Las cosas de la vida - José María de Pereda - E-Book

Las cosas de la vida E-Book

José María de Pereda

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Beschreibung

José María de Pereda es uno de los grandes novelistas españoles de la segunda mitad del siglo XIX. Manuel Marañón fue no solo su amigo «más querido», sino también su alter ego según nos dice en una carta del 5 de febrero de 1895.  Este intenso epistolario, que se daba por perdido, se compone de más de 260 cartas que Pereda escribió a Marañón y que fueron conservadas por la familia del destinatario en el archivo de la Fundación Cigarral de Menores de Toledo. Recorre toda la trayectoria novelística del escritor cántabro, desde su primera novela hasta su ingreso en la Real Academia Española. Son numerosos los asuntos, personales y literarios, que aparecen en las cartas, pero es apasionante, sobre todo, entender a través de ellas el oficio de escritor en ese tiempo y observar el proceso literario de principio a fin: desde la primera idea o argumento narrativo a los últimos detalles técnicos y pormenores materiales de la edición, incluyendo labores de difusión entre el público lector y la crítica literaria del momento. Jaime Olmedo, licenciado en Filología Hispánica con premio extraordinario por la Universidad Complutense y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Bolonia, es profesor de Literatura Española en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense y académico de la RAH, entre otras instituciones.

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JOSÉ MARÍA DE PEREDA (Polanco, 1833 - Santander, 1906) es uno de los grandes novelistas españoles de la segunda mitad del siglo XIX. Manuel Marañón fue no solo su amigo «más querido», como expresa en más de una ocasión el gran autor cántabro, sino también «mi alter ego, mi otro yo», según nos dice en una carta del 5 de febrero de 1895. La vida de ambos se vio entretejida por este intenso epistolario que se daba por perdido y que ahora publicamos en este volumen. Son más de 260 cartas que Pereda escribió a Marañón y que permanecían inéditas, conservadas por la familia del destinatario en el archivo de la Fundación Cigarral de Menores de Toledo.

El epistolario es un conjunto único que recorre durante veinte años (1877-1897) toda la trayectoria novelística del escritor cántabro, desde su primera novela hasta su ingreso en la Real Academia Española, es decir, desde los inicios de su andadura narrativa posterior a los cuadros de costumbres hasta su culminación académica y reconocimiento oficial.

Son numerosos los asuntos, personales y literarios, que aparecen en las cartas, pero es apasionante, sobre todo, entender a través de ellas el oficio de escritor en ese tiempo y observar, con un detalle único, el proceso literario de principio a fin: desde la primera idea o argumento narrativo a los últimos detalles técnicos y pormenores materiales de la edición, incluyendo labores de difusión entre el público lector y la crítica literaria del momento.

Estas cartas son imprescindibles para mostrar aspectos desconocidos hasta ahora de la vida y la personalidad de José María de Pereda, como escritor y como hombre, además de constituir un documento de gran valor sobre los contextos literarios y humanos de aquel periodo y los diálogos culturales entre el centro y la periferia de la geografía española.

JAIME OLMEDO RAMOS (Talavera de la Reina, 1971) es licenciado en Filología Hispánica con Premio Extraordinario por la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Bolonia. Ha desarrollado su trayectoria profesional en el Instituto Cervantes, en la Real Academia Española y, actualmente, en la Real Academia de la Historia, donde ha sido director técnico del Diccionario Biográfico y del portal «Historia Hispánica». Asimismo, es profesor de Literatura Española en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid y vicepresidente de la Fundación Duques de Soria. Es académico correspondiente de las Reales Academias de la Historia, de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo y de la de Córdoba de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes.

LAS COSAS DE LA VIDA

José María de Pereda

retratado por Bartolomé Maura Montaner en 1884

© Biblioteca Nacional de España

LAS COSAS DE LA VIDA

CARTAS DE JOSÉ MARÍA DE PEREDA A MANUEL MARAÑÓN (1877-1897)

Edición e introducción de

Jaime Olmedo Ramos

Escucha qué cosas de la vida desgrana Pereda en estas cartas.

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

Responsable de Literatura e Historia: Francisco Javier Expósito Lorenzo

Diseño de la colección: Gonzalo Armero

Cuidado de la edición: Antonia Castaño

Epistolario publicado gracias a la autorización de Gregorio Marañón y Bertrán de Lis

© De esta edición: Fundación Banco Santander, 2024

© De la introducción: Jaime Olmedo Ramos

Transcripción de Jaime Olmedo Ramos, Fructuoso Atencia Requena, Alicia Reina Navarro y Brais Ruiz Rodríguez

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN: 978-84-17264-44-4

ÍNDICE

Las cosas de la vida, por Jaime Olmedo Ramos

Sobre esta edición

Bibliografía

CARTAS DE JOSÉ MARÍA DE PEREDA A MANUEL MARAÑÓN (1877-1897)

1877

1878

1879

1880

1881

1882

1883

1884

1885

1886

1887

1888

1889

1890

1891

1894

1895

1896

1897

Jaime Olmedo Ramos

LAS COSAS DE LA VIDA

Para Raquel, Jaime y Jimena:

la vida de mis cosas.

La vida no es siempre grandiosa. Ni siquiera lo es la de aquellos que se ha convenido en calificar como grandes. Si se les considera tales, no es porque cada día de su existencia haya sido extraordinario, sino porque lograron lo extraordinario en medio de sus azacaneadas cotidianidades, alcanzaron lo excelente entre las servidumbres y claudicaciones diarias de la vida.

Adentrarse en un epistolario supone descubrir que la existencia de aquellas personas deslumbrantes estuvo también cruzada por lo ordinario de algunas realidades comunes, por la forzosa normalidad o la ineludible simpleza de la rutina. Sin embargo, lejos de rebajar la cota de admiración por ellos, todo ese conjunto de obligaciones y responsabilidades que circunda la existencia convierte sus grandes obras en algo aún más digno de mérito y reconocimiento. La excelencia es siempre una trabajosa victoria sobre la trivialidad.

Así sucede con estas más de 260 cartas enviadas por José María de Pereda a Manuel Marañón a lo largo de veinte años (1877-1897). La escritura de algunas de las mejores páginas de nuestra narrativa decimonónica se entreveró con la organización familiar, las atenciones conyugales, la responsabilidad paterna, el dolor filial, la entrega a los amigos, la gestión de ataduras administrativas o los intereses políticos. De ahí el título que lleva la portada. En la carta del 16 de febrero de 1890, tras comentar enfermedades y convalecencias familiares, noticias de cartas cruzadas entre las respectivas esposas, pésames por familiares fallecidos…, Pereda escribe a Marañón: «Y ahora, volvamos a las cosas de la vida», subrayando este último sintagma. Como el mismo Pereda clarifica en la misiva, tales cosas son el rimero de «impertinencias» o el «catálogo de molestias verdaderas» (15-2-1878) con que el novelista asaetea a su paciente amigo en Madrid, conocido —por ocurrencia de Clarín— como el «cónsul de Polanco» en la capital por el cúmulo de gestiones que hace en favor de sus paisanos, especialmente de Pereda y de sus intereses editoriales.

Por las razones expuestas, cada una de estas cartas importa, porque en el conjunto de todas ellas está «esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir», según el verso de Dámaso Alonso en su poema «Mujer con alcuza». Si alguna no pareciera de interés por breve o por aparentemente inane, se estaría equivocando el valor de sus líneas, pues no han de ser importantes para la vida de quien ahora las lee con distancia y cierta curiosidad intrusa, sino para la de quien las escribió, cuya existencia está hecha, como se ha anticipado, no solo de grandes hechos literarios, sino también de sencilla normalidad y ordinaria costumbre.

Escritura privada y edición pública

La lectura de todo epistolario constituye «una intrusión en la vida privada de un personaje» (García Castañeda, 2000: 545). Merece la pena reflexionar, aunque sea brevemente, sobre la licitud de publicar cartas personales; sobre la idoneidad de dar a numerosos lectores lo que se escribió para uno solo sin la más mínima intención o sospecha de un destino público posterior. Ese tránsito entre lo privado y lo público ha llegado a asumirse con tal normalidad que se ha considerado el «género epistolar» como el marbete bajo el que colocar no solo las históricas epístolas que en verso o en prosa tenían carácter literario y cierto fin didáctico, sino también todo el conjunto de escrituras privadas que se van descubriendo y sacando a la luz.

Si se hace así y los epistolarios han supuesto uno de los más vivos acercamientos a un personaje y a su obra, no es por sumar esas misivas al conjunto de la obra conocida de un autor. No se trata de rastrear en la rápida y desenvuelta escritura epistolar los rasgos que con detenimiento y voluntad estilística todo escritor cincela en su obra narrativa destinada a los tórculos. Si se edita un epistolario es, principalmente, por su valor documental respecto de los corresponsales, porque interesa tanto el hombre como la obra; o lo que es lo mismo: importa qué hombre particular ha gestado esa obra comunal. De ese modo, el polo de atracción se desplaza de la obra al autor, tratando de conocer los detalles de la figura humana que ha sido capaz de alcanzar las más altas cotas de creatividad artística. Así es: «la historiografía literaria aprovecha, a veces, los epistolarios de autores célebres […] para descubrir aspectos íntimos de la personalidad artística que puedan esclarecer la obra literaria propiamente dicha» (García Berrio-Huerta Clavo, 1995: 226).

Epistolario Pereda-Marañón

El conjunto de cartas que ahora se publica se daba por perdido y se contaba entre los más importantes de Pereda; tan relevante como las misivas dirigidas a Clarín, también desaparecidas (García Castañeda, 2000: 547).

Conservado por la familia Marañón, este epistolario se hallaba en el archivo de la Fundación Cigarral de Menores en Toledo. Son 264 cartas, más un fragmento sin datar, escritas por José María de Pereda a Manuel Marañón, fechadas entre el 5 de diciembre de 1877 y el 18 de marzo de 1897, y enviadas todas desde Santander, salvo veintinueve desde Polanco y tres desde Barcelona, Sevilla y Jerez, respectivamente.

Lo ideal en la edición de un epistolario es conocer las respuestas del otro corresponsal y poder completar las dos caras de esa misma moneda. Sin embargo, al contrario de lo que hicieron los destinatarios de sus misivas, Pereda no conservó las cartas que recibía, algo llamativo «en un hombre tan aficionado a guardar papeles relacionados con su producción literaria» (García Castañeda, 2000: 546).

Tienen estas cartas un valor relativo y un valor en sí: son importantes en relación con las epístolas conocidas de Pereda y tienen importancia propia tanto por su magnitud e interés como por la entidad de emisor y destinatario. Pereda es reconocido como uno de los grandes novelistas del siglo xix y Manuel Marañón no es solo identificado como padre del ilustre doctor Gregorio Marañón, sino también como jurisconsulto y persona de referencia en el Madrid político y cultural de su época*.

* Remito a sus biografías en el portal «Historia Hispánica» de la Real Academia de la Historia, que facilita una muy buena síntesis de sus trayectorias junto con bibliografía adicional sobre ambos personajes: https://historia-hispanica.rah.es/biografias/35472-jose-maria-de-pereda-y-sanchez-de-porrua (por Benito Madariaga de la Campa) y https://historia-hispanica.rah.es/biografias/35221-manuel-perez-maranon-y-gomez-acebo (por Gregorio Marañón y Bertrán de Lis y Antonio López Vega).

Se trata del mayor conjunto epistolar conservado hasta la fecha de José María de Pereda, como puede comprobarse en el apéndice bibliográfico donde se relaciona, comentada, la principal bibliografía sobre correspondencia perediana.

Pero el epistolario tiene también en sí una gran relevancia y sentido pleno. En el mazo de cartas que ahora se transcribe y edita se ve lo que escasamente se encuentra en las misivas a un único corresponsal: el arco creativo completo de un narrador español del siglo xix, desde su primera novela hasta su ingreso en la Real Academia Española.

Contenido: de la prosa y lo prosaico

El asunto de las cartas es principalmente literario y en ellas se ve a Pereda afanado en la gestación y gestión de sus obras, cubriendo el proceso literario de principio a fin: desde la primera idea o argumento narrativo a los últimos detalles técnicos y pormenores materiales de la edición, incluyendo labores de difusión entre el público lector y la crítica literaria del momento. Es un ejemplo acabado de lo que suponía el oficio de escritor en ese tiempo.

Cuando el epistolario se abre en diciembre de 1877, Pereda se encuentra metido de lleno en la impresión de la que será su primera novela, El buey suelto…, cuadros edificantes de la vida de un solterón (1878), después de haber publicado cuatro colecciones de cuadros regionalistas: Escenas montañesas. Colección de bosqueos de costumbres tomados del natural (1864), Tipos y paisajes (1871), Bocetos al temple (1876) y Tipos trashumantes (1877).

Pereda solía escribir, sobre todo, durante los meses de verano que pasaba en su casa de Polanco, de ahí que la edición de la mayoría de sus obras comenzase en el último trimestre del año y estuviesen listas a finales de diciembre o principios del año entrante. A fin de ganar tiempo, Pereda anticipaba el original a la imprenta para que fuera avanzando en la composición de las páginas antes incluso de haberse recibido el papel que el propio escritor solía pedir a una fábrica de Tolosa (19-12-1877; 15-1-1880; 2-12-1880; 21-1-1884; 19-12-1884; 29-10-1887; 14-11-1888; 10-1-1895; 18-2-1895; 10 y 16-1-1896).

En el proceso editorial, Pereda se ocupa de todos los elementos que lo integran: decide y compra el papel según su calidad, color, gramaje, tamaño… (19-10-1878; 27-11-1880; 29-10-1887) y calcula el precio según el peso de las resmas (8-1-78; 27-11-80). Lleva a cabo labores de diseño como escoger el tipo de letra (5-12-77), si elzeviriana o inglesa, solicitando en ocasiones fundición de nuevos tipos (29-10-1879) o tipos sin estrenar por estar «muy gastada» la de la muestra (5-1-1895; 10-1-1896); indica el uso de la cursiva (13-12-77), decide el cuerpo de la letra (30-12-1895), las tintas (13-12-77), la portada (valorando el impacto que sobre el precio final de la edición tendría un renglón más o uno menos, 17-1-1896), la maquetación (19-12-77), la tirada (9-2-1884, 10 y 13-1-1896, contando, como en el caso de Peñas arriba, con los ejemplares firmados para regalar)… Incluso el papel sobrante de una edición se aprovecha para la siguiente, como es el caso entre El buey y Don Gonzalo González de la Gonzalera (28-10-78), pues Pereda lleva una cuenta muy clara —«según consta en mis apuntes»— de los pliegos y resmas que se han empleado en las ediciones anteriores de sus obras (10-1-1895) a fin de calcular el papel sobrante y, por tanto, necesario para la siguiente impresión.

Una vez decididos todos estos extremos —o incluso en el curso de su resolución—, se inicia el proceso editorial. Mientras corrige los últimos pliegos y capillas de sus obras, Pereda redacta dedicatorias para introducir en los libros de regalo (15-2-1878), fija el precio de venta al público (17-1-1896) e inicia toda una serie de acciones y estrategias de mercado orientadas a la difusión y publicidad, que se repetirán novela tras novela.

Una de las principales es la publicación de sueltos en los periódicos, es decir, noticias breves, «reclamos» (25-2-1878; 15 y 19-3-1880; 18-3-1881) o propagandas sobre la novedad editorial inminente (14-12-1883). A esta tarea se aplica incluso cuando aún no ha enviado a la imprenta todos los capítulos de la nueva obra, como ocurre con Sotileza (1885) y está redactando el vocabulario que colocó como apéndice final (15-1-1885). En otras ocasiones, concibe para estos sueltos una redacción que pueda excitar «un poquillo la curiosidad» del lector con rumores de novedad en fondo y forma de la obra venidera (29-12-1887). Con La Puchera (1889), al tiempo que devuelve corregidos el último pliego y la portada, su opinión cambia y le indica a Marañón: «Lo de los sueltos sobre la próxima aparición del libro, pocos y dos o tres días antes del suceso, si no prefiere callarse la boca» (31-12-1888). Con Peñas arriba (1895), tras unos años en blanco, vuelve a retomar la estrategia de siempre: «¿No sería conveniente ir preparando la curiosidad, con algún suelto en la prensa?» (26 y 31-12-1894). La publicación de uno de ellos al día siguiente en El Atlántico no dejó satisfecho a Pereda, pues era un suelto largo y fallido: «un ciempiés en que se dice lo que debiera callarse, y se calla lo que debiera decirse» (27-12-1894).

Asimismo, otra de las acciones de publicidad es el anticipo de algunos capítulos de las novelas en ciernes (19-2-1880; 1-3-1880). En el caso de La Montálvez (1888), es Galdós quien le reclama algunos de ellos para su adelanto en El Correo y en El Imparcial, y Pereda, que no deja nada al albur, hace algunas sugerencias sobre el particular «cuidando de no publicar los que necesiten antecedentes para su inteligencia, o descubran demasiado lo que deba estar oculto para ilusión del lector del libro» (5-12-1887).

La publicación de sueltos y capítulos había de despertar el apetito de las ventas y Pereda calcula el mejor efecto que sobre ellas pudieran tener los artículos aparecidos en prensa, como en el caso de De tal palo tal astilla (1880): «El ejemplar de Ortega, sería bueno que se lo entregaran con alguna anticipación, a fin de que lo que haya de decir del libro lo diga en el 1.er lunes que siga a la aparición de la obra en las librerías» (1, 15 y 19-3-1880). De ahí que en ocasiones, como con Peñas arriba, lamente que el retraso en la impresión aleje el libro en exceso de los anticipos que se han ido publicando en la prensa, al tiempo que agradece a Marañón «el plan de artículos que tiene arreglado para en su día» (20-1-1895). Con la premura de que una obra salga publicada en un momento determinado, rechaza incluso la corrección de galeradas, como con Pachín González (1896), pues «se pierde un tiempo precioso» (21-1-1896).

Asimismo, Pereda diseña e imprime carteles anunciadores de sus obras (10-3-1878; 11-1-1879; 15-3-1880) y considera decisiones editoriales con efectos comerciales, como el hecho de intentar fechar parte de la tirada de Don Gonzalo en 1878 y parte en 1879 por la desventaja que podría suponer para las ventas de novedad que se anunciase en las librerías a principios del año nuevo un libro fechado en el año anterior (28-10-78) en caso de que se imprimiera en diciembre, extremo que finalmente no sucedió, pues se imprimió entrado 1879.

Una vez impresa la novela, Pereda decide el momento de despacho de libros tanto en Madrid como en provincias (17-1-1889; 10-1-1895; 28-1-1895; 3-3-1895) con un precio para cada destino (5-3-1878; 17-1-1896), envía ejemplares firmados a las principales redacciones y críticos del país, y empieza a buscar nombres de confianza a los que solicitar la escritura de reseñas.

De todas sus novelas impresas por cuenta propia en Madrid en los talleres de Manuel Tello, Pereda distribuye los ejemplares para la venta (10 y 19-3-1880) y solo de la impresión en Barcelona de El sabor de la tierruca (1882) no dispone de muchos volúmenes al no ser «propietario de la edición» (29-5-1882). Sin embargo, incluso de esa obra —cuya experiencia editorial no fue buena (6-11-1882)— está al tanto de las ediciones posteriores a la primera, pues solo vendió esa al impresor barcelonés (31 y 9-2-1884). Está al corriente de las ventas hasta el final —«El librejo ha gustado aquí, y se vende bien. ¿Qué tal por allí?», le pregunta a Marañón tras salir Pachín González a las librerías (21-2-1896)— y tiene un conocimiento preciso de los ejemplares que se llevan despachados, ya sea de sus novelas sueltas, ya de sus obras completas (22-1-1879; 15-12-1880; 18-3-1889; 28-3-1889).

Una de las tareas que más tiempo y sinsabores le acarrea es la repercusión de su obra en la prensa. Para ello, Pereda emplea una estrategia que repite con cada novela: envío de ejemplares firmados con dedicatorias a los periódicos y redactores de Madrid (incluyendo direcciones postales: 22-1-1879; 1-3-1880; 5-4-1880; 4-1-1888; 31-12-1888; 31-12-1894; 23-1-1895). A veces, incluso las propias redacciones se lo reclaman indirectamente, como hace El Globo con Sotileza(1885) a través de Clarín (3-4-1885). El mismo proceder seguirá con sus Obras Completas (13-2-1886). En tales envíos, Pereda deja que Marañón actúe con toda libertad como en cosa propia, hasta el punto de pedirle —avanzados los años— que firme él ejemplares en su nombre (11-2-1896). En esta costumbre de los envíos, Pereda será cada vez menos pródigo (18-11-1883) y va ajustando la lista de destinatarios en novelas posteriores como La Montálvez (1888) (29-12-1887) o La Puchera (1889), en que resuelve que la próxima lista «ha de ser bien corta» (7 y 11-2-1889), lo que no obsta para que, en los envíos de sus Obras Completas, añada —bien que no de la mejor gana— a Emilia Pardo Bazán: «No me ha regalado su Insolación: y si he querido enterarme de las liviandades y cochinerías que comete la distinguida dama, su protagonista, contra la que nada ha dicho esa prensa elegante que tantos ascos hizo de la Montálvez, buenos cuartos me ha costado» (28-5-1889). Cuando retoma su actividad tras la tragedia de su hijo, uno de los primeros encargos es revisar «la nota de las personas a quienes remite ejemplares regalados de mis O.[bras] C.[ompletas], por encargo mío, para enmendarla en lo que de enmendable tenga ya» (6 y 22-11-1894); lista a cuya revisión y ajuste se aplicará con Peñas arriba (27-4-1895) y será tarea recurrente.

Un importante elemento para la difusión de las novelas es la localización de amigos que puedan escribir sobre ellas alguna reseña positiva en medios de difusión nacional. Así sucede con Galdós sobre El buey (24-4-1878, 5 y 24-12-1878) y Don Gonzalo (24-1-1879), o con Menéndez Pelayo sobre esta misma novela (19-1-1879) y sobre Esbozos y rasguños (22-3-1881); con Pardo Bazán o Clarín sobre Pedro Sánchez (21-1-1884) o con este último sobre La Montálvez (4-1-888) y, de nuevo, con Galdós, Menéndez Pelayo y Clarín, tres de las firmas críticas más ansiadas por Pereda, sobre La Puchera (11-2-1889): «Marcelino no resuella ni privadamente ni en público, y Clarín, que me avisó el recibo del libro, con grandes encomios después de hojearle un poco, no ha vuelto a decirme una palabra en bien ni en mal» (28-1-1889; 2-2-1889). En Menéndez Pelayo, a quien se refiere en varias ocasiones no exentas de sorna como «el inmortal» (10 y 18-3-1881) desde que se ha instalado en Madrid y no contesta a sus requerimientos, advierte Pereda «una frialdad novísima» (7-2-1889). Ante la reproducción de dos artículos ya publicados para acompañar la edición de Los hombres de pro en las obras completas, Pereda ve quebrarse la lealtad antigua: «Si no tuviera otras pruebas en contrario, creería, de un tiempo acá, que Marcelino escribe a regañadientes lo poco que escribe sobre mis libros» (15-4-1889).

La súplica de Pereda es explícita clamando auxilio para conseguir el triunfo literario en la capital: «Ayuden, por Dios, con un esfuerzo más, a este escribidor provinciano a romper ese hielo madrileño» (24-1-1879). Por eso, y siendo consciente de las posiciones ideológicas de uno y otro, Pereda celebra el elogioso artículo de Clarín sobre Don Gonzalo (1879) como «un raro ejemplar de tolerancia y hasta de bombo en un liberalísimo tratándose de un oscurantista como yo» (1-4-1879); y aunque se anuncia uno no bueno sobre El buey, Pereda lo aplaude igualmente: «Venga en buen hora, y hágase ruido, que es lo esencial» (1-4-1879). Sin embargo, cuando tal artículo ve la luz, su desahogo es indisimulable: «a mí me ha confirmado una vez más que el odio de secta es inextinguible. El tal artículo es un hacha que tritura página a página, tipo a tipo y línea a línea el libro desde la portada hasta el índice. Todo es malo allí, hasta el autor que tan bueno era en D. Gonzalo, según el mismo crítico. No me explico fácilmente tanto ensañam[ien]to ni el orden de publicación de ambos artículos, sino por el indicado rencor de escuela» (9-4-1879). La independencia crítica de Clarín hace que Pereda vuelva luego a encarecer otro suyo favorable sobre Pedro Sánchez (31-1-1884).

En este proceso, como se ha visto, Pereda se enoja bien porque no escribe quien él espera, bien porque lo hace con menos entusiasmo del que desea. En todo caso, corresponde siempre con letras de gratitud los juicios de los críticos literarios… y lo que más deplora es el silencio, «el silencio absoluto de los propios y allegados» (11-4-1880).

Tras el lanzamiento de su primera novela, le inquieta el mutismo de la prensa —especialmente de El Imparcial— e incluso pone en cuarentena la opinión inicialmente positiva de Galdós por basarse solo en la primera parte que el mismo Pereda le leyó (23-3-1878) y lamenta que sus elogios se queden en la comunicación privada en vez de escribir un artículo que compense el desdén generalizado (24-4-1878). No le serena la favorable opinión de los amigos, que da por descontada debido a tal condición, ni las buenas ventas que el libro tiene entre sus paisanos, por lo que se afana en conseguir un artículo propicio de Menéndez Pelayo en medio conveniente (30-3-1878), dado el silencio de «la gente periodística», a la que califica como «una verdadera canalla» (9-4-1878). Pereda busca remover las aguas: «El silencio es el que mata a las obras, en un país en que hay menciones para tantos desatinos literarios» (29-4-1878); «Ya U. sabe que no son los palos lo que a mí me asusta, sino el desdén de los esos sabios» (5-12-1878); «Cada día me convenzo más de que lo que daña a un libro para su circulación, es el silencio. Háblese de él, aunque sean pestes, pero háblese» (31-3-1881). Valora más el frío laconismo de los «periódicos liberales» que el «puerco desdén» (15-3-1879) de los «ultramontanos»; aunque asume que estos serán siempre «mis gentes» frente a «los herejes» (1-3-1880). Demanda de «la prensa amiga y correligionaria» no ya un artículo, sino «un miserable suelto espontáneo y a tiempo […] cuatro renglones de cortesía» (31-3-1881). Incluso, impaciente, llega a demandar de Marañón que le cuente lo que dice en Madrid «la crítica hablada entre la gente que U. trata» porque, si ha de esperar a lo que publiquen los periódicos, «he de morirme con la curiosidad de ello» (7-2-1889). Sin embargo, hay ocasiones, como antes de la aparición de Esbozos y rasguños (1881), en que la inseguridad de lo publicado le hace cambiar de parecer y anteponer el mutismo crítico: «juzgo preferible su silencio a las palizas que en buena justicia puede administrarme» (15-12-1880). Meses después, deja a criterio de Marañón y de Menéndez Pelayo la conveniencia o no de anticipar algo de la nueva novela a la prensa, y da por seguro que unas palabras de Ortega en Los Lunes del Imparcial siempre beneficiarán, criterio que mantendrá en sus entregas posteriores (7 y 11-3-1881; 14-12-1883; 29-12-1887). Lamenta que con La Montálvez se encuentre el crítico en Roma y nada pueda decir de la nueva novela (4-1-1888), aunque, cuando lo hace meses más tarde, califica lo escrito por él como «canallada» (6-4-1888).

Pereda está al tanto de todas las reseñas (28-3-1889): rastrea y colecciona todo lo que se publica sobre su obra, bien directamente en su provincia, bien a través de Marañón, quien le envía desde Madrid todo lo que localiza, para «el expediente del libro» (28-3-1889): «si algo se publica en cualquier otro de ahí sobre el libro y U. lo ve, mándeme un ejemplar para el expediente» (28-1-1895). Su interés por ese particular llega al punto de querer contratar un servicio que se ocupe de esa labor: «Galdós sabe de una empresa que hay ahí que, previo pago de una suscrición, manda al suscritor en recortes sobre hojas de papel, todo lo que se escribe en España sobre él y sus libros» (5-2-1895).

Y Pereda es capaz de alternar todas estas acciones de índole práctica con la creación de nuevas obras como si no supusiera un problema para él concertar «la prosa de mis particulares asuntos» (2-11-1878) con la prosa literaria, yendo y viniendo de la promoción de una novela a la escritura y corrección de los pliegos de pruebas de la siguiente. Al tiempo que gestiona la repercusión de El buey suelto… (1878) en Madrid, inicia la redacción en Polanco de su segunda novela, Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879) con la pretensión de publicarla en diciembre: «Desde que vine a esta soledad la emprendí con Don Gonzalo» (29-5-1878). A mediados de octubre de ese mismo año, Menéndez Pelayo —que se dirige a «la batalla que ha de darse en la Universidad» (19-10-1878)— lleva a Madrid las primeras 250 cuartillas copiadas de la nueva obra como anticipo de las que Pereda irá enviando con el objeto de comenzar cuanto antes la edición (11-10-1878). Cuando solo lleva escrita menos de la mitad de su tercera novela, De tal palo tal astilla (1880) —once de los treinta y un capítulos que finalmente tendría—, se preocupa por la fundición de nuevos tipos para su impresión, pues le parece que la letra «iba ya apuradilla» (29-10-1879) en la novela anterior. En el caso de De tal palo tal astilla (1880), reclama pliegos y capillas de la corrección de la obra cuando está aún ultimando la copia completa para el impresor (10-2-1880). No ha comenzado la impresión de una novela cuando ya tiene la siguiente en la cabeza, como sucede antes de que Esbozos y rasguños esté en la calle: «He puesto la quilla a una novela en que no habrá pizca de filosofía, de política ni de religión. Hasta la hora presente ni yo mismo sé qué va a pasar en ella: no veo sino tipos, cuadros y movimiento campesino, pienso dejarme arrastrar por ello a ciegas, y salga lo que saliere» (30-12-1880). En pleno lanzamiento de Esbozos y rasguños, está editando en Barcelona, con prólogo de Galdós, esa próxima novela, para la que ya tiene título tras tiempo sin encontrarlo: El sabor de la tierruca (7-2-1882). Le sucede al contrario con la siguiente, sobre la que da la primera noticia con título definitivo, Pedro Sánchez (6-11-1882), pero cuya redacción se detiene por falta de inspiración: «No parece sino que el diablo me ha pasado una esponja por el meollo según está de seco y oscuro cinco meses hace. […]. Desde que ando en el oficio, no recuerdo haber sufrido una sequía intelectual como esta» (20-4-1883). Seis meses después (18-11-1883), Pereda anuncia a Marañón que la obra —terminada de escribir desde primeros de octubre— está ya lista para salir de los talleres de Tello, pues en esta ocasión, y para ahorrar molestias a Marañón, Pereda ha tratado directamente con Tello todos los detalles de la impresión (20-11-1883). Aún así, le solicita a Marañón «dispensarle el honor del padrinazgo que ha otorgado a sus hermanos mayores» (18-11-1883).

En la primera carta de 1884 en que empieza a tratarse el asunto de sus obras completas mientras la promoción de Pedro Sánchez sigue su curso, salta una noticia: «De Sotileza muy poco puedo decirle; pues aún se anda calladita por las mientes del autor, esperando el silencio y la quietud del campo para ir saliendo poco a poco a la luz del día» (21-1-1884). Sin embargo, diez meses más tarde, la novela se encuentra detenida: «Ni un renglón más todavía en las durmientes cuartillas de Sotileza» (4-10-1884). «Trabajo mucho» dirá (26-10-1884) cuando alterna la corrección de pruebas de Don Gonzalo para las obras completas y se amontonan en su mesa las cuartillas de Sotileza, que avanza sin dejarle «descontento de lo que va saliendo» (26-10-1884). En diciembre de ese año, comunica que ha finalizado la última cuartilla «muerto de espíritu y de cuerpo» y, en contra de lo acostumbrado en él, su satisfacción es grande: «me atrevo a decirle, muy en confianza, que esta vez he quedado satisfecho de mi obra y que no cambiaré de parecer aunque el público profano me la silbe con tal de que me la aplaudan los jueces a quienes se la dedico, como verá U. No he escrito libro de mejor hechura» (19-12-1884).En efecto, las primeras ventas y las primeras críticas amplían incluso las previsiones optimistas de Pereda que es consciente de haber alcanzado la cima de su narrativa: «Sotileza es más que un libro para este pueblo; es algo como entraña de cada familia cuyas puertas ha atravesado, y creo que no hay una que no se le haya abierto ya. Es más que entusiasmo el sentimiento que ha despertado; es verdadero amor popular» (4-3-1885). Ese éxito, lejos de animarle en la creación, parece que ha agotado su creatividad: «Nada hay en esta cabeza, de lo que U. desea que haya: ni siquiera esperanzas de que pueda haberlo. Parece que me la han rellenado de escorias» (26-12-1885). Casi un año después, coincidiendo con la edición del sexto tomo de las obras, y tras haber reformado su despacho, como si el continente animara el contenido, se advierten los primeros barruntos de una nueva novela que bien pudiera ser La Montálvez: «En cuanto a género nuevo, solo puedo decirle que después de concluido este despacho que ahora tengo, me dio tal vergüenza de no saber utilizarle, que una mañana me encerré en él, cogí la pluma, y dando con ella verdaderos palos de ciego, escribí a tientas un primer capítulo de una novela que pudiera llegar a ser un mediano pendant de Pedro Sánchez si yo no tuviera el meollo tan seco ni el ánimo tan aplanado» (4-10-1886).

Como se aprecia, es un ritmo creativo sin respiro. Se asiste durante todo el epistolario al desarrollo de una obra narrativa verdaderamente admirable: trece novelas en veinte años, más la edición de sus obras completas.

Poco queda reservado a la espontánea inspiración en estos trances; la perseverancia y disciplina de Pereda son ejemplares. Cuando se ha puesto manos a la obra de La Montálvez (1888), escribe a Marañón: «No solamente veo poco o nada en el asunto elegido, sino que se me pasan tres y cuatro días seguidos sin sentir la tentación de escribir, y cuando escribo, escribo poco y malo. Es indudable que el largo tiempo transcurrido sin hacer nada, y los penosos motivos que han sido y son causa de ello, han influido poderosamente en el taller, en la herramienta y hasta en las manos. Prometo a U. hacer heroicos esfuerzos para vencer las dificultades, y los haré, porque siento que se me va resintiendo el pundonorcillo, pero no respondo de salirme con mi empeño» (5-11-1886). El año finaliza y Pereda no logra encontrar el ritmo de escritura: «De la novela, no me pregunte nada. Escribí los seis primeros capítulos de muy mala gana, y hace un mes largo que yace el 7º. empezado en el fondo de un cajón de la mesa» (30-12-1886). En marzo del año siguiente, sigue el parón, que el propio Pereda percibe como algo realmente inaudito en su trayectoria: «Por lo tocante a lo nuevo ya no sé qué decirle a U., porque esa dejadez que me domina, pasa la raya de todo lo acostumbrado. No obstante, si U. cumple su promesa de venir este verano a recoger el original, casi, casi me comprometo yo a entregársele en propia mano; por lo menos, a poner de mi parte cuanto me sea posible para lograrlo» (24-3-1887).

En ese mismo momento, y como para compensar su desaparición del panorama literario, quiere retomar la edición de sus obras completas, pues la «suspensión» en que se encuentran es algo que «ni a él [el librero Suárez] ni a mí nos conviene» (5-4-1887 y 14-5-1887). En agosto ya está listo el sexto tomo y el séptimo «va imprimiéndose a escape» y «De lo nuevo, he hecho poco más de nada» (21-8-1887). Sin embargo, parece que, pocos meses después, la nueva novela ya ha cogido cuerpo: «Llevo xi capítulos de la 2a. y últ[im]a parte de la novela, y aún me queda trabajo para 10 o 12 días, salvo quebranto de salud, o cosa por el estilo» (21-10-1887). A finales de octubre, y coincidiendo plenamente con el plazo imaginado, Pereda anuncia a Marañón el envío del nuevo título desde Polanco —donde siempre escribe con mayor rendimiento— de «el manuscrito de La Montálvez terminado hace ya días» (29-10-1887). En pocos meses, febrero de 1888, al tiempo que sale el tomo noveno de sus obras, ya comunica a Marañón su nuevo proyecto literario, cuyo título ya tiene decidido: «A los pocos días de llegar de Sant[ande]r metí mano a La Puchera. Continúo trabajando en este libro, no de mala gana, pero con poca asiduidad» (7-2-1888). Pasado un tiempo parece, en efecto, que tiene el encabezamiento y poco más: «De La Puchera, aun no tengo más que el título y la intención de escribirla» (6-4-1888). Sin embargo, en octubre, y otra vez tras un período productivo en Polanco, la novela está encarrilada. Tras anunciar su regreso a Santander para el 5 de noviembre de 1888, dice, en postdata de la carta de pésame por la muerte del niño Luis Marañón y Posadillo: «Cuento con llevar el libro terminado, porque hace ya muchos días que se rompió el hielo, escribo al galope y he empezado hoy el cap. 28º.» (28-10-1888). Concluyó la novela la víspera de partir de Polanco «y no enteramente a disgusto» (10-11-1888) escribiendo los últimos capítulos «con verdadera fiebre y a razón de 16 y aún de 20 cuartillas diarias» (10-11-1888). El 14 de noviembre de 1888, la copia del manuscrito de La Puchera sale para Madrid (14-11-1888) y a finales de diciembre ya envía pliegos firmados de la nueva novela (17-12-1888). A finales de septiembre de 1889 anuncia el proyecto de lo que podría ser su siguiente obra, Nubes de estío (1891) «Puse la quilla; hice dos capítulos de mala gana, y así está la cosa, y para durar en el mismo lamentable estado. Es cosa demostrada que en habiéndomela yo con personajes de levita, me entra el bostezo, y no doy golpe» (27-9-1889). A pesar de sus dudas sobre el resultado, Pereda mantiene su disciplina: «Entre tanto, yo voy aquí ensartando capítulos de una quimera que no tiene pies ni cabeza, y que acaba con la mía porque no lo puedo trabajar de noche, y me he empeñado en no entrar en el nuevo año con la tarea sin concluir. ¡Y a todo esto me faltan dos terceras partes!» (12-11-1889). El hecho de que escriba en Santander y no en Polanco parece ser una razón de peso para la demora: «La novela está atrasadísima; se me pasan semanas enteras sin hacer nada en ella. Voy en el cap. xiii, y aún está el horno sin caldera. Los sucesos últimos me han desorientado mucho. El cap[ítulo] leído es el 6º. No puedo trabajar aquí. En Polanco la hubiera terminado hace tres semanas» (16-12-1889).

En medio de este proceso, Pereda deja aparcado su proyecto narrativo para atender una oferta que le llega desde Barcelona según la cual recibirá 30 000 reales por «una novelita de 300 páginas […] en la confianza de despachar el libro en mes y medio, si cojo la veta a mi gusto» (11-4-1890). Como ya se ha visto en anteriores referencias, Pereda es capaz de escribir una novela de tal extensión en ese tiempo: el resultado será Al primer vuelo. Idilio vulgar (Barcelona, Imp. de Henrich y Cía., 1891).

Cuando Pereda está inmerso en esa dinámica creativa y en plena redacción del capítulo xx de Peñas arriba, llega el suicidio de su hijo mayor, Juan Manuel, el 2 de septiembre de 1893. A partir de entonces, Pereda quedó abatido y entró en un silencio creativo y epistolar. El epistolario se interrumpe durante casi tres años (entre el 23-11-1891 y el 15-10-1894) y, cuando las misivas se retoman, no hay referencia explícita al suceso, sino velada alusión, elocuente silencio. Reconoce Pereda que «aquel día de negra memoria para mí» quedó cerrado para él el retorno natural a la novela (15-10-1894).

Su disciplina alcanza un carácter casi épico cuando toma una insospechada decisión para obligarse a retomar la pluma: «De aquí mi inquebrantable resolución de intentar el asalto de las tapias, ya que no me es posible entrar por la puerta. He resuelto, pues, imprimir inmediatamente los xxii capítulos que tengo escritos y copiados: no es imposible que esta especie de obligación que contraigo conmigo mismo, me obligue a concluir de cualquier modo lo comenzado» (15-10-1894). Es lo que él mismo calificará como un «recurso heroico» (6-11-1894). Tras recibir las pruebas del primer pliego, le pide a Marañón que «no fuerce demasiado la máquina de sus asedios el impresor, porque si llega a tomarme la delantera antes que el horno se me temple siquiera, corro el peligro de que se queden las cosas como están, por los siglos de los siglos» (6-11-1894). Quince días después, parece que la escritura avanza y pide más pliegos para corregir, pues le quedan «solamente 3 capítulos que escribir, uno de los cuales tengo ya entre manos, ha pasado el riesgo que temía» (22-11-1894). Al mes, Pereda ha terminado la novela contra todo viento y marea: «llevo yo una semana de encerrona, mortificado por una dispepsia, vieja ya en mí, y extenuado por la falta de alimentación y sobra de dolores. –En esta situación de cuerpo y de espíritu he concluido anteayer el libraco desatadamente. Mañana me terminarán la copia del capítulo, y se le mandan a Tello con los otros dos que quedan acá, para que no se interrumpa la impresión» (20-12-1894). El plan de trabajo trazado le lleva a corregir casi todos los pliegos de Peñas arriba y a pensar sobre el tipo de letra antes de que Tello reciba el papel comprado para la tirada (5-1-1895). Es más: cuando aún no se ha decidido la letra ni ha llegado el papel, Pereda sorprende con la noticia de que ha mandado a copiar el manuscrito de una nueva obra: «La quisicosa se titulará, probablemente, Pachín González, que es el nombre del protagonista» (5-1-1895); en efecto, con tal título salió a la venta «el librejo» —que así lo llama siempre Pereda (16-1-1896; 15, 21 y 27-2-1896)— en febrero de 1896, al tiempo que encargaba la fabricación del papel para el tomo decimosexto de las obras completas (20-2-1896).

La autoexigencia de Pereda es tan férrea que a veces siente el remate de una obra como una liberación; así le sucede con De tal palo tal astilla (1880): «Parece que me he quitado una losa de encima desde que concluí la novela. Nunca hice cosa más a disgusto ni con mayores interrupciones» (1-1-1880).

Como se ha anticipado unas líneas más arriba, una vez terminadas las novelas, Pereda manda copiarlas dada su mala caligrafía, pues tras la edición de la primera de ellas, El buey, y a la hora de afrontar la impresión de la siguiente, Don Gonzalo, Tello hará «un recargo en el precio de cada pliego por razón de la mala letra del original» (28-10-78). Pereda envía los originales copiados a Madrid sirviéndose en ocasiones de intermediarios como Galdós (15-1-1880) y Menéndez Pelayo, portador de Esbozos y rasguños (30-12-1880), Sotileza (17-1-1885) o Pachín González (13-1-1896).

La inseguridad de Pereda respecto a la calidad y posible éxito de sus novelas es una constante que no se atempera ni disipa con el paso de los libros. En su tránsito hacia la novela, Pereda siente ver «metida mi hoz en extraño campo» (14-3-1878) y se muestra realmente temeroso en su paso al nuevo formato narrativo: «¡Si viera U. qué miedo tengo esta vez al público! ¡qué ansia de salir de la incertidumbre en que me hallo! […] Le juro a U. que jamás he escrito cosa que más desorientado me tenga respecto a su valor positivo, que este libro. De aquí mi intranquilidad» (14-3-1878). Ante la inminente aparición de De tal palo tal astilla (1880), escribe en los mismo términos: «¡Si viera U. qué miedo me ha entrado desde que he visto la novela terminada! Todo me parece ahora en ella frío, desprovisto de interés, falto de calor, y hasta mal escrito» (15-3-1880). Con las últimas capillas de Pedro Sánchez (1883), vuelven a asaltarle dudas de la misma índole, esta vez acrecentadas por la peculiaridad de la obra: «Solo tengo que advertirle que por ser este hijo el que menos sale a la carta, y menos se parece a sus hermanos, me tiene con mucho cuidado su porvenir» (20-11-1883). Poco después, tras la favorable acogida de la crítica, escribe a Marañón entre atónito y alborozado: «Decididamente cayó de pie el tal Pedro Sánchez»(31-1-1884). Parece claro que Pereda no acierta a la hora de anticipar el valor de sus obras, pues, cuando más temores y reservas tiene sobre la conveniencia de publicitar esa obra, más éxito cultiva: «Lo que no tiene duda es que jamás he oído campaneo semejante, ni más unísono» (9-2-1884). Esa consabida inseguridad parece trocarse en confianza cuando va rematando Sotileza: «Cinco capítulos solamente me faltan ya. Pero son de órdago. Si me salen como yo los imagino, casi me atrevo a asegurar que esta vez he hecho algo regular, aunque la crítica del mundo entero sostenga lo contrario» (24-11-1884).

Tras dos años de silencio narrativo y casi forzado por la circunstancia de estrenar su nuevo despacho de Polanco, se pone de nuevo manos a la obra y, con La Montálvez, surgen otra vez las vacilaciones de siempre: «siento decirle que voy adquiriendo serios temores de que no pase todo ello de conatos infructuosos. Es mucha la torpeza de mi pluma, y extremado el desaliento con que miro el puñado de cuartillas mal escritas y lo largo y oscuro del camino que me resta hasta llegar con el fardo a las cajas de Tello […] Dios me es testigo de lo que me apesadumbra esta incapacidad obstinada a medida que se me va haciendo crónica» (16-10-1886). Cuando finaliza la redacción de la novela, su acostumbrada inseguridad es ya desconcierto, y deja en manos del público el veredicto final, entendiendo incluso que su satisfacción íntima con el texto pudiera ser criterio equivocado: «Lo que en sustancia valga, el público lo dirá: a mí no me ha dejado descontento del todo, el cual signo no es de los mejores» (29-10-1887). De hecho, ante el juicio favorable de Marañón tras recibir el manuscrito de La Montálvez en Madrid y la sospecha por Pereda de que lo haya leído «a saltos», le pide a su amigo y confidente que «tome toda la 2a. parte de casa de Tello y la lea de cabo a rabo, contándome en seguida la impresión que le deje la lectura. Ahí está el problema, para mí, de la obra, quiero decir del éxito de ella, bueno o malo» (15-11-1887), pues en esas páginas está el meollo de la novela y teme Pereda que «por mal tratado» pueda pasar inadvertido a los lectores. Días después, Pereda sospecha lo peor al no recibir noticias de Marañón (5-12-1887) y él mismo se apresta a dejar claro el sentido de su obra ante el silencio de su corresponsal: «No hay tesis en La Montálvez, sino lo que resulte de la exposición de un caso verosímil, y tomado, en lo fundamental, de la realidad de la vida de esas gentes; pero hay alarde de poder hacer algo que yo no había hecho todavía, y por lo cual me había preguntado la crítica varias veces: análisis y pasión» (29-12-1887). Esa es su «gran duda»: «y U. no me dice una palabra de este tercio de la novela donde está toda la carga del interés por el sentimiento, por lo dramático y por muchas cosas más, que son mi esperanza a la vez que mis temores» (29-12-1887). Poco después, con La Puchera, parece que esa inseguridad se disfraza de indiferencia: «¿Querrá U. creer que me tiene completamente descuidado su éxito? ¿Que tanto me da que salga pez como que salga rana? Pues es la pura verdad» (17-12-1888). Una vez más, la sorpresa favorable llega con las primeras ventas y resonancias tanto públicas como privadas: «veo que el libro no ha caído mal del todo en ese mercado» (28-1-1889).

Sin embargo, Pereda vuelve a las andadas de su incertidumbre cuando, tras el suicidio de su primogénito y gracias a una perseverante tenacidad, está a punto de terminar Peñas arriba. Es entonces cuando le pide a Marañón que no se haga eco por ahí de la esperada novedad para que las expectativas no queden defraudadas: «vuelvo a repetirle que no suelte muchas prendas sobre él [este libraco] para que sea menor el desencanto de los lectores que por curiosidad le adquieran» (1-12-1894). A punto de salir a la venta «el libro que ni siquiera es novela», los temores de Pereda ya no se refieren, en esta ocasión, al daño sobre su propia reputación narrativa: «Y bien sabe Dios que si deploro que el libro no sea bueno y el mejor de los que se pudieran escribir en lengua española, es únicamente por no poder eternizar en él el nombre querido a quien va dedicado» (26-12-1894). De nuevo con Peñas arriba, el olfato literario de Pereda parece equivocarse, dado el éxito rotundo desde las primeras cartas que recibe y los primeros artículos que se publican: «¡Lástima que no esté mi ánimo para saborear esta mi 2.a equivocación, como saboreó la otra, la de Pedro Sánchez, como recordará U.!» (5-2-1895). Entre los entusiastas, se encuentran Menéndez Pelayo y Clarín, que escribe a Pereda, «más que entusiasmado, loco; y contando con que no ha de decaer la obra en adelante, promete “contárselo a todo el mundo” en la primera revista literaria que publicará en El Imparcial» (5-2-1895). Esa misma distancia entre el criterio propio y el ajeno le acompañará en su siguiente y postrer aventura literaria, Pachín González: «En fin, quiera Dios que yo sea el equivocado, como lo fui un año ha, por ahora» (17-1-1896). De esa pesimista incertidumbre no le saca a Pereda el juicio favorable de los amigos tras la primicia de sus lecturas, pues argumenta que la pasión les roba el conocimiento y prefiere esperar que «los desapasionados hablen» (17-1-1896), pues incluso en la cima de su trayectoria narrativa padece la misma inseguridad de siempre: «la… quisicosa esa, la cual, “digan lo que quieran los termómetros”, me tiene un poco inquieto y desconfiado, a medida que se aproxima la hora de echarla a la calle. ¡Es tan poquito, tan poquito!... y tan…» (15-2-1896).

Aunque la dedicación de Pereda a su obra sea plena, en medio de esa principal ocupación, hay espacio en las cartas para otros asuntos literarios de su tiempo relacionados con amistades comunes. En las misivas se recrea la vida intelectual del Santander de la época y son numerosos los nombres de escritores y críticos, de relevancia regional o nacional, que recorren estas misivas y que son objeto de la atención, ayuda o reconvención de Pereda.

El caso de Menéndez Pelayo es especialmente notable: se conocen los trámites para la dispensa de la edad al joven Marcelino a fin de que pudiera concurrir a la oposición por la cátedra de Historia de la Literatura en la Universidad Central tras el fallecimiento de José Amador de los Ríos. Pereda lamenta las dificultades que tal trámite pueda encerrar por no ser «krausista» el candidato (9-4-1878) y se asiste, desde la distancia, a los ejercicios, pues Pereda encarga a Marañón «sus crónicas de la oposición» (28-10-78), que se convierten en «un acta completa y magistral del suceso» (2-11-1878) leída en alto entre la parroquia santanderina reunida en la librería de Mazón que espera el triunfo de su «héroe». La elección de un precoz Marcelino en la Real Academia Española (15-12-1880) origina pejigueras administrativas que Marañón debe ir resolviendo hasta la redacción del discurso en tres días (30-12-1880) y finalmente su ingreso, que fue «una verdadera solemnidad» (10-3-1881). Al año siguiente, igual brillantez acompañó al sabio santanderino en su elección (27-6-1882) y posterior ingreso en la Real Academia de la Historia (13-6-1883).

Galdós es otro de los nombres recurrentes. A propósito de La familia de León Roch (1878), lamenta Pereda el talento malgastado del escritor canario en novelas que juzga reiterativas: «esta es la quinta o sexta reproducción del mismo sabio incrédulo y de la propia fam[ili]a ridículamente católica, y de los propios altercados sobre el mismísimo tema. ¡Qué lástima de talento!» (24-12-1878). Escaldado por las malas críticas recibidas, Galdós anuncia a Pereda que en su próxima novela no mencionará la religión (15-3-1879). Varias cartas a finales de 1879 y comienzos de 1880 revelan un trato frecuente entre ambos escritores en Santander y la relación se ahonda hasta el punto de realizar juntos un viaje a Portugal (3-4-1885). La derrota de Galdós en su primera candidatura a la Española en favor de Commelerán hace exclamar a Pereda: «¡Qué miserias!» (17-12-1888). Su consideración de Galdós como «maestro» (15-4-1889) contrasta con su escaso aprecio por la obra de Emilia Pardo Bazán, con la que sostendrá una polémica en la prensa con cruce de artículos a propósito de la publicación de Nubes de estío (18 y 25-2-1891). Precisamente, tras la fallida incursión de Galdós en el teatro y tras años de padecer él mismo la indiferencia o la impertinencia de la crítica, Pereda aprovecha para cargar contra ella: «es llegado ya el momento de dar la batalla a latigazo seco a esa turba de criticastros petulantes que ejercen en la prensa la dictadura más abominable, y hasta me glorío de haber roto los fuegos contra ellos en aquel capítulo de Nubes que tanto dio que escribir, a la Pardo inclusive» (10-1-1895). Y es que la opinión de Pereda sobre la crítica va haciéndose cada vez más amarga con el paso de sus obras, pues poco o nada espera de ella, «más que nuevos desengaños, o una limosna desde la altura de su desdén olímpico» (12-1-1895).

Entre los renglones de las cartas, aparecen elogios a La cigarra de Ortega Munilla (15-5-1879), a los Heterodoxos de Menéndez Pelayo —«Ha quedado bien; pero he visto un ejemplar en papel de luto, y mete miedo su volumen» (23-3-1880)— o referencia a las Humoradas de Campoamor (2-7-1886). En un fragmento de carta sin fecha precisa, exclama tras haber leído el primer tomo de La Regenta: «Pero ¡cuánta gracia y cuánto ingenio hay derrochados, y cuánta observación, en aquel desaliñado museo de cuadros de malas costumbres! […] pero así y todo, si Clarín se formaliza algo más en el tomo que falta, puede la novela llegar a ser cosa buena, por lo que toca al arte».

A principios de 1896, salta un asunto que va a ocupar de forma preferente el resto de las misivas de ese año: la vacante de la Real Academia Española ofrecida a Pereda «con que me sorprendió Marcelino» (11-2-1896) y la reglamentaria residencia de Pereda en Madrid para hacer efectiva la elección (15-2-1896), asunto que también recaerá sobre los hombros de Marañón: «vaya viendo cómo deben temblarle las carnes en cuanto a mí me sucede algo. Al fin y a la postre, siempre es U. quien paga los vidrios que yo rompo» (15-2-1896). En el plazo de quince días, Marañón habrá de buscar un domicilio en Madrid para Pereda —«Esta es la tostada con que yo le amenacé a U. Ya la tiene encima» (18-2-1896)—, alquilarlo «por dos o tres meses» y justificarlo en unos sueltos de periódico «por prescripción facultativa» para que no salte la liebre: «Poco para que no se sospeche, y expresivo para que halle la Academia la disculpa que necesita» (18-2-1896). El epistolario se cierra con la carta del 18 de marzo de 1897 en que parece celebrarse el ingreso de Pereda en la Española el 21 de febrero anterior.

Toda una intensa dedicación a la literatura en medio de los avatares de la vida.

El segundo de los grandes núcleos temáticos del epistolario es la familia de ambos corresponsales. Las cartas van teniendo al tanto de las novedades de familares y famulares, desde obras en casa y enfermedades de las nodrizas (16-7-1879 y 29-10-1879; 7-2-1882) a cambios de domicilio (1-12-1879; 4-10-1884).

Un espacio importante ocupan las nuevas y parabienes por el nacimiento y la formación de los hijos: de su cuarto hijo, Salvador, Pereda da noticia, incluso con la hora exacta del parto, en nota del 25 de diciembre de 1878 añadida a la misiva del día anterior (24-12-1878).

Ante la nueva del primer embarazo de Carmen Posadillo, mujer de Marañón, Pereda le previene del desorden laboral que ello acarreará: «Lo mejor del día se me va a mí en defenderme del vandalismo implacable de mis diablejos; y la verdad es que no estoy a gusto ni los juzgo sanos las pocas veces que tienen formalidad» (27-6-1882). Ante el nacimiento de José María, el segundo hijo de Marañón, aunque «hubieran preferido una servidora» (16-7-1885), Pereda le agradece «el sentimiento que los ha movido a unir mi recuerdo al nombre de pila del chiquitín» (4-10-1885). Aunque las esposas mantengan correspondencia propia entre sí, Pereda pregunta asiduamente por la salud de Carmen Posadillo (1-3-1886) y envía saludos afectuosos de parte de Diodora de la Revilla. Realmente, es Pereda un hombre familiar que está al tanto de todo lo que ocurre en su casa, que se preocupa sobremanera por su mujer y sus hijos: «esta vida es un perpetuo suplicio para cuantos tenemos corazón para amar y para sentir» (6-5-1886). Seguirá insistiendo en ello cuando son los hijos de Marañón —a los que se refiere como «la revoltosa menudencia» (12-11-1889)— los que pasan por «la dureza y crueldad de esos temporales», pero le insufla confianza, pues todo desaparecerá cuando los niños crezcan: «Entre tanto, se sufre lo indecible y no hay hora con sosiego; pero son frutos naturales de la vida del hombre bueno, y no hay otro recurso que el de la paciencia» (11-4-1890).

Entre tales «suplicios», está, principalmente, el estado de salud de los hijos de Pereda y demás parentela: una «primita» suya (4-8-1884), la tos ferina que sus hijos padecieron durante un viaje suyo a Portugal (6-5-1885), la enfermedad de su hermano Manuel, que le desbarata los planes del verano (6-7-1885), epidemias de cólera que recorren España (10-9 y 4-10-1885), una grave congestión pulmonar de su hijo Vicente al tiempo que entrega la cubierta del quinto tomo de sus obras completas (26-12-1885), la difteria de su hijo Salvador, que mejoró con «pedacitos de hielo» que el niño «chupaba sin cesar», lo que supuso para Pereda «una de las semanas más horrendas que he pasado en la vida» (6-5-1886), o una pulmonía de su tía Dolores Revilla (17-12-1888). El rimero de enfermedades es largo y variado: la «calenturilla, originada por indigestión» de su hija María (30-12-1886) que resultó ser sarampión «franco y bueno» (1-1-1887) y terminó contagiando a sus otros cuatro hijos; la gastralgia de su hijo Tomás (14-11-1888). E così via.

Más señalado es todo lo relativo a la tartamudez de su primogénito Juan Manuel, cuyo tratamiento por parte del doctor francés Chervin durante un curso en Madrid procurará Pereda (1, 7 y 8-4-1891). Años antes, entre diciembre de 1888 y enero de 1889, Marañón ejerció de «mentor» y anfitrión en Madrid del primogénito de Pereda, un joven retraído por ese «defecto de lengua» al que el padre no había organizado visitas precisamente por su inseguridad social, con la excepción de los «auxiliares de su padre»: las casas de Ruiz Amado y Galdós, la imprenta de Tello y la librería de Suárez (17-12-1888 y 17-1-1889). A partir de esa estancia en Madrid de Juan Manuel Pereda en la casa de Manuel Marañón, los recuerdos y referencias en las cartas de su padre son constantes durante los meses posteriores, siempre encareciendo el cariño y la gratitud que el joven siente por quienes paternalmente lo acogieron en la capital.

La relación entre ambas familias es realmente profunda y cariñosa, con el envío frecuente de fotografías cruzadas; Galdós aparece como portador a Santander de imágenes de la familia Marañón para los Pereda (28-7-1886; 7-2-1888; 6-4-1888). Incluso en circunstancias dolorosas, como tras el suicidio de su hijo Juan Manuel, Pereda le pide a Marañón una fotografía de las niñas mayores para Navidad y tratará él de corresponder con una foto de «lo que me queda de aquella falange de hijos en cuyo grupo tanto me recreaba, y ahora me da tanto miedo» (22-11-1894).

Asimismo, la preocupación de Pereda por la salud de los Marañón es continua, no solo por la de su amigo y corresponsal, a quien solicita en repetidas cartas que descanse de las ocupaciones de Madrid y se reponga en «la tierruca», sino también por la de toda su familia. Se ve a Pereda interesarse por cuestiones menores como una ronquera de Carmen Posadillo (6-6-1885) o un andancio de sarampión en casa de los Marañón (7-2-1889). Con su experiencia, Pereda tranquiliza a su amigo siempre temeroso de que sus hijos enfermen de tos ferina o, en el peor de los casos, de difteria (17-1-1887), «el negro fantasma de la difteria que le persigue a U. despierto y soñando» (1-4-1890).

Tras noticias sobre la salud del niño José María Marañón (16-2-1890), las cartas se interrumpen entre abril y diciembre de ese mismo año, en que, el 31 de diciembre, una carta incompleta traslada a Marañón todo el pesar de la familia Pereda por el fallecimiento en el mes de noviembre anterior de Carmen Posadillo tras el alumbramiento del hijo Javier, del que Pereda fue padrino de bautismo (31-12-1890).

Es frecuente la presencia en las cartas de la enfermedad y muerte de familiares como el tío de su mujer (9-4-1879), su suegro (3 y 10-2-1880), su hermana Gertrudis (13-6-1883), su suegra (12-6-1889) —fallecida finalmente en diciembre de ese mismo año—, su hermano Manuel (31-12-1889), su cuñado Inocencio (16-2-1890)... Tras el pésame por la muerte de Luis (hermano gemelo de Gregorio) con un año y medio de edad (28-10-1888), Pereda dice sentir en cada muerte de familiar la misma sucesión «de zozobras y de angustias» que con el lanzamiento de cada novela suya: «no se alarme, porque pasará también, como me han pasado a mí temporadas de esa especie, en cada hijo o herm[an]º o padre perdido, y en cada libro despachado» (10-11-1888).

Las atenciones de Pereda a su esposa Diodora de la Revilla se coronan con la complicada gestión de un regalo especial: un abanico de lujo con «autógrafos del Estado mayor de las letras patrias» (26-12-1885): Tamayo y Baus, Campoamor, Aureliano Fernández Guerra, Pedro A. de Alarcón, Nuñez de Arce, Sellés, Menéndez Pelayo, Galdós y Castro y Serrano. El encargo, la recopilación de los autógrafos, así como la estructura y unas iniciales brillantes del nombre y primer apellido de su esposa es un asunto recurrente a lo largo de 1886 (5-4-1886; 28-7-1886), hasta que finalmente se remata el cometido de la forma más satisfactoria (27-8-1886).

Marañón es, en todo y para todo, el intermediario perfecto entre Pereda y Madrid, especialmente con sus dos extensiones editoriales en la capital: el impresor Tello y el librero Suárez. El escritor cántabro considera a Marañón respecto de sus libros «un padrino a quien deben esos hijos míos tanto como a su padre» (1-3-1880); «corredor de un género que, por las trazas, goza poco crédito en ese comercio de libros» (27-11-1880); un agente incluso para la única otra impresa en Barcelona: «No por editarse allí por cuenta ajena deja de necesitar ese hijo mío un padrino en Madrid» (7-2-1882).

Cuando, en las circunstancias más trágicas, Pereda piensa haber perdido el apoyo de Marañón y comprueba que no es así, su alivio es grande al saber que contará con la extensión y apoyo de su amigo en Madrid para su nueva obra, Peñas arriba: «Ahora ya no me parece el libro tan desdichado. Nació de mala manera parte de él; le puso término una gran desventura y por otra tenía yo la falta del amparo de U. para ese montón de cuartillas que están en la imprenta, y las que irán si logro los intentos de que le he hablado, con ese recurso heroico» (6-11-1894). Pereda identifica a Marañón como «representante mío en esa plaza […] mi alter ego, mi otro yo en ese asunto y en todos los asuntos imaginables» (5-2-1895).