Nuestros guerreros desnudos en la niebla - Rodrigo Jara Reyes - E-Book

Nuestros guerreros desnudos en la niebla E-Book

Rodrigo Jara Reyes

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Beschreibung

Un guerrillero fuera de tiempo y lugar descubre al asesino de su hermano después de años busqueda. Planifica la venganza. Sin embargo, un par de preguntas se asoman: ¿Vale esta la pena? ¿Es legítima la violencia contra un régimen dictatorial?

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© LOM ediciones Primera edición, agosto 2023 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560017307 ISBN Digital: 9789560017666 RPI: 2021-a- 8364 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

A Juan Valdemar, Mauricio Liray a todos los héroes del Chile insurrecto,del Chile que se opuso y luchóde frente contra el dragón de siete cabezas.

Una informante en el café

Soy hija de un asesinado político. Lo supe hace poco y de manera sorpresiva. Me han dicho que mi nombre es Agustina Alcántara, que fui adoptada por doña Carla Ruiz de Gamboa y don Ismael Alcántara, pero pensándolo al día de hoy, hasta de eso dudo. Con ellos me crie en diversos puertos de Latinoamérica: Veracruz, Río, Lima, Valparaíso y Buenos Aires. Mi padre adoptivo trabajó por muchos años para la Marina mercante, pero antes perteneció a la Armada de Chile, de la que jubiló pasados los cuarenta años.

Fui hija única hasta que adoptaron a Fabián, en Buenos Aires. Mis padres adoptivos no podían tener hijos, pero se comportaron con nosotros como si lo fuéramos. Cuando cumplí los veinte y Fabián tenía diecisiete, papá nos dijo que éramos adoptados. Fue un golpe seco en el pecho, en la flor de mi ego. Lloré a ríos, a mares y océanos, pero, con el tiempo, lo acepté y lo valoré. No les pregunté dónde ni por qué me adoptaron, no me interesaba. En esa época y hasta hace poco, estaba donde quería estar.

Terminé mi carrera de abogacía en Buenos Aires. Conformamos una oficina de abogados con Christian, mi esposo, mi báculo, mi raíz. Fuimos compañeros de facultad y, luego, trabajamos juntos. Tenemos un hijo de tres años y funcionábamos como una familia perfecta y sin problemas, hasta que llegó ese hombre a la oficina. Vladimir, dijo que se llamaba y que yo debía llamarlo «tío Vladi», porque él era, en resumidas cuentas, hermano de mi padre. Le dije que yo tenía un solo padre, don Ismael, y estaba fallecido. Respondió que me equivocaba y lo eché, me faltó poco para sacarlo a patadas, pero era testarudo, demasiado testarudo. Volvió una y otra vez, hasta que Christian y mi madre me pidieron que lo escuchara, argumentando que si no lo hacía, el dolor sería más largo y profundo.

Nos juntamos en un rincón del café Tortoni, un rinconcito discreto y elegante. Todo el café destila esa elegancia antigua, proveniente de un siglo perdido en el tiempo. Hablamos una mañana completa y luego otra y otra. Al principio creí que era un terrorista más de mi antigua patria. Esa era la noción que yo tenía de los luchadores sociales y políticos. Se lo dije y se rio en mi cara. Apuntó que mi formación dejaba mucho que desear si repetía como loro la monserga de las autoridades de turno y no buscaba respuestas por mí misma. Estuve a punto de mandarlo a la mierda, pero me contuve. Me costó reconocer que los zurdos no mentían cuando hablaban de torturados y desaparecidos. Pero en mi interior sabía que aquel hombre de pelo largo y facciones tan duras tenía razón.

Días después lo invité a casa y conoció a Christian, a Fabián y a Fabiancito, mi hijo. Mi madre prefirió no estar. Todos querían conocerlo y quedaron fascinados con sus historias. Christian y Fabián me dijeron que tiene un ángel especial, algo en el modo de decir las cosas que uno termina imaginándolo todo, como si hubiéramos estado allí. Al final de ese primer encuentro, le dije que no lo llamaría tío Vladi, que prefería decirle Vladi a secas, porque parecía tan joven como cualquiera de nosotros. Sacó una sonrisa del bolsillo de la campera de cuero que llevaba encima y movió la cabeza en señal de aceptación.

Hubo dos hechos que me dejaron pasmada y me obligaron a venir a Chile. El primero, la noticia de que mi madre biológica estaba viva. Enferma grave, torturada hasta la locura, la nada mental. La dejaron para que muriera en un hospital siquiátrico y público del sur de Chile. Nadie la buscó con el tesón y la paciencia necesarios. La razón aparente: le quitaron toda identificación y la ocultaron bien, tan bien que todo el mundo pensaba que estaba desaparecida y muerta. Miré las fotos en el teléfono celular de Vladi. Me derrumbé en la silla. Sentí lágrimas que derretían los ojos, el maquillaje en los ojos y mi postura de abogada, una dama de hierro que, de pronto, se quiebra.

La otra gran razón fue el diario de Marcelo, mi padre biológico. Vladi puso en la mesa unos cuadernos destartalados, sucios, amarrados con un elástico y dentro de una bolsa plástica. En ese instante, incluso más que con las fotos de mi madre, quedé congelada de terror. No quise ni tocarlos, pensé que se iban a deshacer en mis manos. Los guardé, no los quise leer por muchos días, imaginé que iba a ser como escuchar la voz de mi padre muerto y no quería. Hasta que una mañana me encerré en la oficina, abrí una cerveza y le dije a la secretaria que no atendería a nadie.

Llovía a cántaros sobre Buenos Aires, a pesar de que recién terminaba el verano. Nuestra oficina está en un sexto piso del barrio Almagro, con vista hacia Palermo. Separé las cortinas y me quedé con la visión bella de los edificios, la lluvia y los cielos cubiertos. Salí al balcón un instante, quise disfrutar el perfume de los geranios del piso vecino, pero me llegó el olor del asfalto mojado, el aroma de la tierra húmeda. La ciudad rugía y se encorvaba como en un día normal, pero para mí no era un día normal. Luego, me lancé a las primeras páginas de aquel manuscrito sin fechas y con pocos nombres de lugares. La letra, los borrones, las escenas, los diálogos y los personajes que fueron apareciendo me impactaron de tal manera, que estuve leyendo y releyendo todo el día y seguí durante la noche, incluso, en sueños.

El manuscrito trastocó mi vida en dos aspectos importantes. Por un lado, comencé a escribir lo que creí eran solo vómitos de rabia, pena y, de vez en cuando, un hilito de esperanza; aunque, luego, fueron tomando la forma de narraciones, poemas en verso y en prosa, textos que fui acumulando sin saber para qué. Sin embargo, con el paso de los días, lo supe. Por otro lado, decidí buscar la forma de complementar lo escrito en ese diario con los testimonios de los compañeros de mi padre: Vladi, Sancho y Mique; pero también, con las palabras de mis abuelos y otras personas que fui encontrando en el camino.

Acabo de cumplir dos años en mi país, un lupanar, una selva, un pantano, un bosque escondido, que guarda secretos en cada esquina. Quiero descubrirlos todos y me lo he pasado escudriñando entre la ciudad de San Cristóbal Navegante, Concepción y la capital. He entrevistado a personas, revisado informes, hablado con policías retirados y otros en ejercicio. Me he esforzado por encontrar mil respuestas a las preguntas que han ido surgiendo, y el resultado, estoy segura, quedará a la vista.

Me atrapó la pandemia en Chile. Eso no lo tenía en planes, nadie soñó siquiera algo tan terrible. Hace unos meses que mi esposo y mi hijo abandonaron Buenos Aires y se vinieron conmigo. Mamá y mi hermano se quedaron allá. La primera semana no toleraba que Christian me hablara de los amigos, del Buenos Aires entrañable, de los casos a medio abandonar y, menos, que me recordara la profesión. Tampoco tuve tolerancia con Fabiancito y sus rabietas. Sentía que estaban entorpeciendo mi trabajo en Chile y estuve a un palmo de mandarlos de regreso. Gracias a Dios me di cuenta que mi reacción era de un egoísmo atroz y me dominé, logré hacerlo a tiempo.

Estamos a la mitad del mes de noviembre del año 2020. Me queda poco dinero y menos paciencia. Debemos volver a trabajar, pero no quiero regresar a la Argentina. Estoy paralizada, no sé qué hacer. Han surgido mil detalles que me atan a esta tierra. La presencia de mi madre, mis abuelos, una historia que se va abriendo como el cuerpo de una gran cebolla. He dado por finalizada la investigación, eso sí. La emprendí para saber la verdad sobre mis padres, pero, sobre todo, acerca del origen de Agustina, mi origen. Sin embargo, más que otra cosa, necesitaba mitigar el dolor que iba acumulándose aquí dentro y sí, estoy segura de que la búsqueda me ayudó.

*

Los trenes del invierno te trajeron, madre, y no te vi. Te busqué por todos los rincones de este Chile desolado. Fui a Concepción, tu pozo, tu origen. Hablé con la abuela y el abuelo en esa casa tan extensa, tan señorial. Me cautivaron esos cuadros al óleo de muro a muro, esas cortinas tan elegantes y hermosas. El cielo raso a la altura del olimpo, así para que cuelguen esas lámparas y brillen las maderas y los jarrones bajo la luz. O esos muebles con cristales, cerámicas y gredas exquisitas.

Ella no fue la persona que te tuvo en su seno, madre, estoy segura. Me cuesta creer que esa mujer de setenta y algo, cuello alto y palabras rebuscadas, pueda ser madre de alguien. Me habló en francés y le contesté en francés. Nunca sonrió. Apenas me dio la mano y miró de reojo, nunca de frente. Yo iba dispuesta a darle el mayor de los abrazos, pero no me atreví. Dijo que yo había tenido suerte, que me crio una buena familia. Creyó que me iba a humillar, pero se fue despacito a la mierda.

Tuve que preguntarle lo básico y me aseguró que parecías princesa cuando niña, pero que en algún momento te cambiaron, ese tal Marcelo, ese animal, ese genio loco que te invirtió para siempre, madre. Me mostró las fotos de una niña con vestido rosado, blanco y zapatos que brillaban. El abuelo me regaló algunas de esas fotos. Ella lo miró con cara de odio. Quise darle unas fotocopias del diario de mi padre, justo aquellas en que hablaba de mamá, pero ella miró las hojas con asco. El abuelo las tomó y agradeció. El abuelo tenía un brillo de bondad al fondo de los ojos. Le di mi número, correo electrónico y una dirección en Buenos Aires. Le pedí que me acompañara a la salida.

Recorrí el pasillo en silencio. Me pedía que comprendiera a la abuela. Dijo que tenía el dolor enquistado, que mi madre era su única hija. Yo iba pensando si le largaba la verdad, si sería capaz de soportarla, o se caería desmayado, o muerto. Cruzamos el antejardín con su prado, sus rosales, sus arbustos redondeados a la perfección, sus palmeras. Un olor profundo y desconocido lo impregnaba todo. No supe cómo calificarlo, aunque, luego, pensé que era olor a limpio, a espacio desinfectado cada cinco minutos. Miré hacia atrás, admiré las ventanas alargadas, elegantes. La abuela asomó su cabellera blanca, su mirada de hielo y me volví. Ya estábamos casi en la calle. Entonces, el abuelo me tomó el pelo y la cara. Me dijo: «hija, tienes los ojos, el cabello y el caminar de tu madre». Solo en ese momento sentí que podía confiar, sentí en esas palabras amor, no por mí, sino por ella, y se lo dije:

–Mi madre está viva.

–¡¿Qué?! –su cara se descompuso en una mueca indescriptible. Los vehículos que pasaban, dejaron de pasar. La calle dejó de ser la calle, se transformó en un escenario de tragedia. Los transeúntes ni siquiera nos miraban, como si nada ocurriera, sin embargo, estaba ocurriendo algo importante en la vida del abuelo y en la mía.

–Está en un hospital público, en el sur.

–No, no puedo creerlo…

–Sí, abuelo, los malditos la mataron en vida y la escondieron allí –los ojos del abuelo se anegaron y su boca soltó un pequeño quejido. Le acerqué la foto que traía en el celular, se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de caer. Lo afirmé con un abrazo profundo. Lo sentí sollozar, balbucear palabras que no comprendí y se me escaparon las lágrimas.

–Iré por ella –dijo con una voz apenas audible.

–Yo voy mañana, abuelo, es el día de visita y no tendremos problemas para verla. Además, preferí no ir sin pasar antes a conocerlos a ustedes.

–Pero ¿cómo lo supiste?

–Un amigo, o mejor, un hermano de mi padre la encontró casi por casualidad.

–Yo la busqué tanto, hija, tanto. Las respuestas eran: «No sabemos. No la conocemos. No la hemos tomado detenida. No está en nuestros archivos».

–Son unos desalmados.

–¿Sabes algo de cómo está?

–Mal, abuelo, no esperes mucho. Es difícil que reconozca a alguién y no soporta a los hombres. Tú comprenderás por qué.

–Sé lo malditos que fueron y todavía son, por eso quiero ir contigo.

–Voy al hotel ahora. Mañana salgo a primera hora hacia Valdivia.

–Te paso a buscar al hotel y vamos juntos. Le diré a tu abuela, pero no creo que quiera ir.

–Lo dejo a tu parecer, abuelo. A las siete, mañana –le dije, le besé la mejilla y se me escapó ese beso.

–Ahí estaré, hija –subí al primer taxi y me dirigí al centro de Concepción. El abuelo se quedó allí, mirándome con pena y, más que pena, una especie de desolación en la cara. Lo vi limpiarse los ojos y entrar antes de que el taxi desapareciera por la avenida.

*

El abuelo llegó a las siete en punto. Fueron varias horas de viaje. La fachada del hospital era alargada, ocupaba una cuadra completa. Estacionamos el vehículo a un costado. Le dije al abuelo que me dejara hablar. Nos presentamos en la portería. Le expliqué al portero que veníamos a visitar a una mujer sin identificación segura, que está hace años y nadie la ha reconocido. «La llaman Adelita, pero su nombre verdadero es Marión del Rosario de la Fuente Lisboa. Este caballero es el padre y yo, la hija», señalé.

Nos hicieron pasar a una sala de espera. Luego, vino un médico acompañado por una enfermera. Pasamos a una oficina, donde entregamos todos los datos y documentos personales que nos pidieron. Acto seguido, nos guiaron por un corredor que daba a un patio de prados, asientos, árboles. Todo muy verde y hermoso. Después, entramos por un pasillo lúgubre, mal iluminado, con puertas y ventanucos a ambos lados. En uno de los recovecos nos esperaba otra enfermera. Una mujer de unos cincuenta años. Habló claro con el abuelo. Le dijo que no podría entrar, que tendría que mirar desde la ventana, pues la presencia de varones descomponía a la paciente y eso terminaría con la visita.

El abuelo reclamó, pero aceptó las reglas del juego. Llegamos a una de las últimas habitaciones. Nos paramos junto a la puerta para mirar. Divisé a una mujer envejecida, flaca, pálida, con el pelo lacio sobre los hombros. Permanecía sentada en la cama, con almohadones en la espalda. Miraba con fijeza un punto en el muro vacío. El abuelo suspiraba, las lágrimas le inundaban las mejillas. Una de las enfermeras empujó la puerta, mientras me tomó del brazo y me guio despacio, muy despacio.

Caminé con el cuidado que se entra a un laberinto, un lugar desconocido y peligroso. Mis ojos buscaban los suyos, pero ella miraba hacia cualquier parte, menos hacia mí. La habitación olía a remedios, a desinfectante y a un desodorante ambiental sin aroma reconocible. Me senté a su lado y le acaricié las manos que caían como peso muerto sobre sus muslos. No hubo reacción. Observé su nariz como si fuera la mía, miré sus ojos y su frente que eran las mías. Tenía un rictus extraño en la boca, «el dolor, la desolación», me dije. Le susurré que era más hermosa que en las fotografías. Le conté que yo era su hija, que venía a conocerla y que, seguro, vendrían otras personas. Ella permanecía como si no escuchara. Sus ojos reflejaban el vacío de aquella habitación de hospital. Le acaricié el pelo y me corrieron las lágrimas. Le dije que la amaba, que la amaba profundamente y sin límites, que le agradecía haber soportado lo que soportó y, sobre todo, le agradecí darme la vida.

De pronto, se oyó un alboroto en el pasillo. Se escuchaban reclamos de mujer y la voz del abuelo calmando la situación. Se abrió la puerta y apareció la figura de la abuela, elegante, espléndida. Se quedó quieta en el umbral, la boca le temblaba. Dio unos pasos hacia la cama en donde estábamos con mamá. No alcanzó a llegar. Las piernas se le doblaron y cayó de rodillas sobre las baldosas grises. Me paré de un salto, pero no me dejó ayudarla. Se arrastró hasta la cama y le tomó las manos a mamá. Le pidió perdón por no buscarla lo suficiente, por no creer. Mi madre seguía con la vista perdida en la muralla desnuda, tan desnuda que tanto los ojos como la muralla misma transmitían una sensación de hielo.

Salimos al pasillo. La abuela dijo que la sacaría de esa pocilga cuanto antes, que se la llevaría a casa. Que en casa tendría su habitación, sus enfermeras. Yo fui directo al hueso, le dije que necesitaba algo más importante: amor. La abuela me miró directo a los ojos, yo no le saqué la vista. El abuelo fue más mesurado. Argumentó que consultarían primero a los médicos. Pero que sí, intentarían llevársela a casa y que él mismo se encargaría de que no le faltara amor. La enfermera nos miraba medio emocionada, quizá porque aquella mujer que cuidó por años, por fin encontraba a su familia, pero, también, con cierto resquemor, porque esa tal familia, sin ningún pudor, discutía temas tan íntimos en público.

Me sentí contenta por mamá y por los viejos. No solo me pidieron, me exigieron que los visitara a ellos y a mamá cuanto antes. Les respondí que sí, que lo haría. Luego di la vuelta y me marché pensando en Vladi, en el sacrificio que hizo para que ese día ocurriera lo que ocurrió y estuviéramos ahí. Mientras recorría la calle en busca de un taxi, me saltó a la memoria el encuentro de Vladi con esa tal Greta. «En ese encuentro terrible y milagroso a la vez, comenzó a resolverse todo», me dije.

*

Vladi estacionó el automóvil a unos cincuenta metros del café. Observó los alrededores con paciencia, con la minucia del que sabe. Unas casonas apagadas de ciudad vieja; un piso brillante y húmedo por la lluvia reciente; unas acacias desnudas; dos automóviles estacionados a pocos metros. Se aseguró de que estuvieran vacíos. Observó a un par de transeúntes que regresaban a casa a esa hora. Abrió apenas la ventanilla y sintió el aire húmedo, el olor a leña recién encendida y a tierra saturada de agua.

Vio un taxi detenerse y bajar a una mujer flaca y bien vestida. Ese abrigo corto y ajustado no combinaba con su cuerpo alargado, menos la carterita tipo sobre, aunque, a Vladi le pareció que podría contener un arma. «Es ella», pensó al verla caminar erguida, con la frente en alto, «como si le quedara dignidad, como si tuviera clase», se dijo. Conocía muy bien a ese tipo de perras, vaya si las conocía. La famosa «Greta», si la hubiera encontrado unos veinte años antes y en otras circunstancias, le habría metido un par de tiros en la frente. La vio entrar al café contoneándose, «como modelo, una modelo esmirriada y vieja», murmuró para sí.

Se miró en el espejo retrovisor, seguía tan delgado como hace treinta años y quizá más. «Ya es mayo de 2016, cómo pasa el tiempo», pensó. Se acomodó el pelo largo en la frente amplia y se frotó las ojeras con los dedos. No había dormido bien las últimas noches y sus ojos oscuros no lucían transparentes, como otras veces. Aquella mujer, aquel asunto, lo tenían más que nervioso. Sacaban a la luz la peor cara de Vladi, esos deseos de sangre y venganza que, ahora menos que antes, todavía le costaban manejar.

Bajó del automóvil, revisó los sobres con el dinero y tocó el revólver con su mano derecha. Miró hacia atrás por los espejos, bajó y volvió a mirar, sabía que los servicios de inteligencia ordinarios del actual gobierno lo vigilaban, o pretendían vigilarlo. Avanzó por la vereda pisando fuerte. Iba acompañado por una sombra alargada contra el muro de las casonas. Se detuvo un segundo en el umbral, miró a derecha e izquierda y no vio a nadie. Pretendía estudiar todo con cuidado antes de decidirse a entrar, pero era imposible. Ordenó su abrigo gris y la bufanda del mismo color. Empujó la puerta de madera y vidrio, y entró.

Buscó a la mujer con la vista y la divisó en la mesa del rincón, a la derecha. Permanecía con la cabeza inclinada, hurgando en su teléfono celular. Su pelo delgadísimo y rubio a la fuerza, caía como una cascada precaria sobre la mesa. «Parece una puta venida a menos, no le queda esa ropa apretada y el pelo teñido», se dijo. Soltó la puerta de golpe y la mujer lo miró. Aún era bonita, o más bien tenía la cara de alguien que alguna vez lo fue.

–Greta, si no me equivoco –dijo Vladi, con voz arrastrada. La mujer se puso de pie y estiró la mano mirándolo a los ojos. El olor a café y dulcería se mezcló con el perfume ácido de ella.

–Usted debe ser Vladimir.

–El mismo, ¿puedo sentarme?

–Sí, adelante. Tenemos un negocio que cerrar y si es rápido, mejor –movió las manos hacia arriba y a los costados, como loca. Al centro de la cara se le instaló una sonrisa, a todas luces, fingida.

–Tomaré un irlandés cargado ¿y usted? –preguntó Vladi y recorrió con la mirada su alrededor. Una pareja se tomaba las manos frente a ellos y una familia completa gritaba y reía en la parte más iluminada del salón. Ese ruido de fondo le daba la seguridad de que nadie estaba pendiente de ellos.

–Un cortado pequeño –Vladi levantó la mano llamando al mozo que miraba hacia ellos, pero ella estudiaba las ventanas alargadas, las cortinas azules que le daban el toque elegante al espacio.

–Vamos al grano.

–Vamos –dijo la mujer cuando se marchó el mozo–. ¿trajo el dinero?

–Por supuesto. No trabajo con engaños y tampoco me dejo engañar.

–No se preocupe –bajó la voz y lo volvió a mirar directo a los ojos–. tengo la información que usted busca. Si usted sabe algo de mí y creo que debe saber, por algo me ubicó y estamos hoy hablando, entiende que no fallo ni me equivoco.

–Si hubiera fallado o se hubiera equivocado no estaría aquí. La gente con la que usted trabaja y que yo busco, no deja ventanas abiertas ni huellas –le miró los ojos con detención por primera vez y los notó demasiado acuosos y abiertos, parecían los ojos de alguien bebido, pero la mujer no olía a trago.

–Ya no trabajo con ellos, por fortuna.

–Le daré la mitad del dinero en este minuto –sacó un sobre del abrigo y lo puso en la mesa: un millón en cincuenta billetes de veinte mil. La mujer tomó el sobre, miró y tocó los billetes sin contarlos. Se le dibujó una sonrisa leve al lado derecho de la boca.

–Falta la mitad –le brillaban demasiado las pupilas.

–Primero el nombre, luego la otra mitad y me entrega la ubicación.

–Bien. El oficial a cargo del grupo que ejecutó la matanza de calle Libertador General José de San Martín fue el teniente y ahora coronel en retiro Renán Astaburuaga Berkoff.

–El Lobo Astaburuaga.

–Sí, el mismo.

–Muchas veces pensé que…

–¡Cuidado! –exclamó la mujer cuando el mozo venía llegando con los cafés y un platito con galletas de limón, gentileza de la casa.

–Le decía que pensé en Astaburuaga varias veces, pero…

–¿Parecía demasiado joven para una acción como esa, no?

–Sí, eso es, era joven, poco más de veinte, creo.

–El Lobo estaba a cargo de ese grupo. Era medio salvaje, duro, por algo lo llamaban con aquel sobrenombre. Pero, además, era manipulable, los jóvenes en general eran más manipulables. En esa época querían parecer implacables frente a los más viejos y estos se aprovechaban.

–¿Cómo sé que no miente?

–Tendrá que confiar en mi palabra. Le puedo decir que no solo fui espía o soplona de los cerdos, también fui dama de compañía de algunos altos oficiales. Cuando ocurrió la matanza yo atendía a Neumann, nazi reconocido, perteneciente a una secta o logia de Temuco y Osorno. Además, uno de los más cercanos a la mano derecha del dictador.

–No me diga que Astaburuaga… –la mueca de la mujer desveló sus arrugas alrededor de la boca y junto a los ojos. El tiempo no respeta cremas ni tratamientos, solo hace su trabajo.

–Silencio, déjeme terminar –interrumpió la mujer con énfasis–. Es muy probable que Astaburuaga fuera miembro o postulante a esos grupos nazis, no lo sé con exactitud. A Neumann le escuché decir que se le había pasado la mano al Lobo. Luego agregó que cuando esos descalabros ocurrían, ellos debían crear una manera de salvar la situación.

–Montar un enfrentamiento que justificara la matanza –movió la cabeza y sorbió el café–. trabajaban en conjunto con la prensa, eso ya no es secreto.

–Así es y déjeme decirle otra cosa: Neumann habló en otras ocasiones de Astaburuaga, no recuerdo qué, pero habló bien de él, incluso lo defendió.

–¿Y esos grupos nazis estaban vinculados a Colonia Dignidad, supongo?

–Sí, pero no tan directamente. Los de Dignidad eran una cofradía demasiado cerrada. Los grupos de los que le hablo se formaron en ciudades donde habitaban familias descendientes de colonos alemanes y llegaron nazis a refugiarse por un tiempo, después de la Segunda Guerra.

–Está bien, le creo, y ¿sabe por qué le creo? Porque he visto en el fondo de sus ojos un brillo poco natural, un brillo que se parece al odio que yo siento. Más soterrado quizá, pero ahí está –las últimas palabras las pronunció mirando por el ventanal hacia la calle desierta y oscurecida por el crepúsculo que avanzaba.

–Nunca me tomaron en serio, siempre fui un objeto al que utilizaron para todo y luego desecharon –pasó su mano por los ojos, como si quisiera limpiar una lágrima inexistente–. mire cómo estoy de vieja y no tengo familia ¿Quién se iba a casar con una mujer como yo?

–Para casarse no es necesario presentar un currículo –agregó Vladi con una sonrisa extraña, casi una mueca.

–No pude engañar a nadie, no fui capaz –dijo la mujer y a Vladi le pareció sincera–. pero bueno, no vinimos aquí a discutir estas cosas nimias.

–Aquí está el otro millón –puso el sobre encima de la mesa, pero sin quitarle la mano de encima–. antes debe anotar la dirección de la residencia del coronel en una servilleta –la mujer la anotó en silencio, le alargó la servilleta de papel y Vladi la tomó con la misma mano que antes cubría el sobre.

–Ya está –dijo la mujer– y no se olvide de ir pronto, recuerde que a estos tipos los cambian cada cierto tiempo, por seguridad.

La vio empinarse el resto de café, tomar un par de galletitas y salir en dirección a la calle. Vista desde allí, no parecía esa peligrosa agente, tan temida a fines de los ochenta. Le volvió a parecer una puta vieja, alguien que nunca quiso ser puta y de pronto, se vio hasta el cuello. Pensó en el sufrimiento que llevaba encima y se le esfumó la ira, el dolor que tenía apretujado en la garganta desde hacía cuatro días, cuando logró ubicarla y le dijo por teléfono que vendría. Se le fue, incluso, el secreto deseo de seguirla y darle un par de tiros en memoria de los viejos tiempos. Recordó que sonaba desesperada del otro lado del teléfono, como una drogadicta con angustia. Por eso supo enseguida que vendría, por eso se le instaló esa pelota ardiente entre garganta y pecho.

*

Vladi salió a trotar temprano, aún no aclaraba. Luchó contra la niebla durante veinte minutos. Las calles desiertas y el frío lo despertaron del todo. Terminó sus ejercicios de la mañana con cuatro series de veinticinco flexiones de brazos, luego entró a la ducha y, acto seguido, se preparó unos huevos con queso. Tenía cincuenta y un años y no se le notaban por ningún lado, excepto en un par de arrugas y tres o cuatro canas que apenas aparecían entre los mechones de pelo largo y oscuro. Mari seguía durmiendo y no la iba a despertar. Se merecía todo el descanso que quisiera. El plan era pasar a la oficina e ir por Sancho y ojalá encontrarlo a la primera.

Dio una vuelta por la casa antes de salir, cedió a la tentación y miró a Mari dormida. Sintió ganas de besarla, pero se arrepintió a tiempo. Caminó por la galería mirando al patio del costado, el jardín que su mujer cuidaba con tanto celo. Detuvo la vista en aquel arbustito de flores amarillas, que brillaban por debajo, a pesar de la niebla. Miró la foto de Marcelo y Marión en el muro, a la izquierda. «Quiero que me acompañes, hermano», dijo en voz baja y luego entró a la habitación habilitada como biblioteca, tomó un libro de Neruda y leyó: «…de qué está hecho ese surgir de palomas / que hay entre la noche y el tiempo…».

Puso el revólver en la sobaquera, como quien echa un lápiz para firmar frente al notario. Salió en el vehículo sin saber con exactitud dónde iba. Ni siquiera miró en la dirección del punto fijo que, a veces, se instalaba a vigilarlo. Miró por los espejos y no había vigilante alguno. Era demasiado temprano, incluso para ir a la oficina. Entonces, giró hacia el sur de la ciudad, hacia su antiguo barrio. Recorrió las calles que dormitaban silenciosas, desiertas. Pasó por encima del estero Piduco a las siete treinta de la mañana. Se detuvo en el semáforo donde antes estuvo la cervecería y, ahora, se empinaba un gran supermercado. No despreciaba el progreso, pero prefería los muros amarillos de la fábrica de cerveza y el olor a cebada que lo impregnaba todo.

Pasó junto al templo del Buen Pastor, donde asistía de pequeñito con su mamá. «Pobrecita, sufrió tanto antes de fallecer con ese maldito cáncer metido dentro del estómago», murmuró, como si hablara bajito con alguien. Allí, en ese mismo templo, se efectuó el velorio y se inició el funeral. No sabía quién vivía ahora en la que fue su casa, tampoco quería saberlo. Evitó pasar por ahí, lo evitaba siempre. Nunca le interesó saber de su padre. Se fue con otra. Dejó a su mamá sola. Ella falleció poco tiempo después. Sus hermanos hablaban con el viejo y lo visitaban. Qué bueno que lo hicieran, pero a Vladi no le salía ni le sale la vena cínica.

Iba por Asunción y le pareció tan raro, de pronto, que las calles estuvieran pavimentadas, que los frontis aparecieran tan pintados y cuidados. Cuántas pichangas jugó en esa calle, cuántos paseos en bici con Marcelo y Chico Luis. Cuántos besos con la Chavelita, la polola más querida de la adolescencia. «¿Qué fue de ella?», se preguntó tantas veces, pues nunca supo lo que hizo con su vida.

Pasó por fuera de la casa que fue de Marcelo. El antejardín seguía tan cuidado como siempre. Los padres de Marcelo vivían, o más bien sobrevivían en aquella casa. La última vez que los vio tuvieron algo parecido a una discusión y en ella, doña Constanza le preguntó fuerte y claro: «¿Por qué se fueron? ¿Por qué tuvieron que irse? Hubiera preferido la cárcel durante años para él, pero que siguiera con nosotros». Vladi se quedó congelado ante esa voz de súplica y llanto contenido. No le salió una sola palabra, pero una frase silenciosa pasó por su mente: «jamás lo habría tolerado»; defendería en cualquier parte que Marcelo no era un animal para ese tipo de jaulas, sin embargo, ante ella prefirió el silencio.

Pero eso no fue todo, al rato don Felipe lo tomó del hombro y lo arrastró hasta un rincón. Allí, con una mirada que lo atravesó y un potente susurro, le preguntó si le daba vergüenza estar vivo después de lo que pasó. Vladi le respondió que sí, había tenido mala suerte, siempre estuvo con Marcial en los momentos difíciles y en el último, no. Dijo Marcial, no quiso decir Marcelo por respeto a aquel hombre que notó demasiado adolorido. «Seguir vivo es un castigo que debo soportar mientras esté aquí», le dijo. La cara de don Felipe, con todos sus huesos sobresalientes y sus arrugas, se torció en una mueca de dolor sin límites. Así le pareció y siguió viendo su cara por mucho tiempo. Nunca quiso volver a esa casa, entendió que su presencia les hacía daño y Vladi actuó en consecuencia.

Paseó por todo el barrio y un enredo de caras y voces le vinieron a la mente. Recordó los juegos, las entretenciones de niño, pero, sobre todo, constató una vez más el paso del tiempo en esos frontis, en los semáforos que, en aquella época, no existían, en las acacias ahora gruesas y medio deformes, en las caras envejecidas de los conocidos no vistos por un largo tiempo.

Se detuvo en un almacén abierto, compró un jugo de fruta en caja y bebió. Luego, tomó la dirección de la oficina. Saludó a Cecilia, su secretaria de años, con el afecto de siempre. Se dedicó a ordenar los detalles de algunos casos. Escribió instrucciones para los muchachos, sus discípulos más avanzados. Los últimos hechos acaecidos lo obligarían a ausentarse por unas cuantas semanas y alguien debía hacerse cargo, sobre todo del caso «Las Américas», ese asesinato terrible y, hasta ese momento, sin solución.

Dejó el celular institucional en manos de Cecilia; también, le dejó las principales indicaciones y las llaves de todo. «Puede que necesite ayuda, alguna información específica, en ese caso te llamaré», le dijo, y ella asintió con un movimiento de cabeza. Esa mujer, ya mayor, era sus ojos y sus oídos cuando él no estaba. Le gustaba ser dueño de aquella oficina, a pesar de las aprensiones que siempre tuvo con la propiedad privada y sus consecuencias. Aquella agencia de detectives privados le otorgó el dinero necesario y la libertad. Desde que se instaló Halcones en aquel espacio, su vida cambió. Le llovieron los trabajos, sobre todo de parte de las esposas celosas y adineradas de San Cristóbal, aunque, luego, aparecieron los escabrosos, esos casos que la policía dejaba de lado por intereses creados o por simple falta de personal. Incluso, en ocasiones, investigaba porque sí, por amor al arte, pues aquel trabajo se había transformado en su pasión.

*

Salió de la oficina pasadas las doce y miró en todas las direcciones posibles. No subió a su vehículo, sino al pequeño auto de Cecilia estacionado detrás del edificio. Jamás se olvidaba de los cuidados, tenía que inventar ardides nuevos, más cuando el trámite era importante y secreto. Se creía a medias eso de que los servicios de inteligencia estaban casi muertos. Tenía más que claro que era uno de los blancos posibles de los milicos de civil y las presencias que había notado en los últimos meses le daban la razón. Aquellos que se atrevieron a la resistencia armada contra la dictadura sufrían esos seguimientos. Se lo había repetido a varios de sus excamaradas, pero se reían en su cara, o lo miraban raro, como si estuvieran frente a un paranoico. Echó a andar el motor, mirando por los tres espejos el panorama a su espalda. «Nada anormal, vamos», pensó en voz alta.

Tomó avenida Colón y enfiló hacia el sur de la ciudad. El tráfico no parecía tan extenuante. Cruzó el paso bajo nivel de Ignacio Carrera y todo cambió de pronto. Aparecieron cientos de autos de quién sabe dónde. Se armó un taco de la puta madre en la esquina de calle Presidente Balmaceda. «¡Qué mierda hacen aquí y a esta hora!», gritó, pero entró en la cuenta de que era viernes y los viernes, al mediodía, muchos servicios públicos terminaban la jornada. «A mí se me ocurre salir un viernes», vociferó.

Puso un disco de Inti-Illimani que estaba ahí, en el asiento del copiloto. Buscó un tema en quena y se relajó. «Espero encontrar a este weón. Que valga la pena el sacrificio», se dijo. Pasada la una y media entró a las poblaciones del límite sur. Se abrió camino entre un ramillete de edificios de cuatro pisos. Percibió colores en los muros opacos y descubrió que era ropa colgada por doquier, dibujos obscenos en los frontis, marcas de las pandillas que dominaban el lugar. Divisó unos grupos de jóvenes con fogatas encendidas y botellas en la mano en unos callejones. Pasó junto a cientos de chiquillos que pateaban pelotas en calles angostas, como senderos, o en placitas desnudas, sin árboles. «Nadie recoge la basura en esta mierda», murmuró al ver las cajas de vino pisoteadas por las veredas, cientos de botellas, papeles por doquier. Varios esqueletos de árboles adornaban los callejones entumidos.

Iba despacio, un olor a fritanga y a comida recalentada hinchaba la atmósfera. Bajó del vehículo, un par de tipos lo miraban desde la esquina de uno de los callejones. «Esos weones son peligrosos, debo ir con cuidado», se dijo. No recordaba en cuál de los edificios estaba la casa de Sancho, así que decidió detenerse y preguntar. Puso seguro y alarma, y llamó a dos muchachitos flacos y morenos que lo miraban con interés. Les preguntó si conocían a un tal Sancho, le dijeron que sí, que vivía en el edificio de atrás. Les dio unas monedas y les pidió que cuidaran el auto.

Su figura alargada enfiló por la vereda. El sol apenas aparecía por detrás de un banco de nubes que amenazaban con cubrirlo todo. Los tipos peligrosos avanzaron persiguiéndolo. Se detuvo justo después de doblar en la esquina del edificio y giró sobre sus talones con la Taurus 45 en la mano. Los hombres se encontraron con aquel animal justo al frente. «Desaparezcan, weones», les susurró y se hicieron humo en un segundo. Pisó una poza y el zapato derecho dejó de brillar y hacer juego con la chaqueta de cuero. Subió al cuarto piso casi corriendo. Pasó la mano por muros con la pintura descascarada, por las grietas de esos muros. Leyó los rayados con palabras y signos incomprensibles. «El departamento del rincón, es ese», se dijo. Recordó que había estado allí alguna vez. Tocó la puerta y una mujer menuda, con el pelo revuelto y en pijama, se plantó en la entrada.

–Busco a Sancho –dijo Vladi, intentando mirar hacia el interior.

–¿Quién lo busca?

–Un viejo amigo.

–Por la pinta debes ser el famoso Comandante Vladi –dijo la mujer–. Ismael habla de ti siempre.

–Espero que no hable mal –respondió y se le vino a la mente que aquel hombre se llamaba Ismael Sánchez y que los amigos de aquellos años, solo los amigos, le llamaban Sancho, aunque ahora había comprobado que la chapa de aquella época ya era de uso público.

–Está durmiendo y no estoy segura de que…

–Dígale que lo busco y se levantará.

–Está bien, pero pasa –dijo la mujer y se abrió ante sus ojos un departamento desordenado, pero limpio. Aun así, despedía olor a comida, humo de cigarrillos y encierro. Los ceniceros con colillas lo explicaban, un montón de prendas de ropa limpia aplastaba uno de los sillones. Un niño de seis o siete años dormía en el sofá con la televisión encendida. En la mesa, unos trastos con restos de la comida nocturna. De los muros colgaba un cuadro de Violeta Parra, una foto de Silvio Rodríguez y un calendario viejo con la imagen de una mujer en traje de baño.

–Espera unos minutos, voy por él –se dio vuelta y desapareció por el pasillo. Se oyó un crujido, luego una conversación breve y un «¡qué!», con el vozarrón de Sancho. «¿Y está esperándome en ese chiquero?», preguntó con el mismo vozarrón. Se oyó correr el agua del baño y por fin salió con una cara de los mil demonios, una camiseta rota en varias partes y el pelo mojado.

–Comandante, tanto tiempo. ¿Qué lo trae por aquí? –Se estrecharon las manos y se tocaron mutuamente el hombro.

–Hola, buscándote. Necesito hablar con un poco de privacidad –lo miró desde abajo hacia arriba, constatando los zapatos embarrados, y los pantalones sucios.

–No hay problema, sígame –lo guio hasta el pequeño balcón y cerraron la ventana por fuera. La imagen de una plazoleta reseca y sucia, con un par de arbolitos escuálidos, llenaba el panorama.

–¿Nadie limpia y riega esa plaza?

–Los municipales pasan una vez a las mil, no como en las plazas del otro lado.

–¿Y los vecinos?

–Los vecinos con suerte comen.

–Mala la cosa, pero bueno... Sé quién dirigió la matanza de calle Libertador General San Martín. Debemos actuar rápido, mira que la presa es delicada y esquiva.

–Hay que puro pitearse a ese weón y filo. Pero ya no estoy en forma, comandante –hizo un par de gestos como si tuviera un arma en la mano.

–Se nota, pero eres un hombre con una fe parecida a la mía, lo demás se puede arreglar.

–Estoy pato, comandante, hace rato que vengo bailando con la fea. No tengo ni un puto peso.

–Tienes una semana para ponerte en forma –le miró la panza y luego le pasó un manojo de billetes–. Eso es para la pinta, no puedes verte de esa manera y lo sabes. Además, cómprale ropa, útiles y manda a ese niño a la escuela. Si lo vuelvo a encontrar durmiendo a las doce del día, yo mismo te denuncio por irresponsable. Ah, y quita ese calendario de mina del siglo XV y pon algo decente. ¿Estamos, compañero?

–Estamos, comandante, y perdone. Usted sabe que la pobla se lo come a uno.

–No puedes abandonarte, Sancho, lo sabes. Y menos dejar que tus hijos se abandonen –giró para salir del balcón y dirigirse a la puerta, pero antes le estiró la mano con una tarjeta–. Llámame antes del miércoles de la próxima semana.

–Lo haré, comandante.

–Ah, ¿y Mique? –preguntó Vladi–. ¿Sabes algo de Mique?

–Trabaja en el norte, es lo que sé.

–Contáctalo, dale mi teléfono, dile que lo necesitamos.

–Lo haré, comandante.

–La próxima semana quiero noticias, convéncelo.

–Lo intentaré, comandante, pero le adelanto que el weón está en otra.

–¿Qué?, ¿salió del clóset?

–No, comandante, se hizo canuto. Ni se acuerda de cuando íbamos a chimbiroca –soltó una carcajada.

–Pregúntale si está dispuesto a trabajar con nosotros, pero no le digas nada de la emboscada en calle Libertador San Martín –habló lento, como masticando las palabras–. necesitamos un chofer experto y, si se decide, yo mismo le explico lo demás.

–Lo haré, lo haré.

–Ah, no olvides las medidas de seguridad. Por teléfono celular, solo lo esencial y sin detalles. Los servicios de inteligencia siguen funcionando. Creo que me vigilan desde hace tiempo, así que los ojos muy abiertos y los oídos destapados.

–Entendido, comandante.

Vladi salió con una mezcla de confianza y descontento. Sancho seguía siendo el muchacho que conoció décadas atrás, con esa sinceridad que le brotaba por los poros y, al mismo tiempo, un hombre con la debilidad de dejarse perder. «No tiene la educación suficiente para mantener el norte ético con rigor», se dijo, pero luego, lo inundó el afecto de siempre por aquel compañero.

Miró en todas direcciones antes de poner un solo pie fuera del edificio. Los tipos que lo siguieron no eran de los que se cansaban tan fácilmente. Revisó los rincones más oscurecidos, los recovecos, las sombras raquíticas de aquellos árboles. No penaba un alma en las veredas, en los antejardines, en las plazoletas, por suerte. Los niños que jugaban y los vecinos que bebían una cerveza en las esquinas desaparecieron como por arte de un brujo loco. La razón: la llovizna que caía como un manto helado sobre los edificios, placitas y callejones.

*

Vladi llegó a la casa de Fermín pasadas las tres de la tarde. Tocó la puerta con suavidad y esperó bajo el portal de aquella construcción nueva, pintada a la perfección. Ese amarillo le parecía antinatural y el rojo oscuro, una mala imitación del color ladrillo, pero ambas pinturas combinaban y se deslizaban a la perfección. Su hermano trabajó con éxito y se acomodó bien. Ese negocio de antigüedades tomó tal fuerza, que ahora trae lo mejor desde Europa. Pensó en la suerte que les tocó a los hermanos. Patricio huyó hacia Canadá en plena dictadura, tiene esposa y familia canadiense. Lo más seguro es que no vuelva. Trató de recordar las caras de sus sobrinos canadienses y no pudo. Estela, vive con su familia en Antofagasta y casi no viene, excepto a ver a su padre. Pensó en su viejo viviendo con aquella mujer que no era su madre y se descompuso. Olga apareció en la puerta de pronto:

–Tío, tanto tiempo –la hija mayor de Fermín seguía tan bella y amable como siempre–. ¿cómo estás?

–Aquí estamos, mi niña, ¿y tú?

–Bien, bien, tío –respondió la muchacha–, pero pasa, papá está en la sala revisando unos papeles.

–Qué bueno encontrarlo –avanzó por el pasillo con lentitud. Descubrió una serie de fotografías familiares en los muros blancos. Vladi se reconoció en varias de ellas, pero no se detuvo. Entró a la sala sin tocar y vio a su hermano mayor con la cabeza canosa sobre el escritorio. Reconoció la nariz medio torcida y esos lentes de marco negro con los que se parecía demasiado a su padre.

–¿Qué tal, Fermi? Te veo cada día más parecido a papá.

–¡Marco, cómo es que has aparecido!

–Y dale con decirme Marco, sabes que…

–Así es como te bautizaron nuestros padres, o quizá debería llamarte Queno, como te decíamos todos en casa. El otro es un nombre de guerra, una guerra que ya terminó.

–Es posible, hermano, lo más seguro es que tengas razón, pero todavía tengo un par de cosas pendientes –se sentó en una silla frente al escritorio de su hermano.

–No te cansas, si hace más de treinta años que ese «Patria o muerte» del que hablabas desapareció…

–Ya lo sé, ya lo sé, por eso he venido a verte.

–Yo ya estoy retirado y lo sabes. Lo político me sobrepasó. Además, nunca estuve ni cerca de tu postura armada y antisistema. Me basta con el viaje obligado de Patricio a Canadá y que se quedara tan lejos. Lo sabes –Fermín movía las manos como si no encontrara la manera ni el lugar donde ponerlas.

–Lo sé, claro que lo sé, pero quiero pedirte un favor, algo que no tiene que ver con política ni nada que se le parezca.

–A ver, lánzalo.

–Solo escucha un par de minutos –dijo bajando la voz–. Encontré al responsable del asesinato de Marcelo y voy a estar fuera más de un mes, quizá dos. Necesito que veas a Mari, que la visites y la tranquilices. También, que le des una vuelta a la oficina. Los muchachos ya trabajan solos, y son honrados, pero pueden necesitar algo.

–Sabes lo que pienso acerca de la lucha armada en aquella época y en esta: la única consecuencia que tiene es aumentar la violencia. por lo demás, hacerle daño a un ejército completo y más aún, ganarle a un gobierno hecho y derecho no fue ni es posible. Es más, es un suicidio. En aquella época te suicidabas y, ahora, te vas a hacer matar, hermano.

–Espero no morir todavía, Fermín –se levantó y miró esos cuadros de coches antiguos y caballos, a Fermín siempre le gustaron los caballos–. Por lo demás, tu sabes que nosotros no iniciamos la violencia y, si hubiese sido posible, habríamos enfrentado a la dictadura con pétalos de rosa, pero…

–No juegues con las palabras –se puso de pie y caminó hacia él–. ¿Sabes?, a veces recuerdo a Marcelo y a ti recorriendo el barrio en bicicleta, jugando a la pelota con el barro hasta el cuello. Tan niños, tan divertidos. No sé cómo pasó lo que pasó.

–Yo tampoco, hermano, yo tampoco.

–Los miraba desde lejos y me parecían unos pendejos mal criados y atrevidos.

–La verdad es que eso éramos, unos putos pendejos mal criados y yo, la verdad, sigo siéndolo.

–¿Hacia dónde te diriges?

–Eso es confidencial, pero…

–¿Y qué vas a hacer con ese hijo de puta, eliminarlo así como así? –la cara de Fermín estaba descompuesta, los ojos llorosos.

–No, intentaré que reconozca su delito y lo entregaré a la justicia.

–Si te conozco como te conozco…

–Hermano…

–Sueñas, pero esta vez sueñas algo muy peligroso. Todavía muchos de los jueces son prodictadura; quiero decir, la dictadura sigue entre nosotros. Se fue escondiendo más y más con el tiempo. Lo sabes, yo sé que lo sabes… Si cae en manos equivocadas el caso, lo dejarán libre y no sería raro que te apresaran y te inventaran algo, como han hecho tantas veces…

–Lo sé, hermano, por eso te pido lo que te pido.

–¿Cuándo partes?

–Pronto, pronto. Te avisaré en cuanto se inicie todo.

–Uf. ¿Con quién vas?

–Es mejor que no lo sepas, Fermi. la información puede ser peligrosa –dijo Vladi, muy bajito.

–Solo ten cuidado, sabes de sobra que en el negocio en que estás metido no se pueden cometer errores.

–Lo sé, hermano, lo sé.

–Apostaría mi vida a que llevas a Sancho, pero es un borracho, todo San Cristóbal lo sabe y es testigo.

–Pero es confiable, el más confiable de todos y un gran tirador –miró hacia la pequeña biblioteca, una biblioteca con colecciones bellísimas y antiguas, que al parecer nadie tocaba–. Si no lo intento, no me lo perdonaré, no podría dormir un solo día.

–Solo cuídate –se puso de pie y le dio un abrazo y un beso en la mejilla.

–No me asustes –giró hacia la salida sin mirarlo–. Pareciera que en serio crees que no voy a volver.

–Espero asustarte de verdad, para que te quedes en casa y no vayas a cazar ratas que, lo más probable, se deben estar comiendo la mierda solas.

–No te olvides de Mari, recuerda que es colombiana, que a pesar de que lleva treinta años acá, no es su país y necesita hablar. Visítala, sobre todo si demoro más de la cuenta –avanzó por el pasillo hacia la calle.

–No te preocupes, iré con mi mujer. Lo más probable es que se hagan las amigas que nosotros no hemos permitido que sean.