuelo a Granada.

Donde se suponía que Rowan iría a esperarlo.

Entre varios documentos, Rick le había dado una lista de los participantes; él, Brant, era el único canadiense en aquel vuelo; el resto del grupo provenía de Puerto Rico o Miami.

Sería una reunión interesante.

Lo que no contestaba a la pregunta de por qué iba a Granada.

La cena con Gabrielle había sido el domingo anterior. El lunes había telefoneado a Rick y le había comunicado que le compraría él el billete. El martes, su jefe, aquella enigmática figura que poseía y dirigía una revista de política internacional de gran prestigio, le había enviado un fax pidiéndole que fuera a Myanmar y escribiera un artículo sobre el mercado de la heroína. Había estado a punto de cancelar su viaje porque aquel artículo contenía la dosis de peligro que le estimulaba y de la que estaba constituida su vida.

Entonces, ¿por qué estaba yendo a Granada en vez de a Myanmar?

Para demostrarse que tenía razón, pensó en el acto. Para demostrarse que ya no tenía sentimientos por Rowan.

¿Sí? Se había gastado una pequeña fortuna para demostrar lo que le había dicho a Gabrielle que no necesitaba demostración.

Le había dicho a su jefe, en consecuencia, que tenía planes para sus vacaciones tan merecidas y sólo había llamado a Rick para pedirle prestados sus potentes binoculares y un libro de pájaros de la zona. El libro descansaba ahora en su regazo junto con una lista de los pájaros que encontraría con más probabilidad. Ni siquiera lo había abierto.

¿Por qué, en el nombre de Dios, estaba desperdiciando dos semanas de su precioso tiempo en ver a una mujer que le consideraba un mentiroso y un traidor infiel?

Cómo se hubiera reído si hubiera sabido que los ocho meses que había pasado retenido en Colombia, Gabrielle había sido para él como la hermana que nunca había tenido, la madre que apenas podía recordar y no una compañera de cama en potencia.

Y eso a pesar de que Gabrielle era una mujer muy atractiva.

Eso nunca se lo había dicho él y nunca lo haría. Ni tampoco se lo diría nunca a Rowan.

Un hombre tenía derecho a guardar sus secretos.

Brant tenía la tensión acumulada en el cuello y los hombros; era una reacción de la adrenalina que le había salvado muchas veces el pellejo. Con un suspiro de impaciencia, abrió el libro y se obligó a concentrarse. Después de todo, no quería quedar en ridículo por su analfabetismo en cuestiones ornitológicas. Y mucho menos frente a su ex mujer.

 

 

Rowan ya tenía suficiente sin el retraso de cuatro horas del vuelo de Antigua. Rick Williams de Toronto era el último del grupo en llegar, el otro único canadiense aparte de ella. El retraso parecía un mal presagio porque era el segundo del día.

El vuelo de Rick debería haber aterrizado a las seis y media, a tiempo para cenar con todo el mundo en el hotel. Ahora eran casi las once menos cuarto y Rick no había salido de aduanas.

El equipaje, pensó sombría. Habrían perdido su equipaje.

Habló con el guarda de seguridad, que la dejó pasar a la zona de aduanas. Había cuatro personas de pie ante el mostrador de objetos perdido: una mujer mayor y tres hombres. Los caballeros de pelo canoso descartados porque Rick Williams tenía treinta y dos años. Así que sólo quedaba… el corazón le dio un vuelco desbocado. Aquel hombre era la viva imagen de Brant.

Tragó saliva y cerró los ojos. Estaba cansada, sí, pero no tanto.

Pero cuando lo miró de nuevo, el hombre se estiró y su espalda tiró de la tela de la camisa de algodón. Sus estrechas caderas y largas piernas estaban enfundadas en unos vaqueros apretados. Tenía las sienes un poco canosas y aquello era nuevo. Cuando habían estado casados, no había tenido un solo pelo gris.

No era Brant. No podía ser.

Pero cuando el hombre se volvió para decir algo al joven que tenía al lado, vio la imperiosa línea de su mandíbula ensombrecida por una barba incipiente y el arco de su nariz. Era Brant. Brant Curtis había aparecido en Granada justo cuando se suponía que ella tenía que recibir a un miembro de la excursión. Una mala broma del destino, pensó nerviosa y una coincidencia malévola. Entonces deslizó la mirada hacia el hombre más joven. Aquel debía ser Rick Williams.

Echó un vistazo a su alrededor. No había lugar donde esconderse hasta que Brant se fuera. No podía salir corriendo ante los empleados de aduana. Pensarían que se había vuelto loca.

Al menos había tenido cierto aviso. Eso lo agradecía porque hubiera odiado que Brant hubiera visto la sorpresa e incredulidad de su cara unos momentos atrás.

Inspirando con fuerza y poniendo cara de poker, Rowan caminó hasta el mostrador.

Como si hubiera sentido su presencia, Brant se dio la vuelta y por primera vez en muchos meses, vio aquellos punzantes ojos azules como el cielo. Cuando los clavó en ella, ni el mínimo asomo de emoción surcó su cara. Pero por supuesto que no. Él siempre había sido un maestro en ocultar sus emociones. Era una de las muchas cosas que los habían separado, aunque él nunca lo reconocería. Rowan forzó una sonrisa y se sintió muy orgullosa cuando sonó impasible al decir:

—¡Vaya sorpresa! Hola Brant.

—¿Qué diablos te has hecho en el pelo?

¿Casi tres años sin verse y sólo se le ocurría hablar de su pelo?

—Me lo he cortado.

—¡Por Dios bendito! ¿Y por qué?

Una parte de ella esta encantada de que él hubiera perdido su compostura un poco. Nunca había sido fácil hacerle perder a Brant el equilibrio tan formidable que tenía. Rowan se pasó los dedos por sus rizos cortos y revueltos.

—Porque me apetecía. Y ahora debes disculparme… Se supone que debo recibir a alguien.

Se dio la vuelta hacia el joven y dijo con amabilidad:

—Usted debe ser Rick Williams, ¿verdad?

El hombre alzó la vista del impreso que estaba rellenando.

—No, lo siento —la miró de nuevo—. Lo siento terriblemente.

Rowan apretó los dientes. ¿Cómo podrían pensar los hombres que podían halagarla cuando la miraban como a un espécimen servido en una bandeja? ¿Y dónde diablos estaba Rick Williams? Si había perdido el avión, ¿por qué no la había llamado?

Entonces habló Brant:

—Rick no ha podido venir, así que he venido yo en su lugar.

—¡¿Qué?!

—Rick pilló una neumonía y los médicos le dijeron que no podía venir —repitió con paciencia Brant—. Sucedió en el último momento, así que no se molestó en contártelo.

—¡Tú sabías que si me lo hubieras dicho, no lo hubiera permitido! —explotó ella.

—Eso es cierto.

Así que por eso no había puesto cara de sorpresa al verla. Una vez más le había sacado ventaja.

—¿Estabas aburrido y decidiste dar algunos problemas? Por lo que he leído en los periódicos hubiera pensado que hay en el mundo bastantes guerras y hambrunas para despertar tu atención antes que acabar como un vulgar turista en el Caribe.

Así que todavía le importaba lo suficiente como para pelear con él, pensó Brant. Interesante. Muy interesante.

—Si vamos a tener… eh, un desacuerdo, ¿no crees que al menos deberíamos ir a alguna parte donde haya algo de intimidad?

Rowan miró a su alrededor. El joven al que había confundido con Rick, estaba mirando su busto agitado y el empleado le estaba sonriendo. Intentando contener una oleada de pura rabia, consiguió con gran esfuerzo modular la voz:

—¿Se te ha perdido el equipaje?

Brant asintió.

—Creen que ha ido a parar a Trinidad y que llegará mañana. No tiene importancia.

—¿Has terminado de rellenar los impresos?

—Sí. Nos podemos ir cuando quieras.

—Telefonearé a las líneas aéreas de camino —dijo ella tensa—, y volverás en el primer vuelo a Toronto. Una expedición ornitológica no es definitivamente de tu interés.

—No, no lo harás. He pagado el viaje y me quedo.

Rowan se había olvidado de lo alto que era comparado con ella.

—Brant, no vamos a…

Él ladeó la cabeza hacia la puerta.

—Fuera. Este no es el sitio.

Tenía razón, por supuesto. La empresa la despediría sin dudarlo si viera cómo estaba recibiendo a un cliente. Se dio la vuelta y cruzó la terminal para salir al cálido aire tropical. La furgoneta estaba aparcada en la esquina. Se metió en el asiento del conductor, sacó la llave y arrancó sin mirar a Brant, que entró en el otro asiento. Cuando se dio la vuelta por fin para mirarlo, dijo con tensión:

—Bueno, ¿qué está pasando aquí?

Brant tardó en responder. Todavía no se había acostumbrado a su corte de pelo y por muy irracional que fuera, le asombraba que hubiera cambiado algo que a él le encantaba sin haberle pedido permiso. Aunque el nuevo corte, decidió, le quedaba bien y acentuaba la fina línea de su cuello y los exquisitos ángulos de sus pómulos. Sus ojos, de color castaño a la luz del día, ahora tenían el mismo color de la noche. Unos ojos para ahogarse…

—Necesitaba unas vacaciones. Por un amigo de un amigo, me enteré de la neumonía de Rick y decidí venir en su lugar. No tiene tanta importancia, Rowan.

—Si no tiene tanta importancia, ¿por qué no vuelves a Toronto? A donde perteneces.

«No perteneces a mi lado», le estaba diciendo.

—Tú solías decir, creo recordar, que nunca me tomaba el tiempo de oler las rosas ni mirar a los pájaros. Deberías alegrarte de que por fin lo haya hecho.

—Brant, vamos a dejar algo claro. Lo que hagas o dejes de hacer no es asunto mío. Puedes mirar a los pájaros si quieres, pero no colgado de mi cuello.

—Has perdido peso.

El suspiro de exasperación de ella resonó con fuerza en el confinamiento de la furgoneta. Brant observó su esfuerzo por recuperar la compostura, apretando el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y descubrió para su propio asombro que estaba disfrutando.

A Rowan le llegó el aroma de su loción de afeitar, la misma que había utilizado en los cuatro tempestuosos años de su matrimonio. Le traía una oleada de recuerdos que pensaba que había olvidado. Sin embargo, deslizó la vista con disimulo hacia su plano vientre.

—Tú también has perdido peso. ¿Me equivoco?

Brant la miró con impotente furia. Él sabía exactamente lo que iba mal. Deseaba besarla con desesperación, pero eso no formaba parte del plan.

Y no es que él llevara un plan. Había actuado por impulso, cosa rara en él y ahora se enfrentaba literalmente a las consecuencias: Rowan. Su ex mujer. Su primera mujer. Su única mujer.

—Mira, ha sido un largo día y estoy cansado. Por favor, ¿podríamos ir al hotel para poder dormir un poco?

—Desde luego. Pero déjame aclararte una cosa: voy a estar haciendo mi trabajo durante las dos próximas semanas, Brant. Un trabajo que me encanta y que hago muy bien. Tú solo eres otro cliente para mí porque no voy a permitir que seas nada más, ¿entendido?

—Yo no he dicho que quiera ser nada más.

Ella apretó los labios.

—Bien.

Metió la marcha y arrancó. Miró por el retrovisor y salió de la acera.

Rowan era una excelente conductora y lo sabía. Y ya llevaba doce horas acostumbrándose a conducir por la izquierda. Se metió por las estrechas callejuelas, tomó la rotonda con estilo y a los cinco minutos entraba en el hotel donde aparcó cerca de las habitaciones que estaban un poco más arriba en la colina.

—Éste es el único sitio en que estaremos que no esté pegado a una playa —dijo para romper el silencio—. Tu habitación es la nueve. Aquí tienes tu llave.

Rowan la estaba sujetando con la punta de los dedos. Para probar su inmunidad, Brant cerró la mano sobre la de ella y en cuanto lo hizo, supo que había cometido un terrible error. Su piel era cálida y suave y sus dedos tenían aquella soberbia fuerza que él no había olvidado. Pero seguían estando tan rígidos como un pájaro apresado y cuando deslizó la mirada hacia su cara vio en ella el reflejo de su propio desmayo.

¿Desmayo? A quién estaba engañando? No era desmayo, era puro terror.

Arrancó la llave de sus dedos y el frío metal cayó en su mano.

—¿A qué hora nos levantamos por la mañana?

—El desayuno es a las seis en el patio —balbuceó ella—, pero puedes dormir más si quieres. Hay una playa preciosa a cinco minutos del hotel y quizá prefieras descansar.

—Te veré a las seis —anunció él para salir a la mayor velocidad posible.

La habitación ocho estaba en total oscuridad. Una pequeña luz brillaba en la diez. Entonces Rowan pasó aprisa por delante de él, abrió la puerta de la diez y cerró con más fuerza de la necesaria. Brant observó cómo corría las cortinas enseguida y se quedó inmóvil bajo la maravillosa luna amarilla. Las ranas croaban bajo la vegetación y las palmeras se extendían bajo la noche estrellada de una forma que hubiera encontrado fascinante en otra situación.

Pero las palmeras no eran su prioridad en ese momento. ¿Cómo podrían cuando todo su cuerpo era un puro dolor del deseo? Deseo sexual. Deseaba a Rowan ya, en su cama, en sus brazos, donde pertenecía… y al diablo con el divorcio. ¿Cómo iba a conseguir dormir un solo minuto sabiendo que sólo los separaba una pared?

Había sido un tonto en ir allí y en dejar que Gabrielle le convenciera de una aventura propia de un adolescente. Si fuera inteligente, seguiría el consejo de Rowan y volvería en el siguiente avión. Al día siguiente.

Muy despacio, metió la llave y entró en su habitación donde escuchó leves crujidos procedentes de la habitación de al lado. Rowan. Metiéndose en la cama. ¿Seguiría durmiendo desnuda?