Palíndromo II - Carlos Felipe Martell - E-Book

Palíndromo II E-Book

Carlos Felipe Martell

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Beschreibung

Una mujer recibe una carta en la que se le comunica que su novia ha sido secuestrada. El remitente, autor del secuestro, no pide dinero ni ningún tipo de rescate material a cambio de su liberación; solo inteligencia. Definiendo la situación como un juego, el jugador solicita la intervención de expertos investigadores de enigmas y criptogramas, a quienes reta a descifrar seis palíndromos, incluidos en la carta, que pueden ser la clave para descubrir tanto el paradero de la víctima como la identidad del propio secuestrador. Un camino sin salida racional se abre ante los investigadores cuando todo parece indicar que no se enfrentan a un ser de este mundo, pues las dotes premonitorias del jugador se hacen cada vez más evidentes. Mientras tanto, el tiempo corre en una claustrofóbica cuenta atrás que el propio jugador ha concedido como plazo antes de descuartizar a su víctima. Y ella, la mujer secuestrada, ha visto a San Sebastián y a Cupido. "Palíndromo II. San Sebastián y Cupido" propone una evolución de la novela puzle al puzle novela, retando a la imaginación del lector a abrir una puerta congruente en un laberinto imposible. Una nueva golosina intelectual que, cuando menos lo esperes, quebrantará tus certidumbres. Segunda entrega de la trilogía "Palíndromo", el psicopuzle de desenlaces imposibles.

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Publicado por:

Nova Casa Editorial

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2015, Carlos Alberto Felipe Martell

© 2015, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Maite Molina

Cubierta

Vasco Lopes

Maquetación

Noemí Buesule

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Felipe Martell

Primera edición: Diciembre de 2015

Depósito Legal: B-30104 - 2015

ISBN: 978-84-16281-66-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Carlos Alberto Felipe Martell

palíndromo IIsan Sebastián y Cupido

Nova Casa Editorial

A Inma

Parí rap

“Ajos y Soja”.

La editora, tarot ideal,

Imanaban a mí.

No sé, trato de dotar tesón,

¿Decayó?, evito: motive o yaced.

Revoco pasividad. Ojo, no joda, ¿divisa poco?; ver.

¡Ojo!

Mediocre cae, me acerco, ídem,

Oro cederé decoro

2 πsé, dos, ¿acaso desπ2?

El Arte es la armonía surgida del caos

La “e”, ni “log” ni “mod”, DOMINGO lineal

El alba, háblale

—María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén…

Las cinco de la madrugada y aún no había conseguido dormirse. Nunca le había pasado. Por primera vez en sus once años de existencia se estaba enfrentando a la vertiginosa ansiedad generada por el inoportuno insomnio, precisamente hoy, el día en que necesitaba estar más descansada. Pero la propia competición de windsurf tenía la culpa, pues era la responsable de su inquietud.

Al comienzo de la noche, el paisaje de la costa de El Médano, al sur de la isla, inundado por decenas de niñas compitiendo y luchando contra las olas, había machacado su mente de forma inmisericorde. Cuando Paci se dio cuenta (al cabo de un par de horas) de que no se había dormido y que era apremiante hacerlo, decidió forzar su complicada cabeza para que se concentrase en otra estampa diferente. Ella era consciente de que no le resultaría fácil, ya que su cerebro no era como el de cualquier persona. Era un cerebro problemático. Por lo menos, eso es lo que deducía de los comentarios de los médicos y de su madre.

Según la psicóloga, cuando Paci había nacido su madre tuvo un problema muy serio. Por lo que le había explicado, la niña interpretaba que no había llegado al feto el chute de oxígeno suficiente para que el parto se desarrollara con absoluta normalidad, y, como consecuencia, la mielina que recubría su cerebro se había erosionado y desgastado. ¡Vaya una psicóloga más estúpida! No fue su madre quien tuvo un problema muy serio. Fue Paci.

Paci había crecido con graves problemas físicos y psicológicos. Su sistema locomotor era medieval en comparación con el de sus amigas. María de la Paz siempre estaba cansada, tropezaba continuamente, no podía hacer los ejercicios que hacían las niñas de su edad, le faltaba fuerza en las manos y en los pies, se le caían los cubiertos y los lápices constantemente, no tenía equilibrio… Era la última en todos los deportes. Salvo en el windsurf.

El “culpable” había sido su padre, quien había trabajado, hasta hacía dos meses, en un restaurante cerca de la playa, y había sido, además, socorrista y monitor de windsurf. A pesar de sus (aparentemente) insalvables limitaciones, Paci había crecido con los pies apoyados en una tabla y agarrada a una vela. Eso sí, al principio sujeta por su padre, durante muchos años, en un admirable ejercicio de paciencia por su parte. Hasta que, un día, él consideró que ella estaba preparada para dar el paso hacia la autosuficiencia. A partir de ese instante, Paci se desplazaba entre las olas con cierta pericia (no tanta como la de otras niñas) y, cada día, marcaba en el calendario de su mesilla de noche los días que faltaban para que llegara el fin de semana. El sábado y el domingo, su padre siempre la había llevado a “coger olas”. Hasta hacía dos meses. Un infarto se lo había llevado junto a Dios Padre. Para siempre.

María de la Paz tenía un hermano de quince años, llamado Pipo, quien nunca mostró interés por los deportes acuáticos. Él no podría verla competir porque estaba en Italia, en un viaje de fin de curso, y no volvería hasta el martes.

Paci nunca fue muy lista, pero ella lo sabía y lo asumía. Su cabeza iba unos pasitos por detrás. Su caligrafía era incorregible, no tenía velocidad para escribir y tampoco era consciente de que la mayoría de las niñas de su clase se reían de ella, sobre todo cuando sacaba la lengua escandalosamente para acompañar y dirigir su bolígrafo en los difíciles trazos. La principal excepción a las burlas era su gran amiga y confidente, Juli. Tampoco Maruja, sin ser su amiga, se metía con ella. Y es que Maru es muy sabia, porque no intima con nadie de la clase. Es más madura que todas las demás. Pero, eso sí, aunque no sea su amiga, Maruja es su ídolo. Una vez, Paci recortó una foto de Maru (del periódico local) sobre su tabla de windsurf, la llevó a clase y, ante las burlas de otras niñas, le pidió a la propia Maru que la firmara para colgarla en su habitación a modo de póster. Maru lo hizo y le dio un beso. Entonces las burlas cesaron.

Cuando Paci era más pequeña, su padre había sido monitor de Maru, una niña que apuntaba a ser toda una campeona en el deporte de la vela y que, en efecto, año tras año, ganaría todas las competiciones en las que participaba. Como a Paci le apasionaba el windsurf y admiraba, boquiabierta, las ágiles maniobras de Maru sobre las olas, sometió a sus padres, durante meses, a una machacona tortura psicológica. Todos los días se los pedía: “Quiero ir al mismo colegio que Maru”. Cuando los padres de Paci se enteraron de que Maruja estudiaba en un centro de Santa Cruz, no muy lejos de donde ellos vivían, accedieron a cambiar a su hija de colegio para contentarla. Al fin y al cabo, en el anterior no progresaba prácticamente nada. Tendría que estar estudiando en un colegio especial, para niños con problemas, pero sus limitaciones económicas y la falta de ayuda se lo impedían.

Las cinco y cincuenta minutos. Durante toda la noche, su vida había desfilado por su mente, incapaz de controlar su ansiedad. Esa misma tarde iba a participar, por primera vez en su vida, en un campeonato escolar-insular de windsurf. Su madre, temerosa, se había opuesto enérgicamente, pero, al final, había logrado convencerla y se saldría con la suya. Papá me habría dado permiso. Había nacido cansada y casi había vegetado en la monotonía, pero ahora iba a crecer. Iba a crecer en aquello que más le apasionaba. ¡Lástima que su padre no estuviese allí para verla!

La competición le exigía descanso, pero la competición le impedía descansar por los nervios que le generaba. La paradoja la torturaba, ya que no la podía controlar. De pequeña, su padre la llamaba “ovejita”. De pequeña, su madre le decía que, para quedarse dormida, contara ovejitas. Ahora, a punto de salir el sol, a la pequeña de once años se le había ocurrido una idea para dormir: contar ovejitas, como decía su madre, pero no cualquier ovejita, sino la ovejita de su padre.

—María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén. María de la Paz Hernández Guillén…

Hasta que se durmió.

Palíndromo:

La musa crecerá toneladas, nace cansada, le notaré cerca su mal

Atada ve una nueva data

Atada al cinturón del taxi, fue testigo del amanecer del domingo. El vuelo salía muy temprano y no quería arriesgarse a perder el avión, porque el viaje era muy importante para ella. El taxista la miraba continuamente por el retrovisor, y eso la incomodaba. Pero su cabeza estaba en otro sitio, a muchos kilómetros de allí. Abrió su cartera para comprobar si llevaba consigo su documentación y el dinero suficiente. Se topó, como siempre, con la foto de su mujer, quien la miraba fijamente desde el compartimento plastificado, recordándole que la acompañaría a cualquier parte. Pero, en este viaje, ella no pintaba nada porque era un regreso a su pasado, antes de conocerla. Estaba muy nerviosa, y sabía que se le notaba.

—¿Va todo bien, señora? —preguntó el taxista de gafas y barba, quien no dejaba de regalarle su inquietante mirada.

—Sí, claro.

La foto de su mujer era capaz, por sí sola, de reflejar el amor que esta le profesaba, porque, si bien era una imagen plana, bidimensional (y, por tanto, irreal), su profunda mirada, sin embargo, traspasaba el papel fotográfico y era capaz de envolverla a ella, equilibrando todos sus sentimientos e inquietudes. Sonrió, mucho más calmada, y cerró la cartera.

El taxi se estaba aproximando a una zona de semáforos, pero circulaba demasiado despacio. No le importaba, tenía tiempo de sobra. El color ambarino destelló justo delante del vehículo y el conductor disminuyó la aceleración para, finalmente, frenar. Hubiera podido saltárselo, le hubiera dado tiempo, pero estaba claro que su única preocupación era alargar el taxímetro todo lo posible para exprimir su contador. Todas las triquiñuelas habituales de algunos taxistas parecían acentuarse de forma enfermiza con la crisis. Se sentía amarrada por aquel cinturón de seguridad que, tras la salida del sol, le oprimía el pecho; pero no le importaba, su cabeza estaba muy lejos.

La puerta del conductor se abrió y él se apeó. Ella miró hacia delante, cubriendo con sus ojos todo el salpicadero. ¿Qué estaba ocurriendo? Oyó abrirse la puerta trasera, justo a su izquierda. Entonces vio ante ella a San Sebastián. ¿Por qué sufría tanto el mártir? ¡Sí, ya lo veía! ¡El santo no estaba solo! A su lado, sin piedad, Cupido lo estaba acribillando con sus flechas.

Palíndromo:

Y ahora se paró, hay ahora pesar o hay…

**

—Escucha, cariño. Si solo has dormido tres horas, no puedes participar en esta carrera. Es muy peligroso.

Aurora, la madre de Paci, era consciente de que su hija no se lo iba a poner fácil. A pesar de sus problemas, a pesar de sus limitaciones, la niña había heredado dos rasgos muy definidos de su padre: la pasión por la vela y la testarudez. Frente al miedo que le generaba cualquier iniciativa procedente de Paci, cualquier pretensión de superación, Aurora sabía que tenía que apoyarla y ayudarla en todo lo que estaba en su mano. Los psicólogos la habían convencido, era lo mejor para su hija. Un exceso de proteccionismo no era bueno para nadie, Paci tenía que evolucionar. Eso sí, a su ritmo, más ralentizado que el de sus amigas. Sin embargo, dejarla sola en el mar con una tabla, sometida a un sobreesfuerzo, no era, precisamente, beneficiarla.

Para empezar, por principios, Aurora estaba en contra de cualquier competición enfocada a menores de edad, y más aún si estos no eran profesionales. Deporte sí, competición no. Esta idea quedaba más reforzada por el hecho de que su hija ocupaba un lugar muy incómodo en cualquier escala comparativa: el último. Nunca podría avanzar en los estudios como las demás, nunca pasaría del último puesto en la jodida carrera de windsurf, no llegaría a la universidad, difícilmente conseguiría un buen novio cuando se hiciese mayor… El asunto del novio era discutible, pero eso también torturaba a Aurora. Si Paci tuviere la suerte de desarrollar un buen cuerpo o un rostro atractivo, podría compensar con él su bajo coeficiente intelectual y sus problemas motrices. Podría atraer a algún chico. Pero Aurora pensaba que eso nunca sería amor, sino una morbosa y retorcida atracción física a la que, tal vez, su pequeña sucumbiría. Esa posibilidad la aterraba y disparaba sus niveles de ansiedad.

—Me lo prometiste, mami. Además, tengo que hacerlo por él, por papá.

Aunque Paci pudiese escalar algún puesto, uno solo, si no quedase la última en la competición, tampoco Aurora quería que su niña pudiese desarrollar una personalidad competitiva. Una cosa era superarse, en eso la apoyaría, pero nunca a base de compararse con los demás. Aurora siempre le había insistido en esa idea. Intenta superarte, pero no intentes superarlos.

—¿Por qué quieres competir? Yo te llevaré a coger olas cuando quieras. ¡Esto es una locura! ¡Puedes hacerte daño!

—A papá le gustaba competir y yo quiero dedicárselo a él.

—¿Qué le vas a dedicar?

Pues… ¡Voy a quedar entre las diez primeras!

—¿Qué? ¿Estás loca? ¿No te das cuenta de que eso que dices no es posible? Tú… Escucha, cariño, sabes que no puedes moverte con la misma destreza que…

—Maru cree que puedo conseguirlo.

—¿Maru?

—Y si no lo consigo, tampoco pasa nada. No me lo tomaré mal.

—¿Y si quedas la última?

—¡Eso no va a ocurrir, mamá! ¡Soy muy buena sobre la tabla! Sabes que Maru compite con profesionales. Ella conoce a la mayoría de las mejores niñas de los otros colegios, las mejores de Tenerife de nuestra edad. Por lo visto, hay cinco o seis muy buenas, que serán las que estén delante. Luego hay tres o cuatro que se defienden muy bien, pero son un poco peores. Y entre las veinte o treinta restantes puede pasar cualquier cosa, ella me lo dijo. ¡Y ahí estoy yo!

Aurora entró en la cocina para llorar a escondidas. Conocía bien a Maruja, y sabía que lo único que habría pretendido era animar a Paci. Pero Paci, por culpa de su mal, guionizaba una realidad paralela, sustentada en una motivación extra segregada por sus fantasías. Eso, a veces, era bueno para Paci, pero, en casos como este, la expectativa que había izado la aplastaría con contundencia, al caer, esa misma tarde.

Aurora tiene miedo, mucho más que antes. Ya no es solo la inquietud derivada de que su hija se enfrente al mar. Paci no sabe que, en estos instantes, está protagonizando una película, pero, cuando esta acabe, cuando se apague la tele, caerá en una profunda depresión.

Palíndromo:

A esa niña, drama le va; a vela, mar dañina sea

**

Como cada domingo, Irene estaba revisando su horario escolar a la vez que acomodaba, dentro de su mochila, los libros y las libretas necesarias para las clases del lunes. Normalmente era una rutina que acometía por la tarde, pero hoy la había adelantado debido a la competición de windsurf. Sonrió al observar, orgullosa, su tabla marina serigrafiada, en gris, en el anverso de su moteada mochila amarilla y azul. Sobre el fondo amarillo, las líneas onduladas en azul, que parecían olas, habían sido decisivas para que Irene, unos meses antes, convenciese a sus padres de que le regalaran esa mochila por la festividad de Reyes. Antes de que fuese suya, ya se imaginaba entrando en el pequeño taller de serigrafías que había en un centro comercial, no muy lejos de su casa, en San Isidro. El hecho de estampar la imagen de su tabla convirtió a la mochila en un talismán.

Irene había vivido toda su vida cerca de la playa, en el sur de la isla, y su afición por los deportes acuáticos se remontaba hasta un tiempo imposible, donde sus recuerdos no llegaban, así que tenía que ser demasiado pequeña. Gracias a su talento, su disciplina y su espíritu competitivo, el dominio de la tabla de windsurf era cada vez más evidente y reconfortante. Sus padres la apoyaban (sobre todo él), y eso era fundamental para ella, porque conocía a otras niñas cuyos padres solo las dejaban disfrutar y progresar si iban bien en los estudios. Irene no era una buena estudiante, y eso no gustaba mucho a su madre, quien le insistía en la importancia de aprender. Irene le daba la razón, era importante aprender, pero, sobre todo, aquello que más te gusta. Su padre era quien más la animaba y la defendía, imponiéndose a su mujer para que Irene pudiese seguir adelante en el mar, aunque le suspendieran cuatro o cinco asignaturas.

Colocó por orden de horario todos sus bártulos. Cada libro, cada libreta, tenía una pegatina o un dibujo con motivos relacionados con las olas y los deportes acuáticos. Esa misma tarde iba a probarse a sí misma, iba a averiguar hasta dónde había avanzado en su silencioso progreso gracias a unas estrictas y excesivas jornadas diarias de entrenamiento en la playa. Su ventaja, aparte de su constancia, era vivir en la costa. Sabía que Maru era la favorita y que estaba considerada como “intocable”, fuera del alcance del resto. Nadie lo dudaba. Excepto la propia Irene. Ella era la mejor del resto, eso tampoco era discutible, pero quizá, esa tarde, podría llegar a sorprender a Maru o, como mínimo, acercarse peligrosamente a su reinado.

De nuevo sonrió al cerrar la cremallera de su mochila y observar, en el extremo de la misma, la enana tabla de surfista que colgaba como un llavero.

—Hoy seré yo la protagonista, Maru. Aunque no gane —murmuró.

Palíndromo:

E Irene ríe

Mediodía ido, ídem

—¡Joder, Bruno! ¡No lo entiendo! Se supone que si presiono la inversa de la tecla del logaritmo, me tendría que devolver la potencia del número “e”, vale, pero cuando lo compruebo no me da lo mismo.

—¿Cómo estás haciendo la prueba? —contestó Bruno distraídamente, sin renunciar a su concentración en la resolución de una matriz inversa.

—Pues… ¿Me estás escuchando? Elevo el número “e” a “uno coma tres” y me da “tres coma siete”, pero el logaritmo de “tres coma siete” no me da “uno coma tres”, sino “cero cincuenta y seis” —se desesperó Elena.

—Ya… Espera que acabe con esto. Veamos…

Bruno resopló y se frotó los ojos para relajarlos. Llevaban preparándose la prueba de matemáticas desde media mañana, y estaba empezando a sentir hambre. Dado que estaban en casa de Elena, le pareció de mal gusto ser él quien sugiriese almorzar, así que decidió disimular la ansiedad y continuar un poco más. Al día siguiente iban a examinarse de la PAU. Con el rabillo del ojo, detectó unas tentadoras bragas de su compañera, colgando de un perchero móvil que basculaba en el borde superior de la entreabierta puerta del dormitorio. Dirigió la mirada a Elena y se centró en su generoso escote, que regalaba a la vista dos descomunales mamas de silicona presionadas por un robusto y ajustado sujetador.

En toda la mañana, Bruno no se había distraído con la voluptuosidad de su sensual amiga. Tenía cosas más importantes en la cabeza; las matemáticas. No porque tuviese dificultades con ellas, al contrario, él dominaba esa materia como nadie. Pero, una vez que había accedido a estudiar con Elena para echarle una mano, se había dejado envolver por la pasión que le proporcionaban las Ciencias Exactas.

—¿Trabajas esta noche, Elena?

—¿Estás loco? ¡Mañana es la PAU y tengo que dormir!

—Ya… Déjame ver esa calculadora. ¡Joder, Elena! Te dije que la dejaras en modo “SD”, por si nos ponen un problema de estadística. Dale a la tecla “mod” y, luego, “SD”.

Elena le llevaba tres años a Bruno. Él era un buen estudiante, amén de un gran investigador, y nunca había suspendido ninguna asignatura. Ella, por primera vez en su vida, se estaba tomando en serio los estudios. Quería hacer una carrera y vivir de ella, aunque sabía que lo tendría difícil. Mientras, alternaba sus estudios con un atractivo y bien remunerado trabajo, en una barra americana, donde compaginaba sus obligaciones como camarera con otra actividad voluntaria: la captación de clientela para practicar sexo a cambio de dinero. Lo bueno de esta parte era que el propio trabajo le proporcionaba los clientes y, a cambio, ella no tenía que compensar a su jefe (el dueño del establecimiento) con un porcentaje de las ganancias. Elena se los llevaba a su casa, follaba con ellos y cobraba en efectivo. Y en negro. Todo para ella. El jefe era inteligente, él también ganaba, ya que los clientes de las chicas consumían en su local.

—¿Qué me dices, Bruno?

—Pues… ¡Coño, Elena! Cuando buscabas el logaritmo de “tres comanosequé”, le diste a la tecla “log”.

—¿Y…?

—La inversa de la función de “e elevado a equis” es el logaritmo neperiano. ¡La tecla que tienes que pulsar es “ln”!

Debido a su afición a las felaciones, sus compañeras de trabajo la llamaban “Elena la comerrabos”, apelativo que se había extendido, incluso, entre la clientela del local. Elena no se consideraba una puta, ni permitía que nadie la llamara así. No por la palabra en sí, tampoco toleraba el término “prostituta”. Se definía a sí misma como “semiputa”. Para ella, el detalle era importante, porque consideraba que las putas eran unos seres desafortunados caídos en la miseria, dignos de compasión, que no tenían otra opción que no fuera la de vender su cuerpo a quien buenamente pudieran. Pero Elena no tenía esa trágica necesidad, ella follaba por dinero, sí, pero también por vicio y diversión. Era ella quien elegía a sus clientes, no se lo montaba con cualquiera.

—Creo que voy a suspender las matemáticas.

—Oye, Elena, no te olvides del plan alternativo. Creo que tenemos controlados los detalles más importantes.

—No sé si seré capaz, me pondría muy nerviosa. Si nos pillan copiando, no quiero ni pensar lo que podría suceder.

El martes por la mañana habían estado analizando in situ las aulas donde iban a realizarse las pruebas, en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de La Laguna. Allí habían tomado fotos de las diversas estancias y de la disposición exacta de los visores en las puertas para determinar cuáles eran las zonas más ocultas de cada aula. También calcularon los segundos que tardaría un profesor en ir de una zona a otra, pues se les había ocurrido contar con más compinches para generar maniobras de distracción sucesivas en el profesorado, con el fin de copiarse por turnos. Pero desecharon la idea porque involucrar a más gente era arriesgado. Por la tarde, habían contactado con antiguos alumnos de PAU para averiguar si solían haber registros, sobre todo para valorar la posibilidad de copiarse a distancia, a través de un pinganillo en la oreja. Bruno tenía el pelo corto, aunque él controlaba las pruebas. La idea final era ayudar a Elena, desde fuera, cuando él terminara y entregara su examen. Lo haría lo más rápido posible, pero Elena temblaba solo de pensar que la podrían pillar.

—¿Qué ganas tú con esto, Bruno? ¿Por qué quieres ayudarme?

—Se me estaba ocurriendo algo a cambio.

—¿Un polvo? ¿Quieres follarme gratis, cacho perro? ¿Es eso?

Antes de que pudiese responder, el móvil de Bruno se marcó una pegadiza rumba.

—¿Diga?... ¿Eva?... ¿Qué haces en la emisora un domingo?... El cabrón de don Urbano te está explotando, ¿verdad? Creo que… ¿Qué? ¡Explícate mejor!

Elena observó cómo el rostro de Bruno evolucionaba hacia el éxtasis, por lo que dedujo que las noticias que estaba recibiendo desde su lugar de trabajo tenían que ser excelentes. Ella suponía que estarían relacionadas con ese premio que había recogido en Sevilla tres días antes. No era un premio individual, había ido a recogerlo en nombre de “La Emisora Escrita”, una incipiente y prometedora empresa de comunicación, con unas perspectivas de futuro tan arrolladoras que, igual que la crisis, nadie era capaz de imaginar qué cotas sería capaz de alcanzar. De momento, la empresa había despuntado en dos ocasiones, aunque Elena no conocía los detalles de la segunda, la más importante, la que le había valido el premio.

“La Emisora Escrita”, cuyo director y propietario era don Urbano Solá, contaba con dos vías por donde fluía la comunicación hacia su público: una escrita y otra verbal. Tanto el periódico como la emisora de radio destacaban, frente a la competencia, por la transmisión de noticias llamativas y curiosas (sin renunciar al amarillismo) y, sobre todo, por los trabajos de investigación. En estos últimos, el periódico era muy metódico y meticuloso, aparte de paciente. Solo cuando lograban atar todos los cabos se publicaban los resultados.

Bruno, a pesar de su juventud, era muy bueno investigando. Su cerebro, tal vez por estar altamente capacitado para las matemáticas, los enigmas y la química, funcionaba con una agilidad asombrosa. Un redactor de “La Emisora Escrita” lo había descubierto, casualmente, en un concurso para jóvenes talentos de los Institutos de Enseñanza Secundaria de Canarias. Ahora, él y una compañera suya, Ana, eran las dos perlas más preciadas de don Urbano.

—¡Teníamos razón en todo, Elena! —gritó, alborozado, tras cortar la comunicación—. ¡La operación “emir cojo” ha sido un éxito rotundo! El premio… Periodísticamente ya fuimos reconocidos, pero ahora… ¡La policía los ha detenido a todos! ¡Uno a uno! Nosotros pusimos los nombres y no nos equivocamos en ninguno.

A don Urbano, al principio, le preocupaba el único aspecto descontrolado dentro de la emisora. Ana y Bruno, tal vez por la diferencia de edad entre ellos (cinco años), tal vez por la profesionalidad de Ana frente a los aparentes impulsos e intuiciones de Bruno (aunque el jefe los definía como inteligencia, porque el joven no solía equivocarse en sus análisis), discutían mucho y no parecían llevarse muy bien. Pero, con el paso de los días, se dio cuenta de que esa discrepancia era, precisamente, un arma letal de su emisora y de su periódico contra la competencia, porque hacía a los jóvenes muy competitivos, lo que revertía positivamente en el rendimiento global de la empresa.

Ana y Bruno llevaban su rivalidad hasta tal extremo que, incluso, trataban de agradar y agasajar a don Urbano para contar con su beneplácito en cualquier posible conflicto. El jefe no era tonto y no caía en la trampa, pero, aun así, los dejaba a su aire, sin inmiscuirse, por miedo a romper ese trayecto lineal, explosivo, que ambos jóvenes (quizá sin saberlo) moldeaban día a día, convirtiéndolo en el camino de rosas por el que circulaba “La Emisora Escrita”.

—¿Cómo fue lo de ese emir? Solo he oído que “La Emisora Escrita” desmanteló una red de narcotraficantes.

—¡Por Dios, Elena! ¿No has leído el artículo que publicamos el lunes? Ahí están todos los nombres y todos los detalles. Por eso nos dieron un premio, como reconocimiento al mejor trabajo periodístico de investigación en lo que va de año.

—Bueno, cielo, entiendo tu emoción, porque es tu trabajo, pero tampoco tú conocerías los detalles si oyeses decir que un cliente me la metió por detrás.

—Si estuviese escrito en un periódico, te aseguro que lo memorizaría, Elena. Sé que mi trabajo me apasiona y, a veces, me dejo llevar por la…

—No, de verdad. Cuéntame cómo ha sido.

—No fue tan difícil. Lo cierto es que llevábamos tiempo investigando a esa red. Todo el mundo sabía que existía, claro. Sobre todo la policía.

—¿Cómo lo sabían?

—Pues… Eso siempre se sabe, Elena. Una red importante, sea de tráfico de drogas o de lo que sea, cuenta con muchos tentáculos. Cuantas más ramas tenga, más visible se hará. ¿Por qué hemos descartado tú y yo buscar más apoyo para copiarnos? Esto es lo mismo. Las redes se hacen evidentes. Por definición, arriesgan. Fíjate en las bandas latinas, en las sectas, o en los pedófilos de internet. A cada instante se producen noticias sobre desmantelamientos. ¡Siempre acaban cogiéndolos!

—Entonces, por lo que deduzco, la policía hubiera acabado con esta organización, tarde o temprano. Y vosotros…

—Nos adelantamos. En eso consiste nuestro trabajo, en la anticipación. De hecho, no es tan difícil, porque, por pura lógica, somos más rápidos que la policía.

—Eso no me lo creo.

—Quizá no sea cierto del todo, te lo explicaré mejor. Ellos son más rápidos investigando, porque tienen más medios. Pero nosotros somos más rápidos presentando resultados, esa es nuestra ventaja.

—¿Por qué? —preguntó Elena, perpleja.

—Porque ellos no pueden hacerlo. Aunque tengan toda la información, incluso aunque supieran que el emir cojo no era un emir, aunque sepan los nombres, tienen que seguir un protocolo de actuación, un seguimiento preciso, y esperar el momento oportuno para actuar. Tienen que tenerlo todo bien amarrado. Además, han de esperar la correspondiente orden judicial. Verás, Elena, la policía busca la cúspide, por eso se arma de paciencia.

—Supongo que lo difícil es identificar al cerebro de la trama.

—¡Qué va! Eso lo saben pronto. Lo difícil es incriminarlo con pruebas, porque estos individuos suelen protegerse muy bien. Aparte de eso, cuentan con los mejores abogados para defenderse o contraatacar. Pero, claro, nosotros sí podemos sugerir sus nombres. Solo sugerirlos, utilizando evidencias y pruebas circunstanciales. Nuestras pruebas tal vez no sirvan ante un juez, aunque a veces sí que son contundentes; depende de la suerte y de nuestro trabajo. Pero sí que nos dan cierta protección frente a posibles denuncias por parte de estos delincuentes hacia nosotros.

—¿No estáis jodiendo el trabajo policial? El sigilo policial conseguirá pruebas; vosotros, solo evidencias. Pero os anticipáis y alertáis a los narcotraficantes. Puede que consigáis el efecto contrario a vuestra pretensión, es decir, advertir a los malos para que logren escapar en vez de facilitar su detención.

—¿De qué hablas, Elena? ¡Esa no es nuestra pretensión, sino la de la policía! La nuestra es vender periódicos y ampliar nuestra audiencia. El mundo es una jodida selva y, en ella, el periodismo no tiene escrúpulos, nunca los ha tenido.

—¡Tú no eres periodista!

—Lo seré. Mira, Elena, a veces recibimos noticias gratificantes, como la de esa llamada que he recibido. Esta vez hemos sido decisivos, hemos ayudado a la policía. Creo que estaban dando palos de ciego y les hemos abierto los ojos —se congratuló Bruno.

—No me has contado el caso.

—Bueno, se trataba de un grupo de distribución que operaba entre Tenerife y Sevilla. La cadena es más larga, claro, empieza en Sudamérica y finaliza en Europa, pero nos centramos en ese tramo. Resulta que el aval de toda la operación, el “emir cojo”, logró despistar a las autoridades, logrando que estas se desviaran por un camino equivocado, donde también se movía droga pero en un ambiente de violencia. Eran ellos mismos, los principales traficantes, los que crearon esa “ruta secundaria”.

—¿Ruta secundaria? ¿Significa eso que los narcotraficantes movían pequeñas cantidades de droga por ahí para desviar la atención?

—Sí, y la violencia era el principal reclamo, porque en ese entorno se cometían muchos crímenes. Mientras, por la ruta principal, la del “emir cojo”, realizaban su auténtico negocio. Los gestores de la ruta secundaria no eran más que marionetas ignorantes, unos violentos criminales que, antes o después, acabarían en manos de un juez, pero nadie podría relacionarlos con la auténtica operación. Ni siquiera ellos mismos, claro, porque no tenían ni idea.

—¿Cómo lograsteis desenmascararlos?

—Don Urbano y Ana creen que fue un golpe de suerte, una casualidad. Pero, modestia aparte, mi olfato me llevaba siempre al emir cojo. Parecía definitivo, la droga iba por la izquierda y el emir cojo por la derecha. Me empeñé en seguir por la derecha, sin decir nada a nadie. Logré averiguar que ese emir no existía, no había ningún emir cojo, con ese nombre, en su país. Esa fue la parte más difícil de investigar.

—Ese olfato tuyo ¿a qué se debía? ¿Por qué insististe tanto?

—En un reportaje que leí en una revista definían al cojo como el “emir occidentalizado”, y eso me chocó. Pedí ayuda a un amigo que conoce muy bien el mundo árabe, porque ha vivido allí muchos años. Le enseñé las filmaciones que yo mismo había hecho del emir, a escondidas. Me aseguró que sus formas y sus costumbres no tenían nada que ver con sus orígenes. “Si no fuera un personaje famoso, aseguraría que es un impostor”, me llegó a decir. Mi instinto me susurró que se trataba de un impostor que se había hecho famoso.

—He oído decir que solía transportar droga dentro de su pierna ortopédica —apuntó Elena.

—Sí, muchas veces lo hacía. Viajaba constantemente entre Tenerife y Sevilla con tanta inmunidad que a nadie se le ocurrió arrancarle la pierna. El jueves estuve en Sevilla recogiendo el premio. A mí me quitaron hasta los zapatos en el aeropuerto.

—¿Los han detenido a todos, Bruno?

—Sí, Eva me lo acaba de confirmar. Está en la emisora, dando la noticia por la radio. Creo que nuestras ventas de periódicos van a subir como la espuma.

—¿Seguimos con las mates o paramos para comer algo?

—¡Estoy muerto de hambre! —reconoció Bruno.

—Vale, a cambio de tu ayuda con las matemáticas te invito a una pizza congelada.

—Ya te he dicho que tengo una idea de cómo me gustaría que me pagues. Quiero hacerle un regalo a mi jefe para tenerlo comiendo de la mano.

Palíndromo:

Ojo crimen, usarás un emir cojo

Atardecer, apareced, rata

Para el evento, en la playa habían instalado una estructura constituida por piezas ensambladas de fácil montaje y desmontaje, que formaban unas largas gradas de unos veinte metros de longitud y diez pisos (filas) de altura. Podría albergar, perfectamente, a unas quinientas personas. A poco menos de media hora para el comienzo de la prueba, Aurora miró a su alrededor y comprobó que casi la mitad de los asientos estaban ocupados. A su lado estaba Juli, la mejor amiga de su hija, a quien Aurora agradecía mucho su presencia porque podría ser el consuelo perfecto para el trayecto de regreso a casa, cuando Paci tuviere que enfrentarse a su propia decepción.

María de la Paz, a pesar de sus serios problemas, solía sorprender a su madre por su gran capacidad para calibrar y ponderar. Conocía sus limitaciones, y podría decirse que tenía claro dónde estaba situada en una imaginaria línea comparativa junto a sus amigas. En los estudios, en el deporte o en las relaciones sociales, se ubicaba a sí misma en el límite inferior, pero había algunas actividades (como la elección del mejor pescado o la mejor carne en el hipermercado, saber mantener la educación cuando un profesor estaba hablando, ser leal a sus amigas…) en las que, ¡estaba segura!, se aproximaba al centro de la línea. Incluso en algunos casos, sobre todo en determinados valores, se veía en la zona superior: era capaz de superar a más de la mitad de sus amigas. Por eso, por la seguridad que tenía en sí misma y por lo bien que conocía sus límites, Aurora tenía mucho miedo, pues Paci había insertado en la realidad (extraídas, seguramente, de sus fantasías) unas expectativas descomunales y poco acordes con sus auténticas posibilidades. Quedaré entre las diez primeras.

Aurora observó a Juli, que llevaba una pequeña mochila de la que estaba extrayendo un paquete de palomitas. Rehusó el ofrecimiento de la niña y esta se puso a comer. Miró a su derecha y descubrió, en el centro de la playa, una enorme tarima totalmente plana, a un metro y medio de altura sobre la arena, con una especie de trampilla hueca en la parte central. Los bordes de la tarima estaban vallados para evitar la presencia de público. Debía de tratarse de la zona de entrega de trofeos.

Por el mar, en los alrededores del circuito, se desplazaban tres pequeñas embarcaciones de la organización, quizá verificando el recorrido y buscando una ubicación adecuada para la observación, pues en su interior viajaban los comisarios garantes de velar por la limpieza de la competición (no sería la primera vez que algún concursante intentase saltarse algún tramo de recorrido) y, sobre todo, por la seguridad de las niñas. Los tres barcos eran, para Aurora, la imagen más bella de toda la playa, porque eran los encargados de cuidar a su niña y recogerla si se caía al agua.

Hacía una hora que la madre de Paci, al llegar, había hablado con los organizadores para intentar convencerles de que vigilaran con especial atención a la embarcación número dieciséis, la tabla de su hija. Les explicó sus problemas, pero ellos, lejos de tranquilizarla, aumentaron su ansiedad, y Aurora estuvo a punto de prohibirle a Paci su presencia en aquel concurso. Pero Paci ya se había ido con el resto de competidoras y, si iba a por ella, la niña nunca se lo perdonaría. Aurora había hecho una promesa y tenía que cumplirla. La dosis extra de angustia (la inyectada por los jueces) se debía a que le habían desaconsejado, precisamente, la participación de Paci. ¿Cómo es posible que una niña con ese historial clínico se meta en esto? Indirectamente, a Aurora la habían definido como madre irresponsable. Los jueces le habían dejado claro que su labor era validar la prueba y dar fe de los resultados; sus atribuciones no contemplaban el cuidado de las niñas enfermas, quienes deberían tener prohibido por su médico competir en un deporte de riesgo.

Otra vez la maldita competición. Ese no era el concepto que Aurora tenía del deporte escolar, pero los propios árbitros, en vez de dar otro tipo de ejemplos, verificaban que aquí se venía a ganar y a no hacer trampas. Las palabras “deporte de riesgo” fueron las que más desencajaron el rostro de Aurora, pero Juli (la amiga de Paci) le había apretado la mano, inoculándole una microdosis de tranquilidad. Qué perceptiva y oportuna eres a pesar de tu edad, Juli. A pesar de la regañina con que la habían despachado los comisarios (para eso estaban ellos allí, para regañar no solo a las tramposas, sino a las madres inconscientes), confiaba plenamente en que ellos, en el fondo, tenían la obligación y la responsabilidad de cuidar a todas las participantes, y, por mucho que se hubiesen mostrado tan duros con ella, la propia responsabilidad los obligaba (aunque no se lo hubiesen reconocido) a intensificar la vigilancia del velero número dieciséis.

Cuando Aurora se hubo calmado (tras convencerse de que los jueces iban a convertirse en “Salvamento Marítimo”), tuvo conciencia del problema real e inesperado que iba a condicionar, sí o sí, el desarrollo de la carrera: el viento. En los últimos minutos, de forma paulatina, las olas que desafiaban la playa se habían encabritado cada vez más, y, en las gradas, el público tenía serios problemas para retener, o mantener en su sitio, sus prendas más sensibles al viento, como las viseras, los abanicos o las minifaldas. La madre de Paci se percató de que se habían cerrado todas las sombrillas, pues las fuertes ráfagas de viento las hacía inútiles. Miró el mar y miró a Juli, quien, a su vez, la miraba a ella leyéndole (seguramente) los pensamientos. La niña le cogió la mano de nuevo, pero, esta vez, el terror subió desde su estómago en forma de arcadas. Aurora giró la cabeza y, por el hueco que dejaba la parte posterior de las gradas, vomitó sobre la arena, ocho pisos más abajo. Los remordimientos la instaban a ir a por su hija y alejarla del infierno, pero la competición estaba a punto de comenzar.

Las cuarenta y dos windsurfistas participantes se colocaron en la línea de salida, dispuestas a darlo todo para completar el recorrido en el menor tiempo posible. Todas las niñas sabían que Maru, la de la embarcación número veintiocho, iba a ganar. Paci trató de acercarse todo lo que pudo a su ídolo para salir a su lado. Era un orgullo participar en un slalom junto a ella, y esa era motivación suficiente para disfrutar. Pero Maru la miró directamente y le inyectó una sobredosis de adrenalina comprimida en dos palabras. Suerte, Paci. La emoción embargó a la hija de Aurora, y un escalofrío trepó por su espalda bajo el ajustado traje de neopreno.

Aunque en esta ocasión no lo necesitaba, Maruja dedicó, por costumbre, unos instantes a escrutar los rostros de sus contrincantes. En las competiciones oficiales era una buena lectora de sensaciones, siendo capaz de intuir con gran precisión qué windsurfistas estaban mejor (psicológicamente) para competir. Ella siempre mantenía la sangre fría, su cabeza estaba perfectamente amueblada, y eso le daba un plus de tranquilidad a la hora de afrontar las carreras. Siempre había ganado. El control mental se traduce en metros de ventaja. En esta prueba escolar, en la que tenían que zigzaguear unas boyas hasta llegar a meta, iba bastante sobrada. Solo había dos o tres niñas con un mínimo de calidad, sobre todo una, llamada Irene, pero, salvo accidente, lucharían entre ellas por la segunda plaza del podio. No eran lo suficientemente buenas para hacerle frente. En cuanto a Paci, estaba predestinada a entrar la última. Eso siempre y cuando no se cayera, porque el viento y las olas habían alcanzado extremos preocupantes, capaces de atemorizar a las menos ágiles y a las menos técnicas. Podría ocurrir, incluso, que los jueces suspendieran la carrera.

En el recorrido visual, Maru confirmó sus sospechas. A la mayoría de niñas se les notaba que estaban excesivamente tensas, con una dosis de inseguridad que, probablemente, les pasaría factura. Condiciones climáticas demasiado complicadas para aficionadas. Se detuvo en Irene, cuyo rostro era incapaz de descifrar. Parecía muy concentrada, ajena al viento y las olas.

—Irene llegará detrás de mí, la segunda —apostó en un susurro.

¿Y Paci? ¿Cómo estaba Paci? Maruja, al observarla, abrió la boca en señal de incredulidad. Aquella niña medio retrasada, con graves problemas psicomotrices, no solo no tenía miedo (tal vez, precisamente, por sus problemas), sino que parecía disfrutar el momento. Su momento. Maru sonrió, imitándola.

—Tal vez cruces la meta por delante de dos o tres niñas. Sería toda una sorpresa —murmuró.

Aurora no lo sabía. Maruja no lo sabía. Nadie lo sabía, solo su padre, que había fallecido. Paci estaba acostumbrada a navegar sobre la tabla en condiciones mucho peores, él la había enseñado. Se sentía muy segura, su seguridad la proporcionaba el arnés que la sujetaba a la botavara y las cinchas que agarraban sus zapatillas de neopreno. Paci encaró el recorrido con una amplia sonrisa, pensando en su padre.

El slalom arrancó a las siete y catorce minutos de la tarde. En unos cuatro minutos estaba prevista la llegada a meta de las primeras participantes. Enseguida se hizo patente que el factor climático extremo no había sido considerado factible en las previsiones y expectativas de la gran mayoría de windsurfistas. Para ellas, la carrera era una trampa, una perversa encerrona maquinada por el dios del viento para poner en evidencia sus miedos y sus limitadas pericias a la hora de manejar la vela. En esta tesitura, desde los primeros metros se formaron dos grupos, el primero formado por seis windsurfistas (entre ellas, las velas veintiocho y veintidós, de Maru e Irene respectivamente) y, por detrás, el resto.

Lejos de aplacarse, a medida que las concursantes avanzaban, las olas y el viento se acentuaban, y esto, poco a poco, empezó a desgastar a casi todas las niñas, quienes se fueron volviendo cada vez más prudentes y, en consecuencia, menos competitivas. A mitad de recorrido, Maruja lo tuvo claro. Solo tenía una rival, la vela veintidós, que, sorprendentemente, seguía a su lado. Pero Maru siempre aceptaba compañía hasta esa zona, le gustaba ver gente a su alrededor hasta la línea intermedia. En condiciones normales, lo sorprendente hubiera sido que nadie más siguiese su (aún) generoso ritmo, pero, con unas olas no aptas para escolares, Maru no necesitaba esforzarse, era una carrera por eliminación. Sin embargo, Irene aguantaba el viento y el mar, lo cual era digno de admiración.

Por detrás de ellas, a una distancia prudencial, había un grupo de cuatro windsurfistas que, si vinieran remontando, darían la impresión de estarse acercando peligrosamente, pero Maru sabía que se trataba de las últimas que habían quedado rezagadas del propio grupo de cabeza. Lo pensó mejor. Hasta hacía unos metros, su grupo era de cinco tablas, no de seis. Ella e Irene se habían deshecho de tres. ¿Por qué cuatro, entonces? Alguien venía remontando, y Maru no quería más sorpresas. Era el momento. ¡Adiós, Irene!

Cuando Irene se dio cuenta, Maruja le había erosionado la moral, carcomiéndole su motivación, que, hasta entonces, creía inviolable. ¿Cómo podía hacer algo así en tan solo unos metros? Se percató de que, definitivamente, era inalcanzable. Maru era la reina del windsurf y seguía siendo intocable.

—¡Maldita…!

Con la línea de meta muy cerca, Paci miró al frente. En teoría, según su madre, no debería tener niñas por detrás, porque estaba predestinada a ser la última. Pero le había prometido a su padre, que estaba viéndola desde el palco, más allá del sol, que llegaría entre las diez primeras. Sus limitados razonamientos eran incapaces de entender por qué muchas de sus rivales se iban rezagando, como si no se esforzasen por avanzar. Parecían unas auténticas aprendices encima de la tabla, sin ninguna destreza para encarar el viento con la vela. Paci, por su parte, sabía cómo rotarla ante las olas que la ayudaban a desplazarse, su padre era el responsable. Las adversidades (para otras) eran para Paci herramientas de trabajo. Lo mismo que la propia tabla o la vela.

Irene no soportaba la humillación. Había intentado, por lo menos, acercarse un poco a la campeona para conseguir algo de protagonismo. Irene fue la única windsurfista que le hizo frente. Pero con cada segundo transcurrido, Maru iba aumentando los machacantes metros entre ambas. Entraría segunda, sí, pero tan distanciada que solo hablarían de “Maru y el resto”. Miró hacia delante y vio a Maruja cruzando la meta, entre aplausos, minándole las pocas fuerzas que le quedaban. Miró hacia atrás y la vio. ¡La embarcación número dieciséis se estaba acercando!

Hacía unos instantes, cuando Paci se dio cuenta de que había dejado atrás, implacablemente, a todas las windsurfistas del gran grupo, se había convencido de que su posición final estaría por encima del noveno o décimo lugar. Del grupo delantero iban desprendiéndose piezas, y Paci iba a por ellas para engullirlas. Su padre siempre le había dicho que, en un slalom, si una tabla perdía contacto con su grupo, también perdía fuerza y motivación. Y si otra tabla se le acercaba, recogería toda esa energía y, con seguridad, la superaría. Con seguridad. Paci creía ver, entre las olas, esa energía blanca y espumosa que, magnéticamente, le llegaba de las “descargadas” windsurfistas a las que perseguía, para contagiarla y recargarla a ella. Una a una las superó, pero no le sorprendió. Sabía que iba a pasar, los preceptos de su sabio padre nunca fallaban.

—¿Qué demonios…? ¿Quién es esa? —Irene, atónita, era incapaz de comprender (y, mucho menos, de aceptar) que pudiese tener una rival en la lucha por el segundo puesto. ¡Justo faltando unos metros!

Paci venía fuerte, muy fuerte. Irene no lo podía permitir. ¿Cómo se había dejado ir? ¡No tenía que haberse obsesionado con Maru! Si se hubiese concentrado en su carrera, ahora estaría cruzando la meta en solitario. Pero Paci venía sonriendo y manejando la vela como los ángeles, como su padre. Irene trató de apretar, entorpeciendo la trayectoria de Paci, a quien ya tenía prácticamente encima, pero esta traía un manual de recursos técnicos bajo el brazo y no le resultó muy difícil esquivarla.

—¿Quieres guerra? ¡Te voy a dar guerra psicológica! —murmuró Irene.

Desplazándose en paralelo a la misma altura, muy cerca una de la otra, Irene volvió a meter su tabla en la línea de trazado de Paci con la intención de intimidarla y obligarla a escorarse para, así, ampliarle su trayectoria y hacerle perder tiempo. Paci no se amilanó. Como pudo y asumiendo muchísimos riesgos, siguió esquivando las aproximaciones de Irene, pero no estaba asustada; no iba a separarse de ella. La experiencia le decía que la línea recta solía ser, en los metros finales, el camino más rápido. Irene la miró para calibrar el grado de tensión de su contrincante y calcular cuánto le faltaba para romper. ¡Pero aquella loca estaba sonriendo! ¡Su tabla se deslizaba tambaleándose en la cuerda floja y la muy lunática disfrutaba! ¿Cómo combatir a la ausencia de miedo?

—¡Eso es! ¡La cuerda floja, el equilibrio!

Desesperada, Irene no lo pensó mucho. Desde las gradas, Aurora no podía más, incapaz de discernir si su propia actitud (en pie, con las manos en la boca y moviendo las piernas compulsivamente mediante saltitos) se debía a la emoción por el milagroso podio o al miedo por la extrema cercanía de ambas velas. No quería mirar por los prismáticos, porque presenciar el impactante espectáculo de cerca la aterraba. Juli, a su lado, miraba, asombrada, la evolución imposible de su mejor amiga. Fue entonces cuando ocurrió. La mano derecha de Irene soltó la botavara y, a la vez, sacó su pie derecho de la cincha. Era muy arriesgado hacerlo, pero tenía que confiar en la suerte. La niña que iba a su lado estaba arriesgando hasta límites sobrehumanos. Le tocaba arriesgar a ella. O tú o yo. No quiero el tercer puesto; el segundo o ninguno. La mano de Irene empujó con mucho ímpetu el hombro izquierdo de Paci. Simultáneamente, el pie se apoyó en el borde de la tabla número dieciséis, presionando esta con toda el alma, justo cuando una gran ola las estaba acechando. Desde la distancia, el contacto parecería accidental. Ahora quedaba esperar unas décimas de segundo para saber si habría recompensa.

—¡Oh! —expresó Aurora en un grito ahogado.

La ventaja de Irene (y desventaja para Paci) era el elemento sorpresa; y la anticipación, porque Paci podría contar con la posibilidad de un toque fortuito, pero nunca con un empujón y un desequilibrio causado intencionadamente. Fue un acto inesperado y violento. Por primera vez en su vida, Paci se dio cuenta de que no dominaba su tabla ni su vela. El arnés la mantenía sujeta, pero prisionera, porque se movía sin control. En los segundos siguientes al percance, sus ojos se cruzaron con la windsurfista veintidós, quien, con un rostro muy tenso, estaba logrando mantener su equilibrio, al contrario que Paci; primero la vio verticalmente y, luego, girada con ángulos cada vez más pronunciados. Después vio agua, mucha agua, y su boca, abierta para estrujarse la lengua, recibió una gran cantidad de ella, por lo que empezó a ahogarse, desesperada.

Aurora, en la grada, vivía su propia pesadilla. Juli se había levantado y le apretaba fuertemente la mano. La madre de Paci notó que su presión sanguínea estaba cayendo, pero tenía que mantenerse para socorrer a su niña.

A Paci, los ojos se le nublaron. Veía todo borroso. Después del agua salada se topó con el sol, que bajaba por el horizonte, y que terminó por cegarla del todo. Luego, con un mínimo de visión recuperada, vio a lo lejos, en la playa, las gradas donde se encontraba su madre, pero las percibía en una posición muy inclinada. Sin dejar de mirarlas, toda la estructura se volteó hacia el lado contrario. Paci tenía secuelas cerebrales de nacimiento, pero sí que era capaz de razonar que las gradas no eran las que se movían, sino su tabla. Sin recuperar el aliento suficiente para agarrarse a la vida, de nuevo vio el agua acercándose a su boca, pero cuando quiso cerrarla era demasiado tarde. Tragó mucha más que antes, y sus pulmones protestaban porque les estaban robando la posibilidad de seguir viviendo. En pocos minutos, Paci iba a morir.

—¡Tranquila, Aurora! Seguro que está bien —dijo Juli sin mucha convicción.

Irene (la rata) había entrado segunda, y la embarcación número ocho fue medalla de bronce. Mientras tanto, uno de los tres barcos de seguimiento se había detenido junto a María de la Paz y la estaba rescatando para reanimarla. Al mismo tiempo que el equipo de emergencia se encargaba de ella, Aurora, en la playa, se dirigía a la carrera hacia la posición de los comisarios. Cuando estos la vieron aparecer, uno de los jueces, el que había sido más prudente o antipático (Aurora no lo tenía claro) con ella, la atravesó con una furiosa mirada.

—¡Se lo dije, señora! ¡Usted ha puesto en riesgo la vida de su propia hija!

Aurora cayó al suelo y perdió el conocimiento.

A las siete y cincuenta minutos, la playa simultaneaba al público presente dos focos de atención. En la parte central, la imponente tarima, con su trampilla hueca, esperaba a las ansiosas niñas que, a los pies de la estructura, anhelaban ver colgadas en sus cuellos las respectivas medallas.

—Buena carrera —le dijo Maruja a Irene, la medallista de plata.

En una esquina cercana al centro neurálgico organizativo, los responsables de la carrera y algunas personas anónimas se interesaban por el estado de las ya repuestas Paci y Aurora, ambas fundidas en un abrazo. Los socorristas habían superado con nota la buena obra del día. Los comisarios no volvieron a ensañarse más con la madre de la windsurfista, todo había quedado en un buen susto y ahora no tenían sentido más reproches. Pero Aurora intuyó algo más. Un grupo de jueces, en la zona de control, cuchicheaba en secreto y, disimuladamente, sus miembros miraban hacia donde ellas estaban.

La ceremonia de entrega de medallas se puso en marcha. Para asombro de todos los que miraban el escenario, la trampilla hueca cobró protagonismo. Desde debajo de la tarima e impulsada por algún mecanismo, emergió del agujero central una pieza de tres escalones: el podio. Cuando este terminó su ascenso y se detuvo, la gente se puso a aplaudir la originalidad.

A varios metros de allí, uno de los organizadores le brindó a la inocente Paci una oportunidad para hacer justicia o, por lo menos, para sembrar dudas.

—Oye, pequeña, ¿por qué te has desequilibrado? ¿Has chocado con la otra tabla o tal vez te han empujado?

—No lo sé… No estoy muy segura, porque pasó muy rápido.

—¿De qué está hablando? —protestó Aurora. Pero el comisario se alejó de nuevo hacia la posición de control.

Junto a la tarima, Irene se mostraba cada vez más nerviosa. ¿Por qué se estaba retrasando tanto la entrega de medallas? Fijó sus ojos en las dependencias de los jueces y notó que había mucho revuelo. Reparó en la osada niña de la vela dieciséis. Era casi seguro que se habría quejado, pero Irene confiaba en que no prosperaría su supuesta rabieta producida por la pérdida de una oportunidad. Además, si la hubiese denunciado y alguien tuviese alguna duda, la contrastarían con ella, escucharían su versión.

Pero, en efecto, los comisarios no albergaban dudas. Ya no.

—Vamos, Paz —dijo el quisquilloso juez-enemigo de Aurora, tendiéndole la mano a su hija.

—¿A dónde quiere que vaya mi hija?

—Ya lo verá. Vamos.

Al llegar al pie de la tarima, fueron directos hacia Irene.

—Hemos decidido que quedas excluida de la prueba. Tu actitud antideportiva ha sido sancionada con una expulsión. Tu lugar en el podio es para la embarcación dieciséis, que estaba a punto de cruzar la meta cuando la desequilibraste.

Maru y la medallista de bronce no se lo creían. Irene empezó a hiperventilar, muy nerviosa, y su padre, que estaba cerca de ella, se dedicó a gritarle al juez formando un auténtico escándalo. El juez trató de explicarle que tenían imágenes de vídeo muy nítidas que no dejaban lugar a dudas sobre lo ocurrido, pero el padre de Irene no atendía a razones. Ante su creciente agresividad, dos señores del público lo agarraron, tratando de calmarlo para evitar males mayores. Finalmente, dos empleados de seguridad lo convencieron para que se retirase junto a su hija, quien lloraba desconsoladamente con ahogados jadeos.

Maruja trepó, entre aplausos, a lo alto del podio mecánico. Pero, en el segundo cajón, había nacido un mito, el poder de la superación, un milagro llamado María de la Paz. Aurora lloraba a la vez que pelaba sus manos con explosivos aplausos. A su lado se acercó la mejor amiga de su hija, la desapercibida Juli, quien, con su larga coleta y sus recientes gafas (cuyo responsable era un oculista que le había detectado una ligera miopía), parecía abstraída de todo aquello, con un rostro pensativo.

—¿Has visto eso, Julieta? ¿Has visto lo que mi hija ha hecho hoy? —gemía Aurora, embargada de emoción.

Pero Julieta no escuchaba. Su críptica y estructurada cabeza estaba trabajando a mil por hora, buscando el mejor palíndromo que eternizase aquel momento. Ella era muy buena para construir palíndromos, porque la había enseñado toda una experta: su canguro Ale, la chupadora de la piedra caliza, quien murió a manos del “asesino del rap”.

Cuando el palíndromo estuvo listo, abrió su pequeña mochila, sacó un cuaderno y lo anotó.

Palíndromo (de Julieta):

Oído, Paci nace, Maru trepa a la apertura mecánica podio

¡Eh! Con esa mimase noche

Eran algo más de las diez de la noche cuando aparecieron los créditos. La película de la tele había resultado más entretenida de lo que había supuesto, tanto que no se había dado cuenta de lo tarde que se había hecho. ¿Por qué Ivana no la había llamado aún? La tarde anterior, a última hora, la viuda de Ricky Roque había recibido un telegrama de Sevilla. Susana no lo había visto, pero, según le había contado su mujer, lo remitía un antiguo compañero de universidad. Al parecer, Marcelo, el profesor de Arte con quien la exrapera había mantenido una relación en el pasado, había muerto de un infarto e iba a ser enterrado en la tarde del domingo.

Se levantó del cómodo sillón, bostezando, y comprobó su teléfono móvil por si acaso ella le hubiese enviado algún mensaje. A veces, si no estaba muy cerca del aparato, Susana no lograba escuchar la tenue melodía que anunciaba la entrada de nuevos mensajes de texto.

—¡Qué raro!

Al salir de casa, de madrugada, le había dicho que, seguramente, tendría un día ajetreado, porque apenas tendría tiempo para registrarse en el hotel si pretendía llegar al tanatorio antes de la incineración. Quedó en llamarla desde el hotel, a última hora del día, pero ya eran más de las once en Sevilla.

Susana hizo otro intento (igual que por la tarde) de llamar al móvil de su amada, pero este le insistía en que estaba apagado o fuera de cobertura. Posiblemente se había quedado sin batería, y el cargador se lo había dejado en casa. Muy nerviosa, Susana se dedicó a pellizcarse el atractivo lunar gris que aspiraba a pasar desapercibido en el lado izquierdo de su cara, protegido por el numeroso acné. ¿Cuánto tiempo llevaba ese lunar allí? Había ido creciendo sutilmente, y ella tenía la indeseable tentación de jugar con él, compulsivamente, de forma inconsciente. Una manera como otra cualquiera de combatir la ansiedad.

—¡Debería ir a un dermatólogo! ¡Cada vez está más feo!

Sin pensárselo más, Susana accedió a internet y buscó la web del hotel donde Ivana iba a pasar la noche. Allí encontró de nuevo el número de teléfono, igual que el día anterior, y llamó.

—Buenas noches. Quería que me pasara con la habitación de la señora Ivana Suárez.

—Un momento, por favor.

Mientras esperaba, los dedos de Susana tamborileaban contra el teléfono, ansiosa por escuchar a su amor. Estirando el cable, alargó su cuerpo hacia el sillón hasta alcanzar el mando de la tele para bajar el volumen y poder oír mejor. Pero había algo que no le cuadraba. No había sonidos al otro lado, ni siquiera la señal de llamada a la habitación de Ivana. Al cabo de unos instantes, la voz del telefonista la sobresaltó.

—Disculpe por la tardanza, señora. Verá… Resulta que no hay ninguna Ivana Suárez registrada en este hotel.

—¿Cómo? Tiene que tratarse de un error, yo misma hice ayer la reserva por teléfono.

—En efecto, se hizo una reserva a su nombre, pero aún no se ha registrado. Hasta el momento, claro. Puede que aparezca por el hotel de un momento a otro.

—¿Podría dejarle un recado en caso de que vaya al hotel?

—Por supuesto, señora.

—Dígale que Susana estará esperando su llamada a cualquier hora.