Pasados turbulentos - Maggie Cox - E-Book

Pasados turbulentos E-Book

Maggie Cox

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Beschreibung

¿Habría encontrado aquel playboy la horma de su zapato? Hal Treverne, productor musical de gran éxito y famoso por su inconformismo, no estaba a la altura de su reputación de ser afortunado. Confinado en una silla de ruedas tras haber sufrido un accidente de esquí, estaba furioso. Sobre todo porque ya debería haber conseguido llevarse a la cama a Kit, la mujer que lo cuidaba, y habérsela quitado de la cabeza. Obligado a depender de ella, no podía escapar a su embriagadora presencia. Hasta que percibió el ardiente deseo que se ocultaba tras su fachada de eficiencia profesional. Desencadenar la pasión de Kit era un reto que le encantaría al arrogante Hal.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Maggie Cox

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Pasados turbulentos, n.º 2309 - mayo 2014

Título original: The Tycoon’s Delicious Distraction

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4314-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Lleno de despecho, Henry Treverne, Hal para los amigos, se desplazó en la silla de ruedas por el pasillo hasta el panel de la pared, junto a la puerta, y llamó al portero tocando un timbre.

–Si hoy viene alguien más para la entrevista, dígale que estoy enfermo de malaria. Ya estoy harto de hablar con mujeres aduladoras que están convencidas de poder solucionar mis problemas por arte de magia, como si fueran el hada madrina de Cenicienta, y también estoy cansado de las que me miran como si fuera un regalo de Navidad.

–Pero, señor Treverne, todavía queda una aquí... ¿De verdad cree que tiene malaria? En ese caso, ¿no sería mejor que se fuera al hospital?

El portero del edificio en el que vivía Hal, un práctico londinense que se llamaba Charlie, parecía preocupado. Hal suspiró, se pasó la mano por la negra melena, que pedía a gritos un buen corte, y masculló una maldición.

–Claro que no tengo malaria. ¡Acabo de volver de Aspen, Colorado, no de la Amazonia! ¿Y qué es eso de que todavía queda una?

Desdobló con impaciencia el papel que tenía en el regazo y volvió a maldecir cuando vio que todavía quedaba una persona enviada por la agencia para la entrevista. Se llamaba Kit Blessington. Que el cielo lo protegiera de otra mujer falsa y desesperada por ser su cuidadora para, probablemente, ganarse un buen dinero vendiendo la historia de su experiencia a la prensa cuando él pudiera volver a andar.

–La señorita ha llegado temprano y espera para verlo, señor Treverne.

–Pues dígale que estoy muy cansado. Que vuelva mañana.

–Preferiría verlo ahora, señor Treverne, si no le importa. Al fin y al cabo, es en lo que usted había quedado. Además, no me viene bien venir mañana.

Hal se quedó desconcertado ante el tono asertivo de la voz femenina.

–¿Cómo que no le viene bien? ¿Busca empleo o no? –su mal humor aumentó. Era evidente que esa mujer no se había tomado en serio su afirmación de que estaba cansado.

–No estaría en las listas de la agencia si no lo buscara, señor Treverne.

–¿Por qué no puede volver mañana? –preguntó Hal. Sentía un profundo desagrado ante aquella mujer a la que aún no había visto.

–Tengo otra entrevista en Edimburgo. No puedo verlo mañana si debo ir a Escocia. Por eso querría mantener la cita de hoy.

La sincera confesión dejó a Hal momentáneamente perplejo. No le gustaba que ella hubiera concertado otra entrevista sin siquiera haberlo visto. ¿A qué jugaba? En la agencia tenían que haberle dicho quién era él y que, dadas las circunstancias, era una prioridad.

–¿Para qué demonios quiere ir a Escocia? –le espetó sin importarle parecer grosero y poco razonable.

–Voy adonde me obliga el trabajo. La agencia no solo trabaja en el Reino Unido, sino en toda Europa. ¿Va a verme hoy o no?

Hal estaba especialmente agresivo porque la pierna escayolada le dolía y le picaba de forma insoportable.

–Le concedo diez minutos, señorita Blessington, tiempo más que suficiente para que decida si es adecuada para el puesto. Suba.

–Gracias. Pero tenga en cuenta que yo también decido rápidamente si quiero trabajar para alguien o no. Así que estoy segura de que ninguno de los dos tardaremos en tomar una decisión.

A Hal le pareció que era ella la que controlaba la situación. Aquello no era un buen presagio para la entrevista.

¡Maldito accidente! Era increíble que hubiera cedido al estúpido impulso de echar una carrera esquiando con Simon, su exsocio. De no haber sido por su orgullo, no se hallaría en la insoportable situación en que se encontraba: recuperándose de una larga operación del fémur e incapaz de hacer las cosas más sencillas.

Se imaginó a Simon, que siempre había sido su rival, describiendo el accidente a sus mutuos colegas y amigos y diciendo que hasta los más poderosos caen.

Una cosa era segura, iba a tardar en olvidar la vergüenza del doloroso incidente.

Tecleó el número para abrir la puerta y retrocedió unos metros en la silla de ruedas para esperar a la irritante señorita Blessington. Estaba seguro de que no le iba a gustar.

Cuando ella entró, Hal no se sorprendió al ver la gloriosa melena pelirroja que le caía por los delgados hombros, ya que se decía que las pelirrojas eran peleonas y dogmáticas. Aquella pelirroja en concreto tenía todo el aspecto de una directora de colegio femenino. Ya sabía que era una mujer autoritaria que sabía lo que quería y no temía decirlo. El sencillo vestido de color verde y la chaqueta de corte militar que llevaba indicaban que elegía la ropa para estar cómoda, no para ir a la moda.

Cuando Hal alzó la cabeza, se sorprendió al ver los ojos azules más bonitos que había contemplado en su vida. Antes de que ella hablara, él ya había decidido que era un fascinante acertijo que en circunstancias más propicias habría intentado solucionar. Pero, cuando ella habló, todo impulso de interesarse más por ella se evaporó.

–Ya veo por qué está de tan mal humor –ella frunció el ceño, dejó el bolso en el suelo y se dirigió hacia él como si fuera una enfermera a punto de ponerle el termómetro–. Me parece que no se encuentra bien. Tiene gotas de sudor en la frente y es evidente que tiene dolores. En la agencia me dijeron que se había roto el fémur. ¿Quiere un calmante? Si me dice dónde están, le traeré uno.

–Me he tomado un par hace unos minutos.

Durante unos segundos, el aroma floral que emanaba de la entrevistada lo transportó a un hermoso jardín primaveral en el que acababa de caer una fina lluvia, lo cual le impidió pensar con claridad. No le ayudó mucho que ella estuviera tan cerca que pudiera tocarle uno de los rizos de su melena. Ese inadecuado impulso hizo que el corazón le latiera con fuerza.

Desconcertado por su forma de reaccionar, Hal carraspeó.

–Las pastillas tardan un rato en hacer efecto, así que no me traiga más. Si le parece, podemos hacer la entrevista.

–Desde luego –dijo ella.

Su piel de porcelana se sonrojó levemente, pero se sobrepuso de inmediato y lo miró a los ojos.

–En vez de estar sentado en la silla, ¿no preferiría hacer la entrevista tumbado en el sofá, apoyado en cojines? Seguro que estaría mucho más cómodo. Puedo ayudarlo, si lo desea.

–Que quede claro, señorita Blessington, que no busco una enfermera. Tengo acceso a un equipo médico completo las veinticuatro horas del día, en caso de necesidad. Busco a una persona que me haga compañía y me ayude temporalmente en la vida diaria mientras me recupero. Necesito a alguien que no solo me lleve en coche, se haga cargo de la compra, me haga una taza de té o de café o me prepare una comida rápida, sino que también tenga una conversación inteligente y le interese la música y el cine, que son dos de mis pasatiempos preferidos. Quiero una persona que esté disponible día y noche por si no puedo dormir y necesito compañía.

Ella suspiró levemente, pero Hal no creyó que fuera porque los requisitos que había enumerado la asustaran.

–Eso es, más o menos, lo que me habían dicho en la agencia, señor Treverne, y quiero que sepa que no tengo problema alguno.

–¿Ha trabajado con otros clientes que le exigieran lo mismo?

–Sí. Hace poco trabajé para una actriz que se estaba recuperando de una fuerte gripe que la había dejado muy débil. Tuve que hacer muchas de las cosas que ha mencionado hasta que ella se volvió a valer por sí misma.

La experiencia no había sido muy buena para Kit, ya que la mujer en cuestión era caprichosa y desagradable. Durante las seis semanas que había trabajado para ella, la actriz había aprovechado la menor oportunidad para decirle lo mucho que la admiraban y envidiaban sus compañeros del mundo teatral por su belleza y sus dotes interpretativas. Y hablaba en un tono que indicaba que Kit debiera sentirse privilegiada porque la hubiera contratado.

Pero ella no le guardaba rencor, ya que la mujer no se daba cuenta de lo desagradable que resultaban su vanidad y sus aires de superioridad. Durante el tiempo que había estado trabajando para ella, nadie la había ido a visitar para interesarse por su estado. Al final, Kit sintió lastima por ella.

–Como necesito que esté disponible las veinticuatro horas del día, ¿es consciente de que tendrá que vivir aquí?

La voz de Hal hizo que ella volviera a la realidad.

–Lo tengo que hacer la mayoría de las veces. No se preocupe, ya me habían explicado todos sus requisitos. ¿Hay algo más que quiera preguntarme?

–Sí, ¿qué edad tiene?

–Veintiséis.

–¿Y no hay nadie en su vida que pudiera manifestar reservas ante el hecho de que vaya a vivir aquí? Sobre todo teniendo en cuenta que va a trabajar para un hombre –apuntó Hal en tono ligeramente burlón.

Ella no dio muestras de que la pregunta la hubiera perturbado lo más mínimo. Mantuvo una perfecta compostura.

–Soy libre, no hay nadie en mi vida que pueda manifestar reservas. De todos modos, no toleraría tener una relación con alguien que me dijera lo que puedo o no puedo hacer, o que le importara que viviera con la persona para la que trabajo.

La sincera confesión despertó aún más la curiosidad de Hal. ¿Cuál sería su historia? Su hermana, Sam, supondría sin duda que la actitud franca y directa de aquella mujer era producto de haber sido acosada en la infancia o en el pasado reciente. Debido a ello, habría tomado la decisión de no volver a dejarse intimidar. Sam, en su práctica como psicóloga, había visto a muchos pacientes con historias similares.

La idea no lo molestó en absoluto. Prefería emplear a alguien capaz y resuelto que a alguien tímido que no rechistara. Se sorprendió al darse cuenta de que, en cuestión de minutos, aquella mujer lo había fascinado. Pero se recordó que no era buena idea interesarse por una posible empleada, aunque fuera temporal.

De todos modos, su fascinación no tenía nada que ver con que se sintiera atraído por ella. Era indudable que era guapa, pero no tanto como para resistirse ante su belleza en el caso de que la contratara.

¿Debía ponerla unos días a prueba para ver si era apta para el puesto? Ninguna de las otras entrevistadas le había parecido ni remotamente idónea para el empleo. Necesitaba a alguien capaz y de confianza que lo ayudara a salir de lo que se estaba convirtiendo para él en una cárcel. Para un hombre tan activo, que vivía «a toda velocidad», según su hermana, la experiencia le estaba resultando una tortura.

–Venga conmigo al salón y seguiremos hablando –dijo él en el tono autoritario que le era habitual.

–¿Quiere que sigamos con la entrevista?

–No la voy a invitar a que entre en el salón para que me diga lo que opina de la decoración, señorita Blessington.

A pesar del sarcasmo, Hal se dio cuenta de que era la primera vez que había visto un destello de duda en sus ojos, como si hubiera temido que su actitud la hubiera privado del empleo. Mientras giraba la silla para dirigirse al salón, almacenó la información por si acaso le servía para el futuro.

Kit, mientras lo seguía, aprovechó el tiempo para examinar al hombre al que en el mundo de la música se le conocía como «el afortunado Henry». Según los entendidos, poseía el envidiable don de descubrir talentos lucrativos en potencia, a los que apoyaba económicamente, lo cual aumentaba el talento de los artistas y lo hacía cada vez más rico. Los artistas que patrocinaba ganaban discos de platino y se hacían muy famosos en la industria del pop.

Aunque Kit no tenía el menor deseo de saber cómo vivían esos famosos en su mundo materialista y superficial, un mundo que, en su opinión, solo causaba decepción e infelicidad cuando la buena estrella de una artista declinaba, sí le intrigaba saber lo que les sucedía a las estrellas en ciernes que no lograban triunfar.

Y, sobre todo, le interesaba lo que había motivado a Henry Treverne a convertirse en empresario en aquella profesión de buitres. Sabía que «el afortunado Henry» procedía de la aristocracia terrateniente y que se había criado rodeado de todas las comodidades. ¿Eran el dinero y el éxito lo único que lo había impulsado, debido a que había nacido en una cuna de oro? ¿No tenía una personalidad más compleja de lo que sugería su figura pública?

Henry no solo había disfrutado de todas las comodidades posibles, sino que tenía un físico extraordinario y una belleza deslumbrante.

Kit pensó, mientras le miraba los anchos hombros y el pelo espeso y oscuro que se le rizaba sobre el cuello del jersey, que, si le ofrecía el puesto y ella lo aceptaba, tal vez fuera demasiado para ella. Aunque hubiera hecho lo posible por darle la impresión de que le daba igual que le diera o no el empleo porque tenía otra entrevista en Edimburgo, lo cierto era que sí le importaba, ya que la agencia pagaba muy bien ese trabajo, además de ser importante para su currículum. El dinero le vendría bien para aumentar sus ahorros y, por fin, comprar la casa que tanto deseaba.

–¿De qué es diminutivo Kit? –preguntó él al llegar al salón.

Ella no contestó inmediatamente, sino que miró a su alrededor. Lo primero que le llamó la atención fue un óleo que representaba a un hombre escalando un glaciar. Por la inclinación de la cabeza, el color del pelo y la anchura de los hombros, dedujo que se trataba de Henry.

–Es usted, ¿verdad?

Él apretó los labios, señal de que la pregunta lo había molestado.

–Sí.

En vez de añadir algo más, como la mayoría de los hombres, a los que les encantaba alardear de sus hazañas, guardó un obstinado silencio, por lo que ella siguió observando el salón.

El mobiliario era monocromo y muy moderno, y estaba dispuesto casi como las esculturas de una exposición. Aunque le habría costado un ojo de la cara, Kit pensó que no resultaba muy acogedor.

–Kit es el diminutivo de Katherine, escrito con K.

Era la respuesta que solía ofrecer cuando se le preguntaba por su nombre. La característica ortográfica había sido decisión de su madre, probablemente, la única que había tomado fácilmente. A la hora de tomar decisiones sobre sí misma y sobre su hija, Elisabeth Blessington reaccionaba como si estuviera enajenada: lo hacía al azar, impulsada por la emoción en vez de por la razón y el sentido común.

Por eso, Kit había tenido que tomar el control de sus vidas desde muy joven. Mientras sus amigas jugaban a las muñecas, ella estaba sentada en la cocina con su madre tratando de ayudarla a resolver el último dramático dilema o consolándola porque el último hombre del que se había encaprichado la había dejado.

Elisabeth Blessington era un desastre a la hora de elegir pareja. El patrón autodestructivo había comenzado con el padre de Kit. Ralph Cottonwood era un gitano que había abandonado a Elisabeth al quedarse embarazada porque, según ella, no podía atarse a una vida de pareja convencional.

Aunque Kit había echado de menos la presencia de una figura masculina en su vida, decidió que, probablemente, su padre les había hecho un favor a su madre y a ella. Ya tenía bastante con un progenitor con la cabeza en las nubes.

–¿Quiere sentarse?

Hal situó la silla en medio de la sala y señaló uno de los sillones.

Ella se sentó, se puso las manos en el regazo y esperó pacientemente a que él siguiera hablando. De pronto, se percató de que sus ojos, que había creído que eran verdes, eran castaños, con largas y espesas pestañas.

Había que ser de piedra para no admirar aquel semblante.

–Dígame, Katherine, ¿qué la impulsó a dedicarse a esto?

–Me gusta ayudar a los demás.

–¿Y qué titulación tiene?

Ella no se inmutó, a pesar de que lamentaba no haber tenido la oportunidad de estudiar una carrera. Pero, con una madre que siempre tenía problemas económicos debido a su total desconocimiento de cómo manejar el dinero, no tuvo más remedio que empezar a trabajar a los dieciséis años para contribuir a pagar el alquiler.

–He hecho varios cursos de primeros auxilios y tengo un título de cuidadora. Completo mi falta de formación con mi amplia experiencia en cuidar a otras personas. Si habla con Barbara, la directora de la agencia, le dará más detalles. Llevo trabajando allí cinco años, y mi historial es ejemplar. Los criterios de la agencia son muy elevados, y no seguiría allí si no estuviera a su altura.

El pulso se le había acelerado un poco al acabar de hablar porque Henry la miraba con expresión divertida. ¿Estaría pensando que estaba loca al creer que iba a emplear a alguien sin la formación adecuada? Kit esperaba que al menos le diera la oportunidad de demostrar su competencia.

–Tiene suerte de que me guste correr riesgos. Algunos lo considerarían una temeridad, pero no me importa lo que piensen los demás. Muy bien, señorita Blessington, ¿cuándo puede empezar?

¿Le iba a dar una oportunidad? Llena de júbilo, pero sin demostrarlo, mantuvo la compostura.

–¿Eso significa que me ofrece el puesto?

–¿No ha venido para eso... porque quiere trabajar para mí?

–Sí, pero...

–En primer lugar, no me llames señor Treverne. Es demasiado formal. Seguro que te das cuenta de que no es una invitación que haga a mucha gente, pero te la hago para facilitar la comunicación, Kit. Y sí, te ofrezco el trabajo, y querría que empezaras mañana. Mi hermana dice que la agencia para la que trabajas tiene fama de emplear a personas competentes y dignas de confianza, que son discretas y respetan la confidencialidad. Eso es especialmente importante para hombres de negocios sometidos al escrutinio público, como es mi caso. Por eso hay una cláusula de confidencialidad en el contrato que tendrás que firmar. ¿Te parece bien?

–Por supuesto.

Hal asintió con la cabeza al tiempo que lanzaba un suspiro de alivio.

–Entonces, puedes venir mañana, después de desayunar. Dependiendo de la noche que haya pasado, suelo tomarme un café y una tostada sobre las ocho. Y una cosa más... Tengo una cita en el hospital a las diez. Tendrás que llevarme en coche –hizo una pausa–. ¿Aceptas el empleo?

–Sí, claro que sí.

Kit se levantó y caminó hacia él sonriendo con más precaución de lo habitual. Henry Treverne era un hombre tremendamente atractivo, lo cual la preocupaba. Nunca le había sucedido, pero temía enamorarse de un hombre para el que trabajara porque sería el fin de todos sus sueños y planes. Aunque no sabía aún cómo se comportaría él como jefe, creía, a juzgar por sus bruscos modales, que tendría que esforzarse para demostrarle que había elegido a la persona idónea para el trabajo.

–Gracias, muchas gracias. Prometo no defraudarte.

–Sinceramente, eso espero. Me horroriza la idea de tener que seguir entrevistando a candidatas después del desfile de mujeres deseosas de conseguir el puesto que he visto hoy – afirmó él–. Salvo tú, desde luego –añadió con una sonrisa irónica–. Si de verdad deseas este empleo, lo disimulas muy bien. ¿Quieres que te enseñe tu habitación?

–Sí.

–Entonces, ven conmigo. Después del accidente, doy gracias por haber elegido un piso sin escaleras. Tu habitación está al lado de la mía, es lo más cómodo. No voy a darte llave porque la puerta giratoria del portal siempre está abierta, y Charlie suele estar en la portería. Además, que tú estés fuera implica que yo estoy dentro, por lo que lo único que debes hacer es pedirle a Charlie que me llame para decirme que has vuelto. ¿De acuerdo?

–¿Y si te quedas dormido y no oyes el timbre cuando te llame Charlie?

–A no ser que me haya golpeado en la cabeza un ladrón con ansias de venganza, no te preocupes por eso. No me duermo fácilmente, al menos de día. Pero, para que te quedes tranquila, Charlie tiene un juego de llaves para emergencias.

–Bueno es saberlo.

–Entonces, vamos a ver tu habitación.

Capítulo 2