Pasaje de las sombras - Arnaldur Indridason - E-Book

Pasaje de las sombras E-Book

Arnaldur Indridason

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2013
Beschreibung

Un cóctel fuerte que combina crimen, crueldad, historia, militares y... espiritismo. Dos asesinatos. Setenta años los separan, pero hay extraños vínculos que unen a las víctimas. Y también a los investigadores de ambos casos. ¿Qué es lo que oculta el Pasaje de las sombras? ¿Qué extrañas relaciones se entretejen a lo largo de las décadas? CON Pasaje de las sombras, INDRIDASON OBTUVO EL PREMIO RBA DE NOVELA NEGRA 2013

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VII Premio RBA de Novela Negra

Otorgado por un jurado formado por Paco Camarasa, Anik Lapointe,

Antonio Lozano, Soledad Puértolas y Lorenzo Silva.

Título original: Skuggasund

Publicado de acuerdo con Forlagid Publishing, www.forlagid.is.

© Arnaldur Indriðason, 2013.

© de la traducción: Fabio Teixidó Benedí, 2013.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO556

ISBN: 978-84-9056-090-7

Composición digital: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Nota sobre el uso de los pronombres de cortesía y familiaridad

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NOTA SOBRE EL USO DE LOS PRONOMBRES DE CORTESÍA Y FAMILIARIDAD

1

Los agentes decidieron entrar en el apartamento, pero optaron por llamar a un cerrajero en lugar de forzar la puerta tras resolver que podían esperar unos cuantos minutos más.

Fue la vecina quien dio el aviso. No telefoneó a emergencias, sino a la Jefatura de Policía, y solicitó hablar con un agente. Cuando le pasaron la llamada, la persona que atendió al teléfono fue informada de que la mujer llevaba unos días sin ver a su vecino.

—A veces se pasa por mi casa cuando va a hacer la compra —explicó—. También lo oigo entrar y salir, o lo veo desde mi ventana cuando va a la tienda; sin embargo, últimamente, no ha dado señales de vida.

—Pudiera ser que se encuentre fuera de la ciudad.

—¿Fuera de la ciudad? No, no sale nunca.

—O que haya ido a casa de unos amigos. O de algún familiar.

—Me parece que no tiene muchas amistades, y nunca habla de su familia.

—¿Qué edad tiene?

—Unos noventa, aunque está en plenas facultades. No necesita ayuda para ir a ningún sitio ni nada parecido.

—Quizás ha ingresado en un hospital.

—No, me habría enterado. Vivo en su mismo rellano, en la puerta de enfrente.

—Tal vez se ha trasladado a una residencia. Por lo que dice, tiene una edad considerable.

—Yo... Qué cantidad de preguntas, no tengo respuesta para todas. No todo el mundo quiere vivir en una residencia, está muy bien de salud.

—Gracias por llamar, señora, enviaré a algunos hombres.

Dos agentes de policía esperaban al cerrajero junto a la puerta de la vivienda del anciano. Les acompañaba la vecina, Birgitta. Uno era rechoncho, con una prominente barriga. El otro era mucho más joven y estaba tan flaco que apenas llenaba el uniforme. Parecían un dúo cómico mientras esperaban allí, en el descansillo, charlando sobre esto y aquello. El más grueso contaba con sobrada experiencia y no era la primera vez que entraba en hogares de personas solitarias con la ayuda de un cerrajero. La policía recibía varios avisos al año para registrar el domicilio de individuos solitarios que vivían al margen de la sociedad. El cerrajero era pariente suyo, se llamaba Ómar y forzaba las puertas en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando Ómar apareció en el rellano el agente y él se saludaron como buenos familiares y, una vez terminada la operación de descerrajado, abrieron sin dificultad.

—¿Hola? —voceó el agente rechoncho hacia el interior del apartamento.

No obtuvo respuesta. Pidió a su pariente y a la vecina que esperaran fuera e hizo una señal a su compañero para que entrara con él.

—¿Hola? —gritó de nuevo, sin que nadie contestara.

Los policías penetraron lentamente en el piso, el agente barrigudo olisqueaba el aire. Les llegó un hedor desagradable que les obligó a taparse la nariz. Todas las cortinas estaban cerradas, pero hallaron encendidas las luces del recibidor, la cocina y el salón.

—¿Hola? —gritó el otro agente con voz estridente—. ¿Hay alguien ahí?

No obtuvieron respuesta. Fuera, el cerrajero y Birgitta aguardaban expectantes bajo el dintel.

La cocina era pequeña, pero estaba limpia y ordenada. Vieron dos sillas junto a una mesa y sobre la encimera, al lado del fregadero, una cafetera con la jarra medio llena. Dentro del fregadero distinguieron un plato y dos tazas y, al fondo de la estancia, un pequeño frigorífico y una vieja cocinilla de tres fogones. El mobiliario del salón estaba compuesto por un sofá, un butacón, una mesa de comedor y un escritorio situado junto a una ventana orientada hacia el sur. En las estanterías había libros, pero pocos objetos decorativos. El salón también estaba limpio, como la cocina.

El suelo de todo el apartamento estaba enmoquetado, excepto el baño y la cocina, y la moqueta se veía desgastada a lo largo de los recorridos principales, del salón a la cocina, del baño al salón, del dormitorio a la cocina y al salón. En algunas partes estaba tan raída que se distinguía el entramado blanco.

Los policías abrieron la puerta del dormitorio y sobre una cama individual descubrieron a un hombre boca arriba con los ojos medio cerrados y las manos en los costados. Vestía camisa, pantalones y calcetines, y toda la escena daba la sensación de que de pronto hubiera decidido acostarse en mitad de sus quehaceres diarios sin volver a levantarse jamás. Así tumbado no aparentaba tener noventa años. El agente de más edad se acercó hasta la cama y le tomó el pulso en el cuello y en la muñeca. «Difícil imaginarse morir de una forma más educada», fue lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Está muerto? —preguntó el policía delgado.

—Eso parece —respondió su compañero.

Sin poder contenerse, Birgitta abandonó el rellano disimuladamente y se asomó al dormitorio donde yacía su vecino, envuelto en paz y soledad.

—¿Está...?

—Me temo que no cabe pensar otra cosa —le comunicó el agente de más edad.

—Bendito sea, descanse en paz —suspiró ella en voz baja.

Ese mismo día trasladaron al fallecido al depósito de cadáveres del Hospital Nacional, donde una forense lo recibió y registró. Tal y como estipulaban las normas, un médico regional acudió al domicilio para dictaminar la defunción. Se consideró que no existían motivos para que la policía la investigara a no ser que se detectara alguna irregularidad en el transcurso de la autopsia. El apartamento se mantendría cerrado y sus puertas precintadas hasta que se conocieran sus resultados.

La forense, llamada Svanhildur, decidió aplazar el examen del cadáver. El caso no era urgente y estaba bastante ocupada; debía terminar algunos trabajos pendientes antes de iniciar sus tres semanas de vacaciones, que pretendía pasar en un idílico campo de golf en Florida.

Dos días después, extrajo el cuerpo de un refrigerador y lo dispuso sobre la mesa de operaciones. Un pequeño grupo de estudiantes de medicina presenciaba la autopsia, por lo que fue realizándola paso a paso para ellos. Antes les detalló las circunstancias del deceso: el hombre había sido hallado después de que una vecina alertara a la policía y todo indicaba que el deceso obedecía a causas naturales. Consiguió despertar el interés de los alumnos, incluso uno de ellos tuvo el detalle de retirarse el iPod de la oreja durante la disección.

Svanhildur daba por supuesto que la muerte se debió a un paro cardíaco y no tardó en confirmar que se hallaba en lo cierto. Sin embargo, no logró encontrar las causas que lo produjeron.

Examinó los ojos del anciano.

Observó con detenimiento el interior de su garganta.

—Ajá —murmuró, y todos sus alumnos se inclinaron sobre la mesa de operaciones.

2

Apresuraron el paso ante el refugio de sacos de arena situado frente al Teatro Nacional. Ella intentaba evitar que se les viera juntos, y más todavía cuando caminaban por las calles más concurridas de la ciudad. Sus padres se habían enfurecido al enterarse de su relación y le exigieron ponerle fin cuanto antes. Su padre la amenazó con echarla de casa, y ella sabía que cumpliría con su palabra. No llegaba a comprender por qué su reacción era tan violenta y hostil. Y, aunque no quería contrariarles en nada, se resistía con todas sus fuerzas a terminar la relación. Dejó de hablar de él, se comportaba como si todo hubiera acabado, pero continuaba manteniendo encuentros furtivos con él, como el de aquella tarde.

Contaban con pocos recursos para gozar el uno del otro. Cuando comenzaron a salir, a finales de otoño, iban en ocasiones a Öskjuhlíð si hacía buen tiempo. Pero ahora, en pleno invierno, escaseaban oportunidades propicias para disfrutar de su amor. Ni se les pasaba por la cabeza ir a un hotel, y las barracas del ejército tampoco suponían una alternativa. En una ocasión, al atardecer, hallaron amparo detrás del Teatro Nacional. El imponente edificio, planteado para dar cobijo al arte dramático islandés, se erguía como un peñasco sobre la calle Hverfisgata. La construcción, enmarcada por columnas de basalto, era un proyecto ambicioso, pero solo se llegó a levantar su estructura externa, ya que las obras llevaban paralizadas diez años debido a la crisis. Al estallar la guerra, las tropas de ocupación británicas comenzaron a utilizarlo como centro de aprovisionamiento, y unos años más tarde, cuando los norteamericanos tomaron el relevo de la ocupación, mantuvieron su función. En aquellos días, sin embargo, no era más que un punto de encuentros secretos para amantes en apuros.

«¡Jamás volverás a ver a ese hombre!», recordó a su padre, que le gritaba fuera de sí. Y después, por primera vez desde que tenía uso de razón, intentó ponerle la mano encima.

Su madre lo impidió.

Pero, tan pronto como prometía cambiar, incumplía su promesa. Se llamaba Frank, era de Illinois, siempre pulcro y bien vestido, olía bien, cuando sonreía mostraba unos dientes blancos relucientes y la trataba con especial cortesía y educación. Planeaban trasladarse a Estados Unidos en cuanto terminara la guerra. Ella estaba convencida de que su padre acabaría formándose una buena opinión de él, si el muy carcamal se dignara a conocerlo.

Aunque tampoco era la única. Al iniciarse la guerra, Reikiavik contaba con cuarenta mil habitantes y, durante los primeros años de la contienda, acudieron decenas de miles de hombres pertenecientes a las tropas de ocupación. Las relaciones con las mujeres islandesas fueron inevitables, primero con la llegada de los ingleses y, después, más frecuentes e intensas incluso tras el relevo de los norteamericanos, más gallardos y con mejor presencia, más ricos y menos patanes. Parecían estrellas de cine. El idioma no suponía ningún obstáculo; el lenguaje de la cama era universal. Se designó una comisión al respecto. Una sola palabra englobaba todo aquel descontrol: la «situación».

A ella, sin embargo, le traían sin cuidado la comisión y la «situación» mientras caminaba con Frank de Illinois por la calle Hverfisgata. Estaban a mediados de febrero y hacía frío, el viento rugía y se enroscaba en los filos de aquel enorme bloque de piedra erigido a modo de farallón artificial con la intención de recordar las moradas donde, según los cuentos populares, habitaban los elfos. Su diseño obedecía a la pretensión de crear la sensación en el público de que, al entrar en aquel gran teatro, se adentraba en realidad en los aposentos de los elfos para, una vez en su esplendorosa sala de aventuras, presenciar un espectáculo mágico que nunca parecía llegar a suceder, que traía completamente sin cuidado a los militares que trataban de resguardarse del frío rodeados de sacos terreros y que apenas prestaron atención a la pareja que giró rápidamente por la esquina del edificio, buscando la zona umbría que no alcanzaba a iluminar el alumbrado público. La muchacha llevaba un abrigo recio que le habían regalado en Navidad y él vestía su chaqueta militar y, bajo esta, el uniforme que a ella tanto le gustaba. Era sargento, y tenía facultad de mando a pesar de que ella no sabía exactamente en qué consistía eso ni cuáles eran las funciones de un sargento. Su manejo del inglés se reducía principalmente a yes, no y darling, y él poseía un nivel similar de islandés. Con todo, conseguían entenderse muy bien.

Cuando se cobijaron del viento ella quiso hablar con él sobre algo que le preocupaba, pero Frank la besó apasionadamente. Sintió su mano buscando a tientas bajo el abrigo y pensó en su padre. ¡Si la viera en ese momento! Frank le susurraba palabras de amor al oído. «Oh, darling». Notó sus manos frías sobre la blusa que se había comprado en Jacobsen a comienzos de año. Acariciaban sus pechos a través de la blusa, la desabrochaban y tocaban su piel. Ella no contaba con gran experiencia en juegos amorosos y se mostraba pasiva. Le gustaba besarlo y sentía que descendía por ella un cálido hormigueo cada vez que él la tocaba, pero, en aquel momento, hacía frío y no estaba de humor, no podía quitarse de la cabeza el enfado de su padre. Lo que debía contarle a Frank tampoco la dejaba en paz.

—Frank, tengo que decirte algo...

—My darling.

Él mostraba tanto ímpetu que la hizo perder el equilibrio, trastabillar y pisar algo que estuvo a punto de provocar su caída. Frank la sostuvo con la intención de proseguir, pero ella le pidió que se detuviera. Se refugiaban en el pequeño vano de un portal y en el suelo permanecía el objeto que la había hecho tropezar. Se fijó en él, era parte de una gran caja de cartón y supuso que procedería del centro de aprovisionamiento. No reparó en ella cuando se refugiaron en aquel rincón, pero ahora podía ver que, por debajo de los cartones, asomaban dos escuálidas piernas.

—God! —exclamó Frank.

—¿Qué es eso? —preguntó ella.

Las piernas estaban calzadas, unas cintas de los zapatos cruzaban el empeine, bajo ellos, unos calcetines cubrían la piel hasta las pantorrillas y más arriba esta, desnuda, se mostraba pálida, de un blanco azulado. No distinguieron nada más. Frank vaciló un momento antes de agacharse y levantar los cartones.

—¿Qué haces? —le susurró.

Una joven de apenas veinte años yacía de costado junto al muro del Teatro Nacional. Ambos comprendieron de inmediato que estaba muerta.

—¡Virgen santísima! —jadeó ella agarrándose a Frank, que no podía apartar los ojos de aquel cuerpo.

—What the hell? —masculló mientras se arrodillaba sobre la muchacha.

Buscó su muñeca y no le encontró el pulso, a continuación puso los dedos en su cuello aun sabiendo que no serviría de nada. Sintió un escalofrío, era militar, pero todavía no había entrado en batalla y no estaba acostumbrado a ver cadáveres. No tardó en asimilar que no podían prestarle ninguna ayuda y comenzó a buscar indicios de las posibles causas de su muerte. No encontró ninguno.

—¿Qué se supone que debemos hacer? —dijo su novia.

Frank se puso en pie y la abrazó. Le gustaba y entendía muy bien por qué nunca lo invitaba a su casa para presentarle a su familia. Los militares no eran bien recibidos en todas partes.

—Let’s get the hell out of here —propuso mientras escudriñaba los alrededores para comprobar si pasaba alguien.

—¿No deberíamos acudir a la policía? —sugirió ella—. Get police.

No vislumbró a nadie en las proximidades. Se asomó a la esquina y constató que los vigilantes del refugio continuaban en su puesto.

—No police, no. Let’s go. Go!

—Yes, police —insistió ella intentando oponer resistencia.

No le sirvió de nada, él la agarró y la hizo salir de su mano en dirección a la calle Lindargata, desde donde se dirigieron al oeste, hacia Arnarhóll. Frank iba más rápido y tiraba de ella, lo que llamó la atención de una mujer que se disponía a subir hacia Hverfisgata bordeando el Teatro Nacional. Ninguno de los dos se percató de su presencia, pero ella sí distinguió con toda claridad cómo ambos salían corriendo de un rincón oscuro del teatro. «Lo de estas muchachas es inexplicable», se lamentó. Precisamente conocía a aquella en concreto, recordaba haberle dado clases alguna vez. No sabía que también ella se encontraba en la «situación».

La mujer continuó su camino junto al teatro, miró hacia el lugar de donde vio surgir a la pareja y descubrió los restos de la caja de cartón. Se detuvo y reparó en las piernas. Se acercó un poco más y descubrió el cuerpo de la joven, que a todas luces alguien había pretendido esconder entre los cartones de la basura y otros desperdicios del centro; enseguida le llamó la atención lo poco abrigada que iba para aquella época del año, con tan solo un vestido corto.

El viento bramaba sobre los muros de piedra.

La chica era guapa, incluso muerta. Sus ojos vacíos contemplaban fijamente las alturas del siniestro edificio, como si se hubieran adentrado en el acantilado de los elfos labrado en las paredes del Teatro Nacional.

3

Marta sudaba de tal manera en el restaurante tailandés que por sus mejillas caían regueros de sudor. Había elegido el plato con carne de cerdo, el número siete, el más picante del menú. Dejó a Konráð que probara un poco, pero este no le encontró ningún sabor, únicamente notó un ardor molesto en la boca y en los labios que le hizo tragar agua con limón con la avidez de un pez de acuario. Él optó por el pollo, que sí se podía saborear y, de hecho, le pareció que estaba bastante bueno.

El restaurante se hallaba en un barrio industrial de las afueras de Reikiavik y mostraba un aspecto nada atrayente, la fachada se parecía más a la de un taller mecánico que a la de un restaurante. Marta sentía predilección por locales como aquel, eran baratos y el servicio diligente, la comida estaba buena y no corría el riesgo de toparse con ningún grupo de esnobs.

Telefoneó a Konráð desde la comisaría para preguntarle si le apetecía acompañarla a comer allí y a él le pareció un buen plan; hacía mucho que no sabía nada de Marta y no tenía nada mejor que hacer tras su jubilación. A pesar de la considerable diferencia de edad, se compenetraban bien cuando trabajaban juntos en la Policía Judicial, pero desde la jubilación de Konráð la relación se había enfriado y ahora era diferente. De alguna manera, ya no era lo mismo cuando se veían, como si no formaran parte del mismo equipo. Konráð ya no trabajaba para la policía y Marta continuaba ajetreada con asuntos policiales, más liada que nunca.

—¿No pica un poco? —aventuró Konráð mientras observaba como descendía el sudor por sus mejillas.

—Para mí no; está bueno, aunque he probado platos más picantes.

—Sí, seguro —comentó él absteniéndose de hacer ningún comentario impertinente.

Marta lo ponía a veces demasiado fácil. Jamás se rendía, no daba su brazo a torcer hasta que no era del todo inevitable y se jactaba de saberlo todo mejor que los demás.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

—Tirando, ¿y tú?

—Sobrevivo.

Marta terminó de comer y se secó el sudor de la cara. Estaba entrada en carnes, sus dedos eran rechonchos, su papada voluminosa y sus pesados párpados tendían a caer sobre los ojos, sobre todo después de una comilona. Solía llevar el pelo alborotado, blusas anchas y pantalones. Le daba pereza arreglarse; no sabía para quién debía hacerlo. Con el humor sarcástico que caracteriza a los policías había sido bautizada, mucho tiempo atrás, como Marta «la eleganta». Una vez vivió con una mujer de las islas Vestmann pero esta, tras abandonarla, regresó a las islas. Desde entonces seguía sola.

—¿Sabes algo de Svanhildur? —le preguntó Marta, y luego comenzó a escarbarse los dientes en busca de restos de comida.

Se trataba de una mala costumbre que sacaba de quicio a Konráð, sobre todo cuando aspiraba aire entre los dientes emitiendo chasquidos y resoplidos.

—No —contestó él, que hacía tiempo que no veía a su vieja amiga, la forense del Hospital Nacional.

—Ya tenemos su informe sobre el hombre que encontraron muerto, un anciano del que nadie se acordaba que falleció en su apartamento mientras dormía. Se llamaba Stefán Þórðarson. ¿Has oído hablar del caso?

Konráð asintió. Recordaba vagamente la noticia, aparecida días atrás en los periódicos.

—¿Qué ocurre con él? —preguntó.

—¿Es que Svanhildur no te informa cuando sucede algo emocionante?

—Habrás oído mal.

—Ha descubierto algo interesante que le pasó inadvertido al médico que enviamos a la vivienda.

—No se le escapa una.

—Cree que murió asfixiado, probablemente con su propia almohada.

—¿Ah, sí? —dijo Konráð.

—Cree que lo asesinaron.

—¿Por qué demonios? ¿No era muy mayor?

—¿Por qué demonios lo han asesinado o por qué demonios piensa Svanhildur que lo han asesinado? —repitió Marta.

Miró a Konráð con satisfacción y sorbió aire entre los dientes. Él sonrió y se arrepintió de no haber aprovechado para burlarse de ella cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.

—Está bien —aceptó—. Empecemos por la primera pregunta: ¿por qué tendrían que haberlo asesinado?

—No lo sabemos.

—¿Y por qué sostiene Svanhildur que lo han asesinado?

—Por la presencia de fibras en la garganta y en las vías respiratorias —respondió Marta—. También pequeñas venas rotas en los ojos. Todo ese rollo.

—¿Qué tipo de fibras? ¿De su almohada?

—Sí. Según Svanhildur, alguien le puso la almohada sobre la cara hasta que dio el último suspiro. Literalmente. Apenas opuso resistencia. Tenía más de noventa años. No debió de costar ni un segundo y, aun así, ella ha encontrado esos indicios.

—¿Tan mayor era?

—Sí, asfixiarlo no debió de suponer mucho esfuerzo. Los policías no sospecharon nada cuando lo encontraron. Hallaron dos almohadas, una estaba bajo su cabeza y la otra junto al cabezal de la cama. Era como si hubiera muerto mientras dormía.

—Así que alguien ha querido hacer que lo pareciera. Que murió de viejo.

—Eso es.

—¿Y caísteis en la trampa? —Konráð no pudo resistir la tentación—. ¿Acudiste tú al domicilio?

Marta sorbió aire entre los dientes.

—El doctor al que llamaron para que examinara el cadáver no vio nada llamativo, y nosotros no somos médicos. Los agentes no le abrieron la boca para examinarle la garganta con un microscopio.

—¿Y por qué lo hizo Svanhildur?

—¿Por qué no hablas con ella y se lo preguntas?

—Quizá lo haga. ¿Quién era el hombre? ¿Lo conocíais?

—¿Te refieres a si se trataba de un habitual de la comisaría? No. Simplemente era solitario, como te acabo de decir. No hay ningún dato sobre él en la policía o, al menos, no en las últimas décadas. Tampoco hemos dado con nadie que lo conociera, salvo la vecina que dio el aviso.

—¿Ningún amigo o pariente?

—No sabemos de nadie. Todavía. Pero tal vez tengamos novedades a partir de ahora: la noticia se colgará en Internet esta noche y mañana saldrá en los periódicos. Ya veremos qué pasa.

—Quizá fue un robo. ¿Forzaron la vivienda?

—No hay indicios para pensarlo. Hemos registrado el piso a fondo. El equipo pericial se ha pasado allí todo el día.

—Entonces conocía al asesino, le abrió la puerta, lo invitó a pasar.

—¿No decías que ya no eras policía? —preguntó Marta.

—Sí —contestó Konráð—. Menos mal.

4

Cuando Konráð regresó a su casa por la tarde puso un disco de grandes éxitos islandeses de los años sesenta, abrió una botella de The Dead Arm, un vino tinto que era de su agrado, y se sentó junto a la mesa de la cocina. La estancia estaba orientada hacia el oeste y por la ventana se filtraba el arrebol de la tarde. Solía escuchar con frecuencia viejos éxitos, se los sabía de memoria, asaltaban su pensamiento inesperadamente y los asociaba con recuerdos que le complacía evocar a través de la música, como cada vez que escuchaba a Ingimar Eydal y su banda tocar el inicio de La primavera en Vaglaskógur y su memoria se remontaba al verano de 1966, cuando se escuchó por primera vez esa canción. El teléfono del salón interrumpió sus recuerdos y salió de la cocina para contestar. Acababan de dar las doce y pensó que solo podía tratarse de Marta, era capaz de llamar a cualquier hora del día por la cuestión más insignificante, a menudo únicamente para hablar. Se sentía sola desde la marcha de la mujer de las islas Vestmann.

—¿Estabas en la cama? —preguntó ella, en efecto, sin que se detectara en su voz la más mínima preocupación por si así hubiera sido.

—No.

—¿Qué haces?

—Nada. ¿Alguna noticia sobre el caso del anciano?

—Hemos terminado de registrar su apartamento. No hemos encontrado nada. Vivía solo y aún no hemos averiguado si tiene algún pariente vivo. No hay ni fotos de familia en las paredes ni ningún álbum. Solo guardaba la foto de un joven en un cajón, junto a la cama. Tenía algunos libros pero, aparte de eso, no atesoraba muchos objetos personales. Lo único relevante que hemos encontrado son unos recortes de periódico que debe de haber guardado durante bastante tiempo.

—¿Y eso?

—No dicen mucho y, de hecho, no recuerdo haber oído hablar del caso.

—¿Qué caso?

—El que citan los recortes. Son tres, probablemente del mismo periódico, pero están sin fechar. No hay manera de saber si el caso se resolvió o si pasó a manos del ejército norteamericano. La última noticia hace referencia a los progresos de la investigación y a que la policía no lograba avanzar gran cosa.

—¿De qué estás hablando? ¿El ejército norteamericano?

—Los artículos dan cuenta de la investigación de un homicidio —aclaró Marta—. Durante la Segunda Guerra Mundial. Una muchacha fue hallada estrangulada detrás del Teatro Nacional en 1944. ¿No es el año en que naciste?

—Sí.

—Es como si el caso se hubiera desvanecido —continuó Marta—. No he encontrado nada sobre él en nuestros archivos.

—¿El cadáver de una muchacha detrás del Teatro Nacional?

—Sí, ¿te suena?

Konráð dudó un momento.

—No, no sé —respondió.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto misterio?

—Nada. Tengo sueño —contestó distraído—. Es de mala educación llamar a la gente tan tarde. Será mejor que dejemos la conversación para otro momento.

Se despidió de su amiga, terminó la botella y se preparó para dormir. No podía conciliar el sueño. Los recuerdos de su padre y la muchacha del Teatro Nacional lo mantuvieron despierto hasta bien entrada la noche. Tuvo la duda de si contárselo o no a Marta; pero conocía el caso porque guardaba relación con su padre. A Konráð no le gustaba hablar de él. La joven falleció el año en que nació Konráð y existía un extraño nexo entre aquel asunto y su padre, que en aquella época flirteaba con temas esotéricos y estaba en contacto con videntes que no gozaban de muy buena fama. Un día, los padres de la joven acudieron a un médium y le preguntaron si podía organizar una sesión de espiritismo para contactar con su difunta hija. El padre de Konráð era el ayudante del vidente, y lo sucedido en aquella sesión causó gran revuelo en la prensa.

Konráð se acarició el brazo izquierdo y se preguntó si debía hacerle una visita a Marta o pasar todo aquello por alto. Sufría una atrofia muscular en el brazo, era un defecto de nacimiento que casi nunca le molestaba y del que los demás apenas se percataban a pesar de tener el brazo izquierdo más pequeño que el derecho y de que su mano izquierda era más débil. Se dio la vuelta en la cama y, desde el vacío que separa la vigilia del sopor, las notas de La primavera en Vaglaskógur poblaron su mente y se sumergió en el sueño. Se vio envuelto en bonitos recuerdos sobre la arena dorada de la playa de Nauthólsvík. Unos niños jugaban en la orilla. Sintió un beso perfumado de flores.

5

Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta de abajo. Era noche cerrada y tuvo el presentimiento de que se trataba de la policía.

Frank y ella habían cruzado corriendo la colina de Arnarhóll bajo el abominable viento del norte, después bajaron hasta Kalkofnsvegur y desde allí continuaron en dirección a Lækjargata intentando aparentar que no ocurría nada. Pero ella no podía apartar de la mente la visión de la muchacha tirada en aquel rincón de la parte trasera del Teatro Nacional y sabía que nunca podría hacerlo. No entendía la reacción de Frank y le sorprendía aquella huida sin sentido. Él decidió que debían salir corriendo. Ella habría preferido llamar a la policía. Cuando por fin aminoraron la marcha a la altura de Hverfisgata, él trató de exponerle sus razones: no era su business. La chica estaba muerta. No podían hacer nada por ella. Otra persona la encontraría y asunto resuelto.

El viento helado soplaba y la gente se apresuraba en llegar al cine, a un café o a casa de algún amigo. Por Lækjargata pasaban militares en jeeps que después subían por Bankastræti. Frank consideró que lo mejor era despedirse cuanto antes; volverían a verse pasados unos días, donde siempre, detrás de la catedral. Para entonces ya habría pasado todo. Le dio un beso de despedida y ella se apresuró en regresar a casa cruzando el centro de la ciudad.

Ella sabía que no estaba bien dejar allí a la chica, de esa manera. Pero, por otra parte, se sentía aliviada. Tal vez, al fin y al cabo, era lo más sensato. No hubiera resultado muy agradable explicarle a la policía lo que andaba haciendo con Frank al amparo de los muros del Teatro Nacional, lo que se traía entre manos con un soldado norteamericano en aquel rincón. Si llegara a oídos de su padre, se pondría hecho una fiera.

Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez con más fuerza. Sus padres estaban ya acostados y sus dos hermanos pequeños dormían. Pero, tras lo sucedido aquella noche, ella no conseguía conciliar el sueño. Al llegar a casa subió pronto a su habitación y se metió en la cama procurando pasar desapercibida. Luego intentó leer una novela romántica sin conseguir dejar de pensar en la chica del teatro, en Frank y en su decisión de salir corriendo.

«Maldita muchacha», se decía, como si aquella pobre desgraciada tuviera la culpa de todos sus problemas.

Oyó a su padre levantarse y bajar por la escalera haciendo crujir cada peldaño. Apoyó la oreja contra la puerta del dormitorio para intentar escuchar lo que sucedía fuera. Tal vez no fuera la policía. Quizá se tratara de otra persona.

Falsa esperanza. Se asustó al oír la voz de su padre y retrocedió unos pasos.

—¡Ingiborg! —gritó él por segunda vez.

Y luego una tercera. Percibió cómo perdía la paciencia a medida que gritaba de nuevo su nombre.

La puerta del dormitorio se abrió y su madre asomó la cabeza.

—Tu padre te está llamando, niña. ¿Es que no lo oyes? La policía quiere hablar contigo. ¿Se puede saber qué has hecho?

—Nada —contestó a sabiendas de que no sonaba muy convincente.

—Baja —le ordenó—. Venga, sal. ¡Menudo escándalo!

Siguió a su madre y, tras descender un par de escalones, descubrió que, desde la puerta, junto a su padre, dos hombres la miraban.

—Hombre, ahí estás —anunció su padre indignado—. Aquí hay dos agentes de policía... —Se giró hacia uno de ellos—. Discúlpenme, ¿cómo ha dicho que se llaman?

—Flóvent —respondió uno—. Y este es Thorson —añadió señalando al agente que le acompañaba—. Trabaja para el departamento de policía del ejército norteamericano, pero pertenece al ejército canadiense. Habla islandés mejor que yo.

—Soy hijo de inmigrantes islandeses en Canadá —dijo Thorson a modo de explicación—. De Manitoba.

Ninguno de ellos llevaba uniforme. El agente islandés tendría entre treinta y cuarenta años, era delgado y alto, aunque de complexión fuerte. Thorson era más bajo, robusto y unos diez años más joven. Ambos llevaban sendos abrigos largos de invierno y se habían quitado el sombrero al entrar.

—Claro, de Manitoba —comentó su padre—. De dónde si no. Quieren hablar contigo, Ingiborg —continuó enfadado—. Sobre algo que ha pasado detrás del Teatro Nacional. No me quieren decir de qué se trata, prefieren hablar contigo primero. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hacías allí?

Apenas se atrevía a mirar a su padre, no sabía qué responderle. Los agentes se dieron cuenta de que lo estaba pasando mal.

—Si no les importa, nos gustaría hablar a solas con ella —indicó Flóvent.

—¿A solas? —retumbó la voz del padre—. ¿Para qué?

—Si fueran tan amables. Si lo desean, podemos hablar más tarde con ustedes en presencia de su hija.

—¿Qué significa esto, muchacha? ¿Es que no sabes responder? —gruñó su padre levantando la voz—. ¿Por qué razón se presenta aquí un policía del ejército norteamericano? ¿Me lo puedes explicar? ¿Es que todavía andas pendoneando con ese soldado tuyo? ¿No te lo tenía estrictamente prohibido?

—Sí —reconoció sin saber qué más responder.

—¿Y aun así lo sigues viendo? ¿Aun así?

Dio la impresión de que se disponía a agarrarla y hacerla bajar hacia la puerta.

—Compórtate, Ísleifur —le ordenó su mujer alzando la voz desde la escalera, junto a su hija—. Tenemos invitados. No hables así delante de ellos.

El hombre de la casa se calmó un poco, observó fijamente a su esposa y después a los dos agentes, que sostenían sus sombreros bajo el dintel y pasaban calor dentro de sus gruesos abrigos de invierno. Había comenzado a nevar y sus hombros estaban salpicados de agua.

—Disculpen ustedes —se excusó.

—No se preocupe —respondió Thorson—. No es agradable recibir visita a estas horas de la noche. Y menos, nuestra.

—Le prohibí tajantemente tener contacto con los militares, pero, por lo visto, no me ha hecho ningún caso. Es como si no escuchara nada de lo que digo. Toda esa desobediencia se la inculca su madre.

—¿Podríamos...? Si nos facilitaran un lugar apartado donde poder hablar con Ingiborg se lo agradeceríamos —pidió Flóvent—. No nos llevará mucho tiempo. Y disculpen de nuevo las inconveniencias a estas horas, pero el asunto no podía esperar hasta mañana.

—Pueden usar el salón —sugirió la madre mientras bajaba la escalera.

Ingiborg la acompañó y miró a su padre, todavía muerta de miedo. Lo último que quería era hacerlo enfadar porque, al fin y al cabo, le tenía respeto. Sabía que lo había traicionado al no querer dejar de verse con Frank y ahora, por su culpa, aquellos dos policías estaban en casa.

Su madre acompañó a los hombres hasta el salón e instó a Ingiborg a ir con ellos. Ísleifur quería seguirlos, pero su esposa lo detuvo.

—Hablaremos con ellos después —le aseguró mientras cerraba la puerta del salón.

—Y con ella —puntualizó Ísleifur—. ¡Tiene que ser responsable de lo que hace, la muy insensata!

—No digas eso —le regañó su esposa enfadada—. No quiero oírte hablar así de nuestra hija.

—¡Es intolerable, mujer! —gritó él—. ¿Lo entiendes? ¡Se ha metido hasta el cuello en la «situación»! La policía está en nuestra casa. ¿Por qué me hace esto? ¿Qué piensas que dirán por ahí? ¿Es que te crees que la gente no se va a regodear cuando se entere? Debo velar por mi reputación. ¿Entiendes lo que es eso? ¡No parece importarte mucho! ¡Mi reputación!

6

Agradecieron poder quitarse los abrigos, que dejaron apoyados sobre el respaldo de una silla del salón. Flóvent se acomodó después de que Ingiborg hubiera tomado asiento, en tanto Thorson permanecía de pie, detrás de su compañero. Apenas dos horas antes Flóvent había recibido un aviso sobre el hallazgo de un cadáver: una mujer que paseaba por el barrio de las Sombras decía haber encontrado el cuerpo de una joven en la parte trasera del Teatro Nacional. Flóvent se puso en contacto con Thorson en cuanto supo que la mujer pudo distinguir a dos personas que salían corriendo de allí y se dirigían a toda prisa hacia Arnarhóll y que una de ellas era, sin lugar a dudas, un soldado norteamericano. No era la primera vez que colaboraban en casos que competían tanto a la policía islandesa como a las tropas norteamericanas.

Thorson tomó la decisión de alistarse en el servicio militar en Canadá al estallar la guerra y enseguida fue destinado a Islandia como intérprete tras la ocupación británica del país. Trabajó para su Policía Militar y, más adelante, cuando el ejército estadounidense desembarcó en la isla, para la norteamericana. Debido a su origen, hablaba islandés con fluidez y servía de enlace entre la policía de las tropas de ocupación y las nativas y, a pesar de que contaba con poca experiencia en asuntos policiales, mostraba un gran interés por ellos. Por esa razón, él y Flóvent colaboraban en todos los casos de importancia que concernían tanto a las tropas como a los ciudadanos. Ambos congeniaban muy bien y se preocupaban de realizar sus pesquisas sin complicarlas con trámites burocráticos o con procedimientos oficiales que pudieran retrasarlos.

Cuando se le comunicó el hallazgo del cadáver, Flóvent estaba solo en la oficina de la Policía Judicial, en la mansión de Fríkirkjuvegur, 11. A Flóvent le agradaba trabajar allí. La casa parecía una villa italiana: situada cerca del lago Tjörnin; antiguamente fue propiedad de la familia más acaudalada del país y estaba adornada con columnas jónicas y un tejado con balcón. La Asociación de Abstemios pudo adquirirla antes de la guerra y ahora alquilaba sus oficinas a la Policía Judicial, entre otros, que apenas contaba con casos asignados, ya que la mayoría de los investigadores estaban ocupados con otras tareas más urgentes relacionadas con la contienda.

Cuando sonó el teléfono, acababa de regresar de visitar a su padre y tenía intención de dedicarle un tiempo al archivo de huellas dactilares. Una vez más, volvieron a hablar sobre la fosa común del cementerio de Suðurgata. Flóvent se mostraba reticente ante la idea de su padre de que indagara cuanto pudiera acerca del paradero de los restos de su madre y su hermana para trasladarlos a un nuevo sepulcro del que ellos también podrían hacer uso cuando llegara la hora. A Flóvent le parecía mejor dejar las cosas como estaban, pero prometió, a regañadientes, estudiar la posibilidad de abrir la fosa, excavada en 1918 durante el brote más virulento de gripe española.

Tras el aviso, Flóvent caminó con paso vivo por la desierta calle Lækjargata, bajo el gélido viento del norte, y pasó por delante de la estatua de Jónas Hallgrímsson. Tenía por costumbre saludar a Jónas cada vez que pasaba por delante. Con el tiempo había adquirido la manía de saludarlo levantando la mano o, en su defecto, recitar mentalmente unos versos del poeta, como si no hacerlo pudiera traerle mala suerte: «Nadie llora a un islandés, muerto en soledad...».

En la parte trasera del Teatro Nacional se congregaba un reducido grupo de personas: la mujer que descubrió el cadáver, dos o tres transeúntes y los guardas del refugio, a los que al fin no les quedó más opción que salir.

Por su parte Thorson recibió la llamada que le comunicaba el hallazgo cuando se encontraba en el barrio de barracas perteneciente a las fuerzas aéreas de la armada estadounidense, al sur de Nauthólsvík. Disponía de un jeep militar que condujo rápidamente hasta el centro. Llegó justo cuando iban a trasladar el cuerpo de la joven. Saludó a Flóvent y se arrodilló junto al cadáver.

—¿Esto no son contusiones en el cuello? —preguntó.

—Sí, todo apunta a que ha sido estrangulada —respondió Flóvent.

A juzgar por la ropa ligera de la víctima, dedujeron que el fallecimiento habría tenido lugar en otra parte y luego alguien la trasladó hasta aquel rincón. Con tan mal tiempo difícilmente la muchacha se habría aventurado a salir con solo aquel vestido corto y fino. Además, parecía como si hubieran intentado ocultar el cadáver entre los cartones y la basura.

—No es un escondite muy bueno, que digamos —comentó Thorson alzando la vista hacia el siniestro edificio del teatro.

—No, en absoluto.

—Hay guardas cerca, en el refugio.

—Se puede acceder en coche a la parte trasera, donde deshacerse del cadáver no supone ninguna dificultad.

—Pero ¿por qué el Teatro Nacional?

Flóvent, sin respuesta, se encogió de hombros.

—Tal vez el asesino lo encontrara teatral —apuntó Thorson—. Me refiero al hecho de dejarla aquí.

—¿Y los militares del centro de aprovisionamiento? —preguntó Flóvent—. ¿Estuvo ella dentro? ¿Conocería a alguien que trabajara en él?

—Tendremos que comprobarlo —sugirió Thorson y luego, mirando a la mujer que dio el aviso, que se hallaba junto a dos agentes de policía y protestaba porque ya no podía perder más tiempo y debía irse a casa, preguntó—: ¿Por qué cree que el hombre que huía era norteamericano? Todavía quedan algunos soldados británicos. Y canadienses. Y noruegos.

—Dice que está completamente segura. Y también conocía a la joven que iba con él. Es profesora en un instituto de secundaria. Dice que le ha dado clases.

—No es un trabajo muy duro —comentó Thorson ajustándose el abrigo para protegerse del frío.

—¿A qué te refieres?

—A ser policía en Reikiavik.

—Probablemente no —admitió Flóvent—. Voy a ordenar que venga un fotógrafo. Necesitamos imágenes del lugar de los hechos.

Sentada en su silla, cabizbaja, Ingiborg se sentía acobardada y pensaba en su padre, que aguardaba tras la puerta. Thorson y Flóvent comprendieron que debían ser cuidadosos si no querían que se viniera abajo.

—Usted no es la única que se ve con militares a escondidas —comenzó Thorson amistosamente—. Ni la primera ni la última.

Ella esbozó una sonrisa.

—¿Cómo se llama? —quiso saber Flóvent—. Me refiero al militar con el que se encontraba.

—¿No nos podríamos tutear? —pidió ella.

—Naturalmente.

—Se llama Frank —respondió ella entonces—. ¿Habéis hablado con él?

—No. Frank... ¿Qué más? ¿Sabes su apellido? —preguntó Thorson.

—Por supuesto, Frank Carroll. Es sergeant. ¿Cómo habéis averiguado que yo estaba allí? ¿Me vio alguien?

—Esta es una ciudad muy pequeña —le recordó Thorson.

—Os vio una mujer que te conoce —aclaró Flóvent—. Su identidad es lo de menos, pero presenció cómo tú y un militar norteamericano salíais corriendo y pensó que huíais del lugar tras agredir a la víctima. ¿Es eso cierto? ¿Fue lo que pasó?

—¡No! —exclamó Ingiborg—. No había visto nunca a aquella muchacha. Nunca. Frank y yo estábamos... Fuimos ahí solo para... Ya sabéis...

—¿Hacer manitas? —preguntó Thorson.

—Mi padre no quiere que me vea con él, ya lo habéis oído. Me prohibió encontrarme con Frank, y tenemos tan pocas opciones... No quiero ir donde los militares, y tampoco quiero pedirle a mi amiga que me eche una mano y me deje su habitación, así que no nos queda otra que estar a la intemperie. Era la segunda vez que íbamos allí.

—¿A qué unidad pertenece Frank? ¿Infantería? ¿Artillería?

—Sé que es sergeant, pero no hablamos mucho del ejército. Se aburre siendo militar, y le da miedo que lo envíen a Europa.

—¿Dónde os conocisteis?

—En la sala de baile del hotel Borg. Fue durante el otoño pasado, o más bien a comienzos del invierno. Es un hombre adorable. Educado, atento.

—Entonces, os conocisteis bailando, ¿no?

—Sí. Él es... Baila muy bien.

—¿Te divierte bailar con él? —preguntó Thorson tratando de distender un poco el ambiente.

—Sí.

—¿Y qué más sabes de él?

—Es de Illinois y tiene cinco años más que yo. Cuando se libre del ejército va a comprar un concesionario de coches. En América todos van en coche. Le gusta ir al cine, pero yo no he querido ir con él después de que mi padre me prohibiera verlo. Tiene dos hermanos y vive con su madre; su padre murió.

—¿Estranguló a la joven del portal del Teatro Nacional? —preguntó Flóvent bruscamente.

Ingiborg dio un respingo. La pregunta la había cogido desprevenida.

—¡Dios mío, no! No le hizo nada, no sé quién era esa chica. Por el amor de Dios, no digas eso. ¿Fue estrangulada?

—¿Viste cómo lo hacía?

—¿Yo? No, yo... No, eso no es verdad.

—Y luego os la llevasteis y la tirasteis como si fuera basura detrás del Teatro Nacional.

—Virgen santa..., no digas eso... —comenzó a sollozar en voz baja.

—¿Por qué salisteis corriendo?

—Porque eso es lo que él me pidió que hiciéramos. Frank creía que era lo más sensato. Dijo que no era nuestro business. Y... era cierto. No teníamos nada que ver con ella. Nada. Es algo horrible. Espantoso. Por supuesto que no debimos huir, pero...

—¿Frank sabe que tu padre es un alto cargo del Consejo de Ministros, que es el máximo consejero del Gobierno en lo concerniente a la proclamación de la República que tendrá lugar este verano?

—No. —Ingiborg miró a Flóvent—. Lo único que sabe es que mi padre lo desprecia y no quiere tener nada que ver con él.

—¿Estás segura de que no conocías a aquella chica?

—Sí, lo estoy, no tengo ni idea de quién es. ¿Lo sabéis? ¿Sabéis quién es?

—¿Por qué pensó Frank que lo más sensato era salir huyendo de allí? —insistió Thorson sin responderle.

—Porque no nos incumbía —explicó Ingiborg—. Y es toda la verdad, simplemente nos la encontramos. No le hicimos nada. Nada de nada.

—¿Y cómo puedes asegurar que no os incumbía?

—Porque no sé quién era.

—¿Y tu amigo Frank?

—¿Qué pasa con él?

—¿La había visto antes?

—¿Frank? No.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque... porque lo sé. ¿Por qué lo dices? ¿Por qué crees que la conocía?

—Porque salió corriendo —afirmó Thorson—. Eso podría explicar por qué decidió huir. Porque la conocía.

Ingiborg lo miraba con estupor mientras asimilaba sus palabras.

—No, no la conocía de nada —insistió, pero su tono de voz ya no sonaba tan convincente como antes. Realmente, no sabía mucho de su amante, Frank Carroll, de Illinois.

—Muy bien, Ingiborg, creo que de momento ya es suficiente. Tal vez necesitemos hablar contigo de nuevo, probablemente mañana. Si no tienes inconveniente.

Ella asintió.

—Quizá deberías ir a buscar a sus padres —le indicó Thorson y, tras decirlo, vio aparecer una nueva expresión de espanto en el rostro de la muchacha.

Al día siguiente por la tarde, después de que Thorson revisara los registros de todos los soldados del ejército norteamericano en Islandia, realizara varias llamadas para asegurarse y examinara los registros de los otros ejércitos extranjeros, llamó a Fríkirkjuvegur para hablar con Flóvent.

—Miente.

—¿Por qué lo dices?

—Porque no damos con ese sergeant suyo. No hemos encontrado ningún sargento llamado Frank Carroll. Ese nombre no existe.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Entonces tampoco será de Illinois.

—Sí, seguramente eso es también mentira.

7

Marta estaba desbordada de trabajo cuando Konráð se acercó hasta su despacho de la Policía Judicial. Raramente se dejaba caer por allí desde su jubilación y únicamente se mantenía al corriente de los sucesos a través de las noticias.

—He venido para ver si necesitas ayuda con el caso del anciano —dijo cuando ella pudo librarse del teléfono.

Estaban sentados en su despacho, que no era más que una enorme montaña de papeles, carpetas, periódicos y todo tipo de trastos que Marta llevaba años acumulando. Casi ninguno tenía utilidad en la oficina. Uno de ellos era una bonita espada militar danesa hallada por la agente en una tienda de antigüedades, forjada a principios del siglo XX; reposaba en su funda sobre una pila de papeles junto a la ventana. Konráð nunca le preguntó qué impulso le llevó a comprarla, pero recordaba vagamente que su abuelo fue oficial en el servicio de guardacostas.

—¿Cómo es que te ofreces a ayudarme? —se extrañó Marta.

—¿No andáis siempre necesitados de personal?

—Creía que lo habías dejado.

—Sí, del todo, y no tengo intención de retomarlo, no te preocupes. Solo quería echarte una mano con ese asesinato.

—¿Por qué?

—Me aburro —respondió Konráð—. Ni siquiera hace falta que se lo comentes a nadie. Me mantendría en contacto contigo y, si descubriera algo relevante, te lo haría saber de inmediato.

—Konráð, estás retirado. ¿No es mejor dejar las cosas como están? No puedes hacer un acuerdo así conmigo; vaya cosas se te ocurren.

—Mandarías tú, claro está —recalcó Konráð.

—Faltaría más.

—Ya.

—Vale, estamos en contacto —concluyó Marta mientras cogía su móvil.

—Es solo que...

—¿Qué?

—Me crié allí —explicó Konráð—. En el barrio de las Sombras. Oí hablar de esa chica cuando era pequeño, así que...

—Te pica la curiosidad.

—Me gustaría saber por qué ese hombre guardaba recortes sobre ella. Creo recordar que ese caso no llegó a resolverse nunca.

—Konráð...

—Me harías un gran favor, Marta. No necesito más que tener acceso a su domicilio. El equipo pericial ya ha registrado el apartamento y no alteraré nada. De todo lo demás me encargo yo solo. —Hizo una pausa—. No puedes impedirme que me dedique a reunir información sobre un antiguo homicidio de hace sesenta y cinco años.

—Siempre nos hace falta gente —repitió Marta tras un largo silencio—. ¿De verdad vas a ponerte a investigar ese caso tan antiguo?

—Sí.

—Pero tienes que prometerme una cosa.

—Dime.

—Si averiguas algo, me lo haces saber. En cuanto lo descubras.