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Thomas Mann

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Beschreibung

Conocido sobre todo por su labor fabuladora, que dio obras de la importancia de "La montaña mágica", "Los Buddenbrook" o "La muerte en Venecia" entre otras, la celebridad de Thomas Mann (1875-1955), así como su indiscutible talla intelectual, llevaron a menudo a que fuera solicitado como ensayista y conferenciante. Schopenhauer, Nietzsche, Freud reúne cinco textos fruto de esta actividad, en los que, en palabras de Andrés Sánchez Pascual -traductor y presentador del volumen- Mann traza un balance muy personal de su trato con la obra de estas tres grandes figuras que influyeron de modo decisivo en su creación novelística. Reducidos normalmente en su extensión en cada una de las ocasiones en que fueron expuestos, los ensayos se ofrecen aquí en su versión íntegra.

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Seitenzahl: 296

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Thomas Mann

Schopenhauer,Nietzsche, Freud

Traducción y nota preliminarde Andrés Sánchez Pascual

Índice

Nota preliminar, por Andrés Sánchez Pascual

Schopenhauer

Preludio hablado a un homenaje musical a Nietzsche

La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia

El puesto de Freud en la historia del espíritu moderno

Freud y el porvenir

Notas del traductor

Créditos

Nota preliminar

Los cinco textos de Thomas Mann reunidos en este volumen pertenecen a la producción no novelística de su autor, pertenecen a aquella otra actividad de ensayista y conferenciante que acompañó, interrumpió o siguió, a lo largo de toda su vida, a lo que él mismo consideraba su tarea capital: la de fabulador, la de «poeta» (Dichter), como gustaba de llamarse.

Estos textos tienen su fecha, su circunstancia particular, que a continuación se indicará brevemente.

1. Schopenhauer. Es un trabajo de encargo, que Mann se tomó con pasión. Un editor americano quería publicar una serie de resúmenes de las obras de los grandes pensadores bajo el título general de «El pensamiento vivo de...», y encargó las Introducciones a escritores importantes. Así, a Heinrich Mann, el hermano mayor de Thomas Mann, le encomendó la correspondiente a Nietzsche. Thomas Mann, que cuando recibió el encargo se hallaba escribiendo su novela Carlota en Weimar, interrumpió esta tarea para escribir los veinte folios encargados..., que se le convirtieron en sesenta.

Empezó a redactar este ensayo mientras vivía emigrado en Zúrich, a finales de 1937, y lo terminó en Estados Unidos, en Jamestown, Rhode Island, a mediados de junio de 1938. En su correspondencia pueden seguirse algunos detalles: «Además de todos estos trabajos tengo que escribir una Introducción a un compendio americano de Schopenhauer, por la que me ofrecen 750 dólares. ¿Puedo desechar eso, para dedicarme a mis trabajos de fabulador? Que nadie me pregunte por éstos...» (a su hija Erika, desde Zúrich, 4 de diciembre de 1937). «En Arosa permaneceremos tres semanas; allí quiero escribir una Introducción a Schopenhauer, para una edición americana» (a Alfred Neumann, desde Zúrich, 28 de diciembre de 1937). «Por lo demás, ahora estoy escribiendo sobre Schopenhauer» (a Fritz Strich, desde Arosa, el 12 de enero de 1938). «Ahora mi mujer está trabajando en pasar a máquina mi ensayo sobre Schopenhauer, pues, excepto ella, nadie en este gran continente sabe leer mi letra» (a Agnes E. Meyer, desde Jamestown, el 19 de junio de 1938). «¿Has enviado ya tu Introducción de Nietzsche? Sobre Schopenhauer yo he escrito, no veinte páginas, sino sesenta. ¿Por qué me ponen en el disparadero? Ahora es preciso reducirlo. Golo ya lo ha hecho» (a su hermano Heinrich Mann, desde Zúrich, el 6 de agosto de 1938). «Para mí es, una vez más, una gran alegría y una gran satisfacción el que le haya gustado a usted mi ensayo sobre Schopenhauer. Yo debía escribir veinte páginas para una edición americana, pero ha resultado este librito. Me temo que en la primera parte no se note algo su finalidad primitiva: la cosa mejora» (a Hermann Hesse, desde Princetown, el 6 de diciembre de 1938).

El resumen de este ensayo, preparado por su hijo Golo Mann, fue traducido por entonces a varias lenguas. Aquí se da la versión del texto completo.

2. Preludio hablado a un homenaje musical a Nietzsche. Palabras pronunciadas por el autor en el teatro odeón, de Múnich, el 4 de noviembre de 1924, en la conmemoración del ochenta aniversario del nacimiento de Friedrich Nietzsche. Precedieron a un concierto de piano. Un mes antes, el 29 de septiembre, Thomas Mann había acabado La montaña mágica, que fue publicada a finales de noviembre de ese mismo año.

3. La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia. En su obra El origen del Doctor Faustus dice Thomas Mann: «El 29 de enero de 1947, por la mañana, escribí las últimas líneas del Doctor Faustus, tal como las tenía pensadas desde hacía mucho tiempo...». Luego, a lo largo de una semana, «estuve ocupado con el manuscrito, meditando sobre él y haciendo correcciones». Acabadas las correcciones el 9 de febrero de ese año, Thomas Mann comienza a preparar su ensayo sobre Nietzsche, que terminará el 17 de marzo. «El postludio ensayístico al Doctor Faustus me llevó aproximadamente unas cuatro semanas. Como el manuscrito tenía cuarenta páginas, resultaba demasiado largo para una conferencia, tanto en inglés como en alemán; le sobraban veinte páginas. Erika realizó una obra maestra reduciéndolo exactamente a la mitad, pero conservando lo esencial» de El origen del Doctor Faustus.

Mann pronunció esa conferencia, en inglés, en Washington (abril), Nueva York (mayo), Londres (mayo), y en alemán en Zúrich, el 3 de junio, en la inauguración del XIV Congreso Internacional del Pen-Club, y la repitió luego en diversos lugares de Suiza y, más tarde, en el otoño, en San Francisco.

El texto que en este volumen se da no es el reducido de la conferencia, sino el completo del ensayo original.

4. El puesto de Freud en la historia del espíritu moderno. Conferencia pronunciada en el Auditorium Maximum de la Universidad de Múnich el 16 de mayo de 1929, por invitación del Club de estudiantes democráticos. Fue publicada poco después en la revista de Viena Psychoanalytische Bewegung. Tras la lectura del texto en la revista, Freud lo comentó, en una carta, con las siguientes palabras:

El artículo de Thomas Mann es muy honorífico. Me ha dado la impresión de que se encontraba escribiendo un artículo sobre el romanticismo, al recibir la invitación a escribir sobre mí, y así contrachapeó el medio artículo, por delante y por detrás, como dicen los ebanistas, con psicoanálisis; el cuerpo es de otra madera. De todos modos, cuando Mann dice algo, siempre tiene pies y cabeza.

5. Freud y el porvenir. Conferencia pronunciada en Viena el 8 de mayo de 1936, para celebrar los ochenta años del nacimiento de Sigmund Freud. Thomas Mann repitió esta misma conferencia en Budapest, a principios de junio. Al pasar otra vez por Viena, el 14 de junio, hace una visita a Sigmund Freud, en su casa, para leerle la conferencia en privado, ante un pequeño círculo de amigos, pues Freud no había podido oírla cuando fue pronunciada públicamente en el mes de mayo. Al terminar, dice Thomas Mann en una carta, Freud «tenía lágrimas en los ojos».

Cuando redactó y pronunció esta conferencia Thomas Mann se hallaba emigrado en Suiza. El Reich hitleriano tenía ya previsto despojarle de la nacionalidad alemana, y los embajadores de Hitler en Francia, Suiza y Austria sobre todo informaban constantemente al Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín de todos los movimientos y manifestaciones de Thomas Mann. Así, el 10 de mayo de 1936 el embajador alemán en Viena enviaba un despacho a Berlín con el texto siguiente:

Durante los últimos meses no ha aparecido, en lo que se ha podido comprobar, ningún artículo de Thomas Mann en la Prensa austriaca. El 8 de mayo de este mes ha pronunciado en la Asociación Universitaria de Psicología Médica el discurso de gala para celebrar los ochenta años del psicoanalista profesor Sigmund Freud. He estado esperando a ver si con este motivo Thomas Mann hacía algunas declaraciones hostiles a Alemania en la prensa de aquí. Pero no ha sido así. Se ha limitado a una entrevista titulada «Reconocimiento a Sigmund Freud», publicada por el Neues Wiener Journal el 8 de este mes; en ella habla de sus próximos planes de viaje y de los trabajos literarios que piensa realizar. También en la mencionada conferencia se limitó a hablar sólo del profesor Freud y de su mundo espiritual, como puede verse por el resumen publicado en el citado periódico el 9 de este mes, que adjunto. Con respecto a la cuestión de la desnacionalización de Thomas Mann hay que informar que sé de fuentes fiables que éste ha enviado ya hace algún tiempo una solicitud para nacionalizarse en Austria. Parece que esa solicitud ha sido aceptada en principio, con el beneplácito del canciller federal doctor Schuschnigg. Es, pues, de esperar que pronto se tome la resolución formal, que todavía falta. Si hubiera el propósito de quitarle al señor Thomas Mann la nacionalidad alemana, sería recomendable acelerar el procedimiento de desnacionalización.

Seguramente ajeno a estos atentos espionajes del embajador de su país, el cual, claro está, no asistió a la conferencia de su compatriota en homenaje a un judío y se enteró de su contenido por los resúmenes de la prensa, Thomas Mann hacía, entre otras, estas declaraciones en la entrevista del Neues Wiener Journal mencionada por el embajador:

¿Cómo es que precisamente me llaman a mí para que rinda homenaje al gran psiquiatra? Ha ocurrido que yo soy del oficio en cierto modo, aunque de manera inconsciente. Mi relación con el psicoanálisis se remonta ya en verdad al inicio de mi actividad creadora. Cuando se editó mi primer tomo de relatos, titulado El pequeño señor Friedemann [primavera de 1898], recibí de un discípulo, para mí desconocido, de Freud un trabajo psicoanalítico que se ocupaba de problemas similares. Y esto ha continuado después. A propósito de casi todos mis libros he recibido declaraciones y estudios que se mostraban de acuerdo con ellos y que procedían del círculo de los psicoanalistas; éstos reencontraban en mí elementos de su propio mundo. Ahora bien, yo no soy el único escritor que ha tenido relación con la doctrina de Freud o que ha experimentado su influencia. Leonhard Frank y Hermann Hesse, por citar sólo dos nombres, utilizan en sus más bellos relatos los resultados del psicoanálisis. A mí mismo lo que ante todo me fascina es el aspecto mítico de la doctrina de Freud. El psicoanálisis retrotrae a cada persona a su infancia, pero también puede iluminar la infancia de la Humanidad. A la luz de la psicología profunda el mito adquiere una figura palpable. Yo mismo me he ocupado de Freud y de su obra desde este punto de vista en un ensayo mío.

Y más adelante añade:

Mi relación personal con Freud es relativamente reciente. Hace tres años lo visité de modo espontáneo en su hogar vienés. Cuando yo cumplí los sesenta años [6 de junio de 1930], Freud me proporcionó una gran alegría al incluir una carta suya de felicitación en la carpeta que me entregó mi editor y que contenía felicitaciones de algunos contemporáneos benévolos. Hoy he vuelto a ver al profesor Freud y le he rendido un homenaje similar, en presencia de trescientos representantes de todo el mundo. Ha sido una visita sin ninguna ceremonia, en el círculo más íntimo de su familia y de sus amigos, y me ha alegrado mucho encontrar al octogenario en pleno vigor, lleno de simpatía, delicado y bondadoso como siempre.

Hasta aquí algunos datos exteriores sobre los cinco textos de Thomas Mann que el lector tiene en sus manos.

En ellos su autor traza un balance muy personal de su trato con la obra intelectual de estas tres grandes figuras: Schopenhauer, Nietzsche, Freud, que influyeron de modo decisivo en su creación novelística.

Ante todo, Nietzsche. Es el primero que influye en él. La temprana afición de Thomas Mann por la música de Wagner tenía que llevarlo necesariamente a los escritos de su gran antagonista. Es muy posible que lo primero que Thomas Mann leyera de Nietzsche fuera El caso Wagner, en Múnich, cuando tenía diecinueve años, hacia finales de 1894, recién llegado de su Lübeck natal, y aconsejado e incitado por su hermano Heinrich. A partir de ese momento, la sombra y la luz de Nietzsche acompañan constantemente la vida y la obra de Mann hasta el final. El hecho de que dos de las «tres estrellas» –la tercera era Schopenhauer– que colgaban del firmamento espiritual de Thomas Mann (la expresión es suya) fuesen antagonistas, desmitificó desde el principio a ambos y permitió una recepción entusiasta y a la vez crítica y distanciada.

Thomas Mann nunca tomó a Nietzsche «a la letra». Nunca lo tomó en serio. He aquí algunas frases de su Relato de mi vida:

La influencia espiritual y estilística de Nietzsche es reconocible, sin duda, ya en mis primeros ensayos de prosa que vieron la luz pública. [...] El contacto con Nietzsche determinó en alto grado mi forma espiritual, que se estaba fraguando [...] El joven de veinte años que yo era comprendía la relatividad del «inmoralismo» de este gran moralista. [...] En una palabra; yo veía en Nietzsche ante todo al hombre que se superaba a sí mismo; no tomaba en él nada a la letra, no le creía casi nada, y justamente esto es lo que hacía que mi amor por él tuviese un doble plano y fuese tan apasionado. Esto es lo que proporcionaba su hondura a ese amor. [...] En última instancia Nietzsche me dotó de la capacidad de resistir a todos los encantos de un romanticismo malo, que pueden brotar, y que todavía hoy surgen en tantos sentidos, de una valoración no humana de las relaciones entre vida y espíritu...

En las cartas de Thomas Mann las menciones de Nietzsche son constantes; en su obra ensayística, muy numerosas. En cuanto a su creación novelística, no hace falta subrayar que su última gran obra, el Doctor Faustus, ha sido llamada con razón una novela sobre Nietzsche. Pero también en muchas otras novelas de Thomas Mann surgen figuras «nietzscheanas». El amplio ensayo contenido en este volumen, La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, muestra, sin embargo, el progresivo alejamiento con respecto a Nietzsche y, a la vez, el mantenimiento de lo esencial. La experiencia de ese «enfriamiento» en las relaciones de Thomas Mann con Nietzsche puede hacerla con facilidad el lector de este volumen: compare el calor, el serio entusiasmo del primer escrito: Preludio hablado a un homenaje a Nietzsche (1924) con el distanciamiento, la mordacidad incluso, del segundo: La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia (1947).

En segundo lugar, Schopenhauer. Nietzsche había preparado a Thomas Mann para su recepción de aquél. Y también le había preparado Wagner, otro «schopenhaueriano». Pero el primer contacto directo con los escritos de Schopenhauer no lo tuvo Mann hasta finales del año 1889, a los veinticuatro años. Tenía ya muy adelantada su ingente novela Los Buddenbrook –la terminará en mayo de 1901–. Y entonces aconteció aquella lectura apasionada, tantas veces rememorada con emoción por él: «Todavía recuerdo aquella pequeña habitación de las afueras de Múnich en que, tendido sobre un sofá, yo leía durante días enteros El mundo como voluntad y representación. ¡Juventud solitaria e irregular, ávida de mundo y de muerte! Ella sorbía el filtro mágico de esta metafísica, cuya esencia más profunda es el erotismo...».

En Relato de mi vida, Thomas Mann ha descrito desde dentro esta vivencia de su lectura de Schopenhauer.

La expresión «náusea del conocimiento» se encuentra en Tonio Kröger. Designa con toda propiedad la enfermedad de mi juventud, que, según creo recordar, favoreció no poco mi receptividad para la filosofía de Schopenhauer, a la que sólo conocí después de conocer ya algo a Nietzsche. Fue ésta una experiencia psíquica inolvidable y de gran categoría, a diferencia de la de Nietzsche, que habría que calificar más bien de artística y cultural. Con sus libros me ocurrió un poco lo que yo hice luego que le pasase a mi Thomas Buddenbrook con el volumen de Schopenhauer que descubre en el cajón de la mesa del jardín. Yo había comprado de ocasión, en casa de un librero, la edición de Brockhaus, y lo había hecho por el gusto de poseer los libros más bien que para estudiarlos; durante años aquellos volúmenes habían estado sin abrir en el anaquel. Pero llegó la hora en que me decidí a leerlos, y así leí día y noche, como, sin duda, sólo se lee una vez en la vida. En el sentimiento de plenitud y de arrebato que yo experimentaba tenía una intervención significativa la satisfacción que me producía aquella poderosa negación y aquella condena moral-espiritual del mundo y de la vida en un sistema de pensamiento cuya musicalidad sinfónica me seducía de la manera más honda. Pero lo más esencial de todo aquello era una embriaguez metafísica, que tenía una gran relación con una sexualidad que estallaba tardía y violentamente (estoy hablando de la época en que yo tenía alrededor de los veinte años), y que era más bien de índole mística y pasional, que no propiamente filosófica. No me interesaban la «sabiduría», la doctrina de la salvación, la conversión de la voluntad, aquella adherencia ascético-budista, que yo consideraba como una pura polémica y crítica contra la vida. Lo que me encantaba de una manera sensible-suprasensible era el elemento erótico y místicamente unitario de esta filosofía, la cual había influido también, por otro lado, sobre la música de Tristán, que no es, en modo alguno, una música ascética. Y si en aquella época el sentimiento del suicidio estuvo muy cerca de mí, esto se debía precisamente a que yo había comprendido que el suicidio no sería en modo alguno un acto de «sabiduría». ¡Santas y dolorosas turbulencias de la impulsiva época juvenil! Fue una circunstancia afortunada el que se me ofreciese enseguida la posibilidad de insertar mi experiencia supraburguesa en el libro sobre burgueses que estaba acabando y en el cual había de servir para preparar a Thomas Buddenbrook para la muerte.

El ensayo incluido en este volumen, además de contener una introducción general al núcleo de la filosofía de Schopenhauer, pone de relieve los elementos de ésta más cargados de futuro, según Thomas Mann.

Freud fue el último de los tres que entró en la vida y en la obra de Thomas Mann. Como es lógico, éste tenía ya «noticias» de la obra de Freud desde mucho antes; pero una lectura sistemática y seria de escritos freudianos no la comienza hasta finales de 1925. Ese interés directo de Mann por el pensamiento de Freud está relacionado de modo inmediato con su trabajo en la novela José y sus hermanos. Además, Freud le sirvió de arma dialéctica para intentar arrebatar a los nacionalsocialistas los conceptos de mito y de inconsciente. De aquí el carácter polémico sobre todo del primer ensayo: El puesto de Freud en la historia del espíritu moderno.

Thomas Mann, que se había convertido durante los años veinte en una especie de representante no oficial de la nueva Alemania democrática de la República de Weimar, se enfrentó muy pronto con los nazis, quienes también lo atacaron desde el primer momento. Ya en 1926, una visita suya a París fue aprovechada por los nacionalistas alemanes para censurarlo por su presunta entrega a la «civilización». La polémica continuó en 1927 con «Palabras a la juventud», de Thomas Mann. En 1928 el enfrentamiento era tan duro que el diario El Nacionalsocialista publicó el 8 de junio, en un artículo dirigido contra él, estas palabras que resultaron proféticas: «A un futuro Estado popular no le queda otro medio de limpieza que el siguiente: deportar al extranjero a todos estos que nos ensucian la casa». En este clima se encuadra la primera conferencia. La segunda, más distendida, de acuerdo con la ocasión: el discurso de gala en una fiesta académica, prolonga subterráneamente aquella polémica.

Tres gigantes de la historia del espíritu europeo son contemplados aquí por los ojos críticos, irónicos, amorosos, de otra gran figura.

Andrés Sánchez Pascual

Schopenhauer,Nietzsche, Freud

Schopenhauer

La alegría que nos produce contemplar un sistema metafísico, el contento que nos proporciona ver organizado espiritualmente el mundo en una construcción mental dotada de unidad lógica y apoyada de modo armonioso en sí misma: esa alegría y ese contento son siempre de naturaleza eminentemente estética; tienen el mismo origen que el placer, tienen el mismo origen que la satisfacción elevada y, en su último fondo, siempre serena con que nos obsequia la acción del arte, una acción que introduce orden, que da forma, que hace transparente y abarcable con la mirada la confusión caótica de la vida.

La verdad y la belleza han de mantener una relación recíproca; tomadas en sí mismas, y sin el apoyo que la una encuentra en la otra, no pasan de ser unos valores muy inestables. Una belleza que no tuviera de su parte la verdad, que no pudiese remitirse a ella, que no viviera de ella y por ella, sería una quimera vacía; y «¿qué es la verdad?». Nuestros conceptos, sacados de un mundus phaenomenon, de una intuición sometida a múltiples condicionamientos, tienen sólo un uso inmanente, no un uso trascendente, como distingue, y como confiesa, la filosofía crítica. Los conceptos, que son el material de nuestro pensar, y mucho más aún los juicios, compuestos de aquéllos, son un medio inadecuado para aprehender la esencia misma de las cosas, la estructura verdadera del mundo y de la existencia. Ni siquiera la definición más convencida y más convincente, la definición más íntimamente vivida, de aquello que está en el fondo de los fenómenos es capaz de sacar a la luz la raíz de las cosas. Lo único que estimula y que autoriza al espíritu humano a intentar fervientemente hacer eso es la hipótesis necesaria de que también nuestra esencia más propia, lo más hondo que hay en nosotros, ha de formar parte de aquel fondo del mundo y tener en él sus raíces, y de que tal vez de ahí sea posible obtener algunos datos que iluminen la conexión existente entre el mundo de los fenómenos y la esencia verdadera de las cosas.

Esto parece una cosa modesta. No está muy distante de aquella exclamación de Fausto: «¡Y, mira, no podemos saber nada!». En cambio, todas las palabras altisonantes de la filosofía, cuando usa expresiones como «intuición intelectual» y «pensar absoluto», nos parecen soberbia y nos parecen pomposa tontería. En efecto: cuando se juntan un temperamento polémico y colérico y una procedencia de la escuela de la crítica del conocimiento ocurre desde luego lo siguiente: que a aquella arrogancia, a una filosofía del «saber absoluto», se le hace el reproche, despreciativo y furioso, de ser una «fanfarronada».

Y sin embargo, el pensamiento afectado por ese reproche podría, con cierto derecho, devolverlo al que lo hizo. Pues el desvalorizar todo conocimiento objetivo con la afirmación de que éste no ofrece otra cosa que fenómenos; el poner en duda que el intelecto sea un medio de conocimiento suficiente, merecedor de cierta confianza; el justificar todo filosofar únicamente porque nuestra mismidad más propia –la cual es algo enteramente distinto y muy anterior al intelecto– haya de poseer una vinculación radical con el fondo del mundo: todo eso introduce en el concepto del conocimiento de la verdad un elemento subjetivista, un elemento procedente de lo intuitivo, de los sentimientos, por no decir de los afectos y de las pasiones. Y desde un punto de vista puramente espiritual, intelectual, eso merecería sin duda el reproche de «fanfarronada»; es decir, lo merecería en la medida en que merece esa severa calificación una concepción artística del mundo en la cual participa no sólo la cabeza, sino que participa el hombre entero, con su corazón y con sus sentidos, con su cuerpo y con su alma. El reino de los afectos y de la pasión es, desde luego, el reino de la belleza. Según una ley misteriosa, que vincula el sentimiento a la forma, que hace al sentimiento anhelar siempre una forma, más aún, que le hace ser, en el origen, uno con la forma, según esa ley una imagen del mundo concebida con pasión, una imagen del mundo vivida y sufrida con la totalidad del ser humano llevará en su exposición el cuño de lo bello; no tendrá en sí nada de la sequedad, del aburrimiento que produce a los sentidos la mera especulación intelectual; surgirá como novela del espíritu, como sinfonía de ideas articulada maravillosamente, desarrollada a partir de un núcleo de pensamiento presente por doquier; surgirá, dicho en una palabra, como obra de arte, y actuando con todos los encantos del arte. Y así como, de acuerdo con una gracia y un don antiguos, de acuerdo con un parentesco profundo que existe entre el sufrimiento y la belleza, el dolor se redime en la obra de arte mediante la forma, así la belleza garantiza su verdad.

La filosofía de Arturo Schopenhauer ha sido sentida siempre como una filosofía eminentemente artística, más aún, como la filosofía por excelencia de los artistas. Y no porque sea en tan alto grado, en tan gran medida, una filosofía del arte –de hecho su «Estética» ocupa una cuarta parte de su extensión total–; ni tampoco porque su composición posea una claridad, una transparencia, una coherencia tan perfectas; ni porque su exposición tenga una fuerza, una elegancia, una precisión, un ingenio apasionado, una pureza clásica y un rigor grandiosamente sereno en su estilo literario, cualidades todas ellas que jamás se habían visto antes en la filosofía alemana: todo eso es tan sólo «fenómeno», es tan sólo la necesaria y connatural expresión bella de la esencia más íntima de este pensamiento, de su naturaleza. Ésta es una naturaleza llena de tensiones, una naturaleza emocional, que oscila entre contrastes violentos, entre el instinto y el espíritu, entre la pasión y la redención; es, en suma, una naturaleza artístico-dinámica, que no puede revelarse más que en formas de belleza, que no puede revelarse más que como creación de la verdad. Y esa creación de la verdad es algo personal, algo que convence por la fuerza de su carácter vivido y sufrido.

Y así ocurre que esta filosofía ha encontrado de manera preferente sus admiradores, sus testigos, sus entusiastas adeptos entre los artistas e iniciados del arte. Tolstói llamó a Schopenhauer «el más genial de todos los hombres». Para Richard Wagner –un poeta, Herwegh, fue el primero en llamarle la atención sobre Schopenhauer–, la doctrina de éste significó «un verdadero regalo del cielo», el beneficio más profundo, la vivencia espiritual más iluminadora, más estimulante y productiva que tuviera en toda su vida; fue nada más y nada menos que una revelación. Nietzsche, cuya misión consistió en acercar todavía más el arte y el conocimiento, la ciencia y la pasión, en hacer que verdad y belleza se fundiesen de una manera todavía más trágica y ebria de como las había fundido ya Schopenhauer, vio en éste a su gran enseñante y maestro; siendo todavía joven, le dedicó una de sus Consideraciones intempestivas, la titulada Schopenhauer como educador, y sobre todo en la época en que ensalzaba a Wagner, en la época en que escribió El nacimiento de la tragedia, se movía completamente por los senderos del pensamiento schopenhaueriano. Pero aun después de que aquel gran superador de sí mismo que fue Nietzsche repudiase a Wagner y a Schopenhauer –un repudio que fue un acontecimiento grande y decisivo en la historia del espíritu–, aun después de ese repudio, Nietzsche no dejó de seguir amando, pese a que ya no le estuviese permitido seguir alabando. Y de igual manera que en el Ecce homo –esa obra tardía horrorosamente serena, que fosforece en una última sobreirritación de la soledad– se encuentra una página sobre el Tristán1que no deja sospechar lo más mínimo un distanciamiento y sí, tanto más, una pasión, de igual modo Nietzsche, aquel espíritu tan noble como inmisericorde consigo mismo, rindió hasta su final los más expresivos homenajes al gran carácter que fue el escultor filosófico de su juventud; y puede decirse que el pensamiento y la doctrina de Nietzsche, tras su «superación» de Schopenhauer, fueron más una continuación y una reinterpretación de la imagen del mundo de éste que no una verdadera separación.

La historia del pensamiento schopenhaueriano nos reconduce al manantial del que brota la vida cognoscitiva de Occidente, al manantial del que toman su origen tanto el sentido de la ciencia como el espíritu artístico europeos y en el que ambos son todavía una misma cosa: nos reconduce a Platón.

Las cosas de este mundo, enseñó aquel pensador griego, no tienen un ser verdadero, siempre están deviniendo, pero jamás son. No valen para ser objetos de un conocimiento auténtico, pues éste puede referirse tan sólo a lo que es en sí y para sí y es siempre de la misma manera; mas las cosas de este mundo, por su pluralidad y por su ser meramente relativo, prestado, al que de igual modo se podría llamar un no ser, son siempre tan sólo el objeto de una opinión originada en la impresión sensible. Son sombras. Lo único que es de verdad, lo que es siempre y nunca deviene ni perece, son los prototipos reales de aquellas imágenes de sombra, es decir, las Ideas eternas, las protoformas de todas las cosas. Ellas, las Ideas, no tienen pluralidad, pues todo ser es, por su esencia, único, es precisamente el prototipo, cuyas copias o sombras son nada más que cosas que llevan su mismo nombre, cosas individuales, pasajeras, pertenecientes a la misma especie. Las Ideas no nacen y mueren, como les ocurre a sus copias; las Ideas son ajenas al tiempo, son de verdad, no devienen ni desaparecen, como sus copias efímeras. Por tanto, un conocimiento auténtico lo hay tan sólo de las Ideas, en cuanto ellas son lo que es siempre y en todos los aspectos. Dicho de modo concreto: El león es la Idea; un león es un mero fenómeno y no puede ser, en consecuencia, objeto de conocimiento puro. Es cierto que podría hacerse la objeción, bastante banal, de que sólo la imagen fenoménica del león individual, del león «empírico», nos otorga la posibilidad de obtener conocimientos sobre el león como tal y, en general, sobre el león como Idea. Pero precisamente el subordinar espiritualmente de modo inmediato a la leonitas, a la Idea del león, a la imagen mental pura y universal de éste, la experiencia hecha con la imagen fenoménica individual del león; precisamente el subsumir toda percepción espacial y temporal bajo lo general y espiritual, es decir, una operación abstractiva; precisamente el darse cuenta de que cada realidad es condicionada y transitoria, el profundizar y purificar el mero ver elevándolo a la categoría de intuición de la verdad incondicionada, límpida, eterna, que se halla detrás y por encima de los múltiples fenómenos individuales, y a cuyo nombre atienden éstos; precisamente eso es lo que constituye el desafío filosófico que Platón planteó a la humanidad de su tiempo.

Bien se ve que este pensador supo extraer un significado de gran alcance a la distinción entre el artículo determinado y el artículo indeterminado. De ello hizo una paradoja pedagógica. Pues paradójico es, desde luego, afirmar que el conocimiento sólo puede referirse a lo invisible, a lo pensado, a lo intuido en el espíritu; paradójico es declarar que el mundo visible es una apariencia, un fenómeno, el cual, no siendo nada en sí adquiere significado, adquiere realidad prestada, gracias tan sólo a lo que en él se expresa. La realidad de lo real ¡es únicamente un préstamo de lo espiritual! Esto, o no era nada, o era algo muy desconcertante para el sano entendimiento humano. Pero épater le bourgeois ha sido siempre el gusto y la misión, el altivo martirio del conocimiento en la tierra. Éste ha encontrado siempre su placer y su sufrimiento en poner cabeza abajo el sano entendimiento humano; en invertir la verdad popular; en hacer que la tierra gire en torno al sol, siendo así que, para todo sentir normal, ocurre lo contrario; en desconcertar a los hombres, en embelesarlos y amargarlos, proponiéndoles verdades que se oponen derechamente al hábito de sus sentidos. Pero esto tiene una finalidad pedagógica: la de conducir el espíritu humano a alturas cada vez mayores, la de hacerlo capaz de nuevas hazañas. Y lo que Platón introdujo en el mundo occidental temprano con la interpretación, de tan largo alcance, que dio a la distinción entre el artículo determinado y el artículo indeterminado fue el espíritu de la ciencia.

Evidentemente, es espíritu de la ciencia y es educación para la ciencia el subordinar a la Idea la pluralidad de los fenómenos, el vincular sólo a ella la verdad y la auténtica realidad, el incitar a la abstracción intuitiva, a la espiritualización del conocimiento. Por esta su diferenciación valorativa entre fenómeno e Idea, empiria y espíritu, mundo aparente y mundo de la verdad, temporalidad y eternidad, Platón representa un acontecimiento gigantesco en la historia del espíritu humano. Representa, en primer término, un acontecimiento científico-moral. Todos sentimos que esta potenciación de lo ideal, que es considerado como la única realidad, y es puesto por encima de la apariencia plural y sujeta a la muerte, lleva adherido algo profundamente moral, a saber, la desvalorización de lo sensible en favor de lo espiritual, de lo temporal en favor de lo eterno, exactamente en el sentido del cristianismo que vendrá más tarde. Pues, en cierta medida, los fenómenos mortales y la adherencia de los sentidos a éstos quedan con ello situados en un estado de pecado. La salvación, la verdad encuéntralas tan sólo quien se vuelve hacia lo eterno. Vista desde esta cara, la filosofía de Platón muestra el parentesco y la afinidad que existen entre la ciencia y la moral ascética.

Pero esa filosofía tiene otra cara, y ésta es la cara artística. Según esa doctrina, en efecto, el tiempo es meramente la visión dividida y mutilada que un ente individual tiene de las Ideas, las cuales están fuera del tiempo y son por ello eternas. «El tiempo –dice una hermosa frase de Platón– es la imagen móvil de la eternidad.» Y así esta doctrina pre-cristiana, ya-cristiana, vuelve a ofrecer también, en su sabiduría ascética, un atractivo y un encanto sensual y artístico. Pues la concepción del mundo como una multicolor y móvil fantasmagoría de imágenes que dejan transparentar lo ideal, lo espiritual, posee en sí algo eminentemente artístico. Esa concepción es la que, por así decirlo, hace artista al artista: el artista es alguien a quien, ciertamente, le es lícito sentirse ligado, de manera sensual, placentera y pecadora, al mundo de los fenómenos, al mundo de las reproducciones, porque a la vez se sabe perteneciente al mundo de la Idea y del espíritu, en cuanto mago que hace que el fenómeno transparente la Idea. Aquí se pone de manifiesto la tarea mediadora del artista, su papel mágico-hermético de mediador entre el mundo superior y el mundo inferior, entre la Idea y el fenómeno, entre el espíritu y la sensibilidad. Pues ésa es de hecho la posición cósmica, por así decirlo, del arte. No es posible definir ni explicar de otro modo su extraña situación en el mundo, la lúdica dignidad de su actuación en él. El símbolo de la Luna, ese símbolo cósmico de toda mediación, es peculiar del arte. A la humanidad antigua, primitiva, el astro lunar le parecía, en efecto, notable y sagrado en su duplicidad, en su posición intermedia e intermediaria entre el mundo solar y el terrenal, entre el mundo espiritual y el material. Siendo femeninamente receptiva en relación con el Sol, pero masculinamente engendradora en relación con la Tierra, la Luna les parecía a aquellos hombres el más impuro de los cuerpos celestes, pero el más puro de los terrestres. Sin duda pertenecía aún al mundo material, pero en éste ocupaba el puesto más alto, el más espiritual, el puesto de transición hacia lo solar, y se mecía en la frontera de dos reinos, separándolos y a la vez uniéndolos, garantizando la unidad del Universo, sirviendo de intérprete entre lo mortal y lo inmortal. Mas precisamente ésa es la posición del arte entre el espíritu y la vida. Siendo andrógino como la Luna, siendo femenino en relación con el espíritu, pero masculinamente engendrador en la vida, siendo la manifestación material más impura de la esfera celeste, y la más pura, espiritual e incorruptible de la esfera terrestre, la esencia del arte es la de una mediación mágico-lunar entre ambas regiones. Ese carácter mediador es la fuente de su ironía.

Platón como artista... Retengamos este pensamiento: una filosofía no actúa sólo –a veces es por esto por lo que menos actúa– por su moral, por la doctrina sapiencial que ella vincula a su interpretación y vivencia del mundo, sino que actúa también y en especial por esa vivencia misma. Por lo demás, lo esencial, lo primario, lo personal en una filosofía es esa vivencia y no el añadido intelectual-moral de la doctrina salvífica y sapiencial. Queda mucho cuando de un filósofo se resta su sabiduría; y malo sería que no quedase nada. Nietzsche, el discípulo apóstata de Schopenhauer, compuso estos versos a su maestro:

Was er lehrte, ist abgethan.

Was er lebte, bleibt bestahn.