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Santa Teresa afirmaba, con la fuerza de una experiencia vivida: "Quien a Dios tiene, nada le falta". Estar con Dios es inaugurar cada jornada una vida más plena y feliz. En este libro, mediante breves meditaciones fruto de su experiencia de más de cincuenta años de sacerdocio, Francisco Faus nos enseña cómo alcanzar la unión con Dios en el día a día. El lector encontrará consejos prácticos sobre el modo de vivir la fe y la piedad cristiana, y descubrirá el enorme atractivo de un camino de vida espiritual accesible a todos.
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Veröffentlichungsjahr: 2013
Cubierta
Portadilla
Índice
Introducción
I. LA ORACIÓN
1.Dios siempre nos habla
2. La oración mental
3. La meditación
II. LAS CONDICIONES DE LA ORACIÓN
4. El recogimiento
5. La sinceridad
6. Aborrecer lo que ofende a Dios
7. La mortificación
III. LA ORACIÓN VOCAL
8. La oración vocal
9. ¿Por qué pedir?
10. ¿Qué debemos pedir?
IV. EL EVANGELIO
11. La Lectio Divina
12. Los primeros pasos
13. Los segundos pasos
14. El tercer paso
V. EL EXAMEN Y LA LECTURA
15. El examen de conciencia
16. La lectura espiritual
VI. LA PRESENCIA DE DIOS
17. Bajo el sol de Dios
18. ¿Cómo conseguirla?
19. Las jaculatorias
VII. EL SANTO ROSARIO
20. Algunas aclaraciones
21. Un sentido profundo
22. Diálogo con Nuestra Señora
VIII. LA SANTA MISA
23. Cómo prepararse
24. ¿Cómo participar?
25. Las oraciones del corazón
26. El Cielo sobre la tierra
27. La acción de gracias
28. La devoción al Santísimo Sacramento
IX. LA CONFESIÓN
29. «He venido para que tengan vida»
30. «Tus pecados son perdonados»
31. «Mi paz os doy»
X. CONSEJOS FINALES
32. La dirección espiritual
33. La irradiación de la vida interior
34. Una garantía importante
Créditos
Es corriente aún en algunos países que las personas, al despedirse, digan, siguiendo viejas tradiciones: «Vaya con Dios» o «Quede con Dios». Es lo mejor que se puede desear, porque «estar con Dios» significa estar con la fuente de todo bien y de toda felicidad, estar con el Amor sin fin. Dios es amor — dice San Juan—, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4,16). Por esto, santa Teresa de Jesús podía afirmar, con la fuerza de una experiencia vivida: «Quien a Dios tiene, nada le falta».
Este libro se ha escrito con la esperanza de ayudar al lector a estar con Dios, a estar habitualmente con Dios, realizando así el deseo de Jesús: Permaneced en mi amor (Jn 15,9).
No se trata de una colección de consideraciones teóricas —aunque tengan siempre presente la doctrina católica— sino de experiencias, de sugerencias concretas para ir alcanzando la vida interior (tan necesaria para todos nosotros, excesivamente apegados a las cosas exteriores), a fin de que teniendo a Dios en lo más íntimo de nuestra alma, podamos ser portadores de Dios, otros Cristos —así se llamaban los primeros cristianos—, y llevar la luz, el calor y la paz de Dios a nuestro prójimo y a la sociedad en la que vivimos.
Estos consejos prácticos se inspiran en la gran tradición espiritual de la Iglesia, y especialmente en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá. Él nos mostró caminos de vida interior y de santidad de vida al alcance de los fieles cristianos corrientes, que viven y trabajan en medio del mundo y a los cuales se dirige principalmente este libro.
Vamos a empezar nuestras reflexiones sobre la vida interior dedicando algunas meditaciones a la oración, que es la respiración del alma, el latir del corazón cristiano, una necesidad vital para los hijos de Dios.
Recordemos, en primer lugar, que hacer oración es hablar con Dios. La Biblia dice que Dios y Moisés conversaban como un hombre habla con su amigo (Ex 33,11). Jesús, que es Dios hecho hombre, conversaba con los apóstoles, con Marta y María..., y los llamó «amigos» (Jn 15,15).
Los verdaderos amigos (que no son muchos) hablan con confianza, con el alma abierta. Saben escucharse mutuamente, se cuentan lo que llevan en el corazón, se abren con sinceridad total. Así deber ser nuestra oración, o sea, nuestra conversación con Dios.
Es posible que me digas: «Yo ya hablo, le digo cosas a Dios; mejor o peor, pero se las digo. Hablo —en voz alta o mentalmente— siempre que rezo: Padre nuestro; Jesús, te amo, etc. No digo que sea fácil rezar de verdad, pero lo que no sé realmente es cómo puedo oír a Dios. ¿En qué consiste oír a Dios?»
Buena pregunta y, además, muy importante. Porque la oración debe ser diálogo y no monólogo. De hecho, yo no charlo con Dios si sólo hablo yo, si me escucho solamente a mí mismo.
Sobre la manera de oír a Dios, sobre las condiciones del corazón para oír a Dios, sobre la forma de estar seguros de que le escuchamos a Él y no a nosotros mismos, se pueden decir muchas cosas interesantes, cosas que procuraremos comentar en otras páginas de este libro. Pero desde ahora vale la pena adelantar ya algunas pistas:
Primero: solo oye el que quiere oír, o sea, que la primera condición es desear que Dios nos hable al corazón; no hay peor sordo que el que no quiere oír.
En segundo lugar, no se trata de pedir milagros: no podemos pretender que Dios aparezca y nos hable al oído con palabras sonoras. Dios, como dice el profeta Oseas, habla al corazón (Os 2,14).
Pero, aún sin sonido de palabras, Dios, que siempre nos ve, nos oye y nos ama, tiene muchos modos de hablarnos al corazón. Recordaremos ahora solo algunos, teniendo en consideración que todos ellos sirvieron a muchos santos para oír cosas decisivas para su vida que Dios les comunicaba.
Como se lee en la Carta a los Hebreos, Dios que, a lo largo de la historia, en diversos momentos y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos días (que van desde que Cristo nació, hasta que el mundo acabe) nos ha hablado por medio de su Hijo, Jesús (cfr. Hb 1,1-2). ¿Y dónde oiremos lo que Jesús nos dice a ti y a mí?
Fundamentalmente, en las páginas de los cuatro Evangelios. Léelos despacio, lee un poco todos los días, lee con toda atención, y piensa: es una carta íntima, confidencial, que Dios ha escrito para mí; siempre me dirá algo personal.
Dios nos dice también muchas cosas mediante buenos libros espirituales, cristianos. Sugiero, por ejemplo, comenzar a leer, sin prisa el libro Camino, de san Josemaría Escrivá de Balaguer u otro libro de espiritualidad cristiana.
También nos habla Dios, y de manera muy especial, por medio de inspiraciones del Espíritu Santo: buenos pensamientos que nos sugiere, buenos sentimientos, luces espirituales que de repente nos muestran soluciones para determinados problemas, o señales de alerta interiores —como semáforos rojos que se encienden— indicando caminos equivocados, o llamadas para servir a los demás y asumir tareas de apostolado. Son inspiraciones que captamos claramente y que, para que sean auténticas, deben tener cuatro características:
— que no sean contrarias a la santa Ley de Dios;
— que siempre nos impulsen a amar más a Dios y a los demás;
— que nos ayuden a cumplir con amor nuestros deberes;
— que dejen el alma llena de paz.
Finalmente, Dios se sirve para hablarnos de los consejos de personas buenas, de cristianos bien formados, que tienen doctrina y trato íntimo con Dios. Allí en el fondo del alma nos damos cuenta de cuándo esos consejos están «en la línea de Dios» y no en la línea egoísta de lo que «nos gustaría oír». Especial atención merecen los consejos del director espiritual, si lo tenemos.
De momento nos quedaremos con estas reflexiones sencillas, que son solamente un esbozo de otras muchas que iremos haciendo más ampliamente en los próximos capítulos.
UNA CONVERSACIÓN CON DIOS
Casi todos los cristianos conscientes de su fe tienen la costumbre de hablar de algún modo con Dios, de hacer oración.
Unas veces utilizamos oraciones ya existentes, como los Salmos, el Rosario, las oraciones e himnos litúrgicos, otros poemas y cánticos religiosos: esa es la oración vocal. Otras, hablamos con Dios en silencio, solo con nuestros pensamientos y con los sentimientos del corazón, sin ninguna fórmula fija: es la oración mental. Ahora vamos a reflexionar un poco sobre ella.
Pienso que a todos nos gustaría tener con frecuencia un diálogo espontáneo con Dios, en el que le hablásemos de nuestra vida, de nuestros trabajos, de nuestras ilusiones, de los deseos de servir; o sobre nuestros problemas, dudas e indecisiones... Pero la verdad es que no siempre lo conseguimos. Puede ser incluso que hayamos desistido de intentarlo, porque pensamos que «no es para mí».
Hoy me gustaría decirte que vale la pena hacer un esfuerzo. Porque la oración mental, cuando aprendemos a hacerla (lo que puede costar un poco de tiempo, no mucho) es una fuente maravillosa de paz, de luz, de perspectivas, de alegrías. ¡Inténtalo! Tal vez te ayuden algunas ideas que desearía sugerirte:
Primero, necesitamos una hora y lugar definidos. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: «La elección del tiempo y de la duración de la oración... depende de una voluntad decidida... No se hace oración cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con la firme decisión de no dejarlo y volverlo a tomar» (n. 2710).
Jesús dijo: Entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará (Mt 6,6). El lugar puede ser tu habitación, una iglesia o una capilla tranquila, un jardín, o una montaña durante una excursión...; lo que importa es que puedas estar solo y tranquilo para concentrarte (no la hagas tendido en la cama, porque te puedes dormir). Y la duración, en los comienzos, puede ser, por ejemplo, de unos diez minutos diarios; después, muchas veces, será conveniente aumentarla.
No te olvides, sin embargo, de que una oración mental íntima, de «línea directa» con Dios, puede brotar en cualquier momento y en cualquier lugar. Aprovecha todas las inspiraciones del Espíritu Santo.
Sigamos tratando de la oración habitual, en una hora y lugar determinados.
¿CÓMO HABLAR CON DIOS?
Antes de hablar, empieza por pensar en tu interlocutor, en Dios. Haz un acto de fe en su presencia. Por ejemplo: «Creo firmemente que estas aquí, que me ves, que me oyes», »Señor, ¡que te vea con los ojos de la fe!».
Comienza el dialogo con sencillez. Dile mentalmente, por ejemplo: «Señor, ayúdame a hablar contigo», o «Jesús, no sé qué decir», o «Dios mío, discúlpame, pero hoy voy a empezar pidiendo una cosa que deseo mucho». Si no se te ocurre nada, haz como aquel hombre, distribuidor de leche a domicilio — al que conoció san Josemaría —, que abría la puerta de la iglesia y decía solamente: «Jesús, aquí está Juan, el lechero».
«Las palabras en la oración —dice el Catecismo de la Iglesia Católica— no son discursos, sino ramillas que alimentan el fuego del amor» (n. 2717).
Piensa algunas veces en un asunto concreto, para hablar de él con sencillez, por ejemplo, preguntando a Jesús: «Señor, por qué me irrito siempre con Fulano?» Pídele luz e intenta ser sincero en su presencia: «¿No sucederá que soy un orgulloso, y por eso no sé comprender a esa persona?».
Lleva siempre los Evangelios (hay ediciones de bolsillo), y un libro de oraciones o de reflexiones espirituales. Cuando te encuentres seco, sin saber qué decir, ábrelos y lee un poco. Esa lectura breve podrá ser la «pista de despegue» de la oración mental, y a veces te llevará a transformar la oración mental en una meditación más reflexiva.
Algunos van a necesitar más pista —leer más—, otros menos. Lo importante es que, cuando una idea de la lectura nos «toque», hagamos el esfuerzo de reflexionar un poco e intentar descubrir alguna aplicación práctica de lo que leímos: «Esto es lo que yo tendría que hacer». Si te sucede eso, pide fuerzas a Dios para mejorar en aquel punto concreto, y agradécele las luces que ha encendido en ti.
Un ejemplo de texto brevísimo, que podría ser la «pista de despegue» de una buena oración mental, es el punto n. 814 de Camino: «Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!». Habla sobre eso con Dios. Dile: «Señor, cuántos actos pequeños —como una sonrisa, un detalle de orden material, una pequeña ayuda en el trabajo— podría haber hecho hoy con amor, y no los hice. Ayúdame a darme cuenta de esas cosas y a ponerlas en práctica».
Pídeselo a Dios y proponte alguno de esos actos; por ejemplo, decir «hola» o «buenos días» de modo más cordial en casa, o en la escuela, o en el despacho. Eso solo ya sería un buen fruto de la oración mental.
¿QUÉ ES LA MEDITACIÓN?
Hablemos ahora un poco sobre la meditación, que es una forma de oración semejante y, al mismo tiempo, diferente de la oración mental, si bien ambas están tan relacionadas que se funden en muchos momentos en una sola.
Cuando el Catecismo de la Iglesia Católica habla de la oración mental (nuestro tema anterior) dice —citando a santa Teresa— que es «tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama», y la llama también «comunión de amor» (nn. 2709-2719). O sea, es sobre todo un diálogo íntimo y espontáneo.
A su vez, el mismo Catecismo, cuando habla de meditación, dice que «es sobre todo una búsqueda. El espíritu trata de comprender el por qué y el cómo de la vida cristiana, para adherirse y responder a lo que el Señor pide». Y añade: «Habitualmente, se hace con la ayuda de un libro» (n. 2705). «Meditar lo que se lee —prosigue— conduce a apropiárselo confrontándolo consigo mismo» (n.2706). La lectura es así un espejo en cuyo fondo, iluminado por Dios, una persona se contempla y se conoce a sí misma: de este modo percibe más claramente las faltas, los deberes, las rutas que debe seguir, las mejoras que se debe proponer, los ideales de vida fraterna y de apostolado que debe incorporar a su vida.
Todo esto es algo que muchas veces se hace también en la oración mental. Pero, aunque con frecuencia la oración mental y la meditación se funden en una misma cosa, no olvides que también hay oraciones mentales sin ninguna, o casi ninguna, meditación, como la de la persona que, delante del Sagrario, pasa el tiempo solamente mirándole con cariño y diciendo «Jesús, te adoro», «Jesús, te amo»...
Es importante entender cómo es posible que la meditación pueda vivirse en medio del trajín del día a día. Veamos algunas sugerencias.
PARA HACER UNA BUENA MEDITACIÓN
En primer lugar, un consejo práctico, que ya hemos mencionado, y en el que insistiremos a propósito de diversas prácticas espirituales: reserva cada día unos minutos para la meditación, en un lugar y con una duración fijos.
La meditación tiene, normalmente, como punto de partida un «libro». El Catecismo de la Iglesia Católica menciona tres tipos de libros:
— Libros impresos: un pasaje de la Biblia o de un libro espiritual escogido por nosotros o que nos fue aconsejado.
— El «libro de la naturaleza»: cuando delante del mar, de los montes y valles, de un jardín florido, del cielo estrellado, meditamos sobre la grandeza y la belleza del Dios Creador.
— El libro de mi vida: cómo soy yo, o qué pasa conmigo, por qué me siento vacío, por qué no consigo eso o aquello, cómo cumplo mis deberes, qué virtudes tengo y cuáles todavía me faltan, etc. (cfr. nn. 2705 y 2706).
Es necesario hacer el esfuerzo de reflexionar. No hay más remedio que vencer la pereza mental. Pero no debemos meditar penosamente, como el que estudia para un examen escolar, para un concurso o para preparar unas oposiciones. La oración siempre debe ser simple y cordial, sin perder de vista a Dios, que está cerca de nuestro corazón. Por esto, no es aconsejable emplear mucho tiempo en un texto difícil en el que encallamos, tratando de enfrentarnos con él «a fuerza de brazos» para ver si conseguimos entenderlo. Es mejor anotar el pasaje difícil, para consultar después con quién lo pueda aclarar.
Por el contrario, detengámonos en textos sugestivos, que nos faciliten una mejor visión de las cosas de Dios y de las cosas que Dios nos pide; que nos muestren el ejemplo de Jesús, de María, de algún santo; o que nos ayuden a examinar las cosas personales que deberíamos cambiar.
A veces basta leer, releer, detenerse y meditar una única frase, «como quien saborea un caramelo», a fin de que «el sabor» —o sea, una mejor comprensión de lo que nos dice— penetre en el alma.
Puede ayudarnos mucho tomar notas en un pequeño cuaderno, o en una agenda (de papel o electrónica): anotar frases que nos impresionaron, o ideas claras sobre asuntos concretos, o soluciones que ya podemos poner en práctica. Y siempre, en medio de esta reflexión, conviene que vayamos incluyendo —como pequeñas chispas del corazón— frases breves del tipo: «Jesús, haz que yo vea», «Señor, si quieres, puedes limpiarme»...
Como dice el Catecismo, «se pasa de los pensamientos a la realidad» (n. 2706), a la vida práctica, a conclusiones concretas que nos ayuden a cambiar y a mejorar.
No pienses nunca que la meditación es inútil. Si la cabeza está algún día cansada u obtusa, quédate leyendo o releyendo el mismo texto e intentando degustar lo poco que lees. El libro Camino dice, con toda la razón: «Persevera en la oración. —Persevera aunque tu labor parezca estéril. —La oración es siempre fecunda» (n. 101). Siempre podrás alcanzar alguno de los siguientes frutos:
— las resoluciones prácticas , que nos dan ánimos en la lucha para pensar mejor, trabajar mejor, tratar mejor a Dios y a los demás, etc.
— bastará otras veces —y ya será un buen fruto— que hayamos captado una «luz», y nos quedemos contentos con ello: «Ahora entiendo la maravilla de la Eucaristía; lo que significa ser humilde. Ahora comprendo que soy demasiado exaltado en las discusiones, y que esto en definitiva es orgullo» (cfr. Surco, n.263).
— en un día en el que no logremos concretar nada, será un buen fruto simplemente salir de la oración mejor dispuestos, con más paz en el alma, con una mayor sed de alabar a Dios y de alegrar a los demás.
Todos esos son resultados positivos. Pide a Dios, por intercesión de Nuestra Señora, que broten siempre de tu meditación.