Palabras impostoras - Candela Iniba - E-Book

Palabras impostoras E-Book

Candela Iniba

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Beschreibung

El destino regalará inesperadamente a Laura Bright la tentadora propuesta de abandonar su rutinario día a día en la Universidad de Southampton y cumplir su deseo de trabajar como traductora en la importante Lagoon Publishing de Chicago. Una oportunidad única donde aprenderá que, a pesar de ser la mejor en su trabajo, nadie ni nada la ha preparado para los desafíos profesionales que supondrá afrontar las intrigas que rodean a los miembros de la editorial y, aún menos, conocer la misteriosa figura de Víctor H. James, cuyos enigmas junto con la atracción irracional que siente hacia él, ponen en riesgo no solo su cordura, sino también su propia vida. ¿Estará Laura dispuesta a sacrificarlo todo por llegar al final de su aventura? "La vida siempre te dará muchas razones para quedarte donde estás, pero muy pocas posibilidades de cumplir un sueño."

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PALABRAS

Impostoras

CANDELA INIBA

Contenidos

Agradecimientos

Pista 1: Arrival of the birds and transformation – The cinematic orchestra

Pista 2: Breakway – Kelly Clarkson

Pista 3: Stop crying your heart out – Oasis

Pista 4: Impossible – James Arthur

Pista 5: Get lucky – Daft punk

Pista 6: Katy Perry – Roar

Pista 7: “Elusive” de Lianne Las Havas

Pista 8: She Wolf – David Guetta y Sia

Pista 9: Hand in my pocket –Alanis Morissette

Pista 10: Clocks – Coldplay

Pista 11: Do I wanna want? – Artic Monkeys

Pista 12: Stay – Rihanna

Pista 13: Use somebody – Kings of Leon

Pista 14: Apologize – One Republic

Pista 15: I wanna know what love is – Foreigner

Pista 16: Human – Christina Perri

Pista 17: Tears of an angel – The Ryandan

Pista 18: Always on my mind— Michael Bublé

Pista 19: Time after time– Versión acústica de Pink

Pista 20: Read my mind-The killers

Pista 21: Kiss me – Ed Sheeran

Pista 22: More than a feeling -Boston

Pista 23: Who you are- Jesse J

Pista 24: Different worlds -Jes Hudak

Pista 25: More than words – Extreme

Pista 26: “Pienso, luego existes”-Mario Viñuela (Pieza al piano)

Pista final: Snow Patrol –Chasing cars

Créditos

Agradecimientos

Toda historia tiene un comienzo y el de este libro fue fruto de una encrucijada personal que la convirtió en testigo mudo y refugio amable para instantes de toma de decisiones y cambios de dirección. Y es que cada obra, por muy pequeña y sencilla que sea, es el resultado de la conjunción de emociones y experiencias únicas en la vida de quien la crea. Confieso que en cada cosa que hago siempre me queda la sensación de que podía haberlo hecho mejor, pero no por ello siento que la entrega haya sido menor, al contrario, os garantizo que en cada palabra, línea o fragmento de todo lo que escribo y escribiré siempre llevará el sello de la memoria de mi corazón.

Mil gracias Valen por tu generosidad al apostar por mi pluma. A ti, Esme, por tu paciencia y por seguir llevándome de la mano. Y, por supuesto, gracias Lena por tu cariño y por animarme a continuar creyendo en mis historias.

No me olvido de ti, María, amiga del corazón, gracias por ese “eres escritora”. Tus palabras al leerme por primera vez fueron el impulso definitivo para iniciar esta aventura.

Y como no, gracias Fede, Elena y Fede. Sois mi hogar, mi motor, mi inspiración. Sin vosotros nada de esto sería posible.

También quisiera mostar mi gratitud a los artistas (músicos, escritores, arquitectos, escultores, bailarines, pintores y fotógrafos) que a través de sus maravillosas y talentosas obras de arte han ido inspirando muchas de las escenas que han dado vida a la historia de Laura y Víctor. El arte crea magia y la multiplica.

Y por último, gracias a todos vosotros, familia, amigos/as y lectores/as por ofrecerme la oportunidad de que mi mundo se cuele en vuestras vidas. Es un honor y una responsabilidad, por ello espero de todo corazón que os proporcione de alguna manera la felicidad que a mí el escribirlas.

Cuento con vosotros.

“Escribo para soñar, sueño para escribir.”

Candela Iniba

Pista 1: Arrival of the birds and transformation – The cinematic orchestra

Principios de enero de 2001 Costa de Bournemouth 4:00 p.m.

Otra jugarreta inesperada de su siniestro destino lo ponía frente a la muerte.

La vida insistía en robarle todo cuanto tenía y le escupía en la cara una vez más sin contemplaciones, negándole a llevar una existencia normal como la de cualquier hijo de vecino que disfruta de su derecho a ser libre con las mínimas restricciones.

Tal y como se presentaba la situación, el desastre era inminente y la sombra de la dama de blanco se cernía cada vez más sobre su cabeza. Empezaba a notar su aliento.

La fuerte sacudida experimentada en pleno vuelo le dio mala espina, solo podía suponer una cosa. Al empezar a disminuir el ruido del motor, el odioso silencio que vino después le heló la sangre y le hizo concluir que lo único que le restaba era rezar y encomendarse a Dios con el fin de que este le permitiera realizar un aterrizaje de emergencia.

El instinto de supervivencia se resistía a abandonarlo y, en medio de su estado de pánico, se aferró a los mandos de la avioneta con manos temblorosas y envueltas en una fina capa de sudor frío.

¿Era una idea tan descabellada querer un día a día sin sobresaltos?

Él solo deseaba tener una vida sencilla y tranquila, donde lo cotidiano lo sintiese una bendición diaria. Pero tal vez era pedir demasiado y, visto lo visto, quizá su eterna condena, como la de un personaje mitológico, fuera purgar con su vida la terrible e inexplicable maldición que había recaído en su familia.

Desde pequeño había sido un muchacho sensato y centrado, sin embargo los últimos acontecimientos le habían hecho creer en la existencia de una entidad poderosa, cuya implacable mano ejecutora solo tenía como fin arruinarle su destino. Porque estaba fuera de toda lógica que con tan solo 18 años se viera sometido constantemente a tener que ocultarse para salvar su vida y la de su madre, en vez de ser su única preocupación la elección de universidad o si Amber, su compañera de mesa en el instituto, acabaría accediendo a salir con él.

Tenía fe en que las cosas no irían a peor, no obstante la ofensiva de su mala suerte se había recrudecido y el peligro vino a acecharlo de forma directa, a estrangularlo en la minúscula cabina de una avioneta. Estaba acorralado, mirando el altímetro de forma obsesiva, mientras notaba cómo una gota resbalaba por su frente y unos latidos punzantes se clavaban en sus sienes. Era consciente de que el impacto contra el suelo era cuestión de segundos y las posibilidades de sobrevivir eran escasas.

Todo estaba perdido.

El biplano amarillo que pilotaba, un modelo ST3KR de Ryan Aeronautical armado en el año 42 y que se había usado como aparato de entrenamiento en la II Guerra Mundial, sufría una avería en el momento más inoportuno, justo cuando más lo necesitaba para poner a salvo lo único que le quedaba, su vida. El padre de su mejor amigo, ahora muerto después del tiroteo, se lo había prestado para que lo condujera hacia su salvación y lamentablemente se iba a erigir en el medio a su muerte.

De repente, una vez más desde que había despegado, azotó su mente la escalofriante imagen de Alfred, su mejor amigo, interponiéndose entre su madre y la bala que se dirigía al corazón de esta.

La estampa era dantesca…

Tres hombres muertos en el salón de su casa, él con un arma en las manos y su madre en estado de shock mirándolo con ojos inyectados en horror. Al recordarlo su estómago se le removió provocándole fuertes arcadas.

¿Por qué poco a poco lo iban apartando de la gente a la que quería?

El frío gélido del invierno penetró en la cabina añadiendo rigidez a su cuerpo, cuya musculatura sufría ya intensos calambres a causa del desquiciante nerviosismo. Ese desaforado estrés junto al castañeteo de dientes, fruto de la baja temperatura, incrementó su sensación de descontrol. Frustrado agarró con rabia los mandos y tiró gritando con fiereza; había sido incapaz de salvar la vida de Alfred, de seguir al lado de su madre cuidándola como le prometió a su padre. Para colmo en el caos del enfrentamiento, en mitad del forcejeo con los dos matones, ignoraba si la bala que había impactado en la frente de ese desaprensivo procedía del arma que Alfred le había entregado. O, como él barajaba con total convicción, el asesino se había disparado a sí mismo de manera fortuita.

Pero de antemano, como bien le dijo su madre, la escena era injusta con la verdad, lo señalaba como único autor de los disparos y a la policía le costaría creer su versión de los hechos. Lo detendría sin vacilar, de ahí que ella lo apremiara a poner tierra de por medio con el objetivo de esconderse.

La decisión de huir no era fácil. Nunca entendió, desde que comenzó su odisea, que una víctima tuviera que ser quien se viera en la obligación de llevar una vida a la sombra, repleta de mentiras y sin libertad, cuando los malos acampaban a sus anchas con absoluta impunidad. Acatar la orden de su madre significó ceder ante el enemigo, aunque en dichas circunstancias no hubiera sido el peor camino, ya que en unos minutos no le iba a quedar vida para arrepentirse de esa maldita elección.

Él jamás la habría dejado sola, no obstante ella era muy obstinada, cuando algo se le metía entre ceja y ceja, no existía arma ni amenaza que le hiciera cambiar de idea. Y aquel día lo puso entre la espada y la pared, no tuvo otra alternativa, porque en el fondo adoraba a su madre y no soportaba verla sufrir. Sus lágrimas le pesaban demasiado, así que, aunque su cabeza deseaba buscar otra salida, las primeras sirenas de los coches de policía y la desesperación reflejada en los ojos de la mujer que le había dado la vida, no le concedieron el tiempo suficiente para pensar en una coartada que pusiera de manifiesto su inocencia. Los segundos solo le dieron para despedirse y prometerle que se pondría a salvo hasta que ella consiguiera ayuda y pusiera al corriente de la situación a quienes los protegían.

Miró por la ventanilla para observar donde caería, ya que lo último que deseaba era poner en peligro la vida de personas inocentes. Bastante tenía con el terrible sentimiento de culpa que lo fustigaba de forma enloquecedora. Así que fue un consuelo constatar que al menos el final de su trayecto sería una playa desierta que, dadas las fechas, solo estaría poblada por gaviotas y algún que otro bicho costero.

El suelo se veía cada vez más cerca, ya apreciaba el color marrón grisáceo de la arena y, aunque era consciente del resultado, continuaba apostando por luchar, por entregarse con vehemencia a ese juramento de corazón a corazón que le había hecho a su madre y lo obligaba a mantenerse con vida.

Como pudo miró de reojo su móvil y a duras penas vio que se había quedado sin batería, ya que las sacudidas iban incrementándose, eran cada vez más fuertes y secas y casi no lograba controlar la palanca con ambas manos. Tampoco la radio de la avioneta funcionaba, no emitía ni una mísera señal que le permitiera albergar la más mínima esperanza. Por ello en ese instante, antes de jugársela a la última carta y que se diera el ineludible impacto con un fatal desenlace en cuestión de segundos, dedicó su último recuerdo a la imagen de esa mujer de piel morena y mirada cálida que quería con toda su alma y llevaría en su ser fuera donde fuera, a su madre.

Costa de Bournemouth 6:00 p.m.

Sentado en la roca de uno de sus rincones favoritos, apartado de la civilización, Andrew disfrutaba de la tregua que la lluvia había dado a la zona después de tres largas semanas de temporal. De vez en cuando retiraba la mirada de la carta y observaba pensativo la delgada línea que unía la inmensidad del mar con el cielo azul que lo acompañaba esa tarde.

Había llegado su momento.

No se lo podía creer.

Al fin era suya la plaza de profesor en la prestigiosa Universidad de Southampton tras cuatro años de duro y sacrificado trabajo. Sabía que el cambio sería radical: a partir de la llegada a su nuevo puesto debería dedicar más tiempo a la investigación, el alumnado sería más exigente y no podría abandonar las publicaciones, al contrario, se tendrían que multiplicar. Pero, no le importaba, contaba con el apoyo incondicional de su amada Martha y eso le proporcionaba la seguridad que necesitaba para afrontar algo así.

Estaba deseoso de contarle la gran noticia, pero él era un hombre al que le encantaba vivir pausadamente, alargar y saborear cada minuto del día, sobre todo aquellos que le proporcionaban la paz que durante una época de su vida no pudo disfrutar.

Mientras estaba en estas, perdido en sus cavilaciones, no se había percatado de los insistentes ladridos de su perro Cougar, un viejo y precioso Pastor Alemán que rescató de la perrera y al que trataba con auténtica adoración. El perro insistía sin descanso, pero no fue consciente de ello hasta que estos se tornaron aullidos agudos y finalmente lograron sacarlo de su estado de ensimismamiento. Sacudió la cabeza y al escuchar que iban aumentando, lo llamó al orden para que cesara. Sin embargo empezó a preocuparse cuando observó que, por más que llamaba al noble animal, al que quería tanto que hubiera confiado su propia vida, no le hacía caso ni siquiera al pronunciar la palabra mágica que lo paralizaba de inmediato.

Un poco enojado ante la desobediencia de su fiel amigo, se levantó guardando con cuidado la carta en el pantalón y se dirigió alarmado a ver qué lo retenía.

Conforme se fue acercando y los ladridos ganaban en intensidad, un presentimiento lo dominó. En las llamadas de atención del animal se distinguían unos matices que se alejaban bastante de ser simples reclamos al juego. Emitía sonidos cargados de ansiedad vuelto hacia su amo, como si deseara transmitirle algo terrible. Andrew frenó en seco y le hizo un gesto de afirmación con la cabeza que sirvió a Cougar como señal para que lo condujera hacia el lugar donde se hallaba aquello que tanto lo alarmaba.

Andrew, dando grandes zancadas, se dispuso a averiguar qué es lo que había descubierto su inseparable compañero.

Después de sortear con dificultad aquel terreno abrupto y evitar alguna que otra caída en mitad de unas rocas exuberantes llenas de algas, de repente una eventualidad se encargaba de acorralarlo una vez más. Nunca había vuelto a considerar que en su ahora apacible vida la tragedia saliera a su encuentro, trayéndole recuerdos que ya creía olvidados.

Entonces el tiempo se suspendió.

El pánico inició el ascenso a su cara y perdió todo control sobre su respiración.

No podía creérselo, delante de sus ojos se hallaba un chico joven ensangrentado, cuyo cuerpo tendido en la arena entre lo que reconocía parte del fuselaje de una avioneta, parecía despojado de cualquier hálito de vida.

Por primera vez en mucho tiempo no sabía qué hacer y bloqueado ante la apocalíptica imagen, todo lo que le traía a la mente esa escena lo desbordó. Incluso se sintió torpe, puesto que se percató que la rápida capacidad de reacción que, en otro tiempo, había hecho de él una máquina casi perfecta, se hallaba oxidada.

Un nuevo reclamo de Cougar lo trajo de regreso del lejano y doloroso recuerdo al cual había viajado y, aunque su mente vaciló unos instantes, su corazón pudo apelar a su instinto de auxilio para comprobar si el joven respiraba o yacía muerto.

Pista 2: Breakway – Kelly Clarkson

“I’ll spread my wings and I’ll learn how to fly. I’ll do what it takes still I touch the sky. I’ll make a wish. Take a chance. Make a change. And break away.

Extenderé mis alas y aprenderé a volar. Haré lo que haga falta hasta que toque el cielo. Pediré un deseo. Aprovecharé la oportunidad. Haré un cambio. Y huiré.”

13 años después

¿Huía o me marchaba?

Me dejé envolver por la sombra de la soledad en una oscura noche de claras determinaciones.

Eran las doce de la madrugada y, apoyada en la desconchada baranda del viejo puente que tantas veces había cruzado de la mano de mi madre y mi hermana, solo oía el sonido seco y sobrecogedor de las campanas de la majestuosa torre de la catedral. La luna se convirtió en testigo mudo de mi desquiciante indecisión; debía aclararme de inmediato, solo tenía veinte horas para coger un tren, o mejor dicho un avión, que podía suponer el inicio de la aventura que tantas veces había pedido en mis oraciones. Sin embargo, ahora la falta de valor me acobardaba, no sabía si tendría las agallas suficientes como para embarcarme y dar el gran salto.

¿Estaría a la altura de las circunstancias?

Leía una y otra vez la leyenda grabada en la piedra blanca que regía la hornacina donde se encontraba la imagen de una Virgen venerada en mi ciudad natal:

“Salus in periculis” (Salud en la adversidad)

¡Cuántas veces había contemplado aquellas palabras!

Y ese día, más que nunca, necesitaba que fueran una señal que me dieran la clave.

Chicago. Uf. ¡Chicago, nada más y nada menos! ¿Podía cortar con todo y trasladarme a ciegas de Southampton a Chicago, sin más? ¿Estaba loca?

Yo, sí yo, Laura Bright. Nacida en Murcia, en un pueblecito del sureste español, hija de un genial profesor de Matemáticas británico que se enamoró locamente de una bella estudiante española de Historia del Arte y que lo dejó todo para casarse con ella. Yo, la reina del “todo bajo control”, archienemiga del villano “contratiempo”. En Inglaterra, en la comodidad de mi mundo programado lo tuve muy claro, era lo que me tocaba, dar el salto cualitativo de mi carrera, una oportunidad única con la que llevaba soñando tras mi licenciatura en Traducción e Interpretación, un Máster en Traducción Literaria y un fructuoso trabajo durante dos años al lado de uno de los mejores profesores, especialista en edición de textos de la Universidad de Southampton, el genial Andrew Palace.

Me estaban haciendo el regalo de mi vida. ¿A cuántos de mis antiguos compañeros se les había presentado una ocasión igual?

Sabía la respuesta: a ninguno. Pero mis inseguridades y mis miedos habían salido a mi encuentro justo en ese momento para cuestionarme si mi sueño era ocupar un puesto de traductora en una importantísima editorial de un monstruoso holding americano.

¿Acaso era lo que deseaba realmente? o ¿simplemente estaba huyendo?

Miles de dudas me carcomían, lo que supongo era normal en el fondo. Significaba un cambio drástico en mi vida, un vuelco inesperado, debido a que las posibilidades de que sucediese eran tan remotas que lo tenía como una utopía más que como un sueño. Incluso me provocaba carcajadas de incredulidad el hecho de constatar que se estaba haciendo realidad. No obstante, no era lo más preocupante, lo que me resultaba peligroso era que constantemente la palabra huida estaba acampando cómodamente en mi vocabulario y entre mis necesidades y aquello me hacía sentirme aún más insegura.

¡Cuántas preguntas y qué pocas respuestas!

Los reflejos brillantes de las luces de color amarillo de unas farolas que flanqueaban aquella antigua pasarela con dos amplios arcos se reflejaban en las tranquilas aguas del río; parecían grandes estrellas que querían emerger de las profundidades, sin embargo aguardaban expectantes devolviendo al transeúnte una mirada con tono melancólico.

El silencio y la brisa transmitían una calma sedante, hipnótica, aun así no servían de antídoto contra la batalla que se había desatado en mi cabeza. Se debatían en ella un ir y venir de ideas que me mostraban secuencias de recuerdos que tomaban vida; eran como cálidas caricias y eso me reconfortaba. Entre ellas cobró movimiento aquella en la que yo aparecía hecha un pequeño ovillo tembloroso con tan solo doce años y la imagen de una sombra alargada y vacilante se acercaba lentamente hacia el rincón donde me encontraba sollozando. En dicha instantánea unos brazos conocidos y afables me estrechaban con fuerza sacándome de la oscuridad del porche de mi casa.

—¿Qué te ocurre, pequeña? —me dijo dulcemente una voz familiar que acostumbraba a hacerme sonreír.

—Nada, papá —gimoteé.

—¿Cómo que nada? —preguntó contrariado ante mi respuesta—. Evidentemente te pasa algo. En una noche fría nadie se esconde a llorar a la intemperie, donde nadie le pueda ver, si no le ocurre una cosa —afirmaba con tranquilidad y firmeza, dándome la oportunidad de recapacitar y abrir mi corazón para sacar aquello que me tenía tan entristecida.

—Papá ¿soy rara?

—¿Por qué dices eso, cariño?

—Oh, papá…

—Eh, vamos, vamos, Laura ¿qué te han dicho? Entremos dentro y me lo cuentas.

—No, no…

—Bueno, pues dime.

Angustiada le relaté a mi padre el lamentable episodio que había vivido en casa de una de mis amigas en su fiesta de cumpleaños, nada que no le hubiese pasado a cualquier bicho viviente; una anécdota típica de rechazo adolescente, pero que yo sobredimensionaba dada mi edad.

—Oí a una chica de clase decirle a Lucía que yo era bastante rarita y un poco tonta… y… me ha dolido papá… yo… yo… —mi voz estalló en un llanto descontrolado.

—Venga, venga, hija no te preocupes, qué sabrán ellas de ti. No te conocen, tú eres una chica fuerte, alegre, inteligente y muy madura para la edad que tienes —mi padre no sabía qué más añadir, pero en su cabeza seguro que ya se veía llamando al ejército para que detuviesen a mis amigas y las confinaran en una prisión de máxima seguridad. No podía ver llorar a ninguna de sus tres mujeres—. No les hagas caso. ¿Quieres que hagamos un conjuro para que en unos días les salga una pandemia de granos en la cara?

Mi padre era un ser extraordinariamente sensible, ponía mucho de su parte para entender mis primeros vaivenes emocionales adolescentes, incluso me escuchaba poniendo en funcionamiento todo su lado femenino, pero el pobre pocas veces conseguía grandes resultados. Porque no nos engañemos, la psicología femenina en pleno cambio hormonal es un escenario bastante complicado, una maquinaria de extrema complejidad que desarma a cualquier padre que aún está traumatizado porque ha visto como su niñita, su princesita de ojos brillantes en un corto periodo de tiempo ha sustituido a Pocoyó por Justin Bieber.

Sí, el pobre andaba desnortado.

De pronto mi madre, según mi nivel hormonal, a ratos la reina malvada en otros la Madre Teresa de Calcuta, irrumpió al escuchar desde el salón nuestras voces y miraba desconcertada a mi padre intentando entender lo que estaba pasando.

Él tan prudente, como era su costumbre, le contó al oído lo sucedido sin que yo me percatara, entonces sentí que los brazos de mi madre me rodeaban y me apretaban con mayor intensidad. Suavemente me fue apartando, su cuerpo comenzó a inclinarse hasta quedarse a mi altura y con la dulzura y elegancia que la caracterizaba me levantó la cabeza y me pidió con voz muy baja que la mirara.

—Laura, no te escondas; la oscuridad no anestesia contra el dolor, solo lo que dure tu aislamiento. —Mi madre al hablar hacía literatura.— Puedes desahogarte: grita, patalea, llora todo lo que quieras ahora, pero has de aprender a no mostrar tus debilidades y plantar cara. No permitas jamás a nadie que te trate mal. Además ¿qué significa ser raro?

—No lo sé —balbuceé entre hipidos.

—Ven, te enseñaré una cosa.

Mi madre entrelazó sus dedos con los míos y me condujo a un rincón donde tenía una maceta que cuidaba con especial dedicación. La cogió con celo y me la acercó a la nariz.

—¿A qué huele, mariposa? —me encantaba que me llamara así y sobre todo oír el tono tan dulce que empleaba.

Me acerqué e inspiré varias veces para captar aquel aroma tan curioso ya que no podía asegurar que fuera el propio de las rosas, pero tampoco el del clavel.

—¿No sabes qué contestar? ¿Verdad? —dejó unos segundos en silencio y siguió—: Cielo, tú eres como esta flor: una exquisita mezcla extraordinaria. Tu estilo diferente y cautivador provoca inseguridad a quien te contempla, porque desconoce tu naturaleza. Y por desgracia las personas, cuando estamos frente a lo desconocido o sentimos que pueden hacernos sombra, nos sentimos amenazadas. Por ello, cuando a partir de ahora vuelva a ocurrirte algo así, te diriges a esa persona, la miras a los ojos y le dices con firmeza que no mereces ese trato. ¿Me oyes? La gente no está acostumbrada a poner límites cara a cara y esto es muy importante, cariño; si quieres que te respeten, no te escondas, pon un escudo delante y afronta. ¿Sabes lo que me solía decir el abuelo? “Al enemigo de frente y al miedo de espalda”. —No comprendía nada de lo que mi madre en ese instante quería decirme, pero su tono me tranquilizaba y no dándose por vencida continuó—: Hoy algunas de estas cosas sé que te cuesta entenderlas, pero en un futuro cobrarán sentido.

En ese momento mi madre me forjó sin querer un escudo anti-sufrimiento del que me cubrí, era una especie de amuleto mágico, como las piedras preciosas de mi abuela June, una cuestión de fe que me ayudó a ganar en seguridad; debía creer firmemente que nadie podía hacerme daño si me aferraba a él, solo sufriría si le concedía a alguien la capacidad de poder herirme. Esto se volvió una constante en mi vida, de hecho hizo de mi una Bright de fachada férrea, pero con gran temor a que alguien consiguiera destruirla.

No pude más que sonreír al desempolvar esas imágenes que habían decidido resurgir fugazmente.

Me quedé con la mirada perdida. Y pensé en mis padres. Esos seres maravillosos que tendría que dejar de ver por una temporada indefinida, porque una cosa era estar en Inglaterra a pocas horas en avión y otra cruzar el Atlántico.

Mi vida había transcurrido a caballo entre España e Inglaterra. Durante los largos periodos laborales permanecíamos en territorio peninsular. Pero eso no significó que mi padre se alejara de su país, al contrario, en cuanto ellos tenían cualquier semana libre viajábamos a Rochester. Sí, Rochester, como el apellido del maravilloso protagonista de Jane Eyre, Mr. Edward Rochester, pero en este caso era el nombre de un precioso pueblo en el condado de Kent, situado en el sureste de la costa británica más conocido como el jardín de Inglaterra, cuyo lema “Invicta” imprimió el peculiar carácter guerrero de mi familia.

En esa zona por cuya historia y geografía dejaron huella romanos, jutos, normandos e insignes personajes, allí, en mitad de un territorio cuna de cuentos y leyendas medievales, tenían sus raíces mi familia paterna, los Bright. Una familia numerosa con la que coincidíamos en verano, ya que casi todos sus miembros se trasladaban cada año a la noble casa familiar que mis entrañables abuelos, June y George Bright, conservaban como residencia vacacional en Bournemouth. Un imponente edificio del siglo XVIII, ubicado en una tranquila y extensa propiedad que fue restaurado con bastante esfuerzo para albergar año tras año las reuniones familiares que incluían a los tíos y primos que se habían visto obligados a vender sus propiedades.

Los Bright… un linaje muy particular con personajes dignos de protagonizar grandes relatos. Pero esa era otra historia.

Los recuerdos de mis viajes a Rochester y parte de mis veranos en su casa de Bournemouth eran las páginas de un álbum de familia lleno de encuentros increíbles donde nunca eché en falta la amistad con chicos de mi edad, ya que mis primos eran mis compañeros de juegos. Aun así conocía a media chiquillería de los alrededores, pues a pesar de que no residía allí, según mi abuela poseía el auténtico carácter Bright que me favorecía integrarme de forma natural entre los habitantes de cualquier lugar del mundo. Sentía curiosidad por cuanto me rodeaba, pasaba los días en la calle investigando y conociendo callejuelas, túneles, pasadizos, tiendas, vecinos... Esto me condujo a que fuera la única de toda la pandilla que lograra establecer relaciones con niños del pueblo, pero sobre todo afiancé una gran amistad con el hijo de uno de los maestros del colegio más cercano. Un chico delgaducho de grandes ojos azules y pelo rizado rojizo que vivía en Rochester y casualmente también veraneaba en Bournemouth justo en la casa de al lado.

Conmovida por su soledad y, también por qué no decirlo, harta de que se chivase a su padre y más de una vez nos tocara pasar la tarde castigados en el santo banco negro, le propuse hacer el juramento de pertenencia a nuestro particular clan. A partir de ahí nos convertimos en inseparables.

A lo largo de los años compartimos vacaciones inolvidables, de hecho cada trimestre lo vivía como una larga y agonizante espera hasta que me entregaban las notas y sabía que entonces quedaban solo unas pocas horas para refugiarme en mi edén. Si no recordaba mal, solo un año fue diferente al resto, el verano de despedida antes de entrar a la universidad, cuando cumplí los 18 años. Los Palace alquilaron la casa a unos amigos estadounidenses que necesitaban un clima diferente para uno de sus hijos que, según escuché a mis abuelos, estaba algo enfermo. Nunca lo vi, salvo una noche que creí distinguir una figura en el balcón que daba a la habitación de Dani, mi colega. Y fue de esa manera como me di cuenta de lo mucho que echaba de menos a aquel delgaducho metomentodo.

Tras acabar los estudios universitarios en España con matrícula de honor obtuve una beca para realizar un Máster que coronase mi preparación académica. Entonces, siguiendo mi devoción por las letras inglesas y cumpliendo la promesa realizada a mi nana June, decidí acabar mis años de estudio en tierras anglosajonas.

Barajé numerosas universidades y no fue fácil tomar una decisión, pero finalmente escogí la de Southampton, ya que el padre de Dani, una autoridad en el mundo de la literatura, impartía un Máster de Traducción Literaria y Edición de textos en dicha institución, con lo cual mataba dos pájaros de un tiro: podía ampliar mi conocimiento de gramática histórica inglesa con un grandísimo experto y, a la vez, no perdía el contacto con mi familia.

Durante la semana me alojaba en un colegio mayor de normas muy estrictas, cuyo funcionamiento me recordaba más a un campo de concentración que a una residencia de estudiantes. La verdad es que yo no deseaba estar allí, pero para que mis padres y mi sobreprotector abuelo George cediesen en mi cambio de residencia de Rochester a Southampton, tuve que acatar la orden directa de hospedarme en un colegio y trasladarme los fines de semana con mis abuelos.

Y paradójicamente fue ese primer año cuando mi relación con Daniel, ya hecho un chico guapísimo de carácter risueño, y también con sus padres, Andrew y Martha, comenzó a transformarse en una amistad especial. La familia Palace se convirtió en una parte muy importante de mi vida. Es más, tras el curso, el padre de Dani, tomó la decisión de hacerme un hueco en su despacho y nombrarme su secretaria personal, por no decir su mano derecha e izquierda.

Si cerraba los ojos aún podía ver a la perfección mi día a día, cómo nos dirigíamos a la Facultad de Humanidades, un imponente edificio de ladrillo rojo, donde Palace y yo —al que llamaba indistintamente Andrew o por su apellido, ya que le venía como anillo al dedo a causa de su semblante regio— pasábamos largas horas y donde me enseñó a ser una buena traductora.

Andrew era extraordinariamente perfeccionista, incluso en ocasiones llegaba a pensar que nunca quedaba satisfecho. Trabajé tantas horas en el aquel despacho que llegó a ser mi segundo hogar; de hecho, con su permiso, lo fui decorando con un kit de objetos personales que me acompañaban allá donde me instalaba: dos pequeños cuadros pintados por mi madre en los que se podía contemplar unas niñas recogiendo conchas en el mar, un gran collage de fotos familiares, una serie de láminas de J.W.Waterhouse y numerosos diccionarios de todo tipo.

Todo unido era mi pequeño paraíso de recuerdos en el que me evadía cuando en los interminables días grises me acuciaba la nostalgia de mi ciudad o de los míos.

El futuro de repente se me presentó resuelto y parecía que el destino se ponía de mi parte a cada paso que daba. Todo se sucedía de manera rápida, como si estuviera llamada a ser la sucesora natural de Andrew en la universidad y con tan solo veintitantos años se me hubiera concedido alcanzar todos mis objetivos. O eso creí. Porque ese camino de rosas, casi idílico, cambió de la noche a la mañana de forma totalmente inesperada.

Pasaron dos años sin que apenas me diera cuenta, y sin saber cómo y sin entender por qué, en un abrir y cerrar de ojos la perspectiva de mi realidad cambió. De la novedad pasé al aburrimiento. Empecé a sentir que me había estancado y que toda esa euforia inicial se había esfumado. Desde mi punto de vista, percibí que el tiempo llegó a congelarse; se detuvo hasta transformar mi día a día en una existencia cada vez menos soportable. El ritmo tedioso, marcado por mi trabajo en la universidad, me fueron arrastrando a una apatía que desembocó en un estado de desidia brutal. Tanto fue así que poseída por los efectos de una imperiosa necesidad de adrenalina me llevó a tomar una pésima decisión que originó daños colaterales inaceptables.

En plena crisis, Daniel, mi Dani, tal vez para verme más alegre o porque realmente se había enamorado de mí, tuvo la genial idea de declararse y yo que andaba como una yonqui buscando experiencias excitantes acepté su propuesta de salir juntos.

Y… ¡boom! Daniel y yo sufrimos el mismo final que Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Como amigos, para siempre, pero como pareja, nos embarcamos en el Titanic cara al iceberg.

Si mi hermana era una terrorista de las relaciones amorosas, yo era un elefante intentando hacer ganchillo.

¡Dios mío! ¿Cómo pude meter tanto la pata con Daniel?

Mi Daniel Palace, mi amigo con mayúsculas, creador de grandes discursos pedantes y pésimo estilo. Aún puedo visualizar a la perfección su indumentaria diaria.

Éramos incompatibles como pareja. Aun así, juntos nos lo pasábamos en grande, me hacía sentir cómoda. Me entregó su amistad incondicional y nunca protestó ante mis múltiples desplantes y rechazos cuando pretendía intimar físicamente. Me respetaba y utilicé dicha actitud para marcar una línea divisoria entre nosotros.

Podíamos hablarnos desde las tripas, como solía decir, hasta ese fatídico día en el que decidimos intentar una relación más “romántica”.

Eso fue un acto suicida.

Él puso todo su corazón, me persuadió como el que intenta vender una lavadora y para ello adujo argumentos variopintos en los que usó palabras tales como fiabilidad, durabilidad y un sinfín de conceptos del ámbito de los electrodomésticos, que reflejaba esa falta de química entre nosotros. Pero en mi defensa puedo decir que yo no lo traicioné. Le confesé que mis sentimientos estaban más cercanos a los de un hermano que a los de un novio. Valorar el hecho de besarlo me producía rechazo, era para mí ¡inconcebible!

De todas formas estuvimos un año juntos, nuestra afinidad como amigos era tan grande que aguantó la desastrosa escena de una intimidad artificial y carente de toda pasión.

Claro está, la inevitable ruptura no tardó en llegar.

Estuve un tiempo muy preocupada por las consecuencias de nuestro temerario noviazgo, me costaba mirarlo a la cara y mantener una conversación natural. Pero tras muchas sentadas terapéuticas, los días fueron calmando supuestamente mis inquietudes y todo pareció volver a rodar como antes.

A partir de ahí, guiada de la mano de mis nuevas amigas, llamadas “frustración laboral y frustración emocional”, poco a poco y sin que me diera cuenta, mi jornada semanal se fue configurando en la viva estampa de un poema deprimente e intragable, vamos como la programación del Canal Senado.

Miré el reloj del Ayuntamiento. Las doce y cuarto y la gente transitaba como si fuera hora punta. Solo en esta cálida ciudad, un viernes 14 de mayo, el termómetro podía marcar 28º. “Eso tenía vivir aquí”, pensé.

Me sentía tan a gusto en mi tierra, la había echado tanto de menos los últimos dos meses que llegué a sentir que el aire dejaba de circular por mis pulmones.

Una vez más, como era costumbre desde que le pisoteé el corazón a Dani, las lágrimas brotaron inesperadamente; los remordimientos no me habían dejado dormir durante tres meses y, aunque todo había quedado aclarado entre nosotros, solo imaginar el dolor que le había provocado, ocasionaba que tuviera repentinos ataques de llanto descontrolados que me servían para liberar mi garganta de un atosigante nudo invisible que no me permitía respirar.

Patético, pero era la única manera de rebajar la presión.

Gracias a Dios, dichos ataques ya se estaban espaciando en el tiempo, porque, todo sea dicho de paso, llegó a ser insoportable para los que tenía a mi alrededor.

Por mucho que cuidé el detalle de rodearme de todo aquello que me era especial, en la última época de mi estancia allí ya nada me servía de bálsamo: me sentaba en la silla vintage blanca, miraba por la ventana e iniciaba mi jornada con una preocupante sensación de desgana que con el tiempo empezó a pesar.

Sola y cada vez más triste en mi fría habitación de la residencia de estudiantes me veía ovillándome como cuando era una adolescente y, aunque las palabras de mi madre aún resonaban en mi cabeza, no podía contener que la herida se hiciera más profunda.

Todo poco a poco se fue convirtiendo en rutinario y pese a que me empeciné en remontar mi optimismo, lamentablemente tenía que admitir que mi tiempo en Southampton se estaba acabando, que ninguna motivación me ataba a ese lugar que tantas enseñanzas me había ofrecido. No era fácil romper lazos y menos con quienes había compartido toda una vida, sin embargo la corriente de energía que me empujaba a decir adiós era más fuerte que yo y luchar contra ella me era imposible.

Una ligera brisa me despertó de aquel recuerdo. Levanté desorientada la cabeza y revisé la frase:

“Salus in periculis.”

Mis ojos fueron dibujando las líneas sinuosas de cada una de las grafías y al llegar al punto final lo supe. Sí. No hacía falta meditarlo más, acababa de tomar una decisión y volví a casa.

Pista 3: Stop crying your heart out – Oasis

“May your smile Shine on Don’t be scared Your destiny may keep you warm.

Haz que tu sonrisa brille. Brilla. No tengas miedo. Tu destino te protegerá.”

Acostada en la cama, pero con la cabeza abotargada pensé en coger el iPpod y el libro electrónico, ya que para mis bajones no existía nada más efectivo que leer y escuchar música.

Me puse los auriculares, acomodé mi cuerpo casi exánime entre varias almohadas y mientras escuchaba Stop crying your heart out de Oasis. Comencé la lectura de la última publicación de Lena Valenti, cuya recomendación procedía de la friki de mi hermana Ana o Annabel Lee, como solía llamarse para hacerse la interesante y ligar con toda criatura viviente que conocía. Cada mes me enviaba un mensaje con sus nuevos descubrimientos editoriales, un acertado ritual que nos servía para charlar por videoconferencia y cuidar la relación tan especial que teníamos.

Abrí la funda del Kindle, toqué suavemente la pantalla táctil, pero no pude mirar ni el primer renglón antes de cerrar los ojos de puro cansancio. Y fue entonces, vencida por el sueño, como reviví mi último día con Andrew en Southampton.

Me giré una y otra vez hacia ambos lados de la cama, intentando evitar las pesadillas. Azorada entre las sábanas luché por abrir los ojos con la intención de que me dejaran tranquila, incluso sé que balbuceé palabras, pero no fui consciente de lo que decía. Lo que sí oí fue el pequeño grito que emití, puesto que me despertó, o eso es lo que creí, porque de repente me vi sentada en la cama contemplando mi último día en Southampton como si fuera un holograma. Y justo ahí mi corazón tocó fondo.

Evoqué sin apenas esfuerzo hasta el primer minuto de la mañana. Nunca lo olvidaré.

Habían pasado tres meses desde que Daniel y yo lo habíamos dejado y todavía seguía sin conciliar el sueño.

Recuerdo que ese día me había quedado dormida debido al inoportuno llanto nocturno que me había dejado exhausta y con la movilidad semejante a la del protagonista de Memorias de un zombie adolescente.

De hecho entré por la puerta del despacho tropezando con mis propios pies, apenas sin aliento y me encontré con Andrew sentado en su magnifica silla de cuero escribiendo una nota con su pluma Montblanc. Llevaba puestas sus gafas de cerca que graciosamente tenía apoyadas sobre la punta de su nariz respingona. Nada más oír mis pasos alzó la mirada y por su actitud entendí que esperaba una respuesta.

—Lo siento, me he quedado dormida. La noche no me ha respetado —le aclaré mientras me rascaba la frente al pasar por su lado con el fin de que no viera el hinchazón que padecían mis ojos a causa del llanto.

—Querida, no creo que la noche haya sido la culpable de tu insomnio —un cierto tonillo mordaz rubricaba cada una de sus palabras.

“Él siempre tan perspicaz”, pensé.

Cuando observé que me estaba haciendo ojitos, intuí que la cosa no iba a quedar en una simple y banal conversación.

—Que-ri-do —dije sarcásticamente— no estoy preparada para entablar una conversación de más de dos minutos. He dormido una hora escasa, no me he duchado, voy sin cafeína en el cuerpo y llevo un retraso de una hora en el trabajo —enumeré con mal humor—, así que no me vengas con quién es el culpable de mi insomnio, ni con finas ironías que a estas horas no pueda digerir.

—Laura, basta ya —respondió muy enfadado.

Me quedé de piedra. Jamás había visto tan serio a Palace, es más nunca lo había visto enojarse, ni siquiera el día que le informé de mi ruptura con su hijo. Era un ser afable, bonachón, con un talante inalterable que siempre le hacía estar de buen humor. Los contratiempos los aceptaba con una paz y una resilencia propias de un santo.

—¡Andrew! —exclamé sorprendida.

—Estoy harto, Laura, se acabó —puso la capucha a la estilográfica, cerró su cuaderno de trabajo con un movimiento enérgico y apoyó los brazos sobre la mesa con las manos entrelazadas.

—Perdona, solo…

—Mira, no tienes que darme ninguna explicación. Sabes que puedes entrar y salir cuando te venga en gana. —Me cerró la boca de golpe.— ¿A qué viene tu justificación de hoy?—Preguntó sabiendo que no iba a responderle. —Llevas semanas como un alma en pena, vagando, desnortada, no me contradices en nada, no me regañas cuando como encima de los manuscritos, pones la misma música sin parar una y otra vez, apenas te arreglas y tus traducciones son una porquería —paró y me lanzó una mirada escrutadora esperando una reacción que no llegaba—. ¿Es que no te das cuenta, mi querida amiga?

—No, Andrew. No sé de qué me estás hablando —fingí.

—Sí lo sabes, terca Bright, lo que ocurre es que no te atreves ¿verdad? —me concedió unos segundos para ver si se lo soltaba de una vez por todas. —¿Te ayudo?

—Sí, por favor —farfullé.

—Te quieres marchar. ¿Acaso crees que no me he dado cuenta? —¡En el clavo!— El corazón lleva tiempo reclamándote salir del nido y volar solita, sin embargo te has empeñado en ignorarlo y eso, pequeña, ha traído unas consecuencias nefastas a tu vida; con el miedo a hacerme daño casi acabas ahogándote con tus propias lágrimas. —Apenas podía parpadear.— Cielo, si te sirve de lección, la próxima vez que desees sacrificarte valora si lo haces por amor o por falta de valentía, porque si lo haces por la segunda razón, te arrepentirás toda la vida.

Atónita clavé los ojos en los suyos asimilando lo que acababa de soltarme; Andrew era un auténtico traductor de almas y yo adoraba dicha cualidad en un hombre.

Habíamos pasado mucho tiempo juntos, el suficiente para conocernos al dedillo, tanto en lo bueno como en lo malo. De hecho el que me sermonease no era algo anormal, todo lo contrario, en ocasiones su tendencia paternalista conmigo rayaba en lo obsesivo. Y pese a que nuestra relación no era lo que podríamos decir fácil, puesto que el sentido del humor de ambos era muy distinto y no muy pocas veces chocaba, nos respetábamos muchísimo. Éramos dos caracteres de naturaleza dramática siendo “uña y carne” que, fuera de las bromas, nos entendíamos a la perfección; un gesto, una mirada, nos servía para darnos cuenta de si algo le había complacido o no al otro, o si nos encontrábamos pensando en este o aquel tema. No obstante, nunca, nunca nos atrevimos a pisar la delgada línea de la intromisión personal. Nos ceñíamos a disfrutar de todo lo que compartíamos, sin complicarnos, ya que nuestras personalidades conectaban de forma natural. Fue cuestión de pocas semanas que naciera entre nosotros un cariño que iba mucho más allá de la mera amistad, por tanto no me resultó raro que fuera él la única persona que se percatara de lo que me ocurría.

Rápidamente recuperé el aliento.

—Perdona, Andrew, no sabía cómo abordar el tema… Hasta ahora todas mis decisiones habían sido riesgos controlados, conocía el terreno que pisaba, sin embargo ahora me siento perdida. Es extraño, no sé qué hacer. Siento que debo dar un giro a mi vida, cambiar de dirección, pero al mismo tiempo tengo miedo, mucho miedo… —las palabras comenzaban a brotar sin contención, necesitaba revelar qué es lo que me perturbaba por dentro.

Aguardé expectante a que me diera unas palabras que me reconfortasen, porque oyéndome a mí misma empecé a ser consciente de que todo lo que sentía era pavor a ver que lo que había construido hasta ese momento era provisional, que todo había sido una preparación para algo que no se encontraba allí, que debía buscarlo fuera. Y barajar eso me daba pánico.

De pronto una llamada de teléfono interrumpió la tensión nacida entre los dos. Cogió su móvil y tras un largo silencio, asintió con un suave gruñido. A los quince segundos colgó sin mediar palabra alguna con su interlocutor y al levantar la vista, me sonrió.

—Querida, ahora no podemos hablar. Tengo una visita muy importante, pero en cuanto acabe nos iremos a comer y trataremos todo este asunto sin medias tintas, afrontando con valor lo que tenga que venir. Mientras tanto espérame en la sala contigua y medita estas sabias palabras de Goethe: “Las cosas si no se sienten, no se logran.” —Se quitó las gafas y las guardó en una funda de piel negra.— La comodidad te ha engañado, cielo, durante un tiempo te ha hecho dudar de que habías alcanzado tu destino y no es así. Debes reconocer que tú aquí ya has logrado el listado de objetivos que te marcaste. —Salió de su sitio y se acercó para cogerme por ambos hombros.— Me da pena que hayas tenido que llegar al extremo de no sentir para estallar, pero ¡maldición! bienvenida la explosión si te ha hecho abrir los ojos.

Tras esas palabras demoledoras asentí con la cabeza.

Andrew había resumido a la perfección mi odisea emocional de los últimos meses en el final de aquella conversación y no tuvo que añadir nada más para dejar patente que había captado cada minúscula partícula de energía negativa que desprendía yo. Con lo cual, triste, pero reconfortada ante la comprensión de un hombre sabio como era él, salí del despacho sin rechistar y dispuesta a esperarlo en el cuarto anexo.

Intenté valorar su recomendación y pensar en aquella frase de Goethe, que seguro contenía las claves del camino que debía escoger, pero la falta de descanso comenzó a pasarme factura y decidí dejar mi rayadura de cabeza para más tarde. No me apetecía volver a entrar en bucle.

Me acerqué al gran ventanal que presidía aquella sala de reuniones y me entretuve mirando desde la ventana cómo el viento mecía las copas de los árboles y peinaba con suavidad cada rama otorgándoles un aire distinguido, elegante. El día tenía una luz radiante que iluminaba con especial brillo cada uno de los colores que predominaban en los distintos tipos de hojas que decoraban el jardín de entrada al edificio de la facultad.

De pronto, en mitad de mi estado de embobamiento, una voz me arrancó de mi somnolencia. Palace hablaba con alguien de forma animada y por mucho que yo afinaba mi oído no conseguía captar lo que decían. Intrigada me deslicé sigilosamente hacia la puerta e intenté poner mayor atención, pero ni siquiera de aquella manera logré entender nada. Escuchar, escuchaba perfectamente a Andrew, ya que su tono de voz era fuerte, sin embargo comprenderlo era harina de otro costal, puesto que tenía una pésima vocalización y eso hacía más dificultosa mi labor de cotilla.

Y en lo concerniente a la otra persona, menos todavía. Solo pude concluir que era un hombre a consecuencia de los tonos graves junto con un ligero acento norteamericano que mi fino oído captó. Por lo demás, apenas era audible, susurraba en todas sus intervenciones y eso hizo que desistiera de mi tarea investigadora.

Se oyeron risas y a tenor de unos golpes secos era evidente que se estaban dando palmadas en la espalda como si se estuvieran abrazando, hecho que me resultó sorprendente ya que acaban de reunirse. Estaba claro que esos dos hombres eran buenos amigos y por lo que escuché hacía bastante tiempo que no se veían, así que supuse que la visita iba a ir para largo.

Tras veinte largos minutos encerrada y viendo que mi estancia allí se prolongaba, decidí tumbarme en el duro sillón negro que presidía la sala con la intención de matar el tiempo, pero lógicamente, después de la nochecita que había pasado, mi cuerpo no se pudo resistir y sucumbió a los encantos de morfeo, es decir, me quedé KO.

Perdí absolutamente la noción del tiempo y del espacio, mi persona se adentró en un plácido estado de letargo que se alargó hasta que al cabo de un rato percibí una mano grande que me acariciaba la cara con avidez y cuya piel áspera, pero de tacto delicado, me iba dejando un reguero de cálidas sensaciones, a las que me entregué sin ningún tipo de reparo.

Por primera vez en semanas algo me calmaba, me consolaba de verdad.

¿Qué eran aquellas nuevas sensaciones que experimentaba? ¿Eran irreales?

En mitad de mi ensoñación quise despertarme, comprobar si lo que estaba sintiendo era fruto de una fantasía.

¡Lo sentía tan real!

Percibí cómo unos dedos subían por mi cuello y acogían mi rostro de manera posesiva, como si me reclamaran y pretendieran cobijarme o protegerme de algo. Aquello era de locos, mi intuición me dictaba que no conocía al autor de esas caricias, que nunca su piel y la mía habían estado en contacto; no obstante, por muy demencial que pareciese, en mi interior no lo notaba extraño, su presencia me era cercana. Esa persona estaba sellada en alguna parte de mi ser, lo reconocía y su calidez originó que entre la neblina soñolienta que me invadía se colara un halo de seguridad.

Y suspiré hondamente.

Hubo un punto en que mi piel, sensible a su roce, se estremeció ante el hormigueo electrizante que comenzó a recorrerme. Mi cuerpo entero se agitaba y libre de prejuicios se entregaba a una danza de movimientos lentos que buscaba aumentar la proximidad.

“Quédate conmigo”, le repetía constantemente, sin saber si yo lograba decirlo en voz alta.

Necesitaba abrir los ojos, contemplar cara a cara a quien me acariciaba de esa manera, pero el cansancio de las eternas noches en vela me pesaba demasiado y por mucho que luchaba por despertarme, solo respondía aferrándome al momento de placer que me regalaba esa presencia anónima.

Mi corazón latía cada vez más rápido y sumida en oleadas de fuertes palpitaciones comencé a jadear con ahogo. Solo me tocaba la cara pero no era capaz de encontrar la voluntad que pusiera freno a mi abandono descarado y justo cuando me precipitaba a un abismo de fuego que me hacía arder de deseo, los dedos que deliciosamente tocaban aquella pieza magistral de caricias sobre mi piel poco a poco se fueron apartando y con gran dolor noté que sin saber cómo habían desaparecido.

Entonces sobresaltada me desperté y lancé un rugido con la mirada de un animal hambriento, ávido por encontrar a su presa; como una loca busqué al dueño de esas manos, el mago seductor que por unos instantes me había devuelto a la vida. Pero al poner los pies en la tierra vi que desgraciadamente no había nadie alrededor.

Mi subconsciente me había jugado una mala pasada. Todo había sido una falsa recreación. Aun así mi piel, sumergida en su propia dicha, insistía y eso es lo que me hacía dudar. Había sido muy real y pocas veces mi intuición me engañaba. De todas formas el escenario era determinante: la sala estaba vacía y, como siempre, la soledad y los sueños eran los únicos que me acompañaban.

Tras acabar la inesperada visita, Andrew me sacó casi arrastrándome por el campus y me llevó al restaurante de un lujoso hotel situado en una zona rural, alejado del bullicio universitario. El lugar constaba de dos edificios de construcción tradicional con tejados de paja y estaba recién restaurado. El bar ofrecía una gran variedad de comidas tradicionales de la zona y una surtida bodega de excelentes vinos españoles a los que éramos muy aficionados.

Viendo que presentaba cierta imposibilidad para articular palabra alguna y que no me decidía con el menú, ya que mi estómago había sucumbido a la inquietud y la ansiedad, Palace pidió por mí.

—Vamos a querer dos pequeñas ensaladas con el aliño aparte, dos platos de pescado frito y patatas —El esbelto camarero miró sorprendido ante el plato demandado y se le escapó una sonrisita burlona que fue respondida con la mirada fulminadora especial de “Palace, el mafioso”— ¿Algún problema?

—No, señor —respondió arrepentido.

—Y de beber un Contador 2001.

—¡Andrew! —se me escapó un grito que hizo girar a media clientela— ese vino es carísimo.

—Utilizando una expresión muy tradicional: “la ocasión lo merece” —me sacó la lengua.

—Excelente elección, señor— elogió el camarero intentando hacerse con la simpatía de mi implacable acompañante.

—Lo sé— contestó con irritante prepotencia castigando al camarero que rendido se marchó cabizbajo.

—Andrew estás loco, no puedes gastarte esa cantidad de dinero en una simple comida. Además ¿por qué hemos venido aquí? En cualquier bar de la universidad hubiéramos podido hablar del tema, no requería tanta parafernalia.

—Calma, querida, hoy vamos a brindar por la aventura que vas a emprender.

¿Aventura? ¿Emprender?

Me quedé boquiabierta ante lo que me acababa de soltar. No entendía nada y empecé a leer entre líneas que se había tomado una decisión sin contar conmigo. De nuevo me volvía a tomar en brazos como si fuera un bebé, muy propio de su paternalismo compulsivo. Noté que estaba empezando a enfadarme.

—Me parece que no estás siendo justo conmigo —puse el tono lo más grave que supe para intimidarlo—. Llevas algo entre manos desde que he llegado y lo más gracioso es que afecta a mi futuro de manera directa, pero yo voy a ser la última en enterarme. —Me paré para analizar su gesto y proseguí—: En el despacho, cual psicólogo guión adivino, has dejado entrever que sabías lo que me ocurría, por ello me invitabas a charlar, así yo me desahogaba, reflexionaría sobre mi situación en la universidad y finalmente me ayudarías a elegir, bla, bla, bla. Sin embargo, me da la sensación de que esta última parte nos la vamos a saltar, por lo que veo. Tú ya has determinado cuál es el camino. ¿Me equivoco? —Terminé inspirando agitadamente, como si hubiese estado buceando a pulmón durante dos minutos.

—Nunca me defraudas —respondió con admiración—. Laura, yo solo quiero ofrecerte posibilidades, por supuesto siempre respetaré tu decisión, aunque me tenga que tragar este billete de avión. —Soltó la primera bomba disimuladamente como el que deja caer una mochila tras ascender al Everest y está a punto de desfallecer.

—¿Billete de avión? —el gallo salió de mi garganta solo.

Palace se encontraba verdaderamente preocupado al observar que desde hacía un tiempo había abandonado mi escudo en el armario y como en otras tantas veces se autoproclamó en ”mi escudero”.

Lo tenía todo planeado.

Como si fuera un mago en mitad de un espectáculo de magia, en su movimiento de manos con cierto grado de histrionismo, muy propio de él, sacó de su chaqueta una pequeña carpeta que colocó encima de la mesa. Sus ojos brillaban expectantes y se deleitaron admirando la mezcla de curiosidad y sorpresa que reflejaba mi rostro. Radiante me hizo un gesto de aprobación para que la cogiese y no pude resistirme. Me lancé a la captura de mi presa. Retiré con agilidad las gomas y me dijo:

—Sé que has trabajado duro desde que decidiste realizar el curso y ser mi secretaria. Te has entregado sin reservas, lo has dado todo para recompensarme por mi apuesta. Nunca te has negado a nada y has respondido con creces ante los muchos retos que he dejado sobre tu escritorio. —Respiró profundamente. —Me siento orgulloso de ti, Laura Bright, y te quiero como a una hija. Cada día generosamente me has regalado tu talento, poniéndolo a mi servicio y egoístamente lo he usado para beneficio de mi propia carrera —Cruzó las manos con elegancia, fijó la mirada aún más en mí y siguió—: Gran parte de mis triunfos son tuyos y jamás te lo he agradecido lo suficiente. No he sido justo reteniéndote tanto tiempo, conocía tu potencial y tenía miedo de perderlo, así que no hace falta que me eches ninguna charlita, es cierto, la decisión está tomada, debes irte.

Cuando acabó, mi cuerpo empezó a temblar, no supe si de frío o pánico. Solo atiné a coger un vaso con agua para darle un trago.

—Eh, no sé qué decir… esto me pilla desprevenida.

—Querida, eres inteligente, bella y con una gran sensibilidad. Todos los que hemos tenido el honor de participar en tu formación sabemos que estás preparada para volar. —Respiró y continuó—: Un viejo amigo de Chicago que trabaja para la gran Lagoon Publishing me comentó que necesitaba una persona joven para formarla y después incluirla en la plantilla de la editorial. Por supuesto, inmediatamente pensé en ti y le advertí que tenía la pieza perfecta. —Su rostro reflejó entusiasmo.— Me hizo prometer que en dos semanas le contestaría y no tuve más remedio que acceder a su condición.

—Y…

—Y ahora tú tienes la última palabra. Por favor, no te precipites, valóralo bien, entiendo que es arriesgado, pero tienes dos meses de prueba, julio y agosto —habló atropelladamente para que tuviera toda la información y la pudiese ir procesando poco a poco sin interrupciones—. Aquí el curso prácticamente está acabado. —Se hizo un largo silencio. Se percató de mi cara de “estoy al borde de un ataque de pánico” y me cogió la mano para tranquilizarme. —Plantéatelo como un viaje, como unas vacaciones. Es más, tu periplo se va a iniciar con un primer traslado a tu casa en España para ver a tu familia, visitar tus museos, oír alguna ópera…

—Andrew, yo… —seguía sin poder enlazar una palabra con otra.

—Lo malo es que solo tienes unos días, cariño, ya conoces la limitación de una semana.

—Yo, no…

—Respira, creo que he sido demasiado brusco. ¿Verdad?

¿Brusco era la palabra? No, más bien repentino, inesperado. Hacía una hora sentía que el tiempo apenas transcurría, que los minutos del reloj eran largas travesías tediosas, sin embargo ahora corrían a la velocidad de la luz, noté vértigo y me mareé.

—En esa carpeta está el billete de avión para mañana a las 7h. ¿Te parece muy temprano?

—No —le negué con la boca abierta.

—Ahí tienes también una entrada para el museo Thyssen, me consta que cada vez que puedes te acercas, por ello quiero que estando allí, en una de tus plantas favoritas de pintores italianos y holandeses, delante del retrato de Ghirlandaio me llames y me confirmes tu marcha.

—¿Por qué? —de repente aterricé en la tierra y su curiosa petición me extrañó poderosamente.

—Sé que tu ánimo entonces será el adecuado y la sensatez regirá tu decisión —la tensión le hizo que le temblara la voz.

Se produjo otro largo silencio; los ojos de Andrew se llenaron de lágrimas, me cogió la otra mano, la besó con mucha dulzura y con emoción contenida añadió:

—Ten fe, mi niña, y siempre que sientas que la carga es muy pesada, me llamas para liberarte del yugo. No lo olvides, yo estaré aquí para ti, siempre.

El nudo que atacaba mi garganta se deshizo dejando paso a un leve sollozo cuajado de amor por el hombre bueno que tenía delante. Todo en él era generosidad y no podía fallarle.