Pasados borrascosos - Lynn Raye Harris - E-Book
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Pasados borrascosos E-Book

Lynn Raye Harris

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Beschreibung

Conocía bien a su jefe y por eso estaba decidida a blindar su corazón Las insinuaciones de las cazafortunas eran un riesgo laboral para la leyenda de las carreras de motos, convertido en magnate, Lorenzo D'Angeli. Y por eso había tenido que ampliar las funciones de su secretaria personal para incluir eventos nocturnos. Faith Black había aceptado todos los desafíos de su jefe, pero ser vista colgada de su brazo implicaba ser fotografiada, exponerse a las miradas, llevar trajes de gala, y abandonar la seguridad de sus sobrios trajes grises. Famoso por su sangre fría, Renzo perdió toda compostura al ver a su, aparentemente, mojigata secretaria vestida de una forma tan insinuante.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lynn Raye Harris. Todos los derechos reservados.

PASADOS BORRASCOSOS, N.º 2200 - diciembre 2012

Título original: Unnoticed and Untouched

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1220-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

SEÑORITA Black, esta noche me acompañará.

Faith levantó bruscamente la cabeza. Su jefe, Lorenzo D’Angeli, prototipo del arrogante empresario italiano, vestido con traje y zapatos hechos a medida, la miraba desde la puerta del despacho. El corazón se le paró ante el hermoso rostro de facciones angulosas, piel bronceada y ojos azules. No era la primera vez, pero le irritaba no poder controlarse.

Lo sabía todo de los hombres como él. Arrogantes y egoístas. Bastaba con fijarse en cómo trataba a las mujeres que entraban y salían de su vida con despiadada regularidad, aunque con ella siempre se había mostrado cortés.

–Deberá vestir de gala –continuó él–. Si necesita ropa, tómese la tarde libre y cargue sus compras a mi cuenta.

El corazón de Faith hizo mucho más que pararse. Durante los seis meses que llevaba trabajando para su jefe, había ido de compras en varias ocasiones, pero siempre para adquirir corbatas de seda o gemelos de oro, o para elegir algún regalo para la mujer de turno. Pero era la primera vez que le pedía que fuera de compras para ella misma.

–Lo siento, señor D’Angeli –contestó con suma cortesía–, me temo que no lo comprendo.

–La señorita Palmer ya no vendrá –Lorenzo no suavizó el gesto–. Necesito acompañante.

Faith se puso tensa. Sustituir a la ex de su jefe no entraba dentro de sus funciones.

–Señor D’Angeli… –empezó de nuevo.

–Faith, la necesito.

Tres palabras. Tres palabras que consiguieron provocarle un temblor por todo el cuerpo. ¿Por qué le permitía hacerle eso? ¿Por qué la mera idea de pasearse con él por la ciudad le hacía sentirse débil si era la última persona del mundo con quien querría estar?

Lorenzo D’Angeli no necesitaba a ninguna mujer, se recordó.

–Es totalmente inapropiado, señor D’Angeli. No puedo ir.

–Faith, es la única de la que puedo fiarme –contestó él–. La única que no juega conmigo.

–Yo no juego con usted, señor D’Angeli, porque soy su secretaria.

Era increíble lo pagado de sí mismo que podía ser ese hombre.

–Y precisamente por eso la necesito a mi lado esta noche. Sé que se comportará.

¿Comportarse? Faith le hubiera abofeteado. Sin embargo, se limitó a mirarlo fijamente, con el pulso tan acelerado como las famosas motos de D’Angeli Motors. Jamás comprendería por qué ese hombre le afectaba tanto. Desde luego era guapo a rabiar, pero estaba convencido de que el mundo entero giraba a su alrededor.

Incluida, al parecer, su secretaria.

–¿No prefiere que llame a la señorita Zachetti, o a la señorita Price? Estoy segura de que estarán disponibles. Y si no lo están, cambiarán de idea en cuanto sepan quién les llama.

Cualquiera de ellas se moriría por pasar una noche con él, reflexionó Faith con el ceño fruncido. Aún no había conocido a una mujer que no lo hiciera.

Renzo se acercó y apoyó las manos sobre la mesa de su secretaria, mirándola fijamente a los ojos. Faith percibía el olor de su colonia. Por arreglado que fuera, ese hombre siempre poseía un cierto aire salvaje que le hacía pensar en las motos que construía y conducía.

Era famoso por su sangre fría. Por desafiar a la muerte a más de trescientos kilómetros por hora, sin más protección que un traje de cuero y un casco de fibra de carbono. Ese hombre había ganado cinco títulos mundiales antes de que un grave accidente lo condenara a llevar la pierna llena de clavos y un bastón de por vida.

Pero, por supuesto, él no había aceptado tal destino y se había esforzado al máximo en deshacerse del bastón, y regresar a los circuitos de carreras. Su determinación le había otorgado cuatro títulos más y el apodo de El Príncipe de Hierro.

Y fue esa determinación de hierro, de hombre irrompible, mirándola con unos ojos azules y penetrantes lo que le obligó a desviar la mirada a pesar de su empeño en no hacerlo. Faith alargó una mano hacia el teléfono con el corazón acelerado.

–¿Y cuál será la afortunada dama? –insistió ella mientras se recriminaba el tono excesivamente agudo de su voz que delataba la agitación que sentía.

La mano de Renzo salió disparada hacia la suya, obligándola a colgar. Tenía la piel cálida y un torrente de energía la atravesó, provocándole una rigidez impropia de ella.

–Habrá una bonificación para usted –anunció Renzo con voz dulce–. Podrá quedarse con la ropa. Y le pagaré el sueldo de un mes por complacerme. ¿Le parece bien? ¿Si?

Faith cerró los ojos. ¿Bien? Era maravilloso. Una paga extra sería una bendición para su cuenta bancaria. Le acercaría a su sueño de comprarse un apartamento en lugar de tener que vivir de alquiler. Con un piso en propiedad tendría la sensación de haber dejado atrás Georgia y la sentencia de su padre de que nunca llegaría a ser alguien.

Sin embargo, debía rechazar la oferta. Lorenzo D’Angeli siempre iba rodeado de fotógrafos y periodistas. Como secretaria personal nunca había tenido que preocuparse por ello, pero ¿alguien se creería, viéndola colgada del brazo de ese hombre, que se trataba solo de trabajo?

Poco importaba que no fuera cierto. Su foto acabaría en la portada de algún periódico.

¿Qué posibilidades había de que alguien viera una foto de Faith Black y la relacionara con Faith Louise Winston?

La pobre y desgraciada Faith Winston se estremeció. No estaba dispuesta a vivir con miedo por culpa de un error del pasado. Ya no era aquella adolescente ingenua.

–¿Dónde se celebra la fiesta? –preguntó, recriminándose al instante sus palabras.

Renzo suavizó el gesto y sus ojos brillaron ardientes. Tenía que ser una alucinación porque su jefe jamás la miraría así.

–En Manhattan. Quinta Avenida –Lorenzo se irguió con una sonrisa de satisfacción dibujada en su sensual boca–. Mi coche la recogerá a las siete. Procure estar lista.

–Aún no he accedido a acompañarle –puntualizó ella con la boca seca.

Estaba a punto de rendirse, aunque un obstinado rincón de su ser se negaba a ceder. Su jefe lo tenía todo fácil y no iba a caer a sus pies solo porque se lo pidiera. La única vez que se había dejado convencer por un hombre, las consecuencias habían sido desastrosas.

Sin embargo, ese hombre era su jefe. No fingía sentir algo por ella solo para conseguir que cediera a sus deseos. Y ella ya no era una impresionable cría de dieciocho años.

–No tiene nada que perder, Faith –continuó Renzo con un suave acento que le hizo estremecerse–, y mucho que ganar.

–No forma parte de los cometidos de mi puesto –insistió ella aferrándose a esa certeza.

–No, en efecto.

Ambos se miraron sin decir nada antes de que Lorenzo volviera a inclinarse sobre la mesa.

–Me haría un gran favor –observó él–. Y ya de paso estaría ayudando a D’Angeli Motors.

Y entonces le dedicó esa devastadora sonrisa, la que hacía que modelos, actrices y reinas de la belleza se deshicieran de placer. Y Faith se alarmó al comprobar que no era tan inmune como pretendía ser.

–Por supuesto está en su derecho de negarse, pero le estaría eternamente agradecido, Faith, si no lo hiciera.

–No se trata de ninguna cita –sentenció ella con firmeza–. Son estrictamente negocios.

Lorenzo se echó a reír y ella se sonrojó violentamente. ¿Por qué había dicho semejante tontería? Jamás la consideraría para una cita. Si quería pagarla para fingir que lo era, no habría problema. Siempre que la relación se mantuviera en el plano estrictamente profesional, tomaría el dinero y saldría corriendo.

–Absolutamente, cara –asintió Renzo, ofreciéndole otra sonrisa–. Y ahora, por favor, tómese la tarde libre para ir de compras. Mi coche la llevará.

–Estoy segura de que encontraré algo adecuado en mi armario –insistió Faith.

–¿Acaso guarda diseños de última moda en su armario, señorita Black? –la expresión en los ojos de Lorenzo dejaba claro que no se lo creía–. ¿Algo adecuado para codearse con la alta sociedad de Nueva York?

–Creo que no –ella bajó la vista avergonzada. A pesar del buen sueldo que recibía, no era una esclava de la moda y, además, ahorraba todo lo que podía para comprar una casa.

–Entonces, váyase –él sonrió indulgente–. Esto está incluido en el trato, señorita Black.

Lorenzo desapareció tras la puerta de su despacho, como si no tuviese la menor duda de que Faith iba a obedecerle. Y ella suspiró y apagó el ordenador.

A Renzo le dolía la pierna. Dejó a un lado el portátil y se frotó la zona dolorida mientras el coche se abría paso entre el tráfico de Brooklyn camino del apartamento de su secretaria personal. En lugar de mejorar, cada vez se encontraba peor. Sus médicos le habían advertido de que podría suceder, pero había trabajado mucho y no podía perder todo lo conseguido. Ya habían vencido al dolor una vez. Volvería a hacerlo.

Clavó el puño en el músculo. Aún no estaba acabado. Se negaba a estarlo.

A su principal competidor, Niccolo Gavretti, de Gavretti Manufacturing le encantaría ver cómo perdía su siguiente título mundial, y también la supremacía D’Angeli en el mercado. Frunció el ceño. Niccolo y él habían sido amigos, o al menos eso había creído.

No podía perder. Rodaría sobre la pista con la Viper D’Angeli y demostraría que había creado la mejor moto del mundo de la competición, una vez solucionados los problemas de diseño. Y ya de paso ganaría otro título mundial.

Los inversores estarían contentos, el dinero fluiría y la versión para el público sería un enorme éxito. Y entonces Renzo se retiraría de las carreras y dejaría que el equipo D’Angeli siguiera dominando el circuito del Grand Prix.

«Dio, per favore, un último título». Una última victoria y lo dejaría.

La velada de aquella noche era crucial para sus intereses, y esperaba no haberse equivocado al pedirle a su secretaria personal, algo sosa aunque eficiente, que lo acompañara. Las situaciones desesperadas exigían medidas desesperadas.

Por supuesto, podría haber aparecido solo en la fiesta de Robert Stein, pero no le apetecía pasar toda la noche huyendo de la hija de Stein, demasiado joven y demasiado caprichosa.

Además, era evidente que a Robert Stein no le agradaba el interés que mostraba Lissa por él. Aunque normalmente no le importaba lo que pensaran los padres, en esa ocasión debía dejar claro que no tenía el menor interés en Lissa Stein, para lo cual necesitaba una acompañante, una mujer que no se apartara de su lado y que le complaciera en todo.

Todo había ido bien hasta aquella mañana cuando se había descubierto pronunciando ante Katie Palmer las palabras que solía dirigirle a una mujer cuando empezaba a cansarse de ella. Llevaban un mes saliendo y había empezado a ponerse pegajosa. El estuche de maquillaje oculto en un rincón del cuarto de baño no le había molestado, ni tampoco el cepillo de dientes. Pero la cuchilla de afeitar color rosa, con sus correspondientes recambios, había sido la gota que había colmado el vaso.

No le importaba que una chica se quedara a pasar la noche, siempre que él se lo pidiera, pero que se fuera instalando poco a poco después de apenas una docena de citas le resultaba de lo más irritante. El sexo era un aspecto importante y enriquecedor en su vida, pero no veía ninguna necesidad de confundirlo con la cohabitación. No necesitaba vivir con una mujer para disfrutar de ella, y siempre lo dejaba claro desde el principio. Cada vez que alguna traspasaba la línea, automáticamente era expulsada de su vida.

Katie Palmer era una mujer hermosa y excitante, pero había empezado a dejarlo indiferente incluso antes de que apareciera la maquinilla rosa y sus innumerables recambios. No lo entendía, pues era la clase de mujer con la que solía salir: hermosa, algo superficial e intelectualmente poco exigente.

Renzo devolvió su atención al portátil con el que había estado trabajando. Quizás debería haber aceptado la sugerencia de Faith y llamado a alguna antigua novia para aquella noche, pero se le había ocurrido que hacerse acompañar de la sosita secretaria personal podría serle más productivo que llevar a una mujer que esperaría que le prestara atención.

Con Faith sería una cuestión de negocios. Era una mujer callada y competente. No carecía de cierto atractivo, o eso suponía, aunque jamás había buscado en ella señal alguna de belleza. ¿Para qué? Era su secretaria personal, y bastante eficiente en su trabajo.

Faith era perfecta aunque no tuviera nada especial. Siempre llevaba trajes de chaqueta oscuros y los cabellos dorados recogidos en una cola de caballo o un moño. Lo cierto era que se parecía bastante a una caja. También llevaba unas gafas de montura oscura.

Tenía los ojos verdes, no verde oscuro, sino dorado como las hojas en primavera, y su mirada destilaba inteligencia. Además olía bien, a lluvia mezclada con flores exóticas.

Sin embargo, aquella tarde cuando lo había mirado a los ojos con el rostro ruborizado, había tenido, durante un salvaje e inconcebible instante, el impulso de besarla.

No tenía sentido. Faith Black era pulcra y eficiente, y olía bien, pero no era su tipo. Le gustaba porque era profesional y excelente en todo lo que hacía. Pero no le atraía.

Seguramente había sido producto del estrés al que había estado sometido últimamente para poner a punto la Viper. Había que solventar algunos problemas para que la moto no fracasara en la pista.

Renzo jamás aceptaba el fracaso. Había invertido mucho dinero y tiempo en el desarrollo de la moto y necesitaba verla triunfar. El éxito lo era todo. Lo sabía desde adolescente, desde que había descubierto que tenía un padre que no quería saber nada de él.

Porque su sangre no era real, como la del conte de Lucano, o como la de los hijos que el conte había tenido con su esposa. Renzo era el bastardo, el desafortunado producto de una apresurada aventura con una camarera. En teoría no tenía que haber triunfado, pero lo había hecho, y tenía intención de seguir haciéndolo.

Lorenzo D’Angeli nunca se arrugaba ante los retos. Había vivido y triunfado con ellos.

La limusina paró frente a un sencillo edificio de un barrio algo destartalado. Renzo hizo una mueca de dolor al mover la pierna. Aunque debería pedirle al chófer que subiera a recoger a Faith, no se iba a permitir siquiera ese pequeño instante de vulnerabilidad.

El barrio no parecía peligroso, aunque sí descuidado. Un indeseable recuerdo se abrió paso en su mente. Otro momento. Otro lugar.

Otra vida, cuando no poseía nada y había tenido que luchar por dar de comer a su madre y a su hermana pequeña. Por aquel entonces había estado lleno de ira. De haber sido su madre algo más enérgica, más exigente, al menos se habría asegurado la comida y la vivienda de manos del conte. Aunque la adoraba, su madre era demasiado débil para luchar cuando debía haberlo hecho.

Ignorando la sensación de impotencia que los recuerdos le habían despertado, entró en el edificio, encaminándose hacia el apartamento de Faith en la segunda planta. No había ascensor y Renzo subió las escaleras a buen ritmo, a pesar del dolor en la pierna. Tras un momento para descansar del punzante dolor de la pierna, llamó al timbre.

Faith abrió de inmediato. La mujer que apareció habría dejado a Lorenzo boquiabierto de no poseer un inmejorable control de sí mismo. Faith Black estaba… diferente. No es que se hubiera transformado en una diosa, pero, desde luego, se había transformado.

Las gafas habían desaparecido e iba maquillada. No recordaba haberla visto maquillada jamás, al menos no así. Los labios, pintados de rojo, eran carnosos y brillantes.

Besables.

¿Besables?

–¡Señor D’Angeli! –exclamó ella con expresión de sorpresa.

–¿Acaso esperaba a otra persona? –preguntó Lorenzo con dulzura y cierta irritación.

–Bueno, sí. Pensaba que me enviaba su coche y que nos reuniríamos en la fiesta.

–Pues como puede ver, no ha sido así –deslizó la mirada por el cuerpo de la joven antes de posarla nuevamente sobre sus bonitos ojos verdes.

Parecía sorprendida, y algo molesta, y le hizo preguntarse si no sería posible que ella no se sintiera atraída por él.

Imposible. Claro que le gustaba. Aún no había conocido a la mujer a quien no le gustara.

–Está preciosa, señorita Black.

Y deliciosa, comprobó con estupor.

Llevaba los cabellos recogidos en un elegante moño del que escapaba un díscolo mechón que descansaba sobre su mejilla. El vestido de color lavanda era recatado y de cuello alto, sin mangas y ajustado sobre el generoso pecho.

Resultaba, como mínimo, desconcertante descubrir que poseía curvas, una forma distinta a la de una caja. Estaba repleta de curvas, desde las más suaves de la mandíbula hasta la del escote, y de ahí a las de las caderas que se adivinaban bajo el vaporoso vestido.

Las mejillas enrojecieron mientras los ojos verdes se apartaron de los suyos. Con satisfacción, Renzo constató que no era totalmente inmune a él.

–Gracias. Yo… yo estaba buscando el tornillo del pendiente. Se me ha caído.

–Permítame ayudarla –Renzo comprobó que, en efecto, llevaba un único diamante.

Empujó la puerta y Faith, con gesto reticente, se hizo a un lado para dejarlo entrar. El apartamento era pequeño, aunque aseado. Los muebles estaban desgastados y sobre una mesa descansaba un montón de revistas entres las cuales, constató con placer, había un par de revistas de motos. En la que coronaba el montón aparecía él en la portada, vestido de cuero y con gesto serio posando junto a un prototipo de la Viper. El gesto obedecía al hecho de que el comportamiento de la máquina había sido muy inferior al esperado.

Apartó la mirada de la revista y continuó con la inspección de la casa de Faith. Sobre una estantería en una pared se apilaban numerosos libros. Las paredes blancas estaban cubiertas de fotos llenas de colorido, haciendo juego con los cojines en los muebles. Decididamente era un espacio femenino, aunque no recargado.

Pensó en su madre decorando con guirnaldas de flores y telas de colores el diminuto apartamento de Positano, y la mandíbula se le encajó ante los lúgubres recuerdos. ¿Recibiría también Faith en su casa a una interminable procesión de hombres con la esperanza de que alguno se enamorara de ella? ¿Lloraba noche tras noche al comprender que el hombre de turno se había marchado para no regresar?

–Por aquí –le indicó Faith conduciéndolo hasta una diminuta cocina.

En el estrechísimo habitáculo, apenas lo bastante amplio para dos adultos, percibió con nitidez la suave fragancia que había aprendido a identificar como de su secretaria.

–Se me cayó por aquí –le explicó ella–. No puede estar muy lejos.

Durante unos instantes, Lorenzo no supo de qué le hablaba. Durante unos instantes, deseó arrinconarla contra la encimera y soltar las horquillas del pelo. Pero de inmediato se sacudió el pensamiento de la cabeza y regresó a la realidad.

–Permítame –sacó del bolsillo el móvil y encendió la linterna incorporada.

A Faith le resultó imposible cederle el paso sin rozar su cuerpo y Lorenzo sintió un escalofrío de placer. «Estrés », se dijo. «Esto es culpa del estrés».

–¿Por qué se estaba poniendo los pendientes en la cocina, señorita Black? –preguntó él.

–Tenía prisa –contestó Faith–. Quería estar abajo en la calle cuando llegara el coche.

–¿Tenía pensado esperar en la calle? –su jefe la miró perplejo–. ¿Con esa ropa?

–Iba a quedarme en el portal –ella se encogió de hombros–. Siento haberle obligado a subir.

La luz de la linterna arrancó un destello de algo que parecía de oro. Renzo recogió la pieza del pendiente y se puso de pie. La agonía del espasmo hizo que rechinara los dientes.

–Señorita Black, soy muchas cosas, y no todas buenas, pero espero que no me crea capaz de hacer esperar a una dama en un oscuro portal.

–No, claro que no –contestó Faith con calma ante el gesto de severidad de su jefe.

Lorenzo podría haber dejado caer el tornillo sobre la palma de su mano. Habría sido lo más prudente. Pero descubrió que deseaba volver a tocarla, deseaba comprobar si volvería a sentir la descarga que había recibido aquella tarde al posar una mano sobre la de ella.

Sintió claramente cómo Faith contenía la respiración cuando le agarró la muñeca y, sin soltarle la mano, depositó el tornillo del pendiente en su palma. Tenía la piel cálida y suave y se preguntó si el resto de su cuerpo sería igual. Con horror comprobó que una ráfaga de deseo se abría paso desde la base de su columna. Como si se hubiera transformado en una brasa ardiente, Renzo le soltó bruscamente la mano.

Faith lo miró con ojos desorbitados antes de desviar la mirada y ajustarse el pendiente con manos temblorosas, evidentemente afectada por el contacto físico. ¿A qué se debía esa repentina química? ¿De dónde había surgido? ¿Y por qué deseaba volver a tocarla?

–Ya está –anunció ella a pesar de lo evidente–. Estoy lista.

–Pues vámonos –contestó él secamente mientras la ayudaba a colocarse el echarpe y le cedía el paso en las escaleras. De ese modo, en caso de cojear, ella no se daría cuenta.

El chófer les esperaba junto al coche con la puerta abierta y Renzo le ofreció una mano a Faith para ayudarla a subir. Sin embargo, ella la rechazó y se instaló sin ayuda de nadie.

–¿Debería saber algo sobre la velada de esta noche, señor D’Angeli? –preguntó ella cuando llevaban varios minutos atravesando las calles de Manhattan.

Renzo la miró y vio en sus ojos a la eficiente secretaria que repasaba los informes con él cada mañana.

«Grazie a Dio», habían regresado a un terreno familiar. Quizás por fin conseguiría dejar de pensar en cómo olía, en el aspecto delicado y femenino que poseía, y que no había notado hasta entonces. ¿Por qué no lo había notado hasta entonces?

–Vamos a cenar en la residencia de Robert Stein. Seguro que comprenderá la importancia.

–Stein Engineering ha patentado un nuevo neumático de carreras –ella asintió–. Y usted intenta que construya esos neumáticos en exclusividad para la Viper.

–De modo que sí presta atención durante las reuniones –bromeó él.

–Por supuesto –Faith lo miró sorprendida y algo ofendida–. Para eso me paga, señor.

En efecto, para eso la pagaba. Y aquella noche la estaba pagando por algo totalmente distinto. Él, Lorenzo D’Angeli, pagaba a una mujer para que se hiciera pasar por su cita. A pesar de lo ridículo, se descubrió ansioso por asistir a la velada. De haber tenido a Katie Palmer a su lado, estaba convencido, no se sentiría así.

Las Katie Palmer de su vida mostraban descaradamente sus intenciones. Eran muy conscientes de su atractivo sexual y demasiado celosas. Al principio siempre le resultaban divertidas, pero enseguida se cansaba de todo aquello.

Sabía que la culpa era suya, porque era él quien elegía esa clase de mujeres. Pero había visto a su dulce y frágil madre mendigando amor durante años, y la había visto herida una y otra vez. Ella siempre pensaba que el nuevo hombre de su vida iba a ser su salvador.

Y por culpa de aquello, Renzo había evitado sistemáticamente la clase de mujer que no comprendiera que el sexo era sexo y que el amor no encajaba en la ecuación.

No creía en el amor. Si el amor existiera, su madre haría años que habría encontrado la felicidad.

Faith no se parecía a las mujeres con las que solía salir. No era superficial, ni frágil. En esos momentos lo miraba con un gesto que podría interpretarse como de disimulado asco.

Era todo un desafío y a él le encantaban los desafíos.

Y por eso no pudo evitar lo que siguió. Tomó la mano de Faith y dibujó pequeños círculos en la palma con el pulgar. Sintió claramente cómo ella temblaba mientras contenía la respiración y disfrutó satisfecho del momento. No era tan insensible, por hostil que pareciera, y eso le encantaba.

–¿No te parece, cara mia, que deberías llamarme Renzo? –ronroneó.