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Luis Raimundo Guerra Cid

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Beschreibung

El oficio de vivir implica habitualmente sufrir episodios traumáticos, los cuales pueden ser puntuales o bien desarrollarse a lo largo de un cierto periodo de tiempo. Vivimos en una sociedad que exige soluciones inmediatas, cosa que no contribuye a la recuperación del trauma. Al contrario, sobreponerse a este comporta, como mínimo, un conocimiento profundo de nuestra identidad y de la influencia que ejercen sobre nosotros los demás, como individuos y como sociedad. En ocasiones quien traumatiza no tiene conciencia de ello; otras veces el daño se hace adrede y manipulando. El libro que tiene en sus manos ofrece una perspectiva comprometida sobre las personas que traumatizan y sobre la importancia de "lo social" de cara a su superación o a conmocionarnos todavía más. Con un lenguaje divulgativo y en comunicación continua con el lector, el autor aporta precisas explicaciones teóricas, así como interesantes discusiones a través de casos clínicos, series actuales, literatura y películas. Recuperarse de lo traumático y de sus efectos es posible, pero para ello es necesario romper tabúes y vencer trampas como la búsqueda superficial de la felicidad, la actitud engañosamente positiva ante la realidad, el refugio en relaciones que entorpecen más que ayudan o la virtualización de lo real propuesta por las redes sociales y los medios de comunicación.

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Colección Con vivencias

53. Palos en las ruedas. Una perspectiva relacional y social sobre por qué el trauma nos impide avanzar

Primera edición (papel): enero de 2018

Primera edición: junio de 2019

© Luis Raimundo Guerra Cid

© De esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5, pral. - 08010 Barcelona

Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68

www.octaedro.com - [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

ISBN (papel): 978-84-17219-14-7

ISBN (epub): 978-84-17667-73-3

Cubierta: Tomàs Capdevila

Ilustración de la cubierta: Javier García Mora

Fotografía autor: Cristina Gresa Cabrelles

Diseño y producción: Editorial Octaedro

Agradecimientos

Esta obra está dedicada a mis alumnos, discípulos, discentes, asistentes a nuestras clases, o como ellos mismos prefieran denominarse. Sin su empuje y ánimo no habría libro, pues no tendría nada que mostrar «al otro lado».

Este es un texto escrito para los sufrientes, para quienes no desean quedarse con explicaciones sacadas de la dominante tendencia superficial que nos invade. Es para todos aquellos para quienes la expresión de su padecer no ha sido tomada en serio, han sido ninguneados, no se les ha permitido reflexionar ni organizar sus traumas; es para todo aquel que alguna vez se haya sentido desconectado de sí mismo, de todo y de todos.

Quiero agradecer especialmente a la filóloga Isabel Martín Conde su trabajo y aportaciones para la clarificación del texto; sin duda, ha sido fundamental para el enriquecimiento de la obra y para su comprensión.

Gracias a Carlos Rodríguez Sutil, que ha captado de manera precisa el espíritu del libro y lo ha plasmado brillantemente en el prólogo.

También doy las gracias por el apoyo recibido de diversas instituciones durante estos últimos años: la Fundación Cencillo de Pineda, la IARPP internacional y española y el Instituto de Psicoterapia Relacional, entidades siempre abiertas y sin prejuicio a la hora de permitirme que exponga diversos trabajos y que siempre se han hallado en estrecha colaboración con muchos de nuestros proyectos.

Finalmente, agradezco a Silvia Jiménez, directora de formación de IPSA-Levante, su cobertura múltiple y su ánimo para poder hacer efectiva la redacción del presente libro.

Prólogo

Agradezco emocionado a Luis Raimundo Guerra por haberme ofrecido esta gran ocasión de que mi nombre aparezca asociado a su libro, libro que constituye una sustancial aportación a la comprensión del trauma desde el psicoanálisis relacional, así como a la antropología y a la crítica social y sociológica de nuestra cultura contemporánea. Nuestra sociedad goza de unos grandes avances técnicos que, sin embargo, no han ido acompañados del necesario perfeccionamiento en el ámbito moral que permitiera evitar o reducir los riesgos de su mal uso. Ciertamente, la técnica y la ciencia son, en principio y sin meternos ahora en mayores disquisiciones, neutras, pero desde luego no así el empleo que podemos hacer de ellas. Llama la atención que ya desde la introducción una obra dedicada al psicoanálisis y a la clínica del trauma se plantee el asunto tan escabroso –y necesario– de qué es el mal:

¿En qué dirección van el trauma y la maldad? ¿Toda la gente que tiene maldad ha sido traumatizada? ¿Toda la gente traumatizada ha sido objeto de maltrato por alguien a quien podríamos definir como malo? ¿Qué es la experiencia traumática y bajo qué mecanismos mentales puede convertirse en algo de lo que nunca nos recuperaremos? ¿Reside la solución ante la maldad y lo traumático en una actitud «positiva», que nos anestesie del dolor ilusoriamente, ante el mundo y el otro, o es mejor tomar una postura cínica y pesimista acerca de lo que nos aguarda?

Esta pregunta ribetea nuestra práctica cotidiana. Está, por ejemplo, el substrato de la definición –inevitablemente ideológica– de lo que es «normal» y de lo que no lo es, y, si bien no se hace de forma explícita en la literatura, es la guía que debe regir nuestras decisiones, incluyendo las en apariencia menos arriesgadas, de la cual nunca nos librará una supuesta neutralidad o principio de abstinencia, que se ha mostrado en esencia inexistente.

No pretende el autor resolver tarea tan desmesurada como delimitar lo que es el mal de lo que es, «simplemente», patología, pues como bien se deduce de su exposición, no son conceptos excluyentes. Se puede ser malvado y tener un trastorno, algo que ha sido recalcado en el sistema forense norteamericano con la noción de culpable pero mentalmente enfermo (GBMI). No obstante, la abigarrada fauna de perversos y malvados modernos que despliega Luis Raimundo en su texto seguramente no gozaría de ningún tipo de eximente que redujera su responsabilidad legal. La cuestión tampoco se resuelve con una actitud «positiva», consistente en trazar las características de la población delincuente, como si solo afectara a determinado grupo de seres humanos; todos podemos ser traumatizadores y lo somos, de hecho, en mayor o menor medida.

Paralelamente, este libro aporta una magnífica introducción al pensamiento relacional contemporáneo, desde el grupo de Boston (Stern, Lyons-Ruth) hasta Mitchell, Stolorow, Orange, Fonagy, Crastnopol y muchos otros, sin olvidar antecesores tan ilustres como Ferenczi, Winnicott o Fairbairn. Al hablar del trauma desde una visión contemporánea tiene el acierto de escarbar con abundancia en los trabajos de Philip Bromberg sobre trauma y disociación, en especial el último (La Sombra del Tsunamiy el Desarrollo de la Mente Relacional), de reciente aparición en castellano, y, como no podía ser menos, reconoce sus deudas de formación con el gran maestro, Luis Cencillo –cuya concepción sobre el desfondamiento es utilizada en los momentos oportunos–, y otros maestros en activo, como Joan Coderch y Alejandro Ávila.

Creo no equivocarme si afirmo que la diferencia básica entre la idea relacional de cómo es la psicoterapia, que todos estos autores asumen, y el psicoanálisis más clásico de Freud, con el abandono de la teoría de la seducción, es el acento que se pone en los factores ambientales como causa y origen de la psicopatología o, en sentido estricto, de la personalidad –caracterizada, según me gusta subrayar, como el conjunto de patrones relacionales semipermanentes con el que estamos dotados– y, desde luego, del trauma, ya sea abrupto o insidioso, como ocurre en el trauma acumulativo o en los «microtraumas» que describe Crastnopol –cuyo pensamiento es explicado en extensión–. En resumen, para comprender el trauma se debe tener en cuenta «…tanto lo que le ocurrió a la persona como la respuesta que el entorno (surrounding) tuvo ante el acontecimiento traumático».

Frente a la desgraciada tendencia, tan habitual hasta hace poco, de negar la palabra a la persona que sufre, aduciendo una supuesta solución que reside en la sugerencia de «tú no hables de ello, lo que tienes que hacer ahora es olvidar», leemos con agrado:

Cualquiera que haya sufrido tiene derecho a recordar y reflexionar acerca de ello, y permitírselo es un compromiso, al menos de quien dice querer a ese sufridor, y un deber cuando el interlocutor es un psicoterapeuta. Es una pena que algunos terapeutas se resistan a elaborar el pasado junto a sus pacientes, sobre todo si lo que pretenden es que este cambie en lo nuclear.

El fruto del trauma es la disociación. El niño, y después el adulto, que no puede hablar de lo que le ha hecho sufrir tampoco puede contárselo a sí mismo, si no quiere enfrentarse con la realidad de un entorno causante del sufrimiento y también negador de este. Bromberg ha estudiado con profundidad este fenómeno de la disociación posterior al trauma. El self es un compuesto de patrones comportamentales tempranos, procedimentales, con un funcionamiento presimbólico, más que de pensamiento reflexivo (memoria narrativa). La conciencia, por su parte, es discontinua, y la mente es un conglomerado de estados del self en el que habitamos cada día de nuestra vida. Luis Raimundo Guerra utiliza la feliz metáfora de las matrioskas rusas, muñecas encajadas unas en otras, que permiten representar cada uno de los estados discontinuos del self; cada vez nos enfrentamos a la realidad con una matrioska diferente y cada una de ellas desconoce en gran medida las demás.

Uno de los capítulos centrales del libro se ocupa de estudiar con minuciosidad los modos y sistemas de traumatización que existen, una vez superada la idea académica y simplista de que «un hecho traumático genera un síntoma». Aunque no abandonemos el modelo general de causa-efecto, la mejor aproximación teórica, que aquí se nos propone con acierto, es la de la teoría del caos, procedente de la física y las matemáticas, y, en concreto, la de los denominados sistemas dinámicos no lineales, modelo que ya ha probado su eficacia en procesos caóticos como la meteorología o los movimientos migratorios y que sugiere analogías o metáforas fecundas en el ámbito de la Psicología; en el estudio, por ejemplo, de la relación madre-hijo o de la que se establece entre terapeuta-paciente –se citan los trabajos de Lyons-Ruth y Seligman–. Una de las claves que se subrayan es que siempre es preciso reservar un espacio a la impredecibilidad o la incertidumbre. Así, como dice el autor:

Si entendemos la relación de una pareja como un sistema de estas características, es porque entre los dos protagonistas hay una enorme diversidad de variables emocionales, comportamentales y motivacionales que influyen sobre el otro, y viceversa.

En ocasiones es inevitable tratar de analizar a posteriori cómo se produjo el cambio brusco a partir de una, aparentemente, pequeña variación. Fue la «gota que colmó el vaso» a la que alude el autor, y que yo he oído pronunciada por sujetos que se mueven en el ámbito de las cambiantes personalidades de organización límite, un sector en el que el trauma temprano es especialmente evidente, como viene señalando la Psicología Evolutiva de corte psicoanalítico.

Las diferentes formas de ser traumatizado y de traumatizar son descritas e investigadas convenientemente, además de ilustradas con casos tomados de la clínica, como la extensa viñeta del capítulo vii, «Lo que le ocurrió a Ana», así como con ejemplos procedentes de la prensa, el cine y la televisión. Me ha resultado impresionante, a la vez que esclarecedora, la dinámica social descrita en series de reciente factura, como Portrece razones, una serie que se podría entender como la crónica de un suicidio anunciado tras un linchamiento psicológico, o ejemplos tomados de la magnífica serie británica Black Mirror, literalmente «espejo negro», el de la pantalla televisiva o de otro aparato que nos está devolviendo nuestra propia imagen, poco favorecedora como sociedad deshumanizada. Tampoco olvidemos el rico uso que se hace de un clásico de la cinematografía, como es Luz de Gas.

Para encuadrar la deshumanización, Luis Raimundo parte del pensamiento del filósofo y sociólogo de origen polaco Zigmunt Bauman, recientemente fallecido, y su concepción del presente como la encarnación de la sociedad líquida, ella misma expresión del caos, donde cada persona puede pasar rápidamente de una posición social a otra, y de un país a otro, ya sea como turista, trabajador o refugiado, con la compañía de una pareja u otra, y sumida en unos valores e ideologías continuamente cambiantes. Esta época en la que las redes sociales no son la familia o el vecindario, sino que se llevan en un aparatito en el bolsillo, y que podemos utilizar para grabar el ataque que está sufriendo en este preciso momento el vecino –cuyo nombre desconocemos–. La expresión deshumanizada de la agresividad se hace más fácil en la era de la ciencia y la técnica, como muestra el experimento clásico de Milgram o el posterior de Zimbardo, en los cuales la mayor atrocidad puede llevarse a cabo siempre que esté incluida en el protocolo y la exija alguien con bata blanca. Uno de los mayores riesgos ante la realidad que nos atenaza es el de la trivialización que procede del pensamiento «positivo» de algunos colegas, con el engañoso consejo de «sé tú mismo»:

A tenor de cómo muchas personas lo interpretan, parece que «ser uno mismo» está relacionado con hacer una reivindicación narcisista de apetencias o deseos (independientemente de que se haya trabajado o no para conseguirlo). Observen ustedes los anuncios que se emiten en los medios de comunicación, con eslóganes repetitivos hasta la náusea y que solo cambian en algunas palabras o matices: «Ahora tú puedes», «Sé tú», «Te lo mereces» o, en su versión megalomaníaca: «Te lo mereces todo», «Te lo has ganado» y, por supuesto, mi favorito: «Lógralo sin esfuerzo».

Era necesario, pues, que esta obra terminara con un Epílogo para pesimistas, en el que se intentara ver la luz al final del túnel y se discutiera qué es lo que podemos hacer para llegar a esa luz, pero sin desvirtuar una realidad ya de por sí trastornada y transformada en una realidad virtual.

Con los anteriores comentarios no pretendo haber resumido, en absoluto, un libro tan rico y complejo como el que nos ocupa, sino haber abierto el apetito del lector para enfrentarse a él con el interés que a mí me ha provocado.

CARLOS RODRÍGUEZ SUTIL

Introducción

Desde hace años, una serie de ideas han estado ocupando tiempo en mi mente. Ya en 2004 publiqué Tratado de la insoportabilidad, la envidia y otras «virtudes» humanas, un libro sobre cómo las emociones negativas como el odio, la envidia o la venganza generan auténticos dramas personales para quienes las sufren y para los que conviven y comparten el oficio de vivir. Sin embargo, quedaron muchos cabos sueltos que merece la pena tener en cuenta, los cuales se han convertido en cuestiones que muchos nos planteamos, preguntas que a menudo me ha costado responder: ¿existe una maldad humana?, ¿está esta relacionada con lo que los estudiosos de la mente hemos denominado psicopatología? y ¿está el trauma asociado a la maldad ocasionada por otros?

El asunto no es algo novedoso, ni mucho menos, y de hecho ha sido estudiado por variedad de disciplinas: Psicología, Psiquiatría, Criminología, Antropología, Filosofía, Sociología y Teología, entre otras. En esta última, la Teología, la maldad con frecuencia ha sido entendida desde el punto de vista de la moral religiosa, precisamente un instrumento de medida que las otras disciplinas han rehuido por entender que contiene matices peyorativos y, en algunos casos, extremadamente fanatizados. Para ello, a menudo los pensadores cercanos a la Psicología se han centrado en un concepto, en principio, menos cargado de ideología: la ética. Aunque esta también ha servido para ser parcial y partidaria.

Volviendo a la clínica de la Psicología y la Psiquiatría, encontramos en la psicopatología la «línea roja» perfecta desde la cual podríamos categorizar a los «buenos» y a los «malos», por un lado, y a los «malos» y a los «enfermos», por otro. El problema es que precisamente es la experiencia del clínico lo que hace que esta clasificación sea poco menos que una quimera. Cuantos más casos analizamos, más claramente observamos que nuestros pacientes han sido traumatizados (o que traumatizan) tanto por personas que se pueden denominar psicópatas como por otras donde más bien se observa negligencia o ignorancia.

El psicólogo social Philip Zimbardo habla del efecto Lucifer, un fenómeno que pone en jaque las clasificaciones tradicionales de buenos y malos, puesto que básicamente demuestra que gente a priori normal y sana puede cometer auténticas atrocidades dependiendo de las circunstancias. Si a esto le sumamos la importancia de la motivación inconsciente que el psicoanálisis siempre ha estudiado, la ecuación de la maldad se empieza a complicar exponencialmente.

Y todo esto tiene su contrapartida. Los psicoterapeutas solemos ver en nuestras consultas a personas muy traumatizadas, pacientes que han sufrido abusos de todo tipo: sexuales, psicológicos, físicos, etc. Personas que, en definitiva, han sido maltratadas y manipuladas por diversos personajes que han funcionado como antagonistas en su vida: parejas que en principio estaban a su disposición para cuidarlos pero que, no obstante, han malogrado sus vidas; padres o hermanos que han dañado gravemente sus capacidades desde un estado de terrorismo psicológico haciéndolos débiles, inhibidos e inmaduros.

Mientras escribo esta pequeña introducción tengo muchas preguntas en mente, quizá demasiadas. Aun así, creo que valdrá la pena iniciar este camino para que otros, como el mismo lector, se aproximen más que yo para contestarlas.

¿En qué dirección van el trauma y la maldad? ¿Toda la gente que tiene maldad ha sido traumatizada? ¿Toda la gente traumatizada ha sido objeto de maltrato por alguien a quien podríamos definir como malo? ¿Qué es la experiencia traumática y bajo qué mecanismos mentales puede convertirse en algo de lo que nunca nos recuperaremos? ¿Reside la solución ante la maldad y lo traumático en una actitud «positiva», que nos anestesie del dolor ilusoriamente, ante el mundo y el otro, o es mejor tomar una postura cínica y pesimista acerca de lo que nos aguarda? ¿Podemos calificar como malos solo a los psicópatas y seguir pensando que ello se debe simplemente a un problema genético? ¿Cuál es el papel de la cultura y la sociedad en la constitución de una identidad sólida o en su desintegración?

Desde antes de escribir el resto de las líneas que compondrán este libro sé con certeza que solo podré dar explicaciones parciales a todas estas y a otras preguntas que irán surgiendo. Con todo, creo que la empresa merece la pena y que llegaremos a trazar mapas en los cuales sepamos mejor dónde están las fronteras entre el trauma, la maldad y los desajustes de la personalidad.

Para finalizar esta introducción, he de advertir al lector que este libro no va sobre «buenos» y «malos», sino que trata de cómo, intencionadamente o no, el resultado de la interacción tiene en ocasiones consecuencias de alto impacto para la salud mental. No es un libro para afinar la suspicacia, sino para comprendernos de una manera más completa y menos sesgada.

L. RAIMUNDO GUERRA CID

Toronto (Canadá)

I. Lo que traumatiza

[El desajuste de personalidad] se produce y se conduce siempre en función de lo otro y del otro, una alteridad se le enfrenta cada vez y cada vez le condiciona con el riesgo consiguiente de impedirle ser lo que es, lo que tiene que estar siendo, y lo que tienen que llegar a ser.

LUIS CENCILLO, 1973

1. Cuestiones básicas para comprender el fenómeno traumático

Uno de los ejes centrales de este libro lo constituye el fenómeno del trauma, uno de los conceptos sin duda más difíciles de explicar de la mente humana. Por ello, para entender en qué consiste debemos comprenderlo desde perspectivas y teorizaciones diversas. Esto se debe a que no hay una forma ideal y absolutamente eficaz de definirlo ni, por supuesto, de aproximarse a su comprensión.

Para comprender el trauma, y como primera premisa, no hay que tener una idea preconcebida acerca de qué puede desencadenarlo, y mucho menos un recetario de sus posibles consecuencias. El hecho de tener un modelo estático acerca de «en qué consiste lo traumático» genera, normalmente, una automática incomprensión de lo sucedido a la persona y de cómo le ha afectado. Este es un riesgo que puede darse hasta en el caso de los profesionales de salud mental, si estos adoptan sistemáticamente modelos meramente descriptivos y estadísticos. Esta posición hace que se tenga una comprensión parcial del caso, lo cual puede llevar a equívoco en cuanto a las conexiones habidas entre sus traumas, conductas, afectos y dinámicas. Precisamente por esta razón, en este libro no abordaremos el trauma desde clasificaciones descriptivas donde ha de haber un número determinado de síntomas o una duración específica –sirva como ejemplo lo que ocurre en la entidad omnipresente denominada trastorno por estrés postraumático–. Nos decantamos por una visión más amplia y estructural, pues, como hemos explicado en otros trabajos, el síntoma es polietiológico –puede tener diferentes orígenes– y polifuncional –puede servir a diferentes propósitos– (Guerra Cid, 2011, 2013).

Por tanto, para comprender lo dañino que nos ha ocurrido y marcado, así como lo que ha influido negativamente a los otros, debemos tener una actitud abierta e investigadora. Cuando algo se desconoce y nos afecta de lleno, lo mejor es investigar para saber qué está ocurriendo, y ello se puede hacer sobre todo a través de psicoterapia y del estudio personal. Sin esta base de complejidad en el trauma, seremos incapaces de comprender nuestro sufrimiento.

La segunda premisa para comprender el trauma radica en tener en cuenta tanto lo que le ocurrió a la persona como la respuesta, a distintos niveles de comunicación afectivos y contenedores, que el entorno (surrounding) tuvo ante el acontecimiento traumático. Esta perspectiva, que se denomina intersubjetiva, alude a que hemos de tener presente:

El hecho de que no todo el mundo vive como traumáticos los mismos acontecimientos. Un mismo episodio se vive de manera distinta por cada individuo, puesto que el impacto que crea en nosotros lo traumático depende de factores múltiples como la estructura y fortaleza de la identidad (self),1 el simbolismo y la interpretación de lo traumático para esa persona, etc. En el último epígrafe del capítulo vi explicaremos detenidamente estos y otros factores.La relevancia del contexto en el cual se produce el trauma, así como la respuesta de las personas allegadas a quien lo ha sufrido.

En cuanto al primer aspecto, es obvio que dada nuestra personalidad y la atmósfera en que nos hemos criado nuestra forma de traumatizarnos es diferente. Por ejemplo, hay personas que se toman como un mal trago las novatadas o bromas pesadas en el colegio, pero pueden convivir y sobre todo sobrevivir a ellas. En cambio, para otras resulta un acontecimiento del que no se recuperan jamás, o bien solo lo hacen después de un pedregoso camino de trabajo personal.

Del mismo modo, no es lo mismo que nos ocurra un trauma personal que uno que sea más genérico, como serían las catástrofes naturales. Mientras que en los traumas individuales nos cuesta, por regla general, hablar de ellos, en las catástrofes no ocurre lo mismo, y las personas que las han sufrido se muestran mucho más dispuestas a compartir esas experiencias y a pedir ayuda, en comparación con los otros casos (Siegel, 1999). En mi opinión, de las muchas variables existentes para que esto suceda, una de ellas es la ausencia o la presencia de vergüenza en el hecho traumático. Esto es así porque la vergüenza es un «termostato» indicativo de hasta qué grado se está vulnerando nuestra intimidad y nuestras escenas más temidas.

En cuanto al segundo asunto del que hablaba, la respuesta del entorno, esta es definitiva para la elaboración de la secuencia traumática o incluso para su empeoramiento. Los teóricos intersubjetivistas hablan constantemente de la influencia del entorno en los acontecimientos de sufrimiento humano. Desgraciadamente, los clínicos tenemos experiencias continuas en estas lides. Por ejemplo, en los casos de abuso sexual puede tener peores consecuencias la reacción de los padres de la víctima (y de otros elementos centrales de su estructura de acogida) ante esta que el hecho en sí.

No en pocos casos se observa que el individuo está traumatizado no solo por lo que ocurrió, sino también porque su entorno lo tachó de mentiroso o confabulador cuando se atrevió a contarlo (Guerra Cid, 2006). La experiencia que especialmente un niño puede tener ante esto es confusa, pues le hace dudar de su propia experiencia, generándole desrealización y despersonalización. El fuerte impacto que las figuras de apego pueden tener sobre el niño ante la negación de un hecho traumático que le ha ocurrido puede o bien hacerle creer que en realidad no pasó o, más probable aún, llevarlo a disociar la experiencia traumática dejándola relegada en la memoria, aunque esta seguirá «funcionando» en la mente. A dicha circunstancia, los llamados psicoanalistas intersubjetivistas2 la han denominado el inconsciente invalidado (Orange, Atwood y Stolorow, 1997: 39).

En todas estas situaciones participa un mecanismo denominado disociación, que normalmente aparece funcionando como defensa psicológica. La disociación se produce como respuesta a toda la amalgama de situaciones, sentimientos y emociones de signo negativo (miedo, asco, engaño, vergüenza, etc.) que quedan relegados al plano más inconsciente del individuo, pero que siguen generando síntomas psicológicos, como fobias y ansiedad. Esta secuencia puede acompañar al individuo el resto de su vida si no elabora lo sucedido en un contexto de seguridad para él.

2. Los orígenes del estudio del trauma

El trauma psicológico ha sido estudiado tradicionalmente por el psicoanálisis a raíz del esfuerzo y los descubrimientos que Sigmund Freud efectuó cuando era un joven neurólogo, prestando una herencia de conocimiento en la que numerosos psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas han participado desarrollando nuevas perspectivas. La discusión de sus teorías ha llevado a que tengamos cada vez mejores recursos teóricos, técnicos y prácticos para tratar de abordar y paliar el sufrimiento psíquico producido por los traumas vividos.

Este primer Freud trataba en París con jóvenes mujeres aquejadas de una patología denominada histeria (1895). Los síntomas eran difusos, pero destacaba sobre todo el hecho de que tenían determinadas partes del cuerpo o algunas funciones atrofiadas, aunque no hubiera causa biológica para ello (mecanismo que denominó conversión). Estas pacientes tenían, entre otros síntomas, parálisis de piernas o una debilidad extrema y un cansancio generalizado que no podían ser explicados por la Medicina a través de la búsqueda de algún agente biológico que lo desencadenara. La causa era, como Freud averiguaría bien temprano, psicológica.

El creador del psicoanálisis observó que los traumas, dependiendo de su intensidad, rebasaban la capacidad de ser elaborados por sus pacientes, dado que sería algo que la mente no podría gestionar, lo cual generaba un conflicto psíquico que impedía la integración de la experiencia vivida en su personalidad. Y a lo largo de toda la historia de la psicoterapia hemos observado cómo esa falta de integración de las experiencias que vivimos genera desajustes psicológicos diversos que provocan daños y variaciones en la identidad, el comportamiento y en todo el mundo interno del individuo: pensamiento, reflexión, mentalización3 y fantasía.

Esta teoría base de Freud es la que posteriormente retomaría su alumno Sandor Ferenczi, con una gran dosis de humanismo que aportaría las primeras semillas para la visión que el psicoanálisis relacional o el intersubjetivista actual tienen con relación al trauma.

La mayor controversia de la teoría de Freud la encontramos en su segunda etapa, tal y como piensan académicos y entendidos del psicoanálisis (Herman 1997; Gabbard, 2002; Coderch, 2007). Muy criticado por sus teorías, Freud se inclinó hacia un modelo más médico y «científico». Fruto de esta circunstancia y de sus nuevas observaciones, dejó su teoría del trauma inicial en un segundo plano y se centró en crear ese modelo médico, biológico y universal que resultaba más cientificista. Para ello, por un lado, propuso un método con protocolos estrictos para tratar los conflictos psicológicos (la cura-tipo psicoanalítica) y, por otro, buscó una causa universal y ligada a lo biológico (pulsiones, complejo de Edipo, tópicas, etc.) que explicase tanto el funcionamiento psíquico normal como el patológico.

El problema de esta nueva teorización fue que todo lo que se hallaba implícito o explícito en su primera teoría dejó de ser tan importante. Así perdimos los clínicos la oportunidad durante mucho tiempo de incluir factores fundamentales en el tratamiento del trauma como las relaciones interpersonales, el tipo de cariño y atención dispensado en la infancia con sus déficits, superávits y defectos, y la cultura o la estructura familiar, por citar solo algunos. Este segundo Freud abrió un camino hacia lo que era el mundo psíquico interno, pero suavizó la importancia nuclear que tiene la interacción.

Y estas son las temáticas que las psicoterapias psicoanalíticas contemporáneas están teniendo en consideración, puesto que a través de la experiencia clínica y la investigación (en infancia, neurociencia, teorías de sistemas, etc.) parecen clarificar que el camino más resolutivo a la hora de tratar el trauma está en nuevas interacciones reparadoras y emocionalmente correctoras.

3. El trauma se genera en la relación (y se restaura en la relación)

Potencialmente todos podemos traumatizar, en ocasiones sin ser siquiera conscientes de ello. Mas ninguno escapamos a las experiencias traumáticas, y en mi opinión esto se debe a que siempre hay experiencias (sobre todo en la primera y la segunda infancia) que van a desbordar nuestra capacidad de entendimiento y de elaboración de lo sucedido.

Para el psicoanalista español Luis Cencillo (1973, 1977) es precisamente la carencia de filtros para comprender la realidad lo que hace tan vulnerables a los niños. En su conceptualización del ser humano señaló que todos venimos desfondados radicalmente, es decir, que estamos limitados y no programados para gestionar, sobre todo, nuestras emociones y sentimientos complejos. Como señalaba, no venimos al mundo dotados de unos filtros que hagan que comprendamos mejor las realidades en las que participamos, por lo que vamos aprendiendo y sirviéndonos de automatismos en la forma de relacionarnos (lo que se denomina conocimiento relacional implícito).

Desde esta perspectiva, es lógico pensar que por ideal que pueda ser nuestra infancia nunca tendremos los filtros y el sostén suficientes para salir indemnes de todas las situaciones. Al contrario, estamos constantemente expuestos a situaciones, contextos e interacciones que pueden desembocar en episodios traumáticos y en síntomas psicológicos de diversa índole: miedo, ansiedad, incapacidad de introspección o de interacción con los demás, etc. Esta circunstancia es tan potente que situaciones que pueden ser o parecer nimias ocasionan consecuencias que incapacitan al sujeto (dicho razonamiento, basado en las teorías de sistemas dinámicos no lineales, será explicado posteriormente).