Relatos Fantásticos - Iván Turguéniev - E-Book

Relatos Fantásticos E-Book

Iván Turgueniev

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Beschreibung

En Relatos fantásticos el maestro del realismo ruso nos sumerge en mundos donde la frontera entre lo natural y lo sobrenatural se diluye en medio de sugestiones y enigmas que perduran después de su lectura. Iván Turguéniev es uno de los grandes nombres del realismo ruso, pero aquí el lector se sorprenderá con un Turguéniev casi desconocido. Estas historias, prácticamente desconocidas para el lector hispanoparlante, lo revelan también como uno de los grandes escritores de relatos fantásticos. En los nueve relatos que integran esta selección, el genial autor ruso logra con destreza esa condición que Todorov considera inherente al género fantástico: los personajes no sólo se desconciertan, dudan, se preguntan si aquello que viven en realidad sucede, o bien es producto del sueño o la imaginación; también contagian esa duda a quien lee. Iván Turguéniev, maestro indiscutible de la escritura elegante, amigo de Flaubert y Tolstói, es sin duda uno de los más notables autores de la fecunda literatura rusa del siglo XIX.

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Seitenzahl: 454

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Turguéniev, Iván

Relatos fantásticos / Iván Turguéniev; compilación de Luisa Borovsky

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires:

Adriana Hidalgo editora, 2023

Libro digital, EPUB - (Literatura_relato)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Luisa Borovsky

ISBN 978-987-8969-66-4

1. Literatura fantástica. 2. Microrrelatos. 3. Narrativa rusa. I. Borovsky, Luisa, comp. II. Título.

CDD 891.73

Literatura_relato

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Rosana Schoijett, C #102 (Deutschland, Atlantis Verlag, 1951), 2016 (fragmento)

Retrato de autor: Gabriel Altamirano

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8969-66-4

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Prefacio
Clara Milich
Espectros
El sueño
Tres encuentros
El relato del padre Alexéi
El perro
Fausto
La canción del amor triunfante
Toc, toc, toc
Acerca del libro
Acerca del autor
Otros títulos

Prefacio

Iván Turguéniev, maestro indiscutible del verbo elegante, amigo de Flaubert y Maupassant, contemporáneo de Gógol, Dostoievski y Tolstói, es sin duda uno de los más notables autores de la fecunda literatura rusa del siglo XIX.

La obra de Turguéniev se desarrolla en un periodo impregnado por el debate sobre grandes temas políticos y sociales –la autocracia, la servidumbre, el rol de las clases ilustradas, el nihilismo, la polémica entre eslavófilos y occidentalistas– y no es ajena a los avatares del momento. Si en sus primeros escritos rinde tributo al romanticismo –se percibe la influencia de Lérmontov en el contenido, de Pushkin en la forma–, más tarde el realismo gana terreno, enfocándose en dos protagonistas centrales de la época: el campesino y el hombre superfluo, perfiles que el autor conoce de cerca por haber pasado sus primeros años en la finca familiar y por ser condiscípulo de esa elite ilustrada pero inconstante y complaciente cuando se trata de actuar para conseguir las reformas que predica. Así, en títulos como Relatos de un cazador y Padres e hijos denuncia las deplorables condiciones en que viven los siervos y pone en evidencia la dudosa ética del intelectual liberal, sensible pero débil de carácter.

Sin embargo, como señala Vladímir Soloviov, y más tarde Roger Caillois y Tzvetan Todorov, el siglo XIX –cuando el triunfo de la lógica científica no admite la existencia de fenómenos no explicables– es también un periodo de auge de la literatura fantástica. Tal vez, porque el concepto de fantástico se define precisamente a partir de su relación con lo real: lo fantástico es el desconcierto, la duda, la brecha que en un mundo estructurado a partir de las leyes naturales crea un acontecimiento en apariencia sobrenatural, que obedece a leyes desconocidas. Es aquello que evoca asociaciones ancestrales, fuerzas irreconciliables, nocturnas, demoníacas, que cuestionan el positivismo decimonónico, y en la literatura, toman por asalto las verdades de la novela realista. No es extraño entonces que Turguéniev, reconocido por su racionalismo “occidental” y a la vez, como dijera Maupassant, “estimado (…) por su candidez, siempre bondadoso y siempre un poco sorprendido”, escribiera cuentos fantásticos.

Mientras la ciencia, la filosofía, la actividad del intelecto crean nihilistas, el autor se siente atraído por comprender las manifestaciones de una naturaleza que el hombre todavía no ha aprendido a dominar. Entre hamlets y quijotes Iván Turguéniev no elige a los escépticos. Busca refugio entonces en temas siempre presentes en el folclore ruso: los espectros condenados a un eterno deambular; la muerte personificada que aparece entre los vivos y los vivos signados por la muerte; el alma en pena que para descansar en paz exige el cumplimiento de cierta acción; los seres poseídos por el demonio; el ente invisible o indefinible que está presente, mata o hace daño; la mujer fantasma, venida del más allá, seductora y letal; la inversión de los ámbitos del sueño y la realidad, la pesadilla que se materializa e inspira horror.

La voz que narra –como el mismo autor, sabia, amorosa, observadora– evalúa la trama, pone en duda la naturaleza incierta de los hechos que relata o sencillamente los juzga a partir del miedo, la sorpresa o la angustia que provoca ese acontecimiento insólito que irrumpe en la realidad cotidiana. Al hacerlo, como en toda su obra, Turguéniev se pregunta sobre la naturaleza humana, sus limitaciones y miserias, su capacidad de elevación y trascendencia. Y una vez más nos habla de esas cosas que le producen una fascinación lindante con lo fantástico: la belleza femenina, la música, y en particular, el canto, los libros inolvidables; los amados paisajes de su tierra, el irresistible encanto de Italia, el “alma” del pueblo ruso.

En los nueve relatos que integran esta selección Turguéniev logra con destreza esa condición que Todorov considera inherente al género fantástico: los personajes no solo se desconciertan, dudan, se preguntan si aquello que viven en realidad sucede, o bien es producto del sueño o la imaginación; también contagian esa duda a quien lee. Se crea así una poderosa sugestión, se genera la ambigüedad necesaria para que el lector sienta que los protagonistas y su mundo son tan reales como él mismo, para que vacile entre la fe y la incredulidad, entre una explicación natural o sobrenatural de los hechos evocados; para que, concluido el relato, el enigma siga latente y la emoción perdure.

Las obras reunidas en este libro, si no inéditas, han sido hasta ahora difícilmente accesibles para los lectores de habla hispana. A lo largo de sus páginas muchos de ellos tendrán la oportunidad de descubrir con asombro en Iván Turguéniev, uno de los grandes nombres del realismo ruso, a un escritor de relatos fantásticos. Sin duda, como en todos los géneros que ha abordado, también en este reconocerán su pluma magistral.

L. B.

Clara Milich

Después de la muerte

I

En la primavera de 1878 vivía en Moscú, en una pequeña casa de la calle Shábolovka, un joven de veinticinco años llamado Iákov Arátov. Con él vivía su tía, Platonida Ivánovna, solterona de cincuenta y tantos años, hermana de su padre. Ella administraba la economía doméstica y los gastos de su sobrino, algo para lo cual él era completamente incapaz. Arátov no tenía otros familiares. Algunos años atrás su padre, un modesto hidalguillo de la provincia de T..., se había mudado a Moscú con él y con Platonida Ivánovna, a quien siempre llamaba Platosha, por lo cual el sobrino también así le decía.

El anciano Arátov había abandonado el campo –donde siempre había vivido– y se había establecido en la capital con el objetivo de que su hijo ingresara en la universidad, para lo cual él mismo lo había instruido. Había comprado por poco dinero una casita en una calle alejada y se había instalado allí con todos sus libros y “preparados”. Y de ambos tenía muchos, pues era persona no carente de conocimiento, “extravagante por naturaleza”, según los dichos de los vecinos. Entre ellos tenía incluso fama de nigromante, y le habían dado el mote de “observador de insectos”. Era estudioso de la química, la mineralogía, la entomología, la botánica y la medicina. Curaba a pacientes voluntarios con hierbas y polvos metálicos de su propia invención, de acuerdo con el método de Paracelso. Con esos mismos polvos metálicos había llevado a la tumba a su joven, bella, pero demasiado delgada esposa, la mujer a quien amaba con pasión, la que le había dado su único hijo. Y con esos mismos polvos metálicos en cierta medida había arruinado también la salud del hijo, aun cuando deseaba fortalecerla por haber encontrado en su organismo anemia y propensión a la tuberculosis, heredadas de la madre.

Su fama de nigromante provenía, entre otras cosas, de que se consideraba bisnieto –no en línea directa, claro– del famoso Bruce, en honor al cual había llamado Iákov a su hijo. Podría decirse que se trataba de una persona “de la mayor bondad” pero de carácter melancólico, perezoso, retraído, proclive a todo lo oculto, lo místico. Un “¡ah!” casi susurrado era su habitual exclamación. Con ella en la boca murió, dos años después de la mudanza a Moscú.

Su hijo Iákov no se parecía exteriormente a su padre, feo, desmañado y torpe. Más bien recordaba a su madre. Las mismas finas, graciosas facciones, los mismos cabellos suaves de color ceniza, la misma nariz pequeña con una ligera curva, los mismos labios abultados y los mismos ojos, grandes, lánguidos, de color gris verdoso, con pestañas sedosas. Pero en el carácter se parecía a su padre y aun en el rostro llevaba la marca de la expresión paterna, al igual que en las manos nudosas y el pecho hundido, como el del anciano Arátov, quien por otra parte a duras penas mereció el calificativo de anciano, puesto que no había llegado a los cincuenta años.

Iákov había ingresado en la universidad –en la facultad de física y matemática– cuando su padre aún vivía. Sin embargo, no había terminado el curso, no por holgazán sino porque, según sus concepciones, en la universidad no se llega a saber más de lo que se puede aprender estudiando en casa. Y por el diploma no se preocupaba, puesto que no se proponía hacer carrera en el Estado. El joven no se relacionaba con sus compañeros, no conocía casi a nadie y vivía en soledad, sumergido en sus libros. En especial, se alejaba de las mujeres, aunque tenía un corazón muy tierno y lo cautivaba la belleza. Había conseguido un lujoso álbum inglés y (¡vergonzoso!) se regodeaba con las imágenes de las deslumbrantes Gulnaras y Medoras que lo decoraban. Pero constantemente lo dominaba un pudor innato.

En la casa, Arátov ocupaba el antiguo gabinete de su padre, que usaba también como dormitorio; la cama era la misma en la que había muerto su progenitor.

Su tía, camarada y amiga fiel, era el gran sostén de toda su existencia. Aquella Platosha –con quien él apenas hablaba diez palabras al día, pero sin la cual no podía dar un paso– era una criatura de cara y dientes largos, ojos pálidos en un pálido rostro y una inmutable expresión, mezcla de tristeza y temerosa preocupación. Eternamente ataviada con un vestido y un chal de color gris que olían a alcanfor, se movía por la casa como una sombra, con pasos silenciosos. Suspiraba, murmuraba plegarias –en especial una que adoraba, que consistía en dos palabras en total: “¡Dios, ayuda!”–, y con gran sensatez administraba la economía de la casa, cuidaba cada centavo y hacía ella misma todas las compras. Tenía devoción por su sobrino y una constante preocupación por su salud; y si de todo temía no era por sí misma sino por él. A menudo, apenas le parecía que algo andaba mal, se acercaba y le dejaba en el escritorio una taza de té medicinal o le pasaba por la espalda sus manos suaves como algodón.

Esas actitudes solícitas no molestaban a Iákov. El té medicinal, sin embargo, no lo tomaba; se limitaba a asentir con la cabeza. Por otra parte, de su salud no podía jactarse. Era muy impresionable, nervioso, aprensivo, tenía palpitaciones, a veces se sofocaba. Como su padre, creía que existen en la naturaleza y en el alma humana secretos que a veces es posible vislumbrar, pero no es posible comprender. Creía en la presencia de ciertas fuerzas y espíritus, a veces benévolos pero con más frecuencia hostiles. Y creía también en la ciencia, en la dignidad e importancia de esta. En los últimos tiempos se había aficionado con pasión a la fotografía. El olor de los compuestos que se utilizaban para el revelado inquietaban mucho a la tía –otra vez, no por ella, sino por él, por su pecho–, pero en el tierno carácter de Iákov no faltaba tenacidad y perseveraba en esa actividad que tanto le agradaba. Platosha se resignó. Solo suspiraba más que antes, y murmuraba “¡Dios, ayuda!” cuando veía los dedos de su sobrino teñidos de yodo.

Iákov, como ya fue dicho, rehuía a sus compañeros. Sin embargo, había llegado a entablar una relación bastante íntima con uno de ellos, a quien veía con frecuencia, pese a que al terminar la universidad había ingresado en el servicio estatal, una tarea poco demandante. Para decirlo con sus propias palabras, el joven “se había encaramado” inescrupulosamente a la construcción del Templo del Salvador sin tener, por supuesto, la más mínima idea sobre arquitectura. Extraño caso: este único amigo de Arátov, de apellido Kupfer –alemán a tal punto rusificado que no sabía una palabra de alemán e incluso podía usar el calificativo de “alemán” como insulto–, no tenía con él, en apariencia, nada en común. Era un joven de rizos negros y rojas mejillas, alegre y parlanchín, gran amante de la compañía femenina que tanto eludía Arátov. Kupfer desayunaba y almorzaba muy seguido en casa de su amigo, y por ser una persona de condición modesta incluso le pedía préstamos por pequeñas sumas de dinero. Pero no era eso lo que hacía que el desenvuelto alemancillo visitara asiduamente la apartada casita de la calle Shábolovka. Le agradaba la pureza de alma, “lo ideal” de Iákov, quizá porque eran cualidades opuestas a aquello que a diario encontraba y veía. Tal vez en la atracción que sobre él ejercía el joven idealista se manifestaba, a pesar de todo, su sangre germana.

A Iákov le gustaba la noble sinceridad de Kupfer. Y además, sus relatos sobre los teatros, los conciertos, los bailes que frecuentaba. Sin embargo, aunque ese mundo extraño, al cual no se decidía a entrar, interesaba e incluso emocionaba secretamente al joven anacoreta, no le despertaba el deseo de conocerlo por experiencia propia.

A Platosha el joven Kupfer le inspiraba compasión. Cierto es que a veces le parecía que se tomaba demasiadas confianzas, pero intuitivamente sentía y comprendía que estaba apegado con sinceridad a su querido Iasha, por lo cual, más que tolerar al alegre huésped, era bondadosa con él.

II

Por aquella época se encontraba en Moscú cierta viuda, una princesa georgiana. Era un personaje difícil de definir, casi sospechoso. Tenía cerca de cuarenta años. En la juventud tal vez había florecido con esa singular belleza oriental que tan pronto se marchita. Por entonces se blanqueaba la cara, se coloreaba las mejillas y se teñía el pelo de amarillo. Sobre ella corrían rumores diversos, no del todo favorables y no muy claros. Nadie había conocido a su difunto esposo y en ninguna ciudad permanecía mucho tiempo. No tenía hijos, ni fortuna. Pero llevaba una vida opulenta a costa de endeudarse o de alguna otra manera. Tenía –como suele decirse– un salón, y recibía personajes de lo más variados, en su mayoría, jóvenes. Todo en su casa, desde su propio atavío, los muebles y las mesas hasta el coche y la servidumbre,daba la impresión de ser ordinario, falso, provisorio. Era evidente que la princesa no necesitaba algo mejor y, aparentemente, tampoco sus invitados.

La princesa tenía fama de ser amante de la música y la literatura, protectora de artistas y pintores. Y en realidad se interesaba por todas esas “cuestiones” con un grado de exaltación no del todo afectada. Era claro que latía en ella la vena estética. Además, era muy accesible en el trato, encantadora, sin vanidad ni remilgos, y –lo que muchos no adivinaban– era en esencia muy noble, tierna de corazón e indulgente. Cualidades raras y por eso aún más preciadas en personas de esa clase. “Mujer hueca, pero al cielo irá sin duda, porque todo lo perdona y a ella todo se le perdona”, dijo de la princesa un sujeto inteligente. De ella se rumoreaba también que cuando desaparecía de alguna ciudad dejaba tantos acreedores como personas a las que había beneficiado: un corazón blando se inclina en cualquier dirección.

Kupfer, como era de esperar, recaló en la casa de la princesa y llegó a ser íntimo de ella. Demasiado íntimo, afirmaban las malas lenguas. Él mismo, cuando se refería a esa mujer, no lo hacía sólo amistosamente sino también con respeto. La alababa y la llamaba “mujer de oro” –un mote que podía interpretarse de diversas maneras–, y creía firmemente que ella amaba y comprendía el arte. He aquí que una vez, después del almuerzo en casa de Arátov, habló sobre la princesa y sus fiestas y trató de convencer a Iákov para que interrumpiera al menos por una vez su vida de anacoreta y permitiera que él, Kupfer, lo presentara a su amiga. Al principio Iákov no quiso escucharlo.

–Pero ¿qué crees? –exclamó Kupfer–. ¿De qué clase de presentación crees que hablo? Simplemente te sacaré de aquí así como estás, de levita, y te llevaré a la fiesta. ¡Ninguna clase de etiqueta se observa allí! Eres hombre de ciencia y amas la literatura y la música. (Arátov, en efecto, tenía en el gabinete un piano vertical en el que de vez en cuando tocaba acordes de séptima disminuida.) Y en casa de la princesa hay de todo esto en gran cantidad. Encontrarás gente simpática, sin ninguna pretensión. Además, no es posible que a tu edad, con tu aspecto –Arátov bajó los ojos e hizo un ademán–, sí, sí, con tu aspecto, te alejes tanto de la compañía de los demás. ¡Si no te estoy llevando a ver generales! Yo, además, generales no conozco. ¡No te empecines, querido! La moral es algo bueno, respetable, pero ¿para qué darse al ascetismo? ¡No te estás preparando para el monasterio!

Arátov, sin embargo, seguía empecinado. En ayuda de Kupfer acudió Platonida Ivánovna. Aunque no entendía muy bien el significado de esa palabra, “ascetismo”, estuvo de acuerdo en que a Iáshenka no le sentaría mal distraerse, ver gente y mostrarse.

–Tanto más –agregó– cuanto que no dudo de Fiódor Fiódorich. ¡No te llevará a un mal lugar!

–¡Se lo devolveré en toda su inocencia! –se apresuró a exclamar Kupfer, a quien Platonida Ivánovna, a pesar de su confianza, dirigía miradas intranquilas. Arátov se ruborizó hasta las orejas. Pero dejó de replicar.

El asunto terminó en que al día siguiente Kupfer lo llevó a la fiesta de la princesa. Arátov se quedó poco tiempo. En primer lugar, porque se encontró allí con otros veinte invitados, hombres y mujeres, digamos que simpáticos, pero aun así extraños. Y eso lo cohibió, aunque no tuvo que hablar mucho, que era lo que más temía. En segundo lugar, no le agradó la dueña de casa, a pesar de que lo recibió con mucha alegría y sencillez. Nada en ella le pareció agradable: el rostro coloreado, los rizos abultados, la voz algo ronca y melosa, la risa chillona, la manera de revolear los ojos exageradamente, el escote excesivo y ¡esos dedos blandos y brillantes, llenos de anillos!

Desde un rincón, Arátov paseaba la mirada por las caras de los invitados, sin diferenciarlos siquiera, o bien miraba obstinadamente hacia abajo. Cuando al fin un artista de rostro enjuto y cabellos muy largos, con un monóculo bajo la ceja fruncida, se sentó al piano y –golpeando con ímpetu las teclas y los pedales– comenzó a frangollar una fantasía de Liszt sobre temas de Wagner, Arátov no aguantó y se escabulló, sintiendo en el alma una indefinida y penosa impresión, a través de la cual, no obstante, brotaba algo incomprensible, pero significativo e incluso inquietante.

III

Al día siguiente Kupfer llegó a la hora del almuerzo. No se refirió demasiado a la noche anterior, ni siquiera reprochó a Arátov su apresurada huida. Solo lamentó que no hubiera esperado hasta la cena, después de la cual sirvieron champagne (de Nizhni Nóvgorod, cabe destacar). Sin duda Kupfer comprendía que la idea de entusiasmar a su amigo había sido inútil. Decididamente, Arátov no era la persona “adecuada” para esa clase de gente y esa forma de vida. Iákov, por su parte, tampoco habló de la princesa y de la noche anterior. Platonida Ivánovna no sabía si alegrarse por el fracaso de ese primer intento o lamentarlo. Por fin decidió que la salud de Iasha podía resentirse a causa de esa clase de salidas y se tranquilizó. Kupfer se fue en cuanto terminó el almuerzo y no se lo vio en toda la semana. No porque estuviera enfadado con Arátov, para quien su recomendación había resultado un fiasco –el buen joven era incapaz de algo así–, sino porque evidentemente había encontrado alguna ocupación que absorbía todo su tiempo, todos sus pensamientos. A partir de entonces, cuando raramente aparecía en casa de los Arátov, tenía un aspecto distraído, hablaba poco y se iba pronto.

Arátov seguía viviendo como de costumbre, pero una especie de obstáculo –por llamarlo de alguna manera– se había aposentado en su alma. En su memoria se había grabado algo. Y aunque no lograba definir con claridad qué era, ese “algo” se relacionaba con la noche que había pasado en casa de la princesa, por lo cual no deseaba en absoluto volver a ese lugar. Por otra parte, la sociedad, que había visto con sus propios ojos en esa casa, le producía más rechazo desde entonces.

Así pasaron seis semanas, y he aquí que una mañana se presentó Kupfer ante su amigo, esta vez con el rostro un tanto turbado.

–Sé que no te agradó aquella visita –empezó a decir con una sonrisa forzada–, pero espero que de todos modos aceptes mi propuesta. ¡No puedes negarte a mi pedido!

–¿De qué se trata? –preguntó Arátov.

–Bueno, verás –prosiguió Kupfer con creciente entusiasmo–, hay aquí una sociedad de aficionados y artistas que de vez en cuando organiza lecturas, conciertos, incluso representaciones teatrales a beneficio...

–¿Y la princesa participa? –interrumpió Arátov.

–La princesa siempre participa en causas nobles. Pero eso no importa. Nosotros preparamos un espectáculo literario-musical... en el cual podrás escuchar a una joven... ¡una joven fuera de lo común! Todavía no podemos definir con certeza si es una Rachel o una Viardot, porque canta de una manera sublime y declama y actúa... ¡Un talento, hermano mío, de primera clase! No exagero. Así es que... ¿no quieres una entrada? Cinco rublos, si es en primera fila.

–¿Y de dónde salió esa maravillosa joven? –preguntó Arátov.

En el rostro de Kupfer se dibujó una amplia sonrisa.

–Eso no puedo decírtelo. En los últimos tiempos se ha hospedado en casa de la princesa. Como ya sabes, ella protege a esa clase de personas. Seguramente ya la viste aquella noche.

Arátov no dijo una palabra. Un ligero temblor recorrió su cuerpo.

–Actuó en provincias –continuó Kupfer–, diría que nació para ser actriz. Podrás comprobarlo por ti mismo.

–¿Cómo se llama? –preguntó Arátov.

–Clara...

–¿Clara? –interrumpió otra vez Arátov–. ¡No puede ser!

–¿Por qué no? Clara... Clara Milich. No es su verdadero nombre, pero así la llaman. Cantará una romanza de Glinka y otra de Chaikovski. Y después leerá la carta de Evgueni Oneguin.

–¿Y cuándo será eso?

–Mañana, a la una y media, en una sala privada en la calle Ostózhenka. Pasaré a buscarte. ¿Quieres la entrada de cinco rublos? Aquí tienes... no, esta es de tres rublos, es esta otra. Y te dejo el programa. Yo soy uno de los organizadores.

Arátov estaba pensativo. Platonida Ivánovna entró en ese momento y al verle la cara se alarmó.

–Iasha –exclamó–, ¿qué tienes? ¿Por qué estás tan turbado? Fiódor Fiódorich, ¿qué le ha dicho?

Arátov no permitió que su amigo respondiera la pregunta de su tía. Aferró presuroso la entrada que Kupfer le extendía y ordenó a Platonida Ivánovna que de inmediato le entregara cinco rublos. A ella le sorprendió que Iáshenka le hablara con tanta dureza. Comenzó a pestañear... y le entregó en silencio el dinero a Kupfer.

–¡Te lo aseguro, es extraordinaria! –exclamó Kupfer, y se dirigió de prisa hacia la puerta–. ¡Espérame mañana!

–¿Sus ojos son negros? –le preguntó Arátov mientras salía.

–¡Como el carbón! –gritó alegremente Kupfer, y desapareció.

Arátov fue a su habitación. Platonida Ivánovna permaneció en su lugar, murmurando: “¡Dios, ayuda!”.

IV

Cuando Arátov y Kupfer llegaron a la residencia privada de la calle Ostózhenka la mitad de los invitados ya estaba en la sala principal. En esa sala solían realizarse representaciones teatrales, pero en aquella ocasión no se veía escenografía o telón. Los organizadores del “espectáculo diurno” se habían limitado a colocar en una esquina una tarima, donde habían ubicado un pianoforte, un par de pupitres, algunas sillas, una mesa con una jarra de agua y un vaso. Y en la puerta que comunicaba con la habitación dispuesta para los artistas habían colgado un paño rojo. La princesa ya estaba sentada en la primera fila, con un vestido verde brillante. Arátov se ubicó a cierta distancia de ella, después de saludarla con una reverencia apenas perceptible. El público era lo que se dice variopinto, compuesto sobre todo por jóvenes estudiantes. Kupfer, como los demás organizadores, llevaba un moño blanco en la manga del frac. Iba de aquí para allá y se ocupaba de todo con el mayor ahínco. La princesa estaba visiblemente excitada, miraba a su alrededor, dedicaba sonrisas por doquier, conversaba con quienes se sentaban cerca de ella. Estaba rodeada solo por hombres.

El primer artista que apareció en el escenario fue un flautista de aspecto tísico, que afanosamente escupió... o, mejor dicho, silbó una pieza de tísico estilo. Dos personas gritaron: “¡Bravo!”. Después, un señor gordinflón con anteojos –de aspecto muy grave y taciturno– leyó con voz de bajo un artículo de Schedrín. Los aplausos fueron para el texto, no para él. A continuación apareció el pianista que Arátov ya conocía y tamborileó la misma fantasía de Liszt. Obtuvo aplausos y le pidieron un bis. Él se inclinó varias veces ante el público, con la mano apoyada en el respaldo de la silla, sacudiendo el cabello al incorporarse, ¡tal como lo hacía Liszt!

Por fin, al cabo de un largo intervalo, la tela roja que cubría la puerta ubicada detrás del escenario comenzó a moverse hasta que se abrió de par en par y apareció Clara Milich. En la sala resonaron los aplausos. Con pasos indecisos la artista se acercó al frente del escenario, se detuvo, y permaneció inmóvil –no se sentó, no movió la cabeza, no sonrió–, con los brazos cruzados, grandes, hermosos, sin guantes. Era una joven de unos diecinueve años, alta, un poco ancha de hombros, pero esbelta. Tenía un rostro moreno, medio hebreo, medio gitano: ojos pequeños, negros, bajo las cejas espesas, casi unidas; nariz recta, algo respingada; labios finos, de curva bella pero brusca; frente baja, inmóvil, como de piedra; orejas diminutas; una enorme trenza negra, pesada a simple vista. Ese rostro pensativo, casi severo, manifestaba una naturaleza pasional, indisciplinada, apenas bondadosa, tal vez carente de gran inteligencia, pero dotada.

Durante algunos instantes no levantó la vista. Súbitamente despertó y observó las filas de espectadores con una mirada fija pero indiferente, como si estuviera absorta en sí misma.

“¡Qué ojos trágicos!”, acotó un sujeto sentado detrás de Arátov, canoso y fatuo, con cara de cortesana de Revel, conocido en Moscú como soplón y espía. El fatuo era un tonto y quiso decir una tontería... pero dijo la verdad.

Arátov, quien desde la aparición de Clara no apartaba la vista de ella, recordó de pronto que, en efecto, la había visto en casa de la princesa. Y no solo la había visto, sino que había advertido que sus ojos oscuros, fijos, lo habían mirado con especial insistencia. Y ahora... ¿era solo su impresión? Ella, al verlo en la primera fila, pareció alegrarse, se ruborizó y volvió a mirarlo persistentemente. Después, sin girar, retrocedió dos pasos en dirección al pianoforte frente al cual ya estaba sentado su acompañante, un extranjero de pelo largo. Clara debía interpretar Tan pronto como te conocí, la romanza de Glinka. De inmediato comenzó a cantar, sin modificar la posición de los brazos y sin mirar la partitura. Su voz era sonora y suave, de contralto; pronunciaba las palabras con claridad y firmeza, con tono uniforme, sin matices, pero con gran fuerza expresiva.

“Canta con convicción la muchacha”, afirmó el fatuo sentado detrás de Arátov. Y de nuevo dijo la verdad.

En la sala resonaron los “bis” y los “bravo”, pero la intérprete dirigió una rápida mirada a Arátov, que no gritaba ni aplaudía –no le había gustado demasiado su canto–, hizo una ligera reverencia y se fue, sin tomar la mano entreabierta que le tendía el melenudo pianista. El público la aclamó. Ella volvió a aparecer después de un rato. Con los mismos pasos indecisos se acercó al pianoforte. Susurró dos palabras a su acompañante, quien tuvo que conseguir y colocar delante de sí una partitura distinta de la que tenía preparada, y comenzó con la romanza de Chaikovski: “No, solo aquel que conoce la impaciencia del encuentro...”, La cantó de manera diferente a la primera, a media voz, como fatigada. Solo en el penúltimo verso, “entenderá cuánto sufrí”, lanzó un grito sonoro, ardiente. El último “y cuánto sufro” casi lo susurró con amargura, alargando la última palabra. Esta romanza produjo en el público menos entusiasmo que la obra de Glinka. No obstante, hubo muchos aplausos. Se destacaron los de Kupfer, que colocando las palmas de una extraña manera, como formando una cuba, produjo un ruido particularmente resonante. La princesa le alcanzó un ramo de flores grande y desprolijo para que él se lo entregara a la cantante. Ella –como si no hubiera visto la figura inclinada de Kupfer, su mano extendida con el ramo de flores–, dio media vuelta y se fue, de nuevo sin esperar al pianista, quien, con más prisa que la primera vez, se había puesto de pie para acompañarla. Al ver que se había quedado solo, sacudió el cabello como acaso ni el propio Liszt lo había hecho jamás.

Arátov había observado todo el tiempo el rostro de Clara mientras cantaba. Le había parecido que su mirada se dirigía de nuevo hacia él a través de las pestañas entornadas. Pero le había impresionado en especial la inmovilidad de ese rostro, esa frente, esas cejas. Solo cuando ella gritó con pasión había podido ver el cálido brillo de una apretada hilera de dientes blancos entre los labios apenas abiertos. Kupfer se acercó a él.

–Y bien, hermano, ¿qué te pareció? –preguntó, resplandeciente de dicha.

–La voz es buena –respondió Arátov–, pero cantar, todavía no sabe. No tiene verdadera escuela. (Por qué dijo eso, y cuál era su concepto de “escuela”, solo Dios lo sabe.)

El amigo se desconcertó.

–Le falta escuela... –repitió pausadamente–. Bueno, aún puede adquirir un poco más de conocimiento. ¡Pero canta con el alma! Y espera, ahora la escucharás en la carta de Tatiana –dijo Kupfer y se alejó corriendo.

“¿Alma? ¿Con ese rostro tan inmóvil?”, pensó Arátov. A él le había parecido que estaba demasiado quieta y cuando se movía lo hacía como hipnotizada, como una sonámbula. Y al mismo tiempo, sin duda... ¡sí!, sin duda, lo miraba.

Entretanto, el espectáculo continuó. El sujeto gordo de anteojos apareció otra vez. A pesar de su aspecto serio, al parecer se consideraba cómico y leyó una escena de Gógol que no despertó el menor atisbo de aprobación. Pasó de nuevo el flautista, se oyó un poco más al pianista; un chico de doce años –con el cabello rizado untado con brillantina y huellas de lágrimas en los ojos– tocó algunas variaciones para violín. Extrañamente, en los intervalos, de vez en cuando llegaban desde la habitación de los artistas entrecortados sonidos de trompeta, un instrumento que no fue utilizado en el escenario. Más tarde los organizadores explicaron que el aficionado al cual se había invitado a tocar ese instrumento se sintió cohibido cuando llegó el momento de enfrentar al público. Y así, por fin, apareció Clara Milich. Llevaba en la mano un pequeño tomo de Pushkin. Sin embargo, mientras recitaba no lo miró una sola vez. Era evidente que el público la intimidaba, el librito temblaba ligeramente entre sus dedos. Arátov notó también una nueva expresión, de tristeza, que se extendía por sus rígidas facciones.

El primer verso –“Le escribo a usted... ¿qué más?”– lo pronunció con inusitada sencillez, casi con ingenuidad. Y con un gesto inocente, sincero, de desamparo, tendió las manos hacia adelante. Después se apresuró un poco. Pero al llegar a: “¿Otro?... ¡No, a nadie en el mundo daría yo mi corazón!”, recuperó el dominio de sí misma y se animó. Y cuando pronunció las palabras: “Toda mi vida fue prenda del seguro encuentro contigo”, su voz, hasta entonces sorda, comenzó a sonar con arrebato y audacia, y sus ojos, atrevidos y directos, se clavaron en Arátov. Continuó con el mismo entusiasmo y solo hacia el final volvió a bajar el tono. En la voz y en el rostro se reflejó de nuevo la tristeza. La última estrofa, como suele decirse, la abrevió. El pequeño tomo de Pushkin se resbaló de sus manos y ella se alejó de prisa.

El público comenzó a aplaudirla con pasión, a aclamarla. Un seminarista ucraniano voceó, con la pronunciación propia de los pequeños rusos: “¡Milich, Milich!”, [1] con tanto entusiasmo que su vecino, con simpatía y cordialidad creyó oportuno recordarle que debía comportarse como un futuro archidiácono.

Arátov se puso de pie y de inmediato se dirigió a la salida. Kupfer lo alcanzó.

–¿Qué significa esto? ¿Adónde vas? –comenzó a vociferar–. ¿No quieres que te presente a Clara?

–No, gracias –replicó presuroso Arátov, y casi a la carrera partió hacia su casa.

V

Lo agitaban sensaciones extrañas, que él mismo no podía comprender. El recitado de Clara, en esencia, tampoco le había gustado, pero no podía explicar precisamente el motivo. Esa forma de recitar lo inquietaba, le parecía áspera, carente de armonía... sentía que violentaba algo en él, que ejercía una forma de coacción. Y esas miradas fijas, insistentes, casi importunas, ¿para qué?, ¿qué significaban?

La modestia de Arátov le impedía pensar, siquiera por un instante, que él pudiera atraer a esa extraña joven, que tal vez le había inspirado un sentimiento parecido al amor, a la pasión. Y no imaginaba así a aquella mujer aún desconocida, a la joven a quien se entregaría por completo, que lo amaría y que se convertiría en su novia, su esposa. Raramente soñaba con esas cosas. En cuerpo y alma era virgen. La imagen pura que en esas raras ocasiones surgía en su mente evocaba otra, la de su difunta madre. Apenas la recordaba, pero conservaba su retrato como un objeto sagrado. Era una acuarela pintada con escasa destreza por una vecina y amiga. Sin embargo, todos afirmaban que la semejanza era sorprendente. El mismo perfil suave, los mismos bondadosos, claros ojos, los mismos cabellos sedosos, la misma sonrisa, la misma expresión franca debería tener la mujer, la joven a la cual incluso entonces no se animaba a esperar.

Y esa morena, con esa cabellera tosca y bozo sobre los labios, seguramente era mala, extravagante, una “gitana” (Arátov no pudo encontrar una expresión peor). ¿Qué tenía que ver con él?

Entretanto, Arátov no podía quitarse de la cabeza a esa morena gitana cuya manera de cantar, de recitar e incluso su apariencia no le gustaban. Estaba perplejo, disgustado consigo mismo. Poco tiempo antes había leído una novela de Walter Scott, Las aguas de Saint Ronan. (Lasobras completas de ese autor se encontraban en la biblioteca de su padre, quien había considerado al novelista inglés como el modelo del escritor serio, casi científico.) La heroína de esa novela se llama Clara Mowbray. En honor a ella, Krásov, el poeta de los años cuarenta, [2]escribió unos versos que terminaban con estas palabras:

¡Desdichada Clara! ¡Loca Clara!

¡Desdichada Clara Mowbray!

Arátov conocía esos versos, y en aquel momento esas palabras acudían sin cesar a su memoria. “¡Desdichada Clara! ¡Loca Clara!” (Por ese motivo se había sorprendido tanto cuando Kupfer le dijo el nombre de Clara Milich.) Si bien Iákov no experimentó un cambio propiamente dicho, Platosha advirtió algo desagradable en su mirada y en sus palabras, por lo cual le preguntó con prudencia acerca del espectáculo literario al que había asistido. Murmuró, suspiró un poco, lo miró de frente, de costado, de atrás, y de repente, golpeándose los muslos con las palmas, exclamó:

–Bien, Iasha, ya veo de qué se trata.

–¿Qué? –preguntó Arátov.

–Quizás en ese espectáculo encontraste uno de esos pavos reales (Platonida Ivánovna llamaba así a todas las damas que usaban vestidos a la moda). Carita agradable, se hace la interesante, hace melindres (Platosha imitaba esos gestos mientras los enumeraba) y mueve los ojos en círculo (en este caso trazó círculos en el aire con el dedo índice). Por la falta de costumbre te pareció... Pero no es nada, Iasha, ¡no significa nada! Bebe una tacita de té por la noche ¡y se acabó! ¡Dios, ayuda!

Platosha calló y se alejó. Prácticamente nunca antes había pronunciado un discurso tan largo y animado. Arátov pensó: “La tía, al parecer, tiene razón. Todo esto es por falta de costumbre (en verdad, era la primera vez que despertaba interés en una persona de sexo femenino, o en todo caso, antes no lo había notado). No debo darme a la vida disipada”.

Se dedicó a leer sus libros, y por la noche bebió un té de tilo. Durmió bien toda esa noche y no soñó. A la mañana siguiente, como si nada hubiera ocurrido, se entretuvo con la fotografía.

Pero hacia la noche su calma espiritual volvió a agitarse.

VI

Un mensajero llegó con una nota escrita con letra irregular, grande, de mujer. Este era su contenido: “Si adivina usted quién le escribe, y no le resulta molesto, vaya mañana después del almuerzo al bulevar Tverskói, alrededor de las cinco, y espere. No lo retendré mucho tiempo. Pero esto es muy importante. Vaya”.

La esquela no estaba firmada. Arátov adivinó al instante quién era su remitente y eso lo irritó. “Qué disparate, esto es absurdo. Por supuesto, no iré”, dijo, casi en voz alta.

No obstante, mandó llamar al mensajero, a través del cual solo pudo saber que una criada le había entregado la carta en la calle. Arátov lo dejó ir. Volvió a leer la nota, la arrojó al piso, pero poco después la levantó y la leyó una vez más. Por segunda vez exclamó: “¡Qué disparate!”, pero en esa ocasión en lugar de arrojarla la guardó en un cajón. Luego trató de continuar con sus ocupaciones habituales, ora con esto, ora con lo otro, pero las cosas no marchaban. De pronto percibió que esperaba a Kupfer. Deseaba preguntarle, o tal vez incluso comunicarle... Pero Kupfer no apareció. Arátov tomó un libro de Pushkin, leyó la carta de Tatiana y confirmó su impresión de que aquella gitana no había comprendido en absoluto el auténtico sentido de esa carta. “Y el bufón de Kupfer la compara con Rachel, con Viardot”, pensó. Después se acercó a su piano vertical, levantó la tapa casi sin darse cuenta, trató de tocar de memoria la melodía de la romanza de Chaikovski... pero al instante cerró el piano y fue a ver a su tía.

La habitación de Platonida Ivánovna siempre tenía calefacción en exceso. Olía eternamente a menta, salvia y otras hierbas curativas. Había en ella tal cantidad de alfombras, aparadores, taburetes, almohadones y diversos muebles mullidos, que para una persona no habituada era difícil moverse y respirar en esa densa atmósfera. La tía estaba sentada junto a la ventana, sosteniendo sus agujas, puesto que estaba tejiendo una bufanda para Iasha, la número treinta y ocho, según el registro del sobrino. Se sorprendió mucho al verlo. Arátov iba a su habitación muy pocas veces. En general, cuando necesitaba algo, desde su gabinete gritaba con delicadeza: “¡Tía Platosha!”. Platonida Ivánovna lo invitó a sentarse y abrió muy grandes los ojos –con uno lo miró a través de las lentes redondas y con el otro, por encima de ellas–, en espera de sus palabras. No le preguntó por su salud y no le ofreció té, pues era evidente que no había ido a verla por ese motivo. Arátov se balanceó indeciso y empezó a hablar de su madre, de la vida que ella había llevado junto a su padre, de la manera en que se habían conocido. Él conocía muy bien la historia, pero sobre eso precisamente quería hablar. Para su desgracia, Platosha era una persona que no sabía conversar. Le dio respuestas muy breves, como si sospechara que no era ese el verdadero motivo de la visita de Iasha.

–Sí, como es sabido, tu madre era encantadora, tanto como puede serlo una mujer. Tu padre la amó, como corresponde a un esposo, fiel y honradamente hasta la tumba –recitó ella de prisa, casi con enfado, moviendo las agujas de tejer–. No amó a ninguna otra mujer –agregó elevando la voz y quitándose los anteojos.

–¿Era tímida? –preguntó Arátov, después de un breve silencio.

–Por supuesto, como corresponde a una persona de sexo femenino. Solo en los últimos tiempos aparecieron algunas mujeres audaces.

–¿En la época de ustedes no había audaces?

–En nuestra época había, claro que sí, pero ¿quiénes eran? Una libertina cualquiera, una desvergonzada podía ir de un lado a otro arrastrando la falda, a la buena de Dios, sin que nada le importara. Aparecía un tonto y a ella le venía como anillo al dedo. Pero la gente sensata la despreciaba. ¿Recuerdas acaso haber visto esa clase de mujeres en nuestra casa?

Arátov no respondió y volvió a su gabinete. Platonida Ivánovna lo siguió con la vista mientras se iba, meneó la cabeza y se puso otra vez los anteojos. Siguió tejiendo la bufanda, aunque más de una vez, pensativa, dejó las agujas sobre las rodillas.

Hasta la medianoche Arátov trató de dominarse, pero con aquel mismo enfado, con la misma exasperación inicial, comenzó a pensar en esa nota, en la “gitana”, en la cita fijada, a la cual por cierto no iría. A medianoche, ella era aún la causa de su desasosiego. Todo el tiempo se le aparecían sus ojos, ora entornados, ora muy abiertos, con esa mirada persistente, dirigida hacia él. Y esas facciones inmóviles, con su expresión imperiosa.

A la mañana siguiente, otra vez sin saber por qué, se encontró esperando a Kupfer. Estuvo a punto de escribirle una carta. Por lo demás, no hizo nada. Solo recorrió su gabinete de un lado a otro. Ni por un instante admitió la idea de ir a ese tonto rendez vous... y a las tres y media, después de tragar rápidamente el almuerzo, súbitamente se puso el capote y se encasquetó el sombrero para salir a toda prisa –a escondidas de su tía– en dirección al bulevar Tverskói.

VII

En el bulevar, Arátov encontró pocos transeúntes. El clima estaba húmedo y bastante frío. Él trataba de no pensar en lo que hacía, se obligaba a prestar atención a todo lo que apareciera ante su vista, tratando de convencerse de que había salido a pasear, como los demás. Llevaba en el bolsillo la carta que había recibido el día anterior. No dejaba de sentir su presencia. Dio dos vueltas por el bulevar, mirando con ojos vigilantes cada figura femenina que se acercaba. Su corazón latía, latía... Sintió cansancio y se sentó en un banco. Una idea lo asaltó: “¿Y si no hubiera sido ella, sino cualquier otra mujer, la que escribió esta carta?”. Para él debía ser indiferente, y sin embargo, se veía obligado a reconocer que no deseaba que así fuera. “Eso sería aun mucho más tonto”, pensó. La inquietud y el nerviosismo se apoderaron de él. Empezó a sentir frío, no por fuera sino por dentro. Varias veces sacó el reloj del bolsillo del chaleco, miró el cuadrante y lo guardó. Y después de guardarlo olvidaba de inmediato cuántos minutos faltaban para las cinco. Le parecía que todas las personas que pasaban cerca lo miraban de arriba abajo de una manera particular, con curiosidad, con cierto asombro burlón. Un perro feo se le acercó corriendo, le olisqueó las piernas y empezó a mover la cola. Él lo apartó con un ademán de disgusto. Pero lo fastidió más que nadie un niño obrero, vestido con un guardapolvo de tela basta que, sentado en el banco situado al otro lado del bulevar, de vez en cuando lo miraba mientras silbaba, se rascaba y pataleaba con sus botas enormes y agujereadas. “El jefe ha de estar esperándolo, y él sigue allí, holgazaneando”, dijo para sus adentros Arátov.

En ese mismo instante le pareció que alguien se acercaba y se quedaba detrás de él. Una corriente cálida fluía desde ese lugar. Miró hacia atrás... ¡Ella! La reconoció de inmediato, a pesar de que un tupido velo azul oscuro le cubría el rostro. Arátov saltó al instante del banco y quedó inmóvil, no pudo pronunciar una palabra. Ella también callaba. Su turbación no era menor. Aun a través del velo Arátov pudo advertir que palideció mortalmente. No obstante, fue ella quien habló primero.

–Gracias –empezó a decir con voz entrecortada–, gracias por venir. No esperaba...

Clara giró ligeramente y comenzó a caminar por el bulevar. Arátov la siguió.

–Tal vez usted repruebe mi proceder –continuó ella sin volver la cabeza–. En verdad, es muy extraño... Me han hablado mucho sobre usted, pero no, yo... no es por esa razón. Si usted supiera cuánto deseaba verlo, ¡Dios mío! Pero ¿cómo hacerlo?, ¿cómo?

Arátov caminaba a su lado, un poco más atrás. No veía su rostro. Solo alcanzaba a ver su sombrero y una parte del velo. Y el largo, negro, ya gastado manto. De pronto volvió a sentir aquel enfado hacia ella y hacia sí mismo. Quedó en evidencia lo ridículo, lo absurdo de ese encuentro, de esas explicaciones entre personas totalmente desconocidas, en medio de la calle.

–Acudí a su invitación –comenzó a decir él a su vez–, vine, muy señora mía –los hombros de Clara temblaron levemente, ella se desvió hacia el sendero lateral y él la siguió–, solo para aclarar, para saber a causa de qué extraña equivocación se le ocurrió dirigirse a mí, una persona extraña, la cual... la cual tan solo adivinó, tal como decía su carta, que fue precisamente usted quien la escribió. Y lo adivinó porque usted, durante aquel espectáculo literario, quiso dedicarle una atención demasiado evidente.

Arátov pronunció ese pequeño discurso con una voz clara, aunque no firme, como la que emiten quienes son todavía muy jóvenes cuando responden a la mesa examinadora de una asignatura para la cual se han preparado bien. Estaba enfadado, encolerizado, y esa cólera soltaba su lengua, por lo habitual no muy libre.

Ella continuó avanzando por el camino, con pasos un poco más lentos. Arátov siguió detrás, viendo solo ese viejo manto y el sombrero, tampoco muy nuevo. La idea de que ella sin duda pensara: “Solo tuve que hacer una seña para que él viniera corriendo de inmediato” hería su amor propio.

Arátov callaba, esperaba una respuesta, pero ella no pronunció una palabra.

–Estoy listo para escucharla –empezó él otra vez– y me sentiré muy contento si en algo puedo ser de utilidad para usted, aunque debo reconocer que... teniendo en cuenta que llevo una vida solitaria, me sorprende...

Al oír esas últimas palabras Clara súbitamente se volvió hacia él. Arátov vio un rostro asustado, en extremo apenado, con grandes y claras lágrimas en los ojos, con una dolorosa expresión en los labios abiertos, y tan magnífico era ese rostro que sin quererlo se quedó sin habla, sintió una mezcla de miedo, compasión y emoción.

–Ay, ¿por qué? ¿Por qué es usted así? –preguntó ella con una fuerza irresistiblemente franca y sincera, ¡y cuán conmovedora sonó su voz!–. ¿Es posible que mi actitud lo haya ofendido? ¿Es posible que no haya comprendido nada? ¡Oh, sí! Usted no ha entendido nada, no ha entendido lo que yo le decía. Dios sabe qué ha imaginado acerca de mí. Usted ni siquiera ha pensado cuánto me costó escribirle. Solo se preocupa por sí mismo, por su dignidad, su tranquilidad. ¿Acaso yo –en ese momento apretó con tanta fuerza las manos que sostenía delante de los labios, que se oyó el claro crujido de sus dedos– le presenté alguna exigencia para que fueran necesarias, ante todo, sus aclaraciones? “Muy señora mía...”, “me sorprende...”, “puedo ser de utilidad para usted...”. Estoy loca, me he engañado con usted, con su cara, cuando lo vi por primera vez... Y ahora se queda ahí, de pie, ¡sin decir nada, aunque sea una palabra, una sola!

Clara calló. Su rostro de súbito se encendió y adquirió una expresión maliciosa e insolente.

–¡Dios, qué ridículo es esto! –exclamó de pronto con una carcajada aguda–. ¡Qué tonto es nuestro encuentro! ¡Qué tonta soy yo!... ¡Y usted! ¡Uh!

A continuación hizo un ademán desdeñoso para apartar a Arátov de su camino y dejándolo atrás, salió corriendo por el bulevar y desapareció.

Ese ademán, esa carcajada ofensiva, esa última exclamación al instante devolvieron a Arátov a su anterior estado de ánimo y silenciaron aquel sentimiento que había surgido en su alma cuando, con lágrimas en los ojos, ella giró hacia él. De nuevo se sintió enfadado y poco faltó para que, mientras la joven se alejaba, le gritara: “De usted puede salir una buena actriz, pero ¿con qué finalidad se le ocurrió interpretar una comedia conmigo?”.

Arátov volvió a casa a grandes zancadas. Y aunque a lo largo de todo el camino siguió enfadándose e indignándose, al mismo tiempo, a través de todos esos sentimientos malos, hostiles, surgió el recuerdo de aquel maravilloso rostro que había visto solo un instante. Se preguntó incluso: “¿Por qué no respondí cuando ella me pidió aunque sea una palabra?”. Y pensó: “No llegué a responder, ella no me dejó pronunciar esa palabra... pero ¿qué palabra habría podido decir?”. Sin embargo, al instante sacudió la cabeza y en tono de reproche exclamó: “¡Comediante!”.

Aun así, el amor propio del joven inexperto y nervioso, en principio ofendido, había sido halagado porque, pese a todo, era él quien había inspirado ese grado de pasión.

“Pero ahora, todo esto, claro está, ha terminado. Sin duda le parecí ridículo”, concluyó Arátov. Esa desagradable idea hizo que se enfadara de nuevo, con ella y consigo mismo. En cuanto llegó a su casa se encerró en el gabinete. No quería ver a Platosha. La amable anciana dos veces fue hasta su puerta, acercó la oreja al agujero de la cerradura y sin cesar murmuró su oración.

“¡Empezó, y apenas tiene veinticinco años! ¡Ah, temprano, muy temprano!”, se dijo.

VIII

Durante todo el día siguiente Arátov estuvo de muy mal humor.

–¿Qué ocurre, Iasha? –le preguntó una y otra vez Platonida Ivánovna–. Te veo un poco estropeado.

En su original lenguaje la anciana había definido con bastante fidelidad la condición moral de Arátov. El joven no podía trabajar, tampoco sabía qué deseaba. Ora esperaba a Kupfer (sospechaba que Clara había conseguido su dirección precisamente por medio de él, ¿quién más habría podido “hablarle mucho” sobre su persona?), ora se sentía desconcertado: ¿era posible que su relación con ella terminara de esa manera? Ora imaginaba que Clara le escribiría de nuevo, ora se preguntaba si no correspondía que él le escribiera una carta en la cual explicara todo, ya que no deseaba en absoluto dejar una impresión poco favorable. Pero, en concreto, ¿qué debía explicar? Ora incitaba en sí mismo un sentimiento cercano a la repulsión hacia ella, hacia su importunidad, su insolencia, ora veía de nuevo ese rostro indeciblemente conmovedor y oía esa voz irresistible. Recordaba su canto, su recitado, y no sabía si su juicio era correcto o infundado. En una palabra, era una persona estropeada. Por fin todo aquello lo hastió y decidió recuperar el dominio de sí mismo, tachar toda aquella historia, puesto que sin duda le impedía ocuparse de sus asuntos y quebrantaba su tranquilidad. No fue fácil llevar a la práctica esa decisión. Más de una semana pasó antes de que volviera a su rutina habitual. Por suerte, Kupfer no apareció. Por lo visto, no estaba en Moscú.

Poco antes de esa “historia”, Arátov había comenzado a dedicarse a la pintura con fines fotográficos y volvió a ocuparse del tema con redoblado entusiasmo.

Así, imperceptiblemente, con algunas “recaídas”, como dicen los médicos –por ejemplo, una vez estuvo a punto de visitar a la princesa–, pasaron dos, tres meses, y Arátov volvió a ser el de antes. Sin embargo, bajo la superficie de su vida, pesado y oscuro, algo subyacente lo acompañaba en secreto adonde fuera, como un pez grande que recién ha mordido el anzuelo pero todavía está en el agua y nada por el fondo de un profundo río, debajo del mismo bote donde está sentado el pescador que sostiene con firmeza el sedal.

Y he aquí que una vez, mientras hojeaba las noticias ya no demasiado frescas del Boletín Moscovita, Arátov encontró el siguiente artículo:

Con gran pesar [escribía un crítico de Kazán] registramos en nuestra crónica teatral la noticia acerca de la inesperada muerte de nuestra talentosa actriz Clara Milich, quien en el breve lapso de su contrato se convirtió en la preferida de nuestro exigente público. Nuestro pesar es tanto más fuerte cuanto que la señora Milich voluntariamente acabó con su joven y prometedora vida por medio del envenenamiento. Y este hecho es tanto más espantoso cuanto que la actriz tomó el veneno en el mismo teatro. Apenas alcanzaron a llevarla a su casa, donde, para nuestra gran pena, murió. En la ciudad corren rumores de que un amor no correspondido la empujó a cometer ese terrible acto.

Arátov dejó con calma el periódico sobre la mesa. En apariencia estaba muy tranquilo... pero de pronto sintió una opresión en el pecho y la cabeza, que lentamente se extendió por sus miembros. Se puso de pie, permaneció inmóvil unos instantes, de nuevo se sentó. Volvió a leer el artículo. Nuevamente se levantó, se acostó en la cama, y llevándose las manos a la cabeza, como ofuscado, miró largo rato hacia la pared. Poco a poco esa pared se fue esfumando, desapareció, y vio frente a sí el bulevar bajo un cielo gris y a Clara con un manto negro. Luego, la vio en el escenario. Se vio incluso a sí mismo junto a ella. Aquella opresión que había sentido inicialmente en el pecho comenzó a subir hacia la garganta. Quiso toser, quiso llamar a alguien, pero la voz le falló, y para su propio asombro, de sus ojos comenzaron a caer lágrimas incontenibles. ¿Qué las había causado? ¿La compasión? ¿El arrepentimiento? ¿Sus nervios simplemente no habían tolerado la súbita conmoción? Ella no significaba nada para él, ¿no era así acaso?

“Aunque, tal vez... esto no sea verdad”, se le ocurrió de pronto. “Debo saberlo. Pero ¿quién me lo dirá? ¿La princesa? No, Kupfer, ¡eso es, Kupfer! Aunque según dicen, no está en Moscú. No importa, a él debo preguntarle antes que a nadie.”

Con esas reflexiones en la cabeza, Arátov se vistió a toda prisa, llamó a un cochero y partió raudo para ver a Kupfer.

IX

No esperaba encontrarlo, pero lo encontró. Kupfer, que, en efecto, había estado ausente de Moscú por un tiempo, había regresado. Ya llevaba una semana en la ciudad e incluso se proponía ir de visita a casa de Arátov. Lo recibió con su habitual alegría, y estaba a punto de explicarle algo cuando su amigo lo interrumpió con una pregunta impaciente.

–¿Lo has leído? ¿Es verdad?

–¿Si es verdad qué? –preguntó Kupfer, desconcertado.

–Lo de Clara Milich.

El rostro de Kupfer expresó su piedad.

–Sí, sí, hermano, es verdad. ¡Se envenenó! ¡Qué amargura!

Arátov guardó silencio.

–¿Tú también lo has leído en el periódico? ¿O tal vez estuviste en Kazán?

–Estuve en Kazán, precisamente. La princesa y yo la llevamos allí. Ella fue contratada para actuar y lo hizo con gran éxito. Solo que yo no permanecí en la ciudad hasta el día de la catástrofe. Estuve en Yaroslavl.

–¿En Yaroslavl?

–Sí. Acompañé allí a la princesa. Ahora está instalada en Yaroslavl.

–¿Pero tienes información segura?

–Segurísima. ¡De fuentes directas! En Kazán conocí a su familia. Pero, hermano... esta noticia, según parece, te preocupa mucho. Si mal no recuerdo, Clara no te había gustado. Injustamente, era una joven maravillosa, aunque con una mente temeraria. Me apené mucho por ella.

Arátov no pronunció palabra. Se desplomó en la silla y pasados unos instantes pidió a Kupfer que le relatara...

En mitad de la frase se le cortó el habla.

–¿Qué? –preguntó Kupfer.

–Bueno... todo –respondió Arátov después de la pausa–. Al menos cuéntame lo que sabes sobre su familia... y lo demás. ¡Todo lo que sepas!

–¿Te interesa? ¡Con mucho gusto!

Kupfer –en cuya expresión no se percibía en absoluto una profunda aflicción por lo sucedido con Clara– empezó su relato.

Por sus palabras, Arátov supo que el verdadero nombre de Clara Milich era Katerina Milovídova. Su padre, ya muerto, había sido profesor titular de dibujo en Kazán: pintaba malos retratos de funcionarios y hacía ilustraciones. Además, tenía fama de borracho y de ser un tirano en su hogar. ¡Y sin embargo era persona ilustrada! (En ese punto, Kupfer rio con suficiencia a causa del juego de palabras.) Después de la muerte del padre quedaron, en primer lugar, la viuda –hija de una familia de comerciantes, mujer absolutamente tonta, como las protagonistas de las comedias de Ostrovski–, [3]