De tal palo, tal astilla - José María de Pereda - E-Book

De tal palo, tal astilla E-Book

José María de Pereda

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Beschreibung

Si no fuera por ese privilegio maravilloso y descomunal que se ha otorgado á los novelistas para descubrir lo más recóndito, leer lo que aún no está escrito, y hasta hablar de lo que no entienden una jota, apuradillo me viera yo en este instante para describir el lugar de la escena con que doy comienzo á la presente historia. Tan obscura es la noche, tan deshecha la tempestad, tan profunda y angosta la hoz en cuyo esófago mismo hemos de penetrar para ver lo que allí pasa.
Cierto que, siguiendo los procedimientos de muy acreditadas escuelas, alguien en mi caso intentara un esfuerzo de inducción, aplicando ora el oído, ora las narices, ora las manos, allí donde los ojos son inútiles por la intensidad de las tinieblas; y anotando este rumor y aquel estruendo, cierto tufillo de sótano ó de ortigas ó de musgo; tal cual aroma de poleos y zarzamora, y haciendo con todo este acopio una discreta y erudita excursión por los campos de la geología, de la química orgánica, de la física experimental y hasta por la Ley de aprovechamiento de aguas, llegara á darnos, no ya las partes componentes del misterio, sino su panorama en realce, con su flora y su fauna correspondientes. Yo admiro tan ingeniosa sapiencia; pero sin rubor declaro que no la poseo, y que, por ende, no intento salir del apuro valiéndome de tales procedimientos. Lo mismo fuera meterme con los ojos cerrados entre el fragor de un terremoto.

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OBRAS COMPLETAS

DE

D. JOSÉ M. DE PEREDA

de la Real Academia Española

Tomo IV

DE TAL PALO, TAL ASTILLA

1901

© 2023 Librorium Editions

ISBN : 9782383838593

AL PÍO LECTOR

T

e ofrecíun año há, en la cubierta deDon Gonzalo González de la Gonzalera, ciertosEsbozos y Rasguñosque, á la sazón, preparaba para la imprenta. Pero es el caso que, andando en esos preparativos, asaltóme la idea de una obra algo más seria y de mi gusto; y dejando lo que traía entre manos, púseme á escribirla, temeroso de que la idea se me escapara con la misma facilidad con que se me había entrado por las mientes. El pobre fruto de esa mal cultivada semilla, es este libro que hoy te ofrezco. Recíbele con la benevolencia de que te son deudores sus hermanos, y sirva de contrapeso á sus muchas faltas el noble fin con que le dió al mundo este torpe ingenio mío.

Presumo y doy por hecho que, no bien se le ponga la vista encima, lo del realismo de toda su casta ha de volver á relucir; y á este propósito, y por si reluce, y aunque no reluzca, quiero que valga y se tome en cuenta una declaración que voy á hacerte, con todo el respeto y toda la gratitud que te debo:

En Dios y en mi ánima te juro que ya no sé lo que es realismo en las obras del ingenio, desde que tanto se zarandea la palabra entre las plumas de la crítica. Si por realismo se entiende la afición á presentar en el libro pasiones y caracteres humanos y cuadros de la naturaleza, dentro del decoro del arte, realista soy, y á mucha honra lo tengo; pero si con tal calificativo se me quiere filiar, como ya se ha hecho, y hasta en son de alabanza, bajo las banderas, triunfantes hoy ultra-montes, de un naturalismo hediondo que pinta al desnudo los estragos del alcohol, la inmundicia de los lavaderos y las obscenidades de las mancebías, protesto contra la injuria que de tal modo se me infiere. Hay, sin embargo, quien ha visto poesía y belleza en el fondo de esas letrinas de la literatura. ¿Qué no serán capaces de ver ciertos linces de la crítica!

No niego que las hayan visto; pero desde luégo renuncio á la gloria de ser poeta de semejante linaje. En cambio, quiero reivindicar para mí la muy escasa que me pertenezca por haber venido al campo del arte mucho antes que todo eso, tal como ahora soy y sin otra filiación ni otra escuela que mi peculiarísima complexión literaria.

En cuanto á losEsbozos y Rasguños, que vuelvo á ofrecerte hoy, cuéntalos entre tus manos á la hora menos pensada, si no lo impide, y mucho me temo que lo impida, algún otro pensamiento que, de improviso, me asalte las puertas del magín.

De todas maneras ¡y mira si soy honradote! no des largas á la curiosidad; pues éste mi propósito de ir echando la obra al último rincón de la casa, te hará entender bien claro lo poco que perderás en no llegar á conocerla en todos los días de tu vida. Esto te consuele y Dios te valga; lo cual no se opone á que compres el libro de que íbamos hablando, y da comienzo en la página que sigue á éstas que te consagra, en señal de cortesía, su agradecido autor

José M. de Pereda.

I

PATETA

S

i no fuera por ese privilegio maravilloso y descomunal que se ha otorgado á los novelistas para descubrir lo más recóndito, leer lo que aún no está escrito, y hasta hablar de lo que no entienden una jota, apuradillo me viera yo en este instante para describir el lugar de la escena con que doy comienzo á la presente historia. Tan obscura es la noche, tan deshecha la tempestad, tan profunda y angosta la hoz en cuyo esófago mismo hemos de penetrar para ver lo que allí pasa.

Cierto que, siguiendo los procedimientos de muy acreditadas escuelas, alguien en mi caso intentara un esfuerzo de inducción, aplicando ora el oído, ora las narices, ora las manos, allí donde los ojos son inútiles por la intensidad de las tinieblas; y anotando este rumor y aquel estruendo, cierto tufillo de sótano ó de ortigas ó de musgo; tal cual aroma de poleos y zarzamora, y haciendo con todo este acopio una discreta y erudita excursión por los campos de la geología, de la química orgánica, de la física experimental y hasta por la Ley de aprovechamiento de aguas, llegara á darnos, no ya las partes componentes del misterio, sino su panorama en realce, con su flora y su fauna correspondientes. Yo admiro tan ingeniosa sapiencia; pero sin rubor declaro que no la poseo, y que, por ende, no intento salir del apuro valiéndome de tales procedimientos. Lo mismo fuera meterme con los ojos cerrados entre el fragor de un terremoto.

Novelista, aunque indigno, al privilegio me agarro, y amparado con él, allá va en cuatro palabras la descripción del cuadro, como si viéndole estuviera á la luz del mediodía.

Presupuesto que el lector sabe lo que es una hoz, repítole que la de mi cuento es muy angosta, lo que es causa de que el río tenga poco espacio en qué tenderse, y de que se estire y se retuerza en su afán de salir cuanto antes á terreno despejado. Álzanse los dos taludes de las montañas casi á pico; circunstancia que no les impide estar bien revestidos de césped y jarales, y muy poblados de robles, alisos y abedules; ¡y es de ver cómo estos árboles se agarran á las laderas para tenerse derechos, y alargan sus copas á porfía para recoger al paso los pocos rayos del sol que se atreven á colarse por aquella rendija!

El áspero graznido de la ronzuella; el grito lamentoso del cárabo solitario; el susurro de la brisa entre el follaje, y el sordo murmurar del río oculto en las asperezas de su cauce, son de ordinario los únicos ruidos de aquella soledad melancólica y bravía. Los caminantes que la atraviesan á lo largo, oyen el son de sus cantares repercutido en los repliegues de los taludes; y hasta un suspiro halla en ocasiones eco misterioso que le repita y le propague. Nada más tranquilo que aquella naturaleza lóbrega y meditabunda. ¡La calma de los volcanes!

Juzgue el lector si la comparación viene á pelo, acercándose conmigo á la embocadura de la barraca en la noche en que comienza este verídico relato.

El río, impetuoso y embravecido por la lluvia torrencial que cae hace dos horas, no cabe en su estrecho cauce, y muge espumoso, y salta y se despeña, y se lleva por delante árboles y terreros, con sus aguas desbordadas, que garras parecen con que trata de asirse á lo que encuentra al paso, asustado de su vertiginosa rapidez. En tanto, el huracán, oprimido entre los muros de tan estrecha y retorcida cárcel, silba y brama haciendo á ratos enmudecer al río; y troncos poderosos, y débiles arbustos, y rastreros matorrales, se inclinan á su paso, dejando oir sobre sus copas desgreñadas, al herirlas el pedrisco, el estridente machaqueo de una lluvia de perdigones sobre láminas de acero. Por imposible se tuviera que sobre estos ruidos juntos llegara á descollar otro más fuerte; y, sin embargo, cosa de juego parecen cuando, muy de continuo, retumba el estallido del trueno, y crece y se multiplica de cueva en cueva y de peñasco en peñasco. Entonces, al iluminar los relámpagos el temeroso paisaje, los robustos árboles adquieren formas monstruosas. Diríase, al verlos tocar el suelo con sus ramas, y enderezarse luego entre los cien caprichos de la sombra, que son gigantes empeñados en cruenta batalla, y que, en grupos desordenados y tumultuosos, riñen y se abofetean, se insultan y se enardecen con la tremenda voz de la tempestad deshecha.

Á los habitantes de las tierras llanas les es muy difícil formarse una idea de estos furores que aparecen, estallan y se disipan en dos horas. Los mismos montañeses de los valles abiertos se dan escasa cuenta de la facilidad con que se desborda un río entre dos montañas de rápidas vertientes, y de cómo retumban allí los truenos, y brama el viento mismo que en sus praderas y cajigales pasa sin causar el menor estrago.

Quiero decir que no son peras de á libra en la Montaña espectáculos como el que voy describiendo, sobre todo en verano; y por ende, que no crea el lector que este modo de comenzar un libro implica la necesidad de que corresponda la magnitud de la escena á la grandiosidad del escenario. Y así es, en efecto. Todo lo que tengo que decirle, después de lo que le he ponderado lo temeroso de la tempestad, es que mientras duró su mayor furia, á menos de la mitad de la hoz, en el angosto sendero que serpentea á algunas varas sobre el río, en la vertiente de la izquierda, dos hombres, uno á pie y otro á caballo, permanecían agazapados y al abrigo de un espeso matorral. Habían entrado en la hoz al estallar los primeros truenos; y como este camino puede recorrerse en media hora, andando sin tropiezo, pensaron salir á la otra parte antes de que se desencadenase la tempestad. Pero ésta traía más andar de lo que parecía. Comenzó á arreciar el viento; la lluvia les azotaba el rostro, y el sendero, no obstante la luz de un farolillo que llevaba el de á pie, iba haciéndose intransitable por momentos. Desde lo alto de los taludes y donde quiera que éstos formaban un pliegue, descendían rápidas y bramadoras cascadas, arrastrando con el agua tierras y pedruscos que interceptaban el camino, cuando no se llevaban por delante el pedazo correspondiente. Con el fragor de la tormenta, no se dejaban oir del caballero las advertencias del hombre de á pie, más práctico que aquél en el camino que seguían, cada vez más resbaladizo y peligroso. Era urgentísimo aprovechar el tiempo, porque los riesgos de muerte iban creciendo por instantes. Á falta de palabras, con señas expresivas excitaba el hombre del farol al caballero á que le siguiera á buen andar; en lo que no siempre era obedecido, porque la cabalgadura harto tenía que hacer con pisar en firme y defenderse de la cellisca metiendo la cabeza entre los brazos. Así caminaron durante media hora, hasta que habiendo llegado á un sitio en que una peña coronada de malezas formaba una media gruta, se arrimaron á ella entrambos caminantes. Estaban abrigados del viento, ya que no por completo de la lluvia.

Comenzó el espolique por poner en el suelo el farol; y el garrote que llevaba en la otra mano, arrimado á la peña. Después se quitó el chambergo; le volvió las alas al revés; le retorció entre sus manos para que soltara el agua que había empapado, y, por último, le golpeó contra las asperezas del peñasco. Con la chaqueta hizo otro tanto; y quizás hubiera sometido los pantalones al mismo procedimiento, si el lodo con que estaban revocadas las perneras le hubiera dejado por dónde agarrarlas para desprenderse de ellos.

Mientras esto hacía el de á pie, el río seguía mugiendo, el viento rebramando, el agua cayendo, aunque no en tanta copia como antes, los truenos en todo su furor; y el caballero, sin apearse, envuelto en su capotón impermeable, que le cubría de pies á cabeza, inmóvil y negro como su cabalgadura, asemejábase á una estatua esculpida en carbón de piedra. En el relativo sosiego y bienestar que disfrutaba, tal vez se entretenía en meditar sobre lo que seguramente no se le había ocurrido mientras necesitó todas las potencias de su alma para salir del atolladero del mejor modo posible. Es casi seguro que jamás se había visto á sí propio tan diminuto y miserable. Sin contar el rayo, ni el viento furioso, ni el río desbordado, que podían pulverizarle, arrastrarle como á una pluma, ó sorberle como á una sabandija, la menor cosa de las que había sobre su cabeza y tuviera el capricho de dejarse rodar montaña abajo, podía sepultarle en un segundo, ó hacerle una tortilla, sin que sus quejas ni sus esfuerzos valieran más que el débil pataleo de la hormiga con que no se preocupa la humana soberbia cuando las aplasta á centenares con el pie. Es seguro que no iban por este lado las meditaciones del espolique. Hombre más rudo que el otro y más avezado á tales aventuras, sólo se ocupaba de tiempo en tiempo en sacudirse el agua de encima, como perro de lanas al salir del río, y en estudiar en el cielo el curso de la tempestad. Cuando estallaba el trueno movía mucho los labios, señal de que rezaba, mirando de reojo á su acompañado, que parecía no conmoverse con nada. Toda conversación era imposible allí: la angostura de la hoz estaba llena de los ruidos de la naturaleza; y aun andaban tan apretados y revueltos, que hasta las montañas temblaban y se estremecían no pudiendo echarse más atrás. No quedaba el menor espacio para la débil vocecilla del hombre.

Así transcurrió cerca de una hora. Entonces cesó la lluvia por completo; el viento llegó á ser hasta tolerable; agotáronse las cascadas de las laderas por secarse la fuente que las producía, y los truenos se hicieron más raros, aunque no menos fuertes.

Observólo el espolique, y dijo, mirando al de á caballo:

—¿Andando?

—Cuando quieras —respondió éste, que no deseaba otra cosa.

Y los dos tomaron el sendero agua arriba, delante el espolique, y siguiéndole á muy corta distancia el caballero.

—¡Vaya una noche de perros! —dijo éste—. Y ¿no había mejor camino que el que traemos para ir adonde vamos?

—Por todas partes se va á Roma, como dijo el otro —respondió el espolique—: todo el aquel está en ir por derecho ó en arrodear medio mundo. Tocante á lo presente, entre el valle de usté y el mío no hay otro paso que el de esta hoz.

—¡Parece que el huracán nos estaba aguardando en ella!

—Era de esperar, señor, según la nube que había y lo caliente del aguacero cuando salimos de Perojales... Pero ya se va pasando, gracias á Dios.

—Me alegro por el miedo que llevas.

—¡Caráspitis!... ¡miedo yo?... Respeto, podrá que sí, porque siempre se le tengo á Dios, y mayormente cuando se enfada como esta noche... ¡pero miedo!...

—¿De manera que tú crees que todo el estrépito que nos envuelve es efecto de la cólera divina?

—¿Será usté capaz de no creerlo así?

—Por consiguiente, no estarás muy seguro de que, como pecador, no te parta un rayo...

—Como cada hijo de vecino, señor. Pero como para estos casos está en el cielo Santa Bárbara, la rezo una oración que yo sé; y hala que te vas... porque, según dice un libro que yo leí cuando andaba en escuelas menores, «para la ira de Dios no hay castillo fuerte;» y si el enfado es conmigo, el rayo me ha de partir, métame donde me meta.

—Entonces, ¿para qué Santa Bárbara?

—Hombre... porque nunca está de más.

—Me gusta esa conformidad.

—Pues mire usté, señor: que valga, que no valga, con ella me arreglo tan guapamente para andar por estos senderos y otros amejaos, de día y de noche, sin temor de cosa alguna... Y eso que dicen lenguas que si estos temporales los traen conjuros que se hacen á gentes con sus mases y sus menos de demoniura, y que si estos truenos y pedriscos son los mengues que ajuyen del hisopo del señor cura cuando lee los Evangelios...

—¿Todo eso dicen?

—Como usté lo oye... Pero yo, ni por esas... Mucho cuidado ahora, señor, que estamos en un mal paso: aquí mesmamente, onde tengo el pie... Hay más de veinte varas á plomo hasta el río... Venga el ramal del freno... Poco á poco... poco á poco... ¡Ajajá! ¡ya estamos en seguro!... Á bien que la caballería, aunque no es muy jampuda, es firme de pie... Pues, como iba diciendo, que vengan rayos y centellas; porque mientras yo me agarre á ésta... ¿La ve usté bien?

Y al hablar así el de á pie, vuelto hacia el de á caballo, le mostraba una cruz formada con el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras con la izquierda arrimaba el farol á ella.

—¿La ve usté bien? —insistió.

—Perfectamente, amigo —respondió el otro sonriéndose, como si penetrase la intención del espolique.

—Pues ahora —concluyó éste—, que vengan... ¡Santa Bárbara bendita!

Hizo esta invocación el buen hombre tapándose los ojos con la mano, porque hubiera jurado que las llamas sulfúreas del averno brotaban de las aguas del río y por todas las hendeduras de las peñas, y que los montes se desplomaban sobre su cabeza. No se había oído en toda la noche trueno más horrísono, ni se había visto relámpago más deslumbrador, ni intervalo más breve entre uno y otro. Al choque de aquella tremenda descarga, rodó un peñasco hasta el río desde la cumbre del monte del otro lado. Hízoselo observar el caballero al de á pie, y le dijo en son de broma, aunque no sin emoción:

—Resueltamente no van con nosotros estos furores celestiales.

—¡Caráspitis, qué chanzas gasta usté en cosas tan serias!

—Pues mira, te declaro, con toda ingenuidad, que estoy deseando salir cuanto antes de estas peligrosas estrecheces.

—Vamos, eso quiere decir que algo se teme.

—Figúrate que en lugar de herir el rayo á ese peñasco que ha rodado enfrente, le da la gana de desgajar uno de los que hay sobre nosotros... y ayúdame á sentir.

—Eso hubiera jurado yo que sucedía, señor... ¡Válgame Santa Bárbara bendita, qué noche!... Le digo á usté que otra como ésta no ví jamás. Ni aunque se hubiera desatado en la hoz el mismo P...

Y tapóse la boca el hombre, sin pronunciar la palabra por entero. Sonrióse el de á caballo, y dijo:

—Pateta quisiste decir.

—No niego la verdad, señor.

—Y temiste que yo me ofendiera.

—Relative á ese caso... no sé qué decirle.

—Ya sé que me llamáis así.

—¡No es poco saber, que digamos!

—Á no ser sordo...

—Pues vaya todo por el amor de Dios.

—¿Y cómo te llamas tú?

—Pusiéronme por nombre Judas, con perdón de usté; pero hablándole con franqueza, Macabeo me llaman las gentes, y por Macabeo respondo, porque no hay injuria en ello.

—Me parece bien. Pues tampoco yo me ofendo de que me llaméis Pateta: antes me hace gracia.

—¡Yo lo creo! —exclamó el espolique, con tal acento de ingenuidad, que hizo soltar la carcajada al caballero.

Quedóse un instante perplejo Macabeo, y añadió:

—No veo esa risa muy al símilis de la cosa.

—Con franqueza, Macabeo, y como si te confesaras conmigo: á tí se te viene figurando desde que salimos de casa, y, sobre todo, desde que andamos por la hoz, que á la hora menos pensada me ves escapar monte arriba convertido en nubarrón de azufre.

Ignoro hasta qué punto sería acertada esta suposición del de á caballo; pero me consta que á escondidas de él hizo Macabeo la señal de la cruz, y se encomendó por lo bajo á Santa Bárbara. Después replicó:

—Eso es ya mucho suponer, señor.

—Pues mira, es una suposición que te honra más de lo que te figuras.

—No veo el ite de esa honra.

—Yo haré que le veas. Hay dos cosas, amigo Macabeo en el trance en que nos hallamos, que me causan mucho asombro. Es la primera el que se me haya buscado para ir adonde vamos; y la segunda, que tú, con el juicio que tienes formado de mí, te hayas atrevido á llevarme el recado y acompañarme en noche tan infernal por sitios como éste. Pensando como tú piensas, ¿te parece que se necesita poco valor para hacer lo que estás haciendo?

—Yo no hago más que cumplir con mi deber, señor, y se estima la alabanza. Pero aunque usté no se equivocara en el pensar de mí como piensa... y cuente que se equivoca en más de dos tercios, ya le tengo dicho que en agarrándome yo á ésta...

Y volvió el espolique á formar la cruz con los dedos y á mostrársela al de á caballo, iluminada por la mortecina luz del farol.

—No te canses, Macabeo —díjole el otro sonriendo—, que no estornudo aunque me enseñes las cruces á puñados.

—Pues téngase firme —replicó Macabeo deteniéndose de pronto y casi arrastrando el farol por el camino—, que sin cruces ni conjuros puede usté irse por este derrumbadero abajo. ¡Pues dígote que se ha llevado el agua medio sendero!... ¡Y que no hay altura que digamos!... Por aquí mesmamente se esborregó el otro mes la jata de la mi vecina... Ni el cuero se aprovechó, que como criba se puso antes de llegar al río... Échese lo más que pueda hacia el ribazo... Así... Fortuna que hay farol, y el viento no alcanza aquí, que si no, no es el hijo de mi padre el que le deja pasar sin apearse.

—Pero ¿cuándo se acaba este camino de cabras? —preguntó el caballero después de salvar el mal paso.

—Poco nos queda ya de él, señor. Salvo tropiezo que no es de esperar, en diez minutos llegamos á la salida. Después tomamos á la derecha; luégo la carreruca de un can, y aticuenta que estamos en casa.

—Nunca tan larga como esta noche me ha parecido la hoz.

—Es motivao á la nube, créalo usté, y á la espera que tuvimos detrás de la peña. Pero, gracias á Dios, el trueno ya está lejos, el viento calmándose, y de agua, ni pizca.

—Ocasión de perlas, amigo Macabeo, para que me cuentes cómo se obró el milagro de que esas almas piadosas se acordaran de este pecador impenitente, que diez años hace no se trata más que con su sombra y su conciencia.

—¡Qué milagro ni qué caráspitis, hombre! —repuso Macabeo sin dejar el trotecillo que llevaba delante del jamelgo—. La cosa vino rodando por sí mesma. Es la pura verdá, y no se ofenda: que de usté se digan haches ó erres, como de cada hijo de vecino, ó un poco más si á mano viene, no quita que al hombre de saber se le tenga en lo que vale. El caso apuraba, créalo usté... El otro, aquí que naide nos oye, y esto no sea para ofenderle, á mi modo de ver no sabe andar más que en un carril... Allá tiene su aquel treinta años hace, y lo mesmo lo arrima al hígado que al bazo. Para mí, salvo mejor pensar, no sabe jota de los libros que andan hoy.

—¿Y quién os ha dicho que yo sepa más? —preguntó el encapuchado.

—Voces que han corrido desde que usté bajó á estas tierras.

—No será por los milagros que he hecho en ellas.

—Séase por lo que fuere —continuó Macabeo sin dejar de saltar de morrillo en morrillo, buscando lo menos blando y escurridizo de la senda—, la cosa es cierta, según personas que lo entienden; y digo que, en lo tocante al otro, hubo quien pensó como le estipulo; y como no faltó quien otorgara, díjose en postre y finiquito: «hágase el milagro, y hágale el diablo.» Entonces la señorita doña Águeda... Créalo usté, señor, veinte años tiene escasos, y más de cuarenta se le echaran de estudios, por lo mucho que sabe... Le aseguro á usté que es el remo de aquella casa... Digo que cogió la pluma; y llorando á lágrima viva, porque la infeliz tiene los cinco sentidos puestos en su madre, y lleva ocho días sin desnudarse, ras, ras, escribió la carta que yo entregué á usté en sus manos propias.

—Discreta era la tal carta, y bien sentida.

—¡Le digo á usté que lo hace de perlas, caráspitis! Pues la emperejiló en un santiamén... El miedo de la venturada era que usté dijera que nones.

—Pues mira tú si he sido afortunado la única vez que en diez años no lo he dicho. Ahora, sea usted bueno y caritativo. ¿Qué te parece á tí, Macabeo?

—¡Caráspitis, que no dice usté lo que siente! El mal te pese, que el bien nunca estorba á los ojos de Dios. Con más ó menos recua, arrieros somos todos, que en el mundo nos encontramos; y el bien que aquí se nos cae de la mano porque no nos hace falta, á lo mejor florece donde nos viene de perlas... Pues á lo que le iba, y usté perdone. Escrita la carta, faltaba traérsela á usté. Los buenos andadores no abundan en el pueblo; la nube asomaba por la cumbre de los Milanos... ¡mala señal! el trueno no podía faltar; la noche había cerrado... Pero ¡qué caráspitis! los hombres son para las ocasiones: soy de buen andar, conozco la hoz como si la hubiera parido; con un farol y un palo, lo mesmo es para mí el día que la noche; y por último, la caridá es caridá, y si está de Dios que me ha de matar un rayo, igual me ha de caer encima metido en casa que andando á la santimperie... Y ¡caráspitis! vivos estamos á la presente, y con el recado á medio hacer.

—Cuando yo te decía, Macabeo, que eres todo un valiente...

—Hombre, tanto como valiente, no digamos; pero leal y agradecido al pan, ya es otra cosa.

—Por las trazas, ¿eres sirviente de esas señoras?

—Punto menos que si lo fuera. Mi padre y mi madre de su pan comían, porque sus tierras trabajaban; y yo, al amparo de ellos, no salía de aquella casa. Muriéronse los buenos de Dios, y la plaza de entrambos la ocupo yo solo.

—¿Qué familia tienes?

—Ni padre ni madre, ni perruco que me ladre.

—Pero tendrás quien te ayude...

—Naide. Soy Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como.

—¿Viudo, acaso?

—¡Calle usté, señor! soy mozo soltero.

—Vamos, no te hace gracia el matrimonio.

—Lo que es relative á eso, bien me gusta. ¡Caráspitis si me gusta!

—Entonces, ¿para cuándo lo dejas?

—¿Pues qué edá me echa usté?

—Á juzgar por las trazas, más de treinta y cinco.

—Cumplílos por febrero.

—¿De qué año?

—Del que corre, señor; pues ¿de qué otro?... Y sépase que en lo tocante á proporciones, así las he tenido, sin alabanza.

Y esto lo decía Macabeo apiñando los dedos de ambas manos, no sin riesgo de soltar el palo y el farol.

—No lo dudo —dijo el caballero, á quien hacían suma gracia las genialidades del espolique—; basta con verte para presumirlo.

—Sólo que —continuó Macabeo—, á quien le dan á escoger, le dan en qué entender... Pero creo que ahora va de veras.

—¡Hola, hola!

—Sí, señor; lo he pensado despacio, y ¡qué caráspitis! sobre que ha de ser. Porque es pura verdá que la soltería da muy malos ratos... ¡malos!

No obteniendo réplica Macabeo á estas palabras, por estar entretenido el caballero en bajarse la capucha del capote sobre la espalda, continuaron en silencio los dos caminantes un buen trecho. De pronto dijo el de á pie, que indudablemente era comunicativo y locuaz por temperamento:

—Hombre, y aunque sea mala pregunta, ¿qué es del señorito don Fernando? No le he visto un año hace.

—Le espero de un momento á otro —respondió el de á caballo, acomodándose mejor sobre la silla; pues, por las trazas, le iba molestando no poco la jornada.

—Córrese que es ya un medicazo como una loma.

—Dicen que no lo entiende del todo mal.

—Ya ve usté... el que sale á los suyos...

—¡Adulador!... Y ¿de qué le conoces tú?

—Pues de verle por allá muy á menudo. En eso tiene mejor gusto que su padre. ¡Caráspitis! aunque me diera usté todo lo que tiene, no me pasaba yo la vida, como usté se la pasa, metido en aquel palación, solo que solo, á más de media legua de toda persona humana.

—Amigo Macabeo, nada hay que estorbe tanto como la gente desde que se habitúa uno á la soledad.

—Podrá ser, porque usté lo asegura y al consonante obra; pero no alcanzo á entenderlo... ¡Ea! ya estamos afuera. ¡Gracias á Dios!... Vea usté el río: adentro queriéndose tragar al mundo mientras diluviaba, y aquí le cabe la hacienda en una escudilla... Ahora, por el llano de esta sierra; y á la bajada, Valdecines... Dios quiera que lleguemos á tiempo... ¡Buena señal! Vuélvase un poco á la izquierda, y verá asomar la luna entre nubarrones. Se acabó la ira de Dios por esta noche. ¡Caráspitis! crea usté que si no fuera por el clavo que llevo en el corazón, echaba ahora mismo una relinchada que hacía saltar de la cama á todas las mozas del valle.

—¡Y todavía me negarás que tenías miedo en la hoz!

—¿Por lo del relincho al salir de ella? Cá, señor: esas ganas me entran á mí siempre que vuelvo á ver á mi pueblo, aunque haga dos horas que falto de él. Pequeñuco y escaso de borona es; pero el demonio me lleve si no me parece el mejor de la Montaña. ¡Qué campanas las suyas! ¿Pues en lo relative á mozas?... ¡Caráspitis, caráspitis!... Ya verá usté qué verbena de San Juan tenemos... Digo, si no se malogra con la pesadumbre que barrunto.

Mientras hablaba de esta suerte el excelente Macabeo, los dos caminantes atravesaban el llano de la sierra, dejando casi á la espalda la mole de la cordillera, por una de cuyas vértebras, partida por el río, acababan de salir. Los pesados nubarrones comenzaban á disgregarse, y dejaban al descubierto fajas de transparente azul, sobre el que titilaba la luz de algunas estrellas; aprovechábase la luna de las mismas ventanas para lanzar por ellas tal cual rayo mortecino; y aunque no muy distintos, se dibujaban en el brumoso horizonte los contornos de los montes lejanos. Hasta entonces, desde que entraron en la hoz, nuestros caminantes no habían visto otra porción del mundo que el pedazo de senda, mal alumbrado por el farol de Macabeo.

Andando, andando, atravesaron la sierra; y como el cielo se iba despejando por instantes, la luna alumbró de lleno el extenso paisaje que desde aquella altura se descubría. Como detalle de él, apareció Valdecines á la bajada de la sierra, con sus casitas diseminadas y medio ocultas entre huertos y arboledas.

—Allí es —dijo Macabeo señalando con el palo á la más grande de todas, y la única en que se veía la luz por las ventanas.

—¡Ya era hora! —respondió el de á caballo.

Y ambos comenzaron á bajar el suave recuesto que los separaba del lugar.

Pisado habían apenas los morrillos de sus callejones, cuando un perro, habiéndolos olfateado, latió como si le robaran las cerojas á su amo; otro respondió en el acto al grito de alarma con más recios ladridos; y otro y otro, y otros cien, en otros tantos rincones del lugar, se unieron al vocerío; y armaron tal baraúnda y alboroto, que el señor de á caballo no las tuvo todas consigo.

—No hay cuidado —díjole Macabeo—. Son moros de paz y amigos que nos saludan. Esto sucede cada noche con cada mosca que se mueve en el pueblo.

—Si están amarrados, menos mal.

—Lo que están es muertos de hambre; y eso es lo que les quita el sueño.

—¿Y por qué están muertos de hambre?

—Porque no comen, señor.

—Ya lo supongo; pero ¿por qué no comen?

—Porque no lo hay en casa.

—¿Cómo viven entonces?

—De lo poco que roban en la del vecino... Pues, señor, ya estamos acá... Ahora falta que el reventón aproveche. ¡Caráspitis! de pensar lo más malo, me tiemblan las choquezuelas.

Estaban ambos personajes delante de los portones de una ancha corralada, ó, hablando en puro montañés, delante de una portalada.

Llamó Macabeo con el palo, y abriéronla al punto por dentro.

—Santas y buenas —dijo Macabeo entrando en el corral, mientras el caballero hacía otro tanto sin apearse ni chistar.

Preguntó el primero si había ocurrido alguna novedad particular desde que él faltaba del pueblo; dijéronle que no, y corrió á tener el estribo al de á caballo, que se estaba apeando ya junto al grueso poste del ancho y primorosamente encachado portalón.

Abrióse al mismo tiempo la puerta del estragal, que es el vestíbulo de las casas montañesas, y salió á alumbrar al recién venido una mocetona bien aliñada. Despojóse entonces el caballero del capote y de las polainas, que Macabeo recogió por de pronto, y siguió á la moza escalera arriba. En el último descanso de ella le esperaba, con otra luz en la mano, un sujeto de no buena catadura. Era ya viejo, corto de talla, cargado de hombros y vestido de negro.

—Por aquí —dijo con voz desagradable al recién llegado, sin alzar la enorme cabeza, y poniendo la palma de la mano entre la luz y su cara medio compungida y medio soñolienta.

El forastero le siguió á lo largo de un pasadizo, después de quitarse de la cabeza el casquete con que la había traído cubierta, para que no le molestara durante el viaje la capucha del impermeable.

Representaba el tantas veces mencionado personaje, sesenta años; y era alto y fornido, y muy calvo, con la barba entrecana, pero fuerte y espesa; tenía el cutis moreno, la mirada sagaz y penetrante, las facciones regulares y bien delineadas, y la expresión general de su fisonomía era risueña, aunque á la manera volteriana.

Después de atravesar un espacioso salón, le introdujeron en un gabinete, á cuya puerta apareció un señor bastante entrado en edad, enjuto, con patilla casi blanca, corrida por debajo de la papada; un poco chato, tierno de ojos, largo de orejas, muy angosto de frente y recio de pelo. Hizo una exagerada reverencia al recién llegado, y le preguntó:

—¿Tengo el honor de saludar al ilustre doctor Peñarrubia, gloria de la ciencia?...

—Soy, en efecto, el doctor Peñarrubia, y muy servidor de usted —respondió éste, con ánimo bien notorio de rechazar el sahumerio que el otro quería darle.

El de los ojos tiernos le tendió la diestra, diciendo:

—Lesmes Torunda, facultativo titular del pueblo.

—Muy señor mío —dijo el llamado Peñarrubia, estrechando la mano que se le tendía.

—¿Quiere usted —añadió don Lesmes—, descansar un ratito, ó hablar conmigo antes de?...

—Lo primero es lo primero —contestó el doctor—. Después me tomaré la libertad de pedir una cena y un lecho.

—Á todo se proveerá, insigne doctor —replicó don Lesmes—, que encargado estoy de hacerlo así.

—Pues adelante entonces.

Y juntos atravesaron el gabinete. Alumbraba á éste la luz de una bujía con pantalla, á cuya sombra dormía una niña como de ocho ó nueve años, apoyando la cabeza en sus brazos entrelazados, y éstos en lo alto del respaldo de la misma silla en que estaba sentada. Cogió don Lesmes la bujía, después de quitada la pantalla, y entró en la alcoba seguido de nuestro personaje, de quien ya sabemos que se apellidaba Peñarrubia, y tenía por mote Pateta; y habrá presumido el lector, por torpe que sea, que era médico y que como tal era llamado á aquella casa.

Pero de este asunto y de otros con él muy enlazados, hablaremos en el capítulo siguiente.

 

II

LA COMISIÓN DEL DOCTOR

E

l cuadro que alumbró la luz que introdujo en la alcoba don Lesmes, era poco risueño. He aquí sus figuras y principales accesorios: un lecho revuelto, y en él un cuerpo humano devorado por la fiebre. El cuerpo era de mujer, y de mujer de hermosas facciones, aunque, á la sazón, alteradas por el fuego de la calentura. Tenía la cabeza en escorzo, con la boca en lo más alto de él; y el óvalo gracioso de la cara recortábase en un fondo de enmarañadas guedejas de cabellos grises, desparramados sobre la almohada. Jadeaba la enferma; y las ropas del lecho alzábanse y descendían al agitado compás de una respiración fatigosa y sibilante, como si al llegar el aire á los resecos labios atravesara mallas de alambre caldeado.

Sentada junto á la cabecera de la cama, estaba una joven de cabellos rubios y cutis blanquísimo; con los brazos cruzados bajo el pecho de gallardo perfil, y con los azules, rasgados ojos, velados por las lágrimas, fijos en el rostro de la enferma, y atenta á los menores movimientos de su cuerpo.

Al alcance de su mano había una mesa con jaropes de botica, que desde lejos se daban á conocer por lo subido de sus olores; y entre los jaropes, un reló de bolsillo con la tapa abierta. Sobre la cabecera de la cama, colgado en la pared, un crucifijo de marfil; y debajo, una benditera y un ramito de laurel sujeto al lazo de seda que la sostenía.

Al aparecer en la alcoba el doctor, se levantó la joven y quiso decirle algo, tal vez como expresión de su agradecimiento; pero el llanto apagó su voz. Comprendióla el médico, al mismo tiempo que don Lesmes se la presentaba como hija de la enferma y autora de la carta que él había recibido, y no le faltaron en aquel momento oportunas frases de las muchas que aún conservaba en su repertorio de médico viejo de la corte, y hombre de buena sociedad.

Dióse comienzo á la inspección facultativa, que fué detenida y minuciosa. El doctor mostró durante ella el certero desembarazo que da una larga y gloriosa práctica. Se hallaba junto á aquel lecho, que era casi un ataúd, como los buenos generales en los trances apurados de una batalla perdida: explorando, con perfecto conocimiento del terreno, los únicos puntos vulnerables del enemigo. Águeda y don Lesmes, por no poder hacerlo la enferma, respondían á sus preguntas.

No cansaré al pío lector con el relato minucioso de estas investigaciones facultativas; porque ni son del caso, ni yo entiendo jota de ellas. Pero he de citar un detalle, por lo que de él corresponde á la figura de don Lesmes.

El doctor había puesto bajo el brazo de la enferma, en contacto inmediato con la piel, un primoroso tubo de cristal graduado. Don Lesmes, como si no supiera qué iba á pasar allí, miraba de reojo la operación y el tubo.

Cuando el doctor retiró el termómetro y hubo consultado la altura del mercurio,

—Vea usted —dijo á don Lesmes poniéndole el aparato delante de la cara.

—Ya, ya... ya veo —respondió don Lesmes sin saber qué mirar en aquello que le parecía un alfiletero grande.

—¡Cuarenta y uno! —añadió el doctor en voz baja.

—Justos y cabales —repuso el otro por responder algo; pues, como no sabía de qué se trataba, lo mismo eran para él cuarenta y uno que cuarenta mil.

Después examinó el doctor los jaropes que había sobre la mesa, arrimando la nariz á todos ellos.

—Sin perjuicio —dijo á don Lesmes, sacando al mismo tiempo un lapicero y un papel de su cartera—, de lo que luégo acordemos los dos, conviene que inmediatamente se traiga el medicamento que voy á disponer.

Y escribió una fórmula en que entraba el almizcle como base.

Águeda recogió el papel escrito; pero no se atrevió á preguntar al médico una palabra acerca del estado de su madre. ¡Demasiado decían á su corazón la reserva del uno y la creciente postración de la otra!

—Cuando usted guste —dijo Peñarrubia á don Lesmes.

—Estoy á sus órdenes, ilustre doctor —respondió don Lesmes haciendo una reverencia.

Salieron de la alcoba. La niña seguía durmiendo profundamente; don Lesmes colocó la bujía en la mesa de donde la había tomado, y volvió á cubrir la luz con la pantalla. Entonces se fijó en un nuevo personaje que había en escena: el cura.

Junto á la puerta que daba á la sala, y con otra luz en la mano, estaba ya esperando á los médicos el hombre vestido de negro.

—Tengan ustedes la bondad de seguirme —les dijo.

 

Y siguiéndole, volvieron á atravesar la sala y entraron en un gabinete frontero al que acababan de dejar. El hombre gordo y vestido de negro puso la luz sobre una mesa con tapete y recado de escribir; arrimó á ella dos sillones, uno enfrente de otro, y dijo con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre la oronda barriga:

—¿Tienen ustedes algo que ordenarme?

—Que nos deje usted solos —contestó Peñarrubia, sin poder disimular lo antipático que le era aquel personaje.

Entre tanto, don Lesmes no cabía en su vestido. La idea de que iba á verse mano á mano con una de las celebridades médicas de la época, le espantaba; pero, al propio tiempo, considerando que nadie podía robarle la gloria de haberse hallado en consulta con autoridad de tanta resonancia, el alma se le mecía en un golfo de vanidad. Y así le entraban unos trasudores y unos hormigueos que no le dejaban sosegar.

Conoció el doctor algo de lo que le pasaba, y le brindó á que se sentara el primero. No lo consintió don Lesmes. Hízolo el otro con suelto desenfado; y habló de esta suerte, mientras don Lesmes buscaba en su sillón una postura que, sin dejar de ser majestuosa y solemne, fuera elegante y descuidada:

 

—Sería conveniente que me diera usted algunas noticias de la enferma.

—Como si la hubiera parido, señor doctor —se apresuró á replicar don Lesmes. Acomodóse de nuevo en el sillón, carraspeando mucho, y habló así—: Yo soy de Vitigudino, á once leguas de Salamanca, aunque le parezca mentira...

—¡Hombre!... ¡de ningún modo! —le interrumpió el doctor alegremente.

—Dígolo —rectificó don Lesmes—, porque me ve tan lejos de mi patria. Siendo de Vitigudino, tomé el título el año veintisiete; el veintiocho casé con una joven, parienta inmediata de los Veganzones de Cantalejo, á quienes acaso usted haya oído nombrar... porque son gente de viso... El treinta me hallaba desacomodado y con ánimos de revalidarme, para lo cual hice algunos estudios privados...

—¡Cómo que revalidarse? —preguntó el doctor, entre impaciente y curioso de oir á aquel notable personaje—. ¿No tomó usted el título el año veintisiete?

—Mucho que sí; pero yo aspiraba á licenciarme en medicina.

—Vamos, ya caigo. Es usted cirujano á secas.

—Esa es la palabra, señor doctor... salvo siempre los estudios privados de que he tenido el honor de hablarle... Pues, como iba diciendo, el año treinta me hallaba desocupado; vacó este partido, según pude ver en los anuncios; le pretendí y me le dieron. Desde entonces vengo asistiendo á este vecindario, señor doctor... Digo, ¿conoceré yo la naturaleza de estas gentes? Que entré en esta casa como en la mía propia, de por sí se entiende. ¡Y qué casa, señor doctor! ¡qué casa! ¡Sepa usted que aquí se apalean los ochentines!

—No lo dudo, señor don Lesmes; pero yo quisiera que habláramos un poquito de la enferma.

—Pues á ello voy caminando, señor de Peñarrubia, si usted tiene la bondad de oirme dos palabras más. Á esa señora que acaba usted de ver en la cama, la conocí yo así de pequeñita: era la única hija que le quedaba á un riquísimo mayorazgo de este pueblo, con fincas en media España, á quien usted estará cansado de oir nombrar... ¡pues ahí son poco sonados los Rubárcenas de Valdecines! Era hombre de saber y muy dado á viajar por el mundo; porque, como he dicho, le sobraba el dinero. En uno de estos viajes, recién llegado yo, llevó consigo á su hija y la puso en un colegio de Francia, en que dicen que había hasta hijas de reyes. La niña Marta era lista como la pimienta, y por su aire y su corte parecía que estaba pidiendo aquellos pulimentos de enseñanza. Por cansar menos, diré que cuando al cabo de los años volvió á la tierra, era un sol de buena moza y hablaba lenguas como agua; en lo tocante á pluma y estudios gramaticales, geografía y otros puntos de saber, ¿quién era el guapo que se le ponía delante? Nada le digo á usted de las obras de mano. Eran las suyas moldes de finuras y maravillas.

Que con estas cláusulas tuvo los pretendientes á rebaños, por entendido se calla; pero no era mujer dada á los extremos, y ya tenía veinticinco años cuando se decidió por un caballero, rico también y buen mozo si los había. Este tal caballero, don Dámaso Quincevillas, era de Treshigares, pueblo de lo último de la Montaña, donde empieza á nevar en septiembre y no lo deja hasta San Juan.

Un año después de casada doña Marta, murió su padre de una apoplegía; y como don Dámaso, al casarse, ya era huérfano, cátese usted que el matrimonio reunió un mar de riqueza, en fincas y sonante.

De este matrimonio nació primeramente Águeda, que es la joven que usted ha visto á la cabecera de la cama... El vivo retrato de su madre, señor doctor, en lo despierta, y un ángel de Dios en la figura y en los sentimientos. En hora conveniente tratóse de dar á la niña educación al consonante de sus talentos y posibles; pero doña Marta, que estaba entusiasmada con aquella criatura, opinó que el mejor colegio para una niña es una buena madre; y cátala cogiendo, como quien dice, con una mano, cuanto había aprendido en Francia con maestros y en su casa con la experiencia de los años, y pasándolo á su hija, que lo recibe sin perder miga, ni más ni menos que si para ella lo hubiera estudiado quien se lo enseñaba.

Vino después al mundo otra niña, que es la que dormía en el gabinete cerca de la luz que yo cogí; y doña Marta comenzó á educarla lo mismo que á Águeda... Y aquí empieza á nublarse la buena estrella. Un día me llamaron muy de prisa. Don Dámaso estaba muy malo. Con el afán en que le traía el cercado de esa gran posesión que rodea la casa, obra que había emprendido al asomar el verano, cogió una insolación; no la hizo caso; otro día se mojó los pies; resultóle un ataque cerebral... y se murió. En aquella hora puede decirse que murió también la mitad de su señora, que adoraba en él. Hasta entonces había sido alegre y risueña como unas pascuas, y fuerte como una encina; desde entonces se hizo triste y cavilosa, y quebradiza de salud. Fuése dejando poco á poco de las cosas del mundo, ¡y allí fué de ver á su hija cómo se puso al frente de todo, y llenó, hasta con sobras, los huecos de su padre muerto, y de su madre casi, casi! Encargóse, por de pronto, de la educación de su hermana; y ahí la tiene usted, á los nueve años de edad, sabiendo poco menos que su maestra. ¡Pasma, señor de Peñarrubia, el don de esa muchacha para hacer milagros de gobierno y enseñanzas! ¡No se explica uno cómo en una personita de mujer, tan rubia, tan tiernecita y adamada, caben tanto saber y tanto juicio!

—¿De manera —dijo el doctor, á quien iban interesando estos pormenores— que toda esta familia queda reducida á la señora enferma y sus dos hijas?

—Queda también —repuso don Lesmes— un hermano del difunto don Dámaso, que no ha estado aquí más que el día de la boda y el del entierro de éste. Se llama don Plácido, y no sale jamás de Treshigares, gastando su patrimonio en la manía de sacar gallinas de muchos colores.

—Pues entonces, ¿quién es ese personaje lúgubre y taciturno que nos alumbra á cada paso que damos?

—Ese —dijo aquí don Lesmes bajando la voz y frunciendo los ojos maliciosamente— es don Sotero Barredera, mayordomo de la señora, por de pronto.

—¿Por de pronto?... Pues ¿qué otra cosa es?

 

—Oiga usted, y perdone. Don Sotero fué procurador; y llegó aquí, su pueblo natal, hace algunos años, con un gaznápiro á quien llama sobrino, y otros tienen por hijo ilegítimo. Según lenguas, don Sotero se retiró á comerse lo ganado honradamente; y según otras, porque fueron tales y tan gordas sus demasías ejerciendo el cargo, que le fué imposible la residencia en la capital del partido. Créese que es usurero, porque alguno que le ha necesitado dejó entre sus uñas hasta la camisa. La verdad es, señor doctor, que las trazas no le abonan por rumboso ni caritativo. Tomándole por sus obras que se ven, santo debe de ser; porque, desde que apareció en el pueblo, no sale de la iglesia si no es para entrar aquí.

—¿No me ha dicho usted que doña Marta tenía mucho talento?

—Y lo repito.

—¿Cómo se explica entonces la confianza que ha puesto en ese hombre?

—Porque doña Marta, que siempre fué piadosa, desde que murió su marido llevó la devoción á lo más extremo; y, á mi modo de ver, la claridad de su entendimiento se enturbió bastante en lo relativo á cosas que con su manía se acomodaban. Hízose don Sotero presente en horas oportunas; y como doña Marta le veía confesar cada ocho días, y, en su fe y su bondad, no podía creer que hubiera hombre nacido, de entraña tan perra que fuera capaz de valerse de la Hostia consagrada para engañar al mundo, siendo además listo y advertido el hombre... fué entrando, entrando; y ahí le tiene usted.

—Corriente; pero hasta aquí, no se ve sino al mayordomo: ¿y lo demás?

—Lo demás, señor de Peñarrubia, lo iremos viendo poco á poco. Por de pronto, dícese que en el testamento de la señora...

—¿Luego, ha testado ya?

—¡Á buena parte va usted! Anteayer, apenas vió que la calentura apretaba, confesó y comulgó como una santa. Desde entonces, y por orden suya, puede decirse que no sale el cura de esta casa. En cuanto despachó el negocio del alma, llamó al escribano. Anduvo traficando en la operación don Sotero... y se dice si quedaron las cosas muy amarradas á su mano. Será ó no será; pero bien puede ser; y si fuese, lo sentiría por Águeda, que no le puede ver ni en pintura.

Calló aquí don Lesmes, y no dijo una palabra el doctor.

—¿Le parece á usted, compañero —manifestó éste al poco rato—, que tratemos exclusivamente de la enfermedad de doña Marta?

Don Lesmes se sintió crecer hasta las nubes al oirse llamar «compañero» por tales labios; pero le volvieron los trasudores al considerar que era llegado el trance negro. Hizo una solemnísima reverencia, y respondió:

—Los antecedentes que he tenido el honor de manifestar á usted, llevaban por objeto poner á su ilustrado criterio en condiciones de apreciar debidamente las circunstancias patológicas de la señora; circunstancias que pudiéramos llamar «de naturaleza» en ella. Ocho días hace, y estamos ya sobre el punto, me dijo doña Marta que su ordinario padecimiento se había agravado; el cual padecimiento era una dispepsia de carácter nervioso, como usted habrá comprendido por los antecedentes expuestos y el estado de la enferma.

Sonrióse el doctor, y continuó don Lesmes:

—Efectivamente; la enfermedad no había cambiado de naturaleza, aunque sí de intensidad: apetito nulo, pulso dicroto, sed ardiente y mucha pesadez de cabeza.

—¿Y cree usted que ese cuadro de síntomas acusaba el padecimiento ordinario?

—De fe, señor doctor, de fe. Dispuse inmediatamente la medicación: bebida á pasto.

—¿Qué bebida?