Palíndromo I - Carlos Felipe Martell - E-Book

Palíndromo I E-Book

Carlos Felipe Martell

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Beschreibung

Tras la muerte aparentemente accidental de Ricky Roque, líder del grupo de rap Ajos y Soja, un inconformista inspector de policía, a pesar de no contar con serios indicios que avalen sus conjeturas, no solo no parece dispuesto a cerrar el caso, sino que se muestra empeñado en elevarlo a la categoría de asesinato y en culpar del mismo a uno de los raperos. Cuando empiezan a cometerse nuevos crímenes relacionados con Ajos y Soja, la teoría del inspector cobra fuerza, pero las diferencias en el modus operandi de los asesinatos añaden nuevas incógnitas. Ivana Suárez, rapera y mujer de Ricky Roque, pedirá ayuda a su hermana Alejandra, una joven que, además de ser la letrista del grupo, tiene unas dotes deductivas sorprendentes. Una oscura relación del pasado, entre la viuda del líder de Ajos y Soja y el propio inspector, parece ser la responsable del nada ortodoxo método de investigación policial. Revestida con ciento treinta y tres palíndromos (incluyendo los títulos de partes y capítulos), la novela evoluciona hacia el futuro para caer en el pasado, pero, dada la irreversibilidad de la vida, ese "pasado final" será diferente. Primera entrega de la trilogía "Palíndromo", un psicopuzle de desenlaces imposibles.

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2014, Carlos Felipe Martell

© 2014, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Cubierta:

Vasco Lopes a partir de imagen de: © kandserg / istockphoto

Maquetación

Alpha e Omega

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Felipe Martell

Primera edición: Septiembre del 2014

Depósito Legal: DL B 24540-2014

ISBN:978-84-16281-12-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/ 93 272 04 47)

Agradecimientos

Tras la publicación de mi primera novela, Los Privilegiados del Azar, son muchas las personas que han estado esperando, ansiosas, la publicación de la trilogía “Palíndromo”. Los comentarios, a veces desproporcionados, de los lectores de Los Privilegiados del Azar, reforzaron mis intenciones de seguir apostando por el psicothriller adictivo. Ahora siento un enorme orgullo al poder ofrecer a ese público “Palíndromo I. El asesino del rap”.

Quiero dar las gracias a mi representante, Carmen Martell, porque, sin su implicación, mi primera novela no habría tenido la expansión que la llevó a convertirse en el libro de un novel más vendido en la Feria del Libro de Santa Cruz de Tenerife. Sin su apoyo, quizá, la trilogía “Palíndromo” lo hubiera tenido más complicado para salir a la luz.

En momentos tan difíciles para el mundo editorial, contraigo una deuda con mi editor, Joan Adell i Lavé, por su apuesta personal y por la alfombra de facilidades que ha extendido para que este libro camine con paso firme. Espero, de corazón, poder recompensar su generosidad.

Agradezco al Club Palindromista Internacional (en particular, a Jesús Lladó y a Pere Ruiz) que me haya aceptado como socio y, por supuesto, que me haya servido como principal fuente de inspiración para elaborar mis palíndromos.

Gracias, también, a la meticulosa Carolina Mesa Rodríguez, quien, con una precisión forense, escudriñó, detectó y se atrevió a sugerirme una serie de observaciones que enfrentaron mi ego a la existencia de gente más perfeccionista que yo.

Por último, vaya mi reconocimiento a mis alumnos de Estadística (Grado en Geografía y Ordenación del Territorio) y de Técnicas Estadísticas (Grado en Turismo) por su complicidad y su paciencia a la hora de permitirme robar y convertir unos minutos de sus clases en un laboratorio para fabricar palíndromos. Ellos saben que mi intención era entretenerles para equilibrar el poco motivador temario de la asignatura.

¿Es la vida un palíndromo?

Ocurre que, si bien la vida es un segmento acotado (tanto inferior como superiormente) por la inexistencia, sin embargo, no puede leerse al revés, porque sus baches son irreversibles.

Definiciones palindrómicas de “palíndromo”:

El bis reversible

Al revés, a él léase, verla

Acote ralo, cada cola retoca

¡Eh! Cabecera-cola tal, o carece bache

Yo defino, repita a ti, pero ni fe doy

Sarta origino,

yo digo,

cerrado rodar,

recogido yo,

ni giro atrás

A Isaac

Ese CERO a ese trece remita, a ti merecerte sea o récese

Febrero 1993

Santa Cruz de Tenerife

Amanece, y emanan sus deseos, sus miedos y sus sentimientos.

Cuando el director apretó el interruptor, la ruidosa señal acústica del “Instituto de Enseñanza Secundaria Poeta Viana” terminó de despertar a los aletargados alumnos que entraban para enfrentarse a una jornada escolar más, la rutina de cada día. Había amanecido un día caluroso, en pleno mes de febrero, y las dos adolescentes, a sus trece años, sentían emanar los primeros ardores de la pubertad, consecuencia de unas incontrolables y revueltas hormonas. Ambas, Susana e Ivana, cuchicheaban en la puerta de entrada, señalando y mirando a los chicos más apuestos y, sobre todo, a los que, por algún inexplicable proceso de selección aleatoria, habían logrado ponerse de moda, y solo tenían que esperar a que las niñas más guapas y espabiladas se los rifasen.

Eran los primeros escarceos amorosos, donde cada una le confiaba a la otra qué chico le gustaba más, comprometiéndose a sellar un pacto sobre la inviolabilidad de sus secretos más trascendentales. Encaraban la edad perfecta, merecían amar y ser amadas para sacarle partido a la juventud.

Desde dentro de su coche, en la otra esquina de la calle, Jorge Nara, que acababa de dejarlas allí, las observaba furtivamente. Ivana se dio cuenta de su presencia y, sobre todo, de su inquietante mirada. ¿Por qué no se había marchado aún? La joven se sonrojó. El policía municipal, de treinta años de edad, arrancó su vehículo rumbo hacia su trabajo, en San Cristóbal de La Laguna.

Palíndromo:

Se roe por amanecer emanar, Ivana, Susana, viran a “merecen amar” o peor es

PARTE et rap

Enero 2012

TF-5 (Autopista del Norte), Tenerife

Posiblemente estaba rozando una situación de desacato a la autoridad. Como mínimo, era consciente de que la pareja de guardias civiles de Tráfico estaba tensa e incómoda como consecuencia de su burlona sonrisa, que exhibía con descarado pitorreo. Pero lo cierto era que Susana, de pie junto a su vehículo de gasoil y tambaleándose como un tentetieso, no se sentía capaz de soplar. Cuando los miraba a la cara, le entraba la risa tonta y le costaba disimular.

— ¿Qué dice usted que haga, agente?

— ¡Haga el favor de soplar de una vez!

Susana trataba de ganar tiempo, aguantando la risa, para evitar estallar. Cuando su cabeza se serenase, soplaría y todo terminaría, para bien o para mal. El problema consistía en que, tal vez por su estado de embriaguez, le parecía morbosa y ridícula aquella situación: ¡un guardia civil le ofrecía el aparato y la obligaba a metérselo en la boca!

— Ya voy…

Hizo acopio de fortaleza y se llevó el pitorro a la boca, dispuesta a cumplir la orden, pero, nada más rozarlo con los labios, tuvo que retirarlo y taparse la boca con la mano para frenar la carcajada, ante la impaciencia de su interlocutor. Avergonzada por su falta de control, bajó la mirada hacia su falda, aguantando la risa, pero enseguida se dio cuenta de que mirarse la entrepierna era un error porque, lejos de aislarlo, su calenturienta mente intensificaba el matiz sexual de la situación.

— No… ¡Ja, ja, ja!... puedo…

— ¡O se controla o nos veremos obligados a pedirle que nos acompañe!

— De acuerdo. Creo que ya puedo hacerlo.

¡Era el momento! No volvería a reírse, porque se le ocurrió que la ridícula era ella, no la situación en sí. Por lo menos, pensaría eso mientras soplaba, y no metería más la pata. Agarró con ambas manos la boquilla, se esforzó en evitar identificarla con un pene y comenzó a soplar.

El guardia civil la observaba atentamente. Y su compañero… ¿qué estaba haciendo? Con el tubo dentro de la boca, Susana lo miró. Se encontraba de pie, observando el paso de los coches por la autopista, muy estirado y con unas piernas extremadamente delgadas. Observó su estrecho y apergaminado pantalón de tergal y concluyó que era igual que los leotardos de una tuna universitaria. Y ese culo tan apretado… “¡Joder con el picoleto!”. ¡Esto era demasiado! Dejó caer la boquilla y empezó a carcajearse a pleno pulmón, sin contenerse, ante la atónita mirada de su “carcelero”. El otro ni siquiera se inmutó, lo que redobló el festejo de Susana, quien lo imaginaba tocando la pandereta con un tricornio y un traje verde de tuno, dando saltitos al compás, con un semblante circunspecto.

— ¡Me cago en…! —se le escapó al agente que tenía a su lado—. Señorita, será mejor que nos acompañe al furgón policial —añadió, tratando de mantener la calma.

Sentía dolor en la zona abdominal (como consecuencia de las contracciones generadas por las risotadas) y tuvo que agacharse para mitigarlo, pero no podía parar de reír. Desde el carril de deceleración en que se encontraban, cerca del municipio de La Matanza (en la cara norte de Tenerife), Susana vio (antes que los agentes), a lo lejos, un vehículo que se acercaba a gran velocidad por la autopista.

Ambos agentes la intentaban sujetar por los brazos para incorporarla e invitarla a acompañarlos, pero notaron que los músculos de la joven se tensaron y su risa se esfumó, de sopetón, dejando un vacío repentino en el ambiente. Susana parecía contener la respiración, y tenía la mirada clavada en un punto de la autopista; instintivamente, ambos enfocaron hacia allí.

**

Ivana soñaba que ella y su hermana giraban en el tiovivo del Parque de Atracciones temporal, que habían acomodado en la explanada adyacente a la Avenida Marítima, en Santa Cruz de La Palma. Ale tenía entonces seis años, y ella quince. Fue en las Fiestas Lustrales de la Bajada de la Virgen del noventa y cinco, cuando habían viajado a la “isla bonita” con sus tíos. En el sueño, el tiovivo giraba cada vez más aprisa, exponencialmente, e Ivana supo que algo iba mal. El agitado movimiento la zarandeó, y ella despertó, volviendo a la realidad. El BMW en que viajaba parecía fuera de control, zigzagueante; sin estar segura de haberse despertado del todo, observó, a través de la luna delantera, que la línea central de la autopista no se mantenía constante a la izquierda del coche. Giró la cabeza hacia el asiento del conductor para ver qué estaba ocurriendo.

— ¡Ricky! —gritó de terror.

Su marido, supuestamente al volante, yacía inconsciente a su lado, sin despegar el pie del acelerador. En décimas de segundo, Ivana vio un automóvil gris, guiado por un rostro aterrado y descompuesto, que los adelantaba por el arcén con mucha dificultad; y, ante ellos, un motorista haciendo eses, como intentando adivinar (y esquivar) la trayectoria de Ricky para evitar así la colisión.

Instintivamente, Ivana se quitó el cinturón de seguridad, levantó la pierna izquierda e, incorporándose, la arrojó impetuosamente contra el pedal de freno.

**

Susana y los agentes sabían que el motorista, quien llevaba apenas unos metros de ventaja al BMW, no podía prever los aleatorios bandazos y cambios de dirección del coche, por lo que, si no lograba acelerar más, su destino iba a ser rubricado por el azar. Oyeron un chirrido estridente, procedente del roce de los neumáticos con el asfalto, al frenar el BMW y comenzar el impreciso derrape. Los diferentes conductores que venían por detrás, aunque en las milésimas anteriores habían tratado de tomar precauciones (incrementando la distancia de separación con el BMW), tuvieron que frenar bruscamente, generando una estrepitosa colisión en masa. Un Citroen rojo no pudo esquivar el frenazo de Ivana y chocó contra la parte trasera del descontrolado automóvil.

El BMW describió una trayectoria lineal, pero desplazándose de costado. Con una violencia que sobrecogió a Susana, impactó contra la motocicleta y el motero fue despedido por los aires, cayendo su cuerpo y rotando como un trompo hacia la zona central de la autopista. Al llegar a la mediana, pasó por debajo del guardarraíl y su brazo derecho quedó allí, cercenado; el resto del cuerpo acabó en las vías de sentido contrario, donde dos vehículos le pasaron por encima, generando otro caos paralelo.

La moto se desplazó hacia adelante, pero el BMW enfiló hacia Susana y sus acompañantes. Petrificada, tuvo que ser empujada y arrastrada a lo largo del carril de deceleración, pero tropezó y los tres cayeron al suelo. El vehículo se les acercaba rápidamente.

¡Por culpa del alcohol! Susana se había metido en un gran lío; lo único que ella había pretendido era agradar a los policías para que le dejasen arrancar su coche de gasoil y marcharse. Pero ahora… ¡estaba a punto de ser arrollada!

El guardia civil de la tuna universitaria fue quien tiró de la joven cuando el coche colisionó contra el muro de contención, a su lado, y rebotó, desplazándose unos metros hacia ellos. Cuando una lluvia de cristales le cayó encima, perdió el conocimiento. Pero había salvado la vida por escasos metros. Gracias a la Guardia Civil. Aunque, claro, también era cierto que estaba en el lugar de la tragedia por culpa de la Guardia Civil. No, no era cierto; estaba allí por haber bebido más de la cuenta para celebrar que había conseguido un trabajo.

Palíndromo:

Líos: Agradar a poli, dilo, para dar gasoil

Aula Veranos, Taco

La joven Alejandra, con tan solo veintidós años, era una auténtica promesa (a nivel nacional) como confeccionadora de crucigramas, anagramas y pasatiempos de todo tipo. Su editor, aunque muy modesto, tenía una fe ciega en ella, y en más de una ocasión había arriesgado editando tiradas largas y colocándolas en el mercado. Los resultados no siempre habían sido buenos, pero podría considerarse que la balanza de pérdidas y ganancias, con Ale, estaba equilibrada. Su talento era genético, heredado de su padre, Waldo, quien había sido un auténtico profesional del pasatiempo y uno de los más agudos e ingeniosos constructores de palíndromos. Hacía varios años que Waldo había publicado, a través de una agencia editorial, un manual titulado Claves para elaborar criptogramas, justo unos meses después de que dicha agencia le desestimara un primer intento de publicación con su obra Pasatiempos encriptados. Mientras saboreaba un café, Alejandra recordaba la atrevida y licenciosa carta que, su padre, adjuntó al manuscrito para tratar de sorprender, con ella, al agente editorial.

Estimados señores:

La desestimación por parte de vuestra agencia de mi primera obra, “Pasatiempos encriptados”, me hizo sentir estafado. No por vosotros, claro, sino por mis propias expectativas. Supongo que es el síndrome de todo escritor novel. Aunque la “moda” actual “borra” casi toda posibilidad de dar salida a escritores noveles, aún así, someto mi obra para ver “si le dan bola”.

Palíndromo 1 (al agente editorial):

La moda borró tu ala acá; someto mi tal obra, debe dar bola, timo temo, saca al autor robado, mal

A pesar de todo, la desestimación no me ha desmotivado para intentarlo de nuevo con “Claves para elaborar criptogramas”; no he talado el árbol de la ilusión, al contrario, lo he abonado.

Palíndromo 2 (al agente editorial):

Ni famosa es la ruta ni me dejé árbol atrás, atara para tasar tal obra, eje de mi natural “se asoma fin”

Alejandra estaba con Julieta (la vecinita de diez años para la que trabajaba de canguro) en el pequeño habitáculo trasero de la planta superior del “Aula Veranos”, donde solía encerrarse para intensificar su concentración. Tenía que terminar el “Cuaderno de Pasatiempos Extra” de enero antes de que su editor perdiera la paciencia. “No me hagas coger nervios”, solía decirle él cuando se retrasaba.

Ya eran las ocho de la noche. Alejandra introdujo la mano derecha por el escote de su top y extrajo la cadena que rodeaba su cuello, de la que colgaba su amuleto de placer bucal. Se trataba de una pequeña piedra caliza, que conservaba desde niña, y que le proporcionaba mayor placer que un chute de heroína o que una fantasía sexual con orgasmo incorporado. La acercó a la boca y, con la lengua, lamió y saboreó la cal. Sus amistades solían decirle que era una manía suya, y que ya se le pasaría al desprenderse de la piedra. Alejandra sabía que no se trataba de eso, porque un tic nervioso (o algo similar) era una defensa del organismo para calmar (engañosamente) la ansiedad, pero no daba gustito.

— ¿Por qué estás temblando, Ale? —preguntó Julieta.

— Tengo frío.

Se levantó y cogió su capa de color mostaza, que descansaba en el respaldo de una silla de mimbre que hacía las veces de ropero (para albergar las prendas de “quita y pon” de los visitantes del “Aula Veranos”), ya que estaba bastante desvencijada y, además, cojeaba, por lo que, sentarse en ella, conllevaba un riesgo innecesario de accidente.

Ocho y quince minutos. A través de las ventanas se filtraba el tenue eco de la invasiva noche. ¿Por qué todavía su hermana no había venido a buscarla? Tendría que llamar a los padres de Julieta para que se encargaran de recogerla. Ella se quedaría esperando a Ivana.

Palíndromo:

¡Eh! Conoce eco noche

Hospital Universitario de Canarias, La Laguna

Susana despertó en la Sala de Urgencias del Hospital Universitario de Canarias. Se encontraba mareada y le dolía mucho la cabeza, lo que le impedía pensar con claridad. Estaba tumbada en una dura e incómoda camilla, en un recinto muy estrecho, limitado por tres paredes y una cortina de color garbanzo. Trató de incorporarse, pero el martilleo dentro de su cráneo se lo impidió. El acné que salpicaba estratégicamente su rostro (que, curiosamente, lo hacía muy atractivo) le estaba picando, pero, para evitar que enrojeciera y se extendiera, no pensaba rascarse.

La realidad la asaltó en forma de fotogramas consecutivos: trabajo, alcohol, Guardia Civil y… ¡Una pesadilla! Se llegó a plantear si estaba soñando o si estaba muerta por atropello. Tras unos minutos de reflexión, comprendió que todo era real. Una enfermera abrió enérgicamente la cortina y, tras poner cara de sorpresa al verla despierta, le dirigió una explosiva sonrisa.

— Me alegro de que hayas despertado.

— ¿Cuánto tiempo llevo…?

La enfermera consultó un reloj blanco y barato que había en la pared (aspirando, sin éxito, a decorarla). Marcaba las once cincuenta.

— Pues… unas tres o cuatro horas. ¿Recuerdas el accidente?

— Sí —respondió Susana, muy a su pesar—. ¿Puedo marcharme?

— Te haremos una prueba toxicológica y te marcharás. Lo siento, pero la Guardia Civil la ha solicitado. Aunque tal vez tengas suerte y se olviden de ti, después de la que se ha liado en la autopista. Creo que lo único que tienes tú es un resacón de campeonato. ¿Has caído en la bebida o esto ha sido excepcional? —trató de bromear.

— No, hacía tiempo que lo había dejado gracias a “Alcohólicos Anónimos”, pero hoy he recaído —dijo Susana, también en broma, tratando de sonreír—. ¿Qué ocurrió? Me refiero al accidente.

— Bueno, han fallecido dos personas. Justo en la planta de arriba hay dos familias viviendo una tragedia.

— ¡Qué horror!

— ¿Tienes náuseas?

— No… Bueno, sí, un poco, pero lo controlo.

— Bien, mañana tendrás que regresar al hospital para que firmes la autorización de la analítica y contestes a un par de preguntas; estará la Guardia Civil. Será mejor que hables con ellos aquí, y no en el cuartelillo. Hoy están muy ocupados con el accidente.

— ¿Y si me niego a firmar? —preguntó Susana.

La enfermera la miró, divertida, con cara de complicidad.

— Yo que tú lo consultaría con un abogado. Si logras eludir la prueba de alcoholemia, no te retirarán el carnet —dijo, guiñando el ojo derecho.

— ¿Puedo irme ya?

— Descansa unos minutos mientras voy preparando el papeleo y te extraigo la sangre. Tu nombre completo es…

— Susana Mesa Serafín. Por cierto, ¿y mi coche?

— La Guardia Civil se ha encargado de él. Ya te lo devolverán, Susana Mesa Serafín.

— ¡Qué amables! —rió, recordando cómo un agente bailaba con la pandereta mientras el otro le hacía proposiciones indecentes.

Palíndromo:

Se decae su anonadar, recaí, resaca seria cerrada, no náusea cedes

Océano Atlántico, LN 19° - LO 19°

La bandera ucraniana del carguero Lyaksandra ondeaba orgullosa por el Atlántico, a su paso frente a la costa de Mauritania, a diecinueve grados de latitud norte y diecinueve grados de longitud oeste, a punto de atravesar las aguas que separaban el continente del archipiélago de Cabo Verde. El viejo (pero remodelado) barco pertenecía a una ONG internacional, la FWIB, siglas de “Food Without International Borders” (alimentos sin barreras internacionales). El fundamento de la FWIB consistía en que “la comida sobrante o la que alguna institución (o país), generosamente, quiera donar, no acabará en la basura si alguien puede impedirlo”. Y ese alguien era la FWIB. A grandes líneas, su labor consistía en transportar masivas cantidades de alimentos desde un “punto origen” hasta un “punto final”, haciendo escalas en “varios puntos receptores”, mediante unos compromisos que facilitaban al donante una salida cómoda y gratuita para sus excedentes y/o una recompensa espiritual a su dadivosidad; y al receptor le permitía la adquisición de productos a muy bajo precio. Así, la FWIB se financiaba (amén de varias ayudas públicas y privadas) básicamente de la venta de un producto que había comprado a precio cero. Receptor y donante (que podían formar parte de la propia ONG o no), además, solían contar con ayudas gubernamentales (en sus correspondientes países) gracias a la labor social que desempeñaban. El Gran Compromiso radicaba en asegurar cada línea comercial de forma indefinida, y siempre entre los mismos dos puntos concretos, y con las mismas escalas.

La específica misión del Lyaksandra consistía en llevar pescado congelado, desde Japón, para surtir a diferentes puntos de las zonas asiática y africana, terminando habitualmente su recorrido en las Azores, aunque, una de cada tres travesías, en lugar de virar al noroeste, cruzaba el estrecho de Gibraltar y se internaba en aguas mediterráneas hasta Cerdeña. A su vez, en cada puerto de escala obtenía otros alimentos gratuitos para repartir a lo largo de su trayecto. A su paso por el Atlántico, el Lyaksandra recalaba en Canarias, proporcionando pescado congelado a varios centros benéficos y geriátricos de las islas. Así que, para la función que desempeñaba, el nombre del buque mercante le venía que ni pintado, pues ese nombre de mujer, de origen griego, significaba algo así como “defensa de la humanidad”.

En la zona de depósito provisional de mercadería, tumbados encima de un palé de madera hinchado por la humedad, Yaroslav y Kazimir fumaban sendos cigarrillos americanos de la cajetilla que Kazimir acababa de ganarle a un oficial en la matutina partida de póker. El bielorruso solía ganar un setenta por ciento de las partidas, y sus contrincantes lo achacaban a que era un magnífico jugador. Solo Yaroslav sabía la verdad: Kazimir era un magnífico tramposo; tan magnífico que se dejaba ganar un treinta por ciento de las veces, para disimular. Ambos llevaban una camiseta de asillas y unos pantalones de lona azul (los de Yaroslav tenían unos tirantes incorporados).

— ¿Te has puesto crema solar? —preguntó el ucraniano.

— No. Pásame la tuya, que no me queda.

— ¡Maldito gorrón…!

— ¿Gorrón? ¿Lo dices tú, que te estás fumando uno de mis cigarros?

— ¿“Tus” cigarros? Vamos juntos en esto. Tú ganas y yo no me chivo de las trampas que haces.

Kazimir se colocó la mano izquierda sobre la frente, a modo de visera, para defenderse del sol. Miró a un punto perdido del horizonte y disfrutó de las últimas caladas. Hacía unas cuantas horas que habían salido del Puerto de Santa Cruz de Tenerife. Esta vez no había sido el Puerto de la Luz; a veces descargaban en Gran Canaria y otras en Tenerife. Kazimir no entendía a qué se debía, pero suponía que era un acuerdo para que ambos puertos pudieran beneficiarse de las tasas de atraque. Lo más llamativo de aquella escala era que, no solo se había hecho a la ida, sino también a la vuelta, y era la primera vez que el Lyaksandra recalaba en Canarias en su pesado regreso hacia el cabo de Buena Esperanza.

A sus treinta y ocho años, Yaroslav estaba considerado como un auténtico maniaco entre la tripulación. De joven solía meterse en todas las peleas de su barrio, y había pasado una buena temporada en una prisión de Ucrania, donde le habían asestado tres puñaladas en la pierna izquierda. Había quedado cojo para toda la vida. Por eso lo llamaban “el maniaco cojo”.

— Pareces preocupado, Kazimir. Llevas unos días… Demasiado pensativo te veo, ¿qué te ocurre?

— Estaba pensando en Donatello.

— ¿El chico italiano? —preguntó Yaroslav.

— A veces pienso mucho en él, quiero olvidarme, pero no lo consigo. ¿Tú no tienes miedo, Yaroslav? ¡Podríamos estar contaminados o acabar como pasto de los tiburones!

— ¿Vas a empezar otra vez con tus paranoias? ¡Podríamos, podríamos...! También podríamos cumplir con nuestro trabajo y seguir adelante. Olvídate de esos chismes que has escuchado e intenta concentrarte en tus tareas. Tu vida es maravillosamente simple, así que no la compliques.

— ¿Prefieres que mire hacia otro lado, como tú? Esos dos científicos miden frecuentemente los niveles de radiactividad del barco, ¿para qué te crees que están aquí, si no? —Kazimir parecía cada vez más alterado.

— ¡Baja la voz! —sugirió enérgicamente el ucraniano.

— ¿Ves? Tú también temes que nos puedan oír. ¿Cómo te explicas que, a partir de mayo, la cantidad de pescado que cargamos en Japón se haya multiplicado por diez? ¿De repente ha aumentado el número de donantes o es que los anteriores se han vuelto diez veces más generosos? Cada vez que salimos de allí, tengo la sensación de que nos vamos a hundir por sobrepeso.

Yaroslav dirigió una mirada profunda a su compañero. Él también estaba preocupado, pero prefería disimular, pensar en otra cosa y seguir adelante. Kazimir tenía razón, no dejaba de resultar sospechoso que, tras la crisis nuclear de marzo, en Japón, había aumentado la salida de pescado a través del Lyaksandra. Los rumores decían que, en apenas cinco semanas, se había creado una red internacional de contrabando, cuyos tentáculos habían atrapado al carguero ucraniano o, tal vez, a toda la FWIB, para comerciar con alimentos contaminados de baja radiación.

— Mira, Yaroslav. Lo que Donatello averiguó desde su puesto, en la cocina, pone los pelos de punta. Él estaba muy cerca de los oficiales y lo oyó todo. Dicen que el pescado está bien, se puede comer, pero el nivel de radiactividad roza el umbral mínimo de tolerancia y, seguramente, no conseguiría los permisos de salida del país. Lo confiscarían y se perdería. Es más seguro sacarlo clandestinamente a través de una ONG, porque los controles sanitarios son ligeramente más flexibles, y todo esto hace que se venda más pescado. Así se lucra más esta jodida organización sin ánimo de lucro.

— Y así nos pagan más a nosotros, Kazimir. ¿De qué te quejas? ¡Nos pagan muy bien!

— Se trata de Donatello. En vez de ser discreto, empezó a hacer preguntas a la tripulación. Dicen que es probable que se cayese al mar, pero estoy seguro de que lo empujaron. ¿Qué es peor? ¿Preguntar tus dudas y que te lancen al agua, o guardar silencio, esperando a que te salgan ocho dedos más, un cuerno en la frente o un tumor cerebral, por las radiaciones? En mi vida no he hecho más que recibir puñaladas, y ya estoy harto. Dime, ¿qué es peor?

— No lo sé, amigo —respondió Yaroslav, mientras saboreaba la última calada.

Palíndromo:

Otra herida diré harto

Hospital Universitario de Canarias, La Laguna

En la Administración del HUC, Susana terminó con el papeleo antes de la diez de la mañana del día siguiente al accidente. Finalmente, había decidido no firmar la autorización que daría valor legal al nivel de alcohol en sangre. Podrían retirarle el carnet de conducir, pero tendrían que pelearlo; ella no se los iba a entregar plastificado y en papel de regalo. Además, la Guardia Civil no se había personado a la hora indicada para interrogarla. La enfermera podría tener razón. Quizá se habían olvidado de ella, pues era un asunto menor comparado con el accidente mortal.

En los pasillos del hospital oyó decir que había fallecido un famoso rapero en un accidente de circulación. Pensó en el motorista, cuya vida se había apagado trágicamente ante ella de manera violenta. Quizá era un afamado cantante en pleno apogeo profesional. Entró en la cafetería y, tras pedir un café solo, se sentó en una de las pocas mesas libres. En una mesa contigua a la suya, una pareja charlaba tranquilamente, la chica dando la espalda a Susana y el chico de frente a ella, de forma que Susana se topaba con su rostro cada vez que la acompañante se movía un poco. En una de esas ocasiones, sus miradas se encontraron, y Susana no pudo menos que ruborizarse. Fue como si una indeseable flecha del cursi Cupido la hubiese alcanzado. Y, por su gesto, parecía que a él le ocurría algo similar. La muchacha que estaba a su lado se percató del interés de su “amigo” y, sin disimulo, giró la cara ciento ochenta grados, mirando directamente a Susana durante un par de segundos. Con descaro, Susana le retuvo la mirada.

Él era un hombre muy atractivo, tal vez de unos treinta y cuatro años (un par de años más que Susana). Llevaba el pelo largo, sedoso, totalmente desestructurado y con un flequillo que le tapaba parcialmente las cejas. Se levantó y se dirigió a la barra para abonar la consumición, lo que permitió a Susana fijarse en su trasero. Siempre se fijaba en los traseros de los hombres, era una auténtica fanática. No era el más moldeado y duro que había visto, pero tampoco estaba mal. Vestía un moderno pantalón vaquero desgastado, una camiseta corta de algodón con cuello redondo y botones superiores, y una chaqueta roja de cuadros. En los pies, unas botas marrones de cordones, desabrochados estos y con una de las lengüetas por fuera del vaquero.

De la chica que tenía delante, había un par de detalles que sugerían una fuerte personalidad, amén de la forma tan directa e insolente de mirarla: iba rapada casi al cero, con llamativos tatuajes en ambos brazos (pues llevaba una camisa corta, ya que la chaqueta descansaba en la silla) y abundantes pírsines (y aretes) distribuidos por las orejas, nariz, labios y cejas. Cuando el chico volvió, ella se levantó para marcharse con él.

Al pasar a su lado, él volvió a mirar de reojo a Susana, como temiendo despedirse para siempre. Ella volvió a mirarla con desvergüenza, atravesándola con los ojos, y, exhibiendo su cortísima minifalda y unas kilométricas medias fucsia que se perdían en la entrepierna, le habló.

— ¿Susana?

La joven llevaba la mano izquierda vendada, y su cara, aparte de los pírsines, estaba surcada de magulladuras y moratones.

— ¿Nos conocemos? —preguntó, perpleja.

— Pero… ¿no me recuerdas? ¡Soy Ivana!

— ¿Ivana? ¿Es posible? Estás… muy cambiada. La última vez que te vi tenías el pelo muy largo y…

— Y unos cinco kilos más. Ahora estoy demasiado delgada. ¡Pero han pasado más de diez años! Cuando venía a Canarias de vacaciones, solo estaba un par de días, para ver a mis padres, y luego me marchaba enseguida. Aunque ahora llevo viviendo aquí desde hace dos años. Sabes que me fui a estudiar a Sevilla, ¿verdad? Allí me casé y no regresé. Te presento a Raúl.

El hombre se acercó a Susana y le dio dos besos. Quedó embriagada por la fragancia de su perfume, con un ligero olor a madera de tea.

— ¿Es tu marido? Encantada. ¿Qué te ha pasado? Pareces herida —se interesó Susana.

— No, él… Es… muy triste. Ayer hemos tenido un accidente. Mi marido… ha muerto. —Una lágrima escapó de sus ojos, pero su mano la retiró, negándose a llorar—. Raúl es… Era su hermano.

— ¡Oh! ¡Lo siento! —Susana se llevó la mano derecha a la boca—. ¿Cómo ha sido?

— Íbamos por la autopista, hacia el norte, yo estaba dormida y Ricky conducía. A la altura de La Matanza me desperté, y vi que Ricky había perdido el conocimiento y el control del coche. Frené, pero colisionamos y nos llevamos por delante a un motorista, que también ha muerto.

— ¿Qué? ¡Yo he sido testigo del accidente! ¡Estaba en el arcén cuando vuestro coche vino hacia mí! —dijo Susana, muy sorprendida—. El BMW tenía pinta de haber aguantado bien el impacto. ¿Cómo es que tu marido…? ¡A ti apenas te ha pasado nada! ¿No le funcionó el airbag?

— No tenemos ni idea —interrumpió Raúl, echándole una mano a su cuñada, a quien se le estaba formando un nudo en la garganta y casi no podía hablar—. De hecho, le están practicando la autopsia, porque tiene pinta de haber sufrido un infarto antes del accidente. ¿Qué hacías tú allí?

— Había bebido un par de copas para celebrar una oferta de trabajo en una peluquería, aunque hoy me han dado calabazas y le han dado el puesto a una pariente que les llegó de La Gomera. Pero ese es otro tema. Posiblemente me vieron hacer alguna maniobra rara y me paró la Guardia Civil en el carril de entrada a La Matanza. Los dos agentes estaban empeñados en hacerme la prueba de alcoholemia y retirarme el carnet. El accidente lo ha aplazado. ¡Ojalá estuviera sin carnet y no hubiera ocurrido esto!

— No se puede luchar contra el destino. No estoy muy seguro, pero… creo que hacerte la prueba en un carril de deceleración, y que solo sean dos los agentes, no es muy reglamentario. Tal vez tengas suerte y no te pase nada.

Raúl quería ser agradable con ella. Ella escuchaba sus sosegadas palabras y se sentía envuelta y protegida por su voz. Se miraron unos instantes, hechizados. Ivana los observó.

— No has cambiado nada, eres igual que cuando estábamos estudiando. ¡Susana Mesa Serafín! Se sentó a mi lado todo el bachillerato —dijo Ivana, dirigiéndose a Raúl.

— Algo habré envejecido. ¿Sabes por qué me has reconocido tan rápido? Por los granitos de la cara. Esos sí que no han desaparecido.

— ¿Granitos? ¡Pero si parecen pecas! —dijo el complaciente Raúl.

— Susana siempre tuvo la cara salpicada de acné, pero tan ligero y sugestivo que creo que, sin él, no sería tan atractiva.

A sus treinta y dos años, Susana vestía como en su época de estudiante, con vaqueros, camisetas y zapatillas deportivas. Solo iba variando el estilo de las chaquetas y cazadoras, tratando de adecuarlas a la moda imperante, pero mostraba una clara preferencia por las chaquetas vaqueras y las rebecas de punto. Su cabello, lacio, le caía sobre los hombros, y su cara, algo redondeada, resultaba compensada por el extraño acné y por una sonrisa estable. Vivía sola en un piso alquilado, en el centro de Santa Cruz, y le costaba muchísimo llegar a fin de mes. No había ido a la universidad, aunque terminó los estudios de bachiller e hizo un módulo de Peluquería. En su vida laboral hizo algunas prácticas como peluquera, pero nunca tuvo opción de ejercer seriamente la profesión. Tras sus experiencias como cajera de supermercado, dependiente en dos farmacias y en una tienda de ropa, y camarera en una sombría taberna (trabajos que turnaba con actividades de voluntariado en Cáritas Diocesanas y en la Cruz Roja), actualmente se dedicaba a trabajos domésticos (casi siempre en régimen de economía sumergida), bien fuera cuidando niños o limpiando casas. Mientras, esperaba constantemente una llamada del INEM que pudiese colocarla en algo mejor remunerado, como aquella ilusionante (y, luego, decepcionante) peluquería.

— Dices que te casaste en Sevilla con su hermano —dijo Susana, señalando a Raúl—. Pero Raúl tiene acento canario. ¿No son sevillanos?

— No, somos de Lanzarote —se adelantó él—. Ricky también se fue a estudiar a Sevilla, y allí se conocieron, se casaron y se fueron a vivir a Motril. Regresaron en 2010 y crearon ese ruidoso grupo de rap.

— ¿Grupo de rap? ¿De qué hablas?

— ¿No lo sabes? Tu amiga y mi hermano son un referente actual en el rap canario. Desde que fundaron el grupo, han subido como la espuma. ¿No habías oído hablar de Ricky Roque ni de Ajos y Soja? Ya han grabado un disco, y los contratan asiduamente para diversas actuaciones.

— Ahora ya no va a ser lo mismo. Tendré que rehacer mi vida y empezar de nuevo. ¿Podemos comer juntas, Susana? ¡Quiero que me cuentes qué has hecho en todos estos años!

Camaleónica como su look, Ivana parecía haberse repuesto del shock. Ahora se atrevía, incluso, a sonreír. Su marido yacía en la cama de autopsias y, ella, ya estaba pensando en rehacer su vida. ¡Qué envidia le generaba a Susana esa capacidad para volver a levantarse!

Palíndromo:

Agita freno, perece rapero, llore, parece reponer fatiga

UNO a la ONU

Barrio pesquero de San Andrés, Santa Cruz de Tenerife

Los tres estaban comiendo en una pequeña mesa situada en la propia cocina. Habían decidido, finalmente, almorzar en casa de Raúl, porque Ivana no quería enfrentarse aún a los dolorosos recuerdos que impregnaban su hogar. Hasta el día siguiente no les informarían sobre los resultados de la autopsia, así que la joven viuda quería olvidarse de todo lo relacionado con Ricky Roque. El suyo no había sido un matrimonio común. Se habían casado porque sabían que estarían siempre juntos y, a efectos contractuales, era lo más inteligente. Pero su relación no era convencional, no se basaba en una hipócrita atadura de fidelidad ni en una infantil tortura de celos. Se basaba en la libertad e independencia extrema. Por eso sabían que duraría siempre.

Habitualmente, ambos habían mantenido frecuentes relaciones sexuales con terceras personas, sin limitación de sexo ni de número de participantes. A veces hacían tríos u orgías con otra gente, pero, casi siempre, cada uno se lo montaba por separado, cuando le apetecía y tenía ocasión. Al principio se contaban sus experiencias extramatrimoniales, y eso los excitaba, pero, con el tiempo, apenas se referían a dichas relaciones, porque encontraban el tema cada vez más aburrido. Ricky Roque e Ivana habían sido como dos compañeros de piso con derecho a sexo.

Ivana relató brevemente (a Susana) que ambos habían estudiado Bellas Artes, en Sevilla. En la Facultad había trabajado como becaria, lo que le había permitido pagarse una buena parte de los estudios sin tener que depender de sus padres. Tras casarse, se fueron a vivir a Motril, municipio granadino donde consiguieron trabajo en la Conservación del Patrimonio Industrial y Tecnológico. En concreto, pertenecían a un equipo encargado de la rehabilitación, gestión y mantenimiento de las fábricas de azúcar de la ciudad, así como de su reconversión en museos, salones de celebraciones y eventos, etcétera. El trabajo se lo habían ofrecido a ella, gracias a los contactos de uno de los profesores de Historia del Arte con quien colaboraba como becaria. Seguramente el profesor le había conseguido el empleo en correspondencia a la gratitud sexual que Ivana le dispensaba por haberle conseguido la beca. Una vez instalados en Motril, enseguida Ivana logró que contrataran también a Ricky Roque. Para desgracia de Susana, apenas hablaron de Raúl; lo único que pilló fue que era bahá`i, aunque no estaba muy segura de lo que eso significaba.

Susana recordaba a su amiga (del instituto) como una chica muy divertida, pero solitaria. Siempre alegre pero metida en su mundo, como si sus neuronas la necesitasen para realizarse. Y ahora le parecía que lo habían conseguido. No solo las neuronas, toda ella parecía realizada.

— Creo que me voy a casa a descansar un rato. No sé si seré capaz de aguantar la ceremonia fúnebre. ¡Odio estas cosas, y Ricky también las odiaba! —se quejó Ivana.

Aunque en el fondo quería estar acompañada, Ivana era muy perceptiva, y no se le escapó ninguna de las tímidas y mal disimuladas miradas que se cruzaban Susana y Raúl. Ella no era una persona egoísta, así que había decidido dejarlos solos para darles una oportunidad. Miró dulcemente a Susana, de nuevo con desparpajo, y esta se turbó y bajó la vista. Cuando eran jóvenes, Ivana era la mejor amiga de Susana, pero esta solía pasar momentos muy incómodos a su lado, ya que Ivana la miraba diferente, como si la deseara, y ella no tenía esos sentimientos hacia su amiga. Pero nunca se le declaró, por lo que era probable que fuesen figuraciones suyas. Al fin y al cabo, Ivana era de las que no se cortaba si tenía que plantear algo: lo decía y ya está.

La rapera se acercó a ella y, suavemente, le pasó los dedos por los granos de la cara, como solía hacerlo hacía ya más de diez años. Luego le dio un beso y se despidió.

— Quiero que retomemos nuestra amistad. El destino nos ha unido en la fatalidad, así que tenemos que superar este trance juntas —dijo Ivana, sonriendo.

— No entiendo cómo puedes hacer estas bromas, con lo que estamos pasando —recriminó Raúl, incómodo por la frescura en el tono de la rapera.

Cogió la chaqueta del sofá, se la puso y los miró directamente a los dos, atravesándolos. Luego sonrió y salió, convencida de que, decididamente, hacían una buena pareja.

Palíndromo:

Encara ese día —habla Ivana—, vi al bahai desear acné

**

Antes de marcharse Ivana, Susana no podía imaginar el vacío que iba a incomodar el ambiente. La calva rapera era el único vínculo que justificaba la cercanía entre Raúl y ella. El incierto silencio reveló que ambos eran un poco tímidos para dar el primer paso; por lo menos, la soltura de Ivana los hacía, ahora, quedar como dos seres insignificantes. El frío de enero no contribuía, precisamente, a caldear el ambiente. Susana decidió arriesgarse, sacando jugo de la propia incertidumbre que los envolvía.

— Creo que Ivana era la que llevaba toda la conversación durante el almuerzo. Nos ha dejado sin palabras.

— Sí, es como la intersección de dos sucesos. En Matemáticas, si no hay intersección, quedarían dos sucesos incompatibles o mutuamente excluyentes —apuntó Raúl, esforzándose por armar una conversación.

— ¿Quieres decir que, sin ella, tú y yo somos incompatibles? —Enseguida Susana se dio cuenta de que le había salido, sin querer, una frase un poco atrevida, pero se sentía cómoda en este juego y no estaba dispuesta a dar marcha atrás. No entendía por qué estaba tan lanzada con un hombre desconocido, ya que ella no solía ser así.

— ¡Espero que no! —contestó él, sonriendo. Acto seguido se levantó y se puso a recoger la mesa. Susana lo imitó, echándole una mano.

— ¿A qué te dedicas, Raúl?

Raúl la observó detenidamente. Tal como había dicho Ivana, tenía un rostro extrañamente atractivo; tal vez fuese la pícara sonrisa, que no desaparecía nunca, tal vez las falsas pecas. La pregunta que le estaba haciendo era una indagación superficial en su intimidad. Sabía que así se fraguaba una relación, rascando primero el envoltorio y rastreando cada vez más adentro.

— Trabajo en la Caixa. Hace ya ocho años, después de acabar la licenciatura en Económicas. Al principio trabajé en una sucursal de Lanzarote, donde vivía, pero, desde hace cinco, pedí traslado a Tenerife. Estoy en Candelaria. Y en medio de todo esto, hace tres años pedí una excedencia, me fui a Nueva York y estuve un año colaborando con la Oficina de la Comunidad Internacional Bahá`i en la ONU.

— ¿En la ONU?

— Lo que oyes. Los bahá`i llevamos décadas colaborando con Naciones Unidas en diferentes ámbitos. Gracias a mis estudios, estuve colaborando con el grupo que participa en las sesiones de la Comisión del Desarrollo Sostenible. Pero, como te decía, tenemos estatus consultivo y cooperamos en asuntos tales como Derechos Humanos, Desarrollo Social… Hemos trabajado con la UNESCO, UNICEF y la OMS.

— Eso suena grandioso, Raúl. No sabes cómo te envidio.

Sentados en sillones individuales, Raúl se interesó por su vida y Susana le relató su difícil situación económica y laboral. La crisis no hacía sino entorpecer cualquier aspiración, y las oportunidades eran escasas. En la actualidad limpiaba tres veces por semana en la casa de una abogada, pero el sueldo, en negro, era todo un símbolo del abuso de los empleadores en tiempos difíciles. Curiosamente, la abogada llevaba la defensa de varios casos de denuncias de empleadas domésticas por sus condiciones laborales. En más de una ocasión, Susana había tenido la tentación de pedirle que la defendiera a ella de sus garras, pero sabía que una paradoja equivalía a un despido.

— ¿Qué significa exactamente ser bahá`i? ¿Es una secta, una religión o un grupo de fanáticos obsesionados con el avistamiento de ovnis?

— Bueno, yo tampoco soy un fundamentalista. Por ejemplo, no debería beber alcohol, pero de vez en cuando lo hago. Debería tener el pelo corto, pero, ya ves, soy un auténtico provocador. Lo que sí trato de llevar a rajatabla son unos preceptivos días de ayuno, en marzo.

— ¿En qué crees?

— La base del bahaísmo es muy simple. La idea es que Dios se nos va manifestando a cuentagotas a medida que nosotros evolucionamos y comprendemos su proyecto. Por eso, cada religión constituye un ciclo o trayecto en ese devenir. Eso implica que defendemos la unificación de las religiones.

— Supongo que también tendréis vuestro porcentaje de intolerancia, como todas las religiones —apuntó Susana.

— Te mentiría si lo negara, pero, por ejemplo, defendemos la igualdad entre el hombre y la mujer, y fomentamos los matrimonios interraciales.

— ¿Entre el hombre y la mujer? Cuando digas “la igualdad entre la mujer y el hombre” creeré que la defiendes —atacó.

— Y tú… ¿nunca creíste en nada?

— Pues… sí; cuando era pequeña, era católica, o eso creo. Mis padres me llevaban a misa todos los sábados, pero, a decir verdad, los mensajes que escuchaba me parecían, unas veces, encriptados, otras contradictorios, y otras infantiloides, como dirigidos a retrasados. Pero, sobre todo, crueles e intimidatorios.

— ¡Vaya! Eso suena a que no han sabido vender muy bien su producto.

— Tal vez el producto sea insustancial y etéreo, y por eso lo ocultan tras una cortina de humo. A veces, ni siquiera distinguía las letras de muchas canciones de iglesia, pero yo las cantaba con orgullo, imitando a los demás.

— Pero la religión no debería ser mimética… Tienes que creer por ti misma, no por imitación.

— Por ejemplo, cantábamos un salmo que decía: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, Ten piedad de nosotros”. Pues bien, al final del salmo había un mensaje de paz, pero, por la propia entonación de la canción, yo deformaba la letra, porque no la comprendía. Y, aunque no sabía lo que significaba, cantaba eufórica, a pleno pulmón: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, Danos ‘lapas’”. Durante muchos años me estuve preguntando por qué teníamos que pedirle lapas a un cordero.

Permanecieron un rato en silencio, mirándose, cada uno tratando de asumir y encajar en sus expectativas e ilusiones las palabras del otro. Raúl rompió el silencio, dando un paso más.

— ¿Te has enamorado alguna vez?

— Nunca. ¡Espera un momento!

Se levantó del sillón y rebuscó dentro de su bolso, sacando un aparatoso manojo de llaves de juguete. Se las había regalado su tío Jorge cuando era muy pequeña. Eran doce llaves, cada una de un color diferente, colores intensos y llamativos, infantiles. Todas tenían una letra “C” dentro de un corazón, en relieve. Luego se acercó a él, tintineándolas.

— ¿Eso qué significa? —preguntó, intrigado.

— Es una metáfora. Una de estas llaves abre mi corazón, pero, hasta ahora, nadie ha sabido identificar cuál es la llave correcta. Todo aquel que ha intentado acceder no ha podido hacer que gire. Bueno, en un par de ocasiones lograron entrar, pero el giro de la llave no hizo el mágico rugido metálico de apertura, así que ya sabía que no funcionaría, porque no era la llave auténtica, era una copia defectuosa.

— ¿Se podría decir que estamos rezando? —preguntó Raúl.

— No, estamos abriendo nuestros corazones.

— Entonces… ¿he dado con la llave adecuada para abrir el tuyo?

— Habrá que esperar un tiempo para saberlo —contestó ella.

— Espero que, en marzo, cuando me veas ayunar, lo respetes.

— ¿Crees que seré testigo?

— Quiero que estés a mi lado en marzo. Y el resto de mi vida.

Palíndromo:

Oren en ese valle de llaves en enero

Dependencias del C.N.P. Santa Cruz de Tenerife

— ¿Por qué te empeñas en acompañarme a comisaría? No lo entiendo, Susana. Raúl podía haberlo hecho, o podría venir yo sola —dijo Ivana, sorprendida, mientras entraban en la sede del Cuerpo Nacional de Policía de Santa Cruz de Tenerife.

— Es una sorpresa, ya lo verás. Además, Raúl está encargándose del papeleo correspondiente a los servicios funerarios. Tú dijiste que pasabas de esas cosas, así que alguien tenía que hacerlo.

Tras recibir indicaciones de un ordenanza, accedieron por un largo y estrecho pasillo de oficinas, doblaron a la derecha y entraron en la segunda puerta que encontraron. Y allí, de pie, en la “Comisaría de Distrito Tenerife Norte”, imponente como un “transformer”, estaba él, escrutándoles, incluso, los pensamientos: Jorge Nara.

Ivana se estremeció, y su corazón empezó a palpitar con más angustia que la soportada por la muerte de su marido. “¡Dios mío! ¿Qué hace él aquí?”. Por la casi imperceptible mueca de su boca, sabía que él se había percatado de su sobresalto y que lo estaba saboreando. Odiaba a Jorge, odiaba a Susana por no haberla prevenido, odiaba su suerte, su vida.

— ¡Hola, tío! —gritó Susana, cariñosamente, colgándose del fornido cuello mientras le daba dos besos—. ¿Te acuerdas de él, Ivana? ¡Es tío Jorge!

Hermano de su madre, su verdadero nombre era Jorge Serafín López. El apelativo “Nara” era un apodo familiar de solo una generación de distancia. Su padre (abuelo de Susana), toledano, que había sido concejal en el Ayuntamiento de Toledo, participó activamente (en septiembre del setenta y dos) en el protocolo de hermanamiento entre Toledo y la ciudad nipona de Nara. Alberto Nara llamaban a su padre, Jorge Nara heredó él. Cuando Susana era pequeña, su tío frecuentaba mucho su casa y solía sacarla de paseo al parque, al cine, a la plaza con los patines o con la bici… Muchas tardes, cuando Susana jugaba en la plaza con sus amigas, aparecía Jorge Nara con un enorme paquete de caramelos o una descomunal bandeja de dulces, para todas. Como Ivana era la mejor amiga de Susana y siempre estaban juntas, ellas dos eran las que más se beneficiaban de la generosidad de Jorge. También solía echarles una mano con las tareas escolares. En aquella época, él era policía municipal en La Laguna. Susana pensaba que su tío hacía más por ella que sus propios padres, y es que estos, empleados ambos en unos almacenes, tenían un horario laboral infernal.

Con el paso de los años, Jorge se fue distanciando, tal vez porque la niña ya no lo necesitaba para que la sacaran de paseo, tal vez porque sus ascensos laborales le robaron tiempo libre. Aun así, siempre estaba cuando Susana o sus padres lo necesitaban. Estando en el Cuerpo Nacional de Policía, fue trasladado al sur de la península cuando Susana tenía unos dieciocho o diecinueve años. Desde entonces no había vuelto a verlo, hasta hoy.

Apenas llevaba una semana incorporado a su nuevo destino, que había solicitado y conseguido en Santa Cruz de Tenerife. Susana y él habían hablado por teléfono, pero aún no se habían visto. El día anterior, tras despedirse de Raúl, ella lo llamó para pedirle asesoramiento sobre su incidente con la Guardia Civil y, de paso, le relató su reencuentro con Ivana. No había pasado ni media hora cuando Jorge le devolvió la llamada y le pidió que fuera a primera hora (al día siguiente) a verlo a su despacho, con Ivana, porque quería ocuparse personalmente del “caso”, y tenía que comunicarle a la viuda los resultados de la autopsia. Susana no comprendía de qué caso hablaba ni por qué un inspector de policía se interesaba por un accidente propiciado por un infarto del conductor. Jorge le dijo que por la mañana lo entendería.

A sus cuarenta y nueve años, Jorge Nara lucía un rostro estropeado, surcado por más arrugas que las acordes a su edad, que intentaba compensar con un poblado bigote bien recortado y cuidado, pero consiguiendo el efecto contrario. Era un rostro extremadamente repulsivo para Ivana y neutro para Susana.

— Hola, Ivana.

— Hola —respondió ella, manteniéndole la mirada.

— Esa indumentaria tan provocativa… ¿Qué has hecho con tu cuerpo? La última vez que te vi parecías una mujer de verdad.

— Hace dos años que cambié. Ahora soy otra persona, totalmente diferente. Te aseguro que no tengo nada que ver con la Ivana del pasado. ¡Nada!

— Me parece bien. Quería hablar contigo para comunicarte que yo soy el que va a dirigir esta investigación. Supongo que…

En ese instante entró en el despacho un individuo achaparrado, vestido con un traje muy anticuado y portando una sucia corbata de cuadros muy mal colocada. A pesar de lo bajito y regordete, tenía un cierto aire de arrogancia, con el mentón forzado hacia el firmamento obligando la cabeza hacia atrás.

— Os presento a mi compañero, el subinspector Marcelo Girard, aunque aquí todos lo llamamos Monsieur Trapus. Su padre es francés; él no, por eso tiene un gran sentido del humor y no se enfada si lo llamamos así. “Trapus” es una palabra francesa que significa corpulento.

— Rechoncho, más bien —ironizó Trapus, riéndose de sí mismo. Acto seguido tendió la mano (educadamente) a las dos mujeres. Tenía un fuerte acento francés, ya que, aunque había nacido en España, había vivido en Francia durante mucho tiempo.

Por lo visto, Jorge Nara no tenía reparo alguno a la hora de ridiculizar a sus compañeros en público, y esto incomodó a Susana. Se propuso recriminarlo cuando estuviesen a solas, porque, si lo hacía ahora, se pondría a su altura. También estaba asombrada por la insolencia de su tío hacia Ivana, a quien no veía desde que era casi una niña. Pero la arrolladora personalidad de la joven viuda lo había puesto en su sitio.

— ¿Qué quieres decir con “dirigir la investigación”? —preguntó Ivana, perpleja.

— Pues… Para eso te he hecho venir. Verás… Tu marido murió antes del accidente, pero no de un infarto. Murió… envenenado.

— ¿Cómo?

Trapus hizo un fallido esfuerzo por bajar la cabeza, en señal de respeto al dolor de Ivana. Lo único que consiguió hacer caer fueron sus párpados. Jorge Nara concedió unos segundos para que ambas asimilaran la noticia, especialmente Ivana.

— ¿De qué estás hablando, tío? ¿Envenenado?

Hablando de venenos, Susana no se percató de la punzante mirada que Ivana descargó sobre Jorge. La viuda sabía que él estaba disfrutando como un enano; solo ella era capaz de captar su leve mueca, medio oculta por el bigote. Por su parte, Jorge sabía que Ivana le estaba leyendo el pensamiento, y eso le produjo un amago de erección. Para poderse contener, tuvo que ponerse rápidamente el mono profesional.

— Es un veneno muy extraño. ¿Habéis oído hablar del pez globo? ¿Del fugu?

— Sí, creo que hay un pez que se llama así —reconoció Susana.

— ¿Qué hay que investigar? Si lo que estás insinuando es que mi marido murió por una intoxicación de pescado, me imagino que será algo fortuito y, en todo caso, mala suerte —apuntó Ivana.

— Eso es lo que pretendemos averiguar. Y te prometo que lo haré. —La amenaza, escondida bajo la promesa, la hizo en primera del singular.

— Bien, tío. Será mejor que nos vayamos. Ivana tiene que prepararse para el funeral.

— Nos veremos allí —respondió él.

— ¿Piensas estar presente en el funeral de mi marido? —preguntó Ivana, nerviosa y con cara de odio.

— Es mi obligación. Tengo que conocer a todas sus amistades —sentenció Jorge.

— ¡Me voy! ¿Vienes conmigo o te quedas, Susana?

— ¿Me permite que las acompañe yo a la salida, inspector? —preguntó Trapus.

Mientras abandonaban el edificio, Ivana y Susana concluyeron que, lo que quería Trapus, era presumir y pasearse por todo el recinto con compañía femenina. Era un auténtico libro abierto, mostrándoles durante todo el camino, sin ningún pudor, un marcado rasgo de su personalidad. Cada vez que se cruzaba con algún policía, los tendones que tensaban su mentón se inflamaban, y él preguntaba cualquier trivialidad a las chicas, como pavoneándose de su suerte.

Pero lo más insólito era su actitud con las compañeras (mujeres) de trabajo. Se dirigió a cuatro o cinco, con las que se iba encontrando, y las obsequiaba con frases del estilo de “¡Adiós, tía buena!”. “¿Cuándo nos ponemos con lo nuestro, cariño?”. “¡A ver cuándo me enseñas lo que hay debajo de ese uniforme, rubia!”. “¿Te vendrías conmigo a un balneario?”. A todas les clavaba la mirada, girándose si hacía falta, hasta que desaparecían de su vista, ante la estupefacción de Susana e Ivana, que no daban crédito. Susana percibió que Ivana estuvo a punto de decirle algo, abriendo la boca, pero se lo pensó mejor y se lo guardó. Al fin y al cabo, no era asunto suyo, y la mayoría de las “obsequiadas”, incomprensiblemente para ellas, se lo tomaban bien y se reían; alguna forzaba una sonrisa irónica, pero ninguna le paró los pies. Era como si, en el fondo, sintieran lástima por Trapus.

Salvo por la falta de cortesía hacia sus acompañantes, el anacrónico Trapus no era nada original. Era el típico “piropero” trasnochado que va diciendo sandeces a todas sus compañeras de trabajo, como si ellas fuesen maniquíes que algún escaparatista ha preparado y decorado para su deleite personal. El grado de elaboración del piropo (o sea, su grado de inspiración) era directamente proporcional a los atributos físicos de la mujer.

Desde la ventana de su despacho, Jorge Nara observaba, pensativo, a las dos mujeres, alejándose de allí. Con sus aros, su pelo rapado, su minifalda y su pintalabios fucsia chillón, Ivana parecía una auténtica zorra. Pero, viéndola de espaldas, su delirante culo seguía siendo el mismo que tanto lo descontrolaba.

Palíndromo:

Para ser prosaico, Susana vino con Ivana, su socia sorpresa “rap”

A DOS para la rapsoda

Villa de Candelaria

Raúl Roque estaba tenso e incómodo. Había insistido en depositar las cenizas de su hermano en un nicho familiar, en Lanzarote, pero, finalmente, Ivana se había salido con la suya gracias a que Ricky Roque había dejado constancia escrita de su voluntad al respecto. Junto a él, Susana contemplaba, anonadada, lo surrealista de la situación.

Se habían desplazado hasta la basílica de la Villa Mariana de Candelaria, lugar de peregrinación y culto a la patrona de Tenerife: la Virgen de Candelaria. El templo, continuamente abierto a devotos, peregrinos y turistas, se había visto invadido, en un par de minutos, por una comitiva formada por unas quince o veinte personas, con atuendos totalmente extravagantes a ojos de los extranjeros y feligreses que allí rezaban. Portando la urna cineraria, encabezaban el cortejo la viuda (calva, en minifalda y top), un negro con una gigantesca cadena por collar, y un barbudo y tatuado obeso con ropa militar de faena. El individuo de color llevaba una gorra negra de punto, exactamente igual que la de Ivana, con un deslumbrante dibujo amarillo formando una cabeza de ajos y unos granos de soja. El otro tenía puesta una gorra verde con visera, una camisilla (que le permitía exhibir una cantidad descomunal de pelo) y pantalones de camuflaje. Susana se fijó en una joven, algo apartada, acompañada por el que parecía ser su novio (este vestido con uniforme de cartero), cuya cara le sonaba vagamente, pero no era capaz de ubicarla. Estaba claro: el séquito era el grupo de rap de Ricky e Ivana, posiblemente aumentado por algún seguidor incondicional y algún familiar eventual.

Hablándole al oído, Raúl le contó a Susana que sus padres, escandalizados por el acto sacrílego que iban a cometer con los restos de su hijo, no habían tenido estómago para venir desde Lanzarote.

Susana se fijó en una esquina de la iglesia desde donde Jorge Nara, intentando no llamar mucho la atención, observaba con todo detalle. Por su rostro, era evidente que su tío estaba igual de atónito que ella. Sin saber por qué, recordó aquel safari al que la llevó su tío, cuando era una niña de apenas siete añitos. En aquella época, Susana estaba muy apenada porque sus periquitos habían muerto, pero el safari le devolvió la alegría. Jorge Nara siempre supo equilibrarle la niñez, compensando, de una manera o de otra, los momentos de tristeza.

De repente, a ritmo de rap, Ivana, el Oso peludo y el Negro, se pusieron a cantar a todo pulmón la canción “Los okupas de la Virgen”, la misma que interpretaba Ricky en todas sus actuaciones como una especie de himno.

— ¡Me cago en…! —expresó Jorge Nara, poniéndose rígido y alerta, mientras sonaba la letanía.

Necesito un templo para que escuches mi palique

No me importaría ser mujer, una okupa canaria

Mío será el trono de la Virgen de Candelaria

Espero que invadiéndolo me santifique

Acompañando al trío de voces, cinco o seis miembros del grupo percutían al compás los bancos de la iglesia. Jorge Nara patinaba en la indecisión, sin saber si acercarse y poner punto final a aquella profanación del templo. Los turistas no paraban de hacer fotografías del espectáculo; los feligreses no sabían si se trataba de una actuación previamente concertada por la dirección de la basílica. En décimas de segundo y en medio del desconcierto, el trío de raperos se abalanzó sobre la urna funeraria y, a puñados, comenzaron a esparcir todas las cenizas de Ricky Roque sobre la imagen de la Virgen de Candelaria y su trono. También echaron parte de los restos sobre el altar mayor. Una buena multa les iba a costar, con eso ya contaban, pero no les importaba. Era la voluntad de su solista.

— ¡Jooo….der! —gritó Jorge Nara, corriendo hacia la zona del conflicto, dispuesto a acabar con el sacrilegio.

— ¡Tengo que largarme ya! ¡Aquí me conocen, y esto podría costarme el puesto de trabajo! —le susurró Raúl a Susana. La oficina bancaria donde trabajaba el bahá`i estaba en el municipio de Candelaria. Susana lo apremió con un gesto para que se marchara, pero ella quiso quedarse hasta el final. No quería perderse semejante tragicomedia.

Unos cuantos miembros de la procesión cerraron (y frenaron) estratégicamente el paso a Jorge Nara; se notaba que habían previsto y ensayado esta posibilidad. Cuando el inspector, por fin, llegó a la cabeza dirigente, estos ya se dirigían hacia la salida de la basílica. La rapada, antaño becaria en la Universidad de Sevilla, le dirigió una intencionada mirada de triunfo.

En el exterior del templo encendieron un radiocasete y se pusieron a bailar breakdance con gran destreza. Susana veía, boquiabierta, cómo Ivana y sus colegas giraban la cabeza en el durísimo suelo de la plaza, con las piernas extendidas al cielo. La muchacha joven (en la que se había fijado en el interior del templo) reía, alborozada, mientras tocaba las palmas. Su novio permanecía al margen, oculto tras ella. Entonces Susana creyó reconocerla. “¿No es esa la pequeña Ale?”.

La urna de las cenizas había sido abandonada a su suerte en una esquina, junto a la fuente de la entrada. Había cumplido su función: el contenido se había depositado donde correspondía; el envase, ¿a quién le importaba?

En cuanto a Raúl, se había marchado corriendo, sonrojado. Sus padres habían preferido sonrojarse en Lanzarote, no habían sido capaces de soportar en vivo la irreverencia.

Palíndromo:

Acaso mejor nos sonrojemos acá

Aula Veranos, Taco

Jorge Nara y Susana aparcaron delante del enorme caserón antiguo de dos plantas que se erigía, orgulloso, en medio de una zona descampada del barrio de Taco. La alegre pintura exterior, en intensos colores verde oscuro y teja, junto con la arquitectura de la casona, apuntaban a que se trataba de una construcción bastante antigua y que había estado muy deteriorada, pero que, ahora, había sido objeto de una completa y profunda remodelación. Sin duda se había revaluado gracias al grupo de rap. Sobre la puerta de entrada saludaba un atractivo cartel fucsia con alegre tipografía, donde se podía leer “C.O.L. Aula Veranos”.

Jorge se había mostrado inflexible con Ivana. Tenía que entrevistarse con todos los integrantes del grupo Ajos y Soja, empezando por los cabecillas. Para reducir tensiones, Ivana había hablado con su amiga para que convenciera a su tío de que le permitiera acompañarlo. Al principio él se opuso enérgicamente, pero la seductora insistencia de su sobrina triunfó, y ella sustituyó a Trapus en el asiento de copiloto de Jorge.