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Cita tropical… con un giro inesperado Para encontrar una reliquia de familia perdida durante siglos, Vicki St. Cyr necesitaba la ayuda de un antiguo amor: el famoso buscador de tesoros marinos Jack Drummond. Hacía seis años Jack había huido del amor, pero no podía negar el deseo que aún sentía por Vicki. Vicki corría peligro de no centrarse en la recompensa teniendo a Jack trabajando con ella codo con codo; y así fue: no pudo evitar volver a acostarse con el único hombre que le había roto el corazón. Si Vicki recobraba la herencia, ¿esas llamas volverían a morir... o Jack perseveraría y descubriría el tesoro del verdadero amor?
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Seitenzahl: 169
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Jennifer Lewis. Todos los derechos reservados.
PASIÓN INTENSA, N.º 1911 - abril 2013
Título original: The Deeper the Passion...
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicado en español en 2013.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3025-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
–Se pronuncia seint sir –Vicki St. Cyr se apoyó en el mostrador de la recepción del hotel. Estaba acostumbrada a que mutilaran su apellido.
–No se crea ni una palabra. No se puede confiar en ella.
La voz profunda y ronca la sobresaltó e hizo que girara en círculo. Esos brillantes ojos familiares estaban clavados en la recepcionista.
La mujer joven de detrás del mostrador alzó la vista y su cara adquirió ese destello tonto de una chica que de repente se enfrenta a las atenciones de un atractivo varón depredador.
–¿Puedo atenderlo en algo, señor?
–Se lo haré saber –Jack miró a Vicki.
Y ella sintió que la sangre le hervía.
–Hola, Jack –se dio cuenta demasiado tarde de que había cruzado los brazos en un gesto de defensa–. Qué raro verte por aquí.
–Vicki, qué sorpresa –la voz no mostraba más asombro que la de ella. Los ojos la atravesaron y desnudaron una parte pequeña de su alma, si es que aún le quedaba una–. Tengo entendido que me andas buscando.
Ella tragó saliva y se cuestionó cómo se había enterado. Había esperado disponer al menos del factor sorpresa. Aunque no sabía por qué, ya que hasta ese momento Jack siempre había ido dos pasos por delante de ella.
–Tengo una propuesta para ti.
Él se apoyó en el mostrador como un puma perezoso.
–Qué romántico.
–No esa clase de propuesta –al instante lamentó el tono seco y remilgado de su voz–. Una... propuesta de negocios.
–Quizá deberíamos ir a un sitio un poco más íntimo –sus ojos transmitían algo oculto a sus palabras. Miró a la recepcionista–. No va a necesitar la habitación.
Como un aluvión, la recorrió una oleada de deseo entremezclado con temor, expectación e incluso pesar por lo que iba a hacer. Se acomodó el bolso en el hombro. En ese momento era fuerte. Podía manejarlo. Tendría que hacerlo.
–¿Por qué no iba a necesitar mi habitación? –la pregunta no era más que una manera de disimular, ya que ambos conocían la respuesta.
–Te quedarás conmigo. Como en los viejos tiempos.
La boca, generosa y sensual, se amplió como la sonrisa de un cocodrilo. Los ojos incrédulos de Vicki estudiaron su trasero prieto enfundado en unos vaqueros ajustados y el modo en que la camiseta le marcaba los músculos de la espalda.
–¿Cancelo la habitación? –la recepcionista no apartó la vista de él, ni siquiera cuando desapareció por la puerta giratoria–. La cancelación acarrea un cargo de cincuenta dólares porque ya...
–Sí –Vicki dejó su tarjeta de crédito sobre la superficie de madera. Se dijo que otros cincuenta poco importaban con todo lo que ya debía. Se ahorraría una fortuna al no tener que quedarse en ese hotel caro. Dos años de tratar de mantener las apariencias la habían dejado al borde de la mendicidad. De lo contrario, Dios sabía que no estaría allí.
Pero tiempos desesperados requerían medidas desesperadas, como atreverse a entrar en la guarida de Jack Drummond.
Cuando salió, Jack se hallaba al volante de su Mustang clásico. El intenso sol del sur de Florida azotaba el asfalto y lanzaba deslumbrantes reflejos contra el verde jade de la carrocería. El motor ya estaba en marcha y la puerta del acompañante abierta para que entrara.
Se preguntó si sabría que no tenía coche. En los viejos tiempos habría alquilado uno e insistido en llevarlo solo para tener una vía de escape. Pero en ese momento no gozaba de dicho lujo. Se acomodó en el suave asiento de piel.
–¿Cómo sabías que estaría aquí?
–Tengo espías por todas partes –no la miró al salir del aparcamiento y dejar el hotel atrás.
–No tienes ningún espía –aprovechó la oportunidad para estudiar su cara. Como de costumbre, tenía la piel bronceada y reflejos dorados en el pelo oscuro–. Siempre has sido un lobo solitario.
–Te has aproximado a los Drummond de Nueva York. Supuse que yo sería el siguiente.
Seguía sin mirarla, pero notó que apretaba con fuerza el volante. Vicki respiró hondo.
–Pasé unas semanas apacibles con Sinclair y su madre. Fue divertido ponerse al día con viejos amigos.
Una sonrisa asomó a la comisura de sus labios.
–Tú siempre tienes un motivo oculto. La diversión radica en descubrirlo.
–Mis motivos son muy sencillos –se puso rígida–. Ayudo a Katherine Drummond a localizar las piezas de un cáliz de la familia de trescientos años de antigüedad.
–¿Y lo haces por la pasión que te inspira la historia? –giró la cabeza y la sonrisa se agrandó–. Tengo entendido que te dedicas a las antigüedades.
–El cáliz tiene una historia interesante.
–Oh, sí –corroboró la profunda voz–. Tres hermanos, zarandeados por mares revueltos en su pasaje desde la hermosa Escocia, se despidieron en el Nuevo Mundo pero juraron que un día reunirían su tesoro familiar. Solo entonces el poderoso clan de los Drummond podría recuperar la buena fortuna de sus amados ancestros –lanzó una risa al viento–. Vamos, Vicki. Ese no es tu estilo.
–Hay una recompensa –era mejor la sinceridad. Lo probable era que Jack se sintiera más tentado por el dinero que por los sentimientos.
–Diez mil dólares –abandonó la carretera principal y entró en un camino comarcal sin pavimentar, flanqueado a ambos lados por palmeras y pinos altos–. Tengo basura más valiosa en el maletero de mi coche.
–Son veinte mil por pieza. Convencí a Katherine para que aumentara la recompensa con el fin de atraer a los mejores cazarrecompensas.
–Como yo.
–Como yo –se sintió complacida cuando él giró la cabeza hacia ella. Esa mirada oscura le provocó una sacudida de emoción. Viejos sentimientos largo tiempo enterrados empezaron a querer forzar su camino a la superficie. Experimentó un viso de pánico–. No es que necesite el dinero, desde luego. Pero si voy a buscar una copa antigua, bien puedo obtener un beneficio por ello.
–Y necesitas mi pericia de rastreador para reclamar la recompensa.
–Eres el buscador de tesoros de más éxito en la costa atlántica. He leído un artículo sobre tu nueva embarcación y todo el costoso equipo que contiene. Eres famoso.
–Algunos dirían infame.
–Y casi con toda seguridad el fragmento de la copa está en alguna parte de tu casa –había encontrado la primera pieza en el desván de la mansión del primo de él, Sinclair, en Long Island.
–Si es que existe –giró y se metió en otro camino comarcal no señalizado.
Los árboles desaparecieron con la misma brusquedad que el camino, que concluía en una playa. Jack giró a la izquierda y aparcó en un muelle de madera. En el extremo se bamboleaba un barco de considerable tamaño, resplandeciente, con barandillas cromadas de color blanco.
–Tu muelle me parece diferente de como lo recordaba.
–Ha pasado mucho tiempo –bajó del coche y avanzó por el embarcadero portando la maleta de ella con una agilidad felina.
–No tanto. Aquí había un edificio y un portón –y un banco sobre el que una vez habían hecho el amor bajo una intensa luna llena.
–Desaparecieron durante el último huracán. También los caminos se hacen cada vez más cortos.
–Debe de ser frustrante perder terreno valioso al mar.
–No si te gusta el cambio –metió la maleta en la embarcación y se volvió para verla avanzar.
La ayudó a subir a bordo. Ella fue hasta donde una silla mullida e imponente ocupaba una posición de predominio. Se sentó en ella y se aferró a los apoyabrazos.
A Jack siempre le había gustado la velocidad. Los motores entraron en acción con un rugido y la embarcación salió con brusquedad. Laura afirmó los pies en el suelo mientras daban botes sobre las aguas agitadas.
Al minuto la isla de Jack apareció en el horizonte. Las palmeras ocultaban cualquier construcción, dándole el aspecto de un sitio en el que, de quedar encallado allí, no sería difícil morir. Y ella estaría atrapada con Jack Drummond, a menos que tuviera ganas de desandar ese largo trecho a nado.
El muelle de la isla estaba igual que la primera vez que lo vio, años atrás. Construido con roca de coral y tallado con el elaborado estilo de algunos antepasados ricos de los Drummond, estaba flanqueado por dos torreones que en alguna ocasión probablemente ocultaron a hombres armados. Tal vez aún lo hacían, si eran ciertas las historias sobre la riqueza de Jack.
–¿Has perdido tu naturaleza marinera? –la sujetó por el brazo cuando las piernas le flojearon al tratar de bajar de la embarcación.
–No he pasado mucho tiempo en el agua últimamente.
–Es una pena.
La miró y, para su horror, sintió que se ruborizaba. No entendía cómo podía tener ese efecto en ella. Era ella quien se merendaba a los hombres. Jack no era más que un sujeto miserable de su pasado.
«¿Sigue considerándome hermosa?». El pensamiento súbito la atravesó con un aguijonazo de inseguridad. «¿A quién le importa? No has venido para conseguir que se enamore de ti. Necesitas su ayuda para encontrar el cáliz y luego podrás olvidarte de él para siempre».
Era evidente que la vieja casa de la isla era más fortín que una residencia acogedora. Paredes de piedra caliza se alzaban más allá del seto silvestre que separaba la franja de playa del interior de la isla. Solo dos ventanas diminutas atravesaban el exterior de piedra, aunque las puertas con remaches de hierro se hallaban abiertas al sol de la mañana.
–¿Tienes visita? –le surgieron pensamientos inoportunos en la mente, como la presencia de otra mujer. No se había atrevido a suponer que no tenía pareja, ya que las mujeres se acercaban a Jack Drummond como los tiburones a una herida abierta.
–Estaremos solos –cruzó el alto umbral arqueado y lo envolvió la sombra.
«Bien», pensó ella. En esa fase no necesitaba competencia. Resultaría embarazoso coquetear delante de otra persona. Intentar competir. Quizá lo hubiera disfrutado en los viejos tiempos, pero ya no tenía la seguridad atrevida de la juventud.
El suelo de mármol de varios colores del recibidor establecía un marcado contraste con la fortaleza exterior.
Puede que los antepasados de Jack hubieran sido piratas, pero también amaban las cosas hermosas, caras... lo que podría explicar la razón de que terminaran dedicándose a la piratería.
Y Jack, perteneciente a esa dinastía de buscadores de tesoros que se movía en la semiclandestinidad, había sobresalido en el negocio familiar y ganado más dinero, legalmente, en los últimos cinco años que todos sus antepasados juntos.
Llenó un vaso con agua de la enorme nevera de acero y se volvió hacia ella para ofrecérselo.
–Es demasiado temprano para champán, pero, de todos modos, celebro tu llegada.
El brillo travieso en sus ojos la desarmó mientras aceptaba el vaso. Se preguntó si de verdad se sentiría feliz de verla.
–El placer es mutuo –alzó el agua. Que comenzara el coqueteo–. Te he echado de menos, Jack.
–Esto se pone mejor por momentos. Sigo sin lograr descubrir qué persigues.
Le escoció su comentario tan poco romántico. Él se apoyó sobre la mesa de pino de la cocina y cruzó los poderosos brazos.
–¿No es suficiente con visitar a un viejo amigo mientras se ayuda a otro?
–No. Y la mitad de una recompensa de veinte mil dólares no basta para tentar a la Vicki St. Cyr que yo conozco. A menos que tu situación económica haya cambiado –entrecerró levemente los ojos.
Tragó saliva y se puso rígida, pero intentó no manifestar su ansiedad. La prensa aún no había olfateado el descenso súbito de su padre a la ruina financiera. La confusión creada por el ataque al corazón que le causó la muerte le había proporcionado una cortina de humo. Su madre se había escabullido a Córcega con un amigo rico de su padre y la única persona que quedaba defendiendo el fuerte vacío era ella.
–Siempre puedo encontrar algo bonito en lo que gastar diez mil dólares –jugó con su brazalete de plata, que probablemente valdría doce dólares–. Es una maldición que te eduquen para gustos caros.
–A menos que nazcas en una cuna de plata. Tú jamás has necesitado ganar dinero.
–Me resulta emocionalmente satisfactorio –si Jack se enteraba de que realmente necesitaba el dinero, estaría menos predispuesto a ayudarla. No sería capaz de controlar el impulso de jugar con ella–. Me hace sentir normal.
Él soltó una carcajada que reverberó por toda la estancia.
–¿Normal? Probablemente seas la persona menos normal que conozco, razón por la que disfruto tanto contigo.
–Ha pasado mucho tiempo, Jack. Quizá sea más convencional que lo que solía ser.
–Lo dudo –en su boca se asomó una leve sonrisa.
–¿Por qué te molestas en ganar dinero? –se dijo que quizá la mejor defensa fuera el ataque–. Podrías haber vivido cómodamente de las ganancias fraudulentas de tus antepasados, pero en vez de eso, sales todos los días a recorrer los mares en busca de doblones de oro como si en ello te fuera la vida.
–Me aburro con facilidad.
A Vicki se le encogió el estómago. Se había aburrido de ella. Ocho meses mágicos, y un día desapareció para ir en busca de un tesoro más escurridizo y una damisela nueva para su cama.
–Así es. ¿Y qué haces con todo el dinero que ganas?
–Parte lo gasto en juguetes nuevos, el resto lo dejo por la casa guardado en sacas –la miró de nuevo con ojos traviesos–. Tengo gustos caros, como los barcos, en particular el último que he comprado.
–Volviendo al cáliz. Forma parte de la historia de tu familia y probablemente esté guardado en algún rincón polvoriento de este lugar –con un gesto abarcó las paredes de piedra que los rodeaban–. ¿Alguna idea de dónde podría estar?
Jack ladeó la cabeza, como si intentara recordar.
–Ni idea.
–¿Podemos repasar los archivos de tu familia?
–Los piratas no se caracterizan por guardar archivos detallados. Es más difícil negar la posesión de cosas que están registradas.
–La gente no se enriquece tanto como tus antepasados siendo descuidada con el inventario de sus cosas –se llevó un dedo a los labios en gesto de reflexión–. Apuesto a que en alguna parte hay algunos viejos libros de contabilidad.
–Aunque los hubiera, ¿por qué iban a molestarse en catalogar un viejo cáliz sin valor? Probablemente, se deshicieron de él.
–¿De una herencia familiar? No lo creo –pero no pudo evitar un escalofrío–. Los Drummond están demasiado orgullosos de su antiguo linaje escocés. Mira –encima de la gran abertura donde en el pasado hirvieron grandes calderos se veía una cresta, con la pintura descascarillada de la madera gastada.
Jack sonrió.
–Guardaban archivos detallados –la estudió con detenimiento–. Y los he repasado todos casi con lupa. No se menciona ningún cáliz.
–No es la pieza entera. Encontramos el pie en Nueva York. Probablemente tú tengas o bien la base o bien la copa propiamente dicha, de modo que podría haber recibido una descripción diferente si la persona que lo hizo desconocía qué era. ¿Por qué no repasamos juntos los libros desde el principio y vemos si aparece algo?
–Aquí no hay nada de la primera persona que los generó. Él no construyó esta casa. Y por lo que sabemos, ni siquiera llegó a visitar la isla. Se ahogó en un naufragio con todas sus posesiones.
–Entonces –Vicki frunció el ceño–, ¿quién fundó esta isla y continuó con el linaje familiar?
–Su hijo. Llegó a nado y tomó posesión del lugar. Por entonces apenas contaba quince años de edad, pero rechazó a todos los que se acercaron con algunos mosquetes y municiones que logró salvar. Con el tiempo, logró robar y estafar a suficientes personas y así recuperar la fortuna familiar. Estoy convencido de que era un encanto.
Vicki iba desanimándose por momentos.
–Entonces, si su padre tenía el cáliz, habría desaparecido en el naufragio.
–Junto con todo su botín y su última esposa casi núbil.
Jack jugaba con ella. Incluso antes de subir al coche, había sabido que el artículo que ella había ido a buscar había desaparecido hacía tiempo. Aunque era un buscador de tesoros marinos.
–¿Sucedió lejos de aquí?
–En absoluto. El muchacho llegó a la costa en este punto agarrado a un trozo de mástil. No puede haber más de un par de kilómetros.
–Vayamos a buscarlo.
De nuevo su profunda risa llenó la cocina.
–¡Claro! Arrojaremos un sedal y lo sacaremos de las aguas. La gente lleva años buscando ese barco.
–¿Y por qué no lo ha encontrado? –la recompensa de diez mil dólares comenzó a encogerse en su mente.
–¿Quién sabe? –se encogió de hombros.
–Vamos. Sé que tú debiste buscarlo.
–Al principio. La verdad es que estas aguas están repletas de viejos naufragios, y siempre encontraba algo distinto que me mantenía ocupado. La combinación de flotas españolas cargadas de tesoros en sus viajes habituales a La Habana con la temporada de huracanes convierte esta zona en el lugar ideal para un cazador de tesoros.
–Pero ahora dispones de un equipo mejor que entonces –el entusiasmo le hizo hormiguear la piel–. Apuesto que en ese barco había un tesoro cuando se hundió.
–Sin duda –la miró a los ojos con un destello de ironía–. Jamás pensé que te oiría suplicar acompañarme en una búsqueda del tesoro.
–¡No te estoy suplicando!
–Todavía no, pero si no te doy un sí, lo harás.
Su arrogancia hizo que tuviera ganas de abofetearlo.
–Solo te lo estoy pidiendo.
–No –cruzó la cocina y salió por una puerta que había en el otro extremo, desapareciendo de vista.
Vicki se quedó boquiabierta. Luego fue tras él. Lo vio en un corredor largo y de piedra.
–¿Qué quieres decir con ese no?
Él se volvió.
–Que no te llevaré a buscar una pieza de un viejo cáliz. Aunque sí me despierta curiosidad por qué lo anhelas tanto.
–¿Y si la leyenda es verdad y los Drummond no vuelven a ser felices hasta que se hayan reunido las piezas del cáliz? –enarcó una ceja con falsa indiferencia.
Jack le devolvió el gesto.
–Por lo que puedo percibir, ninguno de nosotros sufre en la actualidad.
–Y ninguno de vosotros está felizmente casado tampoco –aunque el primo de Jack, Sinclair, no tardaría en estarlo, en gran parte gracias a su intervención.
–Quizá por eso somos felices –continuó andando.
–¿Tus padres tuvieron un matrimonio feliz? –se apresuró en seguirle el paso.
–Sabes que no. Mi madre lo desplumó en el divorcio. Incluso consiguió esta isla.
Su madre era una famosa modelo nicaragüense que ya iba por el cuarto o quinto matrimonio.
–¿Lo ves? Los padres de Sinclair tampoco fueron felices. Es su madre la que impulsa la búsqueda de la copa. No quiere que él sufra como le pasó a ella.
–¿Cuántos años tiene Sinclair? ¿Todavía se gasta sus fondos de compensación en jardinería?
–Para que lo sepas, Sinclair es un hombre muy agradable. Y además, acaba de enamorarse.
–Ahí se esfuma tu teoría de la maldición familiar.
–A ver si lo entiendes. Su novia y él llevaban años suspirando el uno por el otro en secreto... ella es su ama de llaves y no fue hasta que se inició la búsqueda del cáliz cuando al fin se unieron –no mencionó su papel de celestina en dicha unión.
Él llegó hasta una puerta tallada y apoyó una mano en el picaporte.
–Qué tierno. ¿Qué pasa si yo no quiero enamorarme?
–Tal vez ya lo estés.
–¿De ti? –los ojos le brillaron.
–De ti mismo –su cuerpo había ganado volumen en los últimos años... todo músculo, y se lo veía más atractivo que nunca. Agradeció no ser tan blanda como antaño, de lo contrario corría el peligro de volver a enamorarse de él–. De acuerdo, eso ha estado fuera de lugar. Eres asombrosamente modesto para los logros que has alcanzado. Y supongo que no te faltarán mujeres locas por ti.
–Sin embargo, tienes razón –reconoció pensativo.
–¿En que estás enamorado de ti mismo?
–No. En que nunca me he enamorado. No realmente.
Dio la impresión de ir a decir algo más, pero no lo hizo.
Ella quiso soltar un comentario sarcástico sobre cuánto la había deseado todos esos años, pero tampoco habló. Demasiadas fantasías.
–¿Y crees que ha llegado el momento de hacerlo?