Pendragon 1: El mercader de la muerte - D.J. MacHALE - E-Book

Pendragon 1: El mercader de la muerte E-Book

D.J. MacHale

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Beschreibung

Llega una de las sagas más exitosas de fantasía juvenil de la mano de uno de los grandes autores del género. El joven Bobby Pendragon, un adolescente de lo más normal, está a punto de ser arrastrado a un mundo de peligros, magia a raudales y aventuras inimaginables. El mundo de Denduron corre un peligro mortal. Un tirano hechicero lo gobierna con mano de hierro, criaturas extrañas campan a sus anchas y empieza a fraguarse una revolución que podría cambiarlo todo. La única esperanza reside en un chico llamado Bobby Pendragon, pero hay un pequeño problema... Bobby ni siquiera pertenece a ese mundo. Pronto nuestro protagonista se embarcará en un viaje fantástico que lo llevará a descubrir la magia y, quizá, a salvar el mundo. Comienza una de las sagas más importantes de la fantasía juvenil actual, una historia que ha marcado los sueños de toda una generación.

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Seitenzahl: 561

Veröffentlichungsjahr: 2022

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D.J. MacHALE

Pendragon 1: El mercader de la muerte

Traducción de Pilar Ramírez Tello

[Logo Tropismos]

Saga

Pendragon 1: El mercader de la muerte

 

Original title: Pendragon: The Merchant of Death

 

Original language: English

 

Copyright © 0, 2022 D. J. MacHale and SAGA Egmont

 

All rights reserved

THE NEVER WAR Copyright © 2003 by D.J. MacHale published in agreement with the author, c/o BAROR INTERNATIONAL, INC., Armonk, New York, U.S.A.

ISBN: 9788728480014

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para Evander

Agradecimientos

El lanzamiento de una serie nueva, ya sea en televisión o en libro, es una tarea desalentadora. Escribirla es lo más fácil, lo más difícil es que te la publiquen o produzcan, de modo que la familia y los amigos no sean los únicos que puedan disfrutarla. Por tanto, debo dar las gracias a todas las personas que han ayudado a que las aventuras de Bobby Pendragon salgan a la luz. Muchas gracias a Rob Wolken y Michael Prevett, de amg , que apoyaron mi visión a pesar de los malos pronósticos. También debo dar las gracias a Richard Curtis, que me guió por las desconocidas aguas del mundo editorial sin perder nunca el sentido del humor y siempre pendiente de mantener el mío. Con cada nuevo proyecto, aumenta el respeto y la confianza que siento por la forma en la que Peter Nelson y Corinne Farley manejan mis temibles asuntos legales. Siempre les estaré agradecido por velar por mis intereses y por no obligarme a leer todo el papeleo. Lisa Clancy se merece un gran aplauso por todas las ideas creativas que me ayudaron a conseguir que este primer libro fuera lo mejor posible, y por ser la primera que tuvo el valor de decir: «Sí». Muchas gracias a Micol Ostow por estar siempre alegre y tener todas las respuestas. Muchísimas gracias a mi sobrino, Patrick McGorrill, que fue el primer lector de pruebas con la edad apropiada y me dio algunas ideas creativas sobre cómo deberían funcionar los anillos para que Bobby pudiera mandarle los diarios a Mark. También quiero darle las gracias a Carol, su madre, por atreverse con el primer borrador y ayudarme a encontrar algunos agujeros. Pero el mayor agradecimiento es para mi esposa, Evangeline, que leyó obedientemente todos los capítulos en cuanto los terminaba, y me dio el apoyo y la seguridad necesarios para seguir adelante a pesar de mis dudas. El libro que ahora tienes en tus manos no existiría de no ser por esta gente.

DIARIO N.º 1

DENDURON

Espero que estés leyendo esto, Mark.

Bueno, espero que alguien lo esté leyendo, porque lo único que evita que se me vaya la olla ahora mismo es escribir este diario para que algún día, cuando todo acabe, estas páginas me ayuden a probar que no estoy para el loquero. Verás, ayer pasaron dos cosas que cambiaron mi vida para siempre.

La primera fue que por fin besé a Courtney Chetwynde. Sí, la Courtney Chetwynde que se muerde el labio inferior cuando está pensando, que te mira directo al corazón con sus ojazos grises, que está increíble con el uniforme del equipo de voleibol y que siempre huele un poco a rosas. Sí, la besé. Llevaba mucho tiempo esperando y por fin sucedió, ¡yuju!

La segunda fue que salí despedido por un agujero de gusano llamado lanzadera que me llevó a través del universo hasta un planeta medieval llamado Denduron que está metido en una violenta guerra civil.

Pero volvamos a Courtney.

No fue el típico besito en la mejilla de «encantada de verte», qué va. Fue un beso en la boca con los ojos cerrados, que empezó con los labios pero acabó convirtiéndose en una exploración mutua a boca abierta que duró treinta segundos, aunque me pareció toda una vida. Y además estábamos muy pegados, pegados de verdad. La cogía con tanta fuerza que podía sentir cómo le latía el corazón contra mi pecho. O quizá fuese mi corazón. O quizá nuestros corazones rebotaban el uno en el otro, no tengo ni idea. Sólo sé que fue genial. Espero poder volver a hacerlo, pero ahora mismo la cosa no pinta bien.

Supongo que es un poco estúpido obsesionarse con la gloriosa Courtney Chetwynde cuando el verdadero problema es que voy a morir. Quizá por eso no pueda quitármela de la cabeza. El recuerdo de ese beso es lo único que me parece real y temo que si pierdo ese recuerdo lo pierda todo, y si eso ocurre, entonces... bueno, no sé lo que pasará entonces, porque no entiendo nada de lo que me está pasando. Quizá al escribirlo empiece a tener algún sentido.

Déjame que ordene los acontecimientos que me han llevado a escribir esto. Hasta ayer, todo me iba genial. Al menos, todo lo genial que puede irle a un chico normal de catorce años: las clases iban bien, era un máquina en los deportes, mis padres eran guays, no odiaba a mi hermana Shannon... al menos normalmente. Tenía unos amigos estupendos, tú el primero, Mark. Vivía en una casa enorme con mi propio cuarto para oír música o lo que quisiera. Mi perra, Marley, era la golden retriever más genial que haya existido nunca; y yo acababa de morrearme con Courtney Chetwynde (¿lo he mencionado ya?). ¿Se puede tener más suerte?

El caso es que también estaba el tío Press.

¿Te acuerdas de él? Es el tipo que siempre aparecía en mis fiestas de cumpleaños con alguna sorpresa especial. No me traía un poni, no, me traía un camión lleno de ponis para montar un rodeo en miniatura. Es el tipo que convirtió mi casa en un juego de laberinto con pistolas láser. ¿A que fue genial? Es el que empezó a tirar pizzas en mi fiesta del año pasado, ¿te acuerdas de él? De vez en cuando aparece sin más y hace algo asombroso como, por ejemplo, llevarme a dar una vuelta en un avión privado. Sí, ha sido piloto. Otra vez me dio un ordenador que era tan avanzado que ni siquiera lo habían sacado a la venta todavía. ¿Te acuerdas de la calculadora esa a la que le puedes decir los números en vez de teclearlos? Me la dio el tío Press. Lo reconozco, era el tío más alucinante que se podía tener.

Pero había algo misterioso en el tío Press: era el hermano de mi madre, pero ella no me contaba mucho sobre él. Me daba la impresión de que hablar de él la hacía sentirse incómoda. Siempre que le preguntaba algo, ella se encogía de hombros y decía algo como: «Bueno, ya lo conoces, va por libre. ¿Qué tal te ha ido en el instituto?». Básicamente, evitaba la pregunta.

No sé a qué se dedicaba, pero siempre tenía montones de dinero. Me imaginaba que tendría algún puesto importante en el gobierno, como investigador de la NASA o algo parecido, y que todo era muy secreto, así que no hice muchas preguntas. No estaba casado, pero a veces aparecía en casa con algún personaje extraño. Una vez se trajo a una mujer que no dijo ni una palabra. Él decía que era su «amiga», pero me dio la impresión de que más bien era su «novia». Creo que era africana o algo, porque tenía la piel muy oscura. Y era preciosa, pero resultaba muy raro que me mirase fijamente y sonriera. No es que me asustase ni nada, porque tenía unos ojos muy dulces, y quizá no hablara porque no sabía nuestro idioma, pero seguía siendo un poco desconcertante.

Debo confesar que mi tío Press me parecía el tipo más guay que había conocido... hasta ayer.

El partido de semifinales del campeonato de baloncesto del condado era anoche, y ya sabes lo importante que soy para el equipo. Soy el base que más puntos ha metido en toda la historia del instituto Stony Brook. No estoy fardando, es la verdad. Así que perderme ese partido hubiese sido como si Kobe Bryant se perdiera una final de los Lakers. Vale, quizá me esté pasando un poco, pero escaquearme de ese partido hubiese estado fatal. Mis padres ya se habían ido al gimnasio con Shannon, pero yo tenía una tonelada de deberes y sabía que estaría hecho polvo después, así que tenía que terminarlos antes de irme. Tenía el tiempo justo para zamparme un plátano y algunas galletas, darle de comer a Marley, saltar sobre la bici y salir pitando para el instituto. Al menos, ése era el plan. No puedo evitar pensar que si hubiese hecho los deberes un poco más deprisa, si hubiese decidido no jugar a la pelota con Marley, o si me hubiese esperado a llegar al instituto para ir al servicio, nada de esto habría pasado. Pero pasó.

Cogí la mochila, me dirigí a la entrada, abrí la puerta de un tirón y me di de bruces contra... Courtney Chetwynde.

Me quedé helado, ella se quedó helada. Era como si alguien hubiese pulsado el botón de pausa en nuestras dos vidas, aunque mi cerebro no estaba parado, ni de lejos. Yo estaba colgado de ella desde la escuela primaria; era tan... perfecta. Pero no perfecta en plan «soy inasequible y demasiado buena para ti», qué va. Era guapa, lista, muy buena en los deportes, se reía y contaba chistes. Creo que ésa era la clave, que pudiera contar chistes. Quizá sea una tontería, pero si cuentas un chiste quiere decir que estás dispuesto a parecer estúpido. Y si lo tienes todo y, a pesar de eso, estás dispuesto a que se rían de ti... tío, ¿qué más se puede pedir?

Por supuesto, yo no era el único que sentía eso por Courtney, sino uno más en una larga lista de admiradores. Pero ella estaba de pie delante de mi puerta. Todas las sinapsis de mi cerebro empezaron a dispararse para intentar encontrar una frase perfecta y espontánea con la que saludarla. Las primeras palabras que salen de tu boca en una crisis pueden marcar para siempre la opinión que alguien tenga de ti. Pueden demostrar que controlas totalmente la situación y que estás listo para manejarla con serenidad e ingenio, o que eres un torpe idiota que se queda paralizado al primer indicio de presión. Todo esto me pasó por el cerebro en los pocos nanosegundos en los que estuvimos en «pausa». Era mi turno, ella había venido a mi casa, así que me tocaba responder. Me sujeté bien la mochila en el hombro, me apoyé como si nada en la jamba de la puerta, sonreí un poco y dije:

—Eh.

¿¿Eh?? ¡Ni siquiera es una palabra! Nadie dice «eh», a no ser que esté imitando a Sylvester Stallone, que es algo que no pensaba hacer, fijo. Ya estaba preparado para ver cómo Courtney perdía la sonrisa, totalmente decepcionada, se daba la vuelta y me dejaba allí sin decir palabra; pero se mordió el labio inferior (lo que quería decir que estaba pensando) y dijo:

—Hola.

Eso estaba bien, porque «hola» no es mucho mejor que «eh». Volvía a entrar en el juego, había llegado el momento de empezar a moverse.

—¿Qué tal? —dije.

Vale, quizá todavía no estuviese listo para moverme, era más fácil devolverle la pelota. Entonces fue cuando noté algo raro: Courtney parecía nerviosa. No es que estuviese muerta de miedo ni nada, pero sí un poquito incómoda. Me sentí más seguro, porque ella estaba tan tensa como yo, y eso era bueno.

—Sé que te tienes que ir al partido y eso, no quiero que llegues tarde —me dijo ella con una pequeña sonrisa avergonzada.

¿Qué partido? Ah, vale, las semifinales del condado. Por algún motivo, se me había olvidado.

—Tengo mucho tiempo —mentí con total naturalidad—. Vamos, entra.

Me estaba recuperando muy bien. Cuando Courtney pasó junto a mí noté ese suave olor a rosas. Tuve que emplear toda mi fuerza de voluntad para no olisquear como un poseso cada gota de aquel maravilloso perfume. Hubiese sido una estupidez, y no era el momento para hacer algo estúpido, porque Courtney estaba dentro de mi casa; estaba en mi terreno. Cerré la puerta y nos quedamos solos.

No tenía ni idea de qué hacer. Courtney se volvió hacia mí y me miró con sus increíbles ojos grises. Me temblaron las rodillas y recé porque no se hubiese dado cuenta.

—No sabía si debía venir —dijo ella con indecisión.

—Me alegro de que hayas venido —respondí con una sincronización perfecta; así la pelota seguía en su campo, pero ella se sentiría más cómoda. Estaba en racha—. No sé por qué se me ha ocurrido venir ahora. Quizá fuera para desearte suerte en el partido, pero creo que es algo más.

—¿De verdad? —Una reacción perfecta.

—No sé muy bien cómo decir esto, Bobby, pero desde que éramos pequeños he... sentido algo por ti.

¿Sentido? Sentir está bien, a no ser que sintiera haberme conocido o algo.

—¿Sí? —respondí: era evasivo, pacífico y perfecto.

—Tío, me siento estúpida diciéndote esto. —Dejó de mirarme a los ojos, la estaba perdiendo. No quería que se acobardara, así que lo mejor era tirarle un hueso.

—Courtney, se me ocurren muchas palabras cuando pienso en ti, pero estúpida no es una de ellas, de verdad.

Ella me miró de nuevo y sonrió. Volvíamos al juego.

—No sé muy bien cómo decirte esto, así que lo diré y punto. Tienes algo, Bobby. Sé que eres un cerebrito y un atleta, y además popular y eso, pero es otra cosa. Tienes, no sé, un aura o algo parecido. La gente confía en ti, le gustas, pero no es que intentes presumir ni nada. Quizá en parte sea por eso, porque no actúas como si te creyeras mejor que los demás. Simplemente eres un chico muy bueno —hizo una pausa antes de lanzar la bomba—, y estoy colada por ti desde que estábamos en cuarto. —Ni mis fantasías más locas me podían haber preparado para aquello. Me quedé sin habla y esperaba no tener la boca abierta por la conmoción—. No sé muy bien por qué te lo cuento ahora —siguió ella—, pero tengo la extraña sensación de que si no lo hago ahora puede que no lo haga nunca. Y quería decirte lo que sentía... y hacer esto.

Y entonces pasó: el beso. Ella dio un paso adelante, vaciló un segundo por si la detenía (sí, claro, como si eso fuera posible), y nos besamos. No voy a contarte los detalles, pero sí te diré que fui feliz. Fueron los treinta segundos más asombrosos de mi vida.

Fue en el segundo treinta y uno cuando todo se fue a la porra.

Tenía los ojos cerrados, pero podía ver un futuro lleno de Courtney y de los besos de Courtney. No sé si es posible besar y sonreír a la vez, pero, si lo es, lo estaba haciendo. Y entonces abrí los ojos y se acabó todo.

—Hola, Bobby.

¡El tío Press estaba allí! ¿De dónde había salido? Me aparté de Courtney tan deprisa que a ella no le dio tiempo de abrir los ojos. Lo cierto es que durante un segundo pareció algo ridícula, como si le estuviese dando un beso al aire, pero se recuperó rápido y, créeme, no me reí.

—¡Tío Press, hola! —Quizá tendría que haber dicho «eh», así de estúpido me sentía, aunque tampoco sé por qué. No estábamos haciendo nada malo, sólo nos dábamos un beso. Hombre, era el beso más importante de todos los tiempos, pero no era más que un beso. Cuando Courtney se dio cuenta de lo que pasaba, le entró la vergüenza a toda velocidad: la pobre deseaba estar en cualquier sitio menos allí, y yo quería irme con ella. Retrocedió hacia la puerta.

—Eh... ah... será mejor que me vaya —balbuceó.

—No, no te vayas. —No quería soportar la vergüenza solo, pero el tío Press tenía otros planes.

—Sí, será mejor que te vayas. —Corto, directo y simple. Hubo algo en su forma de hablar que hizo que se me encendiera una alarma en la cabeza, porque no sonaba como el tío Press. Solía ser el tipo de persona que pensaba que pillar a su sobrino en pleno morreo tenía gracia. De hecho, eso era exactamente lo que había pasado cuando me cogió enrollándome con Nancy Kilgore en el patio de atrás: se había reído. Yo quería que me tragase la tierra, pero él se lo pasó en grande. Sacaba el tema de vez en cuando, sólo para fastidiarme, pero nunca delante de nadie, así que no pasaba nada. Pero aquella vez era distinto, no se estaba riendo.

—Buena suerte esta noche, te estaré animando —dijo Courtney mientras daba un paso... y se estrellaba de cara contra la puerta. Ay. El tío Press se acercó y se la abrió, ella asintió con la cabeza a toda prisa para darle las gracias y me dedicó la sombra de una sonrisa maliciosa. Después desapareció, el tío Press cerró la puerta y me miró.

—Lo siento, Bobby, pero necesito tu ayuda. Quiero que vengas conmigo.

Aquello tampoco parecía típico del tío Press. Solía ser un tipo relajado, yo le echaba unos cincuenta, pero no se comportaba como un carca. Siempre estaba bromeando, parecía no tomarse nada en serio, pero aquella noche estaba muy serio. De hecho, casi parecía un poco... asustado.

—Pero tengo un partido, las semifinales del condado, y ya llego tarde.

—Eso no parecía preocuparte mucho hace unos segundos —me soltó él.

Buen punto, pero la verdad es que ya llegaba tarde y era un partido importante.

—Mamá y papá ya están allí con Shannon; si no aparezco...

—Lo entenderán. No te pediría que hicieras esto si no pensara que es más importante que un partido de baloncesto... o que besar a esa chica tan guapa que acaba de irse. —Estaba preparado para discutirle la última afirmación, pero tío, estaba comportándose como un loco, era muy extraño. Entonces, como si me leyera la mente, siguió hablando—. Bobby, me conoces de toda la vida, ¿alguna vez me habías visto así? —No tuve que responder, estaba claro que pasaba algo—. Entonces ya sabes lo grave que es esto —dijo de forma terminante.

Yo no sabía qué hacer. En aquel mismo instante había un equipo que contaba conmigo para que lo ayudara a ganar el título del condado, por no hablar de que mi familia, mis amigos y mi casi novia estarían esperando que saltara a la cancha de un momento a otro. Pero delante de mí tenía a alguien de mi misma sangre que necesitaba ayuda. El tío Press había hecho mucho por mí de pequeño y nunca me había pedido nada a cambio, hasta ese momento. ¿Cómo iba a decirle que no?

—¿Me prometes que se lo explicarás a mi entrenador, a mamá y a papá, y a Courtney Chetwynde?

—Lo entenderán —respondió el tío Press con una pequeña sonrisa, igual que las suyas de siempre.

Intenté pensar en cualquier otra razón para no ir con él, pero no se me ocurrió ninguna, así que suspiré y dije:

—Pues vale, vámonos.

El tío Press abrió la puerta al instante. Yo me encogí de hombros y empecé a salir.

—No vas a necesitar la bolsa —me dijo, se refería a mi mochila. No estoy seguro de por qué, pero me sonó raro y un poco siniestro.

—¿De qué va todo esto, tío Press?

Si hubiese contestado mi pregunta con sinceridad, habría corrido escaleras arriba hasta mi habitación para esconderme debajo de la cama, pero no lo hizo. Sólo dijo:

—Ya lo verás.

Era mi tío, confiaba en él, así que dejé caer la mochila y me dirigí a la puerta. El tío Press no me siguió en seguida. Volví la vista atrás y vi que estaba mirando la casa. Puede que me lo imaginara, pero me pareció que estaba un poco triste, como si fuese la última vez que iba a estar allí. Al cabo de unos segundos dijo:

—Te encanta este lugar, ¿verdad? ¿Y tu familia?

—Bueno... sí, claro —respondí. Qué pregunta tan estúpida.

Él miró de nuevo a su alrededor con nostalgia y después se volvió para mirarme. Ya no parecía triste, tenía el aspecto de un tipo con cosas importantes que hacer en otro sitio.

—Vámonos —dijo.

Pasó junto a mí y caminó por el sendero de la entrada hacia la calle. El tío Press siempre llevaba la misma ropa: vaqueros, botas y una camisa de trabajo de color marrón oscuro. Encima se ponía un abrigo largo de piel marrón que le llegaba a las rodillas y oscilaba con el viento al caminar. Lo había visto con aquella pinta muchas veces, pero, por algún motivo, aquella vez daba la impresión de que el tiempo se había detenido para él. En otro momento y lugar podría haber sido un vaquero polvoriento entrando en un pueblo con grandes zancadas, o un emisario militar con documentos vitales. Estaba claro que el tío Press era un personaje único.

La moto más increíble que había visto en mi vida estaba aparcada delante de mi casa. Parecía una de esas coloridas motos de carreras en miniatura de Matchbox con las que yo jugaba no hacía mucho, pero ésta era muy grande y real. El tío Press lo hacía todo con estilo. Cogió el casco extra del asiento y me lo lanzó. Me lo abroché y él hizo lo mismo. Después arrancó el motor y me sorprendió descubrir que no hacía mucho ruido. Esperaba un sonido en plan gruñido de cerdo que me retorciera las tripas, pero aquella moto era casi silenciosa. Sonaba como... bueno, como un cohete a punto de despegar. Salté sobre el asiento detrás de él, y mi tío me miró.

—¿Listo? —me preguntó.

—No —contesté con sinceridad.

—Bien, me sorprendería que lo estuvieras —me soltó él. Metió la marcha, pisó el acelerador, y los dos volamos por la tranquila calle de las afueras en la que había vivido durante catorce años.

Espero volver a verla algún día.

SEGUNDA TIERRA

«... Espero volver a verla algún día.»

Mark Dimond levantó la mirada del montón de pergaminos que tenía en la mano y respiró hondo. El corazón le latía con fuerza. Las palabras de las páginas que tenía delante parecían estar escritas por su mejor amigo, Bobby Pendragon, pero la historia que contaban era imposible. Pero allí estaba. Volvió a mirar las páginas, que parecían escritas de forma frenética. Era la letra de Bobby en tinta negra, emborronada sobre una especie de antiguo pergamino amarillo. Parecía real a la vista y al tacto, pero la mayor parte de lo que contaban aquellas páginas estaba tan lejos de la realidad como un sueño febril.

Mark estaba encerrado en el segundo cubículo contando desde la puerta del servicio de chicos de la tercera planta del instituto Stony Brook. Era un cuarto de baño que casi nadie usaba porque estaba en un extremo del edificio, cerca del departamento de arte y lejos de la zona más transitada. Solía sentarse allí para pensar. De vez en cuando hasta usaba el servicio para lo normal, pero sobre todo iba allí para perderse. Tenía un montón de rabos de zanahoria junto a los pies, ya que las había estado royendo mientras repasaba nervioso las páginas. Mark había leído en alguna parte que las zanahorias mejoraban la vista, pero tras muchos meses de ingesta de zanahorias seguía llevando gafas y sólo había logrado teñirse los dientes de amarillo.

Mark sabía que no era un pringao total, pero tampoco estaba con los chicos guays. Su único contacto con el mundo de «los aceptados» era Bobby. Habían crecido juntos y eran grandes amigos. Mientras que Bobby empezaba a crecer y se hacía popular, Mark seguía teniendo un pie bien puesto en el mundo infantil: todavía leía cómics y tenía sus muñecos en el escritorio. No sabía mucho de música pop y se vestía de forma... bueno, funcional. Pero a Bobby no le importaba, porque Mark le hacía reír y pensar. Los dos podían pasarse horas hablando sobre temas tan diversos como la libertad de expresión o los méritos relativos de Pamela Anderson antes y después de la cirugía estética.

Muchos de los amigos atletas de Bobby se metían con Mark, pero nunca delante de Bobby, no eran tan tontos. Si fastidiabas a Mark, fastidiabas a Bobby, y nadie quería fastidiar a Bobby. Pero ahora alguien estaba fastidiando de verdad a Bobby, Mark tenía la prueba de ello en sus manos. No quería creerse lo que las páginas le decían y en circunstancias normales habría pensado que se trataba de una broma tonta de Bobby. Pero habían pasado algunas cosas que le hacían pensar que no se trataba de una broma. Se apoyó en la fría pared de azulejos y pensó en lo que había pasado la noche anterior.

Mark siempre dormía con una luz nocturna porque le daba miedo la oscuridad. Era su secreto, ni siquiera Bobby lo sabía. Aunque a veces Mark pensaba que la pequeña luz era peor que no tener ninguna, porque creaba sombras... como la chaqueta oscura colgada de la puerta, que parecía la muerte con su guadaña. Se encontraba más de una vez con aquella visión tan desagradable, y no ayudaba nada que Mark sin las gafas no pudiese ver con claridad más allá del borde de la cama. De todos modos, despertarse de golpe de vez en cuando era mejor que dormir en la oscuridad.

La noche anterior le había vuelto a pasar. Mark estaba tumbado en la cama, medio dormido, abrió un ojo y, en su estupor, vio a alguien a los pies de la cama. Su mente intentó decirle que no era más que la sombra proyectada por un coche al pasar, pero las tripas le ordenaron que se despertara del todo, y deprisa. Se le disparó la adrenalina y el cerebro se puso alerta. Intentó fijar sus ojos miopes en el intruso para confirmar que en realidad se trataba de su mochila. Pero no, no podía distinguir lo que era. Así que tanteó la mesita de noche, derribó una taza llena de bolígrafos y su Game Boy, pero consiguió coger las gafas. Cuando por fin se las colocó en la nariz, miró a los pies de la cama... y el miedo lo paralizó.

Allí de pie, iluminada por la suave luz de la luna que entraba por la ventana, había una mujer. Era alta y de piel oscura, llevaba una túnica multicolor que se enganchaba en un hombro y dejaba al descubierto un brazo increíblemente prieto y musculoso. Parecía una bella reina africana. Mark apoyó los talones en la cama y se sentó con la espalda apoyada en la pared del cabecero, con la esperanza vana de conseguir escapar a través de ella.

La mujer se limitó a llevarse un dedo a los labios y emitir un sonido bajito, como «chisss». Mark sentía un miedo absoluto y paralizante. Miró a la mujer a los ojos, y entonces pasó algo extraño: se calmó. Al volver a pensar en aquel momento, no estaba seguro de si ella lo había hipnotizado o de si lo había hechizado de alguna forma porque, curiosamente, el miedo desapareció. La mujer tenía unos ojos dulces y amables que le decían a Mark que no tenía nada que temer.

—Shaaa zaa shuu saaa —dijo en voz baja, y su voz sonaba como el viento cálido a través de los árboles, era agradable y tranquilizadora, aunque no tenía ningún sentido. La mujer rodeó la cama y se sentó junto a Mark. Mark no se alejó de un salto porque, de algún modo, todo aquello parecía... encajar. La mujer metió la mano dentro de la bolsita de cuero que le colgaba del cuello y sacó un anillo. Parecía uno de esos anillos que llevan algunos estudiantes con el emblema de su universidad. Era de plata, con una piedra de color pizarra montada en el centro, y tenía una inscripción alrededor de la piedra, pero estaba escrita en un idioma que Mark no había visto nunca.

—Esto es de Bobby —dijo ella en voz baja.

¿Bobby? ¿Bobby Pendragon? Mark no tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero lo último que esperaba oír de aquella extraña mujer que había aparecido en su dormitorio en plena noche era algo que tuviera que ver con su mejor amigo.

—¿Quién eres? ¿Cómo conoces a Bobby?

Ella cogió con cuidado la mano derecha de Mark y le puso el anillo en el dedo. Encajaba a la perfección. Mark miró el extraño anillo y después miró a la mujer.

—¿Por qué? ¿Qué es esto? —le preguntó.

La mujer tocó los labios de Mark con un dedo para que guardara silencio. Mark sintió al instante que le pesaban los párpados. Un segundo antes había estado todo lo despierto que se pueda estar, pero en ese momento se sentía lo bastante cansado para dormirse de inmediato. Notó que el mundo desaparecía, y se quedó frito en un segundo.

A la mañana siguiente, Mark se despertó a las 6:15 con la ruidosa alarma del despertador, como siempre. Lo primero que pensó fue que odiaba los despertadores. Lo segundo, que había tenido un sueño muy extraño, y se rió entre dientes al pensar que debería dejar de comer vegetales crudos antes de acostarse. Entonces fue a apagar el despertador... y lo vio.

Allí, en su dedo, estaba el anillo que le había dado la mujer. Mark se sentó en la cama a toda prisa, y observó la piedra gris y las inscripciones extrañas. Era real, podía sentirlo, pesaba, no era un sueño. ¿Qué estaba pasando?

Se vistió rápidamente y salió de casa sin contarles a sus padres lo que había pasado. Sólo había una persona que pudiese explicárselo: Bobby Pendragon. Pero ya había pasado algo con Bobby que le daba mala espina. La noche anterior habían sido las semifinales de baloncesto del condado... y Bobby no había aparecido. Sus padres y su hermana estaban allí, pero Bobby no. Después de la primera mitad, Mark fue a preguntarles a los Pendragon dónde estaba Bobby, pero ya se habían ido. Era muy extraño.

Y Stony Brook perdió. Malo. Toda la gente que estaba en el partido echaba humo, quería saber qué le había pasado a su estrella, pero nadie lo sabía. Cuando Mark llegó a casa, llamó a Bobby por teléfono, pero no respondió nadie. Pensó que lo vería en clase al día siguiente y que entonces le contaría la historia, así que se fue a dormir y recibió a su extraña visitante nocturna. Por eso, Mark quería que Bobby le explicara muchas más cosas aparte de por qué no había ido al partido.

Cuando Mark llegó al edificio del instituto, el tema principal de conversación era El partido.

—¡Oye, Dimond! ¿Dónde está tu amigo, la superestrella?

—¡La cagó!

—¡Espero que tenga una buena excusa, Dimond!

—¿Qué le ha pasado?

Todos le gritaban cosas sobre Bobby, y eso sólo podía significar una cosa: que Bobby no había llegado todavía. Como Mark no tenía las respuestas, se encogió de hombros y siguió andando. Fue hasta la taquilla de Bobby; Bobby no estaba allí, pero sí más chicos enfadados que le esperaban para tenderle una emboscada.

—Se rajó, ¿a que sí?

—¡No pudo soportar la presión!

Mark los esquivó y fue a la clase de Bobby, pero tampoco estaba allí. ¿Dónde se había metido? Estaba claro que algo iba mal.

Y entonces pasó: al principio era sólo un cosquilleo, pero aumentó con rapidez. Era el anillo, estaba moviéndose, parecía como si se comprimiera y estirase, comprimiera y estirase.

—¡Dimond! Oye, Dimond, ¿dónde está? —Se le acercaban más chicos, pero no era un buen momento. Mark no sabía qué hacer, así que se cogió el anillo con la otra mano y salió corriendo. Corrió como una bala entre los alumnos, aunque tropezaba con ellos más que esquivarlos. Unos chavales mayores le dieron un empujón y estuvieron a punto de derribarlo, pero Mark consiguió mantenerse en pie. Sonó la campana, y todos se dirigieron a sus clases, pero Mark no se paró hasta llegar a su Fortaleza Solitaria: el servicio de chicos de la tercera planta.

Corrió al centro de la habitación y mantuvo la mano el alto, como si no fuera suya. El anillo seguía moviéndose, se comprimía y se estiraba como si latiese. Entonces la piedra gris comenzó a brillar. Un segundo antes no era más que una masa gris sólida, pero acababa de cobrar vida y parecía un diamante reluciente que lanzaba rayos de luz por toda la habitación.

Mark no podía aguantarlo más, se arrancó el extraño anillo del dedo y lo tiró. El anillo golpeó la pared de azulejos y rebotó hasta detenerse en el centro del cuarto de baño. La piedra siguió disparando rayos de luz que bailaban por el techo y las paredes, y hacían que la habitación pareciese llena de bellas estrellas resplandecientes.

Entonces Mark observó con asombro que la banda circular comenzaba a crecer, que se hacía cada vez más grande, poco a poco, hasta ser del tamaño de un Frisbee, y en el centro de la banda de tamaño imposible ya no había suelo, sino un agujero negro. El anillo había abierto un portal oscuro a... alguna parte. De las profundidades de aquel portal surgía el débil sonido de unas notas musicales. No era una melodía, sino un revoltijo de dulces tonos que aumentaban de volumen.

Mark se alejó unos cuantos pasos del extraño anillo, sin saber si debía darse la vuelta y huir o quedarse para el espectáculo. Estaba fascinado y aterrado a la vez. El volumen de las notas musicales que salían del portal subió tanto que Mark tuvo que taparse los oídos. Le daba igual lo que estuviese pasando, ya no quería seguir formando parte de ello, así que se volvió y corrió hacia la puerta. Estaba a punto de abrirla cuando...

Todo paró, las notas musicales cesaron de una forma tan abrupta que era como si alguien hubiese accionado un interruptor para apagarlas. La luz deslumbrante también desapareció. Lo único que no paró fueron los latidos del corazón de Mark. Fuese lo que fuese, aquello ya había terminado, así que Mark intentó calmarse. Apartó la mano de la puerta y miró de nuevo el servicio: el anillo estaba en el suelo, justo donde lo había tirado. Volvía a tener su tamaño normal, y la piedra había recuperado su color gris opaco.

Pero había algo más. En el suelo, junto al anillo, había un rollo de papel, un pergamino amarillo que alguien había enrollado y atado con una fina cinta de cuero. Mark no sabía qué había sucedido con el anillo, pero el resultado era que había depositado aquel pergamino en el suelo del servicio.

Se acercó al rollo de papel con precaución, se agachó y lo recogió con manos sudorosas. Sí, era papel enrollado, nada que temer, aunque era muy extraño. Mark tiró de la cinta de cuero que lo mantenía sujeto y lo desenrolló con cuidado. Había cuatro hojas, todas escritas. Mark miró la primera línea de la primera página y lo que leyó lo golpeó como una descarga eléctrica. No podía respirar, no podía pensar. Aquel extraño pergamino era una carta... para él.

Comenzaba: «Espero que estés leyendo esto, Mark».

DIARIO N.º 1 (CONTINUACIÓN)

DENDURON

No podía preguntarle muchas cosas al tío Press desde la parte de atrás de una motocicleta en marcha. Entre el zumbido del motor, el viento que nos golpeaba y el hecho de que los dos llevábamos unos cascos de alta tecnología, la conversación resultaba imposible. Así que sólo podía intentar imaginarme adónde íbamos y por qué.

Pero una cosa estaba clara: salíamos del pueblo. Vivía en un barrio tranquilo, silencioso... bueno, sí, aburrido, a las afueras de la ciudad de Nueva York. Había ido unas cuantas veces a la ciudad con mis padres, casi siempre para asistir a acontecimientos como el especial de Navidades del Radio City o el desfile del día de Acción de Gracias que organizaban los grandes almacenes Macy’s. Y también cogí el tren una vez contigo, Mark, para ver aquella peli de James Bond, ¿te acuerdas? Aparte de eso, la ciudad era un misterio para mí.

Por otro lado, no hacía falta ser un taxista de Nueva York para saber que el tío Press se estaba metiendo en una parte de la ciudad que casi todo el mundo definiría como... mala. Sólo había visto aquella cara de Nueva York en las noticias de la tele, cuando se informaba de algún crimen desagradable. Después de salir disparados de la autopista que atravesaba el Bronx, caímos justo en medio de la tierra sin ley. Había edificios quemados por todas partes, no se veía a nadie por la calle, todo parecía vacío y desolado, aunque tenía la espeluznante sensación de que muchos pares de ojos nos observaban desde las ventanas oscuras de los edificios abandonados junto a los que pasábamos. Y, por supuesto, era de noche.

¿Que si estaba asustado? Bueno, a juzgar por el hecho de que tenía ganas de potar y de que estaba agarrado al tío Press con tanta fuerza que esperaba oírle crujir alguna costilla, diría que sí, que estaba asustado. El tío Press conducía la moto hacia una de esas antiguas marquesinas que cubren la entrada a las escaleras de las bocas del metro. Nos subimos a la acera, mi tío apagó el motor, y, de repente, todo quedó en silencio. Sí, llevaba media hora montado en la parte de atrás de una moto, y después de eso cualquier cosa puede considerarse silencio, pero aquello estaba tranquilo de verdad, como un pueblo fantasma. O una ciudad fantasma.

—Aquí es —anunció mi tío mientras bajaba de un salto de la moto. Yo también me bajé y me quité el casco con mucho gusto. Por fin podía oír algo. El tío Press dejó su casco en la moto y se dirigió a la entrada del metro.

—Oye, espera, ¿vamos a dejar ahí la moto y los cascos? —le pregunté sorprendido. No me lo podía creer, ni siquiera había quitado las llaves del contacto. No soy un experto en delincuencia, pero estaba bastante seguro de que, si dejábamos allí todo el equipo, desaparecería en un abrir y cerrar de ojos.

—Ya no lo necesitamos —dijo a toda prisa, y empezó a bajar por las escaleras del metro.

—¿Por qué cogemos el metro? —le pregunté—. ¿Por qué no seguimos en la moto?

—Porque no podemos llevarnos la moto al sitio al que vamos —me respondió él como si resultara obvio. Me dio la espalda y bajó unos cuantos escalones más. Yo no me moví, quería respuestas y no iba a dar ni un paso más hasta obtenerlas. El tío Press notó que no lo seguía, así que se detuvo y me miró—. ¿Qué? —me preguntó con un poquito de frustración.

—Acabo de fastidiar el partido más importante de mi vida, mi equipo me va a crucificar mañana, ¿y quieres que baje contigo al metro en uno de los peores barrios de Nueva York? ¡Creo que me merezco saber qué está pasando!

Aquello había ido ya demasiado lejos, y, si no conseguía respuestas, pensaba largarme. Claro que no sabía adónde iba a ir si el tío Press me dejaba allí y se marchaba solo. Supuse que podía arriesgarme; después de todo, era mi tío.

El tío Press se ablandó, y por un instante volví a ver la cara del tipo que conocía de toda la vida.

—Llevas razón, Bobby, te he pedido mucho sin explicarte nada, pero si nos paramos para hacerlo puede que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué?

—Hay unas personas que tienen problemas y confían en que yo les ayude... y yo confío en que tú me ayudes a mí.

—¿De verdad? —Me sentía halagado y aterrado a la vez—. ¿Qué tipo de problemas?

—Me llevaría una eternidad explicártelo, será mejor que te lo enseñe.

No sabía qué hacer. Aunque hubiese querido huir, no tenía ni idea de cómo salir de allí. Y allí estaba ese tío, mi tío, que me miraba a los ojos y me decía que me necesitaba. No había muchas opciones, así que finalmente decidí divulgar el único pensamiento que ocupaba toda mi mente.

—Tengo miedo. —Ya está, ya lo había dicho.

—Lo sé, pero créeme, Bobby, mientras esté en mi mano no dejaré que te pase nada. —Lo dijo con tal sinceridad que me hizo sentir mejor... durante más o menos un segundo.

—¿Qué pasa si no está en tu mano? —le pregunté.

—Eso no pasará por ahora —respondió el tío Press con una sonrisa—. ¿Vienes conmigo?

Dicen que cuando estás a punto de enfrentarte a tu fin ves pasar la vida delante de ti como si fuera una película. Me sorprendió que no pasara: no pensé en el partido, ni en mi familia, ni siquiera en Courtney Chetwynde. Sólo pensé en mí y en el tío Press, en aquel lugar y en aquel momento. Me lo tomé como una buena señal, así que reuní todo el valor que pude y dije:

—Vamos al lío.

El tío Press soltó una carcajada de esas que hacía tiempo que no le oía soltar, después se volvió y corrió escaleras abajo. Mientras lo observaba desaparecer en el oscuro agujero del metro, hice lo que pude por convencerme de que no hacía el idiota siguiéndole el juego. Al llegar al final de las escaleras, vi que el tío Press estaba delante de una pared de contrachapado cubierta de graffiti que bloqueaba la entrada. La estación estaba cerrada y, por el aspecto de la vieja madera, llevaba cerrada mucho tiempo.

—Bueno, tenemos un problema —dije con mucha labia—. No seguimos, ¿no?

El tío Press se volvió hacia mí y, con la sinceridad de un profesor erudito que imparte las palabras doradas de la sabiduría, dijo:

—No existen los problemas, sino los retos.

—Bueno, si el reto es coger el metro en una estación cerrada —repliqué—, diría que tenemos un problema.

Pero no para el tío Press. Agarró una de las tablas como si nada y tiró de ella. No pareció tirar con mucha fuerza, pero al instante cuatro tablas enormes se soltaron de una vez y abrieron una entrada a la estación a oscuras.

—¿Quién ha dicho que vamos a coger el metro? —dijo con una sonrisa maliciosa.

Soltó el enorme pedazo de madera sobre los escalones sin mucho esfuerzo y entró en la estación. Yo no tenía ni idea de que el tío Press fuese tan fuerte, ni tampoco de por qué estábamos entrando en una estación de metro cerrada, por la noche y en el peor barrio de la ciudad.

Entonces el tío Press asomó la cabeza por el hueco.

—¿Vienes?

Estaba a punto de darme la vuelta, salir corriendo escaleras arriba y hacer un curso acelerado de conducción de motos, pero no lo hice. De todos modos, lo más seguro era que ya hubiesen robado la moto. Como no tenía elección, lo seguí.

La estación llevaba mucho tiempo cerrada. La luz de las farolas, que se filtraba a través de las rejillas de la acera, era lo único que la iluminaba. El suave brillo proyectaba un dibujo cuadriculado en las paredes y dejaba a oscuras el resto de la estación. Mis ojos tardaron un momento en acostumbrarse, pero al hacerlo contemplé un pedazo olvidado de la historia. En algún momento aquella estación tenía que haber sido un hervidero. Pude distinguir unos azulejos recargados en las paredes; debían de haber sido preciosos en su momento, pero se habían convertido en un revoltijo de grietas mugrientas con el aspecto de una telaraña sucia y gigantesca. Había basura por todas partes, los bancos estaban tumbados, y las ventanillas de venta de billetes estaban destrozadas. En una palabra, era triste.

Mientras estaba en las escaleras de cemento, la estación abandonada empezó a cobrar vida. Se inició con un débil traqueteo que aumentaba de volumen. Puede que la estación estuviese cerrada, pero los trenes del metro seguían pasando por allí. Primero vi los focos que iluminaban la abertura, las vías y las paredes. Después llegó el tren... muy deprisa. Ya no tenía que detenerse en aquella estación, así que pasó como un relámpago de camino a algún otro lugar. Durante un breve instante me imaginé la estación en sus mejores tiempos, pero la imagen desapareció igual de deprisa, y con ella el tren. En un instante el lugar volvió a sumirse en un silencio sepulcral, y la única prueba del paso del tren eran los remolinos de papel crujiente formados por el viento que dejaba detrás.

Miré al tío Press para ver si él apreciaba tanto como yo aquel fragmento melancólico de la historia de Nueva York, pero no, él estaba examinando la estación con una mirada penetrante y concentrada, en busca de... algo. Yo no sabía el qué, pero me daba la impresión de que acababa de entrar en modo alarma. Estaba totalmente alerta, lo que no me tranquilizó demasiado.

—¿Qué? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.

Empezó a bajar las escaleras a toda prisa, y lo seguí.

—Mira, Bobby —dijo de forma apresurada, como si no tuviese mucho tiempo—, por si pasara algo, quiero que sepas lo que tienes que hacer.

—¿Pasar? ¿Qué quieres decir con eso? —No sonaba bien.

—Todo irá bien si sabes lo que tienes que hacer. No estamos aquí para coger el metro, sino porque aquí está el portal.

—¿Portal? ¿Qué portal?

—Al final del andén hay unas escaleras que llevan a las vías. Si avanzas por las vías, verás una puerta en la pared a unos veinticinco metros. Tiene un dibujo, algo parecido a una estrella. —Las cosas iban demasiado deprisa para mi gusto. El tío Press caminaba a toda velocidad en dirección al final del andén, y yo tenía que esquivar columnas y papeleras volcadas para seguirle el ritmo—. ¿Me sigues? —me preguntó de forma brusca.

—Sí —contesté—, escaleras, puerta, estrella. ¿Por qué...?

—La puerta es el portal. Si por alguna razón no estoy contigo, abre la puerta, entra y di: «Denduron».

—¿Denda qué?

—Den-du-ron. ¡Dilo!

—Denduron, lo tengo. ¿Qué es, una especie de contraseña?

—Nos llevará adonde queremos ir.

Vale, aquello ya no podía ser más misterioso. ¿Por qué no decíamos abracadabra o algo igual de estúpido? Empezaba a pensar que no era más que una broma tonta.

—¿Por qué me dices todo esto? —le pregunté, nervioso—, ¿es que no vamos juntos?

—Ése es el plan, pero si pasara...

—¡Paraos ahora mismo! —Oh, oh. No estábamos solos. Los dos nos paramos de golpe y nos volvimos para ver... a un poli. Nos habían pillado, aunque no estaba muy seguro del cargo. Entrada ilegal, supongo—. Bueno, chicos, ¿me decís qué hacéis aquí abajo?

El poli parecía seguro de sí mismo... no, más bien chulillo. Era un tipo con buena pinta: llevaba un uniforme de color caqui en perfecto estado, una gran placa y una pistola aún más grade. Al menos todavía la llevaba en la funda. Aunque nos habían pillado, casi me sentí aliviado al verlo porque, para serte sincero, el tío Press empezaba a ponerme los nervios de punta. No creía que se le hubiese ido la perola, pero aquella aventura era cada vez más extraña. Quizá la aparición del poli le obligara a explicar las cosas un poco mejor. Miré al tío Press para ver qué le contestaba al policía, pero no me gustó lo que vi: el tío Press se enfrentaba a la mirada del poli. Podía sentir los engranajes que le giraban dentro de la cabeza, los cálculos. Pero ¿para qué? ¿Para escapar? Esperaba que no, porque la pistola del policía parecía peligrosa. Hubo un momento de silencio, como un punto muerto, y entonces otra persona se unió a la fiesta.

—¿Es que no podéis dejarme en paz?

Todos miramos hacia un rincón oscuro en el que había una pila de basura, o al menos parecía basura hasta que se movió y vimos que se trataba de un sin techo. Me corrijo, tenía un techo y estábamos bajo él. Era un tipo grande y resultaba imposible adivinar su edad, porque sólo podía verse un enredo de pelo y andrajos. Tampoco olía muy bien. Se levantó y arrastró los pies hacia nosotros mientras decía disparates con voz espesa:

—¡Paz! ¡Es lo único que quiero! ¡Un poco de paz, un poco de tranquilidad! —farfulló.

El tío Press se cuadró y se mantuvo firme, sin dejar de observar al poli y al sin techo. Seguía pensando y calculando.

—Será mejor que vengáis los dos conmigo —dijo el poli tranquilamente, sin alterarse por el recién llegado.

Miré al tío Press, pero él no se movió. El sin techo se acercó más.

—¡Castillo! ¡Éste es mi castillo! Quiero que os...

—¿Qué? —le preguntó el tío Press—. ¿Qué quiere que hagamos? —No me podía creer que intentara hablar con aquel pirado. Entonces el andén comenzó a temblar, se acercaba otro tren.

—¡Quiero que os vayáis todos! ¡Dejadme solo!

Por algún motivo, aquello le arrancó una sonrisa al tío Press, lo que me dejó totalmente confundido. No sabía lo que había estado calculando, pero ya tenía una respuesta. Le dio la espalda al sin techo y se enfrentó al poli.

—No conoces este territorio, ¿verdad? —le dijo al poli.

¿Eh? ¿Qué quería decir eso? Detrás de nosotros, la luz del tren empezaba a llegar a la estación, estaría allí en unos segundos.

El sin techo empezó a agitar los brazos para darle énfasis a sus palabras.

—¡Tú! ¡Estoy hablando contigo! ¡Quiero que salgas de mi castillo! —le gritó al poli.

Yo temía que el poli apuntara con la pistola a aquel tipo para protegerse, pero no lo hizo, sino que se limitó a quedarse allí parado, con la vista fija en el tío Press. Parecían dos vaqueros, como si esperasen a que el otro parpadeara para entrar en acción.

—¿Qué te dio la primera pista? —preguntó el poli con una sonrisita.

—El uniforme. Los polis municipales de este territorio van de azul, no de caqui —respondió mi tío Press. ¿Aquel tío no era policía? Entonces, ¿quién era? La bocina del tren retumbó en el túnel, y los chirridos de las ruedas de metal se acercaron—. Pero me siento halagado —siguió diciendo con calma el tío Press—, has venido en persona.

¡El tío Press sabía quién era aquel tipo! El sin techo se estaba acercando al poli, o a lo que fuera.

—¡Ya está bien! ¡Ya está bien! Si no salís ahora mismo, voy a...

De repente, el poli miró al sin techo con unos ojos fríos que me dejaron sin aliento. Aquella mirada lo detuvo de golpe. El poli lo contempló con una intensidad que yo no había visto nunca; el sin techo se quedó paralizado y después empezó a temblar como si tuviese fiebre.

Volvió a retumbar la bocina del tren, que ya casi había llegado a la estación.

El sin techo parecía querer huir, pero la mirada láser del poli lo tenía atrapado. Entonces pasó algo que no olvidaré mientras viva, aunque me gustaría hacerlo: el sin techo abrió la boca, dejó escapar un grito angustiado y horrible, y corrió. Pero no corrió para alejarse de allí, ¡corrió hacia las vías! El tren llegaba a la estación a toda velocidad y este tío corría hacia él.

—¡No! ¡Para! —le grité, pero no sirvió de nada. El sin techo siguió corriendo... y saltó delante del tren.

Me volví en el último segundo, pero eso no evitó que lo oyera todo. El golpe me revolvió el estómago, y el grito se paró de repente. El tren ni siquiera se detuvo, seguro que los que iban a bordo nunca supieron lo sucedido. Miré al tío Press, que parecía triste, pero borró aquella expresión de su rostro en un instante y miró de nuevo al poli, que seguía allí y sonreía con aspecto engreído.

—Eso ha sido una bajeza incluso para ti, Saint Dane —dijo el tío Press con los dientes apretados.

Saint Dane. Aquélla fue la primera vez que oí el nombre, pero tenía la siniestra impresión de que no sería la última.

—Sólo quería que el chico tuviese una idea de lo que le espera —dijo el poli, Saint Dane, mientras se encogía de hombros con aire inocente.

No me gustó nada cómo sonaba aquello.

Y entonces Saint Dane empezó a transformarse. No me podía creer lo que veía, pero era real: su cara, su ropa, todo cambió. Observé totalmente asombrado cómo se transformaba en otra persona. El cabello liso le creció hasta los hombros; el cuerpo aumentó de altura hasta alcanzar los dos metros; la piel se volvió de un blanco fantasmal; la ropa pasó de ser un uniforme de poli caqui a un traje negro que me recordaba vagamente al Extremo Oriente. Pero nada tenía importancia si se comparaba con sus ojos, que pasaron a ser de un azul helado y brillaban con una intensidad maligna que haría que cualquiera saltase delante de un tren en marcha.

Lo único que no cambió fue la pistola, lo cual me sorprendió, lo mismo que al tío Press. Con una habilidad que me hizo sospechar que tenía que haber hecho aquello miles de veces, el tío Press se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una automática. Saint Dane también cogió su pistola, y yo me quedé paralizado. ¿Alguna vez has oído eso de que los ciervos se quedan paralizados delante de los faros de un coche? Pues así estaba yo, no podía moverme, y lo siguiente que supe es que había caído de culo al suelo. El tío Press me había tirado detrás de un banco de madera. Estábamos protegidos de Saint Dane, pero ¿por cuánto tiempo?

El tío Press me miró y dijo una sola palabra, con un tono de voz mucho más tranquilo de que lo requería la situación:

—Corre.

—Pero, ¿qué pasa con...?

—¡Corre! —Entonces abandonó la protección del banco y empezó a disparar. Me quedé allí lo bastante para ver que Saint Dane se ponía detrás de una columna para protegerse. El tío Press era un tirador bastante bueno, porque los azulejos de la columna se astillaron y se hicieron pedazos con sus balas. Estaba claro que sabía lo que se hacía: estaba manteniendo ocupado a Saint Dane para que yo pudiese salir corriendo. Pero ¿hacia dónde?

—¡La puerta, Bobby! —¡Claro! La puerta con la estrella y el abracadabra, ya lo pillaba. Empecé a arrastrarme por el suelo, pero el tío Press me gritó algo más—. ¡Ten cuidado con los quigs!

¿Cómo? ¿Qué es un quig? ¡Bang! Un azulejo saltó en pedazos justo al lado de mi oreja. Saint Dane estaba devolviendo los disparos, ¡y yo era el blanco! No necesitaba más estímulo para salir corriendo. Detrás de mí, el sonido de los disparos resonaba en la estación vacía de forma ensordecedora. Pasé junto a una columna y, ¡bang!, una bala pulverizó otro azulejo; estaba tan cerca que algunos trocitos se me clavaron en la nuca. Llegué al extremo del andén y vi las escaleras que bajaban hasta las vías, como el tío Press me había descrito. Me detuve un segundo y pensé que debía de estar loco para arrastrarme por las vías del metro, pero la alternativa era peor. Sería más fácil enfrentarse al metro que a Saint Dane, así que respiré hondo y bajé las escaleras.

Una vez en las vías, los disparos parecían muy lejos. Todavía podía oír alguna que otra pistola, pero me preocupaba más lo que tenía delante que lo que había detrás. Durante un instante pensé en volver y ayudar al tío Press, pero saltar en medio de un tiroteo no parecía una de mis mejores ideas. Sólo podía conservar la esperanza de que supiese manejar la situación, así que tenía que seguir sus instrucciones.

Estaba oscuro, tenía que tantear la pared grasienta para no pisar las vías por accidente. Había oído hablar del famoso «tercer raíl» que propulsaba los trenes. Si lo pisabas te convertías en pollo frito, así que me quedé tan pegado a la pared como pude. El tío Press me había dicho que la puerta estaba a unos veinticinco metros del andén. Intenté visualizar un campo de fútbol americano para ver cuánto era eso, pero no sirvió de nada. Supuse que tendría que seguir palpando con la mano hasta dar con la puerta misteriosa. Mi mayor miedo era pasarla de largo y...

Grrrrrr.

Oí un gruñido detrás de mí, ¿qué había sido eso? ¿Era un tren? ¿Era la electricidad que recorría el tercer raíl? No era ninguna de las dos cosas, porque lo oí de nuevo desde una dirección distinta.

Grrrrrr.

Sonaba como un gruñido, pero no creía que las ratas gruñeran, así que no podían ser ratas. Genial, porque odiaba las ratas. Miré a mi alrededor muy despacio en la penumbra y vi algo que casi me para el corazón: al otro lado de las vías había un par de ojos que me miraban. Estaban cerca del suelo y reflejaban la luz de tal forma que lanzaban destellos amarillos. Era algún tipo de animal, ¿podría ser el quig sobre el que me había advertido el tío Press? O quizá fuera un perro salvaje. Fuera lo que fuese, era grande y tenía amigos, porque aparecieron más ojos. Era una manada de animales que se estaba agrupando, y sus gruñidos me decían que no eran amistosos. Glup. Mi plan era hacer todo lo posible por no parecer amenazante, así que decidí moverme muy despacio, de forma muy pausada, avanzar hacia la puerta y...

¡grrrrrrr!

¡Demasiado tarde! ¡Toda la jauría de perros, o de quigs, o de lo que fuera salió de las sombras y cargó contra mí! De repente, el tercer raíl ya no parecía tan peligroso. Me di la vuelta y corrí. Habría una docena de ellos, podía oír que los dientes les rechinaban y que las zarpas arañaban los raíles de metal al saltar los unos sobre los otros para cogerme y... y no quería pensar en lo que pasaría si lo hacían. Recuerdo haber pensado fugazmente que quizá pisaran el tercer raíl y se vaporizaran, pero no pasó. Mi única esperanza era encontrar la puerta. Estaba tan oscuro que no dejaba de tropezarme con piedras, basura, traviesas del tren y todo lo demás que había por allí, pero seguí avanzando, no tenía alternativa: si caía, era picadillo.

Entonces, como el hombre que se ahoga y ve un salvavidas, vi la puerta. La única luz la daban unas viejas bombillas asquerosas colgadas sobre las vías, pero me bastaba para ver. En un hueco de la pared de cemento había una puerta pequeña con una tenue forma de estrella grabada en la madera. ¡Ésa era! Corrí hacia la puerta, pero descubrí que no tenía pomo, ¡no podía abrirla!

Miré hacia atrás y vi que tenía a la jauría de animales casi encima, sólo me quedaban unos segundos. Apoyé todo mi peso en la puerta y se abrió. ¡La puerta se abría hacia dentro, no hacia fuera! Caí dentro y me arrastré como pude para cerrar la puerta, justo cuando (¡pum, pum, pum!) los animales llegaban hasta ella. Apoyé la espalda en la puerta, desesperado porque no entraran, pero eran fuertes. Podía oír cómo arañaban febrilmente la madera; no podría contenerlos por mucho tiempo.

Bueno, voy a pararme aquí, Mark, porque lo que pasó después es mucho más importante que esos animales que intentaban cogerme. Lo sé, parece difícil de creer, pero es cierto. Está claro que los perros salvajes, o los quigs, o como se llamen no me cogieron porque, si lo hubiesen hecho, no estaría escribiéndote esto. Claro. Creo que lo que pasó después fue lo más importante de toda esta pesadilla. Aunque todo lo que me había pasado hasta el momento había sido aterrador y extraño, no podía prepararme para lo que me esperaba detrás de la puerta.

Mientras intentaba mantener a los animales fuera, observé el espacio en el que acababa de entrar. Lo que vi fue un túnel largo y oscuro, no muy grande, quizá de unos dos metros de alto. Las paredes eran de roca irregular de color gris pizarra. No parecía que lo hubiese excavado una máquina, porque era tosco, como si alguien hubiese cavado el túnel con herramientas manuales. Tampoco podía ver hasta dónde llegaba, porque bajaba hacia la oscuridad. A lo mejor no tenía fin.