Pasajeros - Virginia Nesi - E-Book

Pasajeros E-Book

Virginia Nesi

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Beschreibung

En esta novela descubrirás cartas que desvelan secretos de familia imperdonables, secuestros, crímenes, extorsión y sufrimiento que se simbolizan en una sola persona, Amalia, pasajera de muchos aviones. En sus viajes, siempre lleva el mismo libro, a modo de recordatorio de lo que impulsa su vida. Un viaje a Estados Unidos cambiará su vida, ¿qué relación tienen la Cosa Nostra y ETA? ¿Cómo sobrevivir a ambas? ¿Se puede perdonar un acto horrendo? Estas y otras preguntas son las que se plantean en Pasajeros.

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Primera edición digital: marzo 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de cubierta: equipo de Libros.com Imagen de cubierta: Beautiful Illustration Travel | freepik.com Maquetación: Álvaro López Corrección: Míriam Villares

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Virginia Nesi © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18527-46-3

Virginia Nesi

Pasajeros

Prólogo de Antonio Rubio

A mis abuelos, los héroes de mi vida.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Prólogo, por Antonio Rubio

 

o

Ciudad Eterna

|

o Londres

|

o Palermo

|

o Milán

|

o Roma

|

o Nueva York

|

o Dublín

|

o Palermo

|

o San Sebastián

|

o

Ciudad Eterna

 

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

 

 

Los acontecimientos y personajes de esta historia son ficticios y cualquier parecido con personas o entidades reales es pura casualidad.

Muchos detalles sobre las compañías aéreas, las terminales de los aeropuertos, las puertas de embarque y los transbordos son intencionalmente fruto de la fantasía.

La idea de esta novela surge a raíz de un Trabajo de Fin de Máster sobre ETA y unas investigaciones sobre la mafia.

Mafia calabresa

Corriere:

El Mundo:

ETA

El Mundo:

Prólogo

Antonio Rubio

Octubre 2017. Arranca la XVII edición del Máster de Periodismo de El Mundo y la Universidad CEU que dirijo desde el año 2012, cuando dejé la subdirección del diario. Entre sus alumnos una italiana, también hay de diferentes países latinoamericanos e incluso de Irán. Pero ella, Virginia, Nesi, se hace notar desde el primer día. Pregunta, plantea y se muestra curiosa.

Virginia quiere saber. En clase hablamos, estudiamos e investigamos todo. Y llega el terrorismo. El de ayer y el de hoy: ETA y los GAL. También la corrupción, la del PSOE y del PP. Traspasamos fronteras en el estudio de casos y recordamos y analizamos cómo la mafia siciliana atentó y asesino al juez Giovanni Falcone en Palermo en mayo de 1992. Más terrorismo.

Desde los primeros días de clase Virginia tenía claro cuál iba a ser su tema del Trabajo Fin de Máster (T.F.M.) y cómo lo quería enfocar. Y comenzó a leer todo lo que encontraba sobre ETA. Entró y conoció de cerca a todos aquellos autores que habían escrito sobre la banda terrorista. Y lo hizo desde el punto de vista literario.

Y siguió hacia adelante. Virginia Nesi, hoy periodista y ayer alumna, mantiene que «la curiosidad es el elemento clave para contar historias distintas». Su trabajo académico fue muy bien valorado y el profesional más. Su TFM se convirtió en un reportaje que publicamos en el diario El Mundo el 13 de mayo de 2018, siete meses después de que arrancara el Máster y de que ella se pusiera a trabajar, «curiosear».

«ETA a través de la literatura: ayer héroes para muchos, hoy asesinos». Ese era el titular. Y este el subtítulo: «Edurne Portela, Ramón Saizarbitoria y Gabriela Ybarra, autores vascos, hablan del cambio: “Hay mucho que escribir sobre lo que no se pudo contar”».

Virginia estaba muy atenta aquel día que en clase hablamos de Ryszard Kapuscinski. En aquel momento que expliqué y recuperé lo que decía el mejor reportero del siglo XX y Premio Príncipe de Asturias: «Todo periodista es un historiador. Investiga, explora y describe la historia». Y tomó nota cuando profundizamos sobre el método que utilizaba el maestro, donde nos recordaba que había que tomar notas, muchas notas de todos los viajes, reportajes y crónicas que hacemos para mañana hacer un libro.

Y Virginia lo ha hecho. También ha recuperado las enseñanzas de Gabo, Gabriel García Márquez, cuando se desnudaba literariamente y reconocía: «Soy un periodista, fundamentalmente. Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista…Pero esos libros tienen una cantidad de investigación y de comprobación de datos…que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos».

Pasajeros es eso, periodismo. Es la realidad del terrorismo llevado a la ficción a través de las víctimas y también de los verdugos. Es la visión de una niña, que se convierte en joven y más tarde en mujer y que vive y descubre, mediante una carta, que alguien con su propio ADN es un verdugo. En ese momento ella se convierte en víctima.

Y Virginia sabe unir, contar, relatar todos esos sentimientos desde su principio periodístico: «La curiosidad es el elemento clave para contar historias distintas».

Roma, Londres, Palermo, Milán, Dublín, San Sebastián…Son algunas de las ciudades por donde transcurre la historia de los verdugos y las víctimas del terrorismo. Amalia, Rodrigo, Gonzalo, Aitor son algunos de los personajes que utiliza Virginia para mostrarnos todas las aristas de la muerte violenta. Para enseñarnos qué es ETA, qué es la mafia y que similitudes hay en sus métodos y forma de actuar: secuestros, atentados…

Virginia también profundiza en los sentimientos, la filosofía, la sociedad que sufre y padece esa lacra y utiliza su formación para hacer la siguiente reflexión:

«Víctima: ¿Quién puede considerarse víctima? ¿Las personas asesinadas por ETA o aquellas asesinadas por el Estado? Diría ambas, Pero hay que ampliar el concepto de esta palabra. También es víctima la familia en la que vive un padre asesino. Víctima es la madre que cada día pasa horas haciendo cola para ver el rostro de su propio hijo en la cárcel. Así como es víctima la esposa de un policia que ha sido asesinado».

En 2014, diez años después de los atentados del 11-M en Madrid, entrevisté en El Mundo a Santiago, el hijo de Jamal Ahmidam, más conocido por El Chino. Ahmidam fue uno de los cabecillas de la célula terrorista que causó 192 muertos cuando los yihadistas colocaron las mochilas-bombas en los trenes de cercanías y Santiago, que tan sólo tenía nueve años, se enteró de los hechos y de quién era su padre tras los sucesos.

Santiago, cuyo nombre real era Bilal, mantenía, expresaba, y explicaba que «yo también soy una víctima». Santiago/Bilal me confesó que «siento cada una de las 192 muertes, les debo respeto».

En 2017 Virginia Nesi era una joven alumna del Master de Periodismo que vino a Madrid para aprender qué, cómo y de qué forma se vive y se siente este oficio, el periodismo. Ese del que Albert Camus y García Márquez dijeron que era «el mejor oficio del mundo».

Hoy, en 2021, siento un gran orgullo, la satisfacción del docente y la envidia del reportero que ya no gasta con la misma intensidad la suela de los zapatos, como nos recordaba el maestro Pío Baroja. Ella, mi ex alumna, mi colega, la amiga, Virginia, sí que gasta y gastará. Tiene el periodismo, el buen periodismo, en su ADN.

Y, además, sabe narrar, contar historias. Pasajeros es su primer libro en español, un gran libro, una gran historia que publica en Libros.com y que me convierte en su editor.

Ciudad Eterna

 

Rojo profundo con algunos reflejos morados. Matices ligeros y sombras fugaces. El sol teñía poco a poco el cielo, desapareciendo detrás del Coliseo. Los pinos se iban enroscando en su sombra. Tanto las estatuas como las iglesias a lo largo de la avenida se elevaban de una manera solemne, austera. Esa atmósfera romántica la invitaba a soñar con proyectos futuros. Como de costumbre, acabó por hacer un balance de su vida. Y a ella no le gustaban los balances en absoluto: cuando pensaba en su pasado sentía la boca llena de malva y las manos en la ortiga. Ella era perfeccionista y, como tal, siempre pensaba que podía hacer más, pero la edad biológica no remaba en su favor. En su momento álgido, habría sido mejor que confiara en su clemencia. Se atrevía, se equivocaba, se arrepentía: aquella obstinada severidad hacia sí misma acabaría quemándola tarde o temprano. Y aun así, frente a esos vislumbres de colores, el pesimismo se perdió más allá de las grietas del Anfiteatro Flavio. El Coliseo estaba en la lista de las siete maravillas del mundo y, por ella, no existía ciudad más hermosa que Roma. Estaba tan convencida de ello que se había obligado a aprender todas las fechas de memoria: desde el mismo 21 de abril del 753 antes de Cristo. La historia de Roma la había seducido con gladiadores, carreras de carros y naumaquias. Cada vez que la visitaba era un poco como volver a enamorarse de sus tesoros arqueológicos mientras los estudiaba desde muy cerca. En esa ocasión tenía un par de días libres para disfrutar de la capital, aunque gran parte de su tiempo debía dedicarlo a las investigaciones, leyendo la biografía de escritores italianos de la segunda mitad del novecientos —en ese momento era el turno de Sibilla Aleramo—, y tomando notas sobre los próximos destinos por descubrir. No tenía mucho tiempo a su disposición para aprovechar el intenso ritmo de la Ciudad Eterna, si bien a menudo prefería no salir para dedicarse a la lectura de una buena novela. Cerró la ventana en cuanto el cielo oscureció y empezó a recoger los últimos efectos personales que se habían colado entre los flecos de algunas faldas tiradas en el suelo. Dejó la habitación 578 la mañana del día siguiente despidiendo con una amable sonrisa al recepcionista del hotel Flavium.

Con las luces de emergencias puestas y dos ruedas sobre la acera, vio que el taxi que acababa de pedir ya había llegado.

—¿Adónde la llevo, señorita?

—Vamos al aeropuerto, el de Roma Fiumicino, por favor.

Amaba volar, un capricho más que una pasión. La mayoría de los fines de semana que tenía libre organizaba sobre la marcha escapadas culturales para descubrir los rincones inexplorados de su tierra. Y no por casualidad había elegido un trabajo que la obligaba a menudo a subirse y bajarse de un avión.

El taxista tendría que hacer un trayecto que se realizaba en menos de tres cuartos de hora, si bien esa vez tardó más de lo esperado por un accidente ocurrido en la proximidad del aeropuerto.

La pasajera exhaló con fuerza hinchando las mejillas.

—No voy a llegar ni de broma…

—Yo creo que sí, no se preocupe, estamos al lado.

A la espera de que la situación cambiase, cogió un libro de su bolso y lo abrió por las primeras páginas. En ese preciso momento, el coche empezó a moverse mientras que un grupo de policías hacía signos de acelerar hacia la salida de la autopista. Fiumicino estaba en esa dirección. Ninguna víctima, si bien el choque entre vehículos había destruido los dos automóviles y herido a los pasajeros a bordo. La viajera se tranquilizó al enterarse de que nadie estaba grave. A pesar del atasco, llegó al aeropuerto con tiempo.

Cada vez que viajaba se enfrentaba con la misma situación. Desde la víspera de la salida, su cuerpo se dejaba llevar por una serie de emociones. La impaciencia por las ganas de viajar la animaba a dar varias vueltas alrededor del barrio antes de acostarse.

El problema era que ese estado de agitación no solo lo vivía cuando volaba, sino también en la mismísima vida cotidiana. Era la primera en tomar asiento en las clases universitarias, la que siempre esperaba a sus amigos en los escalones de plaza de España los sábados por la noche y la única mujer en el planeta que llegaba antes de la cita a la casa del chico con el que hubiera quedado. Ella tenía que ir a cada evento importante con tiempo de sobra. Odiaba que la gente la esperara, y no soportaba la idea de que alguien pudiera llegar en el mismo momento que lo hacía ella. No se trataba de una manera de mostrarse. Ni siquiera exhibicionismo o arrogancia. Más bien, deseaba aprovechar esos momentos. Una especie de carpe diem encadenado a las manecillas de su reloj biológico. Admitía que ese hábito, junto con las gominolas de regaliz, era el único vicio que le hacía desaparecer las arrugas de la frente.

Cuando entró en el aeropuerto aún no había información sobre los detalles del vuelo: aquella bochornosa mañana de finales de julio, Fiumicino estaba lleno de pasajeros que habían pensado empezar sus vacaciones. Al lado de la cola para facturar los equipajes, vio a dos señores mayores que despedían a un jovencito con el pelo empapado de gelatina.

Tras haber facturado las maletas y pasar los controles de seguridad, se sentó en un banco a la espera de que se actualizase la pantalla gigante con los horarios de los siguientes vuelos. La manecilla más pequeña del reloj indicaba el número ocho y la más larga acababa de pasar el cuatro. Tendría que esperar dos horas y diecinueve minutos para la salida. Extendió las piernas encima del banco y su mirada se perdió en la de los viajeros listos para salir. Iba a cruzar el océano y descubrir el nuevo mundo, aunque esta vez tenía más tiempo a disposición para ir de compras y quizá tomar un autobús hacia Boston o Washington D. C. Según lo que decían las indicaciones de Lonely planet, no parecía tan complicado alcanzar las ciudades cercanas. Había comprado un ejemplar de la guía en una librería al lado del Arco de Constantino, pensando que no era una mala opción pasar uno de sus días de descanso con Abraham Lincoln o, mejor dicho, con su estatua gigante. Se ahorraría horas y horas de explicaciones de audioguías de mala calidad.

El tiempo pasaba lentamente y ella llevaba ya media hora esperando. Una vez más, buscó el libro y se puso a leer. Acercó las páginas a las fosas nasales para absorber como una esponja lo que quedaba de esa extraña mezcla a base de vainilla y rosas. Le recordaba a los veranos de los años noventa, cuando iba de vacaciones a la casa de montaña con sus abuelos. No siempre ese plan veraniego la entusiasmaba, en realidad, hasta los diez años admitía que lo odiaba. Con largos lamentos, reclamaba su derecho a ir a la playa, jugar con los juguetes y hacer collares de conchas. Y aun así, aunque ella proponía pasar los veranos en lugares distintos, sus padres siempre le daban la misma respuesta: «Es el sitio más seguro para pasar las vacaciones, no podemos ir a ningún otro lugar».

No entendía, ni se atrevía a preguntar. La sonrisa reconfortante de su madre le transmitía tranquilidad. Confiaba en ella y si decía aquello, así era. Esa niña de seis años ignoraba los peligros y no sabía qué significaba vivir entre las amenazas. La casa de montaña era el refugio de toda la familia, un lugar situado entre los valles de la Toscana, que su abuelo compró en enero de 1990.

Además del edificio de cincuenta metros cuadrados, la casa disponía de jardines, un columpio y una pequeña cabaña de cemento donde conservaban la madera para el invierno. Sebastiano, jardinero y leñador amigo de su abuelo, iba a cortar las ramas de las encinas el primer martes de marzo, estaba convencido de que era el mes ideal porque aquellos árboles grandes debían podarse antes de que llegase el verano.

En primer lugar, quitaba las ramas de los arbustos detrás de la verja y luego se dedicaba al corte de los troncos más grandes. Ella solo una vez tuvo la oportunidad de ver al hábil jardinero trabajando, y en esa ocasión Sebastiano convirtió un arbusto en un gracioso mono.

«Por lo menos, en verano puedes entretenerte, estoy seguro de que será un fiel compañero de juegos», le había dicho. Desde ese momento, ese ser inanimado realizado con spaghetti de hierba y hojitas verdes se convirtió en su mejor pasatiempo. Así, solía entretenerse analizando tanto las peculiaridades del rostro como las de las piernas y brazos. Se había dado cuenta de que como ella, tenía unas venas en las manos. Quería hacerse mayor para comprender esas extrañas coincidencias; aquella duda pudo aclararla en el futuro, durante los años de la universidad.

Los días de fiesta acabaron por conectar su necesidad de pasar el tiempo con sus abuelos con la oportunidad de estar en aquella casa de montaña. Habría ido allí con más agrado si no volviera a Palermo con el olor de humo bordado en las costuras de la ropa. Al fin y al cabo, era el único sitio donde podía aislarse del mundo. El tono rojizo de los ladrillos se mezclaba con el verde de las enredaderas, creando un color cobrizo, parecido al de las contraventanas. Su posición privilegiada la convertía en una preciosa joya en la naturaleza.

Para llegar al aparcamiento de los coches, era necesario recorrer un camino de subida delimitado por cualquier tipo de flora. Su abuela tenía una gran pasión por las flores, cuidaba las plantas con cuidado, dándoles el mismo cariño que se tiene por un hijo. Les echaba agua con delicadeza, cuando aparecían las primeras luces de la mañana.

En cambio, su abuelo prefería utilizar el nuevo sistema de irrigación que había establecido en el jardín: una técnica a través de la que se obtenía agua gracias a un profundo pozo excavado bajo el suelo del edificio. Con la nueva instalación era más fácil regar el césped del prado y todas aquellas plantas que amenizaban el amplio espacio exterior.

Rosas, azaleas y tulipanes se veían despuntar por aquí y por allá en el oasis verde que unía la casa y el columpio. En primavera, el color trébol del césped se había sustituido por los tonos rosados de las rosas, los anaranjados de los narcisos y los matices violetas de las iris recién florecidas. Las hortensias, plantadas a los lados del camino para llegar a la entrada del porche, emergían como esmeraldas. La imagen parecía la de una pintura impresionista firmada por Claude Monet. Si bien, sin estanques ni nenúfares, invitaba a darse un paseo imaginario por los jardines de la residencia del pintor en Giverny.

De repente, abrió los ojos y se dio cuenta de que había dormido más de una hora. Levantó la mirada, la pantalla se había actualizado:

20 de julio de 2018.

Hora de salida: 10:40.

Vuelo operado por British Airways BA551.

Destino final Newark: K32.

El viaje duraba unas trece horas. Por el transbordo, esperaría dos horas y media en Londres y por el cambio de hora llegaría al Nuevo Continente a las seis menos cinco de la tarde. En ese caso, volver atrás en el tiempo le permitía dormir toda la noche.

Ya podía embarcar, cogió su equipaje de mano y se encaminó hacia las salidas. Unas flechas, al final del pasillo, indicaban el camino para las puertas de embarque JKG, planta inferior. Buscó las escaleras mecánicas y una vez llegada a la planta –1 tardó poco tiempo en encontrar la letra K. Daba justo a la esquina de una tienda de ropa.

Se dirigió hacia esa dirección hasta llegar al embarque.

Puerta 32, British Airways BA551, 10:40, Londres Heathrow, boarding time: 10:00 horas.

Extendió los labios para que se acercasen a las orejas. En solo siete días, participaría en la decimosexta edición de la Conferencia Internacional de los Estudios de Género realizada por el New Jersey Women’s and Gender Studies Consortium.

Sería el momento adecuado para mostrar el nuevo carnet entregado por la Universidad tras un mes del comienzo de los seminarios. Las letras en cursiva, transcritas en una tarjetita roja y dorada con el logo de la institución, ofrecían información sobre su identidad. Con poco menos de treinta y dos años, Amalia Greco era una de las investigadoras italianas más jóvenes. Nacida el 13 de diciembre de 1986 en la ciudad de Noto, había realizado el doctorado en Estudios de Género en la Universidad La Sapienza de Roma.

Londres

 

Acababa de encontrar su sitio: 6B. Ni ventanilla, ni pasillo, el número escrito en la tarjeta de embarque la había conducido hasta un asiento central en una de las primeras filas de la cabina. No solo tenía la incomodidad de levantarse y agacharse en función de las necesidades de los otros pasajeros, sino que estaba obligada a convivir con la incomodidad de los espacios reducidos. Se podía olvidar de estirar brazos y codos, volaría acurrucada y conteniendo, de vez en cuando, los bostezos para intentar no quedarse dormida con la cabeza apoyada sobre el hombro de los otros viajeros. Por un descuido se movió al otro lado de su asiento y tocó con el codo al pasajero de al lado, molestándolo. Las personas de su fila seguían hablando, dando con sus hombros a la viajera, que estaba por sentarse entre una boca y otra. Una sonrisa forzada apareció en el rostro del joven sentado a la ventanilla. Había saltado hacia delante como un resorte para ayudarla a colocar su equipaje de mano en el compartimento superior.

Amalia entrevió un par de aletas de snorkel que salían de una mochila muy voluminosa, atrapadas entre bolsos y maletas. La azafata le indicó los compartimientos superiores vacíos para el equipaje. El chico de la ventanilla fue tras ella. Tenía no más de treinta años, en el pelo rizado color oro se divisaban los primeros mechones plata cerca de las sienes. Viajaba solo y con una gran mochila, adornada con decenas de parches coloreados, en memoria de experiencias de vida sobre el charco.

—¿Viaje de aventura? —osó decir Amalia—.

—Vuelvo a casa, ¡estuve en Roma durante veinte días! —le contestó en un gracioso acento americano.

Amalia se ahorró otras preguntas. Tras un cuarto de hora de aquella breve conversación, el americano se puso los auriculares y dirigió la mirada a la ventanilla, admirando los parques de Roma que se encogían dentro del paisaje de la Bota. El rubio se quedó dormido en poco tiempo. Por la lentitud de su respiración, ya estaba sumido en un sueño profundo. Así ignoraba los anuncios publicitarios, edulcorados por la voz, llena de esperanza, de los auxiliares de vuelo. También el sueño lo protegía de los frascos de perfumes y de los paquetes de rascas ondeados como abanicos por las vendedoras.

A la izquierda de Amalia, una mujer con una blusa con bulldogs franceses leía un libro de autoayuda «Capítulo 16: La locura de una persona es la realidad de otra». Amalia observó la portada volviendo a pensar en la frase de Tim Burton. Desde que su vecina se había abrochado el cinturón de seguridad, no había dejado de mirar aquel libro. Pasaba de una página a otra de una forma rápida, distraída, como si quisiese devorar esos nombres, adjetivos, verbos.

Los motores del avión acababan de encenderse y los altavoces interiores de la cabina emitían el protocolo de seguridad a tener a bordo en caso de emergencias. Más allá de los pequeños ojos de buey, el blanco de las nubes cubría el cielo y dibujaba una calle infinita sin direcciones.

«Antes de despegar, queremos darles unas instrucciones de seguridad. Es importante que observen con atención…». Amalia puso el móvil en modo avión antes que la compañía advirtiese de apagar los dispositivos móviles. Había escuchado muchas otras veces aquellas palabras, casi se las sabía de memoria. Cada viaje debía poner atención a aquella cantinela aunque no fuese su intención. Con ese ruido de fondo, confundía las palabras de los personajes de sus novelas con los parloteos a bordo.

«Observe que en el avión hay seis salidas de emergencia y dos ventanas: tres puertas a cada lado del avión, una ventana sobre cada ala».

Amalia bostezó mientras la voz seguía con las normas generales. «Los chalecos salvavidas están debajo del asiento… en caso de despresurización de la cabina, bajarán las máscaras de oxígeno desde el compartimento superior».

La voz se percibía cada vez más lejana hasta que se apresuró en desaparecer tras una sibilina lista de menús rebajados.

La mirada de Amalia intentó divisar el paisaje que había más allá del abundante cabello del pasajero sentado a su derecha, aunque muchos rizos le impidieron una vista nítida. Cerró los ojos intentando imaginárselo. Aún eran la una menos cinco, ya llevaba dos horas volando. Trató de entrever una parte del océano Atlántico, si bien la voz aguda de una azafata la obligó a regresar al mundo real antes del tiempo querido. El americano, para estar más cómodo, había bajado la espalda del asiento y tenía que volver a levantarlo lo antes posible. Según el aviso del comandante, en unos veinte minutos aterrizarían en el aeropuerto de Heathrow. Dos veces Amalia había tenido la suerte de andar por Londres. La primera con trece años, cuando a la hora de hablar de vacaciones veraniegas sus padres creyeron que había llegado la hora de que su hija hiciese con ellos su primer viaje en avión. Miedo o no miedo, daba igual. Amalia podía hacer frente a una ruta sobre las nubes. No tardaron mucho en elegir el destino: Londres era su preferido entre todas las capitales europeas. Privilegiaron la evidente cercanía con Italia, la variedad de los museos y el amplio número de atracciones donde podían entretenerse. Desde el London Eye hasta el mercado de Camden Town, pasando por el Parlamento, la abadía de Westminster y el Big Ben. Lo que más atrapaba la atención de Amalia eran los tonos vivos de Notting Hill. Para ella, aquel barrio residencial en la localidad de Kensington y Chelsea, telón de fondo de un sinfín de películas que adoraba, tenía su propio encanto.

La segunda vez que tocó el suelo británico estaba con sus amigas. Un viaje de inmersiones culturales, diversiones y vueltas de tuerca, que se había ganado una posición en el podio de las mejores vacaciones realizadas durante la adolescencia. Rio con el solo recuerdo de cuando había dejado el móvil en un autobús abarrotado del centro de la ciudad. Por descuido, todas juntas tuvieron que llegar hasta el depósito general. Desde la estación de King’s Cross hasta Peckham Bus Garage, pasando por la City. Su destino se encontraba más allá del Támesis, en coche tardarían poco menos de media hora, pero en Londres los taxis eran demasiado caros para sus bolsillos. Optaron por coger el autobús. Aquella noche, el típico vehículo rojo de dos plantas fenecía en todas las paradas para la continua bajada y subida de jóvenes que salían para encontrar en qué transgredir. Enrolló los labios al pensar en el momento en el que el responsable del depósito le pidió el código secreto del móvil. Quería asegurarse de que aquella turista descuidada no mintiera en ser, en efecto, la dueña del dispositivo. Entre ansiedad y agobio, Amalia pasó un mal cuarto de hora suplicando a su propia memoria para que recordara algo. Finalmente, le había hecho caso.

Londres. Cafetería Rose.

De repente, se echó a reír a carcajadas. La camarera de la cafetería Rose frunció el ceño. Llevaba un par de minutos mirando a esa clienta.

—¿Hay algo que no está bien en el café?

—No, no, todo lo contrario, está muy bueno.

Luego le pidió perdón por su acento inglés contaminado por algunas palabras en dialecto siciliano. Los equipajes facturados llegarían directamente al aeropuerto de Newark. Así que había decidido buscar asiento en una cafetería para leer un rato. El tiempo le sobraba, habría podido terminar su libro y analizarlo de nuevo.

Volvió a oler las páginas, una tras la otra, como si tuviera entre las manos una reliquia. Le costaba separarse de ese objeto.

—¿Qué lee…? ¡Parece interesante! No lo ha dejado ni un segundo desde que la he visto.

Una voz muy aguda interrumpió su lectura. Al oír esas palabras, Amalia cerró de manera rápida el manuscrito y lo metió en el bolso.

—No quería asustarla. ¿La molesto? Soy Rodrigo, encantado de conocerla.

—No, figúrese, estaba justo por cerrarlo. En un rato abren mi puerta de embarque, creo que será mejor ponerme en marcha.

—Pues, ¡voy con usted!

—No, lo siento, de verdad me tengo que ir.

—Yo también voy a Nueva York, con American Airlines.

—Bien, que tenga buen viaje.