I
Las
razones en que mi tío fundaba la tenacidad de su empeño eran muy
juiciosas, y me las iba enviando por el correo, escritas con mano
torpe, pluma de ave, tinta rancia, letras gordas y anticuada
ortografía, en papel de barbas comprado en el estanquillo del
lugar.
Yo no las echaba en saco roto precisamente; pero el caso, para mí,
era de meditarse mucho y, por eso, entre alegar él y meditar y
responderle yo, se fue pasando una buena temporada.La
primera carta en que trató del asunto fue la más extensa de las
ocho o diez de la serie. Temía colarse en él de sopetón, y me
preparaba el camino para sus fines, «tomando las cosas desde muy
atrás, y como si nos tratáramos entonces, aunque de lejos, por
primera vez».«Mucho
le estorbaba la pluma entre los dedos», y bien lo revelaban la
rudeza de los trazos, la desigualdad de las letras y las señales de
más de un borrón lamido en fresco o extendido con el canto de la
mano; «pero con paciencia y buena voluntad se vencían los
imposibles».«Tus
abuelos paternos—me escribía—, no lograron otros hijos que tu
padre y yo. Yo fui el mayorazgo, y como tal, aquí arraigué desde el
punto y hora en que nací. Tu padre, como más necesitado, echóse al
mundo, y rodando mucho por él, adquirió buenos caudales y una mujer
que no había oro con qué pagarla. De esta traza me la pintó cuando
vino a darme cuenta de sus proyectos matrimoniales, y a tomar
posesión, en pura chanza, de la pobreza que le correspondía por
herencia libre de tus abuelos. Fuese a los pocos días de haber
venido, y no he vuelto ni volveré a verle más en la tierra. Dios le
tenga en eterno descanso.»También
yo me casé andando los días, y tuve mujer buena, e hijos que el
Señor me iba quitando a medida que me los daba. Con el último de
ellos se llevó a su madre. ¡Bendita y alabada sea su divina
voluntad, hasta en aquello con que humanamente nos agobia y
atribula!
Como aún no era yo propiamente viejo y me sentía fuerte, y en estas
angosturas y asperezas del terruño hallaban pasto y solaz abundante
las cortas ambiciones de mi espíritu, aprendí a arrastrar con
valentía la cruz de mis dolores, y hasta logré olvidarme, tiempo
andando, de que la llevaba a cuestas: vamos, que me hice a la
carga,
y volví a ser el hombre de buen contentar y apegado a la tierra
madre como la yedra al morio. De tarde en tarde nos escribíamos mi
hermano y yo, y de este modo supo él mis venturas y desventuras, y
yo tu nacimiento y el de tu hermana, el casamiento de ésta después
con un americano rico que se la llevó a su tierra, la muerte de tu
madre y los rumbos que tomabas con los libros de las aulas, según
ibas esponjándote y haciéndote hombre.»Una
vez dio en faltarme carta vuestra más de lo acostumbrado, que era
bien poco, y la primera que tuve al cabo de los meses fue tuya y
para
decirme que tu padre se había muerto de un tabardillo enconado, o
cosa por este arte. Ausente tu hermana y cargada de familia y de
bienes en la otra banda, quedábaste solo en la de acá, y aticuenta
que en el mundo, aunque con medios de fortuna para bracear a tus
anchas en él. Lo mismo que yo, salvo la comparanza de gentes y
lugares. Te brindé con éste mío, desconfiando mucho, en verdad se
diga, de que me quisieras el envite, hecho de todo corazón, porque
barruntaba tu modo de vivir y conocía tu estampa por retratos que
me
habías ido mandando. Ni el uno ni la otra se amañaban bien con la
pobreza y rustiquez de estos andurriales; me parecía a mí. Y no iba
el parecer fuera de camino, porque eso resultó de tu respuesta,
bien
desentrañadas sus finezas y cortesías. Desde entonces fueron peras
de a libra las cartas entre nosotros dos. Tú corriendo la Ceca y la
Meca, y yo firme y agarrado a estos peñascales como barda montuna.
Y
así hemos ido tirando tan guapamente: tú sin acordarte dos veces al
año del santo de mi nombre, y yo sin apurarme por ello cosa mayor,
porque mientras tuve salud, tuve alegría, y a la luz de ella me
tenía por bien acompañado con vivir entre estas gentes y estos
riscos y hasta sus alimañas, que me parecían ya, a fuerza de verlos
y palparlos, carne de mis huesos y sangre de mis propias venas.
Pero
tú eras mozo y tenías mucho tiempo y mucha tierra por delante; yo
viejo y con muy pocas fantasías en la cabeza, y no sobrado de calor
en la masa de la sangre; los muchos años hicieron al cabo una de
las
suyas, y ayer mañana, como quien dice, una pizca de nada, un sorbo
de leche más de los acostumbrados, el aire de una puerta, el
aletazo
de un mosquito, me acaldó en la cama. Tardé en salir de ella, y
salí como para entrar en la sepultura. El roble se bamboleaba como
si le faltara la tierra que le sostenía, o se te despegaran de ella
las raíces, o no pudiera con el peso de su propio ramaje. Ya me dan
anseo las cuestas arriba con solo mirarlas, y la mano que ayer
venteaba gustosa el apero o el hacha con que yo me entretenía en la
tierra de labor o en la espesura del monte, hoy me pide el paluco
del
tullido, como el puntal de sostén el jastial resquebrajado; y lo
que
es peor que todo ello, que el ánimo va cantando al son de la
osamenta que se descuajaringa y no puede ya con el pellejo. En
suma,
hombre: que en un dos por tres, y cuando menos lo esperaba, di el
bajón que había de dar más tarde o más temprano. Es de ley que la
tierra llame a lo que es suyo, y a mí no cesa de llamarme unos días
hace. No te diré que tenga miedo, propiamente miedo, a ese vocerío
que no calla día ni noche; pero es la verdad que a estas horas
quisiera verme algo más acompañado de lo que me veo en la soledad
en que me hallo. Soledad digo, porque con estar cada cosa de estos
lugares en el punto en que siempre estuvo, y con ser estas buenas
gentes lo que siempre fueron para mí, ahora resulta que tengo
codicia de algo que me llegue más adentro que todo ello, por lo
mismo que lo hay y sé por dónde anda. Sí, hombre, sí: has de
saberte que toda la ley que tuve a mis hijos, y a su madre, y a tu
padre, y a los míos, y que por tantos años ha estado como dormida
en lo más hondo del corazón, se me ha despertado de repente,
cebando su hambre envejecida en la única carne de la nuestra que
conoce: en ti, para que lo sepas de una vez. Porque tu hermana, a
la
distancia que está de nosotros, es para el caso como si ya no
viviera, y no quiero tener por de la casta nuestra a dos sobrinazos
segundos míos, por parte de mi madre: dos bigardones de mala
catadura y peor vivir. Hace no mucho tiempo bajaron de su pueblo a
pedirme «algo», a tales horas y en tales términos, que tuve que
darles el «Dios vos ampare» con la escopeta echada a la cara.
Primera y única vez que los he visto.»Pues
bueno, y para fin y remate del camino que traigo y ya me cansa:
creo
que si tú te animaras y me dieras el regalo de tu compañía en esta
casona, el vocear de la tierra me sería más llevadero. No hay cosa
mayor con qué tentarte entre estos solitarios despeñaderos, a ti
que estás avezado a las pompas y regalos de la corte; pero a todo
se
hacen los hombres cuando se empeñan en ello, sin contar con que
también aquí hay su sol correspondiente; y aunque es cierto que
tarda un poco por la mañana en trasponer los picachos que rodean el
lugar, una vez arriba alumbra y calienta y regocija el ánimo como
el
sol más majo de cualquiera parte. Además, tu destierro no podría
durar mucho por razones que yo me sé; y por último y finiquito, con
salir de él en cuanto no pudieras resistirle, estaba el cuento
acabado para ti.»Ítem
más: tengo ciertos planes en el magín, que me dan mucho que hacer.
¿Qué hombre anda sin ellos en mi caso? No tengo herederos forzosos,
y no deja de haber en casa algo que echar a perder de mi propia
pertenencia; algo que irá a parar Dios sabe adónde, si en mis
últimas y postreras no topo al alcance de la vista con un ser que
me
haga un poco de cosquilleo en las entretelas del corazón.»Por
supuesto, que no trato de encender tu codicia con estas indirectas.
¡A buena parte iría! Pero es bien que todo se estipule y se tenga
presente en horas como las que han empezado a correr para
mí.»En
fin, hombre, anímate a venir por acá; y si no puedes hacerlo por
gusto, hazlo por caridad de Dios.»Menos
lo del «bajón» y sus consecuencias, todo lo que mi tío me contaba
en esta carta me lo tenía yo bien sabido; y sabía también, por lo
que se deducía fácilmente de su anterior y escasa correspondencia
con nosotros y lo poco que me había dicho mi padre, que su hermano
Celso era un hombre campechano, de escasas letras y excelente
corazón, agudo de magín y un tanto marrullero, como buen montañés,
y más cuidadoso del cultivo y prosperidad de sus tierras y ganados,
que del fomento de su cariño a la familia que le quedaba; dejadez
que a ratos tocaba en una indiferencia que parecía rayana del
absoluto olvido. Menos que de mi tío sabía yo de su tierra nativa y
de nuestra casa solar, no tanto por culpa de mi poca curiosidad
sobre
estos particulares, como por obra de una de las flaquezas más
salientes de mi padre. Le llamaban más la atención los apellidos
que las condiciones personales de «los nuestros»: así es que al
preguntarle por la vida y milagros de cualquiera de ellos, en lugar
de responder derechamente a la pregunta, se encaramaba en la copa
del
árbol genealógico de la familia, y gateando de rama en rama hacia
abajo, no paraba hasta dar, lo que menos, con la pata del Cid, si
es
que se conformaba con eso. De sus padres sólo pude sacar en limpio,
en las diferentes veces que le pedí noticias sobre ellos, que
habían
sido el entronque de la casa «única» de los Ruiz de Bejos, de
Tablanca, con la de los Gómez de Pomar, la más ilustre de las de
Promisiones. Pocos caudales, eso sí, por parte de estos últimos
principalmente, es decir, por la de mi abuela paterna, que sólo
aportó al matrimonio unas gargantillas y unas arracadas de coral,
dos relicarios de plata con una astilla de la Vera-Cruz, y un hueso
de Santa Felícitas, respectivamente; tres mudas de ropa blanca, dos
mantelerías de hilo casero, una cadena de oro cordobés, el vestido
de gala con que se casó, y otro a medio uso para todos los días.
Por parte de mi abuelo ya fue cosa muy diferente. Nuestra casa de
Tablanca ejercía en todo el valle, por virtud de su condición
benéfica amén de ilustre, cierto señorío indiscutible y
patriarcal, y era el paradero obligado de todas las personas
notables
que pasaban por allí, incluso los obispos. Solamente en lo que
recordaba mi padre, se habían hospedado dos en ella: el de
Santander
y el de León. Para estos y otros parecidos menesteres había en
arcas y alacenas buena provisión de sábanas y mantelerías
superiores, maciza y abundante plata de mesa y hasta dos colchas de
damasco y un crucifijo de marfil y ébano. Nada faltaba allí de lo
que no debía de faltar en la casa de una familia como la nuestra.
Pero de su situación, de su forma, de su amplitud, de sus
comodidades, ni una palabra: a lo sumo, que era grande, con
solanas,
escudo nobiliario y accesorias. Del terreno en que estaba enclavada
y
sus aledaños, de las condiciones y aspecto del paisaje, de su
clima,
de sus recursos para la vida algo más que animal, de las costumbres
de sus habitadores, era ocioso inquirir cosa alguna por informes de
aquel buen señor, que con estar tan pagado de su estirpe y poner en
los cuernos de la luna los blasones de su casa y la tierra en que
había nacido, sólo una vez y muy de prisa volvió a ella después
de haberla abandonado, aunque por imperio de la necesidad, siendo
muchacho todavía. Se remontaba a lo más alto de cuanto había oído
y leído sobre aquella empingorotada región de la cordillera
cantábrica, y era de ver cómo se las había, primeramente, con los
celtas, nuestros supuestos progenitores, y se descolgaba enseguida
de
allí para enzarzarse mano a mano y como quien ventila y justiprecia
ordinarios y corrientes asuntos de familia, con aquellas tribus
montaraces, con aquel cántabro feroz que pasó los Alpes y luchó
con Aníbal contra Roma y derrotó a Escipión en el Tesino. Después
hablaba de Augusto y sus legiones, venidos a Cantabria expresamente
para someternos al yugo romano; de que tal era
nuestro
empuje, tal «nuestro» valor y tal «nuestro» apego a la
independencia, que el César había necesitado seis años para
triunfar en un empeño que le había parecido obra de pocos días; de
los horrores de esta guerra bárbara entre inaccesibles peñascales y
profundos y sombríos barrancos, donde rugían las aguas tintas en la
sangre de «los nuestros» y de los aguerridos legionarios. No
faltaba lo de las madres que durante la guerra mataban a sus
pequeñuelos para no verlos esclavos de los triunfadores
extranjeros,
ni lo de la muerte en cruz de tantos mártires entonando himnos de
libertad entre maldiciones al conquistador, y con todo esto, un
sinnúmero de pormenores sobre el tipo y las costumbres de sus
héroes, pormenores que yo hubiera querido sobre la tierra que
habitaron, tal y como era en mis días. Lejos de ello, sólo dejaba
los cántabros para mezclar a sus sucesores en la epopeya de
Covadonga o en los líos de los «Bandos» de Castilla; y ya puesto
aquí con los ditirambos a sus ínclitos «antepasados», recorría
con ellos las cinco partes del mundo, hasta no saber por dónde se
andaba, ni yo tampoco. Porque sobre estas materias tenía mi padre
una erudición abundante, pero un tanto sospechosa, obra de una
voracidad que entraba con lo cierto lo mismo que con lo fantástico,
por apego tenaz, aunque meramente platónico, a las cosas de su
tierra.De
esta manera sabía yo de ella, al recibir la carta de mi tío, poco
más de lo que se sabe, por conjeturas o por comparación, de otras
semejantes que se han visto «al pasar», y muy de prisa.Entre
tanto, yo había cumplido ya los treinta y dos años; hacía seis que
era doctor en ambos derechos, aunque sin saber, por desuso de
ellas,
para qué servían esas cosas; más de siete que campaba por mis
respetos, y me daba la gran vida con el caudal que había heredado
de
mi padre. Porque de mi madre no heredé un maravedí. Fue una
granadina muy guapa, hija de un magistrado de aquella Audiencia
territorial. La conoció mi padre andando por allá una temporada,
ocupado en negocios de minas, y se casó con ella de la noche a la
mañana. El magistrado era viudo y pobre, y se murió dos años
después de la boda de su hija.Debo
a Dios, entre otras muchas mercedes, la de un temperamento
singularmente equilibrado de humores, que me ha permitido atravesar
por las más peligrosas asperezas de la vida, sin dejar entre ellas
la menor tira del pellejo. Muy pocas cosas me han llegado al alma,
y
rara vez me he apasionado por la mejor de ellas. Esta ha sido mi
mayor fortuna en medio de la libertad y de la abundancia en que
viví,
siendo niño mimado y consentido, mientras fui «hijo de familia», y
rico y desligado de toda traba en cuanto quedé huérfano de padre y
madre y me declaré «mozo de casa abierta». En estas condiciones y
con un temperamento más apasionado, sabe Dios lo que hubiera sido
de
mí y de mi dinero. Así y todo, no acrecenté el heredado de mi
padre, y hasta le mermé en una buena tajada, porque no todos los
tiempos corrían iguales para el vil ochavo; y yo, aunque sin perder
de vista lo útil que es este ingrediente para vivir a gusto entre
los hombres, no había nacido para esclavo de él y tenía muy
arraigadas aficiones que no eran baratas. Me gustaba viajar, y
viajaba mucho dentro y fuera de España; me gustaba el llamado «gran
mundo» o «alta sociedad», y la frecuentaba en sus salones, en los
teatros, en los paseos y hasta en los balnearios de moda, y en el
deporte; me gustaban las Bellas Artes, aunque consideradas
principalmente como artículo de lujo, y compraba cuadros y
esculturas en las exposiciones; me gustaban ciertos hombres de la
política y de la literatura, no por políticos ni por literatos
precisamente, sino por la resonancia de sus nombres y el atractivo
de
sus conversaciones, y frecuentaba su trato y los acompañaba en sus
círculos y en sus banquetes y en sus tertulias y francachelas...
hasta me gustaban los toreros a cierta distancia, y a cierta
distancia cultivaba la amistad de algunos de ellos.Todo
esto, y otro tanto más que de ello se sigue por ley forzosa, al fin
y a la postre resultaba caro y producía hondos desgastes, si no del
pellejo, cuando menos de la sensibilidad moral, aun tratándose de
un
mozo como yo, que en ningún cuadro aspiró a ser figura de primer
término, ni a levantar media pulgada sobre la talla común de la
masa de espectadores; y esto, no por virtud, sino por exigencias de
mi temperamento.Es
muy de notarse que en la afición más acentuada de todas las mías,
la de los viajes, me seducía mucho más el artificio de los hombres
que la obra de la Naturaleza. Como buen madrileño, amaba a Madrid
sobre todas las cosas de la tierra, y después de Madrid, a sus
similares de España y del extranjero: las más grandes y más
alegres capitales del mundo civilizado. Lo que quedaba entre unas y
otras, me tenía sin cuidado, y pasaba sobre ello, para ir adonde
fuera, como insensible proyectil que lleva el paradero determinado
desde su punto de origen. Hijo y habitante de tierra llana, los
montes me entristecían y los cielos borrosos me acoquinaban. Una
vez
sola había estado en la capital montañesa, disfrazando con el deseo
de pisar «la tierra de mis mayores», como diría mi padre, la
tentación de veranear en aquel puerto que comenzaba a ser
«elegante». Atravesando en ferrocarril la cordillera cantábrica
casi por encima de las fuentes del Ebro, recordé que «por allí»,
no sabía si a la derecha o a la izquierda, debía de andar mi casa
solariega, en algún repliegue de aquellos montes encapuchados de
neblinas y ceñidos de negros robledales. Y no tuvo entonces mayor
resonancia que ésta en mi corazón el tan cacareado «grito de la
sangre». Días después, y desde una de las alturas que dominan la
ciudad, un santanderino, práctico en ello, me nombraba,
señalándolos
con el dedo, cada picacho y cada monte de la grandiosa cordillera
que
empieza al Oriente en Cabo Quintres y Galizano (la cola del enorme
reptil), y acaba al Occidente metiendo entre las nubes los Picos de
Europa (su cabeza).Después,
al trazar en el aire con el mismo dedo el curso de cada río de los
que en ella nacen y por el fondo de sus negras barrancas se
despeñan,
llegó a encararse al Oeste; y marcando tres rayas casi verticales,
me nombró el Saja, el Nansa y el Deva; y allí le atajé yo con el
pensamiento, diciéndome a mí propio: «Junto a uno de esos tres
ríos (creo que el Nansa), más arriba o más abajo, debe de andar el
solar de mis mayores.» Y a esto solo se redujo, por segunda vez,
«el
grito de la sangre» que llevaba en las venas. Como decoración, me
enamoraba aquel rosario de escalonadas montañas que de Este a Oeste
por el Sur sirven de marco grandioso a la admirable bahía; ¡pero
como tierras habitables!...Tales
eran, pico más, pico menos, mis antecedentes personales cuando
recibí la carta en que mi tío Celso me llamaba a su lado, y por
tiempo indefinido, desde lo más recóndito y montaraz de la región
cantábrica; y, sin embargo, no me causó la embajada impresión tan
desagradable como pudiera presumirse tomando al pie de la letra lo
dicho sobre mi modo de ser y de sentir.Aparte
de lo que me interesó el estado físico y moral de mi tío, no
estaba yo tan enamorado de mi sistema de vida, que me espantaran
los
riesgos de trastornarle radicalmente por algún tiempo. Sin sentirme
«cansado» de vivir como vivía, porque no cabía el cansancio en un
andar tan reposado y, relativamente, metódico como el que había
usado yo hasta llegar adonde había llegado por tantos y tan
peligrosos caminos, comenzaba a notar a la sazón cierta languidez
de
espíritu, cierta inapetencia moral que no estaban reñidas
seguramente con un paréntesis de reposo, y mucho menos con un
cambio
de impresiones y de «alimentos». Por este lado, la carta de mi tío
no podía llegar más a tiempo de lo que llegó a mis manos. Lo
grave, lo inesperado, lo terrible para mí estaba por otro lado: la
calidad de lo que se me pedía en ella. Resuelto a cambiar de vida
por algún tiempo, Dios sabe qué derroteros hubiera adoptado yo;
pero es indudable para mí que jamás habría elegido el que mi tío
deseaba y me proponía. Llegarme allá para hacerle una visita; pasar
por allí de largo, siquiera por conocer de vista el solar de mis
abuelos, menos mal; pero establecerme en él; hacer la vida de las
fieras entre riscos y breñales; aclimatarme a ella de repente en la
estación que corría (más que mediado el otoño), la antesala del
invierno, ¡qué tendría que ver en Tablanca! recién llegado yo de
Aguas-Buenas y de París y de medio mundo «distinguido», con las
maletas atestadas de «novedades», lo mismo en ropas que en libros;
reinstalado en mi «confortable» casita de soltero... Vamos, era el
colmo de lo imposible soñar siquiera en trocar todo eso y de
repente
por lo que se me ofrecía desde Tablanca.Pero
yo no podía decir a mi tío estas cosas que le hubieran lastimado
mucho en la situación de ánimo en que se hallaba; y le entretenía
despachando sus apremiantes instancias con evasivas corteses,
pretextando negocios que no tenía, y apuntando «veremos» sin el
menor propósito de cumplirlos.Ente
tanto, la visión, a mi modo, de la casa de Tablanca, con sus montes
y sus fieras y sus gentes y su desolación inverniza, no se apartaba
un instante de mis ojos, porque las súplicas de mi tío, cada vez
más vivas, llegaron a tocarme muy adentro; y por lo que pudiera
suceder, sentía la necesidad de poner el caso en tela de juicio,
que
vale tanto, según las reglas de la experiencia, como empezar a
transigir.Lo
cierto es que un día, el en que recibí la anteúltima carta de mi
tío, que me comovió muy hondamente, di en el tema de buscar dentro
de mí el porqué de ser yo tan poco sensible a los convenidos
encantos de la Naturaleza. ¿Faltaba esa cuerda en mi organismo, o
la
tenía y no la había puesto en ocasión de que vibrara? Pues había
que averiguarlo, porque comenzaba a mortificarme el temor de
carecer
de ella. Además, o es uno hombre, o no lo es; o tiene o no tiene
entrañas de humanidad, agallas para ir por donde vayan y hacer lo
que hagan otros; o sirve o no sirve para algo más útil y de mayor
jugo y provecho que pisar alfombras de salones; engordar el riñón a
fondistas judíos, sastres y zapateros de moda; concurrir a los
espectáculos; devorar distancias embutidas en muelles jaulas de
ferrocarril, y gastar, en fin, el tiempo y el dinero en futilidades
de mujerzuela presumida y casquivana.Encarrilado
el discurso en este sendero, llegué a sentir un vigor de espíritu,
una virilidad desconocida en mí; soliviantóse mi amor propio de
mozo bien saneado de alma y cuerpo; y aprovechando la fiebre, por
temor de que, si era pasajera, se llevara consigo mi ardimiento al
desaparecer, escribí a mi tío diciéndole «allá voy» y hasta
fijándole la fecha de mi salida de Madrid. Entre tanto haría yo mis
preparativos de viaje, y me contestaría él dándome las necesarias
instrucciones para llegar a su casa desde la última estación del
ferrocarril.Mientras
anduve ocupado en hacer abundante provisión de ropas de abrigo,
calzado recio, armas ofensivas y defensivas, libros de Aimard, de
Topffer y de cuantos, incluso Chateaubriand, han escrito cosas
amenas
a propósito de montañas, de selvas y de salvajes, lo mismo que si
proyectara una excursión por el centro de un remoto continente
inexplorado, puedo responder de que no me faltó la fiebre. Menos
seguridad tuve de ello cuando intenté «levantar» mi casa. Me
parecía que esto equivalía a quemar mis naves, o, por lo menos, a
darme ya por consentido en que había de ser muy larga mi
permanencia
entre los osos de Cantabria; y el temor de este riesgo me inclinó a
dejar esas cosas como estaban, sobrándome buenos amigos en Madrid
que mirarían por ellas. De todas suertes, nada más fácil que
resolver lo contrario desde allá, si así lo pidieran las
circunstancias.En
fin, temiendo que por este resquicio de mis flaquezas se me fueran
colando otros aires aún más fríos y enervadores, cerré las
puertas del discurso a toda reflexión contraria a lo convenido,
y
Alea jacta est,
me dije, como César, resuelto a pasar a todo trance mi
correspondiente Rubicón.