Nuestra cita a ciegas - Nina Harrington - E-Book
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Nuestra cita a ciegas E-Book

Nina Harrington

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Beschreibung

¡Una cita con el enemigo! En vez de estarse preparando para una importante reunión de negocios, Sara se estaba recuperando del plantón que le había dado un hombre al que nunca había visto. Cuando el atractivo Leo la sacó a bailar, la situación mejoró... hasta el momento en que le confesó que, afortunadamente, la desconocida con la que estaba citado no había aparecido. Sara le habría perdonado aquellas palabras que salieron de su sensual boca si él no le hubiera hablado de los planes que tenía de construir en el terreno que ella quería comprar. Petrificada, aunque consciente del calor de los brazos que la rodeaban, recordó el dicho: "Mantén cerca a tus amigos y más cerca aún a tus enemigos".

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Nina Harrington © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Nuestra cita a ciegas, n.º 6 - junio 2020 Título original: Blind Date Rivals Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-1328-871-0

CAPÍTULO 1

–BUENAS tardes. ¿Es ésta la oficina de una tal Sara Jane Fenchurch, seleccionada para el título de Mujer de Negocios del Año? ¿Es usted, por casualidad, la señorita Fenchurch?

Sara volvió a sentarse en la silla que había encontrado en un contenedor dos semanas atrás y jugueteó con el bolígrafo que tenía en las manos. Su mejor amiga, Helen, entró en el abigarrado despacho con unos tacones descabelladamente altos, quitó el polvo del asiento de una vieja silla de comedor con una mano de manicura perfecta y se sentó en el borde de la silla.

–¡Oh! ¿Se está dirigiendo usted a mí, por casualidad? –respondió Sara agrandando desmesuradamente los ojos al tiempo que, con gesto cómico, se llevaba una mano al pecho.

Después, parpadeó dramáticamente al tiempo que dirigía la mirada a un recorte de periódico enmarcado que dominaba una de las paredes de la cabaña de madera que ahora era el despacho de su negocio de jardinería y que, antiguamente, había sido utilizada como cobertizo. Un fotógrafo de un periódico local había sacado la foto mientras recibía las felicitaciones del organizador del concurso por haber sido seleccionada.

–¡Vaya, pues sí, soy yo! –añadió Sara–. Quizá este año gane el concurso. Lo que sería estupendo, ya que a Cottage Orchids no le vendría nada mal la publicidad que eso conllevaría.

Helen lanzó un gruñido burlón y se sacudió un hilo de tela de araña de la inmaculada falda del traje de chaqueta color vino.

–Vas a ganar y te van a quitar las orquídeas de las manos, eso por descontado –Helen se interrumpió y miró a Sara de la cabeza a los pies–. Aunque vas a tener que cuidar un poco tu imagen si quieres impresionar a los jueces. Podríamos empezar por tirar a la basura ese horrible bolígrafo.

Helen trató de quitarle de las manos su bolígrafo preferido, pero no lo consiguió.

–Mi bolígrafo no tiene nada de malo –respondió Sara indignada.

–Es verde, brilla y tiene una flor de plástico. No es muy profesional que digamos.

–Venía de regalo con un saco de abono y me gusta cómo escribe –respondió Sara–. Los bolígrafos profesionales son para chicas con dinero, no para chicas que tienen que ahorrar hasta el último céntimo para invertirlo en su negocio.

Helen lanzó un suspiro y sacudió la cabeza.

–Un bolígrafo verde con una flor. ¿Qué diría la Dragón si te viera? –entonces, con una sonrisa traviesa, se llevó una mano a la frente y continuó con voz de queja y horror–: «Qué falta de elegancia, queridas. Qué vergüenza».

Sara se echó a reír. La directora del internado en el que Helen y ella se habían conocido había sido actriz y nunca desaprovechaba la oportunidad de una dramática actuación cuando la ocasión se presentaba. Y Helen siempre la había imitado a la perfección.

–Quizá tengas razón; pero tú no deberías preocuparte, no la has decepcionado nunca en cuanto a lo de la elegancia se refiere –entonces, Sara miró a su amiga empequeñeciendo los ojos–. Se te ve muy contenta para estar celebrando un año más de edad. Yo diría que te traes algo entre manos. Deja que lo adivine… ¿Has cambiado de parecer y, en vez de celebrar tu cumpleaños en el bonito pueblo inglés que yo considero mi hogar, has decidido tomar un avión y pasarlo en un paraíso tropical con tu amado Caspar?

–¿Te has vuelto loca? Me enamoré de este lugar desde que tu encantadora abuela se apiadó de mí aquellas vacaciones –entonces, Helen le sonrió con una expresión inocente–. No, se trata más bien de qué es lo que yo puedo hacer por ti.

Helen se inclinó hacia delante, sonrió y añadió:

–Me ha costado bastante, pero Caspar, por fin, ha conseguido convencer a su amigo Leo de que saliera de Londres a tiempo de venir a mi fiesta de cumpleaños en el hotel esta noche. ¿No es una noticia maravillosa?

Sara, muy despacio, sacudió la cabeza de lado a lado.

–No, ni hablar, no vas a volver a hacerme lo mismo. El hecho de que esté soltera no significa que tú tengas que intentar emparejarme con cualquier hombre, tanto soltero como divorciado, que se ponga a tu alcance.

Helen lanzó un suspiro de exasperación.

–Leo es perfecto para ti. Considéralo una pequeña muestra de agradecimiento por regalarme el arreglo floral de la boda. Además, quién sabe, igual te gusta.

Sara miró a su amiga con irritación.

–¡No sabes cuánto me alegro de que aún falten cuatro semanas para la boda! En serio, Helen, tengo muchísimo trabajo. Y mañana me tengo que levantar muy temprano para reunirme con el director de eventos en el palacete. No tengo tiempo para ligar. Además, supongo que te acordarás de que la última relación que tuve no fue un gran éxito.

–Eso fue hace tres años y quedamos en no volver a hablar de ese desgraciado.

Sara apretó los labios.

–Querida amiga, te agradezco el interés, pero nada de novios. Estoy segura de que el amigo de Caspar lo va a pasar muy bien en la fiesta esta noche sin necesidad de que yo le aburra hablándole de fertilizantes para orquídeas.

Helen miró a su alrededor, se estremeció y dijo en tono suplicante:

–Por favor, Sara, puede que ésta sea la última vez que vayamos las dos de solteras a una fiesta. Dentro de unas semanas seré la señora de Caspar Kaplinski… En fin, intentaré aceptar que estés tan ocupada como para no poder venir a mi fiesta de cumpleaños…

Helen se interrumpió con gesto dramático al tiempo que fingía un sollozo.

–A eso le llamo chantaje emocional.

–¡Estupendo! Entonces, vienes, ¿verdad? Bien, vendré a recogerte a las ocho, con todos los accesorios.

Cuando Leo te vea, se va a quedar boquiabierto, ya lo verás. Va a ser una fiesta inolvidable. Bueno, ciao.

–¿Accesorios? ¡Helen, espera!

Sara se quedó mirando la silla que su amiga había dejado vacante. ¿Cómo se las arreglaba Helen? ¿Una fiesta de disfraces y una cita con un desconocido? ¡No, no! Tenía la sensación de que acabaría arrepintiéndose de aquello.

–Hola, Leo, ¿qué tal? ¿Dónde estás? –Leo oyó la voz de Caspar por el teléfono del coche–. Helen tiene miedo de que hayas huido para evitar la cita con su amiga esta noche. Oye, Leo, tienes que ayudarme.

–¿Yo? ¿Huir de una mujer despampanante? ¡Qué dices! Por cierto, no es una de las amigas de Helen del colegio, ¿verdad?

El espeso silencio al otro lado de la línea confirmó sus temores.

–¡Bueno, ésta es diferente! –respondió Caspar–. Aunque Sara es una chica de campo, es encantadora.

–¿Una chica de campo? –Leo se echó a reír–. ¿Olvidas que estás hablando con un hijo del asfalto, nacido y criado en Londres? No, el campo no me gusta. No tengo ni idea de por qué Helen cree que me faltan mujeres.

–Así es mi chica, siempre dispuesta a hacer favores a los amigos. Dime, ¿sabes cuándo vas a llegar? Tengo que encargarme de tu disfraz.

Leo echó un vistazo al localizador del coche.

–Según el localizador, estaré allí dentro de diez minutos. De hecho, acabo de entrar en Kingsmede y he visto la señal del hotel. Kingsmede Manor –entonces, hizo una pausa, distraído momentáneamente por el tráfico–. ¿Ha dicho… disfraz? ¿Caspar?

–¡Estupendo! Llámame cuando estés instalado. Te debo una copa.

Tras esas palabras, Caspar cortó la comunicación mientras él recorría las estrechas carreteras secundarias de la tranquila campiña inglesa aquella cálida tarde de sábado en la época estival.

¡Una cita con una chica a la que no conocía! Por supuesto, Caspar le había contado ese pequeño detalle cuando estaba a mitad de camino del pueblo. Helen tenía un corazón de oro, pero lo que menos necesitaba en esos momentos eran citas. Tenía demasiado trabajo.

Se sentía culpable por no haberle dicho nada a Caspar, pero su tía Arabella le había dejado muy claro que no quería que nadie se enterase de que había contratado a Grainger Consulting para realizar un proyecto muy especial.

La empresa de Arabella había comprado Kingsmede Manor hacía tres años y había invertido mucho dinero en la reforma de la propiedad.

Ahora, Arabella estaba decidida a rentabilizar el negocio con el fin de que los beneficios justificaran la inversión realizada.

La última idea que habían tenido los directivos era comprar el terreno adyacente al hotel y construir en él un balneario. Pero Arabella quería la opinión de otra persona, su opinión, antes de dar luz verde al proyecto.

De tratarse de otra persona, habría enviado a alguien de su equipo para ese trabajo, pero le debía mucho su tía y había decidido ir personalmente, a pesar de la cantidad de trabajo que tenía en Londres.

Peor aún, tenía que terminar un trabajo en cinco días. La junta directiva de los hoteles Rizzi iba a celebrar su reunión anual durante un almuerzo en Kingsmede Manor el viernes. Lo cual no tenía nada de extraño. Las empresas pagaban a Grainger Consulting para que les ayudara a sobrevivir en estos duros tiempos, y eso era justo lo que Grainger Consulting hacía, y lo hacía bien. Pero, en esta ocasión, se trataba de algo personal.

Leo agarró con firmeza el volante del coche.

La cadena hotelera Rizzi era propietaria de algunos de los hoteles más lujosos del mundo, pero seguía siendo un negocio familiar, a la cabeza del cual estaba su abuelo. Paolo Leonardo Rizzi. El hombre al que despreciaba por su crueldad. El hombre que esperaba que todo el mundo obedeciera sus órdenes; sobre todo, su familia.

Por supuesto, Arabella sabía que él presentaría algo extraordinario a su familia el viernes. Inteligente, astuta y con poder, su tía le estaba dando la oportunidad de vengarse de su abuelo por haber rechazado a su propia hija y a su familia.

Y Leo estaba decidido a demostrarle que había cometido un grave error.

Su tarea consistía en elaborar un proyecto que demostrara cómo sacar más rentabilidad al hotel Kingsmede Manor y mantenerlo en secreto durante los próximos días. Nada especial.

Leo Grainger levantó el pie del acelerador y tomó el camino flanqueado por magníficas y viejas hayas que conducía al hotel. Según el folleto informativo que su tía le había enviado, Kingsmede Manor había sido una residencia familiar hasta hacía tres años, propiedad de la misma familia desde su construcción.

Eso tenía que ser un punto a explotar. A los visitantes extranjeros les fascinaba el linaje británico; sobre todo, un linaje tan excéntrico como aquél.

Saliendo de las sombras de los árboles del camino, Leo vio por primera vez la mansión. El camino se había agrandado, formando una plaza circular delante de la casa, en medio de la cual había una fuente.

Impresionante, pensó Leo sonriendo. No le extrañaba que su tía hubiera comprado aquella propiedad nada más ponerse en venta. Su tía tenía un gusto exquisito.

Unos minutos después, Leo salió del coche en el aparcamiento adoquinado y estiró su uno ochenta y ocho de músculos e instinto para hacer un éxito de un negocio; al menos, eso era lo que la prensa decía.

En su trabajo, los detalles superficiales, como la ropa de diseño, eran parte de la imagen que había tardado años en pulir. Sus clientes esperaban prestigio y resultados, y eso era lo que obtenían de él. Así de sencillo. A sus clientes no les importaba que hubiera empezado su vida laboral como friegaplatos en uno de los hoteles de su tía en Londres. ¿Y por qué iba a importarles? Le pagaban para que hiciera más rentable un negocio, nada más.

Y ahora, había llegado el momento de hacer lo mismo con Kingsmede Manor.

Leo sacó del maletero del coche la bolsa de cuero con su equipaje. Sólo esperaba no encontrar esas aburridas orquídeas blancas que todos los hoteles del mundo parecían lucir en la actualidad.

Eran casi las nueve cuando, por fin, Sara pisó con sus sandalias el familiar mármol blanco del vestíbulo, con su doble escalera ondulada. Y sonrió al ver la pancarta color escarlata colgando del techo en la que se leía: Hollywood Night. Típico de Helen elegir algo relacionado con el cine para su fiesta de cumpleaños. Y nada de sutilezas.

Sonriendo, sacudió la cabeza, sin poder evitar echar un vistazo a los dos maceteros con orquídeas que había enviado hacía dos días.

Aquella variedad de Phalaenopsis, con flores color marfil de cuyo centro salía una lengua granate moteada en dorado, era todo un triunfo. Por supuesto, no esperaba que los empleados del hotel ni los huéspedes se dieran cuenta del trabajo que llevaba conseguir unas flores tan perfectas, pero su aspecto era espectacular. Había sugerido orquídeas de otros colores, pero el director de eventos había insistido en flores color marfil. Se veían muy bien sobre la consola antigua del vestíbulo debajo del espejo de marco dorado que, antaño, había pertenecido a su abuela.

Le había destrozado el corazón ver tantas antigüedades vendidas en subasta a desconocidos; pero, por una vez, su madre había tenido razón. Los muebles grandes antiguos y enormes espejos enmarcados eran apropiados para casas grandes o palacetes, no para pisos minimalistas ni diminutas casas de campo. Y, por supuesto, habían necesitado el dinero de la venta.

La cadena hotelera que había comprado Kingsmede Manor había demostrado tener gusto al comprar preciosas piezas antiguas de mobiliario y decoración.

En ese momento, se abrieron las puertas de la casa y entró un grupo de invitados. Sara no reconoció a nadie del grupo, pero no era de extrañar, ya que el negocio de diseño de joyería de Helen estaba en Londres y hacía tres años que habían dejado de compartir piso. Sus vidas habían cambiado mucho, también sus amigos eran diferentes.

Justo en ese instante, Sara captó su imagen en el espejo. Tiempo atrás había sido una chica de ciudad, había vestido ropa cara y calzado altos tacones, y se había podido permitir el lujo de ir a caros peluqueros. Ahora, se conformaba con que la cola de caballo estuviera otra vez de moda.

Se miró el reloj. Iba con retraso. Con mucho retraso. ¿Y si el desconocido con el que estaba citada había llegado ya y la estaba esperando? ¿Y con miedo de que le hubiera dado plantón? Quizá tan asustado como ella.

Sara alzó la barbilla y esbozó una sonrisa artificial mientras se paseaba por lo que había sido el cuarto de estar de su abuela en busca de Helen.

Helen, de un metro cincuenta y dos de estatura, siempre la había hecho sentirse una giganta. Por ese motivo había elegido unas sandalias negras de mediano tacón como complemento del vestido negro recto, uno de los muchos tesoros que su abuela había dejado en una caja con ropa de disfraz. Helen le había proporcionado el collar de perlas y las enormes gafas de sol negras, pero ella había rechazado la tiara de plástico. No con ese peinado. Los altos guantes de noche y la boquilla eran los únicos añadidos que necesitaba para asumir la personalidad de Audrey Hepburn aquella noche.

Fue entonces cuando vio a Helen, que estaba agitando un brazo en su dirección. Al momento, se abrió paso entre los invitados con el fin de alcanzar la mesa de Helen, justo delante de unas puertas dobles de cristal que daban a la terraza.

–Menos mal que estás aquí. Tenemos que idear la forma de ganar el concurso de karaoke más tarde, y tú eres la única persona que conozco que puede cantar… más o menos.

Helen iba vestida de la Dorothy de El mago de Oz y estaba absolutamente encantadora.

–Muchas gracias, Dotty –respondió Sara con una carcajada antes de inclinarse para dar un beso a su amiga–. Siento haberme retrasado. Creo que los ratones han vuelto al invernadero de las orquídeas y Pasha, el gato, se negaba a trasladarse allí sin pelear.

Sara estiró el brazo izquierdo, volviéndolo de lado a lado.

–¿Ves los arañazos que me ha hecho? He tenido que tomarme un antihistamínico y, para que no se me noten las marcas, me he puesto estos guantes. ¿Qué te parece?

–Olvídate de eso –respondió Helen–. Concéntrate, querida, concéntrate. Acabo de decidir que nuestra mesa va a ganar la mayoría de los puntos, así que tienes que estar en plena forma.

Helen asintió y se tocó la nariz, más roja que de costumbre, con un dedo. Y ella se preguntó cuántas copas de champán se había tomado Helen.

Pero antes de poder preguntárselo, un hombre alto, delgado y de hombros anchísimos, con traje a rayas, zapatos blancos y negros, sombrero de fieltro y antifaz negro se acercó a ellas, tomó la mano de Helen y se la besó.

–Hola, muñeca –dijo él con acento de gánster americano.

–Buenas tardes, Caspar –dijo Sara con una sonrisa–. Estás muy elegante.

–¡Y tú también! –contestó Caspar.

–Helen me ha traído a rastras –comentó Sara–. Al parecer, es la última oportunidad que va a tener de divertirse un poco antes de abandonar el mundo de la gente joven, libre y sin compromisos.

Caspar estaba mirando por encima de la cabeza de Helen en dirección al bar.

–Considero mi solemne deber ayudar a mi futura esposa a lograr su objetivo. Señoritas, ahora mismo vuelvo con las bebidas. Preparaos para probar el famoso cóctel Kaplinski.

Y tras esas palabras, se alejó de ellas.

Sara suspiró y se sentó al lado de su amiga.

–Ese hombre casi te merece. Casi. Bueno, ¿qué tal está la chica del cumpleaños?

–Estupendamente bien –respondió Helen dándole una palmada excesivamente vigorosa en la espalda–. Perdóname, pero tengo que ir un momento a hablar con el encargado del catering y a ver dónde se ha metido el amigo de Caspar con el que estás citada, pero vuelvo enseguida. No te muevas de aquí.

–¿Vas a dejarme aquí sola? –Sara no pudo ocultar su incomodidad.

–No, claro que no –respondió Helen lanzándole una de sus significativas miradas–. Relaciónate, querida. Relaciónate. ¡Hasta dentro de cinco minutos!

Sara sacudió la cabeza y, con una sonrisa, se levantó, se paseó por la estancia y aceptó una copa de champán de un camarero que pasaba con una bandeja y, al verla, le guiñó un ojo. Ella le devolvió el guiño. La joven pareja encargada de la estafeta de correos del pueblo solía aceptar el trabajo extra del hotel, la esposa del camarero estaba al fondo de la sala en la mesa con el bufé.

¡Fantástico! Ahora tenía a dos personas con quienes hablar.

Estaba a punto de echar a andar cuando un hombre esbelto, elegantemente vestido con un traje negro y una capa de solapas rojas entró en la sala. Era moreno y de belleza clásica.

Y tenía aspecto de ejecutivo.

Sara se estremeció al recordar a todos esos jóvenes con los que había salido años atrás, copias del hombre que acababa de entrar. Jóvenes que, sistemáticamente, le habían desilusionado, ya que lo que más les había interesado de ella había sido poder presentarla a su familia como la hija única de lady Fenchurch.

En ese momento, vio a Caspar saludando al recién llegado e indicándole el bar. Y, en ese instante, captó la momentánea expresión del conde Drácula, una expresión con la que se identificaba plenamente, una expresión que decía que se sentía solo y fuera de lugar… y vestido así a la fuerza.

Leo Grainger miró en torno suyo antes de volver los ojos a Caspar y adoptar una expresión de horror cuando su amigo le pasó una extraña bebida que echaba humo.

–Eres la única persona en el mundo que podía obligarme a asistir al cumpleaños de Helen vestido así. ¿Lo sabías? Espero que seas consciente de ello.

–Para eso están los amigos, ¿no? –respondió Caspar moviendo el brazo con su Kaplinski en la mano–. No le des importancia. Y no, yo no he tenido nada que ver con emparejarte con la amiga de Helen. Lo siento, chico, pero ha sido un real decreto de mi novia. Además, era lo menos que podía hacer después de ofrecernos gratis el uso del hotel.

Leo inclinó la cabeza y alzó la copa.

–Ha sido un placer. Ser familiar de la propietaria tiene sus ventajas. Encantado de poder ayudar. Y, por cierto, Helen está tan encantadora como de costumbre.

–Sí, eso es verdad –respondió Caspar dando una palmada a su amigo en el hombro–. ¿Por qué no te sirves algo de comida? Mientras lo haces, yo voy a ver qué tal está mi novia. La encantadora Helen tiene algo planeado para el final de la fiesta, aunque no sé qué es, y quiero estar preparado. Ahora mismo vuelvo.

Leo parpadeó varias veces, sacudió la cabeza, bebió un sorbo del cóctel, casi se ahogó y agarró un vaso de agua mineral de la bandeja de un camarero.

Fue entonces, cuando lanzó una mirada en dirección a la mesa con el bufé, cuando notó a una de las elegantes invitadas charlando y riendo con una camarera, al tiempo que movía las estrechas caderas al son de la música.

Por primera vez en días, Leo sonrió irónicamente. Tenía muchos recuerdos de los maleducados y arrogantes invitados a las muchas de las cenas que había servido cuando había trabajado como camarero y botones en uno de los hoteles de su tía.

Una de las cosas que había aprendido durante aquella época era que un huésped que se tomaba la molestia de conversar y tratar a los empleados del servicio como seres humanos era algo realmente extraordinario.

Y la alta morena objeto de su interés era realmente encantadora. Llevaba un vestido negro de corte clásico y guantes hasta los codos. Y perlas. Y se la veía a gusto. Sí, a gusto consigo misma. No era hermosa ni delicada, poseía más bien un atractivo natural.

El hecho de que sus delgadas y largas piernas acabaran en unos delicados tobillos era un atractivo añadido. Aquélla no era una chica de pueblo, sino una muchacha de ciudad, elegante y distinguida, fuera de su ambiente, como él.

Quizá había encontrado en esa fiesta a la persona con quien podía comunicarse.