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"Cásate conmigo, véndeme el anillo y esta noche te sacaré de aquí en mi avión privado". Nate Brunswick, magnate del sector hotelero, perdió la fe en el matrimonio por culpa de su padre. Sin embargo, fue a buscar el anillo que su querido abuelo le había pedido que recuperara y él, el Di Sione ilegítimo que odiaba las bodas, ¡se encontró comprometido! Mina Mastrantino, la atractiva poseedora del anillo, solo podía venderlo una vez casada. Casarse sería rápido y anular el matrimonio más rápido todavía... pero el futuro les ofreció mucho más de lo que habían previsto.
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Seitenzahl: 244
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Books S.A.
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Orgullo y desprecio, n.º 131 - agosto 2017
Título original: A Deal for the Di Sione Ring
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-018-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LA riqueza y opulencia de la legendaria Costa Dorada de Long Island era como un viaje en el tiempo a las fortunas ancestrales, a los escándalos y al glamur inmortalizados en la novela estadounidense. Las grandes dinastías surgidas de la revolución industrial habían construido mansiones y castillos a lo largo de esa hermosa y abrupta franja de la costa norte con jardines que podían rivalizar en esplendor con los europeos, habían competido entre sí para ser la joya más resplandeciente de la Costa Dorada. Sin embargo, como pasaba con muchos símbolos de aquellos tiempos ostentosos, poco quedaba de aquel esplendor, solo algunas de esas mansiones inmensas quedaban en pie. Hasta la villa del legendario magnate naviero Giovanni di Sione, construida a finales del siglo XIX como una residencia de verano para recibir a clientes e inversores, se había renovado de arriba abajo hasta convertirse en un símbolo de la arquitectura moderna.
La ostentosa exhibición de riqueza, el casi palpable olor a dinero de toda la vida, tenía algo de irónico para Nate Brunswick mientras conducía su Jaguar por el camino sinuoso que llevaba a los terrenos de la residencia Di Sione. Podría comprar varias veces la Costa Dorada con la fortuna que había amasado y sumarla al imperio de propiedades inmobiliarias que tenía por el mundo, pero, aun así, no se sentía en integrado. Era una lección que había aprendido por las malas. Las viejas heridas no se curaban ni con todo el dinero del mundo. Los nuevos ricos solo serían eso en Nueva York, unos intrusos que nunca se integrarían. La sangre nueva podría mezclarse con la sangre azul, pero nunca tendría la misma categoría en la mentalidad colectiva de la élite. Era una verdad que él añadiría a los Diez Mandamientos. «No aspirarás a entrar en nuestro reino. Nunca ha sido el tuyo ni nunca lo será».
Detuvo el Jaguar delante de la villa de su abuelo con un chirrido desafiante del los neumáticos. La imponente fachada de la villa resplandecía al sol del atardecer y la luz resaltaba los elegantes arcos y el tejado de distintos niveles. Sintió una opresión en el pecho. Ese sitio siempre le inspiraba toda una serie de sentimientos complejos que se habían ido formando a lo largo de décadas, pero ese día era como si quien organizaba desde las alturas esa partida de ajedrez que era la vida le hubiese arrancado el corazón. Su abuelo estaba muriéndose de leucemia y él había viajado mucho últimamente, había estado supervisando el imperio que tenía diseminado por el mundo y había tenido poco tiempo para su mentor, la única figura paternal que había conocido. Se había quedado de piedra cuando Natalia, su hermana por parte de padre, le había contado en su exposición que su abuelo volvía a tener leucemia y que un trasplante de su médula no lo salvaría como la otra vez. Al parecer, ni el todopoderoso Giovanni podía engañar dos veces a la muerte.
El torbellino de sentimientos que lo había dominado durante el viaje desde Manhattan se adueñó de él y amenazó con borrar la compostura que había logrado convertir en su segunda piel. Parpadeó y lo sofocó. No permitiría esa manifestación de debilidad en ese momento, y mucho menos en ese lugar.
Bajó las largas piernas del coche e hizo una mueca de disgusto cuando los músculos protestaron por ese trayecto tan largo en esa máquina tan baja. No había llegado casi al último escalón de las escaleras que llevaban a la elegante entrada de la villa cuando Alma, el ama de llaves de los Di Sione desde hacía mucho tiempo, abrió la puerta.
–Señor Nate –le saludó Alma–. El señor Giovanni está disfrutando de los últimos rayos de sol en la terraza de atrás. Ha estado esperando con nerviosismo su llegada.
El remordimiento le atenazó las entrañas. Debería haber buscado más tiempo para su abuelo, pero él, como todo el mundo, había caído en la trampa de creer que Giovanni era invencible.
Cruzó un par de cumplidos con Alma y se dirigió hacia la parte de atrás de la villa entre el eco de sus pasos sobre el resplandeciente suelo de mármol. La primera vez que visitó esa casa tenía dieciocho años y Alex, su hermano por parte de padre, lo había buscado porque era el único compatible para hacer el trasplante de médula que le salvaría la vida a su abuelo, un hombre al que Nate no había conocido. La imagen de sus seis medio hermanos en la escalera de piedra con barandilla de hierro no se le borraba de la cabeza. Habían estado sentados, uno detrás de otro como pájaros en un cable telefónico, y lo habían mirado inquisitivamente mientras Alex lo llevaba al salón para que conociera al convaleciente Giovanni.
Su abuelo se había hecho cargo de ellos después de que Benito, el padre de Nate, y Anna, su esposa, murieran en un accidente de coche provocado por las drogas y el alcohol. Fue una tragedia, con toda certeza, pero él solo podía recordar el aislamiento y la amargura que sintió a los dieciocho años cuando vio la vida que habían vivido sus medio hermanos mientras su madre y él habían sufrido para sobrevivir. La familia nunca había estado al tanto de la existencia del hijo ilegítimo del Benito di Sione.
Se dijo que era una historia muy vieja y salió a la terraza con unas vistas incomparables del estuario de Long Island. Había aniquilado esa copia de sí mismo y la había sustituido por una historia triunfal que nadie podía pasar por alto, ni siquiera esos aristócratas a los que les encantaba desairarlo. Su abuelo estaba sentado en una butaca de madera con respaldo alto y le bañaba la tenue luz del atardecer. Se dio la vuelta por ese sexto sentido que tenía y esbozó una sonrisa.
–Nathaniel, estaba empezando a pensar que Manhattan te había tragado.
Nate rodeó la butaca y se quedó delante del hombre que había llegado a significar tanto para él. Se le formó un nudo en la garganta al ver lo frágil y pequeño que parecía su abuelo, que tan vital había sido. Incluso, parecía más consumido que la última vez que se vieron y sabía por qué. Giovanni se levantó y le dio un abrazo. El tratamiento contra el cáncer le había quitado el brillo de la piel olivácea y la había dejado de un color verdusco. Sus hombros eran piel y hueso y el nudo le atenazó la garganta más todavía por la emoción. A pesar de los sentimientos complejos y contradictorios que tenía hacia la familia Di Sione, Giovanni había sido el hombre íntegro, hecho a sí mismo y triunfador que le había servido de ejemplo en vez de los defectos de su padre. En aquellos años cruciales, cuando su vida podría haberse inclinado en cualquier sentido por la rabia que lo corroía, su abuelo había marcado la diferencia, él le había demostrado el hombre que podía ser. Se apartó y miró el rostro devastado de su abuelo.
–¿No se puede hacer nada? ¿Los médicos están seguros de que otro trasplante no servirá de nada?
Giovanni asintió con la cabeza y lo agarró del hombro.
–Ya sabes que me hicieron el otro trasplante por mi nombre y salud. Ha llegado mi hora, Nathaniel. He vivido más de lo que muchos podrían llegar a soñar. Me conformo.
Su abuelo se sentó y le hizo una señal para que hiciera lo mismo. Nate se sentó enfrente de él y rechazó la oferta para beber algo que le hizo una doncella que apareció de repente.
–Tengo que repasar unos planos cuando vuelva a Manhattan.
Giovanni le dijo a la doncella que llevara una cerveza para Nate.
–Trabajas demasiado. La vida es para vivirla, Nathaniel. ¿Quién va a quedarse tu empresa cuando hayas ganados tantos millones que no puedas gastártelos?
Para él, el trabajo, el éxito, era natural, estaba espoleado por un instinto de supervivencia que no cesaría mientras hubiera una operación pendiente, mientras pudiera levantar otro edificio.
–Ya sabes que no soy de los que sientan la cabeza.
–No me refería a que no haya una mujer permanente en tu vida –replicó su abuelo en tono sarcástico–, aunque eso también te vendría bien. Me refiero a que eres un adicto al trabajo, a que nunca te bajas de tu avión el tiempo suficiente como para saber qué estación del año es. Estás tan dedicado a ganar dinero que estás perdiéndote el verdadero significado de la vida.
–¿Cuál es? –preguntó Nate arqueando una ceja.
–La familia, las raíces –su abuelo frunció el ceño–. Tu nomadismo, tu incapacidad para quedarte quieto, te resultará insatisfactorio a la larga. Espero que te des cuenta antes de que sea tarde.
–Solo tengo treinta y cinco años –le recordó Nate–. Además, tú eres igual de adicto al trabajo. Es nuestra característica dominante. No la elegimos, ella nos elige a nosotros.
–Creo que estoy tomando cierta perspectiva por mi situación –los ojos de su abuelo se ensombrecieron–. Cuando se lleva el extremo, Nathaniel, se convierte en nuestro vicio. Fallé a tu padre, y a ti por extensión, por dedicar cada segundo de mi vida a levantar la naviera Di Sione.
–Se falló a sí mismo –Nate frunció el ceño–. Debería haber reconocido sus vicios, pero no pudo.
–Hay cierta verdad en eso –Giovanni le clavó la mirada–. Sé que tienes tus propios demonios y yo también los tengo, unos demonios que me han perseguido todos los días de mi vida. Tú tienes toda la vida por delante. Tienes hermanos y hermanas que te quieren, que quieren estar más unidos a ti aunque los rechazas, no quieres saber nada de ellos.
–Vine a la exposición de Natalia –replicó Nate apretando los dientes.
–Porque tienes debilidad por ella –su abuelo sacudió la cabeza–. La familia debería ser lo que te mantenga en pie cuando arrecien los temporales de la vida.
El brillo de recelo en la mirada de su abuelo y el tono agridulce de su voz hicieron que Nate se preguntara, una vez más, por los secretos que Giovanni no les había contado a sus nietos. Por qué había dejado Italia para marcharse a Estados Unidos solo con lo puesto y nunca había vuelto a tener contacto con su familia.
–Ya hemos hablado de esto –Nate no había querido decirlo con tanta aspereza–. He hecho las paces con mis hermanos y eso tiene que bastar.
–¿Basta? –preguntó Giovanni con una ceja arqueada.
Nate resopló y se quedó en un silencio que indicaba que esa conversación concreta estaba zanjada. Giovanni se dejó caer sobre el respaldo y miró el sol que se ocultaba por el horizonte.
–Necesito que me hagas un favor. Existe un anillo que significa mucho para mí y me gustaría que lo buscaras. Se lo vendí a un coleccionista hace años, cuando llegué a Estados Unidos. No tengo ni idea de dónde está ni quién lo tiene. Solo tengo una descripción que puedo darte.
A Nate no le sorprendió la petición. Natalia le había contado durante la inauguración de la exposición que Giovanni había mandado por el mundo a todos sus nietos, menos a Alex, para que le encontraran tesoros parecidos. La baratijas que su abuelo llamaba sus amantes perdidas en las historias que les contaba cuando eran pequeños eran, en realidad, distintas joyas muy valiosas, una caja de Fabergé y el libro de poesía que Natalia había encontrado en Grecia, además de su marido Angelos. Lo que sus nietos no conseguían adivinar era el significado de esas piezas para su abuelo.
–Dalo por hecho –Nate asintió con la cabeza–. ¿Qué significan esas piezas para ti?, si no te importa que te lo pregunte.
–Espero poder contároslo algún día –contestó su abuelo con una mirada melancólica–, pero antes tengo que volver a verlas. El anillo es muy especial para mí y tengo que recuperarlo.
–Y la última tarea se la encomendarás a Alex –aventuró Nate.
–Sí.
La relación, o falta de relación, que tenía con su medio hermano mayor, quien dirigía la naviera Di Sione, era inestable y compleja. Giovanni había hecho que Alex se ganara el ascenso hasta consejero delegado. Había empezado desde abajo, había cargado mercancías en los muelles, mientras que a Nate le había dado un trabajo en un despacho en cuanto terminó la educación universitaria que él le había facilitado. Nate se imaginaba que fue para compensar lo poco que había tenido antes. Sin embargo, Nate sospechaba que, más que ese trato preferente en la naviera, el trasfondo de todo era que Alex lo culpaba de la muerte de sus padres. Su padre había estrellado el coche contra un árbol, y se había matado con su esposa, la noche en que la madre de Nate, la amante de su padre, se había presentado en casa de Benito di Sione acompañada de Nate, que tenía diez años, y había pedido ayuda económica. Los adultos habían tenido una violenta discusión antes del accidente y quizá hubiese sido el motivo de que su padre hubiese sido tan imprudente al volante.
–Nathaniel…
Nate sacudió la cabeza para aclarársela de cosas que no podían cambiarse.
–Empezaré a buscarlo ahora mismo. ¿Puedo hacer algo más?
–Conoce a tus hermanos y hermanas –contestó su abuelo–. Entonces, podré morirme contento.
Nate se acordó de la cara de Alex en la ventana la noche que su madre y él se quedaron en el porche de la casa de su padre para suplicarle ayuda. El desconcierto que se reflejaba en la cara de su hermano… Solo Alex había sabido que él existía y no había revelado el secreto hasta que Giovanni había caído enfermo. Los dos hermanos nunca habían hablado de eso aunque la revelación le habría cambiado la vida irrevocablemente, aunque, algunas veces, se preguntaba por qué no lo había revelado y eso lo abrasaba por dentro. Además, ¿qué sentido tenía? Se preguntó sacudiendo la cabeza y volviendo al presente. Nada podría alterar las circunstancias de aquella noche y lo que les había deparado el destino…. Era preferible dejar algunas cosas como estaban.
Nate dio prioridad absoluta a encontrar el anillo de Giovanni. Dio la descripción al detective privado que empleaba para investigar las operaciones de millones de dólares que cerraba todos los días y recibió la respuesta a las cuarenta y ocho horas. Una familia siciliana lo había comprado hacía décadas en una subasta y, al parecer, no estaba en venta. Algo que no tenía sentido para Nate. Todo y todo el mundo estaba en venta si se pagaba lo bastante. Solo tenía que encontrar la cifra que convertiría en irresistible su oferta.
Cuando terminó la jornada en Nueva York, cenó con su madre, quien se quejó, como siempre, de que no estuviera nunca en casa. Él no mencionó que iba a hacerle un recado a Giovanni porque los Di Sione eran un asunto doloroso para ella. El miércoles voló a Palermo y, como nunca perdía una oportunidad, se alojó en el hotel Giarruso, un hotel de seis estrellas que había pensado comprar, y concertó una reunión con la sociedad dueña del hotel.
Subió a su suite de dos niveles y decidió que lo primero que haría sería volver a ser humano. Se metió en una ducha muy caliente en el cuarto del baño de mármol que había en el piso más alto y cerró los ojos. Por muy lujoso que fuese el avión y por muy plácido que fuese el viaje, nunca dormía en los aviones. Josephine, su secretaria, decía que era el maniático del control que llevaba dentro, pero la verdad era que siempre había dormido con un ojo abierto, una costumbre que había adquirido al haber vivido en unos pisos diminutos que su madre y él habían alquilado en el Bronx y donde podía pasar cualquier cosa, y pasaba.
Haber instalado a su madre en un piso de lujo con seguridad las veinticuatro horas del día y haberse ocupado de que no tuviera que volver a trabajar debería haberle dado cierta tranquilidad, pero seguía siendo cauteloso. Había sido el chico de los recados del matón del barrio, hasta que su madre lo encauzó, y sabía que el peligro acechaba por todos lados, sobre todo, para alguien con su dinero y reputación. Un hombre listo mantenía los ojos bien abiertos.
Cuando se sintió humano otra vez, salió de la ducha y tomó una toalla para secarse. Como quería contestar algunos correos electrónicos antes de echar una cabezada y acudir a la reunión, bajó a la sala. Estaba dándole vueltas a las cifras que le habían dado sus abogados sobre el posible valor del hotel y no se fijó en la doncella que estaba inclinada sobre la mesa de madera de cerezo hasta que estuvo dentro de la habitación. Lo primero que pensó fue que tenía el trasero más bonito que había visto jamás. Unos glúteos firmes y redondeados tensaban la tela del uniforme gris y unas piernas impresionantes completaban la imagen. Su imaginación terminó sin problemas la tentadora perspectiva; su rostro y el resto de sus atributos serían igual de apetitosos. Sin embargo, ¿podía saberse qué estaba haciendo en su suite?
–¿Le importaría decirme qué está haciendo aquí cuando di instrucciones concretas para que no me molestaran?
Ella se incorporó y se dio la vuelta lenta y cautelosamente. La miró de arriba abajo. La cintura, cubierta por un vestido muy estiloso para una doncella, era muy fina y se estrechaba justo por encima de las apetitosas caderas. El amplio busto parecía no caberle en el recatado corpiño de manga corta y los botones parecían a punto de saltar. El pelo castaño oscuro estaba recogido en una coleta y tenía unos pómulos prominentes bajo los ojos marrones como el café más impresionantes que había visto en su vida. Su imaginación se había equivocado. No solo era tentadoramente atractiva, era una de las mujeres más hermosas que había tenido delante.
Su cuerpo reaccionó como tenía que reaccionar ante semejante perfección. Se imaginó que la mayoría de los hombres caería de rodillas ante una mirada sensual de esos ojos.
Sin embargo, en ese momento, esos ojos lo miraban con cautela y se dirigieron hacia la toalla que tenía alrededor de las caderas. Se abrieron como platos color café. La toalla se le había bajado y le colgaba de los huesos de las caderas. Estaba dándole una visión completa. Un caballero lo subsanaría, pero él nunca había sido un caballero ni lo sería. Estaba pensando comprar ese hotel de seis estrellas y le había dicho a su mayordomo particular que no quería que lo molestaran. No pensaba pasarlo por alto.
–¿Y bien? –preguntó él arqueando una ceja.
Dio mio, era hermoso. Mina levantó la mirada al rostro del americano y se mordió el labio inferior. Tenía las proporciones de los modelos de los cuadros que les habían enseñado las profesoras en las clases de anatomía que les habían dado para prepararlas a interactuar, como lo habían llamado ellas, con el sexo contrario. Como si sus compañeras de clase no hubiesen sabido lo que era Internet. Como si algunas de ellas no hubiesen tenido ya sus clases particulares de anatomía…
La miró con sus ojos negros y pensativos y sintió un escalofrío en la espalda. Si hubiese mirado el significado de la palabra «intenso» en el diccionario, seguramente estaría ilustrado con una foto de él. Aunque su mirada daba a entender que también tenía poca paciencia.
–El mayordomo me dijo que usted estaba en una reunión –ella levantó la barbilla e intentó transmitir la seguridad en sí misma que le habían enseñado a transmitir–. Llamé antes de entrar, signor Brunswick.
–La reunión es esta tarde –él entrecerró los ojos como si quisiera clavarla en el sitio–. ¿Acaso un hotel de seis estrellas no debería ir seis pasos por delante de mi agenda para prever todos mis deseos?
El cerebro de Mina fue directamente al dormitorio, que estaba en el piso superior, e intentó imaginarse lo que ese hombre tan arrogante le exigiría a una mujer en la cama. No tenía ni la más mínima experiencia y le costaba imaginárselo, pero estaba segura de que esa rendición incondicional merecería la pena. Las mejillas le abrasaron y agarró con fuerza la tableta de chocolate que tenía en la mano. Él entrecerró más los ojos, como si le hubiese leído todos y cada uno de sus pensamientos. Notó un nudo en el estómago. ¿Podía saberse qué estaba pensando? Estaba prometida y, además, no tenía esos pensamientos obscenos. Se aclaró la garganta y levantó la tableta de chocolate.
–Mi trabajo es adelantarme a todos sus deseos. Estaba dejando nuestro delicioso chocolate siciliano con avellanas.
El americano impresionante se acercó y tomó la tableta de chocolate de su mano. Un olor cítrico y especiado le llenó la cabeza. Era más devastador todavía cuando estaba cerca, tenía el tupido pelo oscuro mojado por la ducha y una barba incipiente, pero meticulosamente recortada, le cubría el mentón.
–Tenemos la costumbre de saberlo todo sobre nuestros clientes, según las visitas previas –siguió ella con nerviosismo–. He traído de avellana y de nueces de Brasil.
Él se cruzó los fibrosos brazos.
–Primer error… Lina –él miró la etiqueta con su nombre, aunque llevaba el nombre que le había dado el director, no su nombre verdadero–. Prefiero el chocolate con leche.
–Ah… –eso la dejó anonadada porque en el hotel Giarruso no se equivocaban jamás–. Bueno… Hemos debido de cometer un error. No sucede casi nunca, pero lo subsanaré.
–¿Qué más? –preguntó él.
–Scusi…
–¿Qué más sabe de mí?
¿Aparte de que le gustaban las rubias altas y de que ella no debería ni parpadear si se encontraba una en esa habitación a pesar de las estrictas normas de seguridad? Las mejillas le abrasaron más todavía y él entrecerró los ojos más todavía. Repasó frenéticamente la información que le habían dado.
–Sabemos que suele olvidarse el cargador de su ordenador portátil y le hemos proporcionado uno universal.
Él fue hasta la mesita baja que había delante del sofá y la toalla se le cayó un poco más, permitiendo que ella le viera la cadera. ¡Tenía que salir de allí como fuera!
–¿Y qué más? –comentó él tomando un cable con un cargador.
Ella se clavó las uñas en las palmas de las manos cuando empezó a perder la serenidad. Ese hombre no era normal. Señaló el mueble bar con la cabeza.
–Le hemos proporcionado su whisky de malta favorito.
–Predecible.
La sangre empezó a bullirle. Entre sus cometidos no estaba que la examinara un hombre arrogante cubierto solo por una toalla que podía caérsele en cualquier momento, no le pagaban por eso ni mucho menos. Se puso muy recta.
–Entiendo que nada de todo esto es revolucionario, signor Brunswick, pero es lo que se espera de nosotros. Aunque estoy de acuerdo en que podríamos hacerlo mejor.
Esos preciosos ojos oscuros dejaron escapar un destello de curiosidad.
–¿Cómo…? –preguntó él en voz baja–. Soy todo oídos.
Ella retrocedió un paso y él la miró con un brillo burlón en los ojos.
–No me limitaría a catalogar las preferencias de los clientes y me anticiparía a ellas. Por ejemplo, se sabe que le gusta salir a correr por las mañanas. Si yo me ocupara de esas cosas, le dejaría en la mesita una lista con rutas por los barrios más bonitos de Palermo. Incluso, una para que visitara nuestros monumentos más famosos.
–¿Qué más? –preguntó él mientras se le borraba la sonrisa escéptica.
–Usted es aficionado a un pinot noir concreto de la zona del Etna. Dejaría alguna botella en su cuarto, como hemos hecho, pero añadiría un vino menos conocido de los mejores viñedos de esa región, un vino que no se puede comprar en Estados Unidos.
–Otro ejemplo –le pidió él con una mirada de aprobación.
Ella se mordió el labio inferior mientras recuperaba la seguridad en sí misma.
–Se sabe que es aficionado a la ópera si está de viaje con una… acompañante. Sacaría entradas para la ópera y buscaría un vestido para la mujer, de colores que favorezcan a una rubia, ya que, al parecer, son su preferencia.
Él sonrió, se le formó un hoyuelo en la mejilla y pasó de ser arrogante a completamente impresionante.
–Estabas desgranando unas ideas muy interesantes, Lina, hasta que has llegado a mi preferencia por las rubias…
Le miró la coleta y bajó la mirada por la cara y los botones algo tensos del vestido, y que había maldecido desde el primer día de trabajo. El brillo de deleite de sus ojos hizo que se le acelerara el pulso.
–Da la casualidad de que mis últimas… acompañantes han sido rubias, pero la verdad es que me gustan más las morenas de aspecto… exótico.
Ella se quedó sin respiración y la cabeza le dio vueltas por la falta de oxígeno. Su descripción era indecorosa y llevaba un mensaje. Sabía que debería mirar hacia otro lado, pero nunca había sentido un calor así por dentro. Era como si la piel estuviese en llamas, como si él supiese perfectamente lo que había debajo del vestido y quisiera ponerle las manos encima. Retrocedió otro paso y tomó una bocanada de aire para recuperar el buen juicio.
–Si quiere –ella lo miró a los ojos–, podrían traerle una botella de pinot noir a la habitación…
–¿La traerías tú? –le preguntó él bajando pestañas largas y tupidas.
Ella contuvo la respiración y retrocedió otro paso más.
–Me temo que no va a ser posible. Termino el turno dentro de una hora y esta noche tengo una cita.
–Claro –concedió él arqueando una ceja.
La toalla se le cayó un par de centímetros más. Ella dejó escapar un sonido desde lo más profundo de la garganta, sacó otras dos tabletas de chocolate que llevaba en el delantal, las dejó en la mesa y se marchó.
–Buonanotte… –se despidió ella entre las risas de él.
–Que te diviertas en tu cita, Lina. No hagas nada que no haría yo.
Ella pensó que, como estaban hablando del signor Brunswick y su indecente toalla, eso le daba un margen muy amplio.
Nate miró a la doncella que se marchaba. No recordaba la última vez que se había divertido tanto. Efectivamente, había sido un poco despiadado hacer que la voluptuosa Lina pasara por eso, pero iba a reunirse con los dueños de ese hotel y un hotel era tan bueno como su servicio. Quería saber cómo eran las personas que contrataba el Giarruso, y Lina tenía posibilidades. Evidentemente, tenía un cerebro que iba a la par que su belleza. Además, no solo tenía cerebro, también entendía muy bien a su clientela y lo que podría mejorar su estancia allí. Lo cual, había compensado la intromisión en su privacidad y el error del mayordomo.
Su doncella le había dado algunas ideas. La sociedad estaba dirigiéndose hacia la personalización y eso se veía en los productos que salían al mercado. Ofrecer a los clientes cosas que no habían pedido pero que podían agradecer complementaba algunas ideas en las que él ya había estado trabajando. No serviría para todos los clientes, a algunos les parecería una intromisión, pero para otros sería un valor añadido que crearía en ellos afinidad por la marca. Le habían encantado los ejemplos de Lina. Eran ideas creativas y factibles que impresionarían.
Justo antes de la reunión, el mayordomo apareció con una botella de vino tinto Guardiola-Etna de la bodega Marc de Grazia. Estaba elaborado con las uvas plantadas a más altura de toda Europa y parecía interesante. Guardó la botella en la nevera con una sonrisa. Mentiría si dijera que no le gustaría que la voluptuosa doncella estuviese allí para beberla con él, que no le habría gustado catarlo sobre su fantástico cuerpo. Sabía que la atracción que había sentido hacia ella había sido recíproca, lo había visto en el brillo de sus ojos oscuros, pero, desgraciadamente, estaba ocupada, al menos, esa noche.
Además, era posible que eso fuese lo mejor. Estaba allí para recuperar el anillo de Giovanni, para cumplir lo antes posible con el cometido que le había encomendado su abuelo y que pudiera disfrutar de los recuerdos sentimentales asociados a esa baratija mientras se lo permitiera la vida, y, quizá, para adquirir un hotel de lujo en Palermo mientras estaba alojado en él. Seducir a una morena de aspecto inocente no entraba en sus planes por mucho que a su corazón de conquistador no le importara demostrarle a Lina lo deficiente que le parecería su… acompañante si lo comparaba con una noche con él. Una pena…