Olas de placer - Tawny Weber - E-Book
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Olas de placer E-Book

TAWNY WEBER

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Beschreibung

Lo único que quería Drucilla Robichoux, una científica adicta al trabajo, era experimentar un sexo increíble al menos por una vez en su vida. Por eso se puso rumbo a México en busca de algo de diversión. Y encontró el perfecto compañero de juegos en el sexy instructor de surf, Alex. Su juguete temporal le enseñó a cabalgar las olas, pero también… ¡la lanzó a los clímax más intensos que había tenido en su vida! Pero toda aventura vacacional tenía un final, y cuando Dru volvió a casa decidió guardarse esa deliciosa fantasía en sus más traviesos recuerdos y volver a ser una mujer contenida y seria. Por eso fue un impacto para ella llegar al trabajo el lunes por la mañana y descubrir que su amante secreto era ¡su nuevo jefe! y que seguía muy interesado en cabalgar la gran ola junto a Dru.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Tawny Weber

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Olas de placer, n.º 79 - noviembre 2014

Título original: Riding the Waves

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Pasión y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-5558-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

1

—¿Y? ¿Qué tal fue tu cita?

Drucilla Robichoux se quedó paralizada con la cucharada de yogur de limón a medio camino de la boca. Se había estado temiendo la pregunta.

Arrugando la nariz, miró a su alrededor en la sala de almuerzo del laboratorio. La luz del sol, que se filtraba por la típica niebla de San Francisco, iluminaba pálidamente el espacio vacío. Al no ver escapatoria, ni afortunadamente nadie que pudiera oírlas, suspiró, relamió el yogur de la cuchara y se preparó para confesar.

—Creo que será mejor que me vaya despidiendo de los hombres —admitió a su mejor amiga y científica como ella, Nikki Hanson—. Este es el sexto experimento de citas fallido de este año. Y eso que solo estamos en agosto.

—No puedo decir que me sorprenda. Aún no me puedo creer que hayas tenido más de una cita con el doctor Nervioso —dijo Nikki mientras se terminaba el sándwich de pastrami. Se refería a Bryan Smith-Updike, un médico del Laboratorio Lawrence Livermore y acompañante de Drucilla durante los cuatro últimos sábados. Los tres primeros habían ido al teatro, a la ópera y a la Academia de Ciencias de California. Se había aburrido como una ostra, pero no tanto como durante el encuentro sexual que había marcado su cuarto fin de semana.

—No nos fue muy bien —admitió Dru—. Ese tipo no dejaba de jadear.

—Pues eso es aún peor que el que se quedaba sin respiración. ¿Cómo se llamaba? ¿El científico loco Maxwell?

—No, ese era el que contaba. Ya sabes, para dentro dos tres. Para fuera, dos tres. El que se quedaba sin respiración era el bioquímico con el que salí el año pasado.

—¿A lo mejor lo del jadeo es un paso al frente? —le preguntó Nikki con expresión de duda—. Pero al menos el doctor Nervioso por fin se ha decidido a bajarse los calzoncillos, ¿eh?

—Por desgracia —confirmó Drucilla con una mueca de disgusto. Resopló, apartó el yogur, al que aún le quedaban unas cucharadas, y abrió su bolsa de verduritas cortadas.

Lamentaba mucho la triste verdad: su vida amorosa se encontraba en una espiral de desastres sin fin.

Drucilla quería que le encantara el sexo; mejor aún, ansiaba una vida sexual que mereciera la pena querer. Creía con firmeza en mantener un saludable equilibrio entre cuerpo y mente. Su mente era brillante y trabajaba para que su cuerpo también lo fuera. Comida sana, ejercicio regular. ¡Y sexo, maldita sea! Había leído infinidad de estudios que decían que el sexo regular y satisfactorio era importante para la salud. Y ella se lo estaba perdiendo.

¿Tal vez la autosatisfacción podía ser suficiente si incrementaba el consumo de betacarotenos?

—¿Entonces la cita no fue bien? —insistió Nikki, claramente queriendo los detalles más sucios.

Drucilla se metió un tomate cherry en la boca y se planteó esquivar la pregunta, pero entonces se encogió de hombros y respondió:

—Oh, bueno, para él sí que fue bien —dijo después de tragar—. De perlas, en realidad. ¿Recuerdas que te dije que Bryan estaba frustrado con los cálculos en los que ha estado trabajando? —esperó a que Nikki asintiera antes de continuar—. Bueno, pues ha tenido un gran avance. Lo estábamos haciendo y de pronto gritó «¡Eureka!», se bajó de la cama, agarró los pantalones y sacó una libreta y un boli.

Dru sonrió al ver el gesto de sorpresa de Nikki.

—Sí, estaba tan emocionado de haber descifrado ese código matemático que ni se inmutó cuando le eché de casa antes de que se hubiera podido abrochar los pantalones.

Aún boquiabierta, Nikki sacudió la cabeza como compadeciéndose.

—¿Pero cómo encuentras a estos tipos?

—Es un don.

—Creo que este es peor que aquel premio Nobel con el que saliste que llevaba una foto de Albert Einstein en la cartera junto a un preservativo.

—Y durante el sexo insistía en sacarlos a los dos —añadió Dru arrugando la nariz ante el recuerdo—. Lo del preservativo lo agradecía, pero por desgracia el único de los tres que acababa teniendo pinta de haber tenido sexo salvaje era el viejo Albert. Debe de ser por el pelo.

Y solo a Nikki le confesaría algo así. Años y años mudándose de un lado a otro, mientras sus padres huían de acreedores, y la timidez innata de Dru le habían puesto difícil hacer amigos. Incluso había cambiado cuatro veces de facultad y había tenido que tener tres trabajos para pagar la matrícula y vivir en casa para ahorrar gastos.

Pero cuando había llegado a Trifecta, Nikki la había acogido bajo su ala. Ahora era su mejor amiga y una de los pocos compañeros de trabajo con los que también se relacionaba socialmente. El laboratorio, National Physics Trifecta, lo formaba un grupo de expertos especializados en las tres ramas de la física: astro, nuclear y cuántica. Mientras que Dru era astrofísica, Nikki, a pesar de sus dulces hoyuelos y sus perfectos rizos negros, era conocida como la mujer de hierro del laboratorio de física cuántica.

No solo pertenecía a un departamento distinto, sino que Nikki era casi de una especie distinta. Optimista, extravertida y con una figura curvilínea que hacía volver las cabezas de todos los hombres; esa morena era el polo opuesto a Dru.

Rubia, fría y algo reprimida, Dru sabía que daba aspecto de haber levantado una barrera ante los demás. No lo pretendía, pero no parecía capaz de cambiar ese rasgo, así que había tenido que encontrar un modo de que eso funcionara a su favor. Había terminado por descubrir que, si mantenía la cabeza bien alta y recordaba hacer, al menos, un comentario simpático al día, todo marchaba bien. Ahora todos en el laboratorio pensaban que simplemente era una persona reservada con un sentido del respeto y la deferencia poco habituales dada su edad y su puesto carente de liderazgo.

Y para mantener ese respeto, era vital que todos los detalles de su lamentable vida amorosa permanecieran en privado.

Ayudaba que el laboratorio tuviera unas reglas de relaciones interpersonales muy estrictas. Estaba bien hacer amigos, pero tener citas no estaba bien visto. No es que Dru se hubiera planteado nunca salir con nadie con quien trabajara. Había visto fracasar demasiadas relaciones y, por alguna razón, aunque el hombre acababa saliendo con su carrera intacta, la mujer siempre acababa pagando un precio.

Porque nada, ni siquiera su timidez o la carencia de orgasmos generados por un compañero, se interpondrían en la seguridad de su trabajo. No podía permitírselo y, hasta el momento, esa estrategia le había estaba funcionando bastante bien.

Ahora lo que tenía que hacer era lograr que su vida amorosa funcionara también.

Tras años de malas relaciones, por fin había decidido enfocar el mundo de las citas como una hipótesis. Con cuidado, elegía a hombres que eran intelectualmente iguales a ella basándose en la premisa de que todos tenían el mismo equipamiento y el mismo instinto. Dado que el cerebro era la mayor zona erógena, estaba segura de que la estimulación intelectual era tan vital como la del clítoris a la hora de lograr una satisfacción sexual.

Al menos, había estado bastante segura de ello. Era muy complicado poner a prueba una teoría si todos los tipos con los que salía tenían las habilidades sexuales de un friki de instituto con fetichismo por la National Geographic.

Eso bastaba para hacer que una mujer se replanteara su hipótesis.

—De acuerdo, así que el sexo ha sido un poco… bueno… asqueroso. ¡Pero no renuncies a los hombres! —dijo Nikki con una forzada alegría—. ¿Qué pasa con Kyle, el nuevo del laboratorio? Es muy mono, aunque parezca un poco friki con esas gafas de pasta.

Dru estaba sacudiendo la cabeza antes de que Nikki llegara a terminar la frase.

—Y además es un compañero. Ya sabes lo que opina el doctor Shelby sobre la confraternización. Si empezara a salir, o peor, si empezara a tener relaciones sexuales penosas con los tipos de por aquí, se correría la voz y mi vida privada serviría de pasto para los cotilleos alrededor de la fuente de agua. Y a cada éxito profesional que tuviera, la gente se preguntaría con quién me he acostado para alcanzarlo.

Nikki se la quedó mirando intentado encontrarle un fallo a esa excusa, pero finalmente se encogió de hombros y dijo:

—No tenemos fuentes de agua.

Dru elevó la mirada.

—Mira, ¿por qué no pasas de los frikis y te buscas un tío bueno? —le sugirió limpiándose la boca antes de abrir una bolsa de kikos. A Dru se le hizo la boca agua, aunque no supo si por los kikos o por la imagen de un tío bueno.

Ignorando la baba que se le acumulaba en las comisuras de los labios, se recordó los casi dos kilos y medio que llevaba intentando perder desde Año Nuevo y preguntó:

—¿Porque el aburrimiento contribuye a unos preliminares pésimos?

Lo cual sabía de antemano, ya que los últimos tres tipos con los que había salido casi la habían hecho quedarse dormida con los preliminares. Y ella era la primera que sería un aburrimiento para un pobre chico que no hablara de ciencia. Todo se debía al tema de la timidez. Si hablaba de trabajo, todo iba bien. ¿Pero si se trataba de una charla social? A dormir.

—Oh, Dios mío, Dru. ¿Qué tiene que hacer un chico? ¿Hablar sobre la teoría de la relatividad mientras se te echa encima? Tienes que desconectar tu cerebro de tu…

—De acuerdo —Dru interrumpió a Nikki antes de que pudiera empezar a nombrar partes de su anatomía—. Te entiendo. Pero no estoy de acuerdo. Creo que, a menos que tengamos intereses comunes, no tiene sentido salir con nadie o tener relaciones… sexo pésimo… con un tipo.

—Hay más cosas sobre las que hablar que la ciencia —le dijo Nikki, cuya frustración se reflejaba en su ceño fruncido y su tono de voz.

Dru no estaba dispuesta a abrir la puerta a una conversación sobre sus habilidades sociales. La última vez que lo había hecho al mencionar que no sabía bailar, Nikki la había obligado a pasar doce sábados en clubs de baile.

—Mira, de todos modos no tengo tiempo para investigar tipos con los que salir —protestó dejando claro con su tono que preferiría que la ataran desnuda a la torre de astronomía durante una visita pública—. Sabes que estoy trabajando cincuenta horas semanales, ayudo a mi madre los fines de semana, el proyecto de la cuerda cósmica empieza el mes que viene y en cuanto me concedan la subvención —lo daba por hecho, ella no se planteaba nunca el fracaso—, estaré tan ocupada que no tendré tiempo ni de masturbarme, así que mucho menos de salir con nadie.

—Una mujer siempre tiene tiempo para masturbarse —dijo Nikki.

Dru se encogió de hombros y le dio un mordisco a su palito de zanahoria.

—Así que… —empezó a decir Nikki mientras se limpiaba las manos en la servilleta.

—¿Así que… qué? —preguntó Dru sin gustarle nada el brillo en la mirada de su amiga.

—Así que… tengo una idea.

Como haría si un alumno estuviera a punto de dar una teoría astrológica a medio cocer, Dru cruzó las manos sobre la mesa, frunció el ceño y le lanzó a Nikki una mirada paciente como diciéndole «estás loca».

—Tómate unas vacaciones.

¡Vaya! No eran tanta locura.

—Ve a algún lugar que esté totalmente alejado de aquí y que sea completamente relajante.

Se imaginó la arena, las olas y el sol. ¿No sería maravilloso?

—Umm, puede que este verano reserve plaza en un crucero o algo así —murmuró. Una semana entera llena de sandalias, comida rica, biquinis y pareos mientras leía junto al agua. El paraíso—. Siempre he querido visitar Cancún o tal vez las Bahamas.

—No. Ahora. La semana que viene, antes de que tu agenda se vuelva una locura con las entrevistas para la subvención, la conferencia y ese proyecto que te tendrá trabajando setenta horas a la semana.

Sobraba decir que Nikki estaba segura de que Dru pondría excusas para no irse de vacaciones, pero el mensaje estaba claro.

Antes de que Dru pudiera decir nada, Glenn Shelby, el director de Trifecta, entró en la sala de almuerzo. Ese hombre era el epítome del entusiasmo, ¡siempre! Su actitud de que nada era imposible debía servir como inspiración para sus equipos y la mayoría de ellos quería echarle píldoras para dormir en su zumo de frutas del desayuno.

Dru los miró a los dos y posó la mirada en su jefe, que estaba haciendo su ronda habitual de alegres saludos del almuerzo.

—No —vocalizó dirigiéndose a Nikki y sintiendo una fuerte tensión en los hombros. La carretera al éxito no podía compatibilizarse con vacaciones repentinas y causarle inconveniencias al jefe.

Nikki, por supuesto, la ignoró.

—Glenn, Dru necesita unas vacaciones.

—¿Vacaciones? ¿Ahora?

Bueno, eso sin duda acabó con el entusiasmo con que el hombre estaba hablando de las maravillas de tomar zumos de naranjas recién exprimidas.

Dru tuvo que controlarse para no llevarse las manos a la cara y, con un casi silencioso bufido de protesta, miró a Nikki.

—No se preocupe, doctor Shelby. Sé que ahora mismo estamos demasiado ocupados. Y Nikki también lo sabe.

Nikki ni siquiera tuvo la decencia de lanzarle una mirada de disculpa antes de empujarla por el precipicio.

—Glenn, sabe que Dru está llevando el proyecto de la cuerda cósmica que se presenta el mes que viene. Es vital que hagamos una buena presentación por el bien de Trifecta, ¿no? —Nikki no esperó a que respondiera e ignoró la mirada con que Dru intentaba fulminarla, simplemente continuó—: Pero ahí está la cuestión. Creo que nunca se ha tomado unas vacaciones. ¿No decía usted mismo la semana pasada que una mente descansada es una mente que está alerta?

El director miró a Dru a través de esas gafas bifocales que llevaba en su cabeza ahuevada y al instante su visión rayos X localizó cómo se estaba deteriorando su salud.

—Sí, sí, bien dicho. Queremos que todo el mundo esté en plena forma el mes que viene. Todos los departamentos van a lanzar proyectos importantes, pero el tuyo es el más importante de todos, Robichoux. Después de todo, no todos los años recibimos a un invitado tan distinguido como A. A. Maddow para llevar un proyecto.

Dru, ayudante de dirección de proyectos, quería protestar. Por primera vez era jefa de proyecto, pero el éxito tampoco se conseguía actuando como una diva, así que se calló y le lanzó a Nikki una gélida mirada. Su amiga sonrió.

—Le recomiendo encarecidamente Los Cabos si está buscando un destino de playa —le dijo el doctor Shelby mientras sacaba del microondas su saludable almuerzo e iba hacia la puerta—. A.A. me lo recomendó cuando lo contraté. Y tenía razón, como siempre. Los Cabos resultó ser un lugar relajante y rejuvenecedor. Disfrutarás mucho.

Y con eso se marchó.

A.A. Maddow era la estrella del rock del mundo de la ciencia. Un nominado a los Premios Wolf y brillante físico, iba a trabajar junto a Drucilla durante los próximos tres meses. Al parecer, para Glenn su aportación era vital para clarificar la teoría de Dru y convencer al comité de la subvención de que merecía la pena invertir enormes sumas de dinero en un pequeño laboratorio como Trifecta.

—No me puedo creer que hayas hecho eso —dijo Dru recogiendo los restos de su almuerzo.

—Me lo puedes agradecer con un bonito souvenir —le respondió Nikki con una amplia sonrisa.

—¿Agradecértelo? Más bien me gustaría pegarte —le contestó Dru sin poder controlarse. Respiró hondo y después añadió con su tono más razonable—: Tengo responsabilidades y compromisos, Nikki. No tengo tiempo para beber margaritas y darle a la playa.

—La playa no es lo único a lo que quiero que le des —dijo Nikki frunciendo el ceño. Dru supuso que esa debía de ser la mirada con la que mantenía a raya a su flamante y macizo marido—. Necesitas un hombre.

—¿No es ahí donde ha empezado esta conversación?

—Necesitas un hombre que esté bueno. Un tío macizo que te genere un orgasmo a primera vista.

A Dru se le cortó la respiración al imaginarlo.

—No, lo único que quiero es relajarme —protestó. Y al no querer contemplar algo tan típico como una aventura amorosa de vacaciones, se levantó y fue a tirar los restos de su almuerzo al cubo de la basura como si quisiera librarse de la tentadora imagen que Nikki le había metido en la cabeza.

—¿Qué es más relajante que una escapada sexual desinhibida? —le preguntó su amiga.

¿Y dónde mejor para tener una escapada sexual que alejada de su trabajo y de las normas que rodeaban su vida?

Dru se acercó al lavabo para lavarse las manos y su piel, que por un momento pareció estar en llamas, se refrescó. Observaba cómo caía el agua mientras su mente se llenaba de imágenes de unos ardientes encuentros sexuales en la playa con un tipo bien musculoso.

—No puedo marcharme deliberadamente para tener una aventura —murmuró.

—¿Por qué no? Tienes que quitarte esa manía de hacértelo solo con cerebritos, Dru. Nada de pruebas de inteligencia, solo atracción sexual pura. Conoces a un tipo que te ponga y te pasas la semana teniendo sexo salvaje con él.

—¿Con qué propósito? —preguntó Dru mientras se secaba las manos y pensaba en las consecuencias de ceder a esa tentación. Si lo hacía lejos del laboratorio, nadie lo vería. Nadie la juzgaría por haber elegido a un tío bueno cuyo único propósito era satisfacer todos sus lascivos deseos. No la tacharían de idiota loca por el sexo que tomaba malas decisiones por anteponer orgasmos de locura que la hicieran gritar. Se quedó sin aliento. ¿Cómo sería un orgasmo de locura que la hiciera gritar?

Dru vio la sonrisa de satisfacción de Nikki y aclaró:

—¿Cuál es el propósito además del sexo?

—¿Es que tiene que haber otro propósito? Por una vez, ve detrás de un tipo que te excite, no uno que te resulte sexy solo porque te hayas tenido que autoconvencer de ello —Nikki esbozó una pícara sonrisa cuando se disponían a aclarar los platos del almuerzo—. Encuentra un hombre al que la estamina le dure toda la noche. Que esté salido y macizo y que venere tu cuerpo.

La imagen se creó en su mente, erótica e intensa. Un semental joven y sin rostro con los músculos cubiertos de aceite y resplandeciendo bajo la luz de la luna tendido sobre su cuerpo mientras hacía realidad todas sus fantasías más lujuriosas. Tragó saliva y cambió de postura, agradecida de que su bata de laboratorio cubriera sus tensos pezones. Invadida por el pánico, miró a su alrededor a pesar de saber que no había nadie más que pudiera oírlas.

Era una locura. Una completa locura.

¿Y qué decía de ella que estuviera contemplando la posibilidad?

Como si sintiera que Dru estaba viniéndose abajo, Nikki posó la mano sobre su brazo y le sonrió.

—Amiga, es hora de que te busques un compañero de juegos.

Dos semanas después, Dru pagaba al taxista y esperaba mientras el botones cargaba sus maletas en el carrito.

Los Cabos, México. Una costa lujosa con el encanto del México del viejo mundo. Playas de arena blanca, el mar de Cortés, brisas marinas y una preciosa vegetación tropical.

La tensión que ni sabía que tenía acumulada en los hombros se esfumó. Lejos de la brisa de San Francisco, Dru se sintió más libre que nunca. Allí nadie la conocía. No tenía que preocuparse de proyectar la imagen correcta, ni de escalar puestos, ni del peso de las responsabilidades familiares que hacían que tuviera que luchar por el éxito sin descanso.

Estaba allí para tomarse un respiro.

El doctor Shelby había ensalzado la relajante atmósfera y las maravillosas vistas.

Y no se había equivocado.

Cuando se vio mirando el trasero del botones, suspiró. Seguro que esas no eran las vistas a las que se había referido su jefe.

Forzándose a mirarlo a los hombros, tan anchos y musculosos como eran, lo siguió hasta el mostrador de recepción.

Treinta minutos después, se había cambiado la ropa del viaje, se había puesto un vestido de tirantes con coloridos motivos florales y se había soltado su larga melena. No obstante, una práctica voz dentro de su cabeza le dijo que se le enredaría el pelo en la playa, pero no le importaba. Suponía que la libertad había que pagarla con unos cuantos enredos.

Salió por la puerta trasera de su bungaló y se quedó sin aliento. Allí, extendiéndose ante ella, estaba la playa más preciosa que había visto nunca. Una arena suave y apetecible se extendía hasta más allá de donde su vista podía alcanzar. Al otro lado, el océano, de un azul oscuro bajo la luz de última hora de la tarde, enviaba espumosas olas blancas hacia la dorada orilla.

Esa sola imagen la llenó de energía. Tal vez fue por la riqueza del color del cielo, de esos tonos morados salpicando los rosas teñidos de naranja mientras el sol se ponía tras el agua. O por la salvaje intensidad de las olas con su salado aroma y sus bramidos que la invitaban a acercarse.

O tal vez fue solo por saber que allí podía hacer todo lo que quisiera. Y lo que quería era sentir el agua entre los dedos de sus pies. Sin molestarse en entrar a por sus sandalias, bajó los escalones de madera que la conducían desde su pequeño patio hasta la aún cálida arena.

Deleitada por la sensación de los diminutos granos moviéndose alrededor de sus pies, fue directa al agua. Cuando estaba a medio camino, lo vio.

Su corazón y sus pies se detuvieron.

Se le secó la boca igual que se secó la arena que llevaba pegada en los tobillos. No parpadeó cuando la suave brisa hizo que mechones de su cabello se le metieran en los ojos; no quería que nada se interpusiera entre esa vista y ella.

¡Oh, Dios mío!

Era increíble. Como un dios del agua, parecía volar sobre las olas. El agua resplandecía sobre su dorada piel como diamantes bajo la decadente luz. Brazos extendidos, bíceps centelleando mientras él mantenía el equilibrio sobre su tabla de surf. ¿Era real? ¿O solo un producto de su lujuriosa imaginación? ¿La manifestación de todas sus fantasías sexuales? Se le entrecortó la respiración. Temía parpadear por miedo a que desapareciera.

Sus dedos ansiaban tocar ese torso desnudo, recorrer el vello negro que resaltaba perfectamente sus bien formados músculos. Lo miró según se acercaba más a la orilla y observó cómo doblaba las rodillas para montar la ola hasta llegar a la playa.

Los surfistas tenían algo increíble. Siempre los había imaginado como unos temerarios, capaces de enfrentarse a lo que fuera que la vida les deparara y superarlo con éxito.

¡Y vaya control muscular! Ese era el tipo de hombre que podía hacerle el amor contra una pared a una mujer sin que esta se cayera mientras se recostaba sobre él invadida por un esplendor orgásmico.

¿Era real? ¿O tal vez su depravada mente había conjurado al hombre perfecto para satisfacer sus lujuriosos deseos?

A unos diez metros, lo vio cruzar la arena y así de cerca pudo ver lo joven que era. Unos veinticinco como mucho. Las ondas negras de su pelo caían alrededor de su precioso rostro haciéndolo parecer un dios griego que había cobrado vida.

Se detuvo ante la caseta de surf y marcó un código antes de abrir la puerta y guardar su tabla. Lo hizo con tanta naturalidad que estaba claro que no era un huésped. ¿Trabajaba en el puesto de surf? ¿O en el hotel?

Hiciera lo que hiciera, estaba claro que estaba fuera de su alcance. Aunque tampoco es que eso importara. No era nada probable que una monada como él pudiera interesarse por una científica casi treintañera con ansiedades sociales y deseos sexuales reprimidos.

Deseos que no había tenido ningún problema en ignorar hasta que Nikki la había fastidiado con sus ridículas ideas. Dru no tenía ni idea de cómo flirtear, de cómo atraer a un hombre, ¡y menos a un hombre como ese! Por mucho que Nikki hubiera sugerido, ella no había ido allí en busca de una aventura.

Pero ahí estaba ese hombre. El más increíble que había visto nunca. Un hombre que no pararía en mitad del acto, sino que sabría cómo hacer gritar de placer a una mujer y hacerle suplicar más.

Y en ese momento él se giró y sus ojos se toparon. Dru se quedó sin aliento, se le quedó atascado en algún punto entre sus pezones erectos y su boca seca, mientras él la hacía prisionera con su mirada y con una media sonrisa adorable y encantadoramente infantil.

Y echó a andar hacia ella. Paralizada en la arena, Drucilla no sabía si echar los hombros atrás, sacar pecho y sonreír seductoramente o darse la vuelta y salir corriendo.

2

Alex Maddow sacudió la cabeza y su pelo salpicó unas cuantas gotas de agua. La euforia de haber montado las olas aún le recorría el cuerpo. Se llenó los pulmones con el salado aire de la noche y soltó un profundo suspiro de satisfacción.

No había nada como surfear al atardecer. Los colores del cielo, la sensación del aire refrescando y sacudiendo su cuerpo mientras él volaba sobre el agua. «Increíble» era la única palabra aplicable. ¡Qué bien se sentía!

Y entonces la vio. Allí, una resplandeciente joya contra el prístino adobe blanco del hotel. ¡Eso sí que era increíble! Simplemente asombrosa. A pesar de los efectos del agua fría, sentía que se había excitado. Imágenes de cuerpos desnudos le llenaron la mente acompañadas de gemidos entrecortados y un exquisito placer.

Él no era un hombre que se negara sus deseos sexuales, aunque normalmente conocía el nombre de una mujer antes de planear las muchas formas distintas en que disfrutaría de su cuerpo. Pero, claro, jamás había experimentado esa intensa e instantánea lujuria a primera vista por una mujer.

Estrechó la mirada. Le recordaba a una de esas princesas élficas sobre las que su madre solía contarle cuentos… y de las que siempre se había enamorado. Altas y esbeltas y con unos rostros angulosos que llamaban la atención. Una melena rubio platino ondeaba alrededor de sus hombros como una capa de seda. El recato del vestido de tirantes desentonaba con los intensos motivos turquesa y rosa. Sus pies desnudos se hundían sensualmente en la arena.

Una lenta sonrisa de expectación curvó los labios de Alex. Era como si fuera justo lo que tenía que pasar: salir eufórico del agua y toparse con esa tentación. Jamás se había podido decir que Albert Alexander Maddow no aprovechara la oportunidad cuando el destino se la colocaba justo delante de las narices, y menos una oportunidad que le robaba el aliento y le llenaba la mente con un desafío sexual.

Cruzó la arena hacia ella apartándose de la cara sus rizos mojados. Cuanto más se acercaba, más intrigado estaba. No solo por su físico, sino por el modo en que estaba mirándolo, como si no pudiera decidir si era un loco asesino del hacha o cómo sabría cubierto de chocolate.

A juzgar por la posición de su barbilla y por la postura de su cuerpo, alzando un hombro y cruzándose de brazos, estaba claro que se veía capaz de manejar la situación. Alex sonrió. No había nada más sexy que una mujer segura de sí misma.

Y de cerca estaba aún mejor. Sus cejas, unos tonos más oscuras que su pelo, marcaban un fuerte arco sobre unos ojos tan azules que eran casi de color violeta bajo la puesta de sol. Su boca era estrecha y el labio superior algo más grueso que el inferior. Quería mordisquear ese labio, deslizar la lengua sobre él y ver si era tan delicioso como parecía.

¿Alguna vez se había sentido tan intensamente atraído? No podía recordarlo y tampoco le importaba. Después de todo, lo único que importaba era ese momento y esa mujer.

—Una maravilla —murmuró cuando se encontraba a escasos metros de ella. Sus rasgos no resultaban excesivamente hermosos por separado, pero juntos eran impactantes. Alex ansiaba deslizar los dedos sobre su cuello hasta los senos, que apretaban el algodón de su vestido.

—¿El surf? —preguntó ella tras vacilar un instante. Incluso su voz era sexy. Con un tono bajo y algo ronco, nada que ver con su etérea apariencia.

—Las vistas —aclaró él sintiendo que ella no agradecería un flirteo excesivo. Era un hombre que se enorgullecía tanto de su intuición como de su inteligencia.