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Te suplico de rodillas que te quedes conmigo un poco más... Cualquier mujer habría soñado con escuchar esas palabras de boca de aquel guapísimo millonario, pero no Sierra Garrett. Muy poca gente sabía que el "soltero del año" era todavía su esposo. Sierra tenía la intención de corregir ese pequeño error, pero Ty la distrajo proponiéndole que lo ayudara a mantener alejadas a sus admiradoras. Por supuesto, Ty tenía otro motivo. Tenía la intención de utilizar todos sus encantos para convencer a Sierra de que se quedara... y le diera una segunda oportunidad a su matrimonio.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Melissa Benyon
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión secreta, n.º1992 - junio 2017
Título original: The Millionaire’s Cinderella Wife
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-687-9679-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
NUESTRO SOLTERO DEL AÑO ES…
El empresario Ty Garrett
¿Qué? ¿No sabías que la revista A-list otorgaba un premio semejante? Bueno, pues tienes razón. No lo hacemos, pero después de que nuestra reportera estrella, Lucy Little, conociera a Ty Garrett, propietario y director de Garrett Marine, una de las empresas más prósperas de Stoneport, se decidió que era el momento de empezar.
Guapo, rico y soltero, Ty Garrett es la clase de héroe que ya no se ve. Sabrás por qué cuando oigas su historia: el mar estaba engañosamente calmado aquella tarde primaveral, cuando una joven pareja zarpó de Stoneport en un barco viejo y en mal estado que un amigo les había prestado.
Seis horas más tarde, se levantó una feroz tormenta. El barco no había regresado a puerto y se dio la voz de alarma. Arriesgando su vida, Ty se acercó a la embarcación a la deriva y subió a bordo. Allí encontró al marido inconsciente bajo cubierta, y a su aterrada esposa dando a luz con dos meses de adelanto…
¿Quieres saber más? A-list te explicará con todo detalle por qué ha nombrado a este hombre nuestro primer Soltero del año.
A las siete de la mañana de un martes de junio, el muelle y el puerto deportivo de Stoneport, en Carolina del Norte, estaban tranquilos. Los pesqueros habían zarpado antes del amanecer, y los paseos turísticos en barco y las clases de vela no empezaban hasta un poco más tarde.
Sierra Taylor salió de su hotel, pasó por delante de una cafetería abierta llamada Tides, y decidió que esperaría allí tomando un café si la oficina de Garrett Marine estaba vacía. Y ante la perspectiva de enfrentarse con Ty deseó que ojalá estuviera vacía.
Pero pronto descubrió que no tendría esa suerte. Ty Garrett siempre había sido un hombre muy madrugador, lo cual había sido una ventaja en sus negocios. A través de la puerta de cristal, vio a una mujer sentada tras el mostrador, frunciendo el ceño ante una pantalla de ordenador. Cuando Sierra abrió la puerta, se oyó una campanilla.
–¡Buenos días! –la saludó la mujer. Era muy joven, de veintidós años como mucho, y su voz sonaba imposiblemente alegre a esa hora. Llevaba una gorra de béisbol, bajo la que se mecía una cola de caballo rubia al ritmo de sus palabras–. ¿Puedo ayudarla?
–He venido a ver al señor Garrett.
–¿Desea usted reservar una clase de vela? ¿O ya la ha reservado? ¿Quiere información sobre el alquiler de embarcaciones? Dígame su nombre, por favor, y…
–Se trata de un asunto personal.
–Bueno, dígame su nombre –repitió la joven, esa vez con más calma y claridad.
–Sierra.
–¿Y su apellido?
–Él no necesita mi apellido.
–De acuerdo –aceptó la chica encogiéndose de hombros, y se alejó por un pasillo corto y oscuro hacia una puerta cerrada.
Se movía como si estuviera paseando por la cubierta de un velero en un día soleado. Sin llamar a la puerta de lo que debía de ser el despacho de Ty, entró en otra habitación. Los tintineos y chorros a presión que se oyeron indicaban que estaba haciendo café.
Respiró hondo y controló sus emociones. ¿Por qué no podía ser todo más fácil? Había conducido más de mil kilómetros desde Landerville, Ohio, preparada para ese momento. No había esperado sentirse tan inquieta.
Intentando centrarse, apoyó el codo en el mostrador y paseó la mirada por la superficie del mismo. Un montón de relucientes folletos, un bolígrafo y una caja de pastillas de menta. Y entonces la vio… La revista que la había llevado hasta allí.
El rostro sonriente de Ty lucía en la portada de A-list. Un rostro bronceado y ligeramente salpicado de sal, tan atractivo como un dios griego. Su pelo oscuro y ondulado pedía a gritos que los dedos de una mujer se entrelazaran entre los cabellos. Tras él, un velero de vivos colores se mecía por la brisa, y un hombro tostado por el sol en el extremo inferior de la foto sugería que no llevaba camisa.
Aunque ya lo había visto incontables veces, la imagen y las tres palabras en rojo dejaron sin aire a Sierra, sumiéndola en el desconcierto, la ira y algo más que no quiso definir.
¡Soltero del año!,decía el titular.
Y en cuanto al artículo de tres páginas, Sierra se lo sabía de memoria.
Aparte de enumerar los éxitos de la empresa de Ty, relataba con dramático detalle cómo había rescatado a una joven pareja de un barco a la deriva durante una tormenta. Había reanimado al marido inconsciente y había ayudado a nacer al hijo prematuro de la mujer, salvándoles la vida a ambos. El artículo incluía las alabanzas de los residentes y del personal de Garrett Marine, y hacía un cálculo estimado de su inmensa fortuna.
Finalmente, por si acaso la portada dejaba alguna duda a las mujeres de América, se incluían varias fotos que demostraban que su físico no era únicamente el resultado de una buena iluminación y un maquillaje apropiado.
Había que estar ciega para no reconocer que Ty Garrett se merecía con creces el título de Soltero del año.
Sierra sólo tenía un pequeño problema al respecto.
Que estaba casada con él.
Una vez que la joven recepcionista preparó el café, llevó una taza hasta la puerta cerrada y llamó con los nudillos.
–Ha venido otra, Ty –dijo, sin esperar respuesta.
–Qué madrugadora –respondió una voz masculina al otro lado de la puerta–. ¿Quiere una clase o un barco?
La joven abrió ligeramente la puerta y asomó la cabeza.
–No, ésta es de las que vienen por algo personal –dijo en voz baja, pero aun así Sierra pudo oírla–. No ha dicho su apellido. Cree que es una jugada original, igual que las otras cuarenta y siete mujeres que lo intentaron.
–¿Y es guapa?
–Eso tienes que juzgarlo tú.
–¿Cómo se llama?
–Sierra.
Silencio.
Sierra se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
–Por cierto, aquí tienes el café… ¡Ups! –exclamó la joven.
Al aparecer en la puerta, Ty casi había hecho que derramara el café, pero lo evitaron a tiempo. Pero él no tomó la taza, sino que miró por encima de la cabeza de la joven y sus ojos entornados se fijaron en Sierra. Cielos… En carne y hueso era mucho mejor que en las fotos, pensó ella mientras respiraba lentamente. Y mejor que sus recuerdos.
Llevaba un polo blanco que resaltaba su piel morena igual que la nata contrastaba con la mousse de chocolate y unos pantalones cortos y holgados que le llegaban por las rodillas. Y miraba a Sierra como si la hubiera estado esperando pero no pudiera creerse que estuviese allí.
–Sierra –dijo finalmente.
–La misma –respondió ella en tono afectado.
El ambiente de la oficina pareció cargarse de tensión.
–No has cambiado mucho en ocho años –añadió, pero su expresión no revelaba si el cambio lo agradaba.
–Tú sí, Ty –dijo ella de sopetón.
No sólo había ganado peso y músculo en los últimos años. El éxito y la madurez le habían conferido un aura de fuerza y seguridad, con un mentón recio como el acero y unos ojos azules tan sosegados como la luz de la luna. Pero, como Sierra sabía muy bien, a Ty jamás le había faltado seguridad en sí mismo.
–Supongo que tenía razón –dijo la joven–. No necesitas saber su apellido.
–Cookie, ¿puedes comprobar si el Footloose está listo para esa excursión de dos días? –preguntó Ty, sin mirar a la joven.
Sus ojos parecían tener el poder de calentar la piel de Sierra como una lámpara de infrarrojos. Y de repente ella recordó con todo detalle las razones por las que una vez lo había amado tanto, por qué había creído tan firmemente en lo que tenían, y por qué casi había muerto de desesperación cuando todo acabó.
–Tendrás que arreglártelas tú sola esta mañana –le dijo él a su empleada–. ¿Puedes tirar el café? –añadió.
–Claro –dijo la joven, Cookie, aparentemente, y desapareció en la habitación donde había preparado el café. Sierra oyó cómo vertía el líquido en un fregadero, cómo se abría y cerraba una puerta y los pasos de Cookie sobre las tablas del muelle. Había salido por la puerta trasera, y Ty y ella estaban solos.
Solos… Por primera vez desde aquella conversación de la que Sierra recordaba cada palabra. Aquel ultimátum ocho años atrás. Ty se había ido de Landerville aquel mismo día, y nunca había vuelto. Ni siquiera habían hablado por teléfono.
–Supongo que sé por qué estás aquí –dijo él. Parecía receloso, dispuesto a estallar de furia.
–¿Ah, sí? –preguntó ella, sintiendo cómo se le desbocaba el corazón.
–Me preguntaba si habrías visto la revista.
–¿Que si la he visto? –soltó una breve carcajada–. ¿Acaso hay alguien en América que no la haya visto?
–Podrías haber llamado –repuso él, y adoptó un tono de voz afeminado–: «He visto la portada. Has salido genial en las fotos. Enhorabuena».
–Sabes que no estoy aquí por eso –respondió ella con voz áspera y débil.
–Espera un momento –dijo él con fingida sorpresa–. ¿No has venido por lo de la revista?
–Sí, claro que he venido por la revista –espetó con voz más dura–. Pero no por…
La campanilla volvió a sonar al abrirse la puerta principal. Ty retrocedió un par de pasos hacia la puerta que conducía al pasillo, y entonces se quedó de piedra, como si corriera un peligro mortal si se movía.
Una mujer había entrado en el local. Parecía tener treinta y pocos años, e iba vestida con unos shorts marinos, un top de tirantes y un pañuelo rojo anudado al cuello.
–Eh… estaba interesada en las clases de vela –dijo, ladeando tímidamente la cabeza.
–Claro –respondió Ty alegremente, con la misma sonrisa que había lucido para la revista, pero sin moverse. A Sierra le pareció que estaba a punto de echar a correr–. Ahora mismo estamos completos, pero puedes dejarme tus datos, porque estamos organizando algunas clases extra.
–¿Y esas clases las dará… las dará usted personalmente o… eh… las dará otra persona?
Sierra notó que a Ty le costaba mantener la sonrisa. Un desconocido no se habría dado cuenta, pero ella se sorprendió al recordar detalles como aquél.
–Eso no lo sé con seguridad.
–Porque preferiría que las impartiera usted en persona.
–De eso estoy seguro.
–¡Oh! –exclamó la mujer, ruborizándose. Se llevó las manos a la boca y soltó una risa nerviosa–. ¡No pretendía que sonara así! ¡Lo siento! –se acercó y alargó la mano, como si quisiera darle un apretón en el brazo–. Lo siento muchísimo.
–En realidad, la oficina aún está cerrada –dijo Ty rápidamente–. ¿Podría volver a las ocho y darle sus datos a mi ayudante?
–Oh, por supuesto –dio marcha atrás como un juguete mecánico y volvió a llevarse las manos a la boca–. Lo siento mucho –repitió en un murmullo ahogado.
Retrocedió hasta la puerta, abrió a tientas, se escurrió por la estrecha ranura y cerró con un portazo. La campana pareció emitir un tintineo de protesta, como si llevara días sonando sin parar.
Ty dejó escapar un suspiro.
–¿Podemos ir a tomar un café a algún sitio? –le preguntó a Sierra–. Porque supongo que querrás hablar.
La recorrió con la mirada, examinado el modo en que había envejecido y la falda de corte clásico y el top a juego que llevaba. A Sierra le había parecido un atuendo muy adecuado aquella mañana en el hotel, ante la perspectiva de un enfrentamiento con su marido, pero ahora la hacía sentirse recatada y conservadora.
–Y desde luego que hay que hablar –siguió él–. Los dos hemos sido muy cabezotas durante demasiado tiempo. Pero está claro que aquí no podemos hablar.
–¿No? –preguntó ella, sin saber si le gustaría más tener aquella conversación en público o en privado.
–¿Crees que esa chica era la primera? –le preguntó él, apoyando el codo en la puerta, a la altura de la cabeza, como si hubiera llegado al final de una larga jornada.
–Eh… no, por lo que le he oído decir a tu ayudante. Pero eso es bueno para el negocio, ¿no?
–¿Bueno? La oficina no ha dejado de estar sitiada desde que se publicó el artículo –miró a través de la cristalera y vio que dos mujeres se acercaban a la oficina por el paseo marítimo–. Por la puerta trasera. Vamos.
Esa vez, Sierra no discutió. Ni siquiera dijo «Te lo tienes bien merecido», aunque no pudo evitar pensarlo.
En cuestión de segundos, Ty cerró la puerta, apagó el ordenador y las luces y se escondió en la habitación del fondo. Sierra lo siguió.
–Oh, aún no han abierto –dijo una de las mujeres al llegar a la puerta de cristal.
–Vamos a dar un rodeo –dijo Ty. La agarró del brazo y salieron por la puerta trasera, de modo que pudieron escapar por el paseo marítimo mientras las dos mujeres leían el horario de la oficina que colgaba del cristal.
Sierra sentía la palma y los dedos de Ty contra su piel tan cálidos y fuertes como siempre, una metáfora de cómo había intentado arrastrarla desde Landerville a Stoneport del mismo modo: agarrándola y tirando de ella, sin importar cuáles fueran sus planes.
En aquella ocasión, ella se había negado. Pero ahora no lo hizo, ya que únicamente se trataba de tomar un café y tener una larga conversación. Sin embargo, el tacto de su mano fue como una descarga de energía que se propagó por su cuerpo y la devolvió a la vida. Cubrieron unos cuarenta metros en pocos segundos, y Sierra acabó con el corazón desbocado.
–Entremos –dijo Ty, la metió en Tides, la cafetería que ella había visto antes.
–Hola, señor Garrett –lo saludó alegremente una mujer.
Él no hizo ningún gesto, de modo que Sierra supuso que la muchacha era una camarera. Aquélla debía de ser la cafetería que A-list describía como parte del imperio en expansión de Ty.
–Nos sentaremos en la mesa del rincón –dijo él–. ¿Y puedes… poner delante una maceta o algo?
–¿Qué le parece la maqueta del barco?
–Perfecto.
–Iré a pedirle ayuda a Evan –dijo ella. Llamó a alguien de la cocina y entre los dos colocaron delante de la mesa una gran vitrina que contenía un barco antiguo en miniatura. Nadie pareció sorprenderse de que aquella estrategia fuera necesaria, lo que añadía credibilidad al supuesto acoso que Ty decía estar sufriendo.
Una vez sentados, Ty pidió un café solo y un pastel de hojaldre, y Sierra, un capuchino con una magdalena. Los pedidos llegaron enseguida y la camarera los dejó.
–Por favor, no finjas que no sabes por qué he venido –dijo Sierra.
–Dímelo tú y ninguno de los dos tendrá que fingir nada.
–Si quieres el divorcio, Ty, pídelo. Es lo único que tienes que hacer. No te anuncies en una revista como si estuvieras disponible y esperes a que yo saque la conclusión más obvia, como ha hecho todo Landerville.
–¿Crees que esto ha sido porque yo quiera el divorcio? ¿De verdad piensas que…?
–No han dejado de lanzarme indirectas, insinuaciones y bromas pesadas. Y los desconocidos me abordan en el supermercado para preguntarme si… sigo estando casada.
–De acuerdo. Para empezar, tu padre ha sido alcalde de Landerville durante media vida, por lo que no eres precisamente una desconocida en el pueblo. Tu vida es propiedad pública, y también lo era la mía antes de que me marchara.
–Mis hermanas se comportan como si alguien hubiese muerto –siguió Sierra, ignorando el comentario–. Y mi padre llegó a amenazar que… –dejó la frase sin terminar, pero Ty no necesitaba saber las amenazas de su suegro–. Ha sido muy embarazoso –añadió, aunque eso sólo expresaba una parte minúscula de lo que había sentido.
–¿Embarazoso? –repitió Ty, riendo–. ¡Qué me vas a contar! La chica que se presentó en la oficina hace unos minutos era más discreta que la mayoría. Sé lo que es una situación embarazosa, Sierra, te lo aseguro.
–En ese caso –dijo ella en tono afilado–, habría sido conveniente que pensaras en las consecuencias antes de acceder a aparecer en la portada de A-list, ¿no?
Él la miró con ojos entornados.
–¡Yo no accedí a nada, Sierra! ¿Es ésa la clase de hombre que crees que soy? ¿Un hombre interesado en esa publicidad barata? ¿En conseguir citas de esa manera? Escucha, el titular de Soltero del año fue idea de la periodista, no mía.
–Podrías haberte negado.
–No supe que iba a presentar de ese modo la historia del rescate hasta que vi la revista. Ni podía imaginarme la respuesta que tendría.
–¿Ah, no? Todo ese dinero extra por las clases de vela, los restaurantes y las tiendas del puerto… Sí, realmente las empresas turísticas detestan la publicidad.
–No hagas eso con la boca –dijo él frunciendo el ceño–. No te sienta bien.
–¿El qué?
–Parecer como si estuvieras sorbiendo un limón –alargó un brazo por encima de la mesa y le tocó los labios, igual que si le estuviera quitando a una niña una migaja de la mejilla.
¿Qué demonios…? Al recibir su tacto, Sierra tensó los músculos y se preguntó si sería ésa la razón por la que sentía el rostro cansado y rígido al final de cada día. Incluso antes de aquel asunto de la revista había estado con el agua hasta el cuello. Su trabajo de profesora de niños deficientes, tres hermanas menores que dependían de ella, la precaria salud de su padre diabético, quien no se preocupaba de llevar sus propios controles…
Sabía que necesitaba unas vacaciones, pero… ¿que sorbía un limón?
–Ty, ¿quieres o no el divorcio? –le preguntó desesperadamente, apartando la cabeza.
–¿No te opondrías?
Sierra levantó el mentón e hizo un esfuerzo por no suspirar ni parecer que sorbía un limón.
–No, claro que no me opondría.
–Has tenido ocho años para pedirlo, y no lo has hecho.
–No, no lo he hecho. Y tú tampoco. Pero ahora lo quiero. Se ha pospuesto demasiado, ¿no crees?
Tenía razón, pensó Ty. Se había pospuesto siete años y ocho meses. Debería haber rellenado los papeles él mismo en cuanto supo que ella no iba a seguirlo a Stoneport.
Pero él se había mantenido en sus trece. Fue su manera de soportar el sufrimiento: canalizándolo a través del orgullo. No era él quien había hecho imposible su matrimonio. Dejó que Sierra tomara las medidas legales necesarias para romperlo, si era eso lo que ella quería.
Pero ella no había hecho nada, y a los veinticuatro años él había estado demasiado seguro de sí mismo y de sus decisiones.
–Ya sabes dónde encontrarme –le había dicho.
–¡Y tú sabes dónde encontrarme a mí! –había respondido ella.
El dolor y la decepción se habían aliviado con el tiempo y el trabajo duro. Y lo mismo debía de haber sido para ella.
–Si se ha pospuesto durante tanto tiempo –dijo él finalmente–, ¿por qué has tardado tanto en hacer esto? ¿Por qué ha hecho falta una revista del corazón para traerte hasta aquí?
Ella se ruborizó y se encogió de hombros, y también tardó un rato en contestar.
–Digamos que fue una llamada a mi conciencia, ¿de acuerdo? Los principios tienen una vida limitada.
–¿Principios? –la palabra lo desconcertó–. ¿Qué principios?
–No fui yo quien huyó de nuestro matrimonio. No fui yo la que quería ponerle fin. Fuiste tú, Ty. Así que el divorcio debería corresponderte a ti.
–¡Yo no huí de nuestro matrimonio! Huí de Landerville.
–¿Acaso no es lo mismo?
–¡No, no es lo mismo! Fui muy claro al respecto. Allí no había futuro para mí. Lo que yo necesitaba era esto –hizo un gesto con el brazo, barriendo a su alrededor.
–¿A qué te refieres con «esto»? –preguntó ella.
–Al océano, los barcos, la posibilidad de construirme un futuro propio en un lugar donde no fuera sólo el Garrett huérfano que sólo podía aspirar a llevar una ferretería, siempre que la hija del alcalde pudiera mantenerlo en el buen camino. Pero tú nunca me viste así, ¿verdad?
–No. Y mi padre tampoco.
–Pero el resto de Landerville sí.
–No sólo me estabas pidiendo que le diera la espalda a una actitud equivocada. Me estabas pidiendo que… –se detuvo. Tenía las mejillas rojas y los ojos encendidos–.La familia no es algo de lo que puedas alejarte sin más, Ty. Al menos, no para mí.
Él se enderezó en la silla.
–Yo nunca te pedí que hicieras eso.
–¿Cómo que no? ¡Sólo tienes que escucharnos!
Volvió a hacer el gesto del limón y Ty no supo qué responder.
Sierra tenía razón. El divorcio se había pospuesto por demasiado tiempo.
Se dedicó a observarla sobre el borde de la taza para analizar sus cambios. Le había parecido arrebatadoramente hermosa cuando se casaron, doce años atrás. Su figura esbelta y elegante como la de una modelo. Su piel cremosa. Su boca grande y expresiva. Su pelo oscuro, largo y sedoso, que ondeaba como una cascada de satén por su espalda. Sus ojos pardos, grandes y exóticos… un rasgo indio por parte de madre.
Y seguía siendo hermosa. Su pelo era el mismo, aunque lo llevaba un poco más corto y recogido en lo alto de la cabeza. Su figura era un poco más femenina bajo el top y la falda oliva, y sus curvas se realzaban en los lugares adecuados.
¿Y sus ojos, su boca y su piel?
Sí, muy hermosa.
Excepto…
Parecía cansada. Estresada. ¿Furiosa? ¿Desgraciada?
Sus ojos, su boca y su piel reflejaban sus problemas internos. La mueca del limón. La tensión de su piel. El modo en que entornaba la mirada, que casi apagaba el fuego de sus ojos.
Si la causa era la incertidumbre en torno a su matrimonio, lo mejor sería acabar de una vez por todas para que los dos pudieran seguir adelante con sus respectivas vidas.
Ty tomó un sorbo de café y le dio un mordisco al pastel, preguntándose cómo empezar a tratar el asunto con los abogados. No tenían hijos ni habían adquirido ninguna propiedad en los cuatro años que pasaron juntos. Y Sierra nunca había sido una mujer avariciosa. Al contrario, a veces era incluso demasiado generosa. Nunca reclamaría nada de la fortuna que el había amasado desde la separación, y aunque lo hiciera, ningún juez lo aceptaría.