Revelaciones en la noche - Lynn Raye Harris - E-Book
SONDERANGEBOT

Revelaciones en la noche E-Book

Lynn Raye Harris

0,0
1,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Había desenmascarado al enemigo… Valentina D'Angeli estaba embarazada, y el padre era el hombre con el que había pasado una única noche de desenfreno tras un baile de máscaras. Sin embargo, no debería haber mirado debajo de aquel antifaz mientras él dormía. El desconocido con el que se había acostado había resultado ser Niccolo Gavretti, el mayor enemigo de su hermano. Para Niccolo solo había una solución posible al problema en el que se encontraban: ella debía casarse con él, aunque no quisiera. Y, si tenía que llevársela a la cama para conseguirlo, sin duda disfrutaría mucho de ello.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 173

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lynn Raye Harris

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Revelaciones en la noche, n.º 2328 - agosto 2014

Título original: Revelations of the Night Before

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-4547-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

No podía estar embarazada. A Valentina D’Angeli le temblaban los dedos mientras examinaba el test de embarazo. Pero la línea azul no dejaba lugar a dudas. Iba a tener un bebé.

Era una locura, imposible de creer, y sin embargo...

Un escalofrío la recorrió por dentro. La noche del baile de máscaras había sido la más salvaje de toda su vida. Por una vez se había soltado el pelo y se había propuesto ser la persona que jamás había podido ser. Se había convertido en un espíritu libre capaz de acostarse con un hombre y dejarle a la mañana siguiente sin una pizca de remordimiento.

Por una noche, se había propuesto ser atrevida y seductora. Quería experimentar la pasión y superar la timidez de una vez por todas. Quería ser como las mujeres de su edad, sofisticadas y expertas.

Tina dejó el test boca abajo y abrió otro. Seguramente, el primero había salido mal. El segundo le daría la respuesta correcta.

Se suponía que era una buena idea. Sin embargo, ni siquiera el anonimato de la máscara le había servido para relajarse tanto como quería su amiga Lucia.

—Necesitas ligar con alguien, Tina — le había dicho Lucia.

En aquel momento se había sonrojado, y le había dado la razón, tartamudeando. Era cierto. Ya era hora de dejar de ser una virgen de veinticuatro años. Pero no era fácil. Había intentado flirtear, bailar, ser libre. Su compañero de baile la atraía hacia sí. Olía a ajo y a menta.

No podía hacerlo.

Se había apartado de él y había salido corriendo, rumbo al muelle. Allí todo estaba más tranquilo. Hacía fresco y el aire de Venecia era como un bálsamo.

Y entonces había aparecido él. No era el hombre con el que estaba. Era el hombre al que iba a entregarse antes de que terminara la noche, alto y elegante, vestido de negro. Llevaba una máscara de seda que le ocultaba los ojos.

La había hechizado. Le había hecho el amor con ternura. Todo había sido perfecto.

—Sin nombres — le había dicho al oído en un momento dado— . Sin rostros.

Valentina estaba de acuerdo. Por eso era mágico. Y, sin embargo, al terminar, hubiera querido conocerle, pero sabía que no era posible. A veces era mejor no saber, no enterarse de nada.

La luz de la luna se colaba entre las cortinas e iluminaba al hombre que dormía a su lado.

Quería quitarle la máscara y no podía resistirse...

Lo había hecho finalmente, y el corazón se le había parado un instante.

Se recordaba a sí misma, de pie en aquella habitación de hotel. Se le había encogido el estómago. De entre todos los hombres con los que podía haberse topado...

Se había puesto la ropa a toda velocidad y había salido huyendo como una cobarde.

—Muy bien — se dijo, esperando la respuesta del segundo test.

El destino quería gastarle una broma de mal gusto. Quería castigarla por haber compartido una noche de desenfreno con un hombre al que jamás debería haber conocido. ¿Qué clase de mujer se entregaba a un hombre al que ni siquiera conocía?

«Pero sí que le conoces. Siempre le has conocido. Siempre le has querido».

Tina se mordió el labio inferior. El corazón le latía sin ton ni son. Los segundos pasaban.

Y entonces llegó la respuesta, tan clara como la primera.

Embarazada.

—Ahí fuera hay una mujer, señor — dijo el hombre en un tono de disculpa.

Niccolo Gavretti, el marchese di Casari, se volvió hacia el maître del exclusivo restaurante de un hotel de Roma.

Siempre se trataba de una mujer. Las mujeres eran su hobby favorito, cuando no le pedían más de lo que podía dar, o cuando no pensaban que les debía algo por haberse acostado con ellas.

No.

Amaba a las mujeres, pero a su manera.

—¿Dónde está? — preguntó, en un tono de hastío.

—No quiere entrar, señor.

—Entonces, no es mi problema — dijo Nico, haciendo un gesto de desprecio.

—Como desee, señor — dijo el maître, haciendo una reverencia.

Nico siguió leyendo el periódico. Había ido al hotel esa mañana para desayunar con un socio, pero se había quedado a tomar un café al terminar la reunión. No esperaba verse asaltado por una mujer, pero tampoco le sorprendía. Una mujer decidida era una fuerza a tener en cuenta.

Unos segundos más tarde, regresó el maître. Tenía la cara roja.

—Señor, discúlpeme.

Nico dejó el periódico. Se le estaba acabando la paciencia. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, por no mencionar el desastre que su padre le había dejado en herencia.

—¿Sí, Andres?

—La señorita dice que tiene que hablar con usted urgentemente, pero que no puede hacerlo en un lugar público. Le pide que vaya a su habitación.

Nico estuvo a punto de poner los ojos en blanco, pero se aguantó las ganas. Antes de la muerte de su padre, había llegado a ser uno de los corredores de motos más importantes del mundo. Había ganado el campeonato del mundo unos meses antes.

Se sabía todos los trucos que una mujer podía utilizar para llamar su atención. Había sido el objetivo de los ardides femeninos en muchas ocasiones a lo largo de su vida. A veces les seguía la corriente porque era divertido.

Pero ese día no estaba dispuesto a hacerlo.

—Por favor, dile que va a tener que esperar durante mucho tiempo — dijo en un tono calmado. Se miró el reloj— . Me temo que tengo una reunión en otro sitio.

El maître tenía una extraña expresión en el rostro, una mezcla de incomodidad y... entusiasmo.

—Me dijo que, si se negaba, le diera esto, señor.

Le entregó un sobre. Nico titubeó. Le enfurecía jugar a un juego que no conocía, pero también estaba intrigado. Abrió el sobre. Una tarjeta profesional cayó al suelo. Era blanca, sencilla. Había una D impresa en una esquina con una letra elegante y estilizada.

Sin embargo, lo que le atravesó como el filo de un puñal fue el nombre que estaba escrito en la tarjeta.

Valentina D’Angeli.

El latigazo de la furia reverberó por todo su cuerpo. El hermano de Valentina, Renzo D’Angeli, había sido su rival en las pistas, y era su enemigo en los negocios.

Pero, en otro tiempo, había sido su amigo. Habían trabajado juntos para diseñar una moto que iba a revolucionar el mundo del motociclismo, pero todo se había desmoronado en medio de una tormenta de acusaciones y traición.

Hacía mucho tiempo de eso, pero las heridas de Nico sangraban como el primer día.

Leyó el nombre una vez más y trató de recordar a aquella adolescente, Valentina D’Angeli. Ya tenía que ser toda una mujer.

Veinticuatro años.

Esa debía de ser su edad. No había vuelto a verla desde la última vez que había estado en la casa de los D’Angeli. Valentina era una niña muy dulce, pero terriblemente tímida. Renzo no soportaba el retraimiento de su hermana. Quería enviarla a un internado cuando tuviera dinero. Pensaba que una educación exclusiva era la solución a sus problemas.

Nico había intentado convencerle para que no lo hiciera. Él sabía lo que era vivir en un internado, sentirse solo, pensar que sus padres estaban mejor sin él.

Frunció el ceño. Sus pensamientos no andaban muy lejos de la realidad por aquel entonces, pero eso no lo había sabido hasta muchos años más tarde.

Esa educación tan exclusiva sí le había servido para algo, no obstante. Y seguramente debía de haber convertido a Valentina en una persona completamente distinta de aquella niña que recordaba.

¿Pero qué hacía en el hotel en ese momento?

Nico le dio la vuelta a la tarjeta. Habitación 386, leyó.

Cerró el puño. Debía marcharse. Debía salir por la puerta y olvidar la tarjeta que tenía en la mano.

Pero no podía hacerlo. Quería saber qué quería de él. Renzo debía de haberla enviado, pero... ¿con qué propósito? No había vuelto a ver a Renzo desde aquella carrera de Dubái, la primera del circuito del Grand Prix. Renzo había dejado las carreras después de aquel campeonato. Se había casado con su secretaria, vivía en el campo y había tenido un hijo con ella.

Nico sintió que se le helaba la sangre en las venas. Renzo había abandonado el mundo de las carreras, pero no el de las motos. Seguían siendo rivales en los negocios y debía de querer algo muy importante si había sido capaz de enviar a su hermana para conseguirlo.

Tina estaba junto a la ventana, nerviosa. Veía cómo se movían los coches que pasaban por la calle.

No sabía si él iba a aparecer. ¿Y si no lo hacía? ¿Se atrevería a ir a su empresa para verle? ¿O acaso debía intentar verle en su casa de campo?

En realidad, tenía más de una casa de campo. Habían pasado casi dos meses desde que le había visto en Venecia y en ese tiempo su padre había fallecido y se había convertido en el marchese di Casari, un hombre mucho más importante que aquel que pasaba las horas trabajando en el garaje con Renzo.

¿Se dignaría a ir a verla un hombre de su estatus? Renzo y él habían sido enemigos durante mucho tiempo. Seguramente, ya ni se acordaría de ella. En el pasado había sido una chica tímida y discreta que se colaba en el garaje y les observaba en silencio. No era nada reseñable.

Pero había pasado toda una vida y allí estaba de nuevo, embarazada de él. Tina respiró profundamente. ¿Cómo había pasado algo así? Solo había sido una noche, una noche hermosa y erótica en la que se había comportado como otra persona.

Odiaba haber sido tan tímida en la adolescencia. Se había esforzado mucho para ser glamurosa y atrevida, pero en el fondo seguía siendo esa chica retraída y vergonzosa. Solo se había atrevido a salir del cascarón en una ocasión y las consecuencias habían sido fatales.

Si hubiera sabido quién era ese hombre misterioso, habría huido antes. No hubiera sido capaz de dejarse llevar hasta ese extremo de haber sabido que el hombre que la estaba desnudando era el mismo con el que había soñado casi toda su vida.

Cuando tenía catorce años le idolatraba. Él tenía veinte y era tan guapo que le cortaba la respiración. Nunca había sido capaz de relajarse cuando estaba a su lado, aunque siempre fuera amable con ella. Bastaba con una sonrisa suya para hacerla tartamudear.

Y entonces, un día cualquiera, se había colado en el garaje solo para verle, pero él no estaba. Y nunca más había vuelto. Renzo no le había dicho ni una sola palabra al respecto. Había pasado meses encerrada en su habitación por las noches, rezando para que volviera, pero no iba a volver.

De repente, alguien llamó a la puerta. Tina se sobresaltó. Las dudas la asediaron. ¿Había sido buena idea ir al hotel? ¿Debía contarle el secreto?

Él se pondría furioso.

¿Pero cómo no iba a hacerlo? Tenía derecho a saber que iba a ser padre. Tenía derecho a conocer a su hijo. Ella no había llegado a conocer a su padre y su madre se había negado a decirle quién era. Solo se había dignado a decirle que era británico. No podía hacerle eso a su propio hijo, por muy difíciles que fueran las cosas.

Fue hacia la puerta y la abrió antes de cambiar de opinión. El hombre que estaba en el umbral era alto, moreno y muy apuesto, una versión más madura del joven del que se había enamorado años antes. Con solo mirarle, sentía chispas por el cuerpo.

Él la miró de arriba abajo hasta hacerla sonrojarse.

Tina se había puesto una falda con unos tacones altísimos, y llevaba una blusa de seda debajo de la chaqueta. Sabía que tenía un aspecto elegante y profesional, tal y como pretendía. Sin embargo, aquella adolescente tímida se apoderó de ella durante una fracción de segundo.

—¿Valentina? — dijo él.

Había una nota de incredulidad en su voz y una pizca de ese magnetismo sexual que había encontrado irresistible en Venecia. ¿Cómo había podido olvidar su voz a lo largo de los años? Podría haber evitado la situación en la que se encontraba si hubiera sido capaz de recordar ese tono de voz aterciopelado. Le hubiera reconocido antes.

—Sí. Me alegro de verle de nuevo, signore Gavretti — le dijo en un tono ligeramente sarcástico.

Tina retrocedió. Sentía el corazón en la garganta. Había pasado una noche de felicidad en sus brazos, pero él ni se acordaba. Casi había llegado a creer que la reconocería cuando la viera. Había pensado que él sabría de alguna manera que ella era la mujer a quien le había hecho el amor aquel día.

Pero no sabía que era ella.

—Entra, por favor.

Él cruzó el umbral y, justo en ese momento, Tina se sintió como si una mano invisible la agarrara del cuello. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había llegado a creer que podría manejarle? Apenas había sido capaz de manejarle aquella noche. Había hecho todo lo que él le había pedido, sin reparo ni objeción. Había sido como si esa timidez que la protegía del mundo hubiera dejado de existir de repente.

Tina sintió que la temperatura de su cuerpo subía con solo recordar aquellos momentos. Recordaba la piel contra la piel, la dureza contra la suavidad de su propio cuerpo. ¿Qué iba a pensar de ella cuando se enterara?

Tina ahuyentó los recuerdos y fue hacia el carrito del servicio de habitaciones.

—¿Té? — le preguntó. Le temblaba la mano.

Lo que realmente quería hacer era agarrar un plato y abanicarse con él.

—No.

Tina se sirvió una taza de todos modos y se volvió. Él estaba justo detrás. Al verle tan cerca dio un paso atrás de forma automática. Sus ojos grises la atravesaban. Su expresión era dura y curiosa al mismo tiempo. Tina quería deslizar la mano por su mandíbula, darle un beso tal y como había hecho aquella noche. Parecía que había pasado un siglo desde entonces.

—No me has pedido que suba para invitarme a una taza de té. Dime qué quiere tu hermano y terminemos con esto de una vez.

Tina parpadeó.

—Renzo no sabe que estoy aquí.

Si su hermano hubiera estado al tanto de todo, se habría puesto furioso. Seguramente, hubiera dejado de dirigirle la palabra.

Al final se enteraría, pero primero tenía que decírselo a Nico. Si Renzo llegaba a saber que estaba embarazada, le preguntaría quién era el padre.

Tina dejó la taza de té sobre la mesa y se tocó la frente. Todo era un desastre. De alguna forma tenía que conseguir que las cosas salieran bien.

La sonrisa de Nico no era nada amigable.

—Entonces, ¿vamos a jugar así? Muy bien — la miró de arriba abajo de nuevo— . Te has convertido en una joven encantadora, Valentina. Una gran baza para tu hermano.

Tina hubiera querido echarse a reír, pero no podía hacerlo. No podía demostrarle tanta debilidad. Para Renzo no era un valor añadido. Más bien era una carga. La cuidaba y la quería, pero no era más que un objeto meramente decorativo en la familia para él. Quería trabajar en la empresa de la familia, pero él no se lo permitía.

«Eres una D’Angeli. No tienes que trabajar», le decía.

No tenía que trabajar. Eso era cierto. Pero sí quería hacerlo, y, si su hermano no la contrataba, trabajaría para otros.

Sin embargo, aún albergaba la esperanza de poder convencerle de que D’Angeli Motors era el sitio donde debía estar.

Se había graduado con honores en Contabilidad y Finanzas, pero lo único para lo que le había servido la carrera hasta ese momento era para llevar las cuentas de su fideicomiso y hacer unas cuantas inversiones.

—No tienes ni idea de lo que Renzo tiene en la cabeza últimamente, ¿no? — le dijo en un tono repentinamente afilado.

Él la miró durante una fracción de segundo. Su expresión se endureció. Al parecer, él también se había sorprendido.

—Ya basta de juegos. Dime por qué querías verme o hemos terminado.

—No eras tan brusco en el pasado.

—Y tú no jugabas a esto.

Tina agarró la taza de té y fue a sentarse en el sofá. Bebió un pequeño sorbo con la esperanza de apaciguar las náuseas que le revolvían el estómago. No había sido una buena idea ayunar esa mañana, pero con solo mirar la comida había sentido ganas de vomitar.

—No estoy jugando, signore. Es que no sé muy bien por dónde empezar.

—Solías llamarme Nico en el pasado, cuando me hablabas.

Tina recordó la vergüenza que pasaba cuando estaba a su lado. Apenas era capaz de dirigirle la palabra.

Niccolo Gavretti parecía más serio y circunspecto que nunca. Estaba tenso como una vara y la miraba como si fuera un ser insignificante que se había cruzado en su camino en el peor momento.

De repente, Tina sintió unas ganas incontenibles de echarse a reír. Si él supiera lo que estaba a punto de decirle... Estaba histérica, pero no podía sucumbir. Además, muy pronto lo sabría todo. En cuanto lograra pronunciar las palabras adecuadas, la verdad saldría a la luz.

—Hace mucho tiempo de eso. La vida era más sencilla entonces.

Un relámpago de emociones cruzó el rostro de él en ese momento, pero desapareció tan rápido como había aparecido.

—La vida nunca es sencilla, cara. Solo nos parece que lo es cuando miramos atrás.

—¿Qué pasó entre Renzo y tú? — las palabras se le escaparon de los labios.

—Dejamos de ser amigos. Eso es todo.

Tina suspiró. Siempre había querido saber por qué había dejado de frecuentar la casa, pero Renzo jamás le había dicho nada. Entonces era demasiado joven como para entenderlo, pero pensaba que iba a ser algo temporal.

No obstante, se había equivocado.

Se le encogió el estómago de nuevo. Se tocó el abdomen, como si pudiera parar las náuseas.

De repente, Nico se agachó ante ella. Sus ojos eran del color de un cielo nublado.

Podía vomitar en cualquier momento.

—¿Qué sucede, Valentina? Tienes... mal color.

Tina se tragó la bilis que le subía por la garganta y trató de beber otro sorbo de té.

—Estoy embarazada — dijo. El corazón se le salía del pecho.

—Enhorabuena — dijo él con sinceridad.

—Gracias — Tina sentía ganas de reírse. Tenía calor, mucho calor.

Un sudor frío le cubría la frente y el labio superior. Dejó la taza de té y se quitó la chaqueta de los hombros. Nico se incorporó para ayudarla y colocó la chaqueta sobre el respaldo de un butacón.

La expresión de su rostro era más suave en ese momento, pero todavía parecía un león enjaulado. Podía sacar las garras en cualquier momento.

Tina cerró los ojos y sacudió la cabeza lentamente.

—¿Quieres que te traiga algo?

—Una de esas galletas.

Él tomó una galleta de vainilla de la mesita del té y se la dio. Tina partió un trozo y empezó a masticar lentamente.

Nico se metió las manos en los bolsillos.

—Si me dijeras qué quieres, acabaríamos con esto rápidamente y cada uno seguiría por su lado.

—Sí. Supongo que sí.

Tina se terminó la galleta y se recostó en el butacón. Parecía que no iba a vomitar esa vez, pero sabía que tenía que comer más.

—No sabía que te habías casado — le dijo él.

Ella le miró de repente.

—No estoy casada.

—Ah.

—No lo tenía planeado, pero tampoco pienso avergonzarme de mi bebé.

—No he dicho que tuvieras que avergonzarte.

Tina no se creía nada de lo que decía. La gente como él, la gente que procedía de una familia muy conservadora, tenía un sentido muy estricto del decoro. En el internado había aprendido bien la lección. Las otras chicas la trataban como si fuera escoria por no tener padre, por tener una madre camarera que había tenido hijos sin casarse.

Esas chicas habían convertido su vida en un infierno en el St. Katherine. La odiaban porque era uno de esos nuevos ricos, por su timidez y porque era un blanco fácil para sus burlas envenenadas.

Todas eran malvadas; todas, excepto Lucia.

Tina apretó el puño sobre un cojín. Nico era uno de ellos, uno de esos ricos de toda la vida, ricos de alcurnia y linaje. Y la estaba juzgando.

—No. No has dicho nada, pero lo estás pensando.

—No estoy pensando nada. Lo que no entiendo es qué tiene que ver conmigo todo esto.