Nunca será como siempre - Arantxa Comes - E-Book

Nunca será como siempre E-Book

Arantxa Comes

0,0

Beschreibung

Siete amigos, demasiados secretos y una Noche de San Juan que no cumplió sus deseos, solo despertó fantasmas. Un año y medio después de aquella fatídica noche que los separó, Beck no sabe qué hacer. No estudia, ya no escribe y, para colmo, debe aprender a gestionar sus emociones. Suerte que tiene a Eva, aunque no se considere el mejor ejemplo a seguir. Sin embargo, Mara ha regresado a Aconte tras un tiempo desaparecida, dispuesta a pedir perdón y juntarlos de nuevo. Y es que Zan también ha regresado al pueblo, aunque por un motivo cruel, al igual que Florence, quien al parecer sigue teniendo una vida perfecta. Por desgracia, Nina no quiere hablar con nadie, ya tiene suficiente con haberlo perdido todo. Solo falta Andre en este cruce de caminos, donde sus vidas están a punto de colisionar entre sucesos inexplicables, mucha música y el pasado del que huyen. La realidad nunca es lo que parece y uno de aquellos fantasmas que despertaron frente a las hogueras y el mar por fin ha decidido hablar. Eso cambiará todo para siempre.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 472

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Nunca será como siempre

Arantxa Comes

Primera edición en esta colección: enero de 2023

© Arantxa Comes, 2023

Autora representada por IMC, Agencia Literaria, S.L.

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2023

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-19271-39-6

Diseño e ilustración de cubierta: Marina Abad Bartolomé

Adaptación de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Prólogo01.0105.0107.0111.0118.0120.0125.0124.0101.0204.0209.0215.0222.0228.0209.0316.0323.0327.0331.0303.0413.0416.0420.0429.0430.0403.0504.0518.0525.0530.0501.0610.0614.0623.0605.0710.0713.0714.0731.0701.0909.0926.0905.1020.1031.1024.1131.1202.01EpílogoAgradecimientos

Para Mel, por todo.

Youngblood thinks there’s always tomorrow.I miss your touch at nights when I’m hollow.I know you crossed a bridgethat I can’t follow.

Since the love that you left is all that I get,I want you to knowthat if I can’t be close to you,I’ll settle for the ghost of you.I miss you more than life.And if you can’t be next to me,your memory is ecstasy.I miss you more than life.I miss you more than life.

Ghost, Justin Bieber

Fuimos una vez, aunque no en aquel funeral que, como excepción a la regla, reunió menos personas que una fiesta de cumpleaños.Y es que, sincerémonos, el luto vuelve muy solidarias a las personas, incluso a esas que, de marcarte un monstruo de Frankestein y abrir los ojos dentro del ataúd todavía abierto —¡está vivo!, ¡está vivo! ¿Imagináis?—, ni siquiera reconocerías porque jamás las conociste. Vamos, como una fiesta de cumpleaños cuando eres pequeño y tu familia decide invitar a más nonagenarios que críos dispuestos a ahogarse en una piscina de bolas.

¿Veis? Al final, todo se resume en cumplir años y perderlos de golpe en una sola jugada. Ah, y en que la gente no siempre está hasta que la muerte los separa. Hablo con propiedad y un pie en el otro barrio. El izquierdo, por desgracia, se me ha quedado atascado en una zanja.

Aquel día la gente se volvió muy solidaria. Además, quizá, nos volvió muy sinceros a algunos, porque no estábamos todos y no parecía importarnos. Sí, las lágrimas y el dolor y lo que fue y ya no será… Todo eso nos desequilibró las brújulas vitales. Lo entiendo, morir joven impacta más.

Pero hay cosas que aprendemos muy tarde. Ahora me gustaría poder deciros que hasta los nonagenarios de aquella fiesta de cumpleaños en la que, entre todos, soplamos mis ocho velas murieron jóvenes.

Siempre moriremos jóvenes porque el universo es infinitamente más anciano que nosotros. Una vida gigantesca que incluye las nuestras casi como un favor.

Uno que extraviasteis el día del funeral, algo que también me gustaría reprocharos a gritos, idiotas, de no ser porque hablar con vosotros me mataría un poco más, pero no del todo.

Y ya me conocéis… O todo.

O todo.

01.01

Cada Año Nuevo es irrepetible. A pesar de que siempre surge una teoría de la conspiración empeñada en terminar con la existencia humana tras la última campanada, todos los 1 de enero amanecen. Eso sí, nunca igual.

El sol caza en sus primeros parpadeos a quienes les importaron un bledo las uvas y madrugan aun siendo festivo. A quienes regresan a casa después de celebrarlo, pero han tenido que sentarse al borde de la dársena, con los trajes sucios como si se hubieran revolcado por la carretera y los zapatos a un lado, mientras mordisquean unas rosquilletas recién compradas en una máquina expendedora. A quienes despiertan sin más, con resaca o cuando ya es mediodía.

A Rebeca Roy, alias Beck, la pilla siendo un refrito terrible de todas esas personas y horas, con menos dignidad incluso que los borrachos devorarosquilletas que están a un empujón de caer al agua mientras berrean: «Tú me dejaste caer, pero ella me levantó», como si todavía estuvieran en la discoteca o fueran ellos, y no Daddy Yankee, los artífices de esa canción.

Hoy Roy podría ser un monstruo de Frankestein si se lo propusiera, aunque sin ataúd.

El espejo alargado en el que está reflejada se habría roto, lo sabe ella y media Aconte, porque aún lleva puesto el vestido de Nochevieja, pero se durmió sin descalzarse esas botas mullidas de ir por casa que la novia de su madre le regaló por su cumpleaños —en pleno verano— y ahora acumulan una roña invencible. Desintegradas estarían mejor. «Y también lo estaría mi cara», piensa al descubrir entre sus rizos teñidos de turquesa que se ha convertido en una versión barata de Dos Caras. Una mitad muestra su piel oscura muy limpia, mientras que la otra parece el resultado de una mutación a mapache que ha salido mal y luego ha llorado durante la eternidad.

Lágrimas no, por supuesto, puro petróleo. ¿Con qué cojones se maquilló esta tía?

Y las emociones en carne viva solo espolean su… habilidad especial. Un eufemismo de primer nivel para lo que Beck pensó, en un principio, que eran alucinaciones provocadas por su ansiedad. Sin embargo, no alucina, pese a que solo ella posee esa curiosa percepción. Empezó tras aquel San Juan de hace año y medio y, desde entonces, es un sexto sentido que no ha parado de afinarse: sabe a quiénes pertenecen ciertas cosas, pues ve los nombres de sus dueños escritos sobre ellas como banderas de un lugar remoto, en el aire. Por ejemplo, a la altura del tirante de su vestido, que no oculta los dos lunares que parecen dos puntos en su hombro derecho, está inscrito «Rebeca» de la misma forma que se tallaría sin destreza en la corteza de un árbol.

Si le preguntara a su abuela, católica, apostólica y romana, le diría que es un ángel anunciador o una bendición de la Virgen. Y, en el peor de los casos, la reencarnación del demonio.

Si les preguntara a los amigos que perdió… Bueno, Eva sigue a su lado y está segura de que pediría llamar a algún exorcista. Mara se reiría a pleno pulmón porque nunca supo hacerlo a medias cuando estaba bien. Florence y Nina la tildarían de mentirosa, una siendo demasiado realista y la otra poniendo los ojos en blanco. Andre habría curioseado como buen sagitario. Y Zan solo la habría contemplado y, nerviosos por sostenerse las miradas, habrían entrado en ignición. Le hubiera gustado celebrar esa Nochevieja con ellos, seguro que así no habría sido un completo desastre.

Los recuerda, sonríe y más nombres que solo ella ve destacan a su alrededor. Pestañea, las letras se difuminan y un grito desde el piso inferior la espabila:

—¡Rebeca, baja!

10:00h y la voz de Julia en modo despertador. Beck deja caer el vestido al suelo y se pone el pijama sin quitarse las botas. No sea que se facilite la tarea de parecer un ser humano decente.

Los 1 de enero en esa casa huelen a bollería, zumo de naranja y café recién hecho. Por eso ni Julia, ni Diego, ni Cerebro, el carlino más estúpido y adorable del planeta, se mueven de la barra americana sobre la que han dispuesto semejante banquete matutino.

—Estamos esperando a Sof… —La mujer se queda boquiabierta antes de ahogar una carcajada e intentar aparentar preocupación al decir—: ¡Cariño! ¿Qué te ha pasado en la cara?

—Cerebro, no mires. —El hermano pequeño de Beck se inclina sobre la silla alta para intentar taparle los ojos al perro, que salta creyendo que la mano que se acerca a él le dará a probar un cruasán.

—No me he desmaquillado —responde Beck mientras toma asiento, los dedos inquietos sobre la barra porque puede que esté triste, pero una esponjosa ensaimada está haciéndole ojitos y, de tenerlos realmente, también se los comería.

—Toma —Diego alza al perro—, que también se te ha caído el cerebro.

El animal termina en el suelo antes de que Beck le propine una colleja a ese adolescente que está metamorfoseándose en una criatura avispada, curiosa y vengativa. El peligro constante de la pubertad, pese a que crecer está haciendo que cada vez se parezca más a su padre: la piel oscura, pero no tanto como la de él; los rizos definidos y de un castaño tan profundo como el de sus iris. Beck también tiene mucho más de su padre que de su madre —blanca, pelo caoba, bajita—, aunque de ella ha sacado los ojos grandes y las largas pestañas.

—Rebeca, por favor, el crío es él.

—De crío nada, mamá. Ya tiene quince años y cierra con pestillo la puerta del baño, si sabes a qué me refiero…

Y Diego, a veces un enemigo formidable contra su hermana mayor, pierde esa batalla cuando se le concentra la sangre en el rostro, la nuca y las orejas.

Julia le da una palmada a la mano extendida de su hija, una doble advertencia porque están esperando a Sofía y porque tanta inmadurez merece un castigo: Beck no alcanza la ensaimada de los ojos saltones, la que no lleva su nombre invisible para el resto porque todavía no le pertenece. Todavía.

—Pues Rebeca parece un mimo frustrado porque anoche Ángela la rechazó por enésima vez.

—¿Ángela Miralles? ¿La hija de la panadera?

—Diego, no —le espeta Beck. Esta vez pierde ella con las mejillas incendiadas.

—Como se ha cerrado las redes, no se ha enterado de que Ángela…

—¿Las redes?

—Ay, mamá, Instagram, Twitter…

—Diego.

Aliento que entonces se convierte en guijarros, esa es la voz de Beck al interrumpirlo. Esa es la presión que se ensarta en su garganta hasta hincharse como un globo aerostático a punto de reventar. La ansiedad cambiaformas que siempre encuentra el modo de transformarlo todo en crueldad.

—Hija, respira.

Beck no respira. Ahora detonan todos esos nombres, los ajenos y los propios, que se ha acostumbrado a ignorar. «Diego» en el tazón desportillado, «Julia» en el sacacorchos que ayer no se llevó a su fiesta de Nochevieja, más Diegos y más Julias y más Rebecas y algún Cerebro y un solitario Pedro en una cesta, porque la última vez que su padre los visitó se olvidó del paraguas. Y de eso debe hacer mucho tiempo porque Julia y Pedro llevan divorciados bastantes años.

—Estoy bien.

Es mentira, lo notan. Por Dios, Roy, respira, respira, respira.

—Lo siento —se disculpa Diego, que se toquetea los rizos oscuros, nervioso, y el cuello prestado de su camiseta le devuelve esa tierna juventud que los adolescentes enmascaran por supervivencia.

—Da igual, es verdad que no le gusto a Ángela. —Ese no es el problema, pero no quiere hablar de ello—. Tampoco es el fin del mundo.

Aunque los conspiranoicos podrían tener razón de una vez y así Beck no se sentiría rechazada por el anciano universo. Rechazada al igual que por todos sus amigos y las historias que, desde hace tiempo, ya no es capaz de escribir. Una escritora de pacotilla, eso es. Sola, bloqueada, rechazada.

Roy, Roy, Roy.

—¡Feliz Año Nuevo! —La entrada de Sofía, la novia de Julia, rompe un silencio ensordecedor—. Perdón…

—Tranquila, estábamos esperándote para desayunar —se apresura a decir Beck, con la ansiedad empujándola por la espalda—. Empezad, voy a pasear a Cerebro.

Muchos dicen muchas cosas: que se cambie primero, que alguien ha vuelto a Aconte, ¿Zan Wu?, que por favor no salga con esas pintas porque ya son las diez y cuarto y habrá gente por la calle. Pero Beck cierra la puerta al salir y el arrullo de las olas la alcanza, inspirando el salitre y la paciencia de Aconte.

Aconte, con el mar irrumpiendo en sus entrañas, quieto bajo los barcos fondeados y las casas unifamiliares o edificios de colores que se apiñan en un entramado irregular de calles. Escaleras que desnivelan los caminos y arcos que se transforman en pasadizos. Como si Venecia hubiese encogido, conservando su laberinto de cúspides desiguales y salpicado de plazas, agua y vegetación. Un pueblo que besa la espuma mediterránea más allá del paseo que recorre su cara este.

Al otro lado de la dársena, en paralelo a la casa amarilla de Beck, esta observa la fachada rosa en la que espera encontrar cierta ventana abierta y, en su alféizar, a Eva con un cigarro en los labios y haciéndole una peineta. Porque son idiotas y solo los idiotas decidirían saludarse así. Pero las persianas de su habitación están bajadas y, en vez de sentir el peso de la soledad sumergiéndose como el mújol que brinca en medio del agua, la chica siente una inusitada calidez en la pierna.

Cerebro no ha aguantado y se ha meado en el sitio. Él sonríe con la lengua fuera, por supuesto. Ella se queja, se aparta y su bota chapotea cuando pisa con enfado.

Y unas voces doblando la esquina logran que Beck huya. Podría haber entrado en casa, aunque de nuevo prefiere no actuar como un ser humano decente. Por eso corre y, en cuanto puede, se detiene entre unos arbustos dentro de un arriate. El escondite perfecto donde, además, Cerebro puede terminar sus necesidades sin que vuelva a mearle la bota y la pernera del pijama.

Entonces, poco a poco, con el mundo encogiéndose hasta acuclillarla, Beck se abraza las piernas, clavando la vista en el nombre de un cochino desconocido que no recogió la colilla que tiró al suelo. Se esfuerza por obviarlo, pensando en lo que ha creído escuchar antes de marcharse de casa.

—¿Zan ha vuelto? —se pregunta, por si no lo ha entendido bien y por regañar a ese latido que bombardea su pecho con más insistencia.

Pero Beck detesta las sorpresas, no hay nada que la ponga más nerviosa que la magia. Y la vuelta de Zan Wu le sienta como un truco final. De alguna manera, sofocante y estúpida, se da cuenta de que la magia de su ¿antiguo? amigo le molesta mucho menos que la del resto.

Beck y Zan se gustan desde los diez años, todos lo sabemos.

Y recordar a los amigos no debería molestar, claro que aquel funeral no resultó la mejor de las despedidas. Su grupo parecía una bola de plastilina tras juntar todos los colores creyendo que es buena idea y luego no hay marcha atrás. Pero a Beck le gustaba así.

Le gustaba que Mara y ella no se parecieran y, pese a eso, fueran mejores amigas. ¿Al final Nina y Andre la llevaron a aquel skatepark de Valencia? Sí. No. Menudo efecto Mandela. El caso es que no importa. No importa porque Zan se marchó, luego lo hicieron Mara y Andre, y finalmente Florence. Nina, Eva y Beck se quedaron en Aconte, pero ya nada fue igual. Y es que, con tanto color mezclado, la plastilina adquiere un aspecto terrible, como a vómito sólido, así que no debería sorprenderse del final de su relación.

Cómo perder a todos tus amigos en una noche. Menudo hitazo.

Un ladrido llama la atención de Beck, quien se incorpora al darse cuenta de que Cerebro ha defecado al lado de una señal: «Perros no. Respetad las plantas». Cerebro no las ha respetado ni un mínimo y, una vez más, decide huir y ser tan cochina como el desconocido de la colilla.

Abono es, al menos. Creo.

Corre para desgastar la presión de su garganta, para que nadie se fije en su cutre apariencia de Dos Caras, para romper los trucos de magia y quedarse con la realidad a la que no ha dejado de enfrentarse desde aquel funeral.

Normalmente, Beck cuida sus pasos, las calles que atraviesa, los lugares que no mira porque las personas en su vida desaparecen y solo le quedan nombres y recuerdos. Sin embargo, a veces pierde el control. Por eso se detiene donde no debe.

Frente a una humilde casa de color verde y contraventanas blancas, la entrada antes ajardinada convertida en una selva abandonada, hay una bicicleta blanca e impoluta.

Sí, hace un año y medio que todo cambió para todos, que algunos permanecieron en su pueblo natal y otros se marcharon por distintos motivos que, aun así, duelen por igual.

La gracia de desaparecer es que puedes seguir vivo, como un gato de Schrödinger. Quizá yo me pasé de frenada, pero Mara no.

Mara Blanch, sin necesidad de mirar dentro de la caja, sigue viva.

Beck ve el nombre de la chica sobrevolando el manillar, refulgiendo como si el sol intentara colarse entre sus grietas espaciotemporales para probar que, tal vez, no solo Zan Wu ha regresado a Aconte como un truco final.

Abraca…

—Mara.

AbracaMara. Buen chiste.

Mara ha vuelto.

05.01

Si Mara Blanch fuera de verdad un truco final, el autobús no estaría traqueteando a unos metros de la rotonda que da la bienvenida a Aconte. Un mago no te promete hacer desaparecer un avión para que, luego, al tirar de la sábana que lo oculta, siga ahí, viajeros histéricos incluidos en su interior. Aunque el autobús, que exhala una última bocanada de gases a poco de alcanzar su parada, sí cumple el requisito de los viajeros histéricos, quienes se quejan de que el conductor no los haya dejado en primerísima línea de playa.

Mucho menos Mara es una maga, con el rostro oculto bajo la capucha y tras una vieja bufanda que es todo lo que le queda de su viaje —huida— a Londres. Uno con ínfulas de hogar que al final se convirtió en el refugio de una superviviente. Llegó a Aconte hace cuatro días, pero ha estado yendo y viniendo como una cobarde.

Os lo juro, no ha cambiado nada, si hasta lleva las mismas gafas redondas y negras.

De saberlo, a Mara se le habrían escapado unas lágrimas. Cambiar, eso es lo que buscaba al escapar. Cambiar y no ser la niña tras la puerta cerrada con llave y los gritos de sus padres al otro lado. Por huir de ellos sacrificó lo bueno que tenía en el pueblo: sus amigos. Y lo hizo de la peor manera posible, casi en silencio, sin despedidas. No quiere volver a imaginar la cara que Beck debió poner al enterarse, porque las mejores amigas no terminan como ellas terminaron. Tras graduarse juntas, lo lógico habría sido entusiasmarse por la universidad, seguir yendo al cine con los bolsos llenos de chucherías y tumbarse en la cama de la otra para charrar hasta las tantas.

Una pena que la vida no sea lógica.

Los viajeros enfadados por la avería se amotinan contra el conductor y ella aprovecha para escabullirse. Magia avanzada porque lo hace sin bomba de humo ni fuegos artificiales.

Mara pierde de vista el paseo marítimo cuando se adentra en el aparente sinsentido de Aconte. Aunque es complicado conseguir los permisos para repintar al gusto sus fachadas policromáticas, las calles fingen mutar constantemente. Porque siempre hay un rincón, un arriate o un pasadizo que, en un segundo vistazo, ya no parece igual.

A conciencia, Mara evita acercarse a algunas viviendas del centro de la dársena hasta que llega a su casa. Es una experta en esquivar a los amigos de los que no sabe nada desde que se escapó, lejos de su familia. Los ha buscado, no lo negará, pero solo con la mirada, como si se hubiera convertido en alguien de la Otra Parte.

La Otra Parte, la mitad norte de Aconte, nuestros enemigos de la infancia.

Si Beck hubiese estado allí, Mara está segura de que habría resoplado, pues, sin duda, la mujer de mediana edad que la espera junto a su bicicleta blanca es una sorpresa. Una buena, por cierto, aunque Beck tiene ese humor de perros que jamás se le contagió.

No el de Cerebro, él podría ser una estrella cómica internacional.

—¿Lupe? —Mara se baja la capucha y la bufanda hasta la barbilla.

Ni siquiera se atrevió a avisar a su vecina de que volvía, a pesar de ser la única que ha estado al corriente de todo lo que ha hecho durante ese año y medio fuera. Y es que, si se hubiera arrepentido de regresar a Aconte en el avión, tendría que haber fingido estar contagiada de un virus zombi para que no le permitieran salir de Inglaterra. Ella a Londres y el resto aValencia en modo vírico. Su posible regreso habría esperanzado a Lupe en vano, y a Mara le enseñaron que no podía ser la esperanza de nadie.

Aun así, el reencuentro es un abrazo con aroma a polvorones de almendra, pollo al horno y una pizca de naranja dulce. La Navidad que Lupe adora impregnada en ella y decorando un arco con hojas de pino y pastoras rojas en la entrada de su casa, adosada a la de Mara.

—¿Dónde has estado?

Lupe pregunta por esos últimos días, no por el último año y medio del que ya conoce bastante. La bicicleta blanca apoyada en el murete que rodea las malas hierbas de su parcela, un contraste penoso con la preciosa entrada ajardinada de su vecina, ha delatado que Mara no acaba de llegar. Al fin y al cabo, tampoco carga maletas, solo una mochila maltrecha a la que le hace falta más de un lavado.

—Llegué el 31. No sabía… qué esperar.

Ni fuera ni dentro de su casa. Fuera: cómo sería Aconte sin ella, tal vez más feliz, tal vez la misma cantinela de un pueblo que inventa rumores, juzga los errores y hace creer que no es así. Dentro: dos personas dispuestas a lo peor.

A pesar de que Lupe le aseguró en cada llamada que sus padres se marcharon cinco meses después de su huida, más avergonzados por los cuchicheos que preocupados por la desaparición de su hija, Mara no quiso permanecer en su casa, casi vacía, sin la seguridad de que no emergerían entre la oscuridad. Solo su dormitorio se mantiene intacto, como un museo del terror, como un sitio maldito.

—Dejé la maleta en mi cuarto y me di una vuelta con la bicicleta. Luego decidí alojarme en un albergue de Valencia, no me apetecía encontrarme con nadie.

—Deberías haberme avisado.

—No quería molestar.

—Nunca molestas.

Mara sabe que no es cierto porque han vivido pared con pared, porque Lupe debió de escucharla crecer en un nido equivocado, donde los gritos se sucedían hasta que se tornaban morados en la piel. Solo entonces enmudecía todo ruido, y su vecina se atrevía a llamar al timbre y ser recibida por dos sonrisas tirantes que fingían no hablar de violencia.

—Coge tu maleta, cielo —le dice Lupe estrechándole los hombros—. Te quedas con Nacho y conmigo.

—¿Seguro?

—Ya sabes que Agustín se independizó hace dos años. Su habitación está libre.

Es inevitable que Mara no se resista más: ha estado demasiado sola y Lupe ofrece una esperanza auténtica que nadie con manos desesperadas apartaría.

—Además, hoy es la Cabalgata de Reyes.

—Lupe, no tengo seis años —ríe por lo bajo. Luego musita—: Preferiría no salir.

—¿Hoy?

Nunca. Mara se grabó en el corazón cada una de las prohibiciones que aprendió de pequeña.

Por suerte, lo aprendido puede desaprenderse.

—Mara —insiste la mujer, quizá asustada por que salga volando de nuevo. Un pajarillo que nace, se rompe y huye—, ¿por qué has regresado entonces?

Cero acritud y sin exigencias. Aun así, es una pregunta que pide algo más que una respuesta, la solución a diecinueve años de vida inmovilizada. Pero Mara no se habría marchado de Londres si no supiera que, por fin, está dispuesta a resolverla ahora que Aconte es un lugar tranquilo. Seguro. Por el momento, basta con una tibia sonrisa y la promesa de averiguarlo.

Bailan alrededor de la hoguera como si no quemara. Los más atrevidos también la saltan. La única verdad es que están borrachos y tan contentos que podrían explotar en medio de la playa. El Ayuntamiento no necesitaría gastar los fuegos artificiales y todos se convertirían en esas estrellas que el colegio les ha prometido ser en el futuro.

Eva es incapaz de seguirle el ritmo a Beck, contorsionándose hasta el punto de que Andre no reconoce si lo que chascan son sus huesos o la madera bajo las llamas. A su lado, Nina sonríe como solo ella sabe hacerlo: muy escondida en sí misma, donde nadie se percata de sus movimientos. Detrás del vaso lleno de zumo, porque una deportista disciplinada rechaza cualquier vicio, se permite exhibir una línea de dientes perfectos que Andre fotografiaría con la Polaroid que le pende del cuello a su amiga.

—Señorita.

Nina empalidece ante la mano extendida de Andre.

—Ni que te estuviera pidiendo matrimonio, tía.

—Parecido —masculla la chica como, de nuevo, solo ella sabe hacerlo: con la garantía de que te dará un puñetazo si la ocasión lo requiere.

Enseguida ríen. Esa es la ventaja de los mejores amigos.

Además, es una noche especial, no solo porque sean las Hogueras de San Juan, sino porque están celebrando su graduación tras aprobar la selectividad. En medio de la arena, elevan los brazos al son de la canción que martillea los pequeños altavoces sobre una nevera portátil. Entre el movimiento, alguien quieto: Mara.

—Ey —la llama Andre—, ven.

Nina sonríe, Mara sonríe y Andre siente que también lo hace, mientras hablan de lo que están dispuestos a hacer por un futuro mejor.

Y, de pronto, Mara no ve a través de los ojos de Andre, sino a través de sus propios ojos. La gente ya no le resulta tan divertida, y la música es tremendamente mala, y Beck está demasiado lejos pese a que podría dar dos zancadas y abrazarla.

¿Qué esperaba? Ella destruye y, solo entonces, desaparece.

Mara se despierta justo después del atardecer. Está en el presente, no celebrando su graduación durante aquel San Juan de hace año y medio, cuando por fin se escapó de las garras de sus padres y se fue a Londres. La última vez que tuvo la oportunidad de pasárselo bien con sus amigos. Aquella noche añoró de antemano las tardes con Beck, las coreografías de Nina, el entusiasmo de Andre, los silencios de Zan, las ocurrencias de Eva y las sonrisas de Florence, esas que la recorrían de arriba abajo como una descarga eléctrica y la dinamitaban por dentro.

Le cuesta ubicarse, aunque jamás habría escogido un intrincado cabecero hecho de bambú y unas ventanas sin persianas para su habitación. Cada inspiración alterada hace eco. Agustín, el hijo de Lupe y Nacho, siempre ha sido muy desprendido. Tal vez por eso tiene sentido que sea misionero y esa humilde estancia huela a nuevo y a nada.

Sin embargo, le gustaría reírse de Agustín y su austeridad pretendida. Ella gana. Dentro de la maleta y la mochila guarda tan pocas posesiones que en la cómoda le van a sobrar cajones y en el armario, perchas. No es que hiciera un voto de pobreza, solo que Londres no era la ciudad en la que sus raíces querían probar suerte. De tanta lluvia se habrían ahogado. O quizá sí que hubiera un poco de pobreza, no de voto, porque su sueldo de camarera le daba lo justo y necesario para malvivir.

Al menos ha incluido la palabra vivir.

Unos golpecitos en la puerta cerrada y la voz de Lupe, una madre que de pronto tiene una hija más:

—¿Cielo? La cabalgata está a punto de empezar.

—Ahora salgo.

Primero: revisa su móvil, una agenda con muy pocos contactos. Fue una mala jugada deshacerse de todo su pasado, como si en caliente se tomaran decisiones acertadas. Al fin y al cabo, borrarlo por entero —a excepción de Lupe— también se llevó lo positivo, porque hasta ella podía permitirse el lujo de tener cosas buenas alrededor. En las redes sociales ha encontrado a algunos de sus amigos, pero, después de que los sacara de las suyas y las pusiera en privado, no se ha atrevido a seguirlos de nuevo.

Segundo: pega la oreja en la pared contraria a la cama. Al otro lado, su habitación. Y se vuelve a preguntar qué imagen tomarían los gritos de su familia en aquellos que solo los escucharan.

Tercero: se olvida de que es Mara Blanch y sale del dormitorio de un misionero con la intención de ser maga.

Melchor saluda y tira caramelos. Los lanza con entusiasmo, como si estuviera a diez metros de altura y no casi a ras de suelo sobre un intento de carroza. Todos los vecinos han colaborado en la cabalgata, porque Aconte es tan pequeño que cabe en una bola de cristal y los recursos del Ayuntamiento son limitados. Aunque, de tenerlos, Mara sabe que el pueblo ayudaría igualmente, pues implicarse suma puntos en excelencia ciudadana.

—A lo mejor el año que viene me apunto —murmura, irónica, subiéndose las gafas por el puente de la nariz.

—Estarías encantadora de paje.

Paja, diría Eva.

Mara trata de no cargarse el espíritu navideño de Lupe, pese a que subirse en una carroza le daría papeletas para convertirse en hija predilecta de Aconte, para dejar de ser la joven que se fugó de casa por mil motivos y ninguno correcto en cada rumor.

Por suerte, o por tremendísima desgracia, unas exageradas ovaciones al otro lado del paseo marítimo hacen que Mara clave la vista allí. No le queda saliva que tragar, solo un nudo áspero: Beck y Eva se desgañitan por Melchor, le piden caramelos y les importa bien poco ser el hazmerreír o la molestia de quienes están alrededor.

Cuando el destino hizo que Beck y Eva se conocieran, Mara está segura de que se retractó al instante, porque juntó a dos personas impulsivas con las mismas ganas de jarana que de ver el mundo arder.

Mientras llueve confeti de todos los colores, como si estuvieran en una película descaradamente cursi, Mara observa cómo se divierten, añorando lo importantes que fueron en su vida. Esa vida sin respuestas que quizá halle mucho más sentido con los amigos que faltan.

Al empezar de nuevo.

07.01

Plantar un árbol. Escribir un libro. Tener un hijo en forma de libro. Ganar un concurso y publicar. Graduarse. Huir. Morir. Despertar. La muerte sigue ahí, pero la vida también. Perder a casi todos sus amigos. Entrar en la universidad. Detestar su carrera. Renunciar. Ni escribir, ni tener más hijos en forma de libros, ni ganar más concursos, ni publicar. Entrar en la universidad de nuevo. Detestar su segunda carrera. Renunciar. Otro año sabático o, mejor dicho, una vagabunda para el sistema. La primera acepción de «nini en potencia» si existiera un diccionario capitalista.

06:00h. Frente al portátil, Beck ha escrito sus primeras palabras en semanas. Sueltas, disueltas. Le pertenecen una a una, aunque estas la desobedezcan porque el dolor no es inspiración, solo la bloquea.

Quizá esa es la razón por la que no ha vuelto a escribir, mucho menos a publicar. Quizá es que solo sabe ser sin ningún tipo de sentimiento, aunque sepultarlos no le ha devuelto todo lo que perdió. Todo lo que ya no logra hacer, pues hay algo más grande, más paralizante e invisible que los nombres que solo ella percibe sobre las cosas: la ansiedad.

A veces grotesca, a veces un silbido.

Detonante, en cualquier caso.

Puede que las personas que hacen mucho ruido por dentro estén destinadas a pasar desapercibidas por fuera. Al fin y al cabo, la Tierra se desgañita en el interior de una galaxia brutalmente silenciosa. O tal vez sentir demasiado transforme las emociones en un agujero negro, capaz de tragarse la existencia humana y el resto más allá. Rebeca Roy, una amenaza intergaláctica. No puede permitirse que el Pentágono la considere un peligro mundial.

Su móvil se ilumina y un recordatorio eclipsa el salvapantallas, La gran ola de Kanagawa surfeada por un Psyduck. «Psicóloga. 10:30h.» Una mano tendida antes de que Beck aprenda demasiado tarde que hay fondo en todo pozo. Y, si hay fondo, siempre se puede salir.

Ya en el coche, de regreso a Aconte, Sofía berrea una canción de Britney Spears porque, aunque no sea ni de su generación ni de la de Beck, los iconos desconocen el significado del tiempo. Aun así, la chica intenta disimular en balde una sonrisa burlona ante la efusividad de la novia de su madre.

—¿Todo bien con Sandra? —pregunta la mujer tras un último: «Hit me, baby, one more time».

—Hoy me hacía falta. —Es lo único que responde Beck. Si las sesiones con su psicóloga son privadas, esa intimidad se la lleva a la tumba—. Gracias por recogerme. Sé que mamá y tú lo tenéis crudo los lunes.

—No se dan. Me encanta pasar tiempo contigo. ¿Qué harás el resto del día?

Retomar la escritura. Decidir de una vez por todas qué estudiar el curso siguiente después de que no sobreviviera a un mes de Periodismo, ni a un cuatrimestre de Historia. Deshacerse de su habilidad especial. Ser la persona funcional, productiva y adulta que la sociedad espera. Reconciliarse con sus amigos, ya que parece que todos están regresando. Zan, Mara… Si aparece Florence, canta bingo.

El nombre de Julia danza sobre un pañuelo azul encima del salpicadero. Beck es consciente de que su madre jamás le ha exigido nada. Ni intentar publicar de nuevo tras ganar aquel premio nacional hace tres años, con sus tiernos e inexpertos dieciséis, ni estudiar lo que sea, aunque lo odie simplemente porque «debe ser así».

—Eva y yo iremos a casa de Zan. Zan Wu —recalca, a pesar de que fue la misma Sofía quien les contó en Año Nuevo que el chico había vuelto a Aconte.

—¿Eva? ¿La sobrina pequeña del quiosquero?

Nombre, árbol genealógico y oficio familiar. Las tres claves infalibles para reconocer a alguien en un pueblo.

Chúpate esa, Pentágono.

—No. El hijo de Evaristo Lahoz, el dueño del Club Náutico.

—¡Ah! ¡Evaristo, tu amigo!

—Sofía, si aprecias tu vida, jamás de los jamases te dirigirás a Eva como Evaristo —ríe.

Porque a Beck le importa su apodo, no su nombre, por eso no rechaza que la llamen Rebeca. En cambio, Eva detesta su nombre, por eso solo se identifica con su apodo. La chica no le da más importancia al despiste de Sofía. Al fin y al cabo, no habla mucho de las estrellas que la rodean ni tampoco de las que mueren en su interior. Y le queda claro que su madre lo respeta al dejarle ser quien hable de su vida personal cuando desee.

Aun así, en el retrovisor se reflejan unas carcajadas que, esta vez, se imponen a la música en la radio. Y Beck debe admitirlo: el arte no es lo único poderoso que nace de los seres humanos. Se puede trascender en el tiempo con lo que consideran nimio y no lo es. Esas risas. En el futuro, las recordará antes que a Britney Spears.

Un sacrilegio, pero se lo perdonamos porque está feliz.

Entonces vislumbran el largo muro que separa Aconte de la autovía, aislándolo del tráfico. Bordean la avenida exterior, pues el interior solo es accesible para peatones, y se internan en uno de los garajes que forman gran parte del subsuelo. Otro laberinto inmenso en el que Beck tantas veces jugaba con sus amigos.

El frío invernal le gana el pulso al sol valenciano, por eso aprietan el paso cuando salen por una de las entradas internas. Se despiden al poco, porque Sofía debe volver a su puesto en la agencia de viajes, y la chica decide pasar directamente a por Eva.

Mientras recorre la esquina del puerto que separa sus casas, Beck alza la mirada sin pretensión de encontrarse a su amigo sentado en una de las ventanas del segundo piso, pero ahí está: el cigarro apagado en la boca, unos apuntes en la mano y Nyapoleón, un gato que lo iguala en malicia, enroscado bajo su pierna flexionada.

—¡Eva!

—¿El móvil con el sonido activado para cuándo? Te he fundido el WhatsApp.

Beck le hace una peineta que él responde con otra, como siempre. Están en paz. El chico desaparece, aunque Nyapoleón no lo persigue. En cambio, se incorpora, esas orejas extrañamente puntiagudas más en punta todavía, y la juzga desde su altura con los ojillos verdes entrecerrados.

Satanás no tiene trono porque Eva Lahoz existe y podría arrebatárselo. Aparece con algunos mechones ondulados de un suave pelirrojo remetidos tras las orejas y su habitual ceja enarcada, como si se la hubiese afeitado para luego grabársela más arriba de esos iris azul mar. Va en manga corta, el brazo derecho repleto de tatuajes aleatorios y las suelas de las Vans negras pintarrajeadas. Antes de guardárselo en el bolsillo, le da varias vueltas a ese bolígrafo con el que tiene la manía de rayar cualquier superficie. De tinta inagotable pese a quedar un mínimo, siempre es el mismo. Es lo que Beck intuye pues el nombre de Andre está inscrito en él. Y pueden haber pasado ya dos años desde que uno se lo quitó al otro.

—Hace frío, cogerás una pulmonía. No seas ins…

—¿Insanamente guapo?

—Insensato.

—Pero ¿quién coño dice «insensato»? ¿Gandalf y tú? —Eva saca un mechero Zippo nuevo, el anterior lo rompió de tanto abrir y cerrar la tapa, y se enciende un cigarro en el que ha escrito: «A mi salud».

—Más muerto hoy.

—Pero más vivo que mañana —ríe él—. Anda, vamos.

Eva le pasa un brazo por los hombros y la arrastra en dirección a la Otra Parte. Desde que tienen memoria, solo han existido dos razones para que cualquiera de su grupo haya acudido allí: Zan Wu y la piscina grande. Cuando eran pequeños, sus familias no les permitían alejarse demasiado de los lugares en los que podían vigilarlos. Además, aquella zona de Aconte quedaba lejos para sus infantiles piernas. Pero, pronto, bautizaron aquella mitad del pueblo como la Otra Parte, tras enemistarse con unos compañeros del colegio que vivían allí y les hacían la vida imposible. Al principio jugaban, una competitividad desquiciada. Luego se les fue de las manos hasta el punto de involucrarse en alguna pelea.

Suerte que Zan conoció a Eva en clase y las calles no lo juntaron con Juanjo García y los imbéciles de la Otra Parte.

—¿Estás nerviosa por verlo?

—En tus sueños.

—En mis sueños solo aparece gente a la que me quiero tirar.

—¡Eva!

—Estoy seguro de que Gandalf no se escandalizaría si le hablase de foll…

Beck aprovecha la corta distancia entre ellos para propinarle varios codazos en el costado. Lo único que le provoca a Eva son cosquillas y que amplíe una sonrisa gigantesca para reírse a gusto, el humo del tabaco confundiéndose con el vaho, como un dragón satisfecho de haber ganado.

—Así, al menos, te olvidarás de Ángela. Qué capulla ha sido siempre, joder.

—Uh, no me hables de ella.

—Estará buena y todo lo que quieras, pero por dentro está más podrida que yo. —Otro suspiro con aliento de dragón. Una mirada de reojo—. ¿Y Mara?

—No me importa —suspira Beck, de nuevo pegada a su amigo porque es una estufa andante.

Mentira, no deja de evocarla: cada disertación sobre cine, cómo mezclaba de manera imposible a Chopin y Lana Del Rey en sus tarareos, las noches en las que tejía jerséis para todo el grupo como lo haría una madre orgullosa de sus seis hijos… Nadie olvida aquel de supuesto cachemir que casi le levanta ampollas de sangre a Nina por una reacción alérgica.

—Os estáis evitando. Desde mi ventana veo mucho, Rebeca, y Mara ha estado rondando la zona.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo? ¿El año que viene?

—Pensaba que no te importaba. —Eva afila esa sonrisa voraz y su amiga resopla—. Pero te importará al saber que alguien más ha vuelto. —Una pausa expectante, otro codazo y nuevas cosquillas—. Florence Russo.

¡Bingo!

—¿Ya no está en Estados Unidos? ¿Por qué soy la última en enterarme de todo?

El hueco entre sus cuerpos se hace grande. Todas las cuestiones que dejaron incompletas hace año y medio entran en erupción y Beck apretaría las manos contra su cráter, porque arder no le aterra tanto como enfrentarse a sus cuentas pendientes.

—¿Beck? —Eva la mira por encima del hombro—. Lo hablamos más tarde, ¿de acuerdo?

Contra todo pronóstico, la chica claudica y coge la mano que le tiende su amigo. Llegan a la frontera con la Otra Parte, cada vez más serios. No por el repentino regreso de quienes ya no pensaban ver a diario, sino porque Zan Wu lo ha hecho por un motivo trágico. La línea que los separa del territorio enemigo, ese que sus adultas piernas ahora alcanzan en cuestión de pocos minutos, solo es una esquina de la dársena donde los edificios siguen siendo esos a los que están tan acostumbrados.

Al final de una calle que conecta con otra zona de la dársena por unas escaleras, se detienen frente a una vivienda blanca y más moderna que el resto. No está decorada con los motivos navideños que algunos todavía no han quitado y apenas sobrevive una triste palmera en su entrada.

—¿Cuánto hace que no hablas con Zan?

—Dos meses, desde que viajó a China para el funeral de su madre. —Beck aprieta los dedos de Eva, avergonzada. Su último mensaje fueron unas condolencias—. Y tampoco lo llamaría «hablar». ¿Y tú?

—Dos semanas. He estado liado con la puta uni y… —Se muerde el labio inferior—. Somos unos amigos de mierda.

—Necesita tiempo.

—Tiempo no es sinónimo de estar completamente solo.

Avanzan a la vez como llevan haciéndolo desde segundo de la ESO, cuando el destino los juntó y luego se arrepintió. No ellos. La manivela de la puerta enrejada cede y atraviesan la entrada con dos zancadas. Tocan al timbre y confunden su estridencia con los coléricos latidos de sus corazones. Dos opciones: o se les sale por la boca o se les atasca. En cualquier caso, un horrible final que encontrarse sobre el felpudo.

—El cigarro.

Eva solo tiene tiempo de tirar la colilla apagada hacia la acera de la dársena. Ni siquiera Beck llega a reprochárselo porque la puerta tarda segundos en abrirse. No necesitan más que un resquicio para reconocer los rasgos asiáticos, la postura desganada y la indecente altura de Zan Wu. Hay algo diferente en él más allá de que le ha crecido el pelo, algunos mechones azabaches recogidos en un moño bajo, o que se le han perfilado las facciones. Quizá es el dolor, que ha tirado de sus comisuras hacia abajo hasta convertir su boca habitualmente seria en una curva. Quizá es la pérdida, que llena su mirada oscura de más oscuridad, que llena su pecho de respiraciones cargadas, que lo llena entero, aunque la pérdida supone perder cosas, no ganarlas.

Zan necesita más que un resquicio para reconocerlos. O, al menos, convencer a su cabeza de que están allí.

—¿Eva? —La puerta se abre un poco más—. ¿Beck?

—Hola, tío.

—Hola, Zan.

La ficción no hay que creérsela, incluso en el peor de los casos, idealiza la realidad. Por eso no es un reencuentro conmovedor, se mueven como barcos a la deriva. Zan sale, junta la puerta y se cruza de brazos en cuanto no hay nada que se interponga entre ellos. Eva suelta los dedos de su amiga y los hunde a la fuerza en los bolsillos de sus ajustados vaqueros. Beck da un sutil paso al frente con ganas de tocar a Zan, pero sin atreverse.

—¿Desde cuándo estás aquí?

—¿29? No, 28.

—¿Y no avisas? —En la voz de Eva hay una viveza que aligera el desapasionado tono de Zan.

—He estado ocupado.

—¿Te instalas del todo? —interviene Beck, sin poder ocultar cierta ilusión, aunque parece un sentimiento fácil de malinterpretar, teniendo en cuenta que Zan ha regresado porque su madre no se recuperó de su enfermedad.

—Puede.

—¿Quieres dar una vuelta?

Bendito Eva. Para ser el contrincante número uno de Satanás, siempre intenta que las situaciones no se enrarezcan.

—No. —Aunque enseguida Zan rompe el hielo con el que se ha protegido al suspirar—: Hoy no.

—Avísanos, ¿vale? —Beck trata de fingir que el corazón ya no le truena porque sigue cerca de Zan y él, a pesar de tanta dureza, no se ha alejado.

—Claro. Gracias por pasaros.

—A ti por recibirnos.

—Y por ese culito siempre perfecto —añade Eva.

Hay que quererlo así.

Beck se atraganta con sus propios nervios, pero, cuando se gira hacia Zan, lo ve sonreír. Es una comisura tan estrecha como su mirada, aunque calma.

—Te he echado de menos —le confiesa Zan a Eva con una diversión tímida.

—Y yo a ti, tío. Llámame.

—Sí. —Zan retrasa unos pasos y le da un vistazo a la escueta distancia que aún lo separa de la chica. Parece dudar y algo se enciende en ambos. Se apaga rápido—. Hablamos, Beck.

—Lo siento —responde ella—, y por supuesto.

La sonrisa desaparece tras la puerta y salen de la parcela de la familia Wu en silencio. Bajando las escaleras, Eva parece aliviado, pero a los pies de Beck se arremolinan nombres acuciados por las ansias de estrangularla personalmente: sobre un chicle que casi es un fósil, sobre una piedra que no debería tener dueño, sobre el cigarro que Eva recoge enseguida.

—He sido una estúpida —murmura Beck.

—Primero, no te insultes. Segundo, tiempo. Tú misma lo has dicho. —Pero ella le da una patadita a la piedra que no debería tener dueño con pasos vagos—. Ey. Para. Mírame. Un minuto. Beck. Mírame. —Eva es pura gravedad. Un punto de atracción irresistible al que todo el mundo termina atendiendo, acudiendo, haciendo caso—. No has dado la impresión equivocada: te has alegrado de su vuelta porque es tu amigo. Yo también me he alegrado de verlo.

—Evidentemente, sois mejores amigos. Eso te da la posibilidad de piropear su culo en el momento más inapropiado y salir indemne.

—Vuelve a escribir, Rebeca, me asusta que hables como si en tu cabeza estuviera abierto el WordReference.

Reemprenden la marcha con un nuevo cigarro encendido, escrito en el papel: «El último», y más nombres silenciosos.

—Estaremos siempre que lo pida —dice Eva—. Y, en ocasiones, también cuando no lo haga.

Entonces Beck frena junto a una farola. En Aconte no está permitido colgar carteles en cualquier parte, por eso el folio perfectamente pegado al metal llama tanto la atención. Eva, quince centímetros más alto que su amiga, se inclina para leerlo:

—¿Quién cojones ha hecho esto? Mola, ¿eh?

Parece el típico anuncio del que puedes arrancar un número de teléfono. Sin embargo, no es lo que aparenta. «Escógete y ponte en contacto», grafía recta y gruesa. Los títulos de cuatro canciones están escritos en las cuatro tiras de papel que solo precisan de un tirón para desprenderse.

Un mensaje cifrado, una llamada, el inicio de algo que no terminó.

Solo Beck puede leer el nombre de quien lo ha hecho.

11.01

Algunos bostezan, otros chillan, unos pocos tienen formas muy retorcidas de sacar de quicio a la tutora y solo dos adolescentes están quietos, casi aburridos pese a empezar primero de la ESO. Andrés Rojas y Rebeca Roy, por orden alfabético, los antepenúltimos en la tercera fila de dobles pupitres empotrados contra los percheros.

Ella siempre ha estado en A. Él siempre ha estado en B y encima repitió sexto de primaria. Claramente, dos especies incompatibles por motivos tan legítimos como que A fuera de «asnos» y B fuera de «burros». Pero a Andrés que todavía no es Andre, con los ojos verdes bien abiertos, se le ha olvidado el lápiz. Pero a Rebeca que todavía no es Beck, con los rizos oscuros atados en dos coletas, se le ha olvidado la goma de borrar.

—¿Tienes un lápiz de sobra?

—¿Tienes una goma de sobra?

Ya está. Dos sencillas preguntas que destrozan la teoría de que los asnos y los burros no pueden evolucionar hasta sobrevivir ambos. Charles Darwin lloraría. Hay dos lápices, pero una sola goma, y a Andrés no le molesta compartirla, sí que Rebeca busque desesperada a Mara Blanch en las primeras filas, como si el material escolar fuese lo único que pudieran compartir.

—Andrés Roj… Roy… Royas. Rojas.

La jungla, o la clase, ha desquiciado tanto a la tutora que, de pronto, Rojas y Roy se han fusionado al pasar lista. El darwinismo muere y ambos se echan a reír a pleno pulmón, aunque eso conlleve la primera de muchas notitas a sus padres.

Andrés parpadea. Mara regresa a su cuerpo en la tercera mesa de la primera fila y mira en dirección a su mejor amiga. Luego, a quien más tarde se convertirá en un buen amigo.

Mara despierta. Tras aquella extinción de apellidos, Andre jamás volvió a llamar a Beck por su nombre, tampoco por su apodo. Roy. Sin más. Muy solemne.

Y ella ni siquiera recordaba cómo sucedió con exactitud, porque no es su recuerdo. Se lo ha robado a Andre en sueños y ahora, de alguna forma, también le pertenece.

Varios vecinos ya se han paseado frente a su casa; aun así, Mara solo ha podido comprobar que uno lo ha hecho por curiosear. Es mediodía y está intentando arreglar las plantas de la entrada vestida con una sudadera de borrego, una falda ceñida de cuadros amarillos y unas Converse blancas.

La jardinería nunca ha sido lo suyo. Su Santísima Trinidad fue, durante mucho tiempo, el cine, el ballet y la moda. Pero sus padres lograron que no se sintiera lo suficientemente buena para ninguna de las tres. Su sobrepeso como líder del resto de razones por las que nadie querría contar con ella. De todas formas, Mara no llegó a abandonar, viendo películas de madrugada, bailando con las puntas cuando no había nadie en casa y confeccionando prendas pese al delgado busto de costura; un regalo de su abuelo que todavía ocupa uno de los rincones de su habitación intacta.

Quizá, si sus padres la hubieran diseñado al gusto, solo habrían mantenido el pelo rubio y los ojos azules.

Recordáis quién estaba obsesionado con los rubios de ojos azules, ¿no? Pues eso.

Mara tardó en comprender que sus padres no iban perdiendo la fe en ella por quién era, desde su cuerpo hasta lo más profundo, sino que jamás la tuvieron. Jamás la quisieron.

La música perfora emociones antes que tímpanos. Es sal sobre la herida y también cicatriz. Lee las líneas de la memoria como una pitonisa y no sabe guardar los secretos de quienes la escuchan. Por eso Mara siente, de repente, que Skinny love de Birdy resuena por toda la calle y no solo en sus auriculares. Que resuenan los recuerdos de sus magulladuras, y la cama sin colcha en invierno, y los objetos rotos, y más rota ella ante sus intocables padres, y otra canción sonando muy bajito en esos auriculares viejos que siempre cuidó porque no tenía mucho más que perder.

Se seca las lágrimas con los guantes sucios y arranca unas cuantas malas hierbas de la tierra seca. Parecen reproducirse a pesar de llevar tiempo muertas. Tal vez esa es la maldición de todo lo que muere mal, como los zombis o el hambre.

El sol palpita y Mara se quita la sudadera, aunque no hace tanto calor. Puede que se haya precipitado al querer adecentar una casa que no es suya. Algo que el vecindario sabe y quizá por eso la observen sin saludar: sus padres se marcharon, no la vendieron, y ella no tiene permitido usarla pues ni siquiera cuando parecía formar parte de esa familia le correspondía una minúscula porción.

Debería dar una vuelta en bici, despejarse y comprobar si alguien ha cogido canciones de los folios que pegó a las farolas o si todos han desaparecido porque, durante esos días, algunos vecinos los han quitado dado que está prohibido. Mara no quiere imaginarse a Beck siendo la que los arranca de cuajo, enfadada e incapaz de verla para dejar que se explique.

Cuatro canciones para cuatro nombres.

Loser, por la que Rebeca Roy escogió su apodo. Al principio, a Mara le desagradó el motivo de su elección: sentirse tan perdedora como Beck, el cantante. «I’m a loser, baby, so why don’t you kill me?», canturreaba su amiga en cualquier ocasión.

Jesucristo García, porque cantarla es la única forma de que Eva Lahoz diga en alto su nombre. Es imposible resistirse a Extremoduro y no gritar: «¡Soy Evaristo, el rey de la baraja!».

Feeling good, la versión de Nina Simone para Nina Wu. No solo son tocayas, sino que, además, la segunda compitió en un nacional de gimnasia rítmica con ella y ganó sin discusión.

Y Scar Tissue, destinada a Andrés Rojas, porque estuvo obsesionado con los Red Hot Chili Peppers y ambos están bautizados con el mismo color.

No hay para Florence o Zan, pues aún no ha descubierto si han regresado a Aconte. ¿Será patético y por eso nadie la ha buscado? Mara siempre ha sido bastante peliculera: los pequeños gestos los vuelve grandes y los grandes, abrumadores.

Está decidida a intentar retomar el contacto de una manera más madura cuando una sombra eclipsa la luz. Guiña los ojos al alzarlos. Entonces se le seca la garganta y le tiemblan las piernas, también todos los sueños en los que esa chica, que está ahí, era muy recurrente.

—Hola —la saluda Florence Russo desde el otro lado de la puerta enrejada, conservando esa sonrisa ladeada que Mara siempre se esforzaba por no contemplar hasta el punto de incomodarla.

O de que intuyera que ha estado colada por ella desde los doce.

—Flo… Flo… ¿Florence? —Nota que lo grita, así que Mara se quita los auriculares de un tirón para disimular que los nervios han organizado un banquete en su estómago. Para comérselo, claro.

—Te veo bien.

—Y yo a ti. Quiero decir… A nivel anímico. Te veo bien. Sí.

De nuevo, Florence sonríe con esos dientes inusitadamente blancos y engancha unos dedos enguantados en los hierros de la entrada. Está más mayor, y Mara se pregunta si también lo notará en ella. Porque hay más grietas, pero no solo eso.

—Al parecer, todos nos hemos puesto de acuerdo para volver a casa al mismo tiempo.

—¿Todos? —Mara frunce el ceño.

—Realmente cortaste lazos, ¿eh? Si quieres, podemos quedar un día de estos y te actualizo.

Como si perdiera pie, Florence termina de enganchar el resto de dedos en la puerta, aunque Mara siente que nada tiene que ver con su equilibrio, sino con que la busca de alguna manera. O quizá es que eso es lo que siempre ha deseado y ahora lo piensa, porque la casa de esa chica con la que nunca intentó algo más queda un tanto lejos de esa ruta.

—Ge… genial. —Mara se quita uno de los guantes con los dientes, aun así, coge su móvil con mano torpe—. ¿Me das tu número? Cambié el mío y borré toda la agenda al irme.

—Lo sé.

Cifra a cifra, Mara se olvida de respirar, aunque se obliga a tomar impulso para sondear la mirada oscura de Florence. Florence Russo, quien resultaba inalcanzable pues estaba en todos los lugares y en ninguno a la vez. Jamás se decidía por un grupo de gente, por un pasatiempo, por un instrumento que tocar.

—Bueno, mándame un mensaje al WhatsApp y vamos hablando, ¿vale?

Lentamente, los dedos de la chica se deslizan por el enrejado y esta vez es Mara quien se siente tentada de alargar los suyos y buscarla. En cambio, abre la puerta y sale a la calle para preguntarle:

—¿Me puedes pasar el número de alguno de estos?

—Claro. Aunque de Beck y Nina hace tiempo que no sé nada.

—¿Y de Andre?

—¿Andre?

Florence lo nombra como si no lo conociera, o peor, no lo reconociera. Entrecierra los párpados, rastreando algo en Mara que a esta empieza a agobiarle. No sabe si es por ese gesto indescifrable o porque, antes de huir a Londres, encerró Aconte en una cápsula del tiempo y ahora esperaba desenterrarla y descubrir su interior ileso.

Pero nadie sale ileso ante el paso del tiempo.

—¿Puedes acompañarme a un sitio? Será un momento.

—¿A dónde?

—Mara, ven.

Y Mara vuelve a entender por qué Beck detesta tanto las sorpresas. Incluso cuando se presiente que son buenas, hay un regusto de inestabilidad, como si el mar te asegurara una ola, pero no su altura.