Perdida en sus brazos - Un huésped inesperado - Lilian Darcy - E-Book

Perdida en sus brazos - Un huésped inesperado E-Book

Lilian Darcy

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Beschreibung

Perdida en tus brazos Carmen O'Brien estaba muy ocupada cuidando de todos sus hermanos y realizando su trabajo. Por si eso no hubiera sido suficiente, acababa de aparecer en su vida un hombre guapo y sexy llamado Jack Davey. Era maravilloso poder divertirse un poco para variar, pero ella tenía que pensar en su familia. Pero entonces descubrió que estaría unida a Jack para siempre. Llevaba mucho tiempo ejerciendo de madre, pero ahora iba a serlo de verdad, y necesitaba a Jack más que nunca...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 435 - julio 2021

 

© 2008 Lilian Darcy

Perdida en tus brazos

Título original: A Mother in the Making

 

© 2009 Linda Lael Miller

Un huésped inesperado

Título original: At Home in Stone Creek

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-953-1

Índice

 

Créditos

Perdida en tus brazos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

 

Un huésped inesperado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

JACK oyó sonar el móvil cuando estaba en mitad del lento y cuidadoso proceso de vestirse. El teléfono estaba abajo, en la mesita de café donde lo había dejado la noche anterior. Sin camisa, descalzo y maldiciendo, bajó las escaleras demasiado rápido, rodeó como pudo el poste del rellano intermedio y se golpeó el hombro en la pared opuesta, lo que hizo que la herida curada a medias del costado izquierdo le doliera con furia cuando agarró el teléfono.

Con la camiseta hecha una bola en la mano libre, oyó la voz de Terri. Esperaba su llamada. Había pensado en eso cuando, despierto durante la noche, no conseguía volver a dormirse.

—Lo siento, ¿te he sacado de la cama? —le preguntó. Y él captó una leve nota de reprensión en su voz.

«Sí, Terri, vale, lo entiendo, crees que soy un vago». Eran las siete y media de la mañana de un lunes en Nueva Jersey. Jay, el nuevo marido de Terri, se levantaba a las seis todos los días, iba una hora al gimnasio, tomaba un desayuno potente y aún conseguía ganar un par de millones de dólares antes de la comida.

—Estaba en la ducha —contestó, después de un breve silencio. Todavía le ardía el costado y no podía molestarse en intentar cambiar lo que su ex mujer pensaba de él.

Lo que pensaba de él había quedado muy claro durante el proceso de divorcio.

Lo único que importaba ya de su relación era Ryan, e importaba muchísimo. Él era lo más importante.

Jack respiró con cautela y paseó por el suelo de tarima, mientras deseaba que cediera el dolor. ¿Qué se había hecho? ¿Se había abierto los puntos? ¿Y se notaba su agonía en su voz?

Terri sabía que acababa de volver del hospital, pero él le había contado lo ocurrido quitándole importancia. Ella ya no consideraba a los policías como héroes. Por lo que a ella se refería, los hombres de verdad eran los tiburones de Wall Street , con cuentas bancarias piratas y limusinas brillantes.

Cuando se casaron a los veinte años, catorce años atrás, ella no era así. Entonces Jack no había visto esa faceta suya. Decidir que ya no lo quería parecía haberle dado licencia para jugar tan sucio como pudiera, y eso lo ponía nervioso.

—¿Jay y tú habéis tenido vuestra reunión? —preguntó él.

—Consejo de familia —se apresuró a corregir ella, como si la distinción fuera importante.

Jack pensó que era típico de Jay Kruger llevar su nueva familia como dirigía sus empresas, con reuniones, agendas y juegos de poder, pero Terri no quería ver las cosas de ese modo.

Esperó a que siguiera hablando.

—Sí, la hemos tenido… —musitó ella.

Jack apretó los dientes. Conocía sus intenciones. Ella quería hacerle esperar y suplicar. Eran como las pausas inútiles de treinta y dos segundos en los reality shows de la tele antes de anunciar el nombre del ganador o el perdedor. ¿De verdad creía su ex que él no veía su manipulación emocional?

—Ve al grano, Terri —le espetó.

—¿Al grano? No sé si me gusta lo que insinúas, Jack. Esto no es un juego.

—Eso ya lo sé.

—Estos temas son muy serios.

—Ya lo sé. Dime lo que habéis decidido Jay y tú.

—¿Lo ves? No me gusta oírte tan agresivo. Me hace dudar de si habré tomado la decisión correcta.

A Jack le dio un vuelco el corazón. La decisión correcta. ¿Acaso…?

—Por favor, dímelo directamente y no me hagas esperar más —al final se había salido con la suya y había conseguido hacerle suplicar—. ¿Qué decisión has tomado?

—A eso voy —la voz de ella mostraba un deje exagerado de paciencia—. Pero antes tienes que conocer el proceso que hemos seguido. Esto no se ha decidido a la ligera.

Invirtió varios minutos en contarle el supuesto proceso: sus sentimientos y sus prioridades; y unos cuantos más en recordarle que ella nunca había querido hacerle daño. Al fin terminó:

—Y creemos que lo más importante en todo esto tiene que ser el bien de Ryan.

Hablaba como si compartiera generosamente con él un descubrimiento nuevo y profundo. En realidad, Jack había dicho lo mismo durante casi tres años sin conseguir que le escucharan. Había tenido que soportar retrasos, manipulaciones y mentiras en la cara. Sólo seis meses atrás había recurrido a la amenaza de ir a los tribunales.

—Creemos que arrastrarlo por un procedimiento judicial no es lo mejor para él —prosiguió ella.

¿Ah, no? ¿No era lo mejor para Ryan? ¡Qué intuitiva y qué profunda! A él nunca se le habría ocurrido pensar en el bien de Ryan.

De fuera llegó el sonido de la puerta de un coche al cerrarse, seguido de ruidos metálicos, y Jack se esforzó por oír la voz de su ex.

—… y Jay también quiere recompensar tu deseo de seguir formando parte de la vida de Ryan.

¿Recompensar su deseo de seguir formando parte? ¿Estaba leyendo aquello de un guión?

—Me vale… —repuso con cautela. El dolor le palpitaba en el costado izquierdo, aunque había empezado a aflojar. Esperó.

—Y por eso hemos decidido darte lo que quieres —dijo Terri, y a él le costó trabajo creer lo que oía.

¿Darle lo que quería?

¿Así sin más?

¡Tenía que haber una trampa!

—Ryan puede pasar contigo un fin de semana de cada dos —anunció ella—. Desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la tarde, y tres noches entre semana, de lunes a miércoles de cada dos semanas.

Vale, sí había una trampa. Cinco noches de catorce, divididas en dos paquetes separados, cuando él quería siete noches consecutivas. Ryan no necesitaba pasarse la vida guardando pijamas y deberes y yendo de acá para allá.

Aun así, era mucho mejor de lo que había esperado.

Hasta el punto de que no tendría sentido seguir presionando por las siete noches consecutivas.

Pasar tiempo de verdad con su hijo de nueve años sin tener que meterse en peleas. Podrían empezar el nuevo acuerdo inmediatamente. Había creído que Terri se mantendría firme en su postura anterior de un fin de semana de cada cuatro a menos que fueran a los tribunales y se había sentido muy dividido sobre lo que debía hacer por el bien de Ryan. Había intentado seriamente que las cosas no se pusieran muy mal entre Terri y él por el bien de su hijo.

Aquello estaba bastante bien.

A pesar del dolor del costado y de la noche sin dormir, la noticia le hizo luchar con sus sentimientos, esforzarse desesperadamente por mantenerlos a raya. Sentía la garganta oprimida y una sensación de alivio le debilitaba las piernas. Empezaron a picarle los ojos.

¡No podía hacer eso! La psicóloga de la policía no dejaba de decirle que estaba acumulando demasiadas cosas y acabaría por explotar. Probablemente tenía razón, pero no iba a derrumbarse ahora con su ex al teléfono.

Apretó los músculos del estómago y sintió una punzada de dolor en las entrañas.

—Eso está bien, Terri, está muy bien —consiguió decir, camino de la cocina.

Agua.

Necesitaba un vaso de agua para tragar el nudo que tenía en la garganta.

—Pero tenemos que llegar un acuerdo con los detalles… —el tono de voz de su ex mujer lanzaba una advertencia, como el de un padre que avisa a su hijo de que antes tiene que hacer los deberes.

—Por supuesto.

La emoción le oprimía el pecho y el dolor le atravesaba el costado. ¿Qué se había hecho bajando las escaleras? El doctor había dicho que estaba muy contento con el modo en que cicatrizaba la herida desde la operación.

—Yo lo recogeré en el colegio los jueves porque tiene violín —decía Terri.

—Yo puedo llevarlo a violín —consiguió responder Jack.

—No, porque necesito tomar notas de su profesor sobre las horas de ensayo —explicó ella, como si semejante tarea estuviera más allá de la capacidad de Jack.

—Hablaremos más tarde, ¿vale? —dijo él, con los dientes apretados por el dolor del costado.

—Supongo que tienes que vestirte…

—Algo parecido.

Jack desconectó la llamada y entró en la cocina con intención de inclinarse encima del fregadero y jadear y gruñir un rato… quizá incluso permitirse derrumbarse en cuanto dejara el teléfono. Pero allí había una mujer desconocida con una caja de herramientas abierta en el suelo, y los dos se quedaron paralizados al ver al otro.

Ella dejó caer algo en la caja de herramientas con un sonido metálico, soltó un grito y se llevó un puño al corazón.

—¡Oh, no lo había oído!

Jack tragó el nudo que tenía en la garganta, dejó el teléfono en el banco de la cocina y dijo:

—Ah, hola.

¿Qué hacía aquella mujer en su cocina? Tenía carne de gallina en los brazos desnudos y un aura de energía la envolvía. Jack estaba confuso.

Allí debería estar Cormack O’Brien empezando el trabajo de remodelación de la cocina y el baño, no aquella mujer exuberante, poco vestida para principios de abril con una camiseta y un pantalón vaquero corto. Llevaba pendientes rojos largos, que se balanceaban adelante y atrás al mover la cabeza, y tenía pelo moreno rizado, ojos marrones y piel bronceada. Mostraba una expresión asustada en el rostro, y él no quería que viera… que viera…

Con un esfuerzo heroico, tensó todos los músculos del cuerpo, sacudió la camiseta para ponérsela y consiguió dar la impresión de que no pasaba nada.

—Usted es Jack —dijo la mujer, que retrocedió un paso con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.

Esperaba de verdad que aquel hombre fuera Jack, el dueño de la casa, porque no estaba segura de poder con él si se trataba de un intruso. Era alto y fuerte y, con el pecho desnudo, los brazos musculosos y la camiseta arrugada en el puño, parecía en tensión y dispuesto para saltar.

—Soy Carmen, la hermana de Cormack O’Brien —dijo con rapidez—. La segunda C de Reformas C & C. Mi hermano está enfermo y no puede trabajar hoy.

Era ella la que daba explicaciones, pero Jack Davey transmitía la impresión de ser él el que pensaba que estaba donde no debía.

—Bien —dijo—. Bien.

—Y usted es Jack —ella consiguió evitar que sonara a pregunta.

—Sí, así es —él bajó la camiseta, el trapo o lo que quiera que fuera. Estaba sólo a medio vestir. Iba descalzo y llevaba abierta la cremallera de los vaqueros. Su pelo moreno estaba revuelto y hacía un par de días que no se afeitaba. Tenía ojos grises con pequeñas arrugas en las esquinas.

Cuando apartó la camiseta, ella vio la marca roja de una herida apenas cicatrizada que le cruzaba la caja torácica y se preguntó qué le había pasado. ¿Operación de corazón? ¿Por eso parecía tan serio y sombrío?

—Lo siento —dijo él entre dientes—. Me duele el costado.

—Oh, entiendo, parece grave.

—Lo siento —repitió él.

—No, no, no importa. Yo no soy la persona que esperaba. Nos hemos asustado mutuamente —ella tampoco esperaba un hombre medio desnudo y bien formado que parecía una bomba a punto de explotar.

—Tiene que empezar a trabajar. Me…

—No hay prisa. Aunque me ayudaría a calentarme un poco —sonrió ella, y se frotó la carne de gallina de los brazos—. Voy vestida para trabajar duro en mitad del día, no para estarme quieta a primera hora de la mañana.

Jack asintió vagamente con la cabeza y miró el fregadero detrás de ella. ¿Qué le ocurría a aquel hombre?

—Hum, ¿se encuentra bien?

—Sí, sí, estoy bien.

Estaba claro que mentía, pues apenas conseguía pronunciar las palabras. Tenía el rostro tenso y sus ojos grises parecían ranuras.

—No no lo está —repuso ella con gentileza.

Y entonces sucedió. El estómago de él se agitó, apretó la camiseta contra la cara, le temblaron los hombros y salió un sonido de su boca.

Estaba llorando.

Lloraba con sollozos profundos y dolorosos, y quince años de dolor familiar le habían enseñado a Carmen una respuesta instintiva que le salió sin pensar. Se acercó a él, abrazó su cuerpo grande y cálido y lo dejó sollozar en sus brazos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

CARMEN no sabía cuánto tiempo llevaban así.

Tenía que ponerse de puntillas para abrazar a Jack Davey, aunque ya estaba inclinado. La postura incómoda seguramente se debía a que quería proteger la herida del costado. Procuró no estrecharlo demasiado porque sabía que sufría. Apoyó la cabeza de él en su hombro y la meció como lo hacía cuando el cuerpo lloroso que tenía en los brazos era el de su padre, su hermana Melanie o su hermano Joe.

Precisamente la noche anterior había abrazado así a su otra hermana, Kate, de dieciocho años, después de que llegara a casa a medianoche, Carmen le preguntara gritando por qué estaba borracha y Kate le devolviera los gritos para después deshacerse en llanto.

Carmen le había acariciado el pelo y la había tranquilizado con ruiditos.

—Tienes que controlarte, preciosa, no puedes alterarte de este modo. ¿Qué pasa?

Kate no tenía respuesta, y sus lágrimas dieron paso a la arrogancia de los adolescentes.

—No tienes ni idea, Carmen. Me tratas como a una niña. ¿Por qué no me dejes en paz? —y después de eso corrió al baño a vomitar el cóctel de comida basura y alcohol que se agitaba en su estómago.

¿Habría algo más en ese cóctel aparte de alcohol?

¿Algo más fuerte?

Carmen estaba muy preocupada por ella y no sabía lo que podía hacer.

Y ahora tenía a un desconocido llorando en su hombro y tampoco sabía lo que podía hacer. Especialmente al darse cuenta de que pensar en Kate la había llevado a acariciar el pelo del hombre del mismo modo tranquilizador mientras susurraba:

—No importa, no importa, déjalo salir fuera.

¡Santo cielo! ¿Se había dado cuenta él?

Detuvo el movimiento con cautela, pues no quería apartar la mano de golpe. La dejó apoyada en la cabeza y captó el aroma a champú de manzana de su pelo. Los temblores de su cuerpo empezaban a disminuir. Ella levantó la cabeza y le dio unas palmaditas en la espalda, donde encontró músculos firmes y bien trabajados. Tenía el cuerpo más duro y fuerte que había tocado nunca. ¿Cómo era posible que un cuerpo así pareciera tan vulnerable en sus brazos? ¿Qué le pasaba?

—Lo siento —la voz de él sonaba metálica, tamizada por las lágrimas—. Lo siento —respiró con fuerza—. Lo siento mucho.

—No pasa nada —ella se apartó—. No sabía si…

—No importa —él colocó la camiseta hecha una bola delante de su pecho, una maniobra defensiva que consiguió poner espacio entre ellos.

Carmen se sintió algo mareada un momento, y el aire que rodeaba su cuerpo volvió a ser frío. ¡Qué raro! Todas las células de su cuerpo parecían conscientes de lo fuerte que era él, y sin embargo era ella la que ofrecía consuelo. Como ya sabía desde hacía tiempo, en un ser humano había más de un tipo de fuerza.

Mientras lo observaba, sin saber todavía qué decir ni qué hacer, él se secó la cara con la camiseta como si fuera una toalla. Se la puso, bajó la vista a la parte de la tela mojada por sus lágrimas y volvió a quitársela.

—Tengo que cambiarme —murmuró.

—¿Quiere… hablar o algo? —ofreció ella—. No debería…

—Estoy bien.

—No lo está.

—Bueno, estoy avergonzado. Pero sé a qué viene esto.

—Quizá debería decírmelo. Por favor, no se avergüence.

—No, claro —gruñó él—. No tiene nada de vergonzoso sollozar en el hombro de la desconocida que me va a arreglar la cocina.

—Bueno… pues no, es un ser humano. Todos…

—Sí, vale. La psicóloga dijo que ocurriría. Que algo así ocurriría en algún momento. Siento que le haya tocado a usted —pasó el canto de la mano por las costillas, en paralelo a la cicatriz quirúrgica—. Me pegaron un tiro hace un par de semanas, eso es todo.

—¡Un tiro! —exclamó ella, sorprendida no sólo por el hecho, sino también por el modo casi de disculpa en que lo decía.

—En acto de servicio —él había visto su reacción—. Soy policía.

—Ah, claro, o sea que… está acostumbrado —ella seguía atónita, con acto de servicio o sin él.

—Bueno, no piense que estoy metido en una guerra de bandas o que acabo de volver de una zona de guerra. Simplemente, es un riesgo en mi profesión, fue mala suerte. Y me duele. Me han dado un tiempo libre y también he tomado unos días de vacaciones.

—¡Pues menos mal!

—Pero la operación fue algo complicada, y hace un rato me he hecho daño en la herida al bajar las escaleras para contestar el teléfono. Ahora me siento mejor.

—Me alegro, pero de todos modos…

—Y la llamada de teléfono… —se interrumpió él—. Sí, la psicóloga me dijo que estaba reprimiendo mis sentimientos y podían salirme de golpe. Me dijo que tendría reacciones extrañas unas semanas o quizá incluso meses —volvió a frotarse el costado.

—¿Le duele mucho? —preguntó Carmen—. A mí me parece que sí. ¿No necesita un médico? —después de lo ocurrido, parecía más fácil centrarse en el daño físico y no en el emocional—. Todavía está encogido.

—Estoy bien. Parece peor de lo que es. O eso es lo que me han dicho —sonrió un instante, que a Carmen le supo a poco. La sonrisa le transformaba toda la cara—. Estoy bien.

—¿De verdad?

No parecía estar bien. Parecía avergonzado y sufriendo.

—¿Quiere que le…? —ella hizo un gesto vago con las manos.

—Un vaso de agua estaría bien —él señaló el grifo con la cabeza—. Será mejor que…

Sin terminar la frase, desapareció por donde había llegado. Carmen llenó un vaso de agua, con la sensación de que aquello era un gesto de apoyo y consuelo muy pobre.

 

 

Jack se sentó en el borde de la cama y se pasó las manos por el rostro. Si hubiera podido beberse el vaso de agua y estar solo unos minutos, todo habría ido bien, pero no, tenía que haberse encontrado con aquellos ojos marrones preocupados, unas manos que se desvivían visiblemente por dar consuelo y una voz femenina tranquilizadora que le preguntaba si se encontraba bien.

Aquello era lo que le había hecho derrumbarse. Aquella pregunta. Y el hecho de que, cuando él dijo que sí, que estaba bien, ella respondiera:

—No, no lo está… —con una voz melosa, dulce, clara y directa.

Nunca en su vida se había sentido tan avergonzado. Había sollozado en su hombro como un niño que se hubiera lastimado las rodillas. Sentía todavía la presión del cuerpo de ella en el suyo. Una presión cautelosa debido a su herida. Suave porque ella tenía demasiadas curvas para ser otra cosa: dos pechos llenos y un estómago levemente redondeado que probablemente ella consideraba demasiado grueso; y generosa, porque era increíblemente generoso por su parte consolarlo de aquel modo cuando acababan de conocerse y ella no tenía ni idea de lo que ocurría.

Si no hubiera estado deshecho en lágrimas, seguramente se habría excitado. Sí, todavía podía olerla en su piel. Se llevó un brazo la nariz. Sí. Un tipo de olor distinto, como a serrín y melocotón.

—¡Contrólate, agente Davey! —murmuró en voz alta.

Se levantó y empezó a pasear y respirar hondo, aunque en seguida se preguntó si ella podría oírlo yendo y viniendo como una bestia enjaulada. No podía quedarse allí mucho tiempo si sólo había ido a cambiarse de camiseta. Ella merecía alguna explicación sobre por qué estaba tan confuso, aunque una conversación clarificadora fuera lo último que le apeteciera a él.

Buscó en un cajón una camiseta vieja apropiada para pintar con ella, pero todavía le picaban los ojos y, de pronto, todas sus camisetas viejas parecían estar en el fondo del cajón, cuando habitualmente eran las únicas que encontraba si quería buscar una nueva.

Lanzó una ristra de maldiciones, sacó por fin una camiseta y se dispuso a volver abajo.

 

 

Carmen oía los pasos de Jack arriba, haciendo crujir la tarima. Volvió un par de minutos después, con una camiseta limpia.

Vieja pero limpia.

Muy vieja, que olía a detergente de limón.

Podía ver perfectamente el contorno de sus músculos a través de la delgada tela. A pesar de la herida en el pecho, parecía ir vestido para trabajar, y ella tuvo la intuición de que lo necesitaba. Era el tipo de hombre que aliviaba más veces su dolor dando martillazos que llorando.

Le pasó el vaso de agua, y dijo:

—Siento que haya tenido malas noticias; si necesita más tiempo o una cita con la psicóloga de la policía de la que habló y éste no es un buen día para empezar, puedo esperar hasta que Cormack se encuentre mejor. Sólo tiene gripe.

—He tenido una llamada telefónica. Sin eso, habría estado bien.

—¿Quiere decir que habría seguido embotellando sus emociones un poco más?

—Sí.

—Es una estrategia, supongo —murmuró ella.

Esperó. No quería presionarlo, pero quizá a él le vendría bien hablar un poco más. Sería mejor para los dos. No le gustaba la idea de que aquello se quedara colgando en el aire, puesto que resultaba evidente que él también pensaba trabajar en la casa.

Estarían solos durante horas.

—No han sido malas noticias, han sido buenas noticias las que me ha dado mi ex —él se dejó caer en una silla y se frotó de nuevo el costado de la herida—. Es mejor que se lo diga, porque seguramente vendrá mientras esté aquí. Voy a poder tener a mi hijo Ryan de vez en cuando sin tener que ir a juicio, después de seis meses de batallas. No me lo esperaba. Estoy muy contento.

—Sí, muy contento, y por eso lloraba —gruñó Carmen, sin pensar lo que decía. Algunas personas la consideraban demasiado brusca, pero ella no tenía tiempo para juegos.

—Se puede llorar de felicidad —replicó él, más animoso—, aunque seas un hombre —tomó varios sorbos de agua—. Y esa historia del disparo… fue una mujer de unos veinte años. Había tomado metanfetamina y estaba como loca. No la tome nunca, es una droga terrible.

—Yo jamás la tomaría —contestó Carmen, pero estaba pensando en Kate.

Su hermana no sería tan estúpida, ¿o sí? Como siempre, se sentía como una madre en vez de una hermana mayor, enfadada, preocupada e impotente sobre lo que debía hacer con una adolescente rebelde.

—Y luego mi compañero le disparó a ella, y murió —prosiguió Jack Davey.

—¡Oh, no!

—No tuvo más remedio. No había otro modo de controlarla e impedir que siguiera disparando. No tiró a matar, pero había mala luz y ella se movía como loca. Fue… la gente cree que la policía está acostumbrada a disparar y matar, pero no es cierto.

—Estoy segura de que no.

—Sea cual sea la situación, aunque no tengas más remedio, sigue siendo algo con lo que tienes que vivir el resto de tu vida. Esa mujer tenía una niña.

—¡Oh, no!

—Tal vez sea mejor. La niña ahora está con sus tíos, y me han dicho que son personas decentes, así que tal vez tenga una vida mejor que con su madre. Pero aun así…

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace diez días.

—¡Diez días! —no era de extrañar que siguiera dolorido, física y emocionalmente.

—Pero ya basta —dijo él—. Perdone. Usted ha venido a arreglar la cocina, no a confesarme.

—No importa.

—La psicóloga nos dijo a mi compañero y a mí que tendremos respuestas extrañas durante un tiempo —hizo una pausa para respirar hondo—. Incluido parlotear con desconocidos —sonrió.

Carmen asintió con la cabeza.

—Suena…

A una pesadilla.

—Sí, lo fue —le interrumpió él.

La joven comprendió que quería dar por zanjado el tema.

—En serio, puedo empezar mañana.

Jack pensó un momento.

—No, por favor, quédese y empiece ahora. Para ser sincero, prefiero tener compañía. La casa me parece tétrica cuando estoy solo.

—Me gusta un hombre capaz de admitir que le dan miedo los fantasmas.

Aquello le hizo reír, lo cual llenó su rostro de vida. Tenía la risa más natural y alegre que había oído ella en bastante tiempo.

—En eso tiene razón —contestó él con franqueza—. Antes nunca me daban miedo. Llevo tres meses en esta casa, pero desde el disparo me siento… —se interrumpió y lanzó una maldición en voz baja—. No sé por qué tengo que hablar de eso.

—Pues no hable. Es una casa bonita.

—Querrá decir que lo era hace ochenta años.

—Volverá a serlo con un poco de trabajo. Piensa reformar algo más que la cocina y el medio baño, ¿verdad? —quería distraerlo.

—Espero hacer mucho más por mi cuenta. Los suelos y la pintura —al hablar de la reforma, parecía sentirse más cómodo. Ya no se veía tan tenso ni avergonzado—. Era de mi tío, pero él no vivía aquí, la alquilaba. Me la dejó cuando murió el año pasado. ¿Tomamos un café y le enseño el resto de la casa?

Carmen vio que él necesitaba sinceramente aquella distracción, el cambio de ritmo y la cafeína.

—Sí y sí, al café y a la gira. Me encantaría ver toda la casa. Pero siento lo de su tío.

—Gracias. Era un buen hombre. Pero tenía ochenta años y llevaba enfermo un tiempo —de nuevo parecía incómodo compartiendo aquello con una desconocida. Sin duda lo había pillado en un mal día. Sintió de nuevo el impulso de consolarlo, pero se contuvo, pues no deseaba volver a avergonzarlo.

Además, ¿acaso no hacía ya bastante eso con Melanie, Joe, Kate y hasta con Cormock en ocasiones? Tenía familia de sobra que necesitaba abrazos. ¿Por qué buscar más precisamente cuando, si Kate se asentaba y se encontraba a sí misma, podría ser libre al fin?

Definitivamente, no volvería a ofrecerle a Jack Davey el hombro para llorar.

—¿Quiere que haga el café? —cruzó el umbral sin puerta en dirección al frigorífico—. ¿Por aquí?

—No, yo sé dónde está todo en este lío —contestó él, y la siguió.

La mayor parte de los electrodomésticos habían sido trasladados a aquella habitación adyacente y amontonados al azar. La habitación parecía haber sido en otra época un porche abierto, pero lo habían cerrado hacía tiempo. Aunque en ese momento era un caos, con un poco de trabajo, podía llegar a ser una estancia hermosa. Si quitaban la moqueta fea y barnizaban la tarima…

¿Había tarima debajo de la moqueta?

Carmen deslizó discretamente la punta de su zapatilla deportiva debajo del borde levantado de la moqueta anaranjada para echar un vistazo. Le encantaba el proceso de reformar una casa vieja, aunque Cormack y ella hacían principalmente cocinas y baños. Podría imaginar perfectamente aquella habitación recién pintada, con muebles cómodos, suelos de madera barnizados…

—Sí, eché un vistazo y parece estar en buen estado —comentó Jack, siguiendo la dirección de su mirada.

Al parecer, no había sido lo bastante discreta.

—Me gusta observar las posibilidades —confesó—. Cormack dice que me porto como si todas las casas en las que trabajamos fueran a ser la casa en la que voy a criar a mis hijos.

—¿Sí? ¿Cuántos tiene? —Jack encontró la cafetera y los filtros y volvió a la cocina a llenar la jarra de agua.

—¿Hijos? Ninguno. Se refiere a hijos teóricos.

No estaba convencida de querer tener hijos propios después de que Cormack y ella hubieran criado prácticamente a los tres pequeños los últimos diez años. Pero su cliente no tenía por qué saber todo aquello.

Aunque quizá captó algo en su tono de voz, pues le lanzó una mirada de soslayo y dijo:

—Vale —y quedó zanjado el tema.

Jack Davey hizo el café, que tomaron mientras recorrían la casa. Definitivamente, necesitaba reformas. El sótano estaba atestado de trastos y lucía una gruesa capa de polvo. La lavadora, colocada allí, parecía un modelo de los años sesenta. Buscaron restos de humedad en la pared norte.

—Puede que tenga que cambiar el desagüe de fuera —Jack se agachó y pasó los dedos por la parte inferior de la pared, cerca del suelo.

Carmen se agachó también a mirar y, por un momento, quedaron hombro con hombro.

—Puede que sólo haya que ventilar esto. O quizá tenga razón y haya que cambiar cosas.

Disfrutaba con aquello. Le recordaba el modo en que trabajaba con Cormack, los dos muy pragmáticos y relajados. Era mucho más fácil que estar en la cocina abrazando a Jack mientras lloraba.

Hum. Demasiado relajados tal vez.

De pronto se sintió incómoda, como si se hubiera acercado demasiado. Él olía bien, y eso no era lo que quería notar ella de un cliente media hora después de conocerlo.

—Pero mire las ventanas —dijo Jack. Se apartó. Ahora que seguramente el costado le dolía menos, caminaba con gracia atlética y mucha energía—. Son grandes. Cuando estén limpias, dejarán entrar mucha luz, y yo sacaré los trastos y pintaré el suelo.

Subieron las escaleras del sótano. La chimenea de la sala de estar había sido cerrada y reemplazada con una fea estufa de gas, había que acuchillar y barnizar el suelo y la casa necesitaba una mano completa de pintura por dentro y por fuera, pero los techos eran altos y aquí y allá quedaban rastros de los detalles originales. Mármol y azulejos flamencos alrededor de la chimenea, molduras de estuco, paneles de cristal de colores al lado de la puerta principal y un poste de madera tallado al pie de las escaleras.

—¿Quiere ver la parte de fuera antes de subir? —preguntó Jack.

—¿Hay mucho terreno?

—Casi una hectárea. Pero está tan desastroso como la casa.

Salieron por una puerta lateral al jardín de atrás, donde el rocío cubría todavía la hierba alta. Carmen, que caminaba al lado de Jack, no pudo evitar mirarlo de soslayo un par de veces para ver si seguía bien, para ver mejor aquel cuerpo fuerte y duro, porque al tener en sus brazos a un hombre dos minutos después de conocerlo, había recibido una impresión más vívida de su olor y su fuerza que de su aspecto.

Las dos veces se encontró con que él también la miraba, con una mezcla de nerviosismo y curiosidad, como si él también quisiera saber su aspecto, como si él también sólo conociera sólo su olor. La primera vez que ocurrió eso los dos apartaron la vista con rapidez. La segunda vez, en cambio, mantuvieron la mirada un instante más de lo necesario.

Jack carraspeó.

—Éste es el jardín —dijo, y su voz sonó forzadamente animosa.

—Oh, sí, claro —contestó ella, como si no supiera que se trataba del jardín hasta que lo dijo él.

Era un jardín descuidado, pero jardín de todas formas. Vio rosales que llevaban años sin podar y una línea de árboles frutales que casi formaba un huerto. La maleza camuflaba una zona pavimentada en piedra, con una fuente seca cincelada a mano en el centro.

—Necesita trabajo —comentó él.

—Sí, ya lo he notado. ¿Usted es jardinero?

—Nunca lo he sido, pero cuando miro esto y pienso en las posibilidades, quiero aprender.

La parte de atrás de la propiedad daba a lo que era casi un acantilado. Una pared de roca sólida cubierta de hierbas que daba al sur y se elevaba once o doce metros. Estaban en abril y habían empezado a aparecer hojas nuevas.

—¿La pared de roca es natural? —preguntó Carmen.

—Así es.

—¿Y eso de arriba es una vía de tren?

—Ya no se usa. Yo subí un día hasta ahí. Y hay trozos de tierra buena en muchos lugares.

Caminó adelante y atrás de la pared de roca, con rostro animado. Ya no tenía los ojos rojos y había empezado a olvidar el comienzo embarazoso entre ellos. Carmen también. El alivio de él era como el sol de abril. Se hacía más fuerte, calentándola.

—No sería muy difícil limpiar esta jungla y convertirla en un jardín de piedra, con enredaderas y flores —continuó él—. El jardín principal está detrás de ese seto, en el lateral de la casa. Hay un par de árboles muy interesantes. Ese pino grande y el sicomoro. La propiedad se extiende hasta aquella otra calle —señaló con el dedo.

Una calle lateral llevaba a una urbanización de casas nuevas en una colina, pseudomansiones grandes hechas con materiales baratos y sin ningún estilo. En opinión de Carmen, a pesar de su estado actual de deterioro, no había comparación posible entre la casa de Jack y las nuevas. La suya era mil veces mejor.

—Es genial. Me encanta. Es una de esas veces en las que me gustaría que en Reformas C & C hiciéramos de todo y no sólo cocinas y baños —apoyó una mano en la roca fría, cerró los ojos y volvió el rostro al sol primaveral para absorber su calor, hasta que sintió que Jack Davey la observaba con atención y abrió los ojos para devolverle la mirada.

Aquella mirada era distinta a las anteriores. Esa vez era una mirada curiosa.

—¿Puedo hacer ahora la pregunta evidente? —él se apoyó en la roca, y ella pensó que los rayos del sol seguramente le harían bien a su cuerpo dolorido y a su alma traumatizada.

—¿De qué pregunta se trata?

—La pregunta que me cuesta poner en palabras sin sonar… oh, grosero, supongo.

Carmen sabía de qué se trataba.

—¿Se refiere a qué hace una chica como yo en un negocio de reformas como éste?

—A eso mismo. Perdone.

—Vale. Ahora no se ponga machista conmigo —protestó ella.

—No es mi intención. Pero es poco corriente. ¿Se lo pregunta todo el mundo?

—O a mi hermano o a mí. Quieren saber si estoy capacitada. Pero nosotros trabajamos por presupuesto de obra, no por horas, así que, si no soy capaz de levantar un martillo, lo pagaremos nosotros, no el cliente.

—Lo cual no me dice por qué se metió en esto.

—Principalmente por razones familiares. Necesitábamos un negocio en el que Cormack pudiera aprovechar sus conocimientos de construcción y yo entrenar con él mientras trabajábamos. No teníamos mucho capital para invertir. No había dinero para seguir estudiando. Teníamos que sacar beneficios rápidamente. Al principio fue duro. Hacíamos trabajos pequeños y distanciados entre sí. Pero luego se empezó a correr la voz, y ahora a veces tenemos que rechazar clientes.

Aunque lo había resumido bastante, deseaba haber hablado menos. Él no era el único que desplegaba demasiada información y demasiadas emociones esa mañana.

—¿Y le gusta usar el martillo? —daba la impresión de estar contrastando mentalmente aquella faceta con las facetas de otras mujeres a las que había conocido.

Chica con curvas. Martillos y mazas. Pendientes colgantes. Caja de herramientas.

¿Le gustaba usar el martillo?

¿No preferiría ir a comprar zapatos al centro comercial?

—Me gusta saber hacerlo bien —contestó ella, decidida a confiarle la verdad—. Hay una satisfacción en lograr el ritmo y golpear el punto indicado, sentir que entra el clavo como un cuchillo en la mantequilla. Y me gusta crear una cocina o un baño funcionales además de bonitos. Si quiere, puedes llamarlo el toque femenino. Para algunos clientes, es uno de los puntos fuertes de nuestra empresa. Que tengo un ojo femenino para saber dónde colocar el cajón de los cubiertos y los ganchos para los cazos.

Él se echó a reír.

—Cuando yo hablé con su hermano, no sabía que la segunda C de C & C era una mujer.

—Sí, eso también nos puede favorecer a veces —repuso ella.

Los dos apartaron la vista a la vez.

—¿Quiere entrar a ver la parte de arriba?

—Puede que quiera que arreglemos el baño de arriba, así que sí —de momento, sólo los había contratado para la cocina y el medio baño de abajo.

Jack guió el camino hasta el dormitorio principal, donde su cajón de las camisetas estaba abierto y algunas de ellas sobresalían. Eso les recordó a ambos cómo la había recibido una hora antes y lo que había ocurrido a continuación. Se acercó a cerrarlo, pero el embarazo había vuelto a la atmósfera y el resto de la gira fue más bien breve.

—Creo que deberíamos empezar a trabajar si queremos hacer algo esta mañana —dijo él.

—Sí, o tendré que responder ante Cormack cuando se encuentre mejor. Pero no espero que me ayude, lo digo en serio.

—No importa. Tengo un proyecto propio.

Resultó que él se disponía a pintar ese día la habitación adyacente, dejando la horrible moqueta en su sitio para proteger el suelo. Volvieron a la cocina y ella lo observó subir a una escalera de mano y empezar a rascar el techo.

—¿Seguro que puedes hacer eso? Lo digo por su pecho.

—Si me empieza a doler, lo dejaré. Pero tiene razón. No podría ayudarla a sacar esos armarios viejos, me dolería demasiado.

Carmen había empezado a romper los armarios golpeándolos con una barra. No eran originales de la casa y no valía la pena conservarlos. La formica de color verde estaba estropeada en muchos sitios y era fría y barata.

—Rob vendrá esta mañana a ayudarme con el trabajo pesado —comentó; y añadió sin pensar—: pero no soy tan chica como parezco.

Jack se volvió a mirarla desde su posición en la escalera.

—¿Qué tiene de malo ser chica? —dijo con mirada burlona y firme al mismo tiempo.

Y en aquel momento Carmen empezó a comprender que podía estar en apuros, que Jack Davey lo sabía y que él también podía estar en apuros.

 

 

Jack comprendió enseguida que no había sido buena idea volverse así encima de la escalera. La herida empezaba a quemar de nuevo.

Carmen lo vio hacer una mueca y lo oyó contener la respiración.

—No lo diga —advirtió él—. Tiene razón. Voy a llamar al doctor a ver si puede darme cita y echar un vistazo. No deja de pasar lo mismo y seguramente no sea normal.

—¿Puede conducir ya?

—No. ¿Quiere pedirme un taxi?

—Me iba a ofrecer a ser el taxista.

—Eso también me sirve, si a usted no le importa.

—Tengo la impresión de que hoy no va a ser un gran día de trabajo en Reformas C & C.

—Añada las horas extras al presupuesto —él se miró el pecho—. Creo que debo cambiarme de camiseta otra vez.

La recepcionista del doctor Seeger le pasó con él sin problemas.

—Tiene razón —dijo el médico, que parecía preocupado—. Debería echar un vistazo. No está cometiendo estupideces, ¿verdad?

—Quizá no debería contestar a eso. Supongamos, únicamente, claro, que estoy preparando una habitación para pintarla. ¿Qué me diría?

El médico suspiró en el teléfono.

—¿No hablamos de eso en el hospital?

—Usted dijo que no hiciera esfuerzos. Soy diestro, y la herida está en el lado izquierdo. Cuando me ha empezado a doler esta mañana, lo único que hacía era bajar las escaleras deprisa.

—Le haré un hueco en cuanto llegue aquí.

Se llevaron la camioneta de Carmen. A Jack le gustaba cómo conducía ella. Se mostraba vivaracha al volante y lanzaba comentarios sarcásticos a otros conductores idiotas, pero con un rastro de humor que quitaba peso al insulto. Además, llevaba las ventanillas cerradas, por lo que nadie la oía.

—Espero que te extiendas todo el rímel —gritó a una mujer que se maquillaba en el semáforo y que parecía más interesada en ese proceso que en comprobar si cambiaban las luces. Miró a Jack—. Si no te gusta esto, dime que me calle. Cormack lo hace. Aunque sabe que me ayuda a estar cuerda.

—¿Necesitas ayuda para estar cuerda?

Ella se encogió de hombros con una sonrisa, y sus pendientes se agitaron contra su cuello bronceado.

—La vida es complicada. Soy el paño de lágrimas de la familia O’Brien, y mi hermanita pasa por un momento difícil, acaba de cumplir dieciocho años. Me ayuda gritar a los idiotas en el tráfico en vez de gritarle a ella.

—Con eso puedo identificarme —Jack pensó en Terri y su nuevo marido, y en la drogadicta loca de la pistola—. A veces tienes que descargar con alguien seguro.

—Sí —contestó ella—. ¿Le vas a preguntar también eso al doctor? Me refiero a…

—¿Lo de llorar en tu hombro?

—Sí, eso —ella lo miró y añadió con rapidez—: No lo digo porque tus lágrimas me hayan estropeado mi maravillosa blusa de seda ni nada parecido —tocó un instante su camiseta de algodón.

—Te compraré una nueva de satén dorado —le prometió él—. ¿Quieres que lleve Reformas C & C bordado en el bolsillo, como ésa?

—En serio ahora…

—Mejor no —se apresuró a contestar él—. Le preguntaré al doctor. Sabe que estoy viendo a la psicóloga y que no estoy trabajando.

Ella cambió de carril en silencio. Luego preguntó:

—¿Y qué tal está tu compañero?

—Se ha ido de vacaciones con su esposa a las Bermudas. Ella es fantástica. Muy pragmática. Dice que piensa volver a casa embarazada. Su padre también es policía. Russ lo superará.

—A él no le dispararon.

—Que te disparen es lo de menos. Lo que te destroza es disparar a otro.

—Me lo imagino.

—La consulta del médico es en ese edificio de la derecha, después del próximo semáforo. Hay un aparcamiento enfrente. Puedes esperar en la camioneta si quieres. Espero no tardar mucho.

—Hum, esperar en la camioneta… ¿ese médico tiene buenas revistas o todas son de pesca y coches?

—¿Qué tienen de malo la pesca y los coches?

—A pesar de la caja de herramientas, soy una chica, Jack. Creo que ya lo hemos dejado claro. Quiero ponerme al día en cotilleos de famosos.

Él se echó a reír.

—Tiene buenas revistas.

—En ese caso, entraré a leer.

Esperaron cinco minutos hasta que el doctor Seeger le hizo pasar, y Carmen se quedó leyendo una revista.

—Vale —comentó el médico—. Vamos a ver si puedo causarle dolor.

Y, en efecto, podía.

Pero, aparte de eso, tenía buenas noticias.

—No creo que se haya causado grandes daños. La presión arterial es normal y el pulso también. No hay señales de infección ni de hinchazón. ¿No dolía hasta que la he tocado?

—No, pero si me giro…

—No se gire. Hace diez días de la operación. Sigue cicatrizando. Vaya con calma.

—¿Tengo que estar tumbado?

—Sólo si quiere. ¿Está tomando los analgésicos?

—Los he dejado. Me mareaban un poco y odio esa sensación.

El doctor le lanzó una mirada pensativa.

—Probablemente es mejor que los haya dejado, aunque no recomendaría esa estrategia a todos los pacientes. Usted es de los que creen que está curado si no siente dolor. Es de los héroes. Si toma analgésicos, sólo Dios sabe lo que puede llegar a hacerse sin darse cuenta.

Negociaron durante unos minutos el nivel de actividad que podía permitirse Jack.

Éste se preguntó si habría algo de verdad en el comentario del doctor Seeger sobre los héroes. Aunque se correspondía con lo que sentía con los analgésicos, no podía evitar pensar que el médico no lo había dicho en un sentido totalmente elogioso.

Salió de la consulta con sentimientos encontrados.

 

 

—Dice que puedo pintar —informó a Carmen en la sala de espera. Parecía complacido y algo pensativo.

—¿Y eso es bueno?

—Pues claro que sí.

—¿Y qué más ha dicho? —ella dejó la revista y se levantó.

—¿Qué más? —repitió él—. La presión arterial es buena y no hay infección ni hinchazón. Y dice que puedo dejar los analgésicos porque soy…

—¿Qué? —inquirió ella.

—No. Nada.

—Sigue. ¿El peor paciente que ha tenido nunca? ¿El grupo sanguíneo más raro del planeta?

Jack se encogido de hombros y extendió las manos.

—Que soy de lo héroes. Por lo que pueda servir.

¿Para qué podía servir?

Carmen no lo sabía.

No tenían mucha experiencia con héroes.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

 

CUATRO días de trabajo más tarde, después de mucha madera retirada, mucho olor a pintura y mucha suciedad, además de la presencia ocasional de Rob para ayudar con los trabajos pesados y de poca conversación, Carmen cerró su teléfono móvil y anunció:

—Era Cormack. Rob y él llegaran dentro de media hora con los nuevos armarios de la cocina. Ha habido un retraso en el almacén, pero lo están arreglando.

—No hay problema —repuso Jack.

Parecía más relajado cada día que pasaba. El costado seguramente le dolía menos, y había dicho que Ryan llegaría esa noche a pasar el fin de semana. Carmen notaba que estaba contento, pero también un poco tenso. Había mirado varias veces el reloj en la última hora.

—Por lo menos, no hay problema para mí —añadió—. ¿Tú tienes que ir a alguna parte?

—No, esperaré. Esta noche no vamos a montar los armarios, pero hay que descargarlos de la furgoneta y queremos inspeccionarlos por si hay algún daño. ¿Pero será un problema que estemos aquí cuando llegue Ryan?

Jack volvió a mirar el reloj.

—No debería serlo —contestó.

Pero frunció el ceño. Carmen ya había tenido la impresión de que las reacciones de su ex podían ser impredecibles.

Era viernes por la tarde y estaba a punto de oscurecer. Además hacía frío, pues habían abierto muchas ventanas para que el aire se llevara el olor a pintura. Jack casi había terminado la habitación contigua; estaba trabajando con un rodillo en la última pared, rellenando los últimos huecos.

Carmen lo observó subir y bajar el rodillo y vio que el músculo de su brazo derecho se marcaba con el esfuerzo. Jack tarareaba unos acordes de una canción de rock que ella reconoció como Smoke on the Water de los Deep Purple.

Había hecho un buen trabajo. Muchos pintores aficionados se saltan el trabajo preparatorio y no pasan suficiente tiempo rellenando agujeros. Jack no había abierto los botes de pintura hasta la tarde anterior, después de que Rob y ella se marcharan a casa. Debía de haber pasado horas pintando el techo durante la noche, y ese día había cubierto también las paredes con el mismo tono crema. Más tarde añadiría una franja azul pálida.

—Me gusta —dijo ella. Y reprimió un bostezo, que por suerte pasó desapercibido a Jack.

Si él había pasado la mitad de la noche pintando, ella había estado el mismo tiempo preocupada porque Kate volvía a retrasarse. Cuando oyó la llave de su hermana en la cerradura, eran casi las dos. Y a continuación oyó sus pasos tambaleándose en la escalera.

—¿Sí? —él se volvió—. Quería prepararla muy bien para que no necesitara una segunda capa. Quería terminarla hoy antes de… —se interrumpió—. Bueno, terminarla hoy. ¿Qué te parece?

—Hay que esperar a que entre más luz, pero yo no veo huecos. Quizá tengas que hacer algún retoque, pero nada más.

—¿Y no queda muy amarilla?

—No.

—¿Y no resulta muy femenina?

—En mi opinión, no.

—Bien.

Carmen sabía que quería que estuviese terminada para enseñársela a Ryan, y quería que a él le gustara. No estaba creando un refugio de soltero, quería que fuera un hogar.

—Un solario tiene que ser soleado —dijo ella—. Puedes amortiguar un poco la claridad con muebles más oscuros, pero no es femenina —la preocupación de él por la opinión de Ryan le recordaba su propia preocupación por su hermana y que debía llamarla para decirle que llegaría tarde a cenar debido al retraso de Cormack—. Y por supuesto, cuando tengas la franja y el suelo terminados, estará muy diferente, mucho mejor. Es una habitación estupenda para poner un escritorio y un ordenador para el niño.

—¿Tú crees? —él parecía encantado con la idea.

—Por supuesto. Cuando esté terminada.

Jack sonrió.

—Va a ser un placer tirar esta moqueta a la basura.

—Seguro que sí.

Carmen llamó a Kate, pero le salió el contestador tanto en el teléfono fijo como en el móvil.

—Hola, Kate, soy yo. ¿Te importa preparar algo si llegas antes? Hay pasta y ensalada, y salsa para pasta en el frigorífico. Yo llegaré, pero tarde. Cormack no irá. De todos modos, llámame cuando oigas esto, ¿vale? Dime lo que pasa.

Dejó el teléfono, diciéndose mentalmente que su hermana tenía dieciocho años y ya no era una niña, pero eso no la ayudó. Nada ayudaba. Kate era un desastre. Había roto con su novio un mes antes y, aunque Mitchell era un idiota y no lo bastante bueno para ella, todavía tenía el corazón roto. Carmen estaba asustada. No lograba nada con sus charlas.

Cormack tampoco tenía soluciones que ofrecer. Normalmente optaba por pasar las veladas fuera dejando que Carmen se preocupara, gritara y probara una estrategia nueva con Kate todas las semanas. A veces se enfadaba con su hermano mayor y socio en el trabajo, pero seguramente él tenía razón cuando decía que no había nada que pudieran hacer. Kate tenía que lidiar con sus problemas, afrontar su dolor de corazón y aprender de sus errores.

Carmen, preocupada y nerviosa, entró en la habitación donde Jack terminaba el último rectángulo de pared.

—¿Quieres que te ayude a recoger? —preguntó, infeliz con el círculo vicioso en que se convertían sus pensamientos sobre su hermana—. No tengo nada más que hacer hasta que llegue Cormack.

—No tienes que ayudarme. Pareces muy cansada.

—No me gusta estar parada.

Porque si lo estaba, o bien se preocuparía por Kate o pasaría demasiado tiempo mirando el trasero de Jack en aquellos vaqueros viejos.

Sí, definitivamente estaba en apuros.

Y aunque una parte de ella le lanzaba el aviso de que saliera corriendo a toda velocidad porque no tenía tiempo para hombres, y menos para un hombre con un hijo de nueve años, puesto que ella ya tenía bastante con Kate, otra parte de ella empezaba a pensar si no era ya hora de tener algo propio.

Y desde luego, Jack Davey sí sería algo sólo para ella.

¿A qué parte de ella tenía que escuchar? ¿A la parte insensata o a la parte que quería imitar un poco a Kate y olvidar toda cautela para dejarse llevar por su corazón?

—Si lo dices en serio, empieza a limpiar las brochas —Jack las sacó de la bolsa de plástico donde las había guardado para evitar que se secaran—. He terminado con ellas. Utiliza el fregadero viejo del sótano.

—Bien.

Tendió la mano, y él le pasó las brochas con el mango mojado de pintura. Carmen estaba acostumbrada a tener las manos sucias. Las de él también estaban sucias y pegajosas, y cuando sus dedos se tocaron, la pintura los pegó entre sí por un momento. Ella no hizo mucho por apartarlos.

—¿Esto se seca deprisa? —murmuró.

—Mucho —sonrió él—. Más vale que vayas a lavarlas. Tienes unas manos demasiado bonitas para que estén manchadas de pintura.

Sí. Estaba en apuros. ¿Qué tipo de señales le estaba enviando?

En el sótano echó agua sobre las brochas y estrujó las cerdas, sabedora de que probablemente tendría restos de pintura en las manos varios días, a pesar del jabón industrial que Cormack y ella usaban en casa.

Cuando bajó Jack con el rodillo, el agua empezaba a fluir más limpia. Carmen oyó sus pasos en la vieja escalera de madera, y el corazón le latió más deprisa. El sótano estaba en sombras y su atmósfera resultaba un poco más peligrosa en todos los sentidos que estar a solas con él en la cocina trabajando.

Se hizo a un lado para dejarle sitio, y él empezó a aclarar el rodillo.

—Eso está casi acabado, ¿verdad? —comentó.

Carmen miró las brochas. Era cierto. Llevaba un minuto preguntándose por qué resultaba tan agradable tener a Jack tan cerca y lo que podían hacer al respecto. Sabía que también sentía la misma química.

—Aquí hay un trapo para secarlas.

Él levantó la mano hacia un clavo que sobresalía en una viga encima de sus cabezas y agarró lo que parecía otra de sus camisetas viejas. Sus brazos chocaron. Jack cerró el grifo.

Cuando Carmen tomó el trapo, él no lo soltó. Ella tiró, y Jack tiró a su vez con gentileza. Ella lo miró.

—Gracias por decir lo que has dicho de la pintura —comentó él.

—De nada, es cierto que queda bien. Pero sé por qué es importante. Quieres que a Ryan le guste.

—Oh. ¿Tan transparente soy?

—Quizá porque yo a veces soy así con mi hermana pequeña; pienso demasiado en lo que puedo hacer para que sea feliz. Por eso reconozco tu modo de pensar. Ryan es lo primero.

—Así es. Yo me repito eso continuamente. Con esas mismas palabras.

Todavía no había soltado el trapo. Carmen dejó de tirar. Se miraron mientras él secaba las manos de los dos en la tela suave y elástica. Al fin dejó el trapo en el fregadero y miró lo que había hecho. Dos pares de manos limpias y rosadas, con el par más grande sujetando el par más pequeño de manos, endurecidas por el trabajo.

—Mucho más bonitas —dijo con suavidad.

—No lo son —replicó ella—. No son manos de chica. Tienen cortes y cicatrices. Uso cremas, pero…

—Son muy sexys —la interrumpió él.

—¿Sí?

—Sí. Porque son auténticas. Las manos de chica más sexys que he visto en mi vida.

Como si quisiera probar lo que decía, las levantó y las besó. Después apartó los labios, entrelazó los dedos con los de ella y la besó en la boca. Era la segunda vez que se encontraba en brazos de Jack, pero en esa ocasión nadie lloraba.

Él dejó los dedos entrelazados con los de ella, con los brazos caídos a los costados. Sus labios rozaban la boca de ella en una caricia lenta.

—¿Está bien así? —murmuró.

—Sí —susurró ella. Porque sí estaba bien, así que, ¿por qué fingir otra cosa?

Él sólo necesitó aquella palabra. Profundizó en el beso enseguida, la estrechó contra sí y le abrió los labios con los suyos. Besaba como un sueño, besaba desde el corazón, besaba como si el mundo pudiera acabarse esa noche, y eso era justamente lo que ella quería. Una caricia maravillosa y sin tapujos.

Levantó instintivamente una mano hasta el pelo de él y acarició los mechones sedosos. Había hecho lo mismo cuatro días antes. Por otros motivos, pero con una sensación igual de buena. Ahora ya se conocían mejor. ¿Cómo había ocurrido? Era extraño. Sencillamente se preparaban mutuamente café mientras trabajaban, o intercambiaban algunas frases sobre medidas, armarios o colores de la pintura.

Pero de algún modo, gracias a las lágrimas, la vergüenza, el café y los colores de la pintura, ella lo conocía y le gustaba. Le gustaba la sensación de él en los dedos, le gustaba su sabor y su olor, y el calor que irradiaba de su cuerpo fuerte. Y le gustaban las palabras que susurraba en su oído.

—El lunes por la mañana… —decía él, y ella apenas podía diferenciar entre las palabras y los besos—. Aunque estaba… —su aliento tocó los labios de ella. Su boca era como poesía—… sollozando como un bebé en tu hombro, me gustaba la sensación de tu cuerpo. Me derrumbé delante de ti…

—No me importó.

—Estuviste genial. El hecho de que no salieras corriendo y gritando…

—Tengo práctica.

—¿Sí?

—Familia.

—¿Por qué hablamos de esto?

—No hablamos.

—Bien… —musitó él, y la palabra se ahogó en la boca de ella.

La besó con fuerza, bajó las manos por la espalda de ella y el trasero, acarició sus curvas y las subió para apartarle el pelo y rozarle sensualmente el cuello y detrás de las orejas. Ella sentía la presión de sus pechos contra él y la dureza creciente de su pene en el estómago. Sus tamaños no se correspondían, pero eso no importaba. De algún modo, encajaban bien. Él se inclinaba, y ella se estiraba. Y todo estaba… bien.

Y entonces los interrumpieron.

Carmen oyó el sonido de neumáticos en el camino lateral de la casa, justo al lado de las ventanas situadas encima del fregadero.

Llegaban Cormack y Rob con los armarios.

Jack murmuró algo entre dientes, y Carmen sintió deseos de maldecir.

No quería parar. ¿Por qué tenían que parar?

Pero los ruidos de la llegada de los otros habían penetrado en su beso como un cuchillo cortando un filete, y sintió que Jack empezaba a aflojar. Sus manos mostraban en cierto modo su renuencia. Y su boca también. Ella sintió su contacto cálido, primero en la espalda y después en las caderas. El beso bajó por la mandíbula y el cuello, caliente, generoso y vivo, prometiendo más, prometiendo más tarde.

Esa promesa del más tarde fue lo único que le permitió soltar en ese momento:

—Debe de ser Cormack —dijo sin aliento.