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Cuando un príncipe del desierto conoce a una bella sureña... se enciende la pasión. El jeque Raf Shakir escondía un doloroso pasado tras una cuidada apariencia. Pero la soledad de su granja de caballos se vio alterada con la llegada de Imogene Danforth, que tenía una proposición... y un cuerpo... que no podía rechazar. Gene había acudido a aquellos establos para aprender a montar, pero Raf le enseñó muchas otras cosas... Sin embargo, su corazón parecía estar fuera de su alcance. A menos que él compartiera su doloroso secreto, entre ellos jamás podría haber nada más que frustración...
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Seitenzahl: 205
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Harlequin Books S.A.
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Otro amor, n.º 5518 - febrero 2017
Título original: Challenged by the Sheikh
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9349-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Imogene Danforth había ido al rancho SaHráa en busca de un ejemplar de primera de la especie equina, no de la humana, pero no había nada de malo en alegrarse un poco la vista, pensó de pie frente a la puerta abierta de las cuadras, mientras observaba la espalda desnuda de aquel adonis.
Armado con una pala, el hombre estaba alfombrando el suelo con virutas y extendiéndolas meticulosamente. Imogene vio una gota de sudor resbalar por entre sus omóplatos, deslizándose por la espina dorsal hasta desaparecer bajo la cinturilla de los gastados vaqueros, y se dijo que era una lástima que admirar el físico de uno de los peones del rancho no entrara en su agenda.
Había ido allí para alquilar un caballo, aun cuando lo que sabía de esos animales podría escribirse en la cabeza de un alfiler. De hecho, la última vez que había montado había sido un poni en una feria a los cinco años, y la había tirado de la silla. En su relación con los hombres, por otra parte, no había tenido mucha más suerte: el último con el que había estado saliendo, hacía más de un año, la había dejado por un partido mejor.
El polvo de las virutas, que se le estaba metiendo por la nariz, la hizo estornudar hasta cinco veces seguidas, y el desconocido se volvió hacia ella.
—Disculpe —farfulló Imogene mientras se sacaba un pañuelo del bolsillo y se secaba los ojos con él.
Cuando levantó la vista, se encontró cara a cara con el hombre. Era alto, y no sólo estaba bien de cuerpo. Por sus rasgos, parecía árabe: tenía el cabello negro como el azabache y algo revuelto, la nariz recta, y unos labios gruesos y sensuales. El musculoso tórax, moldeado sin duda por el ejercicio físico que implicaba su trabajo, estaba cubierto por un triángulo invertido de oscuro vello, que descendía hasta desaparecer bajo la botonadura del pantalón.
Imogene volvió a alzar la vista a su rostro, y sus ojos se encontraron con los de él: unos ojos grises bordeados por oscuras pestañas, que estaban estudiándola a ella con el mismo interés.
—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó.
Su voz era profunda, y para sorpresa de Imogene, sofisticada. Se le ocurrían varias cosas que podía hacer por ella, pero ninguna muy propia de una ejecutiva que en ese momento debía estar pensando en los negocios y no en el trasero de un perfecto desconocido.
—Estoy buscando al jeque Shakir.
El hombre apoyó ambas manos en la parte superior del mango de la pala, haciendo que resaltaran las prominentes venas de los brazos.
—¿Está esperándola?
Imogene sabía que debía haber llamado antes y concertado una cita, pero no había habido tiempo para eso. Había buscado en Internet un rancho de caballos y, siendo aquél el más cercano a Savannah, había agarrado su bolso, las llaves del coche, y había salido corriendo de la oficina en dirección allí.
—Bueno, la verdad es que no —contestó—. Espero que no suponga un problema.
—Depende de para qué quiera verlo.
—Necesito un árabe con buena presencia. Y que sea rápido.
Imogene se puso roja como un tomate al darse cuenta de cómo había sonado eso. ¿Dónde tenía la cabeza?
En los labios del hombre se dibujó lentamente una sonrisa sardónica, y sus ojos la recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en las piernas y los senos.
—Bueno, yo soy árabe, y creo que de presencia no estoy mal.
Imogene no podía creer que aquello estuviese ocurriendo. ¡Estaba flirteando con ella! Y lo más extraño era que ella quería seguirle el juego. Claro que no debería. Sería totalmente inapropiado.
—Agradezco su oferta, pero me refería a un caballo árabe.
El hombre cambió el peso de una pierna a la otra.
—¿Para cría?
—¿Perdón?
—Quiero decir que si lo que busca es un caballo para cría, un semental.
—Bueno, no, en realidad estoy buscando a alguien para montar… —contestó Imogene. ¿A alguien? ¡Por Dios!, ¿en qué estaba pensando?—. Quiero decir un caballo, un caballo para montar —se corrigió apresuradamente, enrojeciendo de nuevo.
El hombre esbozó una nueva sonrisa, llena de malicia, y muy, muy sexy.
—¿Tiene experiencia?
Aunque Imogene imaginaba que se refería a experiencia ecuestre, el tono provocativo que había empleado y el modo en que la estaba mirando le dio a entender algo más.
—Bueno, algo —contestó.
«Algo» era mucho decir, tanto en lo que respectaba a los caballos como a los hombres. Su interlocutor dejó la pala apoyada en la pared, y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Ya veo. ¿Y querría una montura dócil, o se atrevería con un animal un poco más… salvaje?
Imogene sintió incrementarse su temperatura corporal cuando su mente conjuró una imagen de sí misma cabalgando a lomos de aquel semental. Inclinó la cabeza y le lanzó una miradita recatada. Estaba disfrutando enormemente con aquello. Después de todo no había nada malo en flirtear un poco, y probablemente no volvería a verlo en su vida. Y, además, nunca tenía esa clase de conversaciones picantes con los hombres con los que trataba a diario: aburridos empresarios, corredores de bolsa, banqueros…
—Lo que sea, con tal de conseguir permanecer en la silla más de unos minutos —respondió.
—Eso puede lograrse con un poco de práctica.
—Y supongo que usted tiene mucha.
—No lo dude.
Desde luego aquel tipo tenía mucha confianza en sí mismo, pensó Imogene divertida. En fin, por desgracia no estaba allí para jugar. Tenía que conseguir un caballo y llamar a la sanguijuela que era su jefe, Sid Carver, que era quien la había metido en aquel lío, diciéndole a un posible cliente que era una amazona extraordinaria. De hecho, en el plazo de sólo un mes se esperaba que se reuniera en el rancho de ese cliente y su esposa con el magnífico caballo árabe purasangre que Sid le había dicho que tenía. Si no hubiera sido por el ascenso que le había prometido, no habría puesto un pie en una cuadra ni muerta.
Y encima había tenido que encontrarse con aquel hombre tan increíblemente sexy… Tenía que dejar de fantasear con sus grandes manos y esa sonrisa encantadora, se dijo. Sin embargo, era más fácil pensarlo que hacerlo. Y es que, en ese preciso momento, el verlo enganchar los pulgares en los bolsillos del pantalón, estirándolo hacia abajo, atrajo su atención a cierta parte de su cuerpo que no debería mirar. El problema era que quería mirar.
Cuadrando los hombros, Imogene carraspeó, y subió la vista al rostro del hombre, empleando de nuevo su tono profesional:
—Querría alquilar uno de los purasangres del jeque.
La expresión de su interlocutor se tornó repentinamente seria.
—Le advierto que el jeque Shakir no alquila sus mejores ejemplares a cualquiera —dijo—. Tendría que hablarlo con él.
—Bueno, por eso estoy aquí —contestó ella—. Si me lleva donde esté, podrá exponerme sus condiciones.
El hombre recogió su camisa vaquera del brazo de la carretilla donde la había dejado, y se la puso sin molestarse en abrocharla.
—Sígame —le dijo a Imogene—, la conduciré a su despacho. Puede esperar allí.
—Gracias.
El hombre pasó por delante de ella, envolviéndola en una ola de calor, y dejando tras de sí un rastro de olor a serrín combinado con el aroma de sándalo de su colonia, que hizo que la libido de Imogene, que llevaba largo tiempo inactiva, se disparara.
Lo siguió hasta un pequeño edificio de dos plantas con tejado a dos aguas, y tras pasar el recibidor entraron a un despacho con las paredes recubiertas de madera. El hombre le señaló un rincón donde había un par de sofás y una mesita baja.
—Póngase cómoda.
—Gracias, señor… —comenzó Imogene, deteniéndose al darse cuenta de que no sabía su nombre—. No me ha dicho cómo se llama.
—Usted tampoco —replicó él—, pero quizá sea mejor que lo dejemos así.
Se dio la vuelta y salió del despacho por una puerta que había al fondo, cerrando tras de sí. Probablemente tenía órdenes estrictas del jeque de mantener las manos quietas con las clientas. Aunque a ella desde luego no le importaría sentir esas fuertes manos sobre su cuerpo… Sacudió la cabeza y se recostó en el respaldo con un suspiro. Era bastante patético que estuviese allí, fantaseando con un mozo de cuadras sólo porque no había tenido una cita desde su ruptura con Wayne, hacía un año… el imbécil de Wayne, que la había dejado porque no le parecía lo suficientemente femenina.
Era cierto que no era una tímida florecilla, pero tampoco quería serlo, ni podría serlo. Siempre había preferido los trajes de chaqueta-pantalón a los vestidos de noche, las mieles del éxito profesional a las fiestas de sociedad. Además, estaba mejor sola que con alguien que quería cambiarla, que le decía cómo tenía que actuar y pensar. Le encantaba su trabajo, y no iba a dejarlo porque un hombre quisiese que se dedicase a acompañarlo a un evento social tras otro, como un florero, y a darle hijos. Y tenía intención de llegar a lo más alto, aunque ello implicase no tener apenas vida social.
Sin embargo, la sequía sentimental por la que estaba pasando no excusaba que hubiera estado fantaseando con un mozo de cuadras. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, intentando olvidarse de él, pero ante su mente empezaron a bailar imágenes de él, descamisado, sonriéndole con descaro…
El ruido de una puerta al cerrarse la sobresaltó. Abrió los ojos y se irguió en el asiento, para encontrarse de nuevo con aquel hombre, de pie a unos metros de ella. Se había cambiado de ropa, y llevaba puestos unos pantalones caqui, unos zapatos náuticos y un polo.
—No… no lo he oído entrar —balbució.
El hombre dio un paso hacia ella.
—Siento haberla asustado. ¿Se estaba quedando dormida?
—Eh… sí, sí, la verdad es que sí —mintió, aprovechando la excusa que le había brindado—. Este sofá es tan cómodo…
Se hizo un largo silencio, durante el cual él escrutó su rostro con las manos enlazadas tras la espalda antes de decirle:
—Bien, ¿y cuál es el motivo que la trae aquí?
Imogene frunció el ceño y se alisó la falda.
—Ya se lo he dicho, quiero hablar con el propietario del rancho porque necesito un caballo.
—Yo soy el propietario.
Imogene lo miró con incredulidad.
—Me toma el pelo —farfulló—. ¿Usted es el jeque Shakir?
—Raf ibn Shakir.
La perplejidad de Imogene se tornó en irritación.
—Oh, claro, seguro. ¿Y cómo se supone que debo dirigirme a usted? ¿Alteza?, ¿su Majestad?
Su sarcasmo pareció hacerle gracia en vez de molestarlo.
—De ninguna de las dos formas —respondió con una media sonrisa—. Nunca me han gustado esas pomposidades. Con Raf bastará. Estamos en América.
—Ya veo. Pues discúlpeme. Es que me ha dejado confundida que hace un rato se haya hecho pasar por un peón, y ahora de pronto aparezca diciendo que es el dueño del rancho. A menos, claro, que esté mintiendo para divertirse a mi costa.
Al hombre pareció molestarle que dudara de sus palabras.
—Le aseguro que soy Raf Shakir, el propietario de este rancho —le repitió con altivez, sentándose en el otro sofá—. Usted, en cambio, aún no me ha dicho su nombre.
—Imogene Danforth.
Raf se recostó en el asiento y se cruzó de piernas, apoyando un codo en el brazo del sofá para tocarse el mentón.
—¿Tiene algún parentesco con Abraham Danforth, el candidato al senado?
—Es mi tío, hermano de mi padre.
—¿Harold Danforth?
Imogene asintió con la cabeza.
—Según tengo entendido los dos llevan una empresa de importación de café.
—En realidad los dos se han jubilado ya, y ahora es mi primo Adam quien está al frente.
De modo que era una joven de la clase acomodada de Georgia, pensó Raf. Sin embargo, era muy distinta de las que había conocido desde que se estableciera en Savannah. Y era un cambio agradable que por una vez una mujer no se acercara a él por su dinero o su posición social. Quizá estuviera interesada en lo que podría ofrecerle en un ámbito más íntimo, aunque no parecía el momento adecuado para sugerir nada parecido.
—Estoy siguiendo con mucho interés la campaña de su tío —le dijo—. Parece un hombre serio y respetable.
Imogene esbozó una leve sonrisa.
—Gracias. ¿De dónde es originario?
—De un pequeño país llamado Amithra, cerca de Omán.
—¿Y qué lo trajo a Georgia… si no es indiscreción?
En realidad sí lo era, pero Raf optó por ser cortés.
—Nada me ata a mi país porque no estoy en la línea sucesoria inmediata al trono, y Savannah me pareció un lugar idóneo para la cría de caballos.
—Ya veo. Bien, respecto al asunto que me traía aquí…
—Quería usted alquilar un caballo.
—Exacto. Y lo necesito lo antes posible.
—Bueno, como le dije antes, no le alquilo uno de mis purasangres a cualquiera. ¿Cuánto hace que monta, señorita Danforth?
Imogene carraspeó y bajó la vista a sus manos, entrelazadas sobre el regazo.
—Hum… la verdad es que hace bastante que no monto.
El tono inseguro de su voz alertó a Raf.
—¿Cuánto exactamente? —inquirió, enarcando una ceja.
—Unos veinte años.
—¿Y tiene?
—Veinticinco, casi veintiséis.
Raf no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Me está diciendo que la última vez que montó no era más que una niña?
Imogene volvió a carraspear incómoda.
—Bueno, en realidad sólo fueron unos segundos que estuve a lomos de un poni, en una feria… —confesó—, pero nunca es tarde para aprender —se apresuró a decir, alzando la vista hacia él.
—Me niego a alquilarle o venderle un caballo a una novata, señorita Danforth.
Tenía buenas razones para ello, razones que no podía revelarle, ya que con ello haría resurgir el dolor que tanto le había costado enterrar.
Imogene se inclinó hacia delante, quedándose en el borde del asiento, y le lanzó una mirada suplicante.
—Por favor, señor Shakir, necesito ese caballo. Trabajo en una asesoría financiera, y tengo tres semanas para conseguir un caballo y aprender a montar para impresionar a un cliente potencial que cree que soy una amazona experimentada.
—Mire —comenzó Raf—, admiro esa dedicación que demuestra hacia su trabajo, pero, ¿no le parece algo extremo llegar al punto de mentir para conseguir un cliente?
Imogene entornó los ojos.
—¿Y era necesario que usted me hiciera creer hasta hace sólo un momento que era un simple mozo de cuadras?
Touché, pensó Raf.
—Está bien, supongo que los dos tenemos nuestras razones para ocultar la verdad, pero eso no me hará cambiar de idea respecto a alquilarle un caballo cuando ni siquiera sabe montar.
—Si tomara unas lecciones, ¿lo reconsideraría?
—Quizá, pero tendría que demostrarme que ha aprendido lo bastante como para dejarle montar uno de mis purasangres; hay por ahí muchos instructores mediocres.
Imogene se quedó en silencio un instante antes de preguntarle:
—¿Habría posibilidad de que me enseñara usted?
Raf sonrió para sus adentros. Desde luego la idea era tentadora. Podía enseñarle unas cuantas cosas.
—Tres semanas no bastan para dominar la técnica.
Imogene resopló, llena de frustración.
—¿No tiene algún caballo viejo que sea dócil, que pudiera usar para enseñarme a montar?
Lo cierto era que sí tenía uno, un macho castrado y entrado en años que era bastante tranquilo.
—Es posible.
Una luz de esperanza iluminó los ojos de la joven.
—Entonces… ¿me dará lecciones?
Raf lo consideró un instante.
—¿Ha dicho que es asesora financiera?
Ella asintió.
—Ahora mismo estoy trabajando para una sucursal regional, pero tengo intención de ir subiendo puestos hasta conseguir un traslado a Nueva York y poder «jugar con los mayores».
Raf se preguntó si estaría dispuesta a tomar parte con él en otro tipo de juegos… juegos de cama. Llevaba dos años evitando a las mujeres, y por primera vez sentía deseos de romper ese celibato al que él mismo se había empujado.
—Podríamos llegar a un acuerdo, una especie de intercambio —dijo—. Al fin y al cabo, usted también tiene algo que yo quiero.
Imogene se cruzó de piernas y se alisó la falda.
—¿En qué está pensando exactamente?
Si supiera lo que estaba pensando…
—Querría que me aconsejara acerca de una serie de medidas de inversión que estoy pensando adoptar.
—Me parece un trato justo —respondió Imogene—. Entonces, ¿hemos llegado a un acuerdo?
—Hemos llegado a un acuerdo —asintió Raf, poniéndose de pie y tendiéndole una mano, que ella estrechó sin dudarlo—. Estoy dispuesto a enseñarla a montar.
Imogene sonrió.
—Estupendo —dijo poniéndose de pie también.
—Claro que habrá condiciones —añadió él—. Tendrá que seguir al pie de la letra mis instrucciones —le advirtió—. La seguridad es muy importante. Si en algún momento me desobedece, nuestro acuerdo quedará roto.
—No se preocupe; me mostraré cooperativa.
Raf tenía sus dudas respecto a eso. Parecía una mujer con mucho carácter.
—Y también creo que deberíamos tener un trato más informal.
—¿Quiere que nos tuteemos?
—Sí. Y tu nombre… ¿te importaría que te llamara de otra manera?
La joven frunció el ceño.
—¿Qué tiene de malo mi nombre? Me lo pusieron por la tía abuela favorita de mi madre —dijo ella ofendida—, que resulta que fue una de las primeras mujeres empresarias de su tiempo… antes de que decidiera ingresar en un convento, claro.
Raf no pudo reprimir una sonrisilla maliciosa.
—¿Te pusieron ese nombre por una tía abuela monja?
—¿Y qué si se metió a monja? Era una gran mujer.
—Bueno, no te ofendas. No pretendo meterme con tus antepasados, pero ese nombre tan estirado no te va —insistió Raf. Incapaz de contenerse, alzó una mano y apartó un mechón de rubio cabello de su rostro. Hay algo mágico en tu interior que se refleja en tus ojos, algo que parece estar esperando dormido en lo más profundo de tu alma para salir a la luz, como ese genio de la historia de Aladino, que salía de la lámpara al frotarla. Podría llamarte Genie.
Imogene dio un respingo y lo miró desconcertada.
—¿Qué has dicho?
—Genie —repitió él—. Te va mucho mejor.
Había una extraña expresión de tristeza en el rostro de la joven, y una vulnerabilidad que no acertó a comprender.
—¿Hay alguna razón por la que no quieres que te llame así?
Imogene sacudió la cabeza.
—No, está bien. Es sólo que alguien especial para mí solía llamarme de ese modo.
Raf sospechaba que ese alguien era un hombre, y que, por lo que parecía, ella no lo había olvidado.
—Si te vas a sentir incómoda por que te llame así, yo…
—No, de verdad —lo interrumpió ella sonriendo—, lo prefiero a Imogene.
—Bien. Entonces sólo nos queda por acordar cuándo quieres que tengamos las lecciones —dijo él.
Imogene lo consideró un instante antes de hablar.
—Bueno, podríamos hacer una lección de una hora cada día, de las cinco a las seis de la tarde, y los fines de semana algo más de tiempo si no tengo que viajar por motivos de trabajo.
Pero Raf sacudió la cabeza.
—¿Una hora al día para aprender a montar en sólo tres semanas? Imposible —replicó.
—¿Y qué quieres que haga si no? No puedo faltar al trabajo, por no mencionar que no vivo precisamente a diez minutos de aquí.
A Raf se le ocurrió entonces una idea que se le antojó descabellada, aunque ciertamente tentadora.
—En ese caso, no te queda más remedio que cambiar de planes —dijo—. Tendrás que tomarte unas vacaciones.
—¿Vacaciones? —repitió Imogene atónita ante la propuesta.
Hacía tanto tiempo que no se tomaba unas que casi había olvidado el significado de la palabra.
—Eso he dicho —contestó él con firmeza—, y te alojarás aquí las próximas tres semanas.
—¿Alojarme aquí?
—Te espero mañana a las diez.
—Pero…
—Y no llegues tarde. Detesto a la gente impuntual.
Y, con esas palabras, Raf salió del despacho antes de que Imogene pudiera terminar la frase, o de que él hiciera algo impulsivo, como besarla para poner fin a sus protestas. Le habría gustado hacerlo, desde luego, pero aquello no figuraba en su acuerdo. Claro que, si su instinto no se había deteriorado en aquellos dos años de celibato, probablemente acabaría sucediendo, pensó con una sonrisa lobuna.
¿Vivir tres semanas bajo el mismo techo que él? Mientras giraba el volante del BMW para bajar por su calle, Imogene se preguntó cómo había podido aceptar semejante proposición. Tenía que haberse levantado y haber ido tras él, haberse negado. Debía haberse vuelto loca de remate: ¡irse a vivir tres semanas con un hombre al que no conocía de nada! Claro que… ¿qué otra opción tenía? Si no estaba dispuesto a aceptar otros términos, no le quedaba otro remedio que sacrificar parte de su precioso tiempo y tomarse unas vacaciones para concentrarse en aprender a montar. Después de todo Sid no tendría por qué enfadarse. Era él quien había mentido al cliente.
En cuanto llegó al bloque donde vivía y entró en su apartamento, tomó el teléfono y marcó el número del móvil del tirano.
—¿Diga? —contestó su jefe en su habitual tono irritado.
Imogene se dejó caer en el sofá, arrojando a un lado los zapatos.
—Sid, soy Imogene.
—¿Dónde diablos has estado toda la tarde? —rugió su jefe.
Sin embargo Sid Carver era perro ladrador y poco mordedor.
—En el rancho SaHráa, intentando alquilar un caballo para impresionar a los Grantham el mes que viene, como me dijiste que hiciera.
—¿Y lo has conseguido? —inquirió Sid, con algo más de amabilidad.
—Bueno, más o menos. Antes tendré que tomar unas clases de equitación.
—¿Clases de equitación? ¿Para qué diablos necesitas clases? No debe ser tan difícil. Lo único que tienes que hacer es mantenerte sobre la silla.
La actitud de Sid no la sorprendió en absoluto. En su relación ella siempre había sido la mula de carga, la que hacía el trabajo mientras él se llevaba toda la gloria.
—No es tan simple. Además, después de lo que le dijiste al señor Grantham, necesito esas clases si tengo que parecer una amazona experimentada. Y ésa es la condición que el dueño del rancho ha impuesto para alquilarme uno de sus purasangres árabes. Él mismo va a enseñarme a montar.
—Está bien. Así que tienes que tomarte un par de horas al día para ir a esas clases, ¿es eso? En fin, supongo que luego podrás recuperarlas.
«Allá vamos», pensó Imogene crispando el rostro y preparándose para un chaparrón.
—Verás, Sid, en realidad serán más de un par de horas al día. Considerando que sólo tengo tres semanas para convertirme en una experta, y teniendo en cuenta que el rancho está a una hora de Savannah… tendré que alojarme allí, así que necesito que me des tres semanas de vacaciones.
—¿Tres semanas de vacaciones? —rugió Sid al otro lado de la línea—. ¡Ni hablar!
—No me he tomado ni una siquiera en los dos años que llevo trabajando para ti —replicó Imogene—. Claro que por supuesto tendrás que pagármelas, porque no son vacaciones de verdad, sino que me las tomo por motivos de trabajo. Piensa que si esto sale bien añadiremos a los Grantham a nuestra cartera de clientes, y será otro éxito de Asesores Carver —intentó convencerlo, apelando a su ambición.
Lo oyó suspirar con pesadez, y lo imaginó repantigado en su sofá, rascándose a la vez la barriga y su enorme calvorota… las únicas dos acciones simultáneas de las que era capaz. Si era director de la compañía era únicamente porque su padre era el dueño.
—De acuerdo —cedió Sid finalmente—. Si es la única manera, dejaré que te tomes esas tres semanas libres. Pero si veo que no puedo seguir prescindiendo de ti, tendrás que dejarlo y volver al trabajo.
No si no podía contactar con ella.
—De acuerdo.
—¿Cómo podré contactar contigo?
Diablos.
—Tendré el móvil abierto —le dijo Imogene.
A menos que «accidentalmente» olvidara encenderlo.
—Bien. ¿Has dicho el rancho SaHráa? ¿No es el rancho de ese jeque… como se llame?
—El jeque Raf Shakir —respondió Imogene, armándose de paciencia—. Es quien me va a enseñar a montar.