Nunca te olvidé - Fernanda Pérez - E-Book

Nunca te olvidé E-Book

Fernanda Pérez

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Beschreibung

Isabella tiene 40 años y una pena enorme. No logra reponerse de una pérdida familiar de la que se enteró en las peores circunstancias. Sin embargo, a veces la vida da segundas oportunidades.   Con la narrativa magistral que la caracteriza, Fernanda Pérez presenta una novela que ahonda sobre los laberintos de la memoria y la culpa, sobre la fuerza de los recuerdos y los olvidos. En estas páginas, el amor –en todas sus formas– es la clave para curar, renacer y ponerse de pie. Y, aunque sea con pequeños pasos, volver a caminar.   "A veces, para sobrevivir se necesitan corazas... Pero las corazas, por más que estén hechas de los mejores materiales, en algún momento se resquebrajan. Pueden durar años y años, pero basta una grieta imperceptible para que pierdan su eficacia".

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@editorialelateneo

A mi compañero de vida, Marce, que siempre está a mi lado sosteniendo los procesos, escuchando atentamente las ideas y leyendo los manuscritos. Gracias por tu amor incondicional

A mis hijas Gi, Mili y Ro, que tanto me han enseñado en estos tiempos convulsionados.

A mi viejo, Luis, que me transmitió el amor por la escritura… Gracias, papá, por el legado.

A mi mamá, Betty, quien me demuestra día a día que el olvido no existe, que hay una memoria que perdura en el tiempo.

Primera parte

Nadie pierde (repites vanamente)

sino lo que no tiene y no ha tenido

nunca, pero no basta ser valiente

para aprender el arte del olvido.

Jorge Luis Borges

Capítulo 1

Octubre de 2018

Solo tenía que ponerse de pie y caminar.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Algo que parecía tan sencillo y hasta mecánico, se había vuelto para ella una acción programada que requería un esfuerzo extra.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Respiraba tan profundamente como sus pulmones se lo permitían y, muy a su pesar, se daba cuenta de que estaba viva.

(Un paso, otro paso y otro paso).

La música de sus auriculares la transportaba. La ciudad mutaba, era otra. Un territorio en el que se sentía viva o más bien un territorio en el que tenía derecho a estarlo. Su selección siempre abría con la misma canción “Show must go on”, de Queen. Después todo era aleatorio.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Una hora. Caminar, correr, trotar… Rito que diariamente se repetía y que solo podía ser interrumpido por una fuerte tormenta. Una tormenta que la dejaba nuevamente a la intemperie, atrapada en su propia oscuridad. Era entonces cuando esa voz interior la acechaba y le decía que no, que en realidad no tenía derecho a llenar de aire sus pulmones, que tal vez debería vaciarlos para siempre.

(Un paso, otro paso y otro paso).

Cuando terminaba con el entrenamiento llegaba el segundo rito. El café cargado, en taza grande, con las dos medialunas de costumbre: la salada y la dulce. En Lo de Martino, el bar en el que tenía una mesa casi asignada.

Le gustaba esa cafetería, no había nada de moderno allí, ni siquiera los mozos. Eso era lo que más le gustaba. Eran de los que tenían oficio, de esos que con solo mirarlo sabían si el cliente prefería el silencio o la charla. Isabella estaba entre los primeros, por eso solo sonreían, saludaban con cordialidad y consultaban: “¿Lo de siempre?”. Ella asentía, aún un poco agitada. En ese tiempo leía las noticias y revisaba Twitter. Desde hacía meses Isabella no tenía Face ni Instagram. Había cerrado sus cuentas para no exponer su dolor ni acrecentarlo. Se había quedado con Twitter bajo la premisa de “si tengo que leer pelotudeces, al menos que sea en pocos caracteres”. Pero ella sabía que se trataba de algo más profundo. No era fácil sobrevivir a las fotos del pasado, a esos recuerdos que te imponían las redes. Asomarse a la imagen sonriente de hace uno, dos, tres o cinco años atrás no era algo que su corazón pudiera tolerar en esos tiempos.

Cerca de las 10.30 Isabella regresaba a casa. Se bañaba, se preparaba otro café, pequeño y fuerte. Abría sus e-mails, sus archivos, y empezaba con las traducciones. Protocolos médicos. Alguna vez había disfrutado, y mucho, de traducir obras literarias, pero ahora prefería lo técnico, textos que no la obligaran a conectar con las emociones. Ser traductora era un buen trabajo. Una tarea silenciosa, solitaria y bien paga. Solo alguna que otra reunión (la mayoría virtuales). El tema de las relaciones humanas y laborales terminaba allí. Eso era ideal para el momento que atravesaba.

Pasadas las 14 preparaba su almuerzo, algo liviano. Retomaba su tarea y recién a las 17 apagaba la computadora.

Tras la merienda —ya sin medialunas— empezaba a desplegarse su hora del dolor. Ese atardecer que le mostraba que por más pasos que diera cada mañana, por más que corriera o trotase hasta la extenuación, siempre estaría detenida en el mismo lugar. Ese lugar del que no la sacaban la terapia, el trabajo ni el correr de los meses.

De todas maneras, y como mecanismo de supervivencia, los lunes participaba de un grupo de lectura enfocado en los poemas de Borges. Estar desde las 19 hasta las 21 analizando su obra le permitía burlar el dolor. Era extraño, era como si en ese tiempo de lectura otra Isabella la mirara a la distancia, una Isabella que podía disociar los versos de su propio dolor. Leía “¿En qué hondonada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitiva y despiadada?” y la tristeza no la alcanzaba.

Los miércoles a las 19 era día de terapia. Allí no había espacio para burlar ningún sentimiento, mucho menos el dolor. Hacía casi dos meses había dejado de llorar desconsoladamente, pero aún no sabía si eso era bueno o malo.

Martes y jueves eran los días de encuentro entre ella y Lily, su madre. Se reunían a compartir el rito del té. Mientras comían algunas cosas ricas hablaban de banalidades. Lily había aprendido a no preguntar; Isabella, a disimular. Ella valoraba el esfuerzo que había hecho esa mujer (que aún sentía la soledad de una viudez que iba ya por los cuatro años) para instalar esa ceremonia en sus vidas. Había sido la manera que encontró para decirle: “No estás sola”. E Isabella lo agradecía. Merienda, paseo por el shopping y una cena sencilla en la casa familiar eran parte de esa rutina de supervivencia.

Durante las tardes de los viernes Isabella no hacía nada. Terminaba de trabajar, se bañaba y se metía en su cama. Después de aquel 17 de febrero de 2018, durante algunos meses se dedicó a la reconstrucción de los hechos. Pero la cabeza era un laberinto maldito. A veces los recuerdos eran difusos; a veces, excesivamente vívidos. Incluso más de una vez se preguntaba si las cosas habían ocurrido tal como las recordaba. De algo estaba segura: su reloj interior se había quedado detenido el 17 de febrero a las 22.22.

La noche era más sencilla. La oscuridad la tranquilizaba. Una cerveza fría o un vino —dependiendo del clima— eran suficientes para acallar las penas y las culpas. Se tiraba en la cama, tomaba su medicación (a veces le anexaba alguna pastilla más) y se dejaba llevar por un sueño pesado. Aunque había sueños y sueños, algunos eran el paraíso y otros, el infierno. Isabella había aprendido a domar el inconsciente. Hacía tiempo que no recordaba ningún sueño y en el fondo lo agradecía. Los primeros tiempos despertaba llorando, extrañando, embargada por el deseo de seguir durmiendo eternamente.

Los fines de semana eran diferentes. Tras la caminata y el café en Lo de Martino, se preparaba para el almuerzo familiar con su madre, su hermana Laura, el esposo y los hijos adolescentes de ellos (seres abducidos por sus celulares, con escasa empatía y con la certeza de ser dueños de todas las verdades). No eran más de tres o cuatro horas, pero ella contaba los minutos para huir. No le resultaba cómodo, había muchos silencios, muchas cosas de las que nadie se atrevía a hablar. “Somos una familia de cobardes”, se solía repetir Isabella. Ella no hablaba de aquello, su madre y su hermana, tampoco. Su cuñado, menos y sus sobrinos…, bueno, a veces tenía la sensación de que aún no se habían enterado de nada.

Por la tarde solía ir al cine y, según el clima, deambulaba por los shoppings o el Paseo de Artesanos. Alguna vez había sido una chica snob de las que adoraban las vidrieras, de las que seguían la moda, de las que disfrutaban de los lugares públicos y superpoblados. Ahora esas salidas eran solo un mecanismo de su­pervivencia con un objetivo sencillo: que la hora maldita del atardecer no la encontrara sola en casa.

El domingo era un buen día. Isabella se reunía con Mariana, una amiga que había sabido acompañarla sin insistencias ni lástima. Se habían conocido en la salita de 5 del jardín. ¿Qué las había llevado a ser amigas en ese momento? Imposible saberlo, pero se habían elegido cada día. Treinta y cuatro años de amistad. Aunque la vida las llevó por distintos derroteros, siempre habían estado la una para la otra. Durante muchos años el domingo por la tarde había sido su día. No importaba si pasaban uno o dos meses sin verse, en cuanto se llamaban para organizar una juntada el día era seguro: domingo.

Después de aquello, Mariana había tenido un gesto leal. Cuando vio a Isabella caer al abismo, fue imponiendo el domingo semana a semana. Hacía unos meses le había confesado que lo hizo tras leer que ese día crecían los índices de suicidio. Mariana temía por ella. A Isabella le hubiese gustado decirle que no debía temer, que no era necesario que sacrificara sus domingos para acompañarla. Pero fue egoísta. Estaba bien que temiera.

Solo una vez Mariana sacó el tema de manera directa. Isabella palideció. Su boca se secó. Su mirada no pudo con el dolor. Entonces Mariana apretó su mano y dijo: “No digas nada, no es momento de hablar”.

Hacía ocho meses que la vida de Isabella transcurría así. Una rutina rígida que le permitía construir algunas certezas para evitar la ansiedad, el vacío, la tristeza y el miedo.

Pensar en la proximidad del verano la atemorizaba, era una temporada que solía modificar las rutinas y, por el momento, atenerse a esas estructuras era lo que le había permitido respirar sin tanta dificultad.

Pero hay quienes afirman que la supervivencia no consiste en mantenerse quieto y seguro, sino más bien en arriesgarse y ponerse en movimiento. Ese 25 de octubre de 2018 todo lo que Isabella había planificado de manera tan minuciosa empezó a tambalearse. Su celular sonó. En cuanto vio el nombre en la pantalla supo que el pasado volvía. Tuvo la tentación de no atender, pero en un acto reflejo aceptó la llamada.

—¿Isa? Soy Matilde.

(Un paso, otro paso y otro paso… Pero ya no hay sitio adonde correr).

Capítulo 2

Febrero de 1991

Nadie sabe a ciencia cierta cómo comienzan los sacrificios. Un día se resigna al pasar algo pequeño, de lo que ni siquiera tenemos plena conciencia. Pero luego lo imperceptible va leudando hasta tomar un tamaño voluminoso. Isabella no recordaba con precisión cuándo había comenzado lo imperceptible. Tal vez cuando tuvieron que hacer durar las zapatillas más de lo previsto o quizás cuando tuvo que ir a un cumpleaños sin regalos y con la excusa de “te lo llevo esta semana al cole” (algo que obviamente no ocurría). Sin embargo, sí podía consignar con precisión cuándo lo imperceptible se volvió voluminoso. Fue cuando escuchó a sus padres, una noche, hablando en el comedor:

—No podemos pagar colegios privados. —Manuel había perdido su trabajo en el banco hacía tres meses. La indemnización se escurría demasiado rápido y el panorama no era alentador para alguien con más de 40 años.

—Pero una cosa es ir a un público en la primaria y otra en la secundaria. —Lily no estaba dispuesta a negociar la educación de sus hijas.

—¿De dónde sacás eso, Lily? Ahora tenés el berretín de la escuela privada.

—No es berretín, Laurita pasa a cuarto año, tiene su grupo de amigos y va a ser doloroso para ella hacer un cambio justo ahora.

—Más doloroso es pasar hambre. —El hombre seguía enfrascado en sus papeles, haciendo cuentas en la calculadora.

—Ya vas a conseguir algo y nos vamos a recuperar.

—Pero, Lily, ¿en qué país vivís vos? ¿No ves que a los tipos como yo nos rajan para poner a unos pendejos con aspiración de yuppies a los que les venden el verso de “los nuevos líderes”?… Líderes, mercenarios que aceptan condiciones precarizadas con tal de andar de traje y corbata haciéndose los cancheros.

—Pero, Manuel, no sos viejo y sos un tipo laburador y con experiencia.

—En estos tiempos eso no vale un culo, somos descartables. —Manuel volvió a concentrarse en las cuentas.

Lily se quedó a su lado pensando, hasta que al final propuso:

—¿Y si la dejamos a Laurita en el cole y en todo caso a Isa la anotamos en el público? Ella va a empezar en una escuela nueva de todas maneras y tampoco conoce a nadie. Más vale que sea ella, que recién está por largar con primer año, la que vaya al público y hagamos un esfuerzo para que Laura siga en el privado… Yo además de mis horas de docente puedo preparar alumnos en casa.

Como era habitual, el sacrificio le tocó a Isabella. Y no era como decía su mamá. Ella sí tenía amigos en el cole al que supuestamente iba a ir: Mariana se había anotado allí solo para asistir con ella.

Esa noche se encerró en el baño a llorar, no quería que nadie la escuchara. Adoraba a su padre y no deseaba causarle más penas, ya bastante con lo de estar sin trabajo.

Al otro día, cuando le transmitieron las novedades, ella aceptó sin replicar. Decidió enfrentar el cambio con naturalidad y optimismo. Ahora entendía muy bien qué era aquello de “los sacrificios”.

Capítulo 3

Octubre de 2018

No debió haber atendido. Hace dos días que la voz de Matilde Sanz suena en su cabeza. “¡Me cago en Matilde y esa manía de meterse en lo que no debe!”, se repetía una y otra vez. Siempre fue así, desde pequeña. Crecieron en la misma cuadra. Isabella había llegado al barrio días antes de cumplir 9 años y fue en ese festejo que se conocieron.

Ella estaba en la vereda esperando la llegada de sus compañeras del cole, cuando desde la casa de enfrente salió Matilde con su bicicleta. Fue insistente, pasó tantas veces por la puerta que su mamá sugirió: “Invitala, pobrecita. Se nota que quiere venir al cumple”. “No la conozco”, respondió Isabella. Pero, bueno, Matilde siempre se imponía. Así fue como esa tarde terminó jugando en la ronda del paquete con total naturalidad. Desde entonces habían forjado una amistad de fines de semana. Sali­das en bicicleta, chocitas en el baldío de la esquina y vóley en medio de la calle… Una amistad que se mantuvo en el tiempo y que se hizo cómplice al llegar a la adolescencia. En los años en los que Isabella estaba locamente enamorada de Vito, Matilde era la que le “hacía la pata”. La ayudaba para que se encontraran en la plaza o era la encargada de indagar algunas cosas que necesitaba saber sobre él.

Más allá de lo valiosa que siempre fue para Isabella esa amistad, después de aquello se distanciaron. Desde el mes de febrero no habían vuelto a hablarse. Por eso cuando escuchó su voz tuvo sentimientos encontrados: por un lado, quiso cortar y decirle que esa línea no pertenecía a Isabella Bonatti (una mentira que Matilde con su perspicacia jamás creería) y, por el otro, quería decirle que le gustaba escucharla de nuevo. No hizo ni lo uno ni lo otro. Se mostró distante, pero atenta a lo que le narraba. No imaginó que la llamada vendría por ese lado. Matilde hablaba rápidamente mientras ella sentía palpitaciones y esa sensación de asfixia que aún no podía controlar. Registró palabras: moto, accidente, traumatismo, operación, pronóstico reservado, coma… Palabras que a su vez estaban asociadas a un nombre: Vito.

Ella, que había prometido atrincherar el corazón para no volver a sentir (y, por ende, para no volver a perder), se encontraba ahora sumida en un vendaval de emociones.

—No entiendo para qué me contás esto —le dijo de mal modo antes de cortar el teléfono.

—Supuse que querrías saberlo —respondió Matilde sin dejarse amedrentar por el tono de su amiga.

—Supusiste mal. —Fue seca y decidió dar por finalizada la charla.

Durante las mañanas siguientes, Isabella abandonó la caminata introductoria y los trotes, solo corría. Tenía más resistencia de la que creía. Corría como quien intenta huir de algo que indefectiblemente va a alcanzarlo. Ese martes, su madre recalcó una y otra vez que la veía demacrada. No pudo contarle lo de Matilde, tampoco pudo contarle sobre Vito.

Le costó dormir. Ni las pastillas ni media botella de vino fueron suficientes. Se negaba a hurgar en el pasado, fueran estos los años lindos, los no tan lindos y todo eso más reciente signado por la pérdida, la culpa y el dolor.

Esa semana suspendió el turno con la psicóloga. No quería hablar del tema. Se sentía nuevamente vulnerable. Cerca del mediodía le llegó un mensaje de Matilde: “Buenas noticias, salió bien de la cirugía, pero sigue en coma”.

Recordó cada detalle. La clínica. Los horarios de terapia… “Necesito concentrarme en el trabajo y sacarme esta idea de la cabeza”.

Pero la ansiedad dominaba a Isabella. Por primera vez en todo ese tiempo se corrió de su rutina. Pese a todos sus esfuerzos, la supervivencia ya no estaba garantizada.

Decidió ir caminando. Eran casi veinticinco cuadras, tiempo de sobra para arrepentirse. La brisa tibia anunciando el verano la relajó. Llegó a la clínica y dudó. Tuvo la tentación de huir… Ese olor. Esos colores fríos. Esas enfermeras autómatas y distantes… No podía con el peso de la memoria de sus emociones. Tampoco se sentía capaz de meterse en un ascensor para llegar a la zona de Terapia Intensiva. De nuevo sintió las palpitaciones. El mundo se tambaleaba. Ingresaba a la oscuridad. De nuevo el pánico. De nuevo la falta de aire. Esa sensación de muerte. Ya la había experimentado muchas veces. Recordó las palabras de su terapeuta: “Respirá, Isabella. Respirá. Tranquila. Respirá, que va a pasar”.

Lo intentó, pero las piernas le flaqueaban. Buscó una silla, necesitaba sentarse. Cerró los ojos y se esforzó por controlar el malestar. “Voy a desplomarme”, pensó.

—Isa, viniste.

Milagrosamente apareció Matilde. Se sentó a su lado y la tomó de las manos como si nada hubiera pasado entre ellas. Su presencia, tan cariñosa y segura, la ayudó a recuperar la calma. Cuando logró equilibrar sus emociones, abrió los ojos y le confesó:

—No estoy atravesando un buen momento, suelen pasarme estas cosas con frecuencia.

—Lo entiendo, a mí me pasó también algunas veces.

Tal vez Matilde mentía solo para empatizar con ella. Matilde Sanz era fuerte, firme, estable. Además, en su vida no había tenido que atravesar nada demasiado traumático (al menos eso creía Isabella). Ella había nacido con la buena estrella.

—Justo subía a verlo, ¿venís? —preguntó.

—No. Te espero acá para que me cuentes cómo sigue.

—Está bien, pero cualquier cosa me mensajeás. ¿Sí?

Isabella asintió con la cabeza. Vio a su amiga dirigirse a las escaleras. Le envidió ese andar seguro. Desde hacía meses a ella el cuerpo solía temblarle como una hoja. Respiró de nuevo. Se puso los auriculares. Cerró los ojos y de fondo empezó a sonar “Try” de Pink.

Capítulo 4

Marzo de 1991

Isabella estaba nerviosa, pero no lo demostraba. No quería herir a su padre, que últimamente andaba apagado, pasándola realmente mal en su rol de “despedido que busca trabajo”. Tampoco quería preocupar a su madre, que estaba sobrepasada con sus horas de Historia en tres colegios diferentes y algunos alumnos particulares en casa.

La nueva escuela era demasiado grande, con una cantidad excesiva de alumnos y secciones. Ella se sentía perdida. Había chicas y chicos que le resultaban enormes, con looks extraños que por momentos la intimidaban. Todo era muy distinto de su colegio primario del barrio.

Decidió quedarse en un rincón, tratando de habituarse a ese mundo. Su madre la saludó de lejos, le tiró un beso y se fue (últimamente siempre andaba corriendo, tratando de encontrar el equilibrio entre el trabajo y la casa). Isabella se esforzó por sonreírle, pero por dentro tenía ganas de llorar. Mientras esperaba que de una buena vez apareciera la preceptora de primero, un chico llamó su atención. Estaba sentado en un sector alejado, totalmente inmerso en la lectura de un libro. Le gustó verlo leer, era como si estuviera en otro sitio, totalmente abstraído de lo que pasaba a su alrededor. Le resultó diferente de todo lo que había conocido. Tanto que no podía dejar de observarlo. De pron­to, vio a un grupo de varones que venían golpeándose entre ellos a modo de juego. En cuanto lo vieron cambiaron el rumbo y enfilaron hacia él. Este levantó la vista y rápidamente un gesto asustadizo se apoderó de su rostro. Hizo el intento de irse del lugar, pero el grupo lo rodeó. Isabella no lograba escuchar lo que le decían, pero era evidente que lo hostigaban. Le quitaron el libro, lo tiraron al basurero, lo empujaron dos o tres veces, patearon su mochila y luego, entre burlas, empezaron a alejarse. Ella no supo qué la impulsó a dejar atrás su timidez, pero salió hecha un rayo y enfrentó al que parecía el líder de esa banda de idiotas.

—Ey, vos, devolvele el libro. —Se paró sin sentir la mínima pizca de temor.

—Ah… Pero miren, el gordito traga tiene quien lo defienda…

—¡Devolvele el libro! —repitió Isabella.

—¿Y si no quiero, qué?

—¿Vos sabés quién soy yo, estúpido? —lo enfrentó.

—No… ¿La hija del presidente?

—No, la hija de la inspectora zonal. —Era una mentira, pero tenía cierta solidez; de tanto escuchar hablar a su madre, Isabella parecía una experta del Ministerio de Educación—. ¿Sabías que hay un proyecto para erradicar el maltrato esco­lar? ¿Sabías que se van a hacer relevamientos en los colegios públicos y que los imbéciles como vos van a tener que hacer voluntariados y tareas en contraturno para cumplir alguna penitencia por ser tan molestos? Como mi mamá es la inspec­tora, yo voy a conseguir sus nombres y se los voy a pasar… Ah, también van a citar a los padres, que estarán obligados a sostener un bono mensual extra cooperadora, porque si no sus hijitos se van a quedar sin banco —siguió inventando, aunque a medias, pues su madre solía decir que había algunos estudiantes que merecían ese tipo de castigos por ser tan crueles con sus compañeros. A Isabella esos fundamentos le bastaban para argumentar.

—Seguro que estás mintiendo. —El pibito dudaba, le parecía muy contundente el discurso, pero no quería dejarse intimidar.

—Preguntale a la directora… ¿Querés que vayamos ahora y de paso le contamos lo que hiciste? —lo desafió.

A esa altura de la charla ya había unos cuantos rodeando la escena, entre ellos el chico del libro.

—No le voy a preguntar a nadie, no voy a devolverle el libro y espero que te vengan a buscar, porque si no a la salida del colegio la vas a pasar mal —sonó amenazante.

A esa altura Isabella se dio cuenta de que no sería tan sencillo engañarlo. El bravucón empezó a caminar hacia ella. Cuando estuvieron frente a frente, el chico le dio un empujón, pero antes de que ella reaccionara, un muchacho bastante más grande (tal vez de tercero o cuarto año) se interpuso entre ellos.

—¿Qué te pasa, pelotudo? ¿Te hacés el vivo? Desde el primario que lo jodés a mi hermano, pero ahora en este colegio estoy yo. Te veo cerca de él y te cago a trompadas…

Lo de bravucón le desapareció completamente. Los otros tres que estaban con él tomaron distancia. Isabella agradeció la intervención de ese pelilargo.

—Y otra cosa, tampoco te metas con la chica… ¿O tan mierda sos que te hacés el malo con las mujeres? Desaparecé, imbécil.

—Pero que antes le devuelva el libro —agregó Isabella recuperando valor.

—¿Escuchaste? Buscá el libro del basurero y devolvéselo a mi hermano.

El chico fue, buscó el libro y se lo entregó al otro, que empezaba a esbozar una sonrisa de satisfacción.

En ese momento sonó el timbre y el grupo se dispersó.

—Hola, soy Vito. Empiezo primer año — le dijo el muchachito del libro a Isabella.

—Hola, soy Isabella, pero todos me llaman Isa. También empiezo primero. ¿Sabés a qué sección vas?

—A la A.

—Ay, yo también —A Isabella le encantó que Vito y ella fueran compañeros—. No conozco a nadie, así que al menos saber que vas a estar vos está bueno.

De pronto el “hermano salvador” irrumpió en la charla.

—Che, Vito, si te joden, me avisás.

—Va a estar todo bien, Teo.

—Igual, cualquier cosa me decís. Y no seas boludo, no dejes que te molesten… Y vos, ¿cómo te llamás?

—Isabella.

—Pero le dicen Isa —aclaró Vito.

—Sos corajuda, Isa… Te voy a decir “Chica Coraje”. Yo soy Teo, el hermano mayor de Vito. Cuidalo, que no se deje agarrar de gil.

Teo desapareció secundado de otros grandulones como él. Entonces los dos comenzaron a charlar. Isabella le contó que esa no era la escuela a la que tenía previsto ir, pero que por razones económicas la habían anotado ahí. “A mí me pasó algo parecido”, le dijo Vito. “Yo también tenía que ir a otro cole. Pero a mi hermano lo expulsaron y entonces mi mamá decidió que ninguno iba a seguir ahí y eligió este. Es medio caótico, pero tiene buen nivel, eso dice ella”. A medida que avanzaron en el diálogo se dieron cuenta de que vivían relativamente cerca. Cuando sonó el timbre ya parecían amigos de toda la vida. Tal vez no fuese todo tan malo en la nueva escuela.

Capítulo 5

Octubre de 2018

—¿Viste que es relinda?

Vito le había hecho pasar tres veces por la casa de su compañera del cole. Le pidió que lo llevara en la moto que le habían regalado al cumplir 18.

—Tenés 14 años, edad para que te gusten todas, no para enamorarte de una sola.

—Pero ella es…, es todo: linda, valiente, inteligente, graciosa, buena...

—A la mierda, te gusta en serio.

—Sí, pero el problema es que es mi mejor amiga.

—Mmm… La amistad entre el hombre y la mujer no existe.

El recuerdo le llegó como una ráfaga. No sabía por qué su memoria lo había llevado hasta allí, a ese día, a esa charla. La llamada de María lo dejó petrificado. No lo podía creer… ¿Un accidente en moto? ¿Terapia intensiva? ¿Que tuvieron que intervenirlo de urgencia y que está en coma?… Puteó, lloró… Pensó en su vieja. Esa mierda del Alzheimer la tenía tan perdida que al único que reconocía a veces era a Vito. “Si él se muere, no le queda nada para conectar con este mundo”, pensó. Tan difícil había sido siempre la relación entre ellos que más de una vez creyó que ella lo había olvidado intencionalmente.

Marlene, su madre, había conocido a su papá mientras estudiaba en Francia. A los dos años quedó embarazada. Cuando Teo cumplió 8 meses se separaron y ella se volvió a la Argentina. Tiempo después conoció a Osvaldo, con quien se casó y tuvo a Vito. Desde el principio los hermanos tuvieron un vínculo fuerte. Se adoraban. Pese a que eran el día y la noche, entre ellos no había celos ni competencias.

Vito era un alumno ejemplar. En cambio, Teo, a los 17, ya había pasado por dos escuelas y repetido un año, y era una máquina de acumular materias para rendir. Por eso cuando a los 19 terminó el secundario, en su casa hicieron una fiesta.

Tiempo después se marchó a París, con su padre, para estudiar composición musical. Aunque Marlene y Osvaldo querían mucho a Teo, su partida les trajo cierta tranquilidad. También para Teo fue un alivio. La imagen de Vito, siempre tan perfecto, maduro y amoroso, lo había condenado a ser la oveja negra. Todas las cagadas le pertenecían. Él era el que llegaba tarde a la noche, el que se escapaba de madrugada, el que se robaba el auto para ir a bailar, el que tomaba más de la cuenta, el que caía con novias que horrorizaban a la familia… Cada lágrima de Marlene parecía llevar impreso su nombre. Pero, aun así, Teo no tenía a Vito como un rival, por el contrario, lo admiraba.

Ni la distancia había podido con ese amor fraternal. Siempre buscaban la manera de viajar uno u otro para estar juntos y compartir aquello que no confiarían a nadie más.

Ahora, con el golpe de semejante noticia, Teo se sentía solo, perdido, como en esas noches de juventud en las que escapaba sin rumbo. Entonces, tomó una decisión: viajaría. Tenía que estar junto a su hermano y también junto a su madre, aunque seguramente ya no lo reconociera.

“Lisette, tengo que viajar de urgencia a la Argentina. Vito tuvo un accidente en moto y está grave”. No habían pasado ni cinco minutos desde su mensaje cuando ella lo llamó. Solo un tipo arrebatado como Teo podía dar semejante información a través de un texto.

“No sé mucho más de lo que te conté. María —la ex de Vito— y un par de amigos se turnan para cuidarlo, pero es mi obligación estar con él”, le explicó.

Ella le dijo que viajara, que se quedara tranquilo, que le iba a explicar a Cecile, la hija de ambos, el motivo de su ausencia. Coordinaron cuestiones familiares y laborales, y tras cortar la comunicación, Teo comenzó a organizar su partida a la Argentina.

“Solo espero llegar a tiempo”, se dijo.

De solo pensarlo, el mundo sin su hermano le pareció un lugar oscuro.

Capítulo 6

Enero de 1994

—Uy, pendejo, vos sí que estás metido con la Chica Coraje, ¿eh? —Teo había entrado en el cuarto de Vito sin llamar y lo encontró probándose una camisa y posando frente al espejo.

—Pará, boludo, no entres así sin golpear. —A Vito le incomoda­ba que su hermano lo viera haciendo facha.

—La verdad es que hubiera preferido encontrarte haciéndote la paja que poniendo caritas de modelo… ¿Te estás preparando para los 15 de Isa? Ah, vas a aprovechar para avanzar, muy bien…

—No sé… Viste que al final va a hacer el cumple en el salón de un club… Bueno, y yo pensé que por ahí da para que le diga algo… ¿Vos qué pensás?

—Que sos más lento que una tortuga, hermano… Isa vive tirándote onda y vos, nada… Muy lento. Si seguís así, se te va a ir con otro.

—Che, vení —le hizo un gesto con la mano que reflejaba esa necesidad de hablar con cierta complicidad—, tengo otro problema… Yo nunca…

—¿Nunca la pusiste?

—No, boludo. Peor que eso… Solo besé a dos chicas en mi vida, pero fueron esos besos medio de pico, nomás…

—Ah, y a la Isa le querés meter lengua, asqueroso… —Teo se reía y le hacía cosquillas a su hermano. Él no solo era experimentado para sus 18 años, sino que además a la edad de Vito ya había besado con lengua y algo más. Era de los que vivían adelantados a todo.

—No, lo que quiero es darle un beso lindo, no quiero que se decepcione.

Viendo la sincera angustia de su hermano, Teo decidió tomar el tema con un poco más de seriedad.

—A ella le va a gustar de cualquier manera, porque le gustás vos. Ese es el secreto de los besos.

—¿Vos decís?... Pero qué… Le doy un pico y le meto lengua, así, de una…

—No, besás los labios un rato, le acariciás la nuca, la estrechás a tu cuerpo y lo de la lengua va a llegar solo… No seas tan imbécil, Vito, leés mil libros por día y ninguno te enseña a besar… ¿Para qué carajos entonces tanta literatura?

—Los libros no enseñan a besar…

—No, pero deberían enseñarte a usar la imaginación, la fantasía… Un beso es eso, hacer realidad una fantasía.

—No sé, tengo miedo de cagarla… Además, el otro día que estuvimos estudiando acá pasó algo medio raro.

—Mmm… Con razón tenían la puerta tan cerradita… Y yo que pensaba que eran un ejemplo de buenos estudiantes.

—Sí, estábamos estudiando. Pero viste que Isa es como más suelta… Entonces, en un momento me dijo que le encantaba cómo me quedaba la remera y se me quedó mirando… Estábamos cerca… Me parece que ella esperaba que le diera un beso… Pero no me animé.

—Uy, qué pelotudo que sos… Claro que estaba esperando que le dieras el beso.

—Yo sabía… —Golpeó su puño cerrado en la rodilla—. La cagué.

—Escuchame, hacé esto: preguntale si tiene DJ para la fiesta. Si te dice que no, decile que ese va a ser tu regalo. Entonces, voy yo con mi equipo, le pido a Tincho que me haga la pata, y esa noche estoy ahí, atento y te voy dando consejos… ¿Te parece?

—Sí, está buena la idea. Ahora la llamo y le pregunto. Ojalá no haya contratado a nadie.

Semanas más tarde, Vito estaba en el salón del club con los compañeros, muerto de miedo, esperando el ingreso de Isabella. Teo y Tincho eran los encargados de la música, las luces y la máquina de humo. El segundo no estaba muy de acuerdo con que laburaran gratis, pero Teo era capaz de convencer hasta a las piedras.

Cerca de las 23, Isabella ingresó acompañada de su papá. No tenía nada extravagante, pero llevaba un vestido fucsia de satén con un escote espejo que la hacía ver preciosa. Sus ojos oscuros, su cabello lacio con reflejos, su tez morena y su sonrisa… Esa sonrisa que parecía conquistarlo todo. Ella no había pedido ningún tema en especial. Y Teo se decidió por “(Everything I Do) I Do It for You”, de Bryan Adams. Mientras sonaba la canción, Teo se quedó cautivado por Isabella. Por primera vez la vio como una mujer, pero rápidamente recordó cuál era su misión ahí. Buscó a su hermano con la mirada y descubrió que en sus ojos había sincero amor por ella.

A lo largo de la noche, Vito e Isabella se la pasaron bailando, charlando, pero todo en plan de amistad. A veces se abrazaban o se tomaban de la mano, pero era algo que también hacían con otros amigos y amigas del grupo. A Teo le preocupaba ese vínculo tan cercano y poco sensual a la vez. Más le preocupó cuando un chico se acercó y se puso a bailar con la quinceañera. A ese se le notaban las ganas de lejos. Vito se quedó con el resto de sus compañeros mirando de reojo. Teo decidió entonces intervenir.

—Che, boludo, ¿cómo dejás que Isa se vaya con ese? Ojo, que el pibe es fachero, tiene aire de ganador…

—¿Y qué querés que haga? ¿Que la ate a mi pierna para que no se vaya? Son sus 15, tiene que bailar con todos.

—Pero es que hace tres horas que está con vos y no avanzás nada, loco. A ver, le digo que la esperás en la zona de la pileta. Cuando ella vaya para allá, les pongo un tema lento… ¿Querés?

—¿Y qué hago en la pileta?

—¿Cómo qué hago en la pileta? No te vas a poner a nadar, gil… Decile que querés hablar con ella, que está hermosa y que desde hace mucho querés decirle algo…

—¿Y?

—… Ahí le decís que estás enamorado de ella, que si ella no siente lo mismo está todo bien y que pueden seguir siendo amigos… Y le das el beso. ¿Está?

—No sé… —Vito empezó a refregarse las manos.

—Basta, loco, se te está pasando el tren. Además, pará, no hagas eso con las manos. Da sensación de inseguridad y a las chicas no les gusta. Tomá una pastilla de menta para que tengas buen aliento. Con actitud, hermano… Dale. Andá a la pile, que yo le digo.

No estaba del todo convencido, pero Vito aceptó las directivas de Teo. Al fin de cuentas no solo era el mayor, sino que además gozaba de enorme popularidad entre las chicas. En realidad, gozaba de popularidad en cualquier lugar adonde iba menos en su casa, donde su madre y su padre querían asesinarlo cada dos por tres.

Teo se acercó a Isabella y decidió tantear un poco el camino, para ver si Vito tenía chances.

—Permiso, dejame bailar un ratito con la quinceañera, que es como de mi familia.

El otro no se atrevió a decir nada e Isabella terminó bailando con Teo uno de esos temas que antecedían a los lentos.

—Estás relinda.

—Gracias. La música y las luces están buenísimas, tremendo regalo me hicieron.

—No, el regalo es de Vito. Él después verá cómo nos paga a nosotros… Él te quiere mucho.

—Yo también. Es mi mejor amigo…

—Mmm, la amistad entre el hombre y la mujer no existe —al parecer, ese era su mantra.

—¿Quién dice eso?

—Yo… Siempre hay uno que se confunde. ¿O no? —La pregunta de Teo fue intimidante, pero Isabella no era de las que se dejaban intimidar.

—Sí, es probable… —Corrió la vista para que no se diera cuenta de sus sentimientos.

—A mí me podés decir la verdad… ¿A vos te gusta mi hermano?

—Ay, Teo, sos tan desubicado a veces…

—Pero soy una tumba. No le voy a contar nada de lo que me digas…

—No te creo que seas una tumba… ¿Te mandó él?

—No, me mata si sabe que te pregunté algo así. Ni se te ocurra decirle…

Isabella sonrió y luego admitió:

—… Sí…

—¿Sí qué?

—Sí, me gusta. Pero me parece que yo a él no.

—Estás equivocada. A Vito también le gustás, lo que pasa es que es muy tímido. Escuchame, andá a la zona de la pileta, él está allá… Esperándote… No digo más, a buen entendedor…

Se miraron. Ella sonrió. Él también. Ella le dio un beso en la mejilla y lo abrazó. Teo experimentó una sensación confusa. Por primera vez se quedó sin palabras. En cuanto la vio irse, se fue hasta la consola de sonido y se dispuso a montar la escena musical para el beso.

Capítulo 7

Noviembre de 2018

A veces, para sobrevivir se necesitan corazas. Isabella lo sabía. Ella se había armado una bastante sólida, que estaba construida sobre la base de sus rutinas estrictas. Era una coraza que le permitía abrir los ojos, dar el paso necesario de cada día y dormir por las noches sin que la pena o la culpa la persiguieran. Pero las corazas, por más que estén hechas de los mejores materiales, en algún momento se resquebrajan. Pueden durar años y años, pero basta una grieta imperceptible para que pierdan su eficacia. Matilde fue la encargada de resquebrajar su coraza, lo hizo a su modo, sin pedir disculpas ni permiso. Y ahora ella estaba allí, vulnerable.

A las pocas semanas de enterarse del accidente y de la operación de Vito, se encontró escuchando el parte médico. María no podía ir y le pidió a Matilde que la cubriera. Matilde, a su vez, le pidió a Isabella que la acompañara y allí estaban las dos, inquietas y atentas a lo que el doctor decía.

—Se despertó, por ahora evoluciona bien. Vamos a esperar unas veinticuatro horas para que puedan entrar a verlo. Necesitamos hacer unas valoraciones. Está confundido, no recuerda bien lo que pasó, por momentos tiene algunas pérdidas de memoria. Cuando le preguntamos la edad, dijo que tenía 30 años…, bueno, ese tipo de lagunas mentales pueden ocurrir.

—¿Pero qué? ¿Perdió la memoria? ¿Cómo en las películas? —consultó Matilde.

—No, no tiene nada que ver con las películas. Aparecen esas amnesias, pero él sabe quién es, reconoce el entorno, lo que pasa es que después de semejante traumatismo y un coma puede haber estos baches… Es normal, ya van a ir volviendo algunos recuerdos. Igualmente vamos a ir haciendo estudios y revisando el tema con el equipo de Neurología. En cuanto a lo físico, al parecer va a tener una recuperación lenta, pero va a poder caminar nuevamente con normalidad. Ahora va a tener que usar silla de ruedas hasta que podamos pasar a las muletas. Necesitaría tener una charla con algún familiar cercano para coordinar detalles del tratamiento ambulatorio que se viene.

—Mire, doctor, la mamá está perdida, tiene Alzheimer. Y su hermano vive en el exterior, yo le avisé y está viajando para acá… Su ex mujer no pudo venir ahora, pero…

—Perfecto, podemos hablar con ellos en estos días. El tema es que cuando salga de la clínica tiene que hacer la rehabilitación acá y todos los días y por un tiempo largo, calculen dos meses y medio… Según tengo entendido, él vive en el interior, a unos trescientos kilómetros, y hay que pensar en alguna alternativa para que pueda instalarse en la ciudad, al menos por ahora.

—Ok. Nosotros se lo vamos a ir adelantando a la familia.

—Mañana a las 11 daremos el próximo parte.

Las dos asintieron. Se quedaron calladas por un rato sin decir nada.

—Al menos está bien. Lo otro es recuperación, voluntad y paciencia —Isabella se dispuso a irse.

—¿Ya te vas? —Había ansiedad en la voz de Matilde.