Para que florezca la maravilla - Ana María Ugarte Bustamante - E-Book

Para que florezca la maravilla E-Book

Ana María Ugarte Bustamante

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Beschreibung

Olga es una mujer inmovilizada, atrapada por sus apegos, sus miedos, por el virus que anda allá afuera en las calles y por la muerte que la rodea como los olores del recuerdo. Olga no supera lo sucedido a su hija y reprocha a su familia que sigue con su vida. Esta es una historia del recuerdo y el olvido, de una madre, de una madre-huérfana. A través de la orfandad de Olga y su angustia por la pandemia, se asoma –como de reojo– la historia reciente del país.

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Para que florezca la maravillaAutora: Ana Ugarte Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: julio, 2022. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-3298 ISBN: Nº 9789563385724 eISBN: Nº 9789563385731

Quiero agradecer a Myriam Gallardo, Mónica Thumala, Doina Yeretzian, Maggie Maestri, Jorge Donoso, Mario Castillo, Juan Diego Garretón. A Angélica Gellona y Mariela Garabedian. Y de manera muy especial, a Marcia Villarroel. Gracias, Marcia. A todos ustedes, muchas gracias.

El tren, allá en un punto fijo del horizonte, pareceque se empeñara en rodar y rodar un rumor estéril.María Luisa Bombal A las madres huérfanas

Ahí sí que la jodemos, señora

8 de abril /2020

Tras tantos intentos fallidos de escribir, esbocé unas frases de tanteo, pero cometí el error de hablar de las definiciones, un tema abstracto que no toca ni de cerca a esta realidad donde aparecen los fantasmas en cualquier momento del día, porque has de saber, hija, que con lo que estamos viviendo, los miedos no son exclusivos de la noche, sino que pueden presentarse a plena luz del sol.

Vivir. Salvarse. Mortandad. Peste. No hablaré de pandemia porque la palabra huele a esos artificios que inventan los organismos internacionales y en donde los periodistas hacen su festín. Se me atropellan las ideas. Son tantas, que termino escribiendo sobre las tres dalias que asomaron el lunes pasado en el jardín. Son tres soles rojos que nos han hecho la felicidad a la Constanza, a Felipe, a Ricardo y a mí.

Hay un picaflor que baja a contemplarlas. Revolotea frente a ellas, aprobando alborotado. La buganvilla de más atrás se agacha como queriendo participar de la gala que arma el pajarito. Tal vez tú, Olivia, tú que ya conoces el lenguaje de los pájaros, podrías interrogar al picaflor para que opine sobre esa parte del jardín. Es más, puede que lo hayas hecho; por lo tanto, ya sabes de sus apreciaciones; y si es así, en cualquier momento me las vas a soplar y aparecerán en mi mente como pensamientos.

Me fui a las aves cuando estaba hablando de las flores, bueno, puede ser. No importa. La peste da para cambiar el tema, para perder el hilo y ya que empecé diciendo que las definiciones no dan cuenta como antes de las cosas, irse de las flores a los pájaros es una variación mínima.

Picaflores. Aquellas criaturas que abundan en Corhue, ahora lo hacen en este jardín.

–Qué raro, tantos picaflores en Santiago y en este tiempo –comentó Ricardo mientras se fumaba el segundo cigarro de la mañana.

Pero no es extraño, los animales están presentando comportamientos desacostumbrados, han encontrado dos pumas en La Reina y uno en Ñuñoa. El guardia de la calle asegura haber visto un águila por los alrededores de la plaza y, desde hace una semana, se están parando unos pájaros negros en el canelo. Son más oscuros que los tordos. Se quedan en el arbusto cuando cae la tarde y si sales al patio, no se mueven.

El ejercicio obligado del día es caminar en círculos, doy vueltas realizando ochos hasta el infinito ya que trato de no salir de la casa. La gente no se atreve a sacar la basura. Miedo. Terror en las calles. Una persona a menos de tres metros es un pájaro de mal agüero. Por poner un ejemplo: hoy salí a buscar los documentos que tenía en la guantera del auto y pasó un ciclista. Estuve encerrada en el Toyota durante más de media hora. Transpiraba. Me atrincheré hasta que el posible vector de contagio estuviera bien lejos, y las partículas de ese aliento hubieran caído al suelo.

En cambio, caminar en el pasto me llena de calma y de un cierto júbilo. Rezas, piensas, haces ochos. Avanzo armando ochos más chicos, más largos, angostos mientras escucho el comunicado de prensa del Ministerio de Salud al mediodía. Tu papá y yo atendemos al recuento de los nuevos contagios, de los recuperados y los fallecidos. La voz del ministro repite que se esperaba el espanto para esta semana y no ha sido así. Las cifras suben lentamente. Por ahora parece haber control sobre el bicho cuyo aspecto es semejante al de los frutos del liquidámbar.

Es poco lo que he avanzado en la corrección de un primer control hecho a mis alumnos por zoom, casi nada de concentración, demasiado aseo, además de los viajes a tu taller. Siento pánico de salir a la calle, excepto cuando voy a Seminario. Miedo. No puedes bloquear ese sentimiento que cambia el sentido de las cosas, una manzana ya no es una fruta saludable, sino que puede ser un foco, por lo tanto, hay que lavarla con cloro.

Casi todo es espanto y muerte en esta ciudad. Pero por fortuna tenemos este jardín donde uno se guarece del miedo. Se te olvida por un momento. ¿Cuánto? No se sabe. Es curioso cómo transcurren las horas, los minutos, es como si el tiempo hibernara. ¿Qué va a pasar? Se habla de cincuenta mil contagios diarios en Chile. Europa está ocultando información, allá no dan abasto y los enfermos se mueren en las calles. ¿Cuántos muertos va a dejar esta peste? ¿Quiénes?

Luis vino ayer y nos comunicamos por teléfono, parecía un chiste: uno parado frente al otro con el ventanal de por medio.

–Luis, baja un poco el canelo –le dije con el vidrio trasparente como escudo.

–Podar el canelo… ¿Usted está segura?

–Sí. Por favor.

–¿Sabe? Yo no me atrevo a hacer eso –se negó–. Le creo que vayamos dándole forma cuando se desordena. ¿Pero deshacerse de un canelo…?

Me quedé callada.

–De chico yo vivía en Parral y empezando los inviernos, nos mandaban a podar arbustos hasta que nos quedábamos dormidos de puro cansados, pero nunca tocábamos ni los litres ni los canelos. Los litres para no apestarnos y el canelo porque es sagrado.

–Si es un arbusto nomás. –objeté. Luis frunció el ceño, sus dos ojos como focos–. Luis, al arbusto todavía le falta para convertirse en árbol.

–Cortar un canelo…

–Se trata de podarlo un poco, eso, nada más.

–Los canelos no se tocan.

–En el árbol se paran unos pájaros negros, Luis.

–Pero cortar un canelo… Ahí sí que la jodemos, señora.

Hay tanta confusión, Olivia,y debo escribirte

9 de abril

Hay tanta confusión, Olivia, y debo escribirte. Debo escribir porque no sé si el próximo año voy a estar. No me angustia la muerte, pero rueda una y otra vez la imagen de ir entrando a un recinto asistencial, en el hospital vas a entregar el brazo mientras miras la cara del que te va a sedar y así poder despedirte de alguien. Estoy segura de que si me contagio voy a necesitar asistencia médica y yo no me iría a una urgencia. Moriría acá, en esta casa y no sé qué sería de ti.

Estoy cansada, hija, me despierto a las cuatro de la madrugada. En el desvelo, imagino que voy saliendo con Felipe, me veo hablando de lejos con Ricardo, con la Conti; intentando buscar las palabras que les van a quedar en la memoria para siempre. No es que morir me importe, de eso ya hemos hablado las dos, así que no voy a insistir en lo que está prohibido, pero quiero que sepas que no es demasiada la aflicción que tendría ante la definición mayor de este bicho que, claro es la muerte.

Me pican los ojos como diablo y se sabe que el virus puede entrar a través de la conjuntiva. Es una de sus vías. Fue un error haberle contado a Ricardo lo de la picazón porque reaccionó diciendo que mi problema es la cabeza, que imagino conjuntivitis, resfriados, dolores donde no existen. Puede ser. Todo puede ser.

Tras escucharlo, salí de su escritorio y me detuve delante de tus acrílicos que cuelgan en el pasillo y que iluminan nuestra casa más que el sol. En esos cuadros siempre se ve un detalle diferente, unas pinceladas más gruesas, el fondo tan gris que contrasta con la acuarela del almendral que cuelga a la subida de la escalera. Le dedicaste mucho tiempo de trabajo al campo, cantidades de pinturas de Corhue. Hay varios dibujos de las vigas que trajimos para asegurar el techo, de la gran puerta de madera que compramos en un remate y del jazmín de la galería. Encontré decenas de bocetos de esa casa debajo de tu mesón de trabajo. Ricardo se va a encargar en algún momento ya que sigue llevando tus pinturas a enmarcar, se las entrega al maestro que tú conociste, ese que tiene un taller cerca de sus bodegas en Lo Espejo.

Me habría gustado arrendar para siempre tu taller en Seminario, pero los dos arquitectos que ocupan la mayor parte de la planta decidieron entregar sus oficinas cuando empezó la peste. El contrato vence en agosto así que los martes o cada vez que se puede me arranco para allá.

En estos días he estado ordenando las tareas que hiciste en los cursos de color, pero después olvido traer las carpetas a la casa para así ir despejando el taller. Debo confesar que estoy con problemas de memoria; por poner un ejemplo: el martes pasado, mientras limpiaba la cocina para salir a Seminario, al abrir el refrigerador, me encontré con una lluvia de sangre seca que había ido a parar a la leche nevada. La culpable era yo que había puesto al revés un frasco de salsa de tomate. Al ver las manchas rojas, sentí una puntada de miedo. Debo haber abierto aquella tapa antes de ponerlas boca abajo. ¿Cómo podía ser tanto el olvido?

Una vez que salgamos de esta plaga voy a tener que consultar con un neurólogo. Vergüenza siento al confesar una compra realizada por internet. Encargué tres veces un pack de seis tapones; por lo que ahora dispongo de dieciocho unidades negras de tamaño universal; es decir, adaptables a cualquier desagüe. Tres tapones se emplearán en Seminario y no sé qué hacer con los quince restantes.

La falta de memoria puede que sea a causa de tanto Clonazepam para paliar el insomnio. Debiera retomar el Lexapro que dejé hace un año ya que es menos dañino que el tan trompeteado Clonazepam. Volvería al Lexapro si no fuera porque con esas píldoras doy vueltas en banda, como desconectada de mí misma; un satélite hueco que solo sabe de su girar y eso impide que vaya escribiendo en la pantalla del computador. “¿Cómo has estado?”, es la pregunta que te suelen hacer las personas por teléfono en estos días y a lo que no sabes cómo responder. Porque, ¿qué se puede decir de la realidad, o de ti misma, cuando lo único que varía entre un día y el otro es la cifra de muertos?

***

Desde que nos encerraron en marzo, el día lo distribuyo de otra manera: a primera hora de la mañana, limpio con cloro los pomos de las puertas. A pesar de que nunca me ha gustado el aseo, ahora, entre más limpias, mayor es el efluvio de paz que te invade y no te mentiría si te dijera que el cloro es como oler a jacinto.

Se lo comenté a Felipe que a veces me ayuda y tu hermano me sugirió que mejor pensara en otras cosas.

–¿De qué estás haciendo clases este semestre, mamá? –preguntó como para dar un primer ejemplo de lo que me acababa de aconsejar.

–De la María Luisa Bombal.

–Buena… Yo leí El árbol cuando estaba en el colegio.

–¿Y La amortajada?

–Ahí leí un resumen nomás.

–¿Un resumen en el Rincón del Vago?

–Mmm…, de otro sitio, pero filo. ¿Y bien tu curso, vieja?

–Por lo menos a mis alumnos les interesa la confusión entre lo onírico y lo real.

–El árbol yo lo encontré bacán.

–El verdor de ese árbol se te va a quedar en la memoria para siempre, Felipe. Acuérdate de mí más adelante.

–¿Ese es su mejor cuento?

–No sabría cómo contestar a tu pregunta. A mí el cuento que más me gusta de ella es Las islas nuevas.

–Ah, buena, ese no lo he leído.

–Ahí hay un personaje muy bien hecho, Yolanda. Yolanda se paraliza en el tiempo y en el espacio. Yolanda es… es. ¿Qué te puedo decir? Yolanda es un personaje excepcional.

–¿Tienes La peste? –preguntó, para después salir a contestar un llamado de teléfono.

Todos quieren leer La peste. Deseos siento de cambiar el programa, hacer que los alumnos lean a Defoe, a Bocaccio y a Camus, aunque, por otra parte, y tal como lo dice Felipe, es más sano pensar en otra cosa. Además, el tema de la Bombal es la muerte; por lo tanto, se puede saltar desde su obra a lo que estamos viviendo.

De vez en cuando hago un alto en el trabajo literario y vuelvo a estas cartas para que tú te enteres de lo que estamos viviendo. Es lo prometido, a pesar de que no sé a quién le va a interesar la vida de esta señora que vive en la esquina de Marne con San Crescente. A veces pienso que alguien como yo es mejor que desaparezca.

Y cuánto amaría yo esos estornudos

10 de abril

Camino a tu taller, a pocas cuadras de la Alameda, atravesé la plaza que hizo de campo de batalla hasta hace un mes y medio atrás y que ahora se está poniendo de pie nuevamente. Tres encapuchados daban la idea de moscas revoloteando sobre un plato vacío. Tú ya sabes. Te he hablado de la zona cero en las cartas que comencé a escribirte en octubre del año pasado. En ellas no hice más que especular sobre el 18-O, nada más que interpretaciones de esta señora.

Dirigí el Toyota hacia el sur y me devolví hacia la plaza Italia, Baquedano o de la Dignidad (como la están llamando ahora). Conducía con lentes oscuros, gorro de lana por encima de una malla protectora para el pelo y una mascarilla. Te imaginarás que no había gran diferencia con uno de los tres encapuchados, que sin nada mejor que hacer, se dedicaba a dirigir el tráfico.

Lo que hasta hace poco tiempo era un cosmos de barricadas de fuego amarillo a causa de los acelerantes, lanzas hechas de rejas retorcidas y murallas que parecían encorvarse por el peso de las consignas, ha desembocado en un silencio absurdo y en una limpieza que hace pensar en las maquetas. Los rayados, la mugre, el esperpento del fuego, han sido sustituidos por la soledad. Sentí que era parte del elenco de un estudio de cine olvidado. La plaza reconstruida tenía un dejo ficticio, frágil, como desamparado.

Tras distribuir tapones negros en los tres baños, me entró un llamado de tu tía Amelia para contarme que habían disfrutado de las calugas de Felipe. La Amelia quiso saber cuánto me afectaba la cesantía de tu hermano, a lo que le contesté una vaguedad ya que si a mi hermana le cuento que espío las cortinas de Felipe por las mañanas, ella va a empezar a dar consejos que uno ha descartado. La realidad, lo que ocurre, tiene el tamaño de una hormiga.

Desde la ventana de doble hoja de tu taller, estuve mirando a la calle Seminario, un auto circulaba espantando palomas. Una de ellas se detuvo como extrañada de ese objeto móvil que le impedía su revoloteo en la calle. La paloma se dio prisa para juntarse con una que se rascaba un ala más allá. Me quedé observando el maniobrar de las aves hasta que una picazón de garganta me sacó del ensimismamiento. Fui a lavarme las manos cuarenta segundos, el doble de lo aconsejado por los especialistas en salud pública. Ya he perdido la noción de cuántas veces me las enjabono diariamente, voy dedo por dedo armando espuma.

Terminé de desembalar los bocetos que hiciste para el autorretrato y que ahora cuelga en el living. Saqué de sus bolsas plásticas los dibujos preliminares y los estuve clasificando. Devolvía los bocetos a su cartón protector cuando reparé en que tu mesón puede estar contaminado. Seguro que los dos arquitectos se acercan a esta ventana ya que tiene una vista parcial a la cordillera y a la gente le gusta tomarse un respiro contemplando cumbres.

Partí a un segundo lavado de manos. La próxima vez –Dios mediante– voy a rociar con alcohol tu taller. Necesito conseguir alcohol y está agotado. Antes de que declararan la cuarentena, recorrí diez farmacias y nada.

Según la Constanza y Felipe, yo no debiera exponerme entrando a comprar a las farmacias y que si lo hago, mejor que no toque nada. Ellos están llenos de teorías, pero no toman las mismas precauciones que uno. La mayor parte de los jóvenes percibe la peste de manera distinta a los viejos. No tienen miedo. Te veo, Olivia, intentado captar imágenes con la cámara de tu mente, las que luego llevarías al pincel. No estoy segura de si te pondrías una mascarilla para hacerlo y tampoco creo que te tomarías demasiados cuidados con lo que se entiende como distancia social. Apuesto que en este momento andarías por la casa estornudando y cuánto amaría yo esos estornudos, cuánto los amaría, al mismo tiempo que –debo confesarlo–, sentiría un temor de abismo y no comprendo a qué se debe el miedo, si en estos cuatro últimos años lo único que me ataba a la vida eran Ricardo y tus hermanos; pero por mí habría partido detrás de ti con pies ligeros, era lo único que tenía sentido porque todo lo que estaba sucediendo en el presente no tenía peso, importancia. Parecía respirar en un espacio indeterminado donde apenas reconocía mi nombre.

Sé que no puedo hablar de esto, que en las cartas del año pasado te lo prometí, pero no peco de nada con un par de líneas. El 2016 Ricardo, la Constanza, Felipe y yo estuvimos dos meses en Corhue. Ricardo se volvió a mitad de marzo con tus dos hermanos. Yo me quedé. En el campo sentía que en alguna parte estaba la vida, solo que, ¿dónde? No creas que no deseé la muerte y ahora, ahora que esta pende delante de mis narices, siento miedo.

Si me podas

12 de abril

Ayer moché el canelo. Un corte cruento. Me engolosiné con las tijeras grandes y fueron cayendo las ramas más gruesas y también las de más abajo. No me di cuenta de la locura que estaba cometiendo hasta que el arbusto quedó a la altura de mis rodillas, un párvulo, un pequeño niño verde que a pesar de su tamaño minúsculo, alzó su vocecita advirtiendo: “Si me podas, en primavera no vas a estar…”. La poda se me había escapado de las manos.

Tras colgar las tijeras en la despensa, saqué el azadón corto y rastrillé la superficie de los almácigos. Luego de ablandar la tierra, sembré machos y hembras de ruda. La ruda, como protectora del hogar que siempre ha sido, va a contrarrestar la amenaza del canelo, una planta por otra. Eso era sabiduría de campo.

Todo anduvo bien durante el resto del día, pero anoche, tras apagar la lámpara y disponerme a dormir, una tos de perro me hizo levantar la cabeza de la almohada. ¿Y esta tos? Empecé a respirar corto. Si me podas. Una picazón de garganta. No estarás viva en primavera. ¿Era ardor lo que sentía al tragar? Iba echándome a la boca nuevos cuartos de Clonazepam. Prendía la lámpara, la apagaba.

–¿Qué pasa? –se despertó Ricardo.

Le conté lo del canelo.

–Esas son tonteras, Olga –me trató de tranquilizar en medio de la oscuridad.

–¡Cómo va a ser una tontera haber cercenado el canelo! –exclamé, prendiendo nuevamente la lámpara–. Y eso es lo que hice: cercené un canelo, lo dejé convertido en un par de ramas. No sé en qué estaba pensando para haber cometido una tontera así, y en estos tiempos.

–Esas son supersticiones de vieja de campo.

–¿Supersticiones de vieja de campo? Me arde la garganta, Ricardo.

–Tómate dos aspirinas y mañana vas a estar bien –dijo rebuscando en sus remedios que mantiene en el velador, aspirinas que yo no pensaba tomar–. En cualquier caso, es mejor enfermarse ahora.

–¿Enfermarte ahora? Pero qué locura estás diciendo, Ricardo.

–Sí, prefiero contagiarme ahora que hay camas disponibles, porque es un hecho que todos nos vamos a contagiar.

Apagué la luz como señal de cortar la conversación. Cerré los ojos e intenté dormir. Me di vueltas dentro de la cama, acomodé la almohada, las sábanas a un lado, al otro. Volví a tragar saliva, experimentaba una y otra vez con la saliva hasta que a las tres de la madrugada, demasiado temprano para dar la noche por terminada, fui al refrigerador en busca de algo dulce, leche con vainilla, un yogur, lo que fuera. Estando en la cocina, encendí una vela con la idea de poner la mente en blanco durante diez minutos. Camino a tu pieza, se me ocurrió pasar al baño. Frente al espejo vi mi cara iluminada por la vela, los ojos enormes.

Después, sentada al borde de tu cama, hice el ejercicio de contemplar la llama mientras hacía entrar el aire por un orificio de la nariz para sacarlo por el otro, no dio resultado. A la hora en que uno prefiere no consultar el reloj, bajé al primer piso y desde el ventanal del comedor, me quedé mirando el canelo. ¿Qué había hecho? El pobre arbusto apenas se veía.

***

–Te debieras haber tomado los dos paracetamoles anoche y hubieras dormido bien. No sé qué de malo te hubiera hecho, Olga –comenzó Ricardo a la mañana siguiente. Venía saliendo del baño y tenía un resto de espuma de afeitar en la barba recién recortada–. Tenemos que aceptar que antes o después, en algún momento, todos nos vamos a contagiar.

–Por favor no sigas diciendo que todos nos vamos a contagiar, Ricardo.

–Es que es así.

–¡No!

–Debieras volver a tomar Lexapro, Olga. El tratamiento te hace pensar con tranquilidad, con una cierta distancia, o por lo menos, te permite cortar un inocente canelo sin que quedes sentenciada a muerte –dijo y yo me quedé en silencio. Sentenciada a muerte. ¿Qué podía responderle?–. Yo no podría trabajar, no podría concentrarme si dejara de tomarlo –continuó hablando más rápido que de costumbre como para borrar con el codo lo que acaba de decir–. ¿Por qué no lo tomas? ¿Para qué lo dejaste? ¿Qué de malo te va a hacer?

Me quedé mirándolo sin contestar. Reconozco que, como están las cosas, sería hasta conveniente retomar el tratamiento, pero no me animo nuevamente con ese medicamento que impide el llanto. Mientras tomaba Lexapro, nunca lloré, y estoy segura de que si volviera a esas píldoras, no te podría escribir, porque no conecto con los sentimientos.

–Debieras probar de nuevo con el Lexapro –insistió Ricardo y yo le hice cariño en la mano que suele llevarse cerca del ombligo.

Atiborrarse con remedios tiene mucho de costumbres heredadas. Ricardo y su familia se tragan una píldora al más leve dolor de cabeza; en cambio, por mi lado, nos pegamos lonjas de papa en la frente más el medio limón, cualquier remedio casero con tal de evitar una aspirina. La tendencia a la química por parte de él debe ser influencia de la ciudad. Sus padres, sus hermanos, son todos unos citadinos adictos a los médicos y a los fármacos.

Es contradictorio que fuera Ricardo el que insistió en comprar Corhue. Por alguna razón inexplicable yo no quería, pero si él es obcecado ahora, imagínate cómo era hace veinticinco años. Se le metió la idea en la cabeza y una mañana apareció con la compraventa firmada, balanceaba el cuerpo y sostenía la escritura que aún desprendía olor a tinta. Discutimos en ese momento. ¿Cómo tomaba una decisión así sin consultarlo conmigo? Algo me decía que no era una buena opción quedarse con aquel pedazo de tierra, esa hijuela, pero con el transcurso de los años la amenaza nefasta fue desapareciendo, eran tonteras mías.

Fue ganando la casa, a la que le pusimos tejas y remodelamos. Unos años después, le tocó el turno al camino que baja hasta la pirca y despejamos esa zona vecina al almendral. Cuando camino entre los almendros, evito mirar la casa emplazada en la mitad del cerro. Fue una ventaja haber cedido la vieja casona. En la carcasa colonial, entre esas paredes prestas a desmoronarse al próximo remezón, no se dormía. El adobe cruzado por grietas, esas murallas rojas, los ventanucos sobre las puertas que comunican las piezas, el corredor exterior, siempre me hacían pensar que aquello era un museo; y en los museos no se vive y menos se duerme. Dormir, esa es la palabra. Hice pebre el canelo.

La muerte hace de columna vertebral del mundo

13 de abril

Corté siete dalias y las dejé dentro del lavaplatos con agua fría y una aspirina, ya que de ese modo alargas su vida dentro de los floreros. Mientras las dalias se remojaban me metí a un sitio de jardines, estuve investigando uno famoso que hay en Holanda y que ahora ha sido fotografiado sin público. Husmeé entre los tulipanes, sin encontrar en esos mares de colores ninguno que tuviera el tinte más fuerte de las dalias.

Finalmente, mientras se terminaban de cocer unas lentejas, hice un ramo en el florero de la entrada: una dalia más larga en el medio, y en abanico rojo, tres hacia un lado y tres hacia el otro. Con esas siete extravagancias coloradas, no peco de farsante si te digo que es lo más bello que he visto como arreglo floral. Tanto es así, que la Constanza le estuvo sacando unas fotos con la cámara de su celular y las subió en 3D. Alabó mi obra de arte y Felipe se sumó también a los parabienes. Sé que tú lo habrías pintado, te habrías acercado a través del pincel a esa belleza matemática, a la hermosura roja que emerge del florero verde de estilo romano.

Cada vez que paso frente al florero repito en voz baja lo que tú decías cuando eras alumna de Arte: “Al final del rojo, verás el verde”. ¿Sabes, Olivia? Esa suerte de “dictum” se me quedó adentro, en los huesos, entre las cejas; y, hoy, mientras almorzábamos, lo dejé caer, pero no fue una buena idea. A la Conti le pareció que olía a trillado. Desde que estudia literatura, anda como a la caza de brujas de los clichés, aunque yo no estoy tan segura de que lo tuyo sea una frase hecha. A mí, más bien, me parece una suerte de concepto, que como proviene de la naturaleza, pasa. De otro modo, si se tratara de una frase de utilería, esta se habría desnaturalizado.

“Desnaturalizar” no es la palabra más indicada para expresar lo que intento decir, pero ya te dije que con el virus o antes, desde el 9 de enero del 2016, los significados cambiaron de sentido, se abismaron.

Si te pones en el caso de mayor incidencia en este momento, que es el de la muerte, la muerte, al igual que la dalia roja en al centro del florero, hace de columna vertebral del mundo. Sí, como lo oyes: columna vertebral del mundo. Y no pienses que tu madre está exagerando o que acuño frases para el bronce, porque puedo darte uno y miles de ejemplos que te llevarían a estar de acuerdo con mi manera de decir las cosas.

En un reportaje televisivo de Italia mostraron nueve ataúdes apoyados en una muralla. La gente caminaba pendiente de su celular, como acostumbrada a que en las calles hubiera una fila de ataúdes a la salida de un hospital. Para los que pasaban por ahí, la muerte no era más que un candado de cualquiera de los locales cerrados de la cuadra. Seguramente, cambió el sentido que ellos le atribuían a lo que ahora todos captamos como la columna vertebral del mundo. La muerte ha aterrizado delante de nuestras narices. Es así, o a lo menos, hasta el 9 de enero del 2016, yo pensaba que la muerte existía, pero no le atribuía más realidad que la que se le otorga a un mueble oscuro dentro de una pieza sin luz. Creía conocer su significado, podía hablar de la muerte, incluso corregir tesis cuya idea central era la muerte, hasta que el mueble oscuro se me vino encima.

Eso es la muerte: un cajón.

Como si fueras un celular que se ha quedado sin batería

15 de abril

Si aparece tu nombre en las conversaciones, la polola de Felipe quiere saber más, pregunta, desea ponerse al día, solo que ahora no viene a esta casa. Dos de las quince o veinte veces que he entrado a la pieza de Felipe, me ha tocado que él está hablando con ella por zoom. Cuando esto sucede, la Paula detiene el hilo con tu hermano y se dirige a mí a través de la pantalla.

La Paula me enternece y creo que se debe a su voz que parece venir de las orquídeas, o para ser más precisa, de la orquídea ángel. Es muy alta y por alguna razón siempre usa pantalones hasta los tobillos (esos pescadores que se usaron hace unos años atrás y que a ti también te gustaban). Además de los pescadores, la Paula suele ponerse cintillos que estira hacia atrás su pelo oscuro y realza sus cejas como recién lustradas.

La Paula es de contrastes, llama la atención que no sepa cómo granear el arroz, al mismo tiempo que es experta en hacer calugas. La receta era de su bisabuela, y cuando Felipe se quedó sin trabajo, armaron entre los dos el negocio, así que ahora son pololos y socios en vender un confite que data de la colonia. Dice la Paula que, en su origen, se iba revolviendo el azúcar hasta darle pelo. La Paula se lleva una mano al cintillo como si la palabra “pelo” la hiciera recordar lo molesto de su arreglo tirante fijado por el cintillo y sigue explicando la preparación de raigambre colonial. Con su voz de orquídea, continúa con la descripción de una olla de greda de dimensiones gigantescas sobre un fogón y la cuchara de palo con forma de remo.

La Paula prepara las calugas en su casa y Felipe las embolsa, le pone las etiquetas, las comercializa y las reparte en el Toyota o en la camioneta de Ricardo. A finales de febrero, los pedidos eran de algunos vecinos, colegas de la Paula o excompañeros de trabajo de Felipe, pero desde que circula el bicho, el negocio se ha disparado. Felipe sacó un salvoconducto del rubro alimentario y, cada vez que puede, viaja hasta Pirque donde vive la Paula. Se junta con ella en una pérgola al fondo del jardín a coordinar la entrega de la mercancía y darse sus besos y caricias que hacen tan bien.

Cuando conocí a la Paula el año pasado, sentí que la vida daba un vuelco: tu hermano se estaba emparejando y ya lo haría más adelante la Constanza. Y en los próximos años, vendrían los nietos. Confieso que me alegré, aunque junto con esto, partí al jardín a trabajar en lo que en primavera iban a ser tus flores celestes. Separé las matas y las puse en barbecho con la idea de multiplicarlas. En ese momento estuve por arrancar el magnolio, ¿cuál era la necesidad de tener ese árbol si podía ser reemplazado por un segundo macizo de tus flores celestes? Comencé a cavar alrededor del árbol y cuando tus hermanos, o Ricardo, me preguntaban a qué se debía aquella zanja que estaba haciendo, yo explicaba mis planes. Si alguno ponía en cuestión agrandar la zona que florece celeste, sentía bullir una rabia inexplicable. ¿Por qué se inmiscuían en las decisiones de una jardinera de corazón? Me quedaba mirándolos. ¿Acaso no se daban cuenta de que el espacio para las flores es acotado, que un jardín no es infinito?

Creo que fue la expresión en el rostro de Luis delante del magnolio lo que me terminó de convencer. Cantidades de tus matas partieron en la camioneta a Corhue. En el campo multipliqué raíces hasta el delirio; tanto así, que en la primavera pasada, el sendero que baja al potrero de maravillas era una alfombra celeste.

Este verano, cuando te escribía, a veces me quedaba con la vista perdida en el celeste que bajaba hasta el potrero amarillo de girasoles. Generalmente, escribía durante la mañana y ahora, en Santiago, lo hago en las noches. Ricardo está contento con nuestras cartas, pero nunca me las ha pedido. Le da pena leerlas.

Las procesiones tu padre siempre las ha llevado por dentro sin manifestar el menor asomo de tristeza o de preocupación. Si se lleva muy seguido la mano a la guata es que algo va mal. También, en los períodos de mucha tensión, habla dormido, o más que hablar, grita y hasta intenta correr dentro de la cama.

–¡Me está persiguiendo un zorrillo! –me gritó la otra noche cuando lo desperté–. Venía con un vaso de leche para ti, Olga, y vi el zorrillo –continuó elaborando un poco más la pesadilla–. Olga, tú estabas muy pálida, necesitabas un vaso de leche.