Padres e hijos - Iván Turguéniev - E-Book

Padres e hijos E-Book

Iván Turgueniev

0,0

Beschreibung

En el contexto de una Rusia sacudida por la reforma agraria y la abolición de la servidumbre, dos estudiantes, Evguéni Bazárov y Arkadi Kirsánov, regresan a sus casas, en provincias, después de tres años de ausencia. El reencuentro con sus progenitores pone de manifiesto los conflictos generacionales a través de los cuales Turguéniev hace un retrato magnífico de una sociedad que busca una salida a la profunda crisis en la que está inmersa. De los diálogos y reflexiones de sus personajes, el autor hace fluir las teorías políticas, filosóficas y científicas del momento, de las que Bazarov, personaje central de la novela, se hace eco configurándose como el prototipo de personaje nihilista. Padres e hijos, considerada como la obra cumbre de Turguéniev y uno de los hitos del realismo ruso, logra romper las barreras del espacio y el tiempo y sorprender, todavía hoy, por la modernidad de sus planteamientos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 428

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Akal /Básica de bolsillo/229

Serie Clásicos de la literatura eslava

Directora de la serie

Gala Arias Rubio

Iván Turguéniev

Padres e hijos

Traducción

Rafael Cañete Fuillerat

Nacido en 1958 en Jauja (Córdoba), es licenciado en Periodismo e Historia Contemporánea. En 1989 realizó un curso de ruso para extranjeros en la Universidad Estatal de Kiev (antes URSS, hoy Ucrania). Más tarde trabajó como corresponsal en Moscú de un periódico gallego.

Diseño cubierta: Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original: Отцы и дети

© Ediciones Akal, S. A., 2011

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3602-9

Prólogo

En 1840, Aleksánder Bekéndorff, el jefe de la Gendarmería rusa con el despótico y funesto zar Nicolás I, aseguraba que el régimen de servidumbre era «un polvorín a los pies de Rusia». En los años de la Guerra de Crimea, y con las malas cosechas de los años 1854, 1855 y 1859, la pobreza del campesinado ruso horrorizaba incluso a aquellos mismos nobles y grandes propietarios rurales que les habían triplicado los tributos en especie, trabajo y dinero en los últimos cincuenta años. Uno de esos propietarios, de la región de Tula, reconocía que los campesinos comían todo tipo de porquerías: «bellotas, corteza de árbol, paja y hierba de los pantanos». Y otro de la región de Sarátov afirmaba que le había dado a probar a los cerdos el pan que se comían los campesinos y que aquéllos, después de olerlo, lo desechaban sin tan siquiera mordisquearlo. En sólo dos años, 1853-1855, la población campesina rusa adulta disminuyó un 10 por ciento. Los historiadores marxistas rusos coinciden en señalar que, científicamente, la primera «situación revolucionaria» que vivió Rusia se dio entre los años 1859 y 1861, pues convergían las tres condiciones «objetivas», según la terminología de Lenin, para ello: crisis entre las clases dirigentes, crisis en las clases bajas (léase campesinado) y una extraordinaria actividad de las masas (léase revueltas campesinas). Si la revolución no estalló, según esos mismos historiadores, es porque faltó el llamado «elemento subjetivo», es decir, la capacidad de la clase revolucionaria de pasar a la acción con la suficiente fuerza como para derrocar al régimen. No había en el país una clase capaz de levantar a millones de rusos descontentos y hacer la revolución. La burguesía estaba verde, el campesinado desmembrado e históricamente atrasado y la clase obrera comenzaba a formarse.

El nuevo zar, Alejandro II, era un hombre culto, práctico, prudente y muy influenciado por el espíritu de la época. Además, a diferencia de su predecesor, ni estaba demasiado interesado en los temas militares, ni tenía convicciones autocráticas. Sin embargo, un zar tan atípico fue capaz de poner en práctica las más difíciles reformas emprendidas en Rusia desde el reinado de Pedro el Grande. Subió al trono en 1855 y durante un año prosiguió con la Guerra de Crimea, pero tras la caída de Sebastopol tuvo que iniciar conversaciones de paz. En marzo de 1856, en un discurso pronunciado ante la nobleza moscovita, Alejandro II enunció una frase histórica: «Mejor abolir el régimen señorial desde arriba, que esperar al momento en que comience a ser abolido desde abajo». Se inició entonces un periodo de reformas radicales que, alentadas por la opinión pública, fueron llevadas a cabo por el poder autocrático. Para ello el régimen encontró apoyo en las clases educadas y reformistas, repentinamente imbuidas de una fuerte convicción patriótica y un gran interés por el servicio público. Tras la derrota militar sufrida ante las potencias europeas occidentales, también las dos fuerzas de oposición más significativas –la nobleza liberal, por un lado, y el narodismo[1] revolucionario, de otro– estaban convencidas de la necesidad de acabar en el campo ruso con el régimen de servidumbre; de reformar profundamente la administración; de explotar racionalmente los recursos naturales del país y adoptar medidas capitalistas para el desarrollo y la liberación del mercado ruso; y, limitando el despotismo y el carácter autocrático del régimen, de implicar a un sector más amplio de la población en el gobierno del país.

El 3 de marzo de 1861, la ley de la emancipación de los siervos de la gleba fue firmada y publicada. Alejandro se limitó a elegir entre las diferentes medidas que le recomendaron. El principal punto en cuestión era si los siervos debían convertirse en trabajadores agrícolas, que dependieran económica y administrativamente de los propietarios, o si se debían transformar en una clase de propietarios independientes, que pagaran un canon de arriendo a sus antiguos amos. La opción elegida fue la segunda.

Así estaba el país cuando, en febrero de 1862, la revista Rússki Véstnik[El Boletín Ruso] publicaba la primera versión de Padres e hijos, la cuarta novela de Iván Turguéniev.

Turguéniev, un liberal occidentalista entre narodistas y eslavófilos

Iván Serguéievich Turguéniev nació el 28 de octubre de 1818 en Oriol, una ciudad a unos 400 kilómetros al sur de Moscú. Su padre era un militar retirado, proveniente de una familia noble venida a menos, y su madre, Bárbara Petrovna, la heredera de una familia de ricos propietarios rurales. Pasó su infancia en la hacienda paterna en Spasski-Lutóvinov, en la región de Oriol, hasta que a los nueve años se trasladó con su familia a Moscú, donde estudió en pensionados privados. A los catorce años ya hablaba libremente en tres idiomas, amén de haberse familiarizado con las mejores obras de la literatura rusa y europea y, a los quince, ingresa en la Universidad de Moscú, continuando luego sus estudios de Filología en la Universidad de Petersburgo, donde se licenció. A los veinte años se matriculó en la Universidad de Berlín, entonces el gran centro de difusión de las teorías filosóficas de Hegel. En estos años berlineses mantuvo contactos amistosos con el poeta y pensador Nikolái Stankiévich y el teórico anarquista Mijaíl Bakunin, entrando en aquel círculo intelectual ruso interesado en el sistema filosófico hegeliano y que tanta influencia posterior tendría en Rusia.

En 1841 regresa a Moscú. En un primer momento piensa en dedicarse a la enseñanza, pero sus esperanzas en el restablecimiento de la cátedra de Filosofía en la universidad moscovita se ven frustradas. Entonces ingresa de funcionario en la secretaría del ministro del Interior y escribe una disertación sobre la imperiosa necesidad de introducir cambios radicales en la situación social y económica del campesinado ruso. Pero a los dos años pierde su interés inicial por la política gubernamental y cesa en su puesto.

Turguéniev creía en el Destino, en esa fatal confluencia de circunstancias que un día se ciernen sobre una persona y transforman de golpe toda su vida. El año 1842 fue decisivo en el futuro literario y personal de Turguéniev: el año de su primer éxito literario, su poema «Párasha», también el año de su encuentro personal con Bielinski y, por fin, el año en que conoció al «astro central» de su vida: una joven mezzosoprano de veintidós años, Pauline Viardot-García (1821-1910), que en el otoño de ese año interpretó en Petersburgo el papel de Rosina en El barbero de Sevilla de Rossini.

Pauline era hija de padres españoles y hermana de la célebre cantante de ópera María Felicia García Sitches, la Malibrán. Pauline, dos años más joven que Turguéniev, estaba casada con Louis Viardot, un hispanista que tradujo Don Quijote al francés en 1836. El amor de Turguéniev por Pauline tenía notas medievales de amor galante, un amor que ni él mismo se podía explicar en su diario:

[…] Desde el momento en que la vi, desde ese minuto funesto, le pertenecí todo entero, como un perro pertenece a su amo; y si ahora, cuando muero, ya no le pertenezco, es sólo porque ella me abandonó como a un perro. […]. A decir verdad, nunca se interesó especialmente por mí. Al contrario, apenas notaba mi presencia, aunque a veces recurriera inocentemente a mi dinero. Para ella yo sólo era «uno rousso», «un bon enfant». Pero yo ya no podía vivir en otro sitio más que donde ella viviera. Y si yo me separé de lo que más quería, es decir, de mi propia patria, fue tan sólo por seguir a esa mujer.

Un trasunto de la relación de Turguéniev con Pauline Viardot, quizá aderezada con elementos más trágicos, podría ser el tortuoso idilio entre Pável Kirsánov y la enigmática princesa R en Padres e hijos.

Por lo que se refiere a Bielinski, su encuentro con él y la buena crítica que éste hizo de su poema «Párasha» fueron circunstancias que determinaron su carrera de escritor. A partir de entonces Turguéniev dedicó su vida a la creación literaria. Vissarión Bielinski, un crítico literario políticamente comprometido –se atrevió a tachar a Gógol de «predicador del látigo y apóstol del oscurantismo», cuando el genial ucraniano giró hacia el tradicionalismo en los últimos años de su vida–, era enemigo del arte por el arte. Su ideario artístico se podría resumir así: ninguna obra tiene valor si su autor carece del sentido de la verdad; el arte debe ser la expresión artística de una problemática social, y la personalidad del poeta se deduce de su obra, siendo ante todo un ciudadano de su país, su voz y su conciencia.

Bielinski (a él está dedicada la novela Padres e hijos) hará que el joven escritor se interese por el realismo y Turguéniev escribe en esa onda sus primeros relatos en prosa –Andréi Kolosov (1844), Tres retratos (1845) y El camorrista (1846)–, incluso da sus primeros pasos en la dramaturgia y la comedia. Aunque busca un estilo propio, en el principiante Turguéniev se aprecian las influencias de Pushkin, Lérmontov y Gógol. Utilizando los motivos líricos y los personajes introducidos por los primeros realistas rusos, trata de adaptarlos al realismo social europeo de mitad de siglo, que ante todo prima la exacta descripción del entorno social y la influencia que éste ejerce sobre el individuo. Es entonces cuando los intelectuales eslavófilos rusos comienzan a tachar a Turguéniev de «occidentalista», término que el joven asume, por lo que tiene de oposición radical al régimen servil que mantiene oprimido al campesinado ruso y de reconocimiento de la vía europeísta hacia el desarrollo social y económico de Rusia. En literatura, ese «occidentalismo» se traduce en un escepticismo crítico hacia ciertas especificidades sociales y culturales rusas.

Sin embargo, el naturalismo comienza pronto a quedarle estrecho a Turguéniev, ya que sus principios constriñen su particular y lírica concepción del mundo y su admiración por la belleza de la naturaleza y la poesía de los sentimientos humanos. Sumido en estas dudas formales y de contenido, que incluso le hacen pensar seriamente en abandonar la actividad literaria, Turguéniev, tras una corta estancia en París en 1845, decide en 1847 marcharse a vivir al extranjero y seguir los pasos de la cantante Pauline Viardot. Los tres años que reside en Alemania, y más tarde en Francia, transformarán radicalmente sus gustos literarios y su visión de la realidad. En París fue testigo de la revolución de la Comuna, pero a pesar del respeto que sentía por el proletariado y la gente sencilla, nunca llegó a aceptar por completo el ideario revolucionario.

Mientras tanto, la lejanía de su patria incrementaba su pasión por los aspectos positivos de la vida rusa y la oposición al régimen de servidumbre a que se veía sometido el campesinado ruso se convierte en él en una cuestión cardinal. Los recuerdos de su infancia y su pasión adolescente por la caza, que le llevó a conocer de primera mano la vida rural rusa de las regiones de Kursk, Orlov y Tula, en el centro de Rusia, están en la base de Memorias de un cazador, una serie de pequeños relatos aislados que, inicialmente y durante cinco años, fueron publicados regularmente en la revista Sovremiénnik [El Contemporáneo] y luego, en 1852, en una compilación, y que gozó de un enorme y hasta entonces desconocido reconocimiento de público y crítica.

Los primeros relatos siguen estando, compositiva y estilísticamente, muy cerca de la estética naturalista, pero poco a poco esos cuadros cuasi etnográficos se van transformando en una especie de epopeya particular de la vida en el campo ruso: las consecuencias catastróficas del régimen servil en la economía campesina y el ocaso económico de los grandes propietarios y terratenientes rusos. Era la primera vez que un escritor colocaba al campesinado como fuente de los más altos valores morales de la sociedad rusa. Memorias de un cazador no es sólo un jalón decisivo en la carrera de Turguéniev, sino que pone también la primera piedra en esa senda literaria que conduce a la Guerra y Paz de Tolstói, las novelas de F. Dostoiévski, la lírica de Nekrásov, la poesía épica de Sáltikov-Schiedrin y, no en menor medida, a esas manifestaciones de la conciencia nacional de donde surgen los movimientos sociales rusos de la segunda mitad del XIX.

En 1850 vuelve a Rusia y entabla una relación muy estrecha con Nekrásov y el círculo editor de la revista Sovremiénnik, que poco a poco se va convirtiendo en el centro de la vida literaria rusa y en el foco cultural del narodismo demócrata y revolucionario.

Sin embargo, en 1852, el zarismo autocrático de Nicolás I se abate sobre Turguéniev. Un artículo suyo que, sorteando la censura y en memoria de Gógol, se publica en Sovremiénnik, le lleva a la cárcel, aunque el verdadero motivo de su detención era la suspicacia que provocaba en ciertos círculos gubernamentales su amistad con los revolucionarios rusos en el exilio (sobre todo, Ger­tzen y Bakunin). La prisión fue sustituida rápidamente por el destierro en la región de Orlov, aunque se le negó la salida al extranjero hasta 1856.

Durante su larga estancia en la hacienda Spaski, heredada de su madre, Turguéniev sigue experimentando en su estilo narrativo. Las «líneas sencillas y claras», típicas del escritor, van sustituyendo a sus antiguas maneras estilísticas. Los militantes eslavófilos y sus ideólogos, los hermanos Akrásov, ven con simpatía su rechazo de la injusticia y la inmoralidad de los grandes terratenientes rusos, así como la idea de que «los siglos de servidumbre y la larga hegemonía de las relaciones patriarcales han llevado al subdesarrollo civil del pueblo ruso». Los protagonistas de relatos como «Diario de un hombre superfluo» (1850), «Los dos amigos» (1853), «La calma» (1854), «Intercambio epistolar» (1854) y «Yákov Pacínkov» (1856) serán personajes arrancados del entorno social al que pertenecían, por nacimiento y educación, y que fracasan en sus intentos de dedicarse a tareas útiles al servicio de la comunidad o en su búsqueda de la felicidad personal: es decir, «personajes superfluos».

Otro punto crítico de inflexión en la carrera literaria de Turguéniev lo marca la publicación de su primera novela, Rudin (1855), escrita en el apogeo de la Guerra de Crimea, en la que Rusia resultará vencida y que supone el umbral de grandes cambios. Rudin es una mezcla del «hombre superfluo» y del entusiasta romántico: en él confluyen las virtudes y defectos del raznachínietz, el intelectual surgido del pueblo llano, y también del iluminado, que lucha por la verdad y la justicia. En definitiva, un representante de esa intelligentzia que, para Turguéniev, debe protagonizar el renacimiento político, social y cultural de Rusia. Con Rudin, también, se establece la temática, la forma y el modelo de esa novela, que luego se hará excesivamente repetitiva en la producción literaria de Turguéniev.

Mientras tanto, la situación en Rusia cambiaba rápidamente. A finales de 1857, el gobierno anuncia su intención de liberar a los siervos de la gleba. Turguéniev, tras dos años de viaje por Euro­pa, regresa a Rusia en el verano de 1858. En ese mismo año publica su novela Nido de nobles, donde no se limita ya a reflejar los avatares de protagonistas individuales, sino que se atreve a dibujar un fresco histórico de la nobleza durante siglo y medio de hegemonía política y moral en la sociedad rusa y cómo aquélla fue, de generación en generación, acentuando su ruptura cultural, económica y social con el pueblo. Esta novela tuvo una gran aceptación de crítica y público y ese año, 1858, marca la cima de la popularidad literaria de Turguéniev en Rusia.

Turguéniev comienza a trabajar sobre La víspera, que, publicada en enero de 1860, provoca una reacción tempestuosa y contradictoria en el público y la crítica. Su protagonista, el revolucionario Insárov, parece desarrollar la idea de Turguéniev de que «sólo las naturalezas heroicas y conscientes, aquellas que subordinan los intereses personales a los colectivos, harán avanzar a Rusia por el camino de los cambios». La juventud progresista recibió con entusiasmo la novela, pero tanto los círculos políticos liberales de derechas como los revolucionarios no podían aceptar el llamamiento a la unidad política que hacía Turguéniev. Dobroliúbov, en nombre de Sovremiénnik y como portavoz de los demócratas revolucionarios, rechaza la idea de la paz civil, de la coo­peración de todas las clases de la sociedad rusa para conseguir el principal objetivo: la reforma y renovación nacionales. Turguéniev rompe su colaboración con la revista, una decisión muy dolorosa, pero que no interrumpe su fiebre creativa.

Es justo en este momento, 1861, cuando Turguéniev escribe Padres e hijos. El escritor trata de mostrar a la sociedad el carácter trágico de los crecientes conflictos sociales y políticos que se abaten sobre el país. Sobre este telón de fondo, surge la polémica sobre cuál es el mejor camino para la salvación de Rusia, enfrentándose las propuestas que hacen los dos principales partidos de la oposición y la intelligentzia rusas. La apuesta de los liberales, representados en la novela por Pável Kirsánov, se basa en el respeto de los valores seculares y el reconocimiento del gran papel que deben seguir desempeñando en la sociedad rusa dos de sus instituciones clásicas: la comunidad agraria y la familia patriarcal. Todo ello, unido a un respeto sincero hacia determinados principios (progreso, humanidad y lógica histórica) y la transformación de Rusia en una nación moderna y civilizada a imagen de Occidente. En Padres e hijos esta vía se declara inviable. Los ideales liberales no se adecuan a la realidad, ni tampoco las medidas que proponen son capaces de superar las diferencias entre campesinos y grandes propietarios.

A la vía liberal se contrapone la propuesta de los naródniki (o narodistas), el movimiento demócrata-revolucionario. El protagonista de la obra, el nihilista Bazárov, propone el rechazo total e implacable de la realidad existente, la destrucción de sus bases, para que Rusia pueda salir del círculo vicioso de unos cambios mecánicos que no transforman nada. Frente a los ideales humanistas en los que se refugia la elite liberal y conservadora y las creencias y prejuicios del pueblo llano, Bazárov opone la verdad científica: debe ser la «intelligentzia» surgida de la clase media la que lidere los cambios. En sus polémicas ideológicas, Bazárov vence fácilmente a Pável Kirsánov.

Pero, a continuación, Turguéniev somete a Bazárov a las pruebas de la vida y muestra que sus ideas nihilistas conducen a la destrucción, pues se oponen a los valores espirituales y los principios y reglas eternos de la naturaleza y la vida. Los hijos rechazan la herencia recibida de sus padres y esa convicción de Turguéniev –las generaciones como cangilones aislados y sin transmisión patrimonial de valores en la noria histórica de Rusia–, apuntada ya en Nido de nobles, alcanza en Padres e hijos una profundidad desconocida, sugiriendo la ruptura del «enlace entre los tiempos» y la destructiva penetración de las contradicciones sociales y políticas en los principios básicos de la vida. Bazárov muere y lo hace también sin dejar huella ni herencia, como un «ser superfluo» o estéril más.

La propuesta de unidad nacional por la renovación salvadora de Rusia, sugerida de nuevo por Turguéniev en Padres e hijos, cae otra vez en saco roto. La publicación de la novela provoca un enorme escándalo literario. Los representantes de la crítica liberal y conservadora (Kátkov) dan por sentado que Turguéniev caricaturiza y se ríe de los «padres», idealizando inmerecidamente a la juventud radical. La crítica del bando demócrata-revolucionario (Antónovich, Yúkovski y Chernisheski) denuncia lo contrario: Turguéniev hace apología de los padres y satiriza malévolamente a la nueva generación, la juventud revolucionaria rusa. Las críticas ponderadas de Písarev en la revista radical-demócrata Rússkoe Slova y de Strájov en Vremia, sugiriendo el profundo trasfondo social y filosófico de la novela y el tratamiento objetivo que hace Turguéniev de sus personajes, no evitan el ensañamiento general contra el escritor, quien, ofendido y desencantado, se marcha al extranjero y entra en una fase de esterilidad creativa. En dos años sólo escribirá un pequeño relato, «Fantasmas» (1864), y un ensayo lírico-filosófico, ¡Basta! (1865), donde se escuchan tristes advocaciones a la fugacidad de los valores humanos.

Sin embargo, permanece activo en la polémica política. Desde Baden-Baden y París –donde pasará gran parte de los últimos veinte años de su vida– critica la fe que los naródniki depositan en las comunidades agrarias y en los instintos socialistas de los campesinos rusos. Turguéniev no sólo predice la descomposición que amenaza a las primeras, sino también el progresivo desposeimiento de tierras y la pauperización de los segundos, paralelo al rápido ascenso y enriquecimiento de la burguesía agraria de los kulaks.

Este activismo en el pensamiento político le anima a regresar a la literatura con nuevas fuerzas. En 1867 termina Humo, donde Turguéniev se aparta de su habitual estructura novelística en torno a un protagonista principal para crear varias líneas argumentales independientes, enlazadas entre sí con algún Leitmotiv, como puede ser el humo en la primera parte de la obra (símbolo de la crisis general rusa), que se convierte en elemento estructural de la novela. Las críticas, sin embargo, fueron pésimas, sobre todo las provenientes de los portavoces literarios de los partidos políticos.

La vida política rusa se aviva en la década de los setenta con los intentos de los naródniki de encontrar una salida revolucionaria a la crisis del país. Turguéniev se desencanta de sus antiguas esperanzas políticas (unión nacional y liderazgo de la nobleza rural) y refuerza sus simpatías hacia los revolucionarios, entablando especial amistad con P. Lávrov, uno de los inspiradores de la llamada «marcha hacia el pueblo». Mientras tanto, los gustos lite­rarios de Turguéniev regresan a la temática rural rusa, en la línea marcada por Diario de un cazador, tal como se refleja en los relatos «Brigadier» (1866), «La infeliz» (1869), «Una historia extraña» (1870), «El rey Lear de la estepa» (1870), «¡Golpe, golpe, golpe!» (1871), «Punin y Baburin» (1874), «El reloj» (1875) y otros. En ellos, Turguéniev trata de desentrañar la misteriosa esencia rusa y el potencial social y moral que se esconde tras ella, advirtiendo la rapidez del rechazo popular a la injusticia e inestabilidad del régimen zarista, que amenaza con salir a flote de manera violenta. Otro tema recurrente suyo de estos años es el interés por los recursos ocultos de la naturaleza humana, interés que se plasma en una serie de «relatos misteriosos» como «El perro» (1870), «El sueño» (1877), «Canción del amor triunfante» (1881) o «Clara Milich» (1883).

En 1877, Turguéniev publica Tierra virgen, donde trata de representar la actitud de la juventud revolucionaria de su tiempo, su movilización a favor del pueblo ruso, especialmente con la agudización de la crisis social y económica en Rusia y el progresivo empobrecimiento de las masas campesinas tras las reformas de los años sesenta. También plasma el fracaso de esos intentos, que achaca a la incomprensión, el oscurantismo y el atraso civil de los campesinos. «La Rusia sin nombre no está preparada para la revolución y, probablemente, tampoco la necesite», ésa parece ser la conclusión final del autor. Pero Turguéniev reconoce la fuerza moral que anima a los revolucionarios e, incluso, concuerda con ellos en la identificación de los problemas políticos, sociales y económicos del país. Disiente, sin embargo, de los métodos revolucionarios, porque Turguéniev es un pastipiénovietz, un enemigo de la violencia, un partidario de los cambios paulatinos y graduales, si bien, llegado el momento, no duda en renegar del liberalismo huero auspiciado por la nobleza reformista y en saludar a ese otro movimiento demócrata civilizado, que comienza a surgir de las entrañas del pueblo.

Aunque Tierra virgen no salvó la brecha que le había separado de la joven generación revolucionaria y de los naródniki desde la publicación de Padres e hijos, la crítica favorable que hizo de ella Lávrov, cabeza visible del narodismo más atemperado, hizo que la recepción que el pueblo ruso le ofreció al visitar de nuevo su país en febrero de 1879 fuera de lo más calurosa.

Turguéniev había alcanzado el cénit de su carrera literaria y del reconocimiento internacional. Para los escritores occidentales, Turguéniev era uno de los mayores exponentes de la cultura rusa y el realismo literario europeo. En 1878, junto con Victor Hugo, preside el Congreso Internacional de Literatura que se celebra en París.

Ya en la primavera de 1882 se hicieron visibles los primeros síntomas de la penosa enfermedad que arrastraría a Turguéniev a la muerte. Una de sus últimas obras fue La lengua rusa, un himno lírico rebosante de fe y confianza en el destino nacional de Rusia. «En mis días de duda y de pesarosas reflexiones sobre el destino de mi patria, tú eres mi único sostén y apoyo. ¡Oh, sincera, poderosa y libre lengua rusa! De no ser por ti, ¿cómo podría haber evitado caer en la desesperación, al ver lo que se hacía en casa?…»

Turguéniev murió el 22 de octubre de 1883 en Bougival, cerca de París, y está enterrado en el cementerio Voljovói de Petersburgo.

Turguéniev, el frío acuarelista que huía del compromiso

Las obras más significativas de la literatura rusa del siglo XIX se caracterizan por ese afán de sacar a la luz y situar como objeto de discusión general los problemas sociales, políticos, éticos y filosóficos de su tiempo. Una riqueza temática que se convierte en la característica más definitoria de la literatura clásica rusa. Esa cualidad se manifiesta incluso en los títulos de las novelas, donde se da cuenta, en forma telegráfica y antitética, del problema del que se ocupará la obra: Guerra y paz de Tolstói, Crimen y castigo de Dostoievski, Lobos y ovejas de Ostrovski o Padres e hijos de Turguéniev.

Un título que, en Padres e hijos, resulta además engañoso. Porque no es el conflicto generacional el tema central de la novela, ni tan siquiera desempeña un papel decisivo en ella. Padres e hijos es un modelo de novela social-psicológica donde las vicisitudes de la realidad política y social se mezclan con una intriga amorosa. Pero la novedad de esta novela es que, en contraposición, por ejemplo, a Nido de nobles, Turguéniev da aquí prioridad absoluta a los conflictos políticos, sociales y económicos del momento. Y en la Rusia de 1850-1860 la cuestión más candente era la polémica sobre la reforma agraria y la abolición del régimen de servidumbre a que estaban sometidos los campesinos rusos, así como, ya en el plano político, el enfrentamiento que mantenían las dos opciones reales de oposición al régimen autocrático: la de la nobleza liberal y la de los grupos demócratas y revolucionarios.

Los demócratas revolucionarios, los naródniki Chernichievski y Dobroliúbov, veían claramente el carácter continuista de las reformas que se preparaban. Hablaban de la situación revolucionaria en la que se encontraba el país y llamaban al pueblo ruso a emprender acciones decisivas. Los liberales, por el contrario, depo­sitaban grandes esperanzas en las reformas y las consideraban el único medio para resolver la cuestión campesina en Rusia. Ésa también era la posición de Turguéniev, partidario de un programa de reformas graduales y enemigo declarado de cualquier estallido revo­lucionario, así como de las ideas de futuro de la democracia revolucionaria.

En una carta que escribe en abril de 1862 a uno de sus amigos más próximos, el poeta, dramaturgo y traductor Konstantin Sluchievski, Turguéniev le confiesa:

Toda mi novela es un alegato contra la aristocracia como clase de vanguardia. Vea si no la debilidad, la dejadez y las limitaciones intelectuales de Nikolái y Pável Petróvich o de Arkadi. Mi sentido estético me obligó a escoger a los mejores representantes de esa clase nobiliaria rural, para así desarrollar mejor el tema central de la novela… Si la nata es mala, ¿qué decir de la leche?

En efecto, Pável, Nikolái y Arkadi Kirsánov son gente buena y honrada. Si comparamos su actitud vital con la de otros representantes de la nobleza liberal que aparecen en la novela (con su pariente Koliazin, alto funcionario del gobierno de San Petersburgo, o con aquel otro personaje aún más secundario, el presidente provincial de la Cámara de Impuestos, un amante de la naturaleza, especialmente en verano, «cuando la abeja obtiene de cada florecilla su botín de polen», todo un ejemplar de corrupción funcionarial), a los ojos del lector salen ganando los Kirsánov.

En Padres e hijos está fielmente reflejada la impotencia creciente de esa nobleza liberal para llevar a cabo su programa reformista. Pável Kirsánov posee incluso ciertos rasgos de la intelligentzia nobiliaria rusa que, hacia los años sesenta, comienza a abandonar sus ilusiones liberales y a pasarse a las posiciones conservadoras y auto­cráticas. Turguéniev critica duramente a Pável, dejando claro que, aunque éste predique en un primer momento sobre el progreso, la constitución, la libertad de pensamiento y las libertades públicas, la suya es una falsa demostración de democratismo. Turguéniev no sólo lo representa como un maniático anglófilo, sino también como un idealista huero, que odia y desprecia las ideas materialistas de Bazárov, además de asumir y defender los privilegios feudales de la nobleza y el concepto aristocrático del honor.

En el personaje del débil y humano Nikolái Kirsánov, Turguéniev representó los rasgos característicos de los liberales reformistas moderados y sus deseos de adaptarse a los principios democráticos, a las «nuevas condiciones de la vida». Recibe amablemente a Bazárov y escucha con atención sus ideas, hasta el punto de asumir la caducidad de las suyas propias. Nikolái acepta los cambios: ha abolido la servidumbre en su propiedad y tiene cierta fama de «rojo» entre los propietarios de la región, pero su incompetencia y debilidad de carácter llevan su hacienda a la ruina. Todo el mundo le engaña: el administrador, los jornaleros, los campesinos arrendatarios. Y aunque luego la hacienda, ya en las manos directoras de Arkadi, se hace rentable, el padre, en su nuevo papel de juez de paz, sigue siendo igual de incompetente, pues no logra convencer a un solo propietario agrario de su región de las ventajas de las reformas.

La blandura y la irresolución alcanzan también al joven Arkadi. Su presunto «democratismo» termina en una especie de declamación liberal. Al comienzo de la novela imita a Bazárov en todo, pero cuando se distancia de él por cuestiones amorosas, deja asomar su verdadera identidad. Bazárov le llama «pequeño señorito liberal» y Turguéniev, al final de la novela, muestra a las claras su falta de convicciones.

Frente a todos estos representantes de la llamada nobleza liberal, Turguéniev planta a Bazárov, un portavoz de sus enemigos ideológicos, de la joven generación intelectual rusa surgida del Tercer Estado, los raznochnitzi, que propugnan la democracia y la revolución, esto es, la ruptura total con el régimen zarista.

Bazárov es el centro indudable de toda la novela: aparece en 26 de sus 28 capítulos. Además, Turguéniev le obliga a recorrer por dos veces el mismo circuito espacial –la hacienda de los Kirsánov, la mansión de Odintsova y la humilde casa paterna– para que todos los demás personajes giren a su alrededor, se comparen con él, sufran su influencia y contemplen a dos Bazárov completamente distintos: el Bazárov de la primera vuelta –nihilista, inteligente, trabajador y pagado de sí mismo, con gran capacidad de trabajo, que se hace respetar y vence dialécticamente a todos sus contrincantes– y el Bazárov de la segunda vuelta, un Bazárov dubitativo y penitente de su drama amoroso, que muere considerándose un «hombre superfluo» más.

Si el carácter de Bazárov suma tantas cualidades positivas, ¿por qué, entonces, le resulta tan antipático al lector?… La explicación está en la retahíla de defectos, tan amplia como la de cualidades, que le cuelga Turguéniev: egoísmo, soberbia, ausencia de bondad y piedad hacia el prójimo… Hasta el punto de que cuesta colocar a Bazárov en esa lista de héroes literarios creada por los grandes novelistas rusos del XIX: al lado de Oneguin, Pechorin, Bezújov, Andréi Volkonski. Incluso los personajes nihilistas de Chernichievski, Lopújov o Rajmétov parecen más humanos que Bazárov. También el Raskólnikov de Dostoievski guarda cierta similitud con él, pero mientras el primero está constantemente dudando, sufriendo y martirizándose, Bazárov, en comparación, es como una piedra de sílex. Más desagradable que Rudin o Insárov, otros personajes de Turguéniev. El autor acentúa casi en cada página la impetuosidad, la brusquedad, la dureza de carácter de Bazárov. Incluso el amor o la pasión laten en él de una manera tan potente y penosa, que más parece «maldad», una especie de maldad congénita. El amor de Bazárov produce respeto en Odintsova, pero miedo también.

[…] ¿Quería yo denostar o ensalzar a Bazárov?… Ni yo mismo puedo responder a esa cuestión, pues aún no sé si le quiero o le odio […]. Sólo sé que no tenía ninguna idea preconcebida, ninguna intención concreta al ponerme a escribir sobre él: lo hice de manera inocente, incluso sorprendiéndome a mí mismo de lo que iba surgiendo. Le diré una cosa: describí a todos estos personajes como podría describir una seta, unas hojas, un árbol; se me llenaron los ojos de ellos y me limité a dibujarlos.

Carta de Turguéniev a A. A. Feta, 6 de abril de 1862.

Al describir la figura de Bazárov, le atribuí un tono brusco e irrespetuoso y una total antipatía hacia el hecho artístico. Pero no lo hice con la estúpida intención de ofender a nuestra juventud… En este asunto poco tienen que ver mis inclinaciones personales. Al contrario, a muchos de mis lectores les sorprendería saber que, a excepción hecha de sus ideas respecto a la creación artística, comparto con Bazárov casi todos sus puntos de vista… Me acusan de estar de parte de los «padres»… ¡Precisamente a mí, que, al describir al personaje de Pável Kirsánov, pequé contra la verdad artística y llevé sus defectos hasta la caricatura!

Artículo de Turguéniev a propósito de la publicación de Padres e hijos.

Turguéniev hace participar a Bazárov de las teorías filosóficas y científicas que se difundían en aquellos tiempos: el materialismo ruso de Chernichievski y Dobroliúbov, así como las nociones del materialismo primitivo de los filósofos alemanes Friedrich Büchner y Karl Vogt. Si Chernichievski habla de la necesidad de pasar de lo empírico a la idea, Bazárov no acepta el proceso racional como una etapa superior de la materia organizada y sobrevalora lo empírico, considerándolo como única fuente de conocimiento. El pensamiento mecanicista de Bazárov se refleja en esa identificación que hace entre los fenómenos sociales y los fenómenos naturales: «Las personas son como los árboles de un bosque; ni un solo botánico se ocuparía de cada abedul en particular». Elemento este que parece copiado de los teóricos alemanes del materialismo vulgar, Vogt y Büchner.

El personaje del intelectual demócrata de los años sesenta le salió a Turguéniev más complejo y contradictorio que el personaje de «hombre superfluo» de Rudin. Y ese espíritu contradictorio se muestra en las opiniones de Bazárov sobre el pueblo llano, la ciencia, el arte, etcétera.

Por un lado, Bazárov advierte su relación de sangre con el pueblo: su «abuelo araba la tierra»; los chicos de la servidumbre se van con él a coger ranas; los criados le ven como un igual… Pero, por otro lado, a veces Bazárov menosprecia al pueblo o ironiza a su costa. «Nuestro mujik se da por contento con robarse a sí mismo con tal de poder emborracharse en la taberna.» Y ese pueblo, casi al final de la novela, le responde con la misma moneda: «Cosas del señor. ¡Qué puede saber él!».

¿Cómo explicar esta contradicción?… Sin duda, porque Turguéniev quería constatar que los intelectuales demócratas de los años sesenta (Chernichievski, Nekrásov o Uspienski) criticaban con severidad los prejuicios populares, la actitud servil de los mujiks, su pasividad… Aunque esa desconfianza en el pueblo ruso fuera contraria al propio espíritu de los demócratas revolucionarios.

Turguéniev también quiso adjudicar a Bazárov los rasgos típicos del científico naturalista-materialista ruso de la segunda mitad del siglo XIX. Bazárov es un experimentalista y se muestra tan enemigo de la ciencia abstracta como de la filosofía idealista o meramente especulativa. Bazárov es partidario de una ciencia aplicada y concreta, de una ciencia basada en la experiencia y próxima al materialismo. Los experimentos con seres vivos, por ejemplo, llevaron por aquellos años a las primeras formulaciones de la teoría celular; y la observación directa del mundo animal en su entorno, a la teoría de la selección natural de las especies. Por esa razón, Turguéniev pone a Bazárov a diseccionar ranas y a observar cultivos con su microscopio. Darwin publica El origen de las especies en 1859 y el químico ruso Aleksánder Bútlerov formula por primera vez la teoría de la estructura química en 1861. Hechos que no podía obviar Turguéniev.

Turguéniev, después de emplazar a Bazárov en las filas demócratas y de reconocer la validez de sus aficiones científicas y experimentalistas, choca claramente con su personaje al hacerle compartir las ideas que los nihilistas tenían en relación con la creación artística. Bazárov reniega del arte y de las teorías estéticas… ¿Por qué?… Aunque Turguéniev no lo explica, lo cierto es que los círcu­los intelectuales liberales trataban por entonces de desviar hacia «el arte puro» la creciente preocupación que la juventud ilustrada mostraba por los problemas sociales y políticos que aquejaban al país. Maniobra a la que se opusieron los círculos demócratas a través de Chernichievski, con su rotunda defensa del realismo estético, esto es, el derecho del arte a emitir su veredicto sobre la rea­lidad. Pero eso no es óbice para que, de cara al gran público, Turguéniev obligara a Bazárov a renegar no ya sólo de Rafael Sanzio o de Shakespeare, sino hasta del mismo Pushkin, el poeta ruso por excelencia, el preferido del pueblo. Algo que sólo se explica por el hecho de que los liberales habían convertido a Pushkin en el «máximo valedor del arte por el arte», en su abanderado contra la teo­ría del realismo estético que los narodistas propugnaban.

En Padres e hijos los conflictos sociales o ideológicos se compaginan con la intriga amorosa. En realidad, la intriga amorosa se desplaza a un segundo plano. Y aunque Turguéniev la despache en tan sólo cinco capítulos, esa intriga cumple un gran papel a la hora de caracterizar a los principales protagonistas. Bazárov, hasta el momento en que declara su amor a Odintsova a mitad de la novela, se muestra como una persona confiada en sus fuerzas. Su declaración de amor es como un punto de inflexión. A partir de entonces, Bazárov comienza a pensar en clave pesimista («Cada hombre cuelga de un hilo y en cualquier minuto el abismo se puede abrir bajo nosotros»), cae en la melancolía, pierde la confianza en sí mismo…

¿Cómo se explica esta transformación del personaje? Para Turguéniev, la ideología y la política son manifestaciones relativas y pasajeras en el devenir histórico. Son limitadas de por sí y pasan a un segundo plano, reconociendo su inconsistencia al contrastarse con las leyes «eternas» de la naturaleza, como pueden ser el amor y la muerte. Aunque también es cierto que, en el desenlace de la intriga amorosa, resulte clave el hecho de que Anna Odin­tsova no encaje en el prototipo femenino que Turguéniev acostumbraba a ofrecer a sus lectores. A diferencia de las jóvenes, dulces y poéticas heroínas, típicamente «turguenianas» (Liza Kalitina, Asia, Gemma), Odintsova no vive con el corazón, sino con la razón. Utilizando la terminología del propio Bazárov, Odintsova no es una mujer rumiante, sino una mujer felina, una mujer de presa. Bazárov logra interesarla, incluso herirla, pero no la cambia ni la vence.

En Padres e hijos los personajes secundarios también desempeñan un papel importante. Con sus tintes caricaturescos, Sítnikov y Kúkshina contrastan y dan esplendor a la «seriedad» de Bazárov. Si Bazárov es el típico representante de la joven generación de demócratas, Sítnikov y Kúkshina son simples imitadores que sólo asimilan los rasgos externos y livianos del nihilismo. Los ancianos Bazárov no sólo provocan una gran simpatía en el lector con su bondad, honradez y nobleza de pensamiento, sino que también contribuyen a perfilar al Bazárov intransigente, al hombre duro acostumbrado a no hacer ningún tipo de concesión, ni siquiera a doblegarse ante los poderosos sentimientos filiales.

Turguéniev, como gran maestro de la palabra y de la creación literaria que es, utiliza un amplio arsenal de recursos artísticos para definir el carácter y el mundo interior de sus personajes. Y si se comparan las novelas de Turguéniev con las de Gógol, Gonchárov, Dostoievski o Tolstói, esas claras diferencias compositivas saltan inmediatamente a la vista. Así, si Gógol se inclina por la caracterización indirecta, haciendo uso del entorno, la vestimenta o el mundo de objetos que rodean al personaje (Manílov, Sobakiévich); si en las novelas de Gonchárov predomina la caracterización estática del personaje, el retrato naturalista de su vida cotidiana, con un gran derroche de información «fisiológica» incluida (Oblómov, Zájar, Pshienitsin); si Dostoievski se inclina a la caracterización psicológica (Raskólnikov, Mishkin, Aliosha Karamazov) y Tolstói prefiere una especie de síntesis entre la carac­terización retratista y la psicológica, ayudándose además del diálogo (Natasha Rostova, Andréi Bolkonski, Nejliúdov…), Turguéniev, en cambio, es un especialista del diálogo y del retrato y la descripción física de sus personajes.

Es tan importante el diálogo en Padres e hijos que no sería correcto considerarlo un simple recurso técnico del escritor. El diálogo en la novela se centra en las discusiones pasionales sobre temas políticos y filosóficos. Frente a sus oponentes, Bazárov aparece como un polemista breve y lacónico y, si bien no se esfuerza en hablar «bonito», siempre resulta ganador.

Otra habilidad literaria de Turguéniev es esa capacidad para retratar a sus personajes, que tanto recuerda a Gógol. El cantamañanas Sítnikov baja de un coche en marcha, llama a Bazárov a gritos, gira brincando alrededor de él, se ríe sin ton ni son… Las expresiones excesivamente educadas y los anglicismos de Pável Petróvich nos informan de su origen, sus gustos, su anglofilia. Retrato personal que, a veces, va precedido por una descripción explicativa del entorno espacial y el mundo de objetos que rodea a los personajes. «La tarjeta de visita torcida y clavada» junto a la campana de entrada de su casa y «las gruesas revistas rusas apiladas y cubiertas de polvo» ya nos informan del personaje de Kúkshina: una mujer de «ideario progresista», pero también descuidada, cómica, artificial y carente de autoestima. La casa de Odintsova, de un fasto desmedido, aunque carente de gusto, sugiere la artificialidad, el oportunismo y el sentido práctico que animan vitalmente al personaje…

El crítico ruso Yuli Eichenwald (1872-1928) escribió a propósito de Padres e hijos:

Turguéniev no es un escritor profundo. Su creación, en muchos aspectos, gira en torno a tópicos. Si Strájov calificó sus páginas de «acuarela», eso es cierto no sólo en relación con su estilo literario, su suavidad exterior, su tono distante, sino también en relación con la cara interna de su trabajo literario […]. Turguéniev habla de todo: en su obra hay muerte, horror, locura, pero todo está descrito superficialmente, en tonos demasiado ligeros. Se puede decir que su relación con la vida es fácil y suave […]. Turguéniev es un «turista de la vida». Va a todos los sitios, todo lo observa, pero no se queda mucho tiempo en ningún sitio […]. Rico, variado, interesante, sin embargo, carece de énfasis, de entusiasmo, de profundidad en lo que escribe. Muestra la realidad, pero antes de hacerlo le extrae el corazón, la médula […]. Turguéniev nunca penetra lo suficiente en sus personajes como para mezclar en ellos su propia personalidad de autor; pocas veces los acepta de corazón, pues para eso sería necesario ciertas dosis de ese compromiso social y político, al que él es tan ajeno.

Por ejemplo, en la cuestión de la liberación de los siervos de la gleba de febrero de 1861, Turguéniev prestó unos servicios publicísticos y de crítica extraordinarios. Tuvo incluso el mérito de liberar a sus siervos antes de la fecha fijada por el gobierno. En las descripciones que hace del agro ruso, se esfuerza por resaltar algunas caras concretas de esa masa informe que es el campesinado ruso. Sin embargo, no dice nada sobre las penalidades de la servidumbre, ni de la sangre y el dolor que han ocasionado esa desvergonzada epopeya esclavista. Al contrario, lo pinta todo como si fuera una acuarela plana e inofensiva […]. Es fácil leer a Turguéniev. Con él la vida es fácil: nunca asusta ni aterroriza; por muy terribles que sean sus historias, nunca molestará al lector […]. Cuando escribe, Turguéniev siempre es consciente de que existe un público… y también una crítica.

Y termino con esta confidencia de Lev Tolstói a su viejo amigo Piotr Pletniev en mayo de 1862, a propósito de Padres e hijos:

La novela de Turguéniev me ha entretenido mucho, pero me ha gustado bastante menos de lo que esperaba. Mi mayor reproche es que la novela resulta fría, algo impropio del talento de Turguéniev. Todo está expuesto de una manera inteligente, muy exacta, muy artística; todo muy edificante, muy justo. Pero no he encontrado una sola página que haya sido escrita con el corazón y, por eso mismo, ni una sola página me ha llegado al alma.

Rafael Cañete Fuillerat

[1] Narodismo: movimiento revolucionario ruso que alcanzó su apogeo en 1860-1870 y que surgió en respuesta a la crisis y el empobrecimiento del campesinado ruso, que siguió a la liberación de los siervos de la gleba y las reformas agrarias de esos años. El narodismo no tenía una organización definida, pero los distintos grupos que lo formaban compartían la lucha contra la monarquía y los abusos de la nobleza y los kulaks, los grandes terratenientes burgueses rusos, así como la necesidad perentoria de distribuir la tierra entre los campesinos. Los naródniki creían en la posibilidad de llegar al desarrollo económico e industrial del país sin necesidad del capitalismo, al que querían sustituir por un cierto tipo de socialismo. Los naródniki estaban representados por Ograriov y Bakunin.

Padres e hijos

Dedicado a

Vissarión Grigórevich Bielinski

I

—¿Qué, Piotr, no se ve nada todavía? –preguntaba el 20 de mayo de 1859 un hacendado de algo más de cuarenta años, enfundado en un abrigo cubierto de polvo y unos pantalones a cuadros, que salía al porche de techo bajo de una venta en el camino de ***. La pregunta se la dirigía a un criado joven y mofletudo, con una pelusa blanquecina en la barbilla y ojitos pequeños de mirada apagada.

El sirviente, en el que todo –el pendiente color turquesa de la oreja, los cabellos abigarrados y untados en grasa, los ademanes corteses–, en una palabra, todo, revelaba que era un hombre a la última, de la nueva generación, oteó servicial a lo largo del camino y respondió:

—Pues no, no se ve nada.

—¿Nada? –repitió el hacendado.

—Nada –respondió el criado por segunda vez.

El terrateniente suspiró y se dejó caer sobre un banco. Y ahora, mientras está sentado con las piernas dobladas, mirando pensativo a su alrededor, aprovecharemos para presentárselo al lector.

Se llama Nikolái Petróvich Kirsánov. A unas quince verstas[1] de esta venta, posee una hermosa hacienda con unas doscientas almas…, o de más de dos mil desiatinas[2]