Patrick ha vuelto - Josephine Tey - E-Book

Patrick ha vuelto E-Book

Josephine Tey

0,0

Beschreibung

Los Ashby son terratenientes ingleses dedicados a la cría de caballos. Llevan una vida apacible capitaneada por la tía Bee, tutora de sus cuatro sobrinos tras el fallecimiento de su hermano y su nuera. El dolor por la pérdida de los padres y por la desaparición de un sobrino mellizo en extrañas circunstancias parece ya superado por días llenos de buena armonía familiar. Pero el mundo de los Ashby da un vuelco completo cuando un extraño llamado Brat Farrar llega al pueblo asegurando ser Patrick, el mellizo desaparecido. Él, unos minutos mayor que su hermano Simon, se convertiría en el heredero universal de la fortuna de los Ashby. El enredo está servido y más que bien sazonado, porque sabemos desde el principio que Brat Farrar es un impostor guiado por alguien cercano a la familia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 468

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



PATRICK HA VUELTO

JOSEPHINE TEY

PATRICK HA VUELTO

TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO

 

SENSIBLES A LAS LETRAS, 44

Título original: Brat Farrar

Primera edición en Hoja de Lata: julio del 2018

Primera reimpresión: octubre del 2021

© The National Trust for Places of Historic Interest and Natural Beauty, 1949

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2018

© de la ilustración de la cubierta: Gathering the Marsh, Dee Nickerson, 2016

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2018

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212, Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección de pruebas: Olaya González Dopazo

ISBN: 978-84-18918-50-6

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

1

—Tía Bee —dijo Jane, mientras soplaba la sopa con fuerza—, ¿crees que Noé era más astuto que Ulises o Ulises más inteligente que Noé?

—No sorbas la sopa por el extremo de la cuchara, Jane.

—Si la tomo por un lado se me escapan los fideos.

—Ruth sí sabe hacerlo.

Jane miró a su hermana gemela sentada frente a ella que manejaba sus vermicelli con presuntuosa pulcritud.

—Ella sabe sorber con más fuerza que yo.

—La cara de tía Bee me recuerda a la de uno de esos gatos tan caros —dijo Ruth mirando de reojo a su tía.

Bee pensó para sus adentros que no era una mala descripción, pero al instante deseó que Ruth no fuera tan extravagante.

—No, de verdad, ¿quién era el listo? —dijo Jane, que nunca se apartaba del camino una vez que se adentraba en él.

—Dirás el más listo —matizó Ruth.

—¿Era Noé o Ulises? Simon, según tú, ¿quién era?

—Ulises —dijo su hermano, sin levantar la vista del periódico.

Muy típico de Simon, pensó Bee, leer la lista de competidores en las carreras de Newmarket, condimentar su sopa y escuchar la conversación, todo al mismo tiempo.

—¿Y por qué, Simon? ¿Por qué Ulises?

—No disponía de un servicio meteorológico tan efectivo como el de Noé, ¿no te parece? —respondió—. ¿En qué puesto había quedado Firelight la última vez, te acuerdas?

—Oh, muy abajo —dijo Bee.

—Un baile de debutantes es casi como una boda, ¿verdad, Simon?

Esta era Ruth.

—Mejor, en realidad.

—¿Tú crees?

—En una fiesta de debutantes puedes quedarte. Algo que no podrías hacer en tu boda.

—Pues yo pienso quedarme a bailar en mi boda.

—No me sorprendería viniendo de ti.

«Ay, señor —pensó Bee—, supongo que algunas familias tienen conversaciones normales durante las comidas, aunque no sé cómo lo consiguen. Quizá no he sido lo bastante estricta.»

Miró a los tres sentados a la mesa con la cabeza gacha y el sitio aún vacío de Eleanor y se preguntó si había hecho las cosas bien con ellos. ¿Estarían satisfechos Bill y Nora con el modo en que había educado a sus hijos? Si milagrosamente entraran en ese momento, tan jóvenes, hermosos y alegres como eran cuando se toparon con la muerte, ¿acaso dirían: «Ah, así es tal y como los habíamos imaginado. Incluso Jane, con su aire de pilluela»?

A Bee se le iluminaron los ojos y sonrió mirando a Jane.

Las gemelas estaban a punto de cumplir diez años y eran idénticas. Idénticas, técnicamente hablando. A pesar de su parecido físico no había duda en ningún momento acerca de quién era Jane y quién era Ruth. Las dos tenían el pelo rubio y liso, la carita menuda y pálida y la misma mirada resuelta y desafiante. Pero ahí se terminaba el parecido. Jane llevaba sus pantalones de montar bastante sucios y un jersey de lana muy estirado y repleto de puntos salidos. Se había recogido el cabello sin mirarse al espejo con una horquilla tan gastada que había recuperado su color acero original, como ocurre siempre con las horquillas viejas. Padecía un ligero astigmatismo y siempre que se veía obligada a enfrentarse a una figura autoritaria tenía la costumbre de ponerse sus gruesas gafas de concha. Normalmente las llevaba en el bolsillo del pantalón y ya las había roto tantas veces al sentarse sobre ellas que nunca quedaba dinero para gafas en el presupuesto anual, y al final era ella quien debía ponerlo de su bolsillo. Siempre iba y venía de sus clases en la casa rectoral a lomos de Fourposter, el viejo poni blanco, y sus piernas cortas y delgadas sobresalían a ambos lados de los flancos del animal como si fueran pajitas. Hacía mucho tiempo que Fourposter había dejado de ser un entretenimiento para convertirse en un medio de transporte, de modo que no tenía importancia que su lomo fuera tan ancho como un camastro e igual de engorroso a la hora de conseguir que se moviera.

Ruth, por otro lado, llevaba un vestido rosa de algodón, tan limpio y bien planchado como esa misma mañana, cuando se había marchado en bicicleta a la casa rectoral. Tenía las manos limpias y las uñas pulcramente recortadas, y en algún sitio había encontrado un lazo de color rosa con el que se había atado el moño que coronaba su cabeza.

Ocho años, pensaba Bee. Ocho años planificando, organizando y ahorrando. Dentro de seis semanas finalizaría su papel de administradora. En poco más de un mes Simon cumpliría veintiuno, heredaría la fortuna de su madre y los años de vacas flacas llegarían a su fin. Los Ashby nunca habían sido ricos, pero en vida de su hermano siempre había sobrado para mantener Latchetts —la casa y las tres granjas de la propiedad— como es debido. Su repentina muerte había sido la causa de que durante los últimos ocho años llegaran a vivir prácticamente en la pobreza. Y únicamente gracias a la determinación de Bee, el dinero de su cuñada llegaría intacto el mes siguiente a manos de su hijo. Lo único que había impedido que tuvieran que recurrir a préstamos había sido la solidez de la futura herencia. Ni siquiera el señor Sandal, de Cosset, Thring & Noble, había sido capaz de hacerle cambiar de opinión. «Latchetts saldrá adelante sin ayuda de nadie», había dicho Bee. Y ocho años después Latchetts era autosuficiente y solvente.

Sobre la cabeza de su sobrino, a través de la ventana, podía ver el cercado de color blanco de los corrales de la parte sur de la finca y la cola de la vieja Regina agitándose bajo la brillante luz del sol. Los caballos, que habían sido la principal afición de su hermano, habían sido también la salvación de esta casa. Año tras año, a pesar de todas las enfermedades, los accidentes y la pura terquedad de esos animales, los caballos habían resultado ser una sólida fuente de beneficios. Lo que se perdía por un lado se ganaba por el otro. Cuando el pequeño semental que había sido la alegría de su hermano resultó ser poco digno de confianza, Bee había decidido añadir varios ponis para niños, pequeños y robustos, que ocuparon la zona de pastos más fría, en la parte baja de la finca. Eleanor había convertido una recua de dudosos corceles en amables animales «que cualquier dama sería capaz de cabalgar» y los había vendido con sustancioso beneficio. Ahora la antigua casa señorial de Clare se había convertido en un pensionado y ella misma impartía allí clases de monta a un razonable precio por hora.

—Eleanor se está retrasando mucho, ¿verdad?

—¿Está fuera con la Parslow? —preguntó Simon.

—La yegüita Parslow, sí.

—La pobre infeliz probablemente se caerá muerta cualquier día de estos.

Cuando Simon se levantó para retirar los platos de sopa y ayudar a servir la carne que humeaba en el aparador, Bee lo observó con crítica aprobación. Al menos se las había apañado para no malcriar a Simon. Lo cual, dado el encanto natural y el carácter vanidoso del muchacho, suponía un logro nada desdeñable. Simon irradiaba un engañoso aire desvalido capaz de atraer a todos los que lo rodeaban desde el día en que nació. Bee había observado ese fenómeno con curiosidad y algo parecido a una reticente admiración. De haber poseído ella misma el especial encanto de Simon, solía pensar, con toda probabilidad habría tratado de sacarle partido igual que hacía el muchacho. No obstante, siempre había hecho todo lo posible por evitar que sus dotes le funcionaran con ella.

—Sería bonito que un baile de debutantes tuviera damas de honor —comentó Ruth, removiendo apáticamente su ración de carne con el tenedor.

Nadie le hizo caso.

—Según el vicario, Ulises probablemente era un terrible fastidio deambulando por la casa —dijo Jane, resistiéndose a dejar el tema.

—¡Oh! —exclamó Bee, interesada en su personal interpretación del clásico—. ¿Y por qué?

—Dijo que era «sin la menor duda un… un incordio», y que seguramente Penélope se sintió aliviada al verlo desaparecer por un tiempo. Ojalá el hígado no fuera tan blando.

En ese momento entró Eleanor y se sirvió en silencio, como solía hacer.

—¡Uff! —dijo Ruth—. ¡Qué olor a establo!

—Llegas tarde, Nell —dijo Bee con curiosidad.

—Nunca aprenderá a montar —soltó Eleanor—. Ni siquiera es capaz de azuzar al caballo a estas alturas.

—Quizá los chiflados no saben montar —sugirió Ruth.

—¡Ruth! —reprendió Bee, con vehemencia—. Los alumnos de la residencia no son lunáticos. Ni siquiera son deficientes mentales. Simplemente son… complicados.

—Inadaptados es la palabra técnica —dijo Simon.

—Bueno, pues se comportan como lunáticos. Si te comportas igual que un lunático, ¿cómo va a saber la gente que no lo eres?

Puesto que no había respuesta para semejante pregunta, se hizo el silencio en el comedor de los Ashby. Eleanor comía sin levantar la mirada del plato, con la misma avidez y determinación que un colegial hambriento. Simon sacó un lápiz de su bolsillo y se dispuso a calcular probabilidades en los márgenes del periódico. Ruth, que había robado tres galletas del tarro del aparador de la casa rectoral y se las había comido a hurtadillas en el baño, se entretenía ahora jugando con su comida —construyendo un castillo rodeado por un foso de salsa—, mientras Jane daba cuenta de lo que había en su plato con diligente placer. Entretanto Bee contemplaba el paisaje que se extendía ante sus ojos a través de los cristales de la ventana.

Al otro lado de la colina, kilómetros de accidentados campos descendían hasta fundirse con los apretujados tejados de Westover que terminaban abruptamente en el mar. Aquí, sin embargo, en la parte alta del valle, protegida de los temporales que azotaban el Canal y bañada por la luz del sol, los árboles se alzaban en el aire luminoso con una serenidad propia del interior y una gracia encantadora. La escena poseía la quietud y la deslumbrante perfección de un espejismo.

Una herencia espléndida, una herencia rica y espléndida. Bee deseó que a Simon le fueran bien las cosas. Algunas veces tenía…, no, no era miedo. A veces tenía dudas. Era difícil catalogar a Simon. Su personalidad tenía demasiadas aristas, demasiadas facetas. Había en él algo de caprichoso que no casaba con el carácter del heredero de una hacienda. Latchetts era la única finca de los alrededores en la que todavía se alojaba a una familia local, y Bee esperaba que siguiera dando cobijo a los Ashby durante los siglos venideros. Hermosos Ashby de cuerpos menudos y cabeza regia, como los que ahora mismo estaban sentados a su alrededor en la mesa del comedor.

—Jane, vas a salpicarlo todo de zumo de fruta.

—No me gusta el ruibarbo en trocitos, tía Bee. Me gusta en papilla.

—Está bien, pero hazlo con más cuidado.

Cuando Bee tenía la edad de Jane también solía aplastar el ruibarbo en su plato de postre, y en esta misma mesa. A lo largo de los años, en esta mesa habían comido miembros de la familia Ashby que murieron a causa de la fiebre en la India, heridos en Crimea, de inanición en Queensland, por el tifus en el Cabo y roídos por la cirrosis en las colonias del Estrecho. A pesar de todo, la familia Ashby había seguido viviendo en Latchetts. Y había vivido bien de la tierra. De vez en cuando surgía algún inútil como su primo Walter, pero la Providencia siempre había querido que la inutilidad quedara relegada a los vástagos menores, que podían desempeñar su torpeza sin poner en peligro el patrimonio familiar.

En Latchetts no habían cenado reinas y tampoco se habían ocultado caballeros. A lo largo de trescientos años la propiedad no había cambiado demasiado. Seguía siendo en esencia la hacienda de un vasallo. Y durante casi doscientos de esos trescientos años, los Ashby habían vivido en ella.

—Simon, querido, ¿te ocupas tú del café?

Quizá su simplicidad la había salvado. Nunca había esperado nada, nunca había aspirado a nada. Lo que tenía de bueno se le devolvía a la tierra como si de una ofrenda se tratara, la savia retornaba a sus raíces. Al otro lado del valle se alzaba la blanca mansión de Clare en mitad de su parque — tan llena de gracia como una virreina—, pero los Ledingham ya no vivían allí. Los Ledingham habían sido pródigos en riqueza y talento, y habían utilizado la casa a modo de telón de fondo, como fuente de ingresos, como decorado, como refugio, pero no como un hogar. Durante siglos la familia se había pavoneado por todo el mundo: procónsules, exploradores, bufones de la corte, libertinos y revolucionarios. Y Clare había sido el sostén de todas sus extravagancias. Ahora, sin embargo, lo único que quedaba de ellos eran sus retratos, y la gran casa rodeada de jardines se había convertido en un internado para niños difíciles, hijos de familias con ideas progresistas y nutridas cuentas bancarias.

Los Ashby, sin embargo, habían permanecido en Latchetts.

2

Mientras Bee servía el café las gemelas desaparecieron para hacer alguna de las suyas, pues aún estaban disfrutando de sus vacaciones. Eleanor se bebió apresuradamente su café y regresó a los establos.

—¿Necesitarás el coche esta tarde? —preguntó Simon—. Le prometí al viejo Gates que le traería un ternero de Westover en uno de nuestros remolques. El suyo se ha estropeado.

—No, no lo necesito —dijo Bee, preguntándose qué habría empujado a Simon a llevar a cabo una tarea tan poco amena.

Deseó que no fuera a causa de la hija de Gates, que era muy bonita, muy tonta y de lo más corriente. Gates era el arrendatario de Wigsell, la más pequeña de las tres granjas, y, por lo general, Simon no solía transigir con sus intempestivas peticiones.

—Si de verdad estás interesada en saberlo —dijo Simon levantándose de la mesa—, quiero ver la nueva película de June Kaye. La ponen en el Empire.

Su inesperada franqueza habría sido del gusto de cualquier otra persona, pero no de Beatrice Ashby, que conocía demasiado bien la costumbre de su sobrino de lanzar dos bolas al aire para distraer la atención de la tercera.

—¿Necesitas alguna cosa?

—Si tienes tiempo puedes traerme uno de esos nuevos horarios de autobuses de Westover. Eleanor dice que hay un nuevo servicio que pasa por Clare dando un rodeo por Guessgate.

—¿Bee? —preguntó una voz desde el vestíbulo—. ¿Estás ahí, Bee?

—Señora Peck —dijo Simon, saliendo a recibirla.

—Pasa, Nancy —añadió Bee—. Ven a tomar el café conmigo. Los demás ya han terminado.

La mujer del vicario entró en la habitación, dejó una cesta vacía en el aparador y se sentó dejando escapar un suspiro de alivio.

—Me vendría bien uno —dijo.

Todavía hoy, cada vez que alguien mencionaba el nombre de la señora Peck, siempre iba seguido del mismo comentario: «Era Nancy Ledingham, ¿sabes?», aunque ya había pasado una década desde que dejara boquiabierta a toda la buena sociedad al casarse con George Peck y decidiera enterrarse de por vida en la casa rectoral de un pueblo de provincias. Nancy Ledingham había sido mucho más que la «debutante del año», había sido un tesoro nacional. Los tabloides habían hecho por ella lo mismo que las postales de artistas por Lily Langtry: su belleza era patrimonio común. Quizá el público no se pusiera de pie sobre sus asientos para verla pasar, pero era un hecho probado que su presencia era capaz de detener el tráfico. Su aparición como dama de honor en una boda era suficiente para que las autoridades tuvieran palpitaciones con una semana de adelanto. Poseía esa hermosura serena e incuestionable capaz de derrotar incluso al más denodado detractor. De hecho, la única cuestión que se planteaban entonces era si el moscón de turno había tenido suerte o no. En más de una ocasión, la prensa se había mostrado dispuesta a coronarla, aunque aquello no eran más que simples fantasías y el público se conformaba con seguir observando el vuelo de los moscardones a su alrededor.

Y entonces, de la forma más inesperada —entre dos números de la revista Tatler, por así decirlo—, se había casado con George Peck. La prensa, abrumada y en un intento de hacer todo lo posible por un público igualmente apabullado, había intentando vender lo ocurrido como un apasionado romance. Pero George Peck había echado por tierra sus esperanzas. Era un hombre alto y delgado, con el rostro de un inteligentísimo —a la par que amable— simio. Y, por si eso fuera poco, tal y como el editor de Clarion había manifestado: «¡Un clérigo, nada menos! ¡Me resultaría más fácil vender el romance entre dos hormigoneras!».

De modo que, con el tiempo, el público consintió en dejarla marchar a su voluntario retiro. Su tía, que había sido la responsable de su presentación en sociedad, la desheredó. Su padre murió ahogado en la tristeza y en las deudas. Y su antiguo hogar, la magnífica mansión blanca rodeada de jardines, se había convertido en una escuela.

Sin embargo, tras quince años de vida rectoral, Nancy Peck seguía siendo una mujer serena e incuestionablemente hermosa. Y la gente todavía se detenía en la calle al verla pasar y decía: «Esa era Nancy Ledingham, ¿sabes?».

—He venido a recoger los huevos —dijo ella—, pero no hay prisa, ¿verdad? Es maravilloso poder sentarse y no hacer nada.

Bee la miró de reojo esbozando una sonrisa.

—Qué cara tan bonita tienes, Bee.

—Gracias. Según Ruth mi cara se parece a la de uno de esos gatos tan caros.

—¡Qué disparate! Al menos no eres de los peludos. ¡Oh, de todas formas, sé a cuáles se refiere! Con el cuello largo y el pelo corto que deja bien a la vista el morrito. Gatos heráldicos. Sí, Bee querida, tienes la cara de un gato heráldico. Especialmente cuando yergues la cabeza y miras a la gente de reojo. —Dejó la taza sobre el platillo y volvió a suspirar de placer—. No me explico cómo es posible que los Inconformistas1 nunca llegaran a descubrir el café.

—¿Descubrirlo?

—Sí. Como perdición. Es mucho más útil que la bebida. Sin embargo, nadie predica sobre él ni recoge firmas en su contra. Cinco tragos y el mundo se vuelve de color de rosa.

—¿Acaso era gris antes?

—Más bien color barro. Estaba tan feliz porque esta era la primera semana del año en que no habría que encender el fuego… y tampoco que limpiarlo. Pero no hay nada, cré eme, nada, capaz de impedir que George arroje sus fósforos usados a la chimenea. ¡Por Dios, y necesita quince cerillas nada menos para encender su pipa! La habitación está plagada de papeleras y ceniceros, pero no, George tiene que usar la chimenea. Ni siquiera se toma la molestia de apuntar, ¡qué hombre! Un pequeño giro de muñeca y la cerilla aterriza en cualquier parte entre la repisa y el carbón, pero jamás dentro. Y soy yo quien tiene que pasarse el día recogiéndolas.

—Y él te dice: «Pero, querida, ¿por qué no las dejas donde están?».

—Eso es. De todas formas, ahora que he tomado un poco de café de Latchetts he decidido no echarlo a los perros después de todo.

—Pobre Nan. Estos cristianos.

—¿Cómo van los preparativos para la presentación en sociedad?

—Las invitaciones ya están listas para enviar a la imprenta, lo cual es un alivio. Habrá una cena aquí para los íntimos y un baile para todos los asistentes en el granero. Por cierto, ¿cuál es la dirección de Alec?

—Así a bote pronto no recuerdo la última. Te la buscaré. Siempre me escribe desde un lugar diferente. Imagino que lo echan de mala manera cada vez que no puede pagar la renta. Aunque lo cierto es que no tengo noticias de él muy a menudo. Nunca me perdonó el no haberme casado como es debido para que mi único hermano pudiera seguir viviendo en el lugar donde se había criado.

—¿Sabes si está actuando ahora?

—No lo sé. Tenía un papel en una comedia tonta en el Savoy, pero duró unas pocas semanas. Su físico no le brinda un amplio abanico de papeles.

—Sí, supongo que tienes razón.

—Nadie escogería a Alec más que para hacer de Alec. No sabes lo afortunada que eres, Bee, por poder seguir relacionándote con los Ashby. La incidencia de libertinos en la familia Ashby siempre ha sido singularmente baja.

—Walter, por ejemplo.

—El lobo solitario aullando en las praderas. ¿Qué ha sido de tu primo Walter?

—Oh, murió.

—¿En olor de santidad?

—No. Más bien en olor a benceno. En una fábrica, creo.

—Ni siquiera Walter era malo, ¿sabes? Simplemente le gustaba beber y no supo controlarlo. Pero cuando un Ledingham sale calavera lo es hasta las últimas consecuencias.

Siguieron sentadas en un confortable silencio, pensando en sus respectivas familias. Bee era varios años mayor que su amiga: casi una generación las separaba. Sin embargo, ninguna de las dos era capaz de recordar una sola ocasión en que la otra no hubiera estado a su lado cuando lo necesitó. Y los niños de los Ledingham siempre habían entrado y salido de Latchetts como si fuera su casa; un lugar tan familiar para ellos como Clare lo había sido para los Ashby.

—He estado pensando tanto en Bill y Nora últimamente —dijo Nancy—. Habrían sido tan felices con todo esto.

—Sí —dijo Bee, mirando por la ventana con aire meditabundo.

Eran las mismas vistas que contemplaba entonces, cuando todo ocurrió. En un día como este y en la misma época del año. Sentada junto a la ventana del salón, pensaba en lo hermoso que era todo y se preguntaba si los viajeros habrían tenido ocasión de ver algo la mitad de bonito que ese paisaje durante su escapada a Europa. Se preguntaba si Nora se habría recuperado —había enfermado y perdido mucho peso tras dar a luz a las gemelas— y si ella misma habría estado a la altura de las circunstancias y había sido una buena madre sustituta para las pequeñas. En cierto modo se alegraba ante la perspectiva de poder regresar a Londres a la mañana siguiente para retomar su vida.

Las gemelas dormían y los dos mayores se preparaban en el piso de arriba para darles la bienvenida, pensando en la cena gracias a la cual podrían acostarse más tarde que de costumbre. En media hora más o menos el coche aparecería por la avenida de tilos, se detendría ante la puerta y ahí estarían ellos. Todos reirían, se abrazarían e intercambiarían regalos y alegría.

Había encendido la radio por mera costumbre, casi sin darse cuenta de lo que hacía. «El vuelo París-Londres de las dos en punto —dijo la voz neutra del locutor—, con nueve pasajeros a bordo y tres tripulantes, se ha estrellado esta tarde al sobrevolar la costa de Kent. No ha habido supervivientes.»

No. No había habido ningún superviviente.

—Estaban tan preocupados por los niños —dijo Nancy—. He pensado tanto en ellos últimamente, ahora que Simon va a cumplir veintiún años.

—También yo he pensado mucho en Patrick.

—¿Patrick? —dijo Nancy, repentinamente desconcertada—. Oh, sí. Por supuesto. Pobre Pat.

Bee la miró con curiosidad.

—Casi lo habías olvidado, ¿verdad?

—Bueno, ha pasado mucho tiempo, Bee. Y, en fin, supongo que la mente se empeña en ocultar todo aquello que no es capaz de soportar. Lo de Bill y Nora fue algo terrible, pero fue algo que puede ocurrir. Quiero decir, algo que forma parte de los riesgos cotidianos de la vida. Pero Pat… Eso fue diferente. —Permaneció en silencio unos instantes—. Lo había empujado a un rincón tan profundo de mi mente que ya casi no soy capaz de recordar cómo era. ¿Se parecía tanto a Simon como Ruth a Jane?

—Oh, no. No eran gemelos idénticos. No mucho más de lo que suelen parecerse dos hermanos. Aunque, por extraño que parezca, estaban tan unidos como Ruth y Jane.

—Simon parece haberlo superado. ¿Crees que se acuerda de él a menudo?

—Sin duda lo habrá hecho últimamente.

—Sí, pero de los trece a los veintiuno han pasado muchos años. Espero que incluso en el caso de un hermano gemelo, el tiempo sirva de algo.

El comentario hizo reflexionar a Bee. ¿Le había servido de algo a ella? ¿Cómo habría sido ver a aquel muchacho amable y solemne dentro de un mes en su presentación en sociedad? Intentó recordar su cara, pero todo era confuso. Por aquel entonces era un chiquillo menudo y poco desarrollado para su edad, pero al margen de eso era un Ashby de pura cepa. Más que el rostro del muchacho, lo que le venía a la cabeza era un parecido familiar. Lo único que recordaba de él, ahora que lo pensaba, era su carácter amable y tranquilo.

La amabilidad no era algo habitual en los chiquillos de esa edad.

Simon poseía una generosidad despreocupada que no le exigía ningún esfuerzo. Patrick, sin embargo, irradiaba una bondad natural que lo empujaba a entregarse sin condiciones.

—Aún me pregunto —dijo Bee con tristeza— si debimos permitir que enterraran allí sin más el cuerpo que apareció en la playa de Castleton. Fue casi como enterrar a un vagabundo.

—¡Pero, Bee! El cuerpo llevaba meses en el agua, ¿no es así? Ni siquiera pudieron comprobar el sexo del cadáver, si mal no recuerdo. Y Castleton está muy lejos de aquí. Los cadáveres de muchos naufragios del Atlántico llegan hasta allí. Quiero decir, los más cercanos. No tiene sentido que te culpes, que lo compares con…

Consternada, prefirió guardar silencio.

—¡Oh, no, por supuesto que no! —exclamó Bee enérgicamente—. Solo estoy siendo morbosa. Toma un poco más de café.

En ese momento decidió que cuando Nancy se marchara abriría el cajón de su escritorio cerrado con llave y quemaría la terrible nota de despedida que había dejado Patrick. Era morboso seguir conservándola y de todos modos hacía años que no la leía. Nunca había sido capaz de reunir el valor necesario para romperla, pues sentía que era una parte de él, aunque por supuesto eso era absurdo. Aquello era tan impropio de Patrick como la desesperación que se había apoderado de él cuando escribió: «Lo siento, pero no puedo soportarlo más. No os enfadéis conmigo. Patrick». La sacaría del cajón y le prendería fuego. Por supuesto, quemándola no la borraría de su mente, pero respecto a eso ya no podía hacer nada. Su redonda caligrafía de colegial quedaría grabada para siempre en su interior. Letras redondeadas y cuidadosamente escritas con la estilográfica que tanto le gustaba. Era tan propio de Patrick pedir disculpas por quitarse la vida.

Nancy, al ver la expresión de su amiga, trató de decir algo que la consolara.

—Según dicen, cuando te arrojas de un lugar tan alto pierdes la consciencia casi al instante.

—No creo que lo hiciera de esa manera, Nan.

—¿¡No!? —Nancy parecía pasmada—. Pero fue allí donde encontraron la nota. Quiero decir, el abrigo con la nota en el bolsillo. En la cima del acantilado.

—Sí, pero junto al sendero. Junto al sendero que conduce hasta el desfiladero.

—Entonces, qué crees que…

—Creo que se adentró nadando en el océano.

—¿Quieres decir hasta que no pudo regresar?

—Sí. En aquella ocasión, mientras Bill y Nora estaban de vacaciones, los niños y yo habíamos ido varias veces a ese mismo lugar. De pícnic y a nadar. Y una de las veces que fuimos, Patrick dijo que la mejor manera de morir —creo que dijo literalmente «la manera más hermosa de morir»— sería nadar mar adentro hasta estar tan cansado que fuera imposible seguir adelante. Y lo dijo con total naturalidad. En aquellos momentos aún era… una cuestión meramente teórica, por supuesto. Cuando yo le respondí que, de cualquier modo, ahogarse seguía siendo ahogarse, él dijo: «Pero estarías tan cansada, ¿entiendes?, que ya no te importaría. El agua sencillamente te acogería». Adoraba el mar.

Permaneció en silencio un instante y de repente se le escapó algo que durante años había sido su peor pesadilla.

—Siempre me ha aterrorizado pensar que se arrepintiera cuando ya era demasiado tarde para regresar.

—¡Oh, Bee, no!

Bee contempló de soslayo el hermoso y contrariado rostro de Nancy.

—Es morboso, lo sé. Olvida lo que he dicho.

—Ahora me resulta increíble haberlo olvidado —dijo Nancy, con aire pensativo—. Lo peor de empujar a lo más profundo del subconsciente cosas horribles como esta es que cuando saltan de nuevo a la superficie están tan frescas como si se hubieran conservado en un frigorífico. No has tenido tiempo para hacerte a la idea, para moldearlas hasta hacerlas más pequeñas.

—Creo que la mayoría de la gente casi ha olvidado por completo que Simon tenía un hermano gemelo —dijo Bee, quitándole importancia—. O que él no ha sido siempre el heredero. Desde luego nadie ha mencionado a Patrick desde que han comenzado los preparativos de la celebración de su mayoría de edad.

—¿Por qué Patrick no fue capaz de encontrar consuelo tras la muerte de sus padres?

—No sé si fue eso lo que ocurrió. Ninguno de nosotros lo logró. Todos los niños estaban desolados por la pena, cuando menos. Enfermos de dolor. Pero ninguno más que los demás. Patrick parecía más perplejo que desconsolado. «¿Quieres decir que Latchetts me pertenece ahora?», recuerdo que me dijo una vez, como si aquello fuera una idea extraña, difícil de entender. Recuerdo que Simon se mostraba impaciente con él. Simon siempre fue el más brillante de los dos. Creo que todo lo ocurrido fue demasiado para Patrick, demasiado extraño. El sentimiento de verse de repente a la deriva sin su padre y su madre, y el peso de Latchetts sobre sus hombros. Fue más de lo que pudo soportar y se sintió tan triste que… optó por la única vía de escape que supo encontrar.

—Pobre Pat. Pobre criatura. No está bien que lo haya olvidado.

—Ven, vamos a recoger esos huevos. No te olvidarás de darme la dirección de Alec, ¿verdad? Todos los Ledingham han de tener su invitación.

—No. La buscaré en cuanto llegue a casa y te telefonearé. ¿Será capaz de tomar un mensaje la última bobalicona que has contratado?

—Por los pelos.

—Bien, me ceñiré a lo básico. No te olvides de que su nombre artístico es Alec Loding, ¿de acuerdo? —dijo, y cogió su cesta del aparador—. Me pregunto si vendrá. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo en Clare. La vida campestre no es precisamente la idea de la diversión para Alec. Pero la presentación en sociedad de un Ashby sin duda le interesará.

 

______

1 En el original, Noncomformists. Miembros de la Iglesia anglicana que no aceptan parte de sus preceptos, cuya identidad como grupo se remonta al reinado de Isabel I. (Todas las notas son del traductor.)

3

Sin embargo, lo único que le interesaba a Alec Loding de dicha celebración era hacerla saltar por los aires. De hecho, en ese mismo momento estaba muy concentrado tirando de algunos hilos en la sombra para conseguirlo.

O, mejor dicho, intentándolo. Los hilos no se movían según lo esperado.

Estaba sentado en un reservado del Green Man, frente a un plato con lo que quedaba de su almuerzo y un muchacho de corta edad. Parecía un chiquillo, aunque la contención y sobriedad con que se expresaba no casaban en absoluto con el modo de comportarse de un adolescente. Loding se sirvió café y lo endulzó sin reservas mientras observaba de cuando en cuando a su acompañante, que hacía girar una jarra de cerveza casi vacía sobre la mesa. El movimiento denotaba tal grado de control que nadie habría dicho que estaba jugando.

—¿Y bien? —dijo Loding finalmente.

—No.

Loding bebió un sorbo de café.

—¿Escrúpulos?

—No soy actor.

Algo en el tono neutro con que había hablado hizo que Loding se ruborizara ligeramente.

—Nadie te está pidiendo que seas emocional, si eso es lo que te preocupa. No has de hacer gala de amor filial ni nada semejante, ¿me entiendes? Solamente has de demostrar el debido afecto por una tía a la que no ves desde hace casi diez años. Una mujer que sin duda esperará de ti obediencia antes que afecto.

—No.

—No seas estúpido, jovencito. Te estoy ofreciendo una fortuna.

—La mitad de una fortuna. Y en realidad no me está ofreciendo usted nada.

—¿Qué estoy haciendo entonces, más que ofrecértela?

—Me está haciendo una proposición —dijo el joven, que no había levantado la vista de la jarra de cerveza ni un instante.

—Muy bien, te estoy haciendo una proposición, si lo que quieres es que utilice esa atroz expresión. ¿Qué tiene de malo mi propuesta?

—Es una locura.

—No veo qué tiene de locura, dada la ventaja inicial de tu existencia.

—Nadie se lo tragaría.

—No hace mucho tiempo, un famoso general cuyo rostro era moneda común —si me permites la metáfora— fue interpretado por un actor a plena luz del día delante de una multitud.

—Eso es muy diferente.

—Estoy de acuerdo. No te estoy pidiendo que interpretes a nadie. Solo has de ser tú mismo. Una tarea mucho más fácil.

—No —dijo el muchacho.

Loding trataba de mantener la compostura con visible esfuerzo. Su rostro había adquirido un tono rosado que recordaba al de la parte inferior de un champiñón fresco. La carne colgaba tristemente fláccida de sus sólidos huesos —dignos, eso sí, de todo un Ledingham—, y las incipientes bolsas bajo sus ojos no lograban restarle inteligencia a su sagaz mirada. Los productores que tiempo atrás le ofrecían papeles de alegre calavera ahora no lo contrataban más que para dar vida a farsantes venidos a menos.

—¡Dios mío! —exclamó de repente—. ¡Tus dientes!

Ni siquiera su exabrupto consiguió alterar la inmutable expresión del muchacho. Por primera vez levantó la vista y miró a Loding sin la menor curiosidad.

—¿Qué pasa con mis dientes? —preguntó.

—Así es como identifican a la gente hoy en día. El dentista guardará su historial. Me pregunto a cuál iban de niños. Habría que hacer algo al respecto. ¿Esos dientes delanteros son tuyos?

—Los dos paletos son fundas. Me los saltaron.

—Sin duda venían aquí a la ciudad, eso sí lo recuerdo. Venían a Londres dos veces al año al dentista, una antes de Navidad y otra en verano. Por la mañana iban a la consulta y por la tarde a ver algún espectáculo: marionetas en invierno y el torneo del Olympia en verano. Estas son las cosas que tendrás que saber, por cierto.

—¿Sí?

El amable monosílabo logró enfurecer a Loding.

—A ver, Farrar, ¿qué es lo que temes? ¿Una marca de nacimiento con forma de fresa? Nadé muchas veces con el muchacho como Dios nos trajo al mundo y no tenía ni un solo lunar. Era tan corriente que podrías encontrar media docena como él en cualquier escuela de Inglaterra. Ahora mismo te pareces más a su hermano de lo que el chico nunca habría llegado a parecerse jamás, y eso que eran gemelos. Créeme, por un momento yo mismo pensé que eras el joven Ashby. ¿No te basta con eso? Ven a vivir conmigo durante quince días y al final no habrá nada que no sepas sobre la villa de Clare y todos sus habitantes. Y lo mismo vale para los inquilinos de Latchetts. Conozco hasta el último rincón de esa casa. Y también a los Ashby. Por cierto, ¿sabes nadar?

El joven asintió. De nuevo se había concentrado en su jarra de cerveza.

—¿Nadas bien?

—Sí.

—No eres hombre de muchas palabras, ¿verdad?

—No, a menos que la situación lo requiera.

—El muchacho nadaba igual que una anguila. También está el detalle de las orejas. Las tuyas son bastante comunes. También las de él, si la memoria no me falla. Cualquiera que haya dibujado del natural se fijaría en las orejas. Pero debo ver algún retrato suyo, cualquier fotografía que pueda encontrar. De frente no me servirán de nada, pero un buen primer plano de perfil sería un regalo del cielo… Creo que tendré que hacer una visita a Clare para llevar a cabo labores de prospección.

—No se moleste por mí.

Loding guardó silencio un instante. Después, en un tono más mesurado, dijo:

—Dime, ¿es que no crees mi historia?

—¿Su historia?

—¿Crees al menos que soy quien digo ser y que provengo de un pueblecito llamado Clare, donde conocí hace muchos años a alguien que es prácticamente tu doble? ¿Crees eso? ¿O piensas que es solo una excusa para llevarte a mi casa?

—No, no pienso que se trate de eso. Creo lo que me ha contado.

—Bien, gracias a Dios por eso al menos —dijo Loding levantando una ceja—. Sé que mi aspecto no es el que era, pero sería devastador descubrir que te ha hecho pensar que yo era algún tipo de depredador. Bien, entonces. Aclarado esto, ¿crees que te pareces tanto al joven Ashby como te he contado?

Durante un giro completo de la jarra no hubo respuesta.

—Lo dudo.

—¿Por qué?

—Según usted mismo ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vio.

—Pero tú no tienes que ser el joven Ashby. Solo has de parecerte a él. ¡Y créeme, te pareces! ¡Dios mío, vaya si te pareces! De no haberlo visto con mis propios ojos no lo creería. Es algo puramente novelesco. Y para ti vale una fortuna. Solo has de extender la mano para cogerla.

—Oh, no. No voy a hacerlo.

—Metafóricamente hablando, claro. ¿No te das cuenta de que, exceptuando quizá el primer año, tu historia sería cierta? Sería tu propia historia, capaz de mantenerse en pie por mucho que trataran de comprobarla. —Su voz adquirió entonces un tono decididamente cómico—. ¿O no es así?

—Oh, sí, se mantendría.

—Bueno, ¿entonces? Lo único que tienes que decir es que te colaste como polizón en el Ira Jones mientras estaba en el puerto de Westover en lugar de cruzar el mar hasta Dieppe… et voilà!

—¿Cómo sabe que había un barco llamado Ira Jones en Westover por aquel entonces?

—«¿Por aquel entonces?» No tienes mucha fe en mí, amigo.2Había un buque con tan repelente nombre en Westover el día en que el muchacho desapareció. Lo sé porque me pasé la mayor parte del día pintándolo. Sobre un lienzo, entiéndeme, no retocando su casco. Y el viejo navío partió antes de que yo pudiera terminar, por cierto. Rumbo a las islas del Canal. Todos mis barcos zarpan antes de que termine de pintarlos.

Durante unos instantes ambos guardaron silencio.

—La decisión está en tus manos, Farrar.

—También la jarra de cerveza.

—Una fortuna. Una encantadora finca. Seguridad. Una…

—¿Seguridad, ha dicho?

—Después de la apuesta inicial, por supuesto —dijo Loding con suavidad.

Durante un instante tuvo la sensación de que los ojos claros que le observaban se reían de él.

—¿No se le ha ocurrido pensar, señor Loding, que la apuesta es suya?

—¿Mía?

—Me está ofreciendo la mejor oportunidad para una estafa que se pueda imaginar. Usted me prepara, yo paso la prueba y entonces me olvido de usted sin que pueda hacer absolutamente nada para impedirlo. ¿Cómo espera hacerlo?

—No pienso hacerlo. Nadie con el aspecto de un Ashby podría ser un traidor. Los Ashby son pura integridad.

El joven apartó la jarra de su lado.

—Motivo más que suficiente para rechazar la idea de engañarlos. Gracias por el almuerzo, señor Loding. De haber sabido lo que tramaba cuando me invitó a comer no habría…

—Está bien, está bien. No te disculpes. Y no eches a correr. Nos iremos juntos. No te gusta mi proposición. Muy bien, así sea. Tú, sin embargo, me fascinas. Apenas puedo quitarte la vista de encima. Todavía no soy capaz de creer que algo tan excepcional sea posible. Y ya que estás tan seguro de que mi inaceptable propuesta no tiene nada de personal, nada impide que vayamos juntos hasta la entrada del metro.

Loding pagó la comida y mientras salían del Green Man dijo:

—No te preguntaré dónde vives para que no pienses que tengo intención de perseguirte. Sin embargo, te daré mi dirección por si decides venir a verme. ¡Oh, no! No con motivo de mi proposición. Si no te parece correcto, no te parece correcto, fin del asunto. Además, si es así como te sientes, el asunto no saldría bien. No, no estaba pensando en eso. Tengo algo en mi apartamento que creo que podría interesarte.

Hizo una pausa teatral mientras negociaban ante un cruce entre varias calles.

—Cuando vendieron mi antigua casa, Villa Clare, tras la muerte de mi padre, Nancy recogió todas mis pertenencias y me las envió. Un arcón repleto de porquería del que nunca he tenido el valor de desprenderme, en gran parte fotografías de mis amigos de juventud. Creo que te resultarían muy interesantes.

Miró hacia un lado a su poco comunicativo acompañante.

—Dime una cosa —dijo cuando ambos se detuvieron a la entrada del metro—, ¿juegas a las cartas?

—Nunca con desconocidos —dijo el joven afablemente.

—Sentía curiosidad. Nunca hasta ahora me había encontrado con la perfecta cara de póquer, y sentiría mucho que un abstemio inconformista la desperdiciara. Pero, en fin, aquí tienes mi dirección. Si por casualidad me he marchado de aquí podrás encontrarme a través del Spotlight. Siento de veras no haber sabido venderte la idea de que te convirtieras en un Ashby. Creo que habrías sido un excelente amo de Latchetts. Alguien acostumbrado a la vida al aire libre y a quien le gusten los caballos.

El muchacho, que había hecho ademán de despedirse y estaba a punto de darse la vuelta, se detuvo de repente.

—¿Caballos, ha dicho? —dijo.

—Sí —dijo Loding, vagamente sorprendido—. Tienen un semental del que todo el mundo habla maravillas, según tengo entendido.

—Oh —dijo.

Permaneció todavía un instante donde estaba y después se dio la vuelta.

Loding lo observó mientras caminaba por la acera. «He perdido mi oportunidad —estaba pensando—. Por fin había dado con el cebo perfecto y lo he dejado marchar. Pero ¿por qué los caballos? Debe de estar harto de ellos.»

En fin, quizá estuviera dispuesto a ver qué aspecto tiene su doble.

 

______

2 En castellano en el original.

4

El muchacho estaba tumbado a oscuras en su cama, completamente vestido y mirando al techo.

En el exterior no había farolas encendidas que iluminaran la habitación bajo el tejado, pero la débil neblina luminosa que flota sobre Londres por las noches, emanación de un millón de luminarias, lámparas de gas y candiles de aceite, refulgía fantasmal sobre el techo, de tal modo que las grietas y las manchas que lo cubrían parecían formar un mapa del mundo.

También el muchacho contemplaba en ese momento un mapa del mundo, pero no estaba en el techo. Estaba recordando su odisea. Llevaba a cabo un inventario privado. El encuentro de hoy lo había conmocionado. En algún lugar, al parecer, había un hombre tan parecido a él que por un momento los habían confundido. Para alguien que había estado solo toda su vida, la mera idea de que tal cosa fuera posible le resultaba increíble.

En efecto, era lo más sorprendente que le había sucedido en sus veintiún años de edad. En cierto modo sentía que todos esos años que le habían parecido tan plenos y excitantes en su momento no habían sido más que una mera preparación hasta llegar al instante en que aquel actor se detuvo delante de él en plena calle y le dijo: «Hola, Simon».

—Oh, lo siento —había añadido de inmediato—. Le he confundido con un amigo de…

Y entonces se había quedado en silencio mirándolo fijamente.

—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó el muchacho al ver que el hombre no hacía el menor ademán de seguir su camino.

—Sí. Podrías venir a comer conmigo.

—¿Por qué?

—Es la hora de comer y mi pub favorito está justo detrás de ti.

—Pero ¿por qué yo?

—Porque me interesas. Te pareces mucho a un amigo mío. Me llamo Loding, por cierto. Alec Loding. Represento un mal papel en una triste farsa en un viejo teatro un poco más allá —dijo señalando calle arriba—. La compañía Equity, Dios los bendiga, ha fijado unos mínimos en lo que a mis honorarios se refiere, de modo que me alegra decir que el contrato es considerablemente mejor que el papel. ¿Le importaría decirme su nombre?

—Farrar.

—¿Farrell?

—No. Farrar.

—Oh —dijo, mirándolo aún con curiosidad—. ¿Y hace mucho que has vuelto a Inglaterra?

—¿Cómo sabe que he estado fuera?

—Tu ropa, muchacho. La ropa es lo mío. Me he vestido para tantos papeles que jamás se me escapa el corte de un traje norteamericano cuando lo veo. Ni siquiera de uno tan admirablemente discreto como el tuyo.

—¿Qué le hace pensar que no soy norteamericano?

Al oírlo el hombre desplegó una amplia sonrisa.

—¡Ah! Ese —dijo— es el eterno misterio de los ingleses. Te detienes a observar una procesión de monjes en Italia y de repente ves a uno de ellos y dices: «¡Ah! ¡Un inglés!». Te cruzas con cinco vagabundos envueltos en harapos protegiéndose de la lluvia en Wisconsin y cuando te fijas en el quinto, piensas: «Por todos los santos, ese tipo es inglés». Ves a diez tipos como Dios los trajo al mundo delante de un médico de la Legión Extranjera a punto de pasar un reconocimiento y dices… En fin, ven a comer conmigo y podremos hablar de ello sin prisas.

De modo que habían ido a comer, y el hombre había hablado sin parar y se había mostrado encantador. Sin embargo, tras sus ojos vivarachos y algo hinchados se traslucía en todo momento una mirada extrañada, curiosa e incrédula al mismo tiempo. Esa mirada era mucho más elocuente que cualquiera de los argumentos que a continuación esgrimió. Sin duda él, Brat Farrar, debía de parecerse mucho a ese otro hombre para que el desconocido que tenía delante lo mirara de ese modo.

Al llegar se tumbó en la cama y meditó sobre el asunto. De repente, después de una vida en soledad, se identificaba con alguien. Sintió un gran deseo de conocer a ese gemelo suyo, ese joven Ashby. Ashby: era un nombre bonito, un buen apellido inglés. También le gustaría conocer el lugar, Latchetts, donde su gemelo había crecido rodeado de su familia mientras él merodeaba por el mundo —desde el día en que abandonó el orfanato hasta ese momento en una calle londinense— sin pertenecer a ningún lugar.

El orfanato. No era culpa del orfanato que no hubiera llegado a sentir que pertenecía a aquel lugar. Se trataba de un orfanato excelente. Un lugar más alegre que muchos de los hogares que había conocido desde entonces. Los niños lo adoraban. Lloraban cuando tenían que marcharse y muchos solían regresar para visitar a sus antiguos compañeros, enviaban donativos, invitaban al personal a sus bodas y llevaban a sus propios hijos para presentárselos a la directora buscando su aprobación. No pasaba un solo día sin que algún antiguo interno, chico o chica, atravesara la puerta principal para visitar aquel lugar. Entonces, ¿por qué él nunca había llegado a sentirse así?

¿Porque había sido un niño abandonado? ¿Era por eso? ¿Porque nunca recibía visitas, ni cartas ni invitaciones? Sin embargo, sus tutores habían sabido actuar sabiamente impidiendo que su autoestima se viniera abajo. No solo eso, su condición de niño abandonado había contribuido a mejorar su estatus entre los demás compañeros. El regalo de Navidad que le había hecho la directora, recordó, había provocado la envidia de los demás niños, que solo recibían regalos de sus tíos, simples parientes. Había sido la directora quien le había encontrado en la escalinata del orfanato, y quien se había encargado de que supiera lo bien vestido y cuidado que estaba aquel primer día. A lo largo de quince años —y en intervalos razonables de tiempo— había escuchado esa historia de sus labios en muchas ocasiones, pero nunca había logrado que se sintiera mejor. Fue también la directora quien había elegido su apellido con la ayuda de un alfiler y de la guía telefónica. El alfiler había señalado la palabra Farrell, algo que había complacido considerablemente a la matrona. Pues en el primer intento el alfiler había señalado la palabra Coffin,3 por lo que se había visto obligada a fingir que no había visto nada y había vuelto a intentarlo.

En lo referente al nombre no hubo la menor duda, pues había aparecido en la escalinata el día de San Bartolomé. De modo que desde el principio había sido Bart. Sin embargo, los niños mayores habían empezado a llamarle Brat,4 y al final incluso el personal del orfanato usaba la versión más familiar (otra estrategia de la directora para evitar que se sintiera diferente), por lo que el nombre lo acompañó hasta que empezó la escuela secundaria.

La secundaria. ¿Por qué tampoco llegó a sentir que encajaba allí?

¿Porque su ropa era ligeramente distinta? Seguro que no. Nunca había sido un niño sensible, simplemente guardaba las distancias. ¿Quizá porque podía estudiar gracias a una beca? Por supuesto que no: la mayoría de sus compañeros estaban en la misma situación. Entonces, ¿por qué había decidido que la escuela no era para él? Había tomado la determinación de dejar los estudios con tal seguridad y madurez que la directora enseguida se había quedado sin argumentos con los que hacerle cambiar de opinión y finalmente no había tenido más remedio que aceptar su decisión de empezar a trabajar.

Por supuesto no había ningún misterio en cuanto a los motivos por los que tampoco le había gustado aquel trabajo. La oficina estaba situada a ochenta kilómetros y, dado que con su salario no podía costearse un alojamiento allí, tuvo que instalarse en el hogar para jóvenes. No había sido consciente de lo bueno que era el orfanato hasta que probó lo que era vivir en el hogar juvenil. Podría haber soportado el empleo o el hogar, pero no ambas cosas al mismo tiempo. Y de los dos, sin duda la oficina era lo peor. Como trabajo resultaba cómodo y poco exigente, y, además, desde el principio había estado aderezado con la perspectiva —si bien lejana— de promocionar a un puesto mejor. Sin embargo, para él había sido una prisión. Continuamente sentía que el tiempo pasaba inexorablemente, que lo estaba malgastando. Y no era eso lo que quería.

Se despidió de su vida de oficinista casi por accidente. Y desde luego sin premeditación. «IDA Y VUELTA A DIEPPE EN UN DÍA», decía aquel cartel pegado en la ventanilla de un quiosco. El precio, impreso en grandes números de color rojo, era prácticamente la cantidad exacta a la que ascendían sus ahorros. En cualquier caso, de no ser por el funeral del señor Hendren tampoco habría podido hacer nada al respecto. El señor Hendren era el socio «retirado» de la firma, y la oficina había cerrado sus puertas ese día en señal de duelo. De ese modo, con el salario de una semana en el bolsillo y un día libre, había cogido sus ahorros y decidido pasar el día «en el extranjero». Había gozado de un día estupendo en Dieppe, donde su francés de primer año no le había impedido divertirse. Pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza quedarse allí hasta que llegó el momento de regresar. Cuando la chocante idea comenzaba a adquirir peso en su interior, ya había llegado al puerto.

¿Era honestidad natural, pensó mientras contemplaba el techo de su habitación en Pimlico, o era la buena educación recibida en el orfanato lo que le impedía dejar de pensar en la cuenta sin pagar de la lavandería? A un muchacho sin dinero y sin una cama donde dormir no debería preocuparle demasiado dejar sin pagar una pequeña factura de lavandería.

El camión que salía del puerto fue su salvación. Había levantado el dedo pulgar y el bribón moreno y sudoroso que iba tras el volante había sonreído al ver el gesto internacional, reduciendo la velocidad al pasar a su lado. Él había echado a correr y se había enganchado al camión, donde el conductor lo ayudó a subir a bordo. Y así fue como había dejado atrás su antigua vida.

Había planeado quedarse y trabajar en Francia. Sin embargo, cuando los gestos demostraron ser inútiles y comprobó que la jerga del camionero le resultaba por completo incomprensible, debatió consigo mismo durante el largo viaje hasta Le Havre acerca de cuál sería el mejor modo de ganarse algún dinero para comer. Fue su vecino de mesa en un bistró de Le Havre quien consiguió que se decidiera.

—Mi joven amigo —le había dicho el hombre clavando en él su melancólica mirada de spaniel—, en Francia no basta con ser un hombre para poder trabajar. También es necesario tener papeles.

—Y ¿dónde —había preguntado él— no hacen falta papeles? Quiero decir, ¿en qué país? Puedo ir a cualquier parte.

De repente fue consciente del mundo que lo rodeaba y de que era libre para hacer lo que quisiera.

—Sabe Dios —respondió el hombre—. Los hombres de hoy día se parecen cada vez más a las ovejas. Ve al puerto y súbete a un barco.

—¿A qué barco?

—Eso es lo de menos. ¿No tenéis los ingleses un juego en el que…? —dejó de hablar e intentó explicarse con gestos.

—¿Un juego de contar? Ah, sí. Pito, pito, gorgorito.

—Bien, pues vas al puerto y cantas el «Pito, pito». Y cuando subas a «gorgorito», asegúrate de que nadie te vea. Por lo general los que van a bordo de los barcos sienten una pasión descontrolada por todo lo relacionado con documentos.

El «gorgorito» se llamaba en realidad el Barfleur, y después de todo no había necesitado ninguna documentación. Lo recibieron como el regalo del cielo que el cocinero del navío llevaba años esperando.

El viejo Barfleur, con su mugrienta cocina de paredes pintadas color verde guisante y su olor a aceite de oliva recalentado una y mil veces. El mar infinito de aguas grises que se alzaban sobre el barco igual que montañas y el continuo milagro de sobrevivir a su azote un día más. La borrachera semanal del cocinero que lo obligaba a sustituirlo sin cobrar un céntimo de más. En los ratos muertos había aprendido a tocar el arpa de boca y solía leer libros insólitos en el castillo de proa. ¡Ah, el viejo Barfleur!

Cuando por fin desembarcó se llevó consigo muchas cosas, pero lo más importante de todo fue su nuevo nombre. Cuando escribió su nombre para el capitán el día en que se embarcó, el viejo Bourdet había leído la doble L final como una R y copiado el nombre de Farrar. Y así lo había conservado. El apellido Farrell había salido de la guía telefónica, y el de Farrar había sido fruto del error del patrón de un barco mercante venido a menos. ¿Qué diferencia había?

¿Y después qué?

Tampico y el olor a sebo. Y el comerciante que lo había abordado educadamente un día para decirle: «¿Es usted inglés? ¿Busca trabajo en tierra?».

Fue a comprobar de qué se trataba, se imaginaba que sería un puesto de friegaplatos.