Omar el niño cangrejo - Víctor Álamo de la Rosa - E-Book

Omar el niño cangrejo E-Book

Víctor Álamo de la Rosa

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Beschreibung

Novela infantil para mayores de 10 años del consagrado autor canario Víctor Álamo de la Rosa que enamorará a niños y adultos. Ambientada en la mágica isla de El Hierro nos enseña conceptos tan importantes como amar a la naturaleza y la integración de personas diferentes. SINOPSIS: Omar es un niño que está convencido de que es el hijo del mar porque tiene un brazo que parece una pinza de cangrejo y porque tiene extraños poderes, como hablar con las olas y los peces o respirar bajo el agua. Disfruta de una vida apacible y divertida en El Hierro pero pronto comienzan los líos con otros muchachos y se verá envuelto en un misterio, hasta el punto de que se verá obligado a luchar contra los terribles conjuros de un extraño brujo para poder recuperar su vida y, sobre todo, a su novia, lo más importante para él. Atrévete a descubrir está historia de amor y aventuras que nos lleva a una gran sorpresa final donde realidad y ficción se dan la mano, acompaña al narrador en su viaje y bucea con Omar por las cristalinas aguas de La Restinga. HASTAG: #Omarelniñocangrejo

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© Título: Omar, el niño cangrejo.

© Víctor Álamo de la Rosa

ISBN: 978-84-944982-5-2

Depósito Legal: GC 83-2017

Primera edición: Marzo 2017

Edición: Editorial siete islaswww.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina

Ilustración portada: Ana Macías

Maquetación: David Márquez

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#omarelniñocangrejo #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

Para mi hijo Pablo,

este herreño recreo de mi infancia.

El Hierro, 2017, Año de Bajada.

La curiosa historia de Omar, el niño cangrejo, me la contó mi abuela Marina Jacobina el otro día, cuando fui a buscarla en mi coche al aeropuerto de El Hierro para trasladarla al pueblo de La Restinga, que estaba situado al sur de la isla. Me la contó como si nada, como si no fuera del todo extraordinario lo que decía. Vamos, que ella me la relató como si fuera verdad. Yo no sabía si hacerle caso o no, porque hace años que viene quedándose ciega, y su memoria ha ido refugiándose en el pasado, en un pasado muy remoto que más bien está en su imaginación, creo yo, porque dudo mucho de que lo que ella cuenta como vivencias suyas, como hechos que ella contempló, realmente lo sean. En fin, no sé, la verdad es que me cuesta creerla y, además, tampoco es tan vieja. Pero es mi abuela y la quiero muchísimo, porque siempre me hace unas meriendas muy ricas, casi tan sabrosas como sus cuentos.

Lo cierto es que mi abuelo Manolo me dice que no le haga mucho caso porque “a tu abuela le está patinando la cabeza”, así dice, que a mi abuela Marina Jacobina se le va la olla, así, de vez en cuando, y que mezcla recuerdos y fantasías a troche y moche y sin ton ni son, vaya, porque el médico le dijo que padecía el mal de Alzheimer, pues eso, una enfermedad rara que hace que los recuerdos resbalen en la memoria, y que los tiempos y los años se mezclen a más no poder, a lo loco, sin orden ni concierto.

Mi abuela Marina Jacobina ya tiene noventa y tantos, no sé bien cuántos años, pero yo acabo de cumplir los dieciocho y ya tengo el carné de conducir. Mola. Y mucho. Me lo saqué a la primera porque esto de conducir coches es lo mío. Me encanta. A mí se me da requetebién todo lo que tenga motor, ya sean coches o motos e, incluso, motos acuáticas. Pero lo que quería decirte, de pronto es que me voy por las ramas, es que cuando mi abuela Marina Jacobina empezó a hablarme de una tal Lupe, a quien le decían la boba del pueblo, fue como si la tuviera delante, allí mismo, y pudiera verla, como si el cristal delantero del coche fuera una enorme pantalla de cine y se hubieran apagado las luces porque la película iba a comenzar y la carretera hubiera desaparecido para llevarme a un espacio lejano, repleto de leyenda, a un lugar lleno de brumas a pesar de ser un pequeño poblado junto al mar.

Porque Lupe, la boba del pueblo, estaba embarazada, pero muy muy embarazada, porque tenía los nueve meses cumplidos y su barrigona parecía un globo, de tan hinchada, un globo que si no fuera por el peso del hijo sería capaz de inflarse hasta levantarla del suelo y llevarse a Lupe por las nubes, a la estratosfera, por allá por detrás del mismísimo cielo, lejos lejísimo. Vamos, como si fuera una cometa.

Al parecer, Lupe se había alejado del pueblo para ir a mariscar lapas a la playa de Arenas Blancas, pero no hizo sino agacharse un par de veces en busca del preciado molusco para que unos pinchazos tremendos en el vientre la avisaran de que el parto era inminente, de que su hijo estaba listo para venir al mundo. Digamos que ya estaba tocando a la puerta y que tenía muy claro que quería entrar de todas todas. Primero, pobrecilla, se sintió confusa, no sabía qué hacer. No podía volver al pueblo, en ese estado no le daría tiempo, y además prefería dar a luz a solas, sin nadie que la molestara, sin curiosos acechándola. Miró a su alrededor buscando un lugar donde parir con un mínimo de comodidad y vio un chiquero, una de esas pocilgas donde guardan a los cerdos. Estaba hecho de piedras volcánicas, aprovechando la entrada de una pequeña cueva, y estaba alfombrado con pinocha, hojas secas de pinos que parecían formar un colchón, y con arena blanca procedente de la playa cercana. Lupe creyó que sería un lugar apropiado para dar a luz a su hijo, quien seguía dando porrazos en las paredes de su vientre. Fuerte sí que va a ser, a juzgar por las patadas y manotazos que da, pensó Lupe. Caminó rápido, agarrándose la barrigota como buenamente podía, y echó un vistazo superficial al chiquero, por si acaso había por allí algún cerdo. Pero no. Se los habrían llevado, pensó. Decidió entrar y recostarse sobre la pinocha, cómodamente, concentrando todo su pensamiento y todas sus fuerzas en las ganas de dar a luz. Dolía, la verdad es que dolía. Y mucho. Lupe era incapaz de sentir alguna otra cosa.

Y por eso tampoco sintió dos pequeños ojos que brillaron amenazadores, que se movieron allá, hacia el final de la gruta, y que fueron a clavarse en ella, en esa intrusa a punto de ser mamá que había usurpado su hogar. Pero está oscuro, no vemos bien, no conseguimos distinguir con claridad qué demonios se oculta allí. Quizás fuera un perro salvaje o un gato, quizás un cochino, agazapado, escondido en el fondo negro de la cavidad. No se ve bien.

Pero Lupe tampoco puede verlos, no ve esos ojazos saltones y amarillos. Ella mira hacia el techo de la covacha y a menudo cierra sus propios ojos porque el parto duele, parte su cuerpo en dos mitades, la que padece el nacimiento y grita dolor, y la que anuncia, también a gritos, felices sentimientos de maternidad. Reúne todas sus fuerzas para lograr ese último empujón, fuerte, fuerte, vamos, vamos, y Omar, de pronto, sin más dudas, nace, anunciándose con un lloro que hace llorar de alegría a su madre Lupe, sudorosa, agotada. Lupe respira hondo para coger resuello y corta el cordón umbilical con la navaja que estaba utilizando para mariscar las lapas: por fin contempla embelesada la cara redonda de su hijo, su primer hijo. Las palabras no sirven para describir el tamaño de su amor, un amor grande, glotón, venido desde la raíz más primitiva del ser humano, como del principio del principio. Así amamos a los hijos. Desde la raíz. La escena es cálida porque Lupe desprende calor, el bebé está calentito, el amor enorme que los une también arde, chisporrotea la alegría.

Omar, así va a llamarse este niño grandote que acaba de nacer, abre sus ojuelos apretados para ver a la madre. Hace muecas graciosas, sonrientes. Está contento. Ya no llora, sino que mueve sus bracitos y sus piernecillas como reclamando el abrazo de mamá. Se siente seguro. Está recostado sobre la pinocha, feliz, ajeno al peligro que se abatirá sobre ellos. Ya. Enseguida. Pronto.

Unos ojos se enfurecen dentro de la oscuridad de la cueva y la rabia los vuelve más amarillos.

Y ahora se oyen los chillidos histéricos de una bestia, de un animal grande trotando hacia ellos desde el fondo de la cueva. Porque el monstruo viene con la boca abierta y de repente no es un monstruo ni un perro salvaje, sino un enorme cerdo hambriento que abre su boca y enseña sus dientes mordiendo a izquierda y a derecha hasta que encuentra en su camino el brazo recién nacido de Omar, pobrecillo, y muerde con hambre hasta arrancárselo de una sola dentellada.