Perdida en tus brazos - Lilian Darcy - E-Book

Perdida en tus brazos E-Book

Lilian Darcy

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Beschreibung

Carmen O'Brien estaba muy ocupada cuidando de todos sus hermanos y realizando su trabajo. Por si eso no hubiera sido suficiente, acababa de aparecer en su vida un hombre guapo y sexy llamado Jack Davey. Era maravilloso poder divertirse un poco para variar, pero ella tenía que pensar en su familia. Pero entonces descubrió que estaría unida a Jack para siempre. Llevaba mucho tiempo ejerciendo de madre, pero ahora iba a serlo de verdad, y necesitaba a Jack más que nunca...

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Seitenzahl: 263

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Lilian Darcy

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Perdida en tus brazos, n.º 1749- diciembre 2018

Título original: A Mother in the Making

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-077-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

JACK oyó sonar el móvil cuando estaba en mitad del lento y cuidadoso proceso de vestirse. El teléfono estaba abajo, en la mesita de café donde lo había dejado la noche anterior. Sin camisa, descalzo y maldiciendo, bajó las escaleras demasiado rápido, rodeó como pudo el poste del rellano intermedio y se golpeó el hombro en la pared opuesta, lo que hizo que la herida curada a medias del costado izquierdo le doliera con furia cuando agarró el teléfono.

Con la camiseta hecha una bola en la mano libre, oyó la voz de Terri. Esperaba su llamada. Había pensado en eso cuando, despierto durante la noche, no conseguía volver a dormirse.

—Lo siento, ¿te he sacado de la cama? —le preguntó. Y él captó una leve nota de reprensión en su voz.

«Sí, Terri, vale, lo entiendo, crees que soy un vago». Eran las siete y media de la mañana de un lunes en Nueva Jersey. Jay, el nuevo marido de Terri, se levantaba a las seis todos los días, iba una hora al gimnasio, tomaba un desayuno potente y aún conseguía ganar un par de millones de dólares antes de la comida.

—Estaba en la ducha —contestó, después de un breve silencio. Todavía le ardía el costado y no podía molestarse en intentar cambiar lo que su ex mujer pensaba de él.

Lo que pensaba de él había quedado muy claro durante el proceso de divorcio.

Lo único que importaba ya de su relación era Ryan, e importaba muchísimo. Él era lo más importante.

Jack respiró con cautela y paseó por el suelo de tarima, mientras deseaba que cediera el dolor. ¿Qué se había hecho? ¿Se había abierto los puntos? ¿Y se notaba su agonía en su voz?

Terri sabía que acababa de volver del hospital, pero él le había contado lo ocurrido quitándole importancia. Ella ya no consideraba a los policías como héroes. Por lo que a ella se refería, los hombres de verdad eran los tiburones de Wall Street , con cuentas bancarias piratas y limusinas brillantes.

Cuando se casaron a los veinte años, catorce años atrás, ella no era así. Entonces Jack no había visto esa faceta suya. Decidir que ya no lo quería parecía haberle dado licencia para jugar tan sucio como pudiera, y eso lo ponía nervioso.

—¿Jay y tú habéis tenido vuestra reunión? —preguntó él.

—Consejo de familia —se apresuró a corregir ella, como si la distinción fuera importante.

Jack pensó que era típico de Jay Kruger llevar su nueva familia como dirigía sus empresas, con reuniones, agendas y juegos de poder, pero Terri no quería ver las cosas de ese modo.

Esperó a que siguiera hablando.

—Sí, la hemos tenido… —musitó ella.

Jack apretó los dientes. Conocía sus intenciones. Ella quería hacerle esperar y suplicar. Eran como las pausas inútiles de treinta y dos segundos en los reality shows de la tele antes de anunciar el nombre del ganador o el perdedor. ¿De verdad creía su ex que él no veía su manipulación emocional?

—Ve al grano, Terri —le espetó.

—¿Al grano? No sé si me gusta lo que insinúas, Jack. Esto no es un juego.

—Eso ya lo sé.

—Estos temas son muy serios.

—Ya lo sé. Dime lo que habéis decidido Jay y tú.

—¿Lo ves? No me gusta oírte tan agresivo. Me hace dudar de si habré tomado la decisión correcta.

A Jack le dio un vuelco el corazón. La decisión correcta. ¿Acaso…?

—Por favor, dímelo directamente y no me hagas esperar más —al final se había salido con la suya y había conseguido hacerle suplicar—. ¿Qué decisión has tomado?

—A eso voy —la voz de ella mostraba un deje exagerado de paciencia—. Pero antes tienes que conocer el proceso que hemos seguido. Esto no se ha decidido a la ligera.

Invirtió varios minutos en contarle el supuesto proceso: sus sentimientos y sus prioridades; y unos cuantos más en recordarle que ella nunca había querido hacerle daño. Al fin terminó:

—Y creemos que lo más importante en todo esto tiene que ser el bien de Ryan.

Hablaba como si compartiera generosamente con él un descubrimiento nuevo y profundo. En realidad, Jack había dicho lo mismo durante casi tres años sin conseguir que le escucharan. Había tenido que soportar retrasos, manipulaciones y mentiras en la cara. Sólo seis meses atrás había recurrido a la amenaza de ir a los tribunales.

—Creemos que arrastrarlo por un procedimiento judicial no es lo mejor para él —prosiguió ella.

¿Ah, no? ¿No era lo mejor para Ryan? ¡Qué intuitiva y qué profunda! A él nunca se le habría ocurrido pensar en el bien de Ryan.

De fuera llegó el sonido de la puerta de un coche al cerrarse, seguido de ruidos metálicos, y Jack se esforzó por oír la voz de su ex.

—… y Jay también quiere recompensar tu deseo de seguir formando parte de la vida de Ryan.

¿Recompensar su deseo de seguir formando parte? ¿Estaba leyendo aquello de un guión?

—Me vale… —repuso con cautela. El dolor le palpitaba en el costado izquierdo, aunque había empezado a aflojar. Esperó.

—Y por eso hemos decidido darte lo que quieres —dijo Terri, y a él le costó trabajo creer lo que oía.

¿Darle lo que quería?

¿Así sin más?

¡Tenía que haber una trampa!

—Ryan puede pasar contigo un fin de semana de cada dos —anunció ella—. Desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la tarde, y tres noches entre semana, de lunes a miércoles de cada dos semanas.

Vale, sí había una trampa. Cinco noches de catorce, divididas en dos paquetes separados, cuando él quería siete noches consecutivas. Ryan no necesitaba pasarse la vida guardando pijamas y deberes y yendo de acá para allá.

Aun así, era mucho mejor de lo que había esperado.

Hasta el punto de que no tendría sentido seguir presionando por las siete noches consecutivas.

Pasar tiempo de verdad con su hijo de nueve años sin tener que meterse en peleas. Podrían empezar el nuevo acuerdo inmediatamente. Había creído que Terri se mantendría firme en su postura anterior de un fin de semana de cada cuatro a menos que fueran a los tribunales y se había sentido muy dividido sobre lo que debía hacer por el bien de Ryan. Había intentado seriamente que las cosas no se pusieran muy mal entre Terri y él por el bien de su hijo.

Aquello estaba bastante bien.

A pesar del dolor del costado y de la noche sin dormir, la noticia le hizo luchar con sus sentimientos, esforzarse desesperadamente por mantenerlos a raya. Sentía la garganta oprimida y una sensación de alivio le debilitaba las piernas. Empezaron a picarle los ojos.

¡No podía hacer eso! La psicóloga de la policía no dejaba de decirle que estaba acumulando demasiadas cosas y acabaría por explotar. Probablemente tenía razón, pero no iba a derrumbarse ahora con su ex al teléfono.

Apretó los músculos del estómago y sintió una punzada de dolor en las entrañas.

—Eso está bien, Terri, está muy bien —consiguió decir, camino de la cocina.

Agua.

Necesitaba un vaso de agua para tragar el nudo que tenía en la garganta.

—Pero tenemos que llegar un acuerdo con los detalles… —el tono de voz de su ex mujer lanzaba una advertencia, como el de un padre que avisa a su hijo de que antes tiene que hacer los deberes.

—Por supuesto.

La emoción le oprimía el pecho y el dolor le atravesaba el costado. ¿Qué se había hecho bajando las escaleras? El doctor había dicho que estaba muy contento con el modo en que cicatrizaba la herida desde la operación.

—Yo lo recogeré en el colegio los jueves porque tiene violín —decía Terri.

—Yo puedo llevarlo a violín —consiguió responder Jack.

—No, porque necesito tomar notas de su profesor sobre las horas de ensayo —explicó ella, como si semejante tarea estuviera más allá de la capacidad de Jack.

—Hablaremos más tarde, ¿vale? —dijo él, con los dientes apretados por el dolor del costado.

—Supongo que tienes que vestirte…

—Algo parecido.

Jack desconectó la llamada y entró en la cocina con intención de inclinarse encima del fregadero y jadear y gruñir un rato… quizá incluso permitirse derrumbarse en cuanto dejara el teléfono. Pero allí había una mujer desconocida con una caja de herramientas abierta en el suelo, y los dos se quedaron paralizados al ver al otro.

Ella dejó caer algo en la caja de herramientas con un sonido metálico, soltó un grito y se llevó un puño al corazón.

—¡Oh, no lo había oído!

Jack tragó el nudo que tenía en la garganta, dejó el teléfono en el banco de la cocina y dijo:

—Ah, hola.

¿Qué hacía aquella mujer en su cocina? Tenía carne de gallina en los brazos desnudos y un aura de energía la envolvía. Jack estaba confuso.

Allí debería estar Cormack O’Brien empezando el trabajo de remodelación de la cocina y el baño, no aquella mujer exuberante, poco vestida para principios de abril con una camiseta y un pantalón vaquero corto. Llevaba pendientes rojos largos, que se balanceaban adelante y atrás al mover la cabeza, y tenía pelo moreno rizado, ojos marrones y piel bronceada. Mostraba una expresión asustada en el rostro, y él no quería que viera… que viera…

Con un esfuerzo heroico, tensó todos los músculos del cuerpo, sacudió la camiseta para ponérsela y consiguió dar la impresión de que no pasaba nada.

—Usted es Jack —dijo la mujer, que retrocedió un paso con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.

Esperaba de verdad que aquel hombre fuera Jack, el dueño de la casa, porque no estaba segura de poder con él si se trataba de un intruso. Era alto y fuerte y, con el pecho desnudo, los brazos musculosos y la camiseta arrugada en el puño, parecía en tensión y dispuesto para saltar.

—Soy Carmen, la hermana de Cormack O’Brien —dijo con rapidez—. La segunda C de Reformas C & C. Mi hermano está enfermo y no puede trabajar hoy.

Era ella la que daba explicaciones, pero Jack Davey transmitía la impresión de ser él el que pensaba que estaba donde no debía.

—Bien —dijo—. Bien.

—Y usted es Jack —ella consiguió evitar que sonara a pregunta.

—Sí, así es —él bajó la camiseta, el trapo o lo que quiera que fuera. Estaba sólo a medio vestir. Iba descalzo y llevaba abierta la cremallera de los vaqueros. Su pelo moreno estaba revuelto y hacía un par de días que no se afeitaba. Tenía ojos grises con pequeñas arrugas en las esquinas.

Cuando apartó la camiseta, ella vio la marca roja de una herida apenas cicatrizada que le cruzaba la caja torácica y se preguntó qué le había pasado. ¿Operación de corazón? ¿Por eso parecía tan serio y sombrío?

—Lo siento —dijo él entre dientes—. Me duele el costado.

—Oh, entiendo, parece grave.

—Lo siento —repitió él.

—No, no, no importa. Yo no soy la persona que esperaba. Nos hemos asustado mutuamente —ella tampoco esperaba un hombre medio desnudo y bien formado que parecía una bomba a punto de explotar.

—Tiene que empezar a trabajar. Me…

—No hay prisa. Aunque me ayudaría a calentarme un poco —sonrió ella, y se frotó la carne de gallina de los brazos—. Voy vestida para trabajar duro en mitad del día, no para estarme quieta a primera hora de la mañana.

Jack asintió vagamente con la cabeza y miró el fregadero detrás de ella. ¿Qué le ocurría a aquel hombre?

—Hum, ¿se encuentra bien?

—Sí, sí, estoy bien.

Estaba claro que mentía, pues apenas conseguía pronunciar las palabras. Tenía el rostro tenso y sus ojos grises parecían ranuras.

—No no lo está —repuso ella con gentileza.

Y entonces sucedió. El estómago de él se agitó, apretó la camiseta contra la cara, le temblaron los hombros y salió un sonido de su boca.

Estaba llorando.

Lloraba con sollozos profundos y dolorosos, y quince años de dolor familiar le habían enseñado a Carmen una respuesta instintiva que le salió sin pensar. Se acercó a él, abrazó su cuerpo grande y cálido y lo dejó sollozar en sus brazos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

CARMEN no sabía cuánto tiempo llevaban así.

Tenía que ponerse de puntillas para abrazar a Jack Davey, aunque ya estaba inclinado. La postura incómoda seguramente se debía a que quería proteger la herida del costado. Procuró no estrecharlo demasiado porque sabía que sufría. Apoyó la cabeza de él en su hombro y la meció como lo hacía cuando el cuerpo lloroso que tenía en los brazos era el de su padre, su hermana Melanie o su hermano Joe.

Precisamente la noche anterior había abrazado así a su otra hermana, Kate, de dieciocho años, después de que llegara a casa a medianoche, Carmen le preguntara gritando por qué estaba borracha y Kate le devolviera los gritos para después deshacerse en llanto.

Carmen le había acariciado el pelo y la había tranquilizado con ruiditos.

—Tienes que controlarte, preciosa, no puedes alterarte de este modo. ¿Qué pasa?

Kate no tenía respuesta, y sus lágrimas dieron paso a la arrogancia de los adolescentes.

—No tienes ni idea, Carmen. Me tratas como a una niña. ¿Por qué no me dejes en paz? —y después de eso corrió al baño a vomitar el cóctel de comida basura y alcohol que se agitaba en su estómago.

¿Habría algo más en ese cóctel aparte de alcohol?

¿Algo más fuerte?

Carmen estaba muy preocupada por ella y no sabía lo que podía hacer.

Y ahora tenía a un desconocido llorando en su hombro y tampoco sabía lo que podía hacer. Especialmente al darse cuenta de que pensar en Kate la había llevado a acariciar el pelo del hombre del mismo modo tranquilizador mientras susurraba:

—No importa, no importa, déjalo salir fuera.

¡Santo cielo! ¿Se había dado cuenta él?

Detuvo el movimiento con cautela, pues no quería apartar la mano de golpe. La dejó apoyada en la cabeza y captó el aroma a champú de manzana de su pelo. Los temblores de su cuerpo empezaban a disminuir. Ella levantó la cabeza y le dio unas palmaditas en la espalda, donde encontró músculos firmes y bien trabajados. Tenía el cuerpo más duro y fuerte que había tocado nunca. ¿Cómo era posible que un cuerpo así pareciera tan vulnerable en sus brazos? ¿Qué le pasaba?

—Lo siento —la voz de él sonaba metálica, tamizada por las lágrimas—. Lo siento —respiró con fuerza—. Lo siento mucho.

—No pasa nada —ella se apartó—. No sabía si…

—No importa —él colocó la camiseta hecha una bola delante de su pecho, una maniobra defensiva que consiguió poner espacio entre ellos.

Carmen se sintió algo mareada un momento, y el aire que rodeaba su cuerpo volvió a ser frío. ¡Qué raro! Todas las células de su cuerpo parecían conscientes de lo fuerte que era él, y sin embargo era ella la que ofrecía consuelo. Como ya sabía desde hacía tiempo, en un ser humano había más de un tipo de fuerza.

Mientras lo observaba, sin saber todavía qué decir ni qué hacer, él se secó la cara con la camiseta como si fuera una toalla. Se la puso, bajó la vista a la parte de la tela mojada por sus lágrimas y volvió a quitársela.

—Tengo que cambiarme —murmuró.

—¿Quiere… hablar o algo? —ofreció ella—. No debería…

—Estoy bien.

—No lo está.

—Bueno, estoy avergonzado. Pero sé a qué viene esto.

—Quizá debería decírmelo. Por favor, no se avergüence.

—No, claro —gruñó él—. No tiene nada de vergonzoso sollozar en el hombro de la desconocida que me va a arreglar la cocina.

—Bueno… pues no, es un ser humano. Todos…

—Sí, vale. La psicóloga dijo que ocurriría. Que algo así ocurriría en algún momento. Siento que le haya tocado a usted —pasó el canto de la mano por las costillas, en paralelo a la cicatriz quirúrgica—. Me pegaron un tiro hace un par de semanas, eso es todo.

—¡Un tiro! —exclamó ella, sorprendida no sólo por el hecho, sino también por el modo casi de disculpa en que lo decía.

—En acto de servicio —él había visto su reacción—. Soy policía.

—Ah, claro, o sea que… está acostumbrado —ella seguía atónita, con acto de servicio o sin él.

—Bueno, no piense que estoy metido en una guerra de bandas o que acabo de volver de una zona de guerra. Simplemente, es un riesgo en mi profesión, fue mala suerte. Y me duele. Me han dado un tiempo libre y también he tomado unos días de vacaciones.

—¡Pues menos mal!

—Pero la operación fue algo complicada, y hace un rato me he hecho daño en la herida al bajar las escaleras para contestar el teléfono. Ahora me siento mejor.

—Me alegro, pero de todos modos…

—Y la llamada de teléfono… —se interrumpió él—. Sí, la psicóloga me dijo que estaba reprimiendo mis sentimientos y podían salirme de golpe. Me dijo que tendría reacciones extrañas unas semanas o quizá incluso meses —volvió a frotarse el costado.

—¿Le duele mucho? —preguntó Carmen—. A mí me parece que sí. ¿No necesita un médico? —después de lo ocurrido, parecía más fácil centrarse en el daño físico y no en el emocional—. Todavía está encogido.

—Estoy bien. Parece peor de lo que es. O eso es lo que me han dicho —sonrió un instante, que a Carmen le supo a poco. La sonrisa le transformaba toda la cara—. Estoy bien.

—¿De verdad?

No parecía estar bien. Parecía avergonzado y sufriendo.

—¿Quiere que le…? —ella hizo un gesto vago con las manos.

—Un vaso de agua estaría bien —él señaló el grifo con la cabeza—. Será mejor que…

Sin terminar la frase, desapareció por donde había llegado. Carmen llenó un vaso de agua, con la sensación de que aquello era un gesto de apoyo y consuelo muy pobre.

 

 

Jack se sentó en el borde de la cama y se pasó las manos por el rostro. Si hubiera podido beberse el vaso de agua y estar solo unos minutos, todo habría ido bien, pero no, tenía que haberse encontrado con aquellos ojos marrones preocupados, unas manos que se desvivían visiblemente por dar consuelo y una voz femenina tranquilizadora que le preguntaba si se encontraba bien.

Aquello era lo que le había hecho derrumbarse. Aquella pregunta. Y el hecho de que, cuando él dijo que sí, que estaba bien, ella respondiera:

—No, no lo está… —con una voz melosa, dulce, clara y directa.

Nunca en su vida se había sentido tan avergonzado. Había sollozado en su hombro como un niño que se hubiera lastimado las rodillas. Sentía todavía la presión del cuerpo de ella en el suyo. Una presión cautelosa debido a su herida. Suave porque ella tenía demasiadas curvas para ser otra cosa: dos pechos llenos y un estómago levemente redondeado que probablemente ella consideraba demasiado grueso; y generosa, porque era increíblemente generoso por su parte consolarlo de aquel modo cuando acababan de conocerse y ella no tenía ni idea de lo que ocurría.

Si no hubiera estado deshecho en lágrimas, seguramente se habría excitado. Sí, todavía podía olerla en su piel. Se llevó un brazo la nariz. Sí. Un tipo de olor distinto, como a serrín y melocotón.

—¡Contrólate, agente Davey! —murmuró en voz alta.

Se levantó y empezó a pasear y respirar hondo, aunque en seguida se preguntó si ella podría oírlo yendo y viniendo como una bestia enjaulada. No podía quedarse allí mucho tiempo si sólo había ido a cambiarse de camiseta. Ella merecía alguna explicación sobre por qué estaba tan confuso, aunque una conversación clarificadora fuera lo último que le apeteciera a él.

Buscó en un cajón una camiseta vieja apropiada para pintar con ella, pero todavía le picaban los ojos y, de pronto, todas sus camisetas viejas parecían estar en el fondo del cajón, cuando habitualmente eran las únicas que encontraba si quería buscar una nueva.

Lanzó una ristra de maldiciones, sacó por fin una camiseta y se dispuso a volver abajo.

 

 

Carmen oía los pasos de Jack arriba, haciendo crujir la tarima. Volvió un par de minutos después, con una camiseta limpia.

Vieja pero limpia.

Muy vieja, que olía a detergente de limón.

Podía ver perfectamente el contorno de sus músculos a través de la delgada tela. A pesar de la herida en el pecho, parecía ir vestido para trabajar, y ella tuvo la intuición de que lo necesitaba. Era el tipo de hombre que aliviaba más veces su dolor dando martillazos que llorando.

Le pasó el vaso de agua, y dijo:

—Siento que haya tenido malas noticias; si necesita más tiempo o una cita con la psicóloga de la policía de la que habló y éste no es un buen día para empezar, puedo esperar hasta que Cormack se encuentre mejor. Sólo tiene gripe.

—He tenido una llamada telefónica. Sin eso, habría estado bien.

—¿Quiere decir que habría seguido embotellando sus emociones un poco más?

—Sí.

—Es una estrategia, supongo —murmuró ella.

Esperó. No quería presionarlo, pero quizá a él le vendría bien hablar un poco más. Sería mejor para los dos. No le gustaba la idea de que aquello se quedara colgando en el aire, puesto que resultaba evidente que él también pensaba trabajar en la casa.

Estarían solos durante horas.

—No han sido malas noticias, han sido buenas noticias las que me ha dado mi ex —él se dejó caer en una silla y se frotó de nuevo el costado de la herida—. Es mejor que se lo diga, porque seguramente vendrá mientras esté aquí. Voy a poder tener a mi hijo Ryan de vez en cuando sin tener que ir a juicio, después de seis meses de batallas. No me lo esperaba. Estoy muy contento.

—Sí, muy contento, y por eso lloraba —gruñó Carmen, sin pensar lo que decía. Algunas personas la consideraban demasiado brusca, pero ella no tenía tiempo para juegos.

—Se puede llorar de felicidad —replicó él, más animoso—, aunque seas un hombre —tomó varios sorbos de agua—. Y esa historia del disparo… fue una mujer de unos veinte años. Había tomado metanfetamina y estaba como loca. No la tome nunca, es una droga terrible.

—Yo jamás la tomaría —contestó Carmen, pero estaba pensando en Kate.

Su hermana no sería tan estúpida, ¿o sí? Como siempre, se sentía como una madre en vez de una hermana mayor, enfadada, preocupada e impotente sobre lo que debía hacer con una adolescente rebelde.

—Y luego mi compañero le disparó a ella, y murió —prosiguió Jack Davey.

—¡Oh, no!

—No tuvo más remedio. No había otro modo de controlarla e impedir que siguiera disparando. No tiró a matar, pero había mala luz y ella se movía como loca. Fue… la gente cree que la policía está acostumbrada a disparar y matar, pero no es cierto.

—Estoy segura de que no.

—Sea cual sea la situación, aunque no tengas más remedio, sigue siendo algo con lo que tienes que vivir el resto de tu vida. Esa mujer tenía una niña.

—¡Oh, no!

—Tal vez sea mejor. La niña ahora está con sus tíos, y me han dicho que son personas decentes, así que tal vez tenga una vida mejor que con su madre. Pero aun así…

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace diez días.

—¡Diez días! —no era de extrañar que siguiera dolorido, física y emocionalmente.

—Pero ya basta —dijo él—. Perdone. Usted ha venido a arreglar la cocina, no a confesarme.

—No importa.

—La psicóloga nos dijo a mi compañero y a mí que tendremos respuestas extrañas durante un tiempo —hizo una pausa para respirar hondo—. Incluido parlotear con desconocidos —sonrió.

Carmen asintió con la cabeza.

—Suena…

A una pesadilla.

—Sí, lo fue —le interrumpió él.

La joven comprendió que quería dar por zanjado el tema.

—En serio, puedo empezar mañana.

Jack pensó un momento.

—No, por favor, quédese y empiece ahora. Para ser sincero, prefiero tener compañía. La casa me parece tétrica cuando estoy solo.

—Me gusta un hombre capaz de admitir que le dan miedo los fantasmas.

Aquello le hizo reír, lo cual llenó su rostro de vida. Tenía la risa más natural y alegre que había oído ella en bastante tiempo.

—En eso tiene razón —contestó él con franqueza—. Antes nunca me daban miedo. Llevo tres meses en esta casa, pero desde el disparo me siento… —se interrumpió y lanzó una maldición en voz baja—. No sé por qué tengo que hablar de eso.

—Pues no hable. Es una casa bonita.

—Querrá decir que lo era hace ochenta años.

—Volverá a serlo con un poco de trabajo. Piensa reformar algo más que la cocina y el medio baño, ¿verdad? —quería distraerlo.

—Espero hacer mucho más por mi cuenta. Los suelos y la pintura —al hablar de la reforma, parecía sentirse más cómodo. Ya no se veía tan tenso ni avergonzado—. Era de mi tío, pero él no vivía aquí, la alquilaba. Me la dejó cuando murió el año pasado. ¿Tomamos un café y le enseño el resto de la casa?

Carmen vio que él necesitaba sinceramente aquella distracción, el cambio de ritmo y la cafeína.

—Sí y sí, al café y a la gira. Me encantaría ver toda la casa. Pero siento lo de su tío.

—Gracias. Era un buen hombre. Pero tenía ochenta años y llevaba enfermo un tiempo —de nuevo parecía incómodo compartiendo aquello con una desconocida. Sin duda lo había pillado en un mal día. Sintió de nuevo el impulso de consolarlo, pero se contuvo, pues no deseaba volver a avergonzarlo.

Además, ¿acaso no hacía ya bastante eso con Melanie, Joe, Kate y hasta con Cormock en ocasiones? Tenía familia de sobra que necesitaba abrazos. ¿Por qué buscar más precisamente cuando, si Kate se asentaba y se encontraba a sí misma, podría ser libre al fin?

Definitivamente, no volvería a ofrecerle a Jack Davey el hombro para llorar.

—¿Quiere que haga el café? —cruzó el umbral sin puerta en dirección al frigorífico—. ¿Por aquí?

—No, yo sé dónde está todo en este lío —contestó él, y la siguió.

La mayor parte de los electrodomésticos habían sido trasladados a aquella habitación adyacente y amontonados al azar. La habitación parecía haber sido en otra época un porche abierto, pero lo habían cerrado hacía tiempo. Aunque en ese momento era un caos, con un poco de trabajo, podía llegar a ser una estancia hermosa. Si quitaban la moqueta fea y barnizaban la tarima…

¿Había tarima debajo de la moqueta?

Carmen deslizó discretamente la punta de su zapatilla deportiva debajo del borde levantado de la moqueta anaranjada para echar un vistazo. Le encantaba el proceso de reformar una casa vieja, aunque Cormack y ella hacían principalmente cocinas y baños. Podría imaginar perfectamente aquella habitación recién pintada, con muebles cómodos, suelos de madera barnizados…

—Sí, eché un vistazo y parece estar en buen estado —comentó Jack, siguiendo la dirección de su mirada.

Al parecer, no había sido lo bastante discreta.

—Me gusta observar las posibilidades —confesó—. Cormack dice que me porto como si todas las casas en las que trabajamos fueran a ser la casa en la que voy a criar a mis hijos.

—¿Sí? ¿Cuántos tiene? —Jack encontró la cafetera y los filtros y volvió a la cocina a llenar la jarra de agua.

—¿Hijos? Ninguno. Se refiere a hijos teóricos.

No estaba convencida de querer tener hijos propios después de que Cormack y ella hubieran criado prácticamente a los tres pequeños los últimos diez años. Pero su cliente no tenía por qué saber todo aquello.

Aunque quizá captó algo en su tono de voz, pues le lanzó una mirada de soslayo y dijo:

—Vale —y quedó zanjado el tema.

Jack Davey hizo el café, que tomaron mientras recorrían la casa. Definitivamente, necesitaba reformas. El sótano estaba atestado de trastos y lucía una gruesa capa de polvo. La lavadora, colocada allí, parecía un modelo de los años sesenta. Buscaron restos de humedad en la pared norte.

—Puede que tenga que cambiar el desagüe de fuera —Jack se agachó y pasó los dedos por la parte inferior de la pared, cerca del suelo.

Carmen se agachó también a mirar y, por un momento, quedaron hombro con hombro.

—Puede que sólo haya que ventilar esto. O quizá tenga razón y haya que cambiar cosas.

Disfrutaba con aquello. Le recordaba el modo en que trabajaba con Cormack, los dos muy pragmáticos y relajados. Era mucho más fácil que estar en la cocina abrazando a Jack mientras lloraba.

Hum. Demasiado relajados tal vez.

De pronto se sintió incómoda, como si se hubiera acercado demasiado. Él olía bien, y eso no era lo que quería notar ella de un cliente media hora después de conocerlo.

—Pero mire las ventanas —dijo Jack. Se apartó. Ahora que seguramente el costado le dolía menos, caminaba con gracia atlética y mucha energía—. Son grandes. Cuando estén limpias, dejarán entrar mucha luz, y yo sacaré los trastos y pintaré el suelo.

Subieron las escaleras del sótano. La chimenea de la sala de estar había sido cerrada y reemplazada con una fea estufa de gas, había que acuchillar y barnizar el suelo y la casa necesitaba una mano completa de pintura por dentro y por fuera, pero los techos eran altos y aquí y allá quedaban rastros de los detalles originales. Mármol y azulejos flamencos alrededor de la chimenea, molduras de estuco, paneles de cristal de colores al lado de la puerta principal y un poste de madera tallado al pie de las escaleras.

—¿Quiere ver la parte de fuera antes de subir? —preguntó Jack.

—¿Hay mucho terreno?

—Casi una hectárea. Pero está tan desastroso como la casa.

Salieron por una puerta lateral al jardín de atrás, donde el rocío cubría todavía la hierba alta. Carmen, que caminaba al lado de Jack, no pudo evitar mirarlo de soslayo un par de veces para ver si seguía bien, para ver mejor aquel cuerpo fuerte y duro, porque al tener en sus brazos a un hombre dos minutos después de conocerlo, había recibido una impresión más vívida de su olor y su fuerza que de su aspecto.

Las dos veces se encontró con que él también la miraba, con una mezcla de nerviosismo y curiosidad, como si él también quisiera saber su aspecto, como si él también sólo conociera sólo su olor. La primera vez que ocurrió eso los dos apartaron la vista con rapidez. La segunda vez, en cambio, mantuvieron la mirada un instante más de lo necesario.

Jack carraspeó.

—Éste es el jardín —dijo, y su voz sonó forzadamente animosa.

—Oh, sí, claro —contestó ella, como si no supiera que se trataba del jardín hasta que lo dijo él.