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Iván Turgueniev

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Beschreibung

Iván Serguéievich Turguéniev, (1818 - 1883) fue un escritor, novelista y dramaturgo, considerado uno de los grandes novelistas de la era victoriana, junto con Thackeray, Hawthorne, y Henry James, aunque su estilo fue muy diferente de estos escritores estadounidenses y británicos. También ha sido comparado con sus compatriotas Lev Tolstói y Dostoievski, quienes escribieron sobre circunstancias y temas similares. Publicada en 1862, tan solo un año después de la emancipación de los siervos rusos, y durante un período en el que los jóvenes intelectuales rusos hacían campaña cada vez más en favor de la revolución, "Otti i deti" Padres e hijos fue una novela de su tiempo al describir a dos generaciones con valores sociales y políticos muy diferenciados. Padres e hijos es reconocida como uno de los trabajos de ficción más importantes del siglo XIX. La obra hace parte de la famosa colección: "1001 Libros que Hay que Leer Antes de Morir".

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Iván Turguéniev

PADRES e HIJOS

Título original:

“Otti i deti“

Primera edición

Sumario

PRESENTACIÓN

PADRES E HIJOS

PRESENTACIÓN

Sobre el autor y obra:

Iván Serguéievich Turguéniev, también escrito Turguénev (Oriol, Imperio ruso; 9 de noviembre de 1818 - Bougival, Francia; 3 de septiembre de 1883) fue un escritor, novelista y dramaturgo, considerado el más europeísta de los narradores rusos del siglo xix.

Fue miembro correspondiente de la Academia Imperial de Ciencias en la categoría de lengua y literatura rusas (1860), doctor honorífico de la Universidad de Oxford (1879) y miembro honorífico de la Universidad Imperial de Moscú (1880).

El sistema artístico que creó influyó en la poética no solo de la novela rusa, sino también de la de Europa occidental de la segunda mitad del siglo xix. Iván Turguénev fue el primero en la literatura rusa en estudiar la personalidad del «hombre nuevo»:​ los años sesenta, sus cualidades morales y sus características psicológicas, gracias a él el término «nihilista» fue ampliamente utilizado en ruso. El estudio de los trabajos de Turguénev es una parte obligatoria del currículo escolar integral de Rusia. Las obras más famosas: la serie de cuentos Memorias de un cazador, Padres e hijos, Nido de nobles, Mumú y  Primer amor.

La Carrera literaria

El primer éxito literario de Turguénev fue Diario de un cazador, conocido también como Memorias de un cazador o Relatos de un cazador. Basada en las propias observaciones del autor mientras cazaba pájaros o liebres en la región natal de su madre, Spásskoye, la obra apareció en forma de colección de cuentos en 1852.

De su fama habla el hecho de que se dijera que el futuro zar Alejandro II se viera muy influido por el libro en su decisión sobre la emancipación de los siervos y que su influencia haya sido señalada como equivalente a la de La cabaña del tío Tom en los Estados Unidos. En ese mismo año, entre el Diario... y su primera novela importante, Turguénev escribió un notable obituario para su ídolo Gógol en la Gazeta de San Petersburgo;

El censor de San Petersburgo no aprobó esta idolatría, pero Turguénev lo convenció para publicarla. Tal oscura estrategia le valió al joven escritor un mes de prisión, y el exilio a su región de origen por cerca de dos años.

En la década de 1840 y principios de 1850, durante el reinado del zar Nicolás I, el clima político de Rusia era agobiante para muchos escritores. Esta circunstancia se hizo evidente con la desaparición y subsecuente muerte de Gógol, la opresión notoria, persecución y arresto de artistas, científicos y escritores, incluido Dostoyevski. En esta época, miles de intelectuales rusos emigraron a Europa, entre ellos Aleksandr Herzen y el mismo Turguénev.

De este período son varias póvesti4​ (novelas cortas) como Diario de un hombre superfluo, Viaje del quinto caballo, Fausto o La tregua. En todas ellas Turguénev expresa las ansiedades y esperanzas de su generación. En 1858, escribió su novela Nido de hidalgos (o Nido de nobles, Дворянское гнездо, publicada en 1859), historia de la nostalgia por lo perdido, que contiene a uno de sus personajes femeninos más memorables, Lisa.

En 1855, Alejandro II se convirtió en Zar, y el clima político se tornó más relajado. En 1859, Turguénev escribió su novela En vísperas (Накануне), retrato del revolucionario búlgaro Dmitri Insárov.

En 1862, se publicó Padres e hijos, su trabajo más reconocido. El personaje principal, Bazárov, se convirtió en arquetipo de los personajes de ficción de la novela rusa de la época.

La crítica de aquel momento no tomó la novela en serio, y, desilusionado, Turguénev comenzó a producir menos. Su siguiente obra, Humo, se publicó en 1867 y, de nuevo, la recepción en su propio país fue poco entusiasta. Durante esta época escribió también otras novelas cortas como «Aguas primaverales», «Primer amor» y «Ásya/Ánushka», que posteriormente se reúnen en tres volúmenes. Sus últimas obras fueron Poesía y prosa y Clara Mílich, publicados en el Mensajero de Europa

Turguéniev es considerado uno de los grandes novelistas de la era victoriana, junto con Thackeray, Hawthorne, y Henry James, aunque su estilo fue muy diferente de estos escritores estadounidenses y británicos. También ha sido comparado con sus compatriotas Lev Tolstói y Dostoievski, quienes escribieron sobre circunstancias y temas similares.

Escribió novelas cortas como Primer amor, Humo, o la colección de cuentos Memorias de un cazador, que refleja con realismo la vida del campo y de los siervos.

En sus novelas de ambientación rural los temas dominantes son la frustración vital, los amores fallidos, la crítica a la vida rusa o las nuevas ideologías.

Destacan los títulos Rudin, Nido de nobles y Padres e hijos. Esta última es posiblemente su mejor novela, donde plantea la diferencia entre dos generaciones a causa del pensamiento nihilista, muy en boga en la época en que fue escrita. la novela

Sobre: Padres e hijos:

Publicada en 1862, tan solo un año después de la emancipación de los siervos rusos, y durante un período en el que los jóvenes intelectuales rusos hacían campaña cada vez más en favor de la revolución, “Otti i deti” Padres e hijos fue una novela de su tiempo al describir a dos generaciones con valores sociales y políticos muy diferenciados.

El personaje central, y el más memorable, es el autoproclamado nihilista Bazarov, quien afirma no aceptar ninguna forma de autoridad, y quien solo está interesado en ideas que puedan verificarse mediante el materialismo científico. La narración sigue a Bazarov y su acólito Arkady cuando visitan la casa de sus padres, lo que da como resultado un enfrentamiento entre el viejo orden de los padres tradicionales y quienes les desafían, sus hijos idealistas. Así como las resonancias políticas contemporáneas, este antagonismo demuestra el conflicto eterno entre jóvenes y mayores. También se exploran las tensiones de la relación entre el carismático y dominante Bazarov y su discípulo, cuyas diferencias se ponen de manifiesto cuando se enamoran de la misma mujer.

El talento de Turguéniev reside en el nivel de caracterización: la profunda (in)comunicación que se establece entre ambos protagonistas asegura que, incluso cuando sus actos y retórica pueden parecer mal encaminados, al final son comprensibles y extremadamente humanos. Padres e hijos sigue siendo un clásico, y procede a un hermoso examen de la necesidad y la energía del idealismo juvenil, y de sus peligros.

Padres e hijos es reconocida como uno de los trabajos de ficción más importantes del siglo XIX. La obra hace parte de la famosa colección: “1001 Libros que Hay que Leer Antes de Morir”.

PADRES E HIJOS

Capítulo 1

 — ¿Y qué, Piotr? ¿No ves nada todavía? — preguntaba, el 20 de mayo del año 1859, saliendo sin sombrero a la escalinata de la Casa de Postas, en la calzada, un caballero cincuentón, que vestía un paleto corto y polvoriento y pantalones a cuadros, a su criado, un mocetón mofletudo, con rubio vello en la sotabarba y unos ojillos pequeñines y turbios.

El criado, que en todos sus detalles — el mechoncito de pelo sobre la oreja, los cabellos de vario color y dados de pomada y los finos modales; en todo, en una palabra — delataba a un joven de la novísima generación perfeccionada, miró, condescendiente, a lo largo del camino, y respondió:

 — No se ve a nadie.

 — ¿Que no se ve? — repitió el caballero.

 — No se ve — por segunda vez respondióle el criado.

Suspiró el señor y se sentó en un taburete. Se lo presentaremos al lector, en tanto permanece sentado, moviendo los pies y mirando pensativo en torno suyo.

Llamábase Nikolai Petrovich Kirnasov. Poseía, a quince verstas de la Casa de Postas, una buena propiedad, con doscientas almas, o, según él decía, desde que hizo el reparto con los campesinos y fundó su granja, con dos mil desiatinas1 de tierra. Su padre, general el año 1812, un ruso poco instruido, rudo, pero no malo, aguantó toda su vida la cincha; mandó, primero, una brigada: luego, una división, y vivió siempre en provincias, donde, en virtud de su empleo, desempeñaba un papel bastante principal. Nikolai Petrovich era nacido en la Rusia meridional, lo mismo que su hermano mayor Pavel, del cual hablaremos después, y hasta los diecisiete años crióse en la casa paterna, rodeado de ayas baratas, desenfadadas, pero serviles con los ayudantes y demás personalidades distinguidas, militares y civiles. Su madre, de apellido Koliasin, Agathe de soltera, y de casada, Agazokleya Kusminischna Kirnasova, pertenecía al número de las "madrecitas — comandantas", gastaba unas tocas pomposas y crujientes trajes de seda; en la iglesia era la primera en acercarse a la cruz; hablaba alto y mucho; por las mañanas daba a besar a sus hijos la mano; y por la noche los bendecía: en una palabra, vivía enteramente a su gusto.

A fuer de hijo de general, Nikolai Petrovich, aunque no sólo no se distinguía por su bravura, sino que hasta merecía el remoquete de cobardón, estaba obligado, igual que su hermano Pavel, a ingresar en el servicio militar, pero se estropeó adrede un pie el mismo día que se recibió la noticia de su nombramiento, y después de pasarse dos meses en cama, quedó cojo para toda su vida. Su padre no insistió con él y lo relegó al servicio civil. Llevólo a Petersburgo cuando sólo contaba dieciocho años y lo hizo ingresar en la Universidad. En el entretanto, su hermano era ya oficial en el regimiento de la Guardia. Ambos jóvenes vivían juntos en un mismo cuarto, bajo la lejana vigilancia de un tío suyo por parte de madre, llya Koliasin, un funcionario importante. El padre quedóse en su división con su esposa, y apenas si, de cuando en cuando, enviaba a sus hijos grandes fajos de papeles grises, garrapateados con una letra ancha de amanuense. Al pie de esos papeles, gallardeaban, cuidadosamente rodeadas de trazos, estas palabras: "Piotr Kirnasov, general — mayor". En 1835, Nikolai Petrovich salió de la Universidad como candidato, y aquel mismo año, el general Kirnasov, obligado a pedir el retiro, después de una desdichada inspección, fuese a vivir a Petersburgo con su esposa. Alquiló una casa junto al jardín Tavricheskii, y se inscribió en el Club Inglés; pero inopinadamente murió de apoplejía. Agazoldeya Kusminischna siguióle poco después: no podía acostumbrarse a la opaca vida en la capital; consumíala la pena de aquella su retraída existencia. A todo esto, Nikolai Petrovich hubo de enamorarse, todavía en vida de sus padres y con no poca contrariedad por parte de ellos, de la hija del funcionario Prepolovenskii — el antiguo patrón de su cuarto — una linda muchacha, y lo que se dice culta: leía los artículos serios de los periódicos en la sección Ciencias. Casóse con ella, no bien se cumplió el plazo del luto, y dejando el Ministerio de Rentas, donde, por influencias de su padre, estaba empleado, vivió feliz con su Mascha2, primero en un hotelito cerca del Instituto Forestal, luego en la ciudad, en un cuartito pequeño, pero muy mono, con una pulcra escalera y un frío comedor, y por último..., en la aldea, donde se asentó definitivamente y donde al poco tiempo le nació su hijo Arkadii. Ambos esposos llevaban una vida muy gustosa y plácida; no se separaban casi nunca, leían juntos, tocaban el piano a cuatro manos, cantaban dúos; ella cuidaba flores y atendía al cuarto de los pájaros; él, de cuando en cuando, salía de caza, y entendía en los asuntos de la propiedad, y Arkadii iba creciendo y creciendo ... también feliz y plácidamente. Diez años se les pasaron como un sueño. El 47, la mujer de Kirnasov se extinguió. Milagro fue que resistiera él ese golpe; encaneció en unas semanas; marchó al extranjero, para distraerse allí un poco..., y allí seguía el año 48. De mala gana volvióse luego a la aldea y, tras largo período de inacción, ocupóse en reformar su hacienda; el año 55, hizo ingresar a su hijo en la Universidad; pasó con él tres inviernos en Petersburgo, sin ir casi a ninguna parte y procurando hacer amistad con los jóvenes compañeros de Arkadii. Pero el último invierno no lo pudo aguantar, y ahora lo vemos,en mayo de 1859, ya con todo el pelo blanco, gordo y cargado de espaldas; esperaba a su hijo, que acababa de salir, como él antaño, candidato.

El criado, por un sentimiento de decoro, y acaso no queriendo quedarse ante su señor, salióse a la puerta y atizó la estufa. Nikolai Petrovich bajó la cabeza y se puso a mirar los gastados peldaños de la escalinata; poco a poco fuésele acercando un pollito cebón de abigarrado plumaje, a embestirle con sus amarillos espolones; un sucio morrongo quedósele mirando con ojos hostiles y empezó a subir con muchas precauciones las gradas. El sol quemaba; del vestíbulo en penumbra de la Casa de Postas salía un vaho de pan caliente. Nuestro Nikolai Petrovich soñaba: "Mi hijo..., candidato ... ¡Mi Arkascha!"3. Esas palabras dábanle vueltas sin cesar en la mente; probaba a pensar en cualquier otra cosa, y recaía en las mismas ¡deas. Se acordaba de su difunta esposa... "¡No aguardó!", murmuraba con tristeza... Una gordezuela paloma azul oscuro revoloteaba por el camino y se dirigía, presurosa, a beber en un charco junto al pozo. Nikolai Petrovich púsose a contemplarla; pero sus oídos percibieron ya el rumor del coche que se aproximaba...

 — ¡Ya llegan! — informóle el criado, apartándose de la puerta.

Nikolai Petrovich se estremeció y tendió la vista a lo largo del camino. Divisó un tarantas4, tirado por una troika5 de caballos de relevo; en el tarantas dejáronse ver, en el borde de un uniforme de estudiante, las conocidas facciones del hijo querido...

 — ¡Arkascha, Arkascha! — gritó Kirnasov, y echó a correr y agitó las

manos... Unos segundos después sus labios se apretaban contra la imberbe, polvorienta y encendida mejilla del joven candidato.

Capítulo 2

 — Pero aparta, papascha — clamó la voz, algo bronca por el viaje,

pero de timbre juvenil, de Arkadii, respondiendo alegremente a las paternas caricias — te voy a llenar todo de polvo.

 — ¡Nada, nada! — respondió sonriendo beatíficamente, Nikolai Petrovich; y descargó dos palmaditas en la capa de cuello vuelto del hijo y en su propio paleto — Ven acá, ven acá — añadió luego, apartándose, y con paso presuroso dirigióse a la Casa de Postas, murmurando — ¡Aquí, aquí caballos en seguida!

Nikolai Petrovich parecía mucho más emocionado que su hijo; se aturdía literalmente, se aturrullaba. Arkadii lo contuvo.

 — Papascha — dijo — permíteme que te presente a mi buen amigo Basarov, del que tanto te hablaba en mis cartas. Es tan amable, que ha aceptado pasar unos días con nosotros.

Volvióse prontamente Nikolai Petrovich, y llegándose a un joven de alta estatura, con una larga blusa con correas, que acababa de apearse del tarantas, estrechóle con fuerza la huesuda y roja mano que aquél tardó en tenderle.

 — Celebro cordialmente — empezó Nikolai Petrovich — y le agradezco su amable intención de pasar unos días con nosotros; espero... tenga la bondad de decirme su gracia y de dónde es...

 — Yevguenii Vasiliev... — respondió Basarov con voz indolente, pero varonil, y apartando el cuello de su blusa, mostróle a Nikolai Petrovich todo el rostro. Largo y seco, con una ancha frente, una nariz por arriba chata y por abajo aguda, grandes ojos verdes y lacias patillas de color de arena, se animaba con una plácida sonrisa y denotaba aplomo y talento.

 — Espero, querido Yevguenii Vasilievich, que no se aburrirá con nosotros — siguió diciendo Nikolai Petrovich. I

Moviéronse los finos labios de Basarov; pero no respondió palabra y se limitó a quitarse la gorra. Sus cabellos, de un rubio oscuro, largos y espesos, encubríanle la marcada protuberancia de su amplio cráneo.

 — ¡Inmediatamente, inmediatamente, Arkadii — siguió diciendo Nikolai Petrovich, dirigiéndose a su hijo — ahora mismo prepararemos los caballos!... Digo, si no queréis descansar un rato...

 — En casa descansaremos, papascha; manda prepararlos.

 — Ahora mismo, ahora mismo — repitió su padre — ¡Eh, Piotr! ¿no me has oído? ... Date más prisa, hermano.

Piotr que, a fuer de servidor perfecto, no se acercaba demasiado a su señor, y sólo a distancia se inclinaba ante él, volvió a desaparecer por la puerta.

 — Yo tengo aquí un coche; pero para tu tarantas dispongo de una troika — explicó atropelladamente Nikolai Petrovich, en tanto Arkadii bebía un poco de agua en la escudilla de hierro traída por la patrona de la Casa de Postas y Basarov fumaba su pipa, atizaba la estufa y se llegaba al cochero ocupado con los caballos — Sólo un cochecillo de dos asientos, y no sé cómo tu amigo... , , ... .. ..

 — Él irá en el tarantas — atajóle, alzando la voz, Arkadii — No tienes que andar con él con cumplidos... Es un chico extraordinario, tan sencillo... ¡Ya lo verás! ............. . „

El cochero de Nikolai Petrovich salió con los caballos.

 — Bueno, ¡vuélvete, pues, barbazas! — dijo Basarov al cochero.

 — Escuchas, Mitiuja?7 — exclamó el otro cochero, que estaba allí con las manos metidas en las aberturas traseras del pellico — ¿Como te llama el señor? ¡Pues, barbazas!

Mitiuja limitóse a sacudir el gorro y tirar de las riendas al sudoroso caballo.

 — ¡Más vivo, más vivo! — exclamó Nikolai Petravich — Daos prisa, que habrá vodka.

En un santiamén quedaron uncidos los caballos; padre e hijo montaron en el coche; Piotr se encaramó en el pescante; Basarov saltó al tarantas y reclinó la cabeza en la almohadilla de cuero... y ambos vehículos arrancaron.

Capítulo 3

 — ¡Ea, por fin eres ya licenciado y te encuentras de vuelta en casa! — dijo Nikolai Petrovich, dándole a su hijo cariñosas palmaditas, ya en el hombro, ya en las rodillas — ¡Por fin!

 — ¿Y el tío? ¿Está bien de salud? — preguntó Arkadii, que, pese a la alegría ingenua, casi infantil, que lo embargaba, quería encauzar cuanto antes el diálogo por los cauces de lo habitual.

 — Bien. Quería venir conmigo a recibirte; pero luego, no sé por qué, cambió de opinión.

 — ¿Tuviste que aguardarme mucho rato? — preguntó Arkadii.

 — Pues cerca de cinco horitas.

 — ¡Oh, qué bueno eres, papascha!

Volvióse Arkadii bruscamente hacia su padre y estampó un ruidoso beso en su mejilla. Nikolai Petrovich rio beatífico.

 — ¡Ya verás qué caballito tan lindo te tengo reservado! — empezá — Y te he empapelado también tu cuarto.

 — Y para Basarov, ¿habrá también habitación?

 — Ya encontraremos alguna para él.

 — Mira, papascha; te ruego que lo trates con mimo. No podría ponderarte bien hasta qué punto estimo su amistad.

 — ¿No hace mucho que lo conoces?

 — No.

 — Lo decía, porque el invierno pasado no lo vi. ¿A qué se dedica?

 — El objeto principal de sus estudios son... las ciencias naturales. Pero él lo sabe todo; piensa doctorarse el año que viene.

 — ¡Ah! Sí; en la Facultad de Medicina — observó Nikolai Petrovich, y quedóse callado. Luego, tendiendo la mano, añadió — Piotr, ¿son nuestros campesinos esos que pasan?

Miró Piotr al punto que su señor le indicaba. Unas cuantas teliegas8, tiradas por caballos sin arreos, corrían, ligeras, por el angosto camino vecinal. En cada teliega iban uno o dos campesinos, con los pellicos desabrochados.

 — Sí; ellos son — confirmó Piotr.

 — ¿A dónde irán? ¿A la ciudad acaso?

 — Es de suponer. A la taberna — añadió despectivamente, y se inclinó un poco hacia el auriga, como buscando su aprobación. Pero el cochero no se inmutó siquiera; era un hombre chapado a la antigua, y que no compartía las nuevas ¡deas.

 — Este año me han dado mucho que hacer esos campesinos — continuó Nikolai Petrovich, dirigiéndose a su hijo — No pagan la renta. Pero tú, ¿qué piensas hacer?

 — ¿Estás contento con tus jornaleros? — preguntó Arkadü.

 — Sí — murmuró entre dientes Nikolai Petrovich — Ahora, que los azuzan; eso es lo malo, y no ponen nada de su parte. Estropean todos los planes. Hacen que hacen... , tienen el pan seguro. Pero dime: ¿es que ahora te interesa la hacienda?

 — A nuestra casa no le da la sombra, y es una lástima — observó Arkadü, eludiendo contestar a la pregunta de su padre.

 — En la parte del Norte hice poner sobre el balcón una gran marquesina — explicó Nikolai Petrovich — Ahora se puede comer allí al aire libre.

. — Se parecerá mucho a una quinta... Pero, al fin y al cabo, todo eso son futesas. ¡Qué aires estos! ¡Qué bien huele! ¡De veras, me parece que en ninguna parte del mundo huele como en estas tierras!... Y no digamos nada de este cielo...

Detúvose Arkadü de pronto, lanzó una furtiva mirada atrás y se calló.

 — Sin duda — asintió Nikolai Petrovich — aquí naciste tú, y es lógico que todo aquí te parezca especial...

 — ¡Bah!, papascha, el lugar en que el hombre haya nacido no tiene importancia.

 — Sin embargo ...

 — No; es un detalle absolutamente insignificante.

Nikolai Petrovich miró de soslayo a su hijo, y ya llevaría andada el cochecillo media versta, cuando se reanudó el diálogo entre padre e hijo.

 — No recuerdo si te escribí — empezó Nikolai Petrovich — que tu antigua ama, Yegorovna, murió.

 — ¿Sí? ¡Pobre viejuca! ¿Y Prokofich, vive?

 — Vive y no ha cambiado lo más mínimo. Hace la misma vida de siempre. En general, no advertirás grandes cambios en Marino.

 — ¿Sigues teniendo el mismo prikaschik?9

 — No; lo cambié en cierto modo. Decidí no tener conmigo más viejos criados manumitidos o, por lo menos, no confiarles nunca cargos de responsabilidad — Arkadü indicóle con la mirada a Piotr — II est libre, en effet

7

 — observó en voz alta Nikolai Petrovich — pero, mira, es mi ayuda de cámara. Ahora tengo un administrador de la clase media, un chico entendido, según parece. Le he señalado doscientos cincuentra rublos de sueldo al mes. Por lo demás — añadió Nikolai Petrovich, restregándose la frente y las cejas con la mano, lo que en él era siempre indicio de íntima emoción — hace un momento te dije no encontrarías cambios en Marino... Pero eso no es del todo verdad. Considero mi deber prevenirte, aunque...

Detúvose un momento y luego continuó en francés.

 — Un moralista severo encontraría extemporánea mi franqueza; pero, en primer lugar, esto no puede ocultarse, y además tú sabes de sobra que yo siempre he tenido ¡deas personales tocante a las relaciones entre padre e hijo. De otra parte tú, sin duda, sabrás hacerme justicia al juzgarme... A mis años..., en una palabra, esa chica de la que, probablemente, habrás oído hablar...

 — ¿Zenichka?10 — preguntó Arkadii con indiferencia.

Nikolai Petrovich se puso colorado.

 — Por favor, no la llames de ese modo... Bueno... pues ahora vive conmigo... La he instalado en casa... había allí dos grandes habitaciones. Por lo demás, puede que todo esto cambie...

 — Pero, ¿por qué, papascha?

 — Hay que alojar pasablemente a tu amigo ...

 — ¡Oh! En cuanto a Basarov, no te preocupes. Él está por encima de todo eso.

 — Bueno; tú, por último... — añadió Nikolai Petrovic — dispondrás de tu departamentito... No es gran cosa..., eso es lo malo...

 — Mira, papascha — exclamó Arkadii — cualquiera diría que tratas de disculparte; como si no tuvieras conciencia.

 — Sin duda que debo de tener conciencia — respondió Nikolai Petrovich cada vez más encarnado.

 — Bueno, basta, papascha — ten la bondad... — sonrió Arkadii, zalamero. "De qué disculparse", pensó luego, y un sentimiento de benévola ternura para con el bueno y blando padre, mezclado con la sensación de una secreta superioridad, llenóle el alma — Por favor, no sigas — repitió una vez más, complaciéndose involuntariamente en el reconocimiento de su cultura v libertad de espíritu.

Nikolai Petrovich mirólo por debajo de los dedos de su mano, con la que seguía restregándose la frente, y algo le oprimió el corazón, Pero se culpó a sí mismo.

 — Ya se dejan ver nuestras tierras — dijo tras un largo silencio  — preguntó Arkadii que a asoma haí por delante’ ¿es nuestro bosque?

 — Sí, el nuestro. Acabo de venderlo. Este año lo talarán.

 — ¿Y por qué lo vendiste?

 — Necesitaba dinero, y además, esta tierra se reparte a los campesinos.

 — ¿Que no te pagan las rentas?

 — Eso es cuenta suya; pero, por lo demás..., ya pagarán alguna vez.

El vasto lugar por el cual pasaban a la sazón no podía calificarse de pintoresco. Campos y más campos extendíanse sin cesar hasta el mismo confín del horizonte, ya elevándose ligeramente, ya volviendo a descender; acá y allá aparecían bosquecillos salpicados de raros y rastreros arbustos. Veíanse vergeles que, por su especial estructura, recordaban los antiguos planos de los tiempos de Catalina; veíanse también riachuelos de abruptas orillas, y diminutos estanques, en medio de secos campos y aldehuelas con isbas bajas a la sombra, de techos oscuros y muchas veces medio desmanteladas y alabeadas, ruinosos cobertizos con muros de ramaje entretejido y puertecillas bostezantes, junto a pajares desiertos e iglesiucas, ya de adobe con el estuco a trechos caído, ya de madera con derrengadas cruces, y derruidos camposantos.

A Arkadii encogiósele un poco el corazón. Como adrede, encontráronse con campesinos, todos miserablemente vestidos, cual mendigos harapientos; alzábanse a orillas del camino unos cítisos de rugosas cortezas y ramillas rotas; dos vacas enflaquecidas, de hirsuta pelambre, literalmente dobladas, pastaban con avidez la hierba de las cunetas. Parecía como si acabasen de escapar de unas garras terribles, mortíferas..., y, provocado por la visión tremenda de aquellos dos espiritados animales, en medio de aquel hermoso día de primavera, surgía el blanco fantasma de un implacable, infinito invierno, con sus brumas, escarchas y nieves... "No, — pensaba Arkadii — no tiene nada de rica esta tierra; no inspira satisfacción ni amor al trabajo. No es posible, no es posible seguir así; se impone una transformación..., pero ¿cómo llevarla a cabo? ¿Cómo triunfar?" Tal pensaba Arkadii..., y, mientras así pensaba, la primavera vindicaba sus fueros. Todo en derredor verdegueaba con áurea pulcritud, todo revivía profunda y dulcemente, y brillaba bajo el plácido alentar del tibio airecilla; todo..., aldeas, arbustos y hierba. Por doquier, con infinitos y sonoros trinos revoloteaban las alondras; chillaban las avefrías abatiendo el vuelo hacia los rastreros prados y luego, en silencio, perseguían a los gatos; poniendo lindos manchones de negror en el tierno verde de las aún bajas espigas, paseaban grajos y se metían por los trigales que ya albeaban, y a trechos alzaban sus cabezas por entre sus encrespadas ondas. Miraba Arkadii y, un poco enervado, dejó de pensar... Quitóse la capa y miró a su padre con ojos tan alegres, tan muchachiles, que aquél volvió a abrazarlo.

 — Ya no estamos lejos — observó Nikolai Petrovich — sólo nos queda que subir esa cuestecilla, y veremos la casa. Viviremos contigo la mar de bien; tú me ayudarás en los asuntos de la hacienda; digo, siempre que no te aburran. Nosotros necesitarnos ahora estar muy unidos, conocernos a fondo, ¿no es verdad?

 — Claro que sí — murmuró Arkadii — Pero ¡qué día tan maravilloso el de hoy!

 — Es por tu llegada, alma mía. Sí; la primavera en todo su esplendor. Aunque yo estoy de acuerdo con Puschkin... ¿Te acuerdas de Yevguenii Onieguin?

iOh, y cómo me entristece tu llegada, primavera, primavera! Tiempo de las amores... que...

 — ¡Arkadii! — vibró desde el tarantas la voz de Basarov — mándame una cerilla para encender la pipa.

Callóse Nikolai Petrovich, y Arkadii, que ya se había puesto a escucharlo no sin cierto asombro, y también no sin cierta emoción, apresuróse a sacarse del bolsillo una cerillera de plata, que envióle con Piotr a su amigo.

 — ¿Quieres un cigarro? — gritóle de nuevo Basarov.

 — Sí; dámelo — respondió Arkadii.

Volvió Piotr al cochecillo y entrególe, juntamente con la cerillera, un grueso y negro puro, que inmediatamente púsose a fumar Arkadii, esparciendo en torno suyo un tufo tan fuerte y penetrante a tabaco malo, que Nikolai Petrovich, que desde mozo no fumaba, con gesto involuntario, aunque imperceptible por no herir a su hijo, apartó la nariz.

Un cuarto de hora después, detuviéronse ambos vehículos ante la escalinata de la nueva casa de madera pintada de rojo oscuro y cubierta por una techumbre de hierro, también rojo. Aquel era Marino, la Nueva Slobodka, o, según los campesinos lo nombraban, Bivilii — Jutor.

Capítulo 4

Ninguna caterva de libertos acudió a la escalinata a recibir al señor; sólo apareció por allí una muchacha de unos veinte años; pero a su zaga salió también de la casa un mocetón muy parecido a Piotrs, que vestía que vestía un frac de librea gris con botones blancos tornasolados. Era el criado de Pavel Petrovich Kirnasov. Sin hablar palabra, abrió la portezuela del coche, y extendió el estribo del tarantas. Nikolai Petrovich, su hijo y Basarov dirigiéronse, atravesando una sala lóbrega y casi vacía, a la cual asomó el rostro de una joven, al comedor, amueblado a la última moda.

 — ¡Ya estamos en casa! — exclamó Nikolai Petrovich, quitándose la gorra y alisándose el pelo — Lo principal ahora es comer y descansar.

 — Eso de comer no está mal — observó Basarov, y dejóse caer en un diván.

— Sí, sí, dadnos de comer, y en seguida — Nikolai Petrovich, sin ningún motivo visible, dio unas pataditas en el suelo — ¡Vaya!, aquí está ya Prokofich.

Entró un hombre de unos sesenta años, con el pelo blanco, seco y cetrino, que vestía un frac color canela con botones de metal y llevaba al cuello un pañuelo rosa. Hizo una reverencia, diole la mano a Arkadii, inclinándose ante el huésped, plantóse junto a la puerta y cruzó las manos a su espalda.

 — Ahí lo tienes, Prokofich — empezó Nikolai Petrovich — por fin vino a nosotros... ¿Y qué? ¿ Cómo lo encuentras?

 — Inmejorable de aspecto — dijo el viejo, y volvió a inclinarse; pero inmediatamente contrajo sus espesas cejas — ¿Servimos ya la mesa? — preguntó, insinuante.

 — Sí, sí, claro. Pero ¿no pasa usted primero a su habitación, Yevguenii Vasilich?

 — No, gracias; ¿para qué? Dé usted orden solamente de que me lleven allí mi baúl y también esta prendecilla — añadió, quitándose la capa.

 — Muy bien; Prokofich, cógele su capa — Prokofich, como con cierto recelo, cogió con ambas manos la "prendecilla" de Basarov, y levantándola en vilo por encima de su cabeza, alejóse de puntillas — Pero tú, Arkadii, ¿no vas un momento a tu cuarto?

 — Sí; tengo que asearme un poco — respondió Arkadii, y se dirigió a la puerta; pero en aquel momento entró en la sala un hombre de mediana estatura, que vestía un traje inglés oscuro, lucía una corbata baja a la moda y calzaba zapatos de charol: Pavel Petrovich Kirnasov. Representaba unos cincuenta años; sus cabellos grises, cortados al rape, lanzaban un brillo oscuro, como el de la plata nueva; su cara, amarillenta, pero sin arrugas, de una regularidad y limpieza extraordinarias, literalmente una escultura de rasgos agudos y ligeros mostraba vestigios de notable belleza; y particularmente bellos eran sus ojos, brillantes, negros, rasgados. Todo el aspecto del tío de Arkadii, exquisito y de buena casta, conservaba el vigor juvenil y acusaba esa tendencia a erguirse lejos de la tierra que, por lo general, desaparece al transponer la cincuentena.

Pavel Petrovich sacó del bolsillo del pantalón su hermosa mano, de largas y rosadas uñas, una mano que parecía aún más bella por la nívea blancura de la manga, abrochada por un solo botón, fuerte, de ópalo, y se la alargó al sobrino. Consumado el previo shake hands europeo, besáronse ambos tres veces al estilo ruso: es decir, que por tres veces rozó él con sus perfumados bigotes la mejilla de Arkadii, y luego dijo:

 — Bienvenido seas.

Nikolai Petrovich presentóle a Basarov. Pavel Petrovich inclinó levemente su flexible talle y levemente sonrió; pero lejos de darle la mano, volvió a guardársela en el bolsillo.

 — Ya me hacía yo la cuenta de que vendríais hoy — dijo con voz

afable, inclinándose cariñosamente, moviendo los hombros y dejando ver unos dientes blanquísimos, bellísimos — ¿Os pasó algo quizá en el camino?

 — No; nada ocurrió — respondióle Arkadii — sino que nos retrasamos un poco. Por eso ahora estarnos famélicos. Métele prisa a Prokofich, papascha, que yo en seguida vuelvo.

 — Espera, que voy contigo — exclamó Basarov, saltando inopinadamente del diván.

Ambos jóvenes salieron.

 — ¿Quién es ese? — preguntó Pavel Petrovich.

 — Un amigo de Arkascha, un chico, según él dice, de mucho talento.

 — ¿Va a pasar unos días con nosotros?

 — Sí.

 — ¿Ese melenudo?

 — Sí, hombre.

Pavel Petrovich púsose a repicar con las uñas en la mesa.

 — Encuentro que Arkadii está listo — observó — Me alegra mucho su regreso.

Durante la comida hablaron poco. Sobre todo Basarov apenas si habló, pero comió a dos carrillos. Nikolai Petrovich contó varios episodios de su vida de granjero, según dijo; habló de las disposiciones oficiales vigentes, de los comités, de los diputados, de la necesidad imprescindible de comprar máquinas, etcétera. Pavel Petrovich iba y venía lentamente en torno a la mesa — nunca cenaba — y de cuando en cuando libaba un sorbo del vaso colmado de vino tinto, y aún más rara vez profería alguna observación o más bien exclamación, como "¡Ah! ¡Oh! ¡Hum!" Arkadii púsolos al corriente de algunas novedades petersburguesas, pero mostraba cierta cortedad, ese aturdimiento que suele acometer a los jóvenes cuando han dejado ya de ser niños y vuelven al sitio donde todo el mundo se acostumbró a verlos y tenerlos por niños. Prodigaba sin motivo su locuacidad, rehuía la palabra de papascha, y hasta en una ocasión cambióla por la de "padre", pronunciada, a decir verdad, entre dientes; con innecesario desenfado, echábase en la copa mucho más vino del que quería y se lo bebía todo. Prokofich no le quitaba el ojo y se limitaba a mover los labios. Después de la cena, separáronse inmediatamente todos.

 — Me llena de asombro tu tío — díjole Basarov a Arkadii, sentándose en bata a su cabecera y chupando su pipa corta — Un elegante en la aldea, ¿qué te parece? Aunque retirado, enseña las uñas.

 — Pero tú no sabes — respondióle Arkadii — en su tiempo fue un león.'12 Alguna vez te contaré su historia. Ha sido un conquistador que volvía locas a las mujeres.

 — ¡Sí, desde luego! Los viejos viven de recuerdos. ¡Lástima que aquí

Se ha despabilado. ¡No tenga a quién conquistar! Lo he observado todo: ¡qué asombrosa tirilla como de piedra, qué barbita tan cuidadosamente recortada! Arkadii Nikolai, todo esto es ridículo.

 — Por favor..., es verdaderamente un hombre buenísimo.

 — Una aparición arcaica. Pero también tu padre es un famoso chico. Cita versos sin venir a cuento, y dudo mucho que se preocupe de la hacienda; pero es un huen hombre.

Arkadii asintió con la cabeza, como si él no fuera también un apocado.

 — Es cosa sorprendente — continuó diciendo Basarov — ¡Estos románticos trasnochados! Nos atacan el sistema nervioso hasta la exasperación..., sí, y nos trastornan el equilibrio. ¡Buenas noches! En mi cuarto tengo un lavabo inglés; pero las puertas no cierran. Sea como sea, hay que admirar eso... ¡Un lavabo inglés; he ahí el progreso!

Retiróse Basarov, y experimentó Arkadii un sentimiento de alegría. Un placer echarse a dormir en la casa paterna, en el lecho conocido, bajo unas ropas en que manos queridas trabajaron, quizá las manos de la nodriza, aquellas acariciantes, buenas e incansables manos. Arkadii recordó a Yegorovna, y suspiró y le deseó el reino de los cielos... Por él mismo no rezó.

Tanto él como Basarov durmiéronse en seguida; pero había en la casa otras personas que tardaron mucho en dormirse. La vuelta del hijo había conmovido a Nikolai Petrovich. Tendióse en el lecho, pero no apagó la vela, y la cabeza apoyada en la mano, abismóse en largos pensamientos. Su hermano permaneció sentado hasta mucho después de medianoche en su gabinete, hundido en su muelle butacón, ante la chimenea, en la que débilmente chisporroteaba un fuego de carbón de piedra. Pavel Petrovich no se desnudó, limitándose a cambiar sus zapatos de charol por sus rojas pantuflas chinas. En sus manos tenía el último número de Galignani, pero no leía; miraba fijamente a la chimenea, donde, ya mortecina, ya reanimada, destellaba la llama azulada... ¡Dios sabe por dónde vagarían sus pensamientos! Pero no sólo en el pasado vagaban; la expresión de su rostro delataba ensimismamiento y mal humor, cosa que no sucede cuando el hombre se entrega sólo a sus recuerdos. y en el cuartito trasero, encima de un arcón, estaba sentada, con una manteleta azul sobre los hombros y una toquilla blanca sobre los oscuros cabellos, la joven Zenichka, y ora escuchaba, ora se estremecía, ora atisbaba por la entornada puerta, que dejaba ver una cuna y oír la acompasada respiración de un niño dormido.

Capítulo 5

A la mañana siguiente, despertóse Basarov antes que todos, y salió de la casa.

"¡Oh! — pensó, girando la vista en torno suyo — No está mal este rinconcillo". Cuando Nikolai Petrovich concertóse con sus campesinos, ocurriósele dejar bajo la nueva mansión señorial cuatro desiatinas de tierra perfectamente lisa y pelada. Levantó la casa, los servicios y la granja; trazó el jardín, cavó un estanque y los pozos; pero los tiernos arbolillos medraban poco, en el estanque cogíase poquísima agua y la de los pozos tenía un gusto salobre. Sólo una glorieta de lilas y acacias se desarrolló regularmente; y allí solían tomar el té y comer. Basarov, en unos minutos, recorrió todos los senderuelos del jardín, asomóse al establo, llegóse a dos libertos jóvenes, con los cuales trabó en seguida amistad, y dirigióse con ellos al pantano, no muy grande, que distaba una versta de la casa señorial, en busca de ranas.

 — Pero, ¿para qué quieres ranas, barin?™ — preguntóle uno de los muchachos.

 — Pues para lo que os voy a decir — respondióle Basarov, que tenía por norma inspirar confianza a la gente baja, aunque jamás la halagaba y siempre la trataba con desdén — Yo abro a la rana en canal y luego observo lo que allá dentro pasa; nosotros somos lo mismo que las ranas, salvo que andamos en pie, y yo también querría saber qué es lo que aquí dentro nos pasa.

 — Pero ¿para qué?

 — Pues, para no errar si caes enfermo y me toca curarte.

 — ¿Eres, entonces, doctor?

 — Sí.

 — Oye, Vaska: el barin dice que nosotros somos lo mismo que las ranas. ¡Qué notable!

 — Yo a las ranas les tengo miedo — observó Vaska, un chico de ocho años, con una cara blanca como el lino, que vestía una casaquilla gris con cuello tieso y un cinturón.

 — ¿Por qué las temes? ¿Muerden acaso?

 — Bueno..., zambullios en el agua, filósofos — díjoles Basarov.

A todo esto, Nikolai Petrovich despertóse también y dirigióse en busca de Arkadii, al que encontró ya vestido. Padre e hijo salieron a la terraza, bajo el toldo de la marquesina; junto a la rampa, en la mesa, entre grandes ramos de lilas, ya hervía el samovar. Presentóse una mocita, la misma que el día antes saliera a recibir a los viajeros a la escalinata y con fina voz dijo:

 — Zedosia Nikolayevna no se encuentra hoy muy bien y no puede venir; me mandó a preguntarle a usted si se sirve usted mismo el té o quiere que le envíe a Duniascha.

 — No, yo mismo me lo serviré — apresuróse a contestar Nikolai Petrovich — Tú, Arkadii, ¿con qué tomas el té, con crema o con limón?

 — Con crema — respondióle Arkadii, y tras breve silencio añadió — papascha.

Nikolai Petrovich miró con atención a su hijo.

 — ¿Qué? — preguntóle.

Arkadii apartó la mirada.

 — Perdona, papascha, si mi pregunta te parece impertinente — empezó — Pero tú mismo, con tu franqueza de ayer, me animas también a ser franco... ¿No te enfadarás?

 — Habla.

 — Tú me das valor para preguntarte... ¿Es que Zen... no viene a servirte el té porque estoy aquí yo?

Nikolai Petrovich volvióse ligeramente a otro lado.

 — Es posible — dijo finalmente — ella supone... le da vergüenza... Arkadii fijó rápidamente los ojos en su padre.

 — Pues no tiene por qué darle vergüenza. En primer lugar, ya conoces tú mi modo de pensar — a Arkadii diole mucho gusto en pronunciar tales palabras — y, en segundo, ¿querría yo, aunque sólo fuera en un cabello, alterar tu vida, tus costumbres? Además, yo sé muy bien que eres incapaz de hacer una mala elección. Si tú le permites vivir contigo bajo el mismo techo, es señal de que ella lo merece. En todo caso, no toca al hijo juzgar a su padre, y menos a mí, tratándose de un padre como tú, que nunca ni en nada pretendió cohibir mi libertad.

Temblábale a Arkadii al principio la voz; sentíase magnánimo, aunque al mismo tiempo comprendía que es taba como leyéndole la cartilla a su padre; pero el timbre de sus propias palabras influye fuertemente en el hombre, y Arkadii profirió las últimas en tono firme y hasta con énfasis.

 — Gracias, Arkascha — exclamó secamente Nikolai Petrovich, y de nuevo llevóse la mano a las cejas y la frente — Tus suposiciones son, efectivamente, acertadas. Desde luego que si esa chica no fuera digna... No se trata de ningún aturdido capricho. No me resulta nada fácil hablar contigo de esto; pero ya comprenderás que tenía que costarle trabajo venir aquí, en tu presencia, sobre todo el primer día de tu llegada ...

 — En ese caso, yo mismo iré a verla — exclamó Arkadii, en un nuevo arranque de magnánimos sentimientos, y saltó de la silla — Le explicaré cómo no tiene que darle vergüenza de mí.

Nikolai Petrovich también se levantó.

 — Arkadii — empezó — detente un poca... Es posible..., allí... No te he advertido...

Pero Arkadii no lo escuchaba ya, y a la carrera salía de la terraza. Nikolai Petrovich siguióle con la vista y, contrariado, dejóse caer en el asiento. El corazón le palpitaba... ¿Presentía ya en este momento el cambio inevitable en las futuras relaciones entre él y su hijo? ¿Reconocía que no habría sido mayor el respeto que Arkadii le demostraba si no hubiera tacado ese punto? ¿Se recriminaba a sí mismo por su flaqueza?... Difícil decirlo; todos estos sentimientos dábanse en él, pero en forma de emociones... confusas, y de su rostro no desaparecía el rubor, y el corazón le seguía palpitando.

Dejáronse oír pasos precipitados, y Arkadii apareció de nuevo en la terraza.

 — ¡Ya nos hemos hecho amigos, padre! — exclamó, con una expresión de cariño y noble orgullo en el rostro — Zedosia Nicolayevna no se encuentra hoy, efectivamente, bien del todo, y vendrá más tarde. Pero ¿cómo no me dijiste que tengo un hermanito? Yo anoche mismo le habría dado besos como lo he hecho hoy.

Nikolai Petrovich quiso decir algo, quiso levantarse y abrazar a su hijo... Arkadii se le echó al cuello.

 — Pero ¿qué es esto? ¿Otra vez abrazándoos? — vibró a sus espaldas la voz de Pavel Petrovich.

Padre e hijo alegráronse unánimemente de su aparición en aquel momento; hay situaciones patéticas, de las que se desea, a pesar de todo, salir cuanto antes.

 — ¿Por qué te asombras? — exclamó jovialmente Nikolai Petrovich — Un siglo me pareció que estuve esperando a Arkascha..., y desde anoche no había vuelto a verlo.

 — No me asombro en modo alguno — observó Pavel Petrovich — Tampoco yo ando lejos de abrazarlo.

Fuese Arkadii hacia su tío, y de nuevo volvió a sentir en sus mejillas el roce de sus perfumados mostachos. Pavel Petrovich sentóse a la mesa. Vestía un exquisito traje de mañana, según la moda inglesa; en su cabeza pavoneábase una gorrita, la cual, así como también su corbata anudada al desgaire, aludían a la libertad de la vida pueblerina; pero el tieso cuello de la camiseta — no blanco, en verdad, sino de colorines, como cumple a un traje de mañana — cerrábase con su habitual inflexibilidad por debajo de su rasurada barbilla.

 — ¿Dónde anda tu nuevo amigo? — preguntó a Arkadii.

 — No está en casa; acostumbra madrugar e irse a cualquier sitio. Lo principal es que no hay que fijar en él la atención; no gusta de cumplidos.

 — Sí; salta a la vista — y Pavel Petrovich púsose con mucha flema y sin precipitarse a untar manteca en el pan — ¿ Hace mucho que vino?

 — No; acaba de llegar. Está aquí de paso para ir a reunirse con su padre.

 — Y su padre, ¿dónde vive?

 — Pues en este mismo gobierno, a dieciocho verstas de aquí. Tiene allí una tierrecilla. Fue en su tiempo médico militar.

 — ¡Ta..., ta..., ta!... Ya me preguntaba yo..., ¿dónde he oído antes de ahora ese apellido Basarov?... Nikolai, ¿te acuerdas que en la División de papá había un médico llamado Basarov?...

 — Sí; creo^ recordar.

 — Exacto, exacto. Pues ese médico era su padre.

 — ¡Hum! — Pavel Petrovich se atusó los bigotes — Pero bueno; y ese 16

señor Basarov, personalmente ¿qué es?

 — ¿Que qué es Basarov? — sonrió Arkadii — ¿Es que quiere usted, tío, que yo le diga lo que es?

 — Hazme el favor, sobrino.

 — Pues es nihilista.