Perdidos en el deseo - Teresa Southwick - E-Book

Perdidos en el deseo E-Book

TERESA SOUTHWICK

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Beschreibung

Dos eran compañía... tres era toda una familia Scott Matthews llevaba siendo padre soltero desde que él mismo era casi un niño. Ahora que su hija ya no lo necesitaba tanto, no quería ni pensar en tener una nueva relación que lo atara. Pero una sola sonrisa de la responsable de catering que encontró en su cocina y la tentación se apoderó de él. Después de la muerte de su marido, la futura madre Thea Bell había decidido renunciar a la pasión... hasta que conoció a Scott. Pero tenía que resistirse al deseo que sentía por él; no podía permitir que un soltero sin preocupaciones irrumpiera en sus sueños de tener una familia feliz... por mucho que quizá fuera el hombre que siempre había deseado.

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Seitenzahl: 204

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Teresa Ann Southwick. Todos los derechos reservados.

PERDIDOS EN EL DESEO, Nº 1524 - octubre 2012

Título original: It Takes Three

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1143-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Alguien ha estado cocinando en mi cocina».

Mientras miraba fijamente a la hermosa desconocida que estaba delante de su horno, Scott Matthews tuvo la sensación de que había caído en lo más bajo. Su vida se había reducido a una versión culinaria de Ricitos de oro y los tres osos. Aunque la mujer que tenía delante no era rubia. Tenía el cabello de seda marrón, los ojos cálidos como el cacao caliente y además no estaba dormida en su cama, como sucedía en el cuento.

—¿Quién es usted y qué está haciendo aquí? —le preguntó algo inquieto por haber pensado aunque sólo fuera durante un instante en aquella mujer metida en su cama.

—¿Y usted quién es? —inquirió la joven apuntándolo con la espátula.

—Yo vivo aquí.

—¿Eres el padre de Kendra?

—Scott Matthews —se presentó él.

—Pero no pareces tan mayor como para tener una hija de dieciocho años —aseguró ella visiblemente sorprendida.

—Pues lo soy.

Eso era lo que ocurría cuando un chico tenía el cerebro debajo del ombligo. Que tenía a su primera hija siendo casi un adolescente

—O sea, que formaste una familia cuando tenías... ¿Diez años?

—No tanto.

Aquel piropo respecto a su apariencia juvenil estuvo a punto de hacerle olvidar que ella todavía no le había dicho quién era. Aquella era su cocina y era él quien hacía las preguntas.

—¿Quién eres?

—Thea Bell.

—¿Por qué estás aquí?

—¿No te lo ha dicho Kendra?

La confianza que parecía tener en sí misma desapareció y adoptó una expresión confusa.

¿Qué tenía que ver su hija con todo aquello? ¿La estaría utilizando aquella mujer como excusa para conocerlo a él? Aquello no era excesivamente prepotente por su parte. Su mujer lo había dejado hacía trece años y desde su divorcio se había convertido en una pieza buscada, en carne fresca para el mercado de las citas.

En las reuniones del colegio siempre había alguna madre divorciada dispuesta a llamar su atención. Pero se equivocaban de puerto, porque él no estaba interesado en establecer otra relación que no fuera con sus hijas. Tras pasarse el día trabajando en la empresa constructora de la familia y dedicarse después a ser padre y madre, salir con mujeres no estaba en su lista de prioridades. Y ahora que Kendra estaba a punto de graduarse y empezar la universidad, Scott podía ver la luz al final del túnel de la paternidad.

Tenía noticias para Thea Bell. Si aquella aproximación estaba pensada para llamar la atención de un hombre a través del estómago, había dado con el hombre equivocado. A él no le importaba que una mujer fuera capaz sólo de hervir agua o de preparar una suculenta comida. No estaba necesitado de compañía femenina. Tras el descarrilamiento de su matrimonio, encontraba la vida de soltero muy sencilla.

—¿Qué se suponía que tenía que contarme Kendra? —preguntó con desconfianza.

—Había quedado conmigo para hablar de su fiesta.

La mujer que tenía delante buscó en el bolsillo de sus pantalones vaqueros y sacó una tarjeta. Scott se acercó a ella y la agarró. Se apoyó contra la nevera y trató de ignorar el dulce aroma de su perfume mientras leía el nombre de su empresa impreso en un tipo de letra muy original.

—Tengo una empresa de catering —explicó Thea al ver la cara de extrañeza de Scott.

Él dejó la tarjeta sobre la isla que había en el centro de la cocina y cruzó los brazos sobre el pecho sin dejar de observarla.

—Conocí a Kendra en una fiesta de cumpleaños que organicé para una amiga suya.

—¿Y?

Thea frunció el ceño y lo miró con expresión confundida.

—¿No le dijiste a tu hija que podía celebrar una fiesta de graduación?

—Así es.

—Entonces, ¿por qué me miras como si fuera una ladrona de guante blanco que se hubiera colado en tu casa para robarte la joyería fina?

—No tengo joyería fina.

—Ni tampoco has contestado a mi pregunta —señaló Thea.

—Le dije que si quería celebrar una fiesta tendría que encargarse ella de los detalles.

—Y eso es lo que ha hecho. Ha quedado con una profesional del catering.

—Cuando dije «detalles» me refería a comprar hamburguesas y ganchitos en la tienda, no a contratar a alguien para que los comprara —aseguró Scott suspirando—. ¿No te pareció extraño negociar con una adolescente?

—No es tan raro. Muchos padres trabajan, están muy ocupados y delegan en sus hijos muchas responsabilidades, sobre todo cuando una adolescente va a hacer una fiesta. Tú mismo acabas de decir que querías que Kendra se encargara de los detalles.

Era una mujer inteligente. Utilizaba sus propias palabras en su contra.

—¿Cómo sé si eres una buena restauradora?

—Tengo buenas referencias. Puedes comprobarlo en la Asociación de Consumidores y en la Cámara de Comercio de Santa Clarita. Si descubres que alguien ha presentado una queja contra mi empresa me comeré la espátula —aseguró mirando el cubierto antes de volver a mirar a Scott—. Tu espátula.

Pasaron varios segundos antes de que él fuera consciente de que le estaba mirando los labios. Eran carnosos, rosas y... Y el hecho de haberlos observado lo suficiente como para adjetivarlos lo puso de mal de humor.

—¿Dónde está mi hija?

—Lo dices como si pensaras que yo le hubiera hecho algo.

—¿Y si lo has hecho?

—Por supuesto que no —aseguró Thea—. Ha subido a su cuarto para enseñarme una foto, algo para el tema de la fiesta.

—¿No es suficiente tema la graduación?

—Tiene algo en la cabeza. Una idea respecto a la decoración de la mesa.

—¿Necesita decoración?

—Técnicamente no —respondió ella con un suspiro—. Pero es un toque que añade un aire festivo a cualquier reunión. No se trata sólo de comer, sino del ambiente que se cree. Hay que conseguir que los invitados adquieran cuerpo de fiesta en cuanto entren. Eso se consigue con la decoración.

—¿Y has hablado con mi hija de cuánto va a costar eso? ¿Y de quién lo va a pagar?

—Todavía no. No puedo hacer presupuesto hasta que sepa las decisiones que ha tomado respecto a la comida, la decoración y el número de invitados.

—Ya veo. O sea, que...

Scott escuchó el inconfundible sonido de su hija bajando a galope las escaleras. Calculó que en la escala de Richter supondría un terremoto de casi seis puntos.

—Papá, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó parándose en seco cuando entró en la cocina.

—Vivo aquí.

Su hija tenía los ojos azules, el pelo oscuro y una expresión de culpabilidad que le ocupaba todo el rostro.

Kendra se acercó a Thea. Su hija había salido a él en lo que a altura se refería. Medía casi un metro ochenta, y al colocarse al lado de la otra mujer la hizo parecer todavía más menuda de lo que era.

—Lo que quiero decir es que has llegado a casa muy pronto. ¿Cómo es eso?

—He quedado aquí con una agente inmobiliaria para que me haga una valoración de la casa.

—Define «valoración», papá —le pidió la adolescente entornando los ojos.

Scott tendría que haber aprovechado la pregunta de Kendra para preguntarle cómo pensaba contratar los servicios de un catering sin consultarlo con él. Aquel lapsus era debido enteramente a la presencia de Thea Bell. Cuando un hombre regresaba a casa y se encontraba a una mujer bonita en su cocina era inevitable que se distrajera. Pero había abierto la boca y ahora tenía que buscar la manera de sacar el pie que había metido.

—La agente va a venir a ver la casa y calcular cuál sería su precio actual en el mercado. Tú la conoces. Es Joyce Rivers, la mujer de Bernie.

—Yo conozco a Joyce —intervino Thea—. Nos conocimos en el grupo de mujeres profesionales de Santa Clarita. Es estupenda.

—¿Por qué necesitas que Joyce te diga cuánto cuesta la casa? —preguntó Kendra insistiendo en el tema.

Su hija pequeña había sido un tormento desde que cumplió doce años. Y seguía igual. Su hermana mayor siempre había cumplido las normas y por eso a Scott le habían pillado desprevenidos los episodios rebeldes de Kendra. Pero Kendra iría pronto a la universidad y él ya no necesitaría una casa tan grande. Por eso había quedado con Joyce para que le hiciera una valoración y el mejor momento para ambos había resultado ser el momento en que Kendra estaba en el instituto. Y hablando de eso...

—¿Por qué no estás en el instituto? —le inquirió.

—Te lo dije anoche —aseguró su hija con exasperación poniendo los ojos en blanco—. Hoy sólo había clase por la mañana porque los profesores tienen junta de evaluación.

—Ah, sí.

Scott no recordaba haber escuchado ni una sola palabra al respecto.

—No me estabas escuchando, como siempre —aseguró Kendra poniéndose en jarras—. Vas a vender la casa, ¿verdad?

Scott no quería mantener aquella conversación en ningún momento, y mucho menos delante de una perfecta desconocida.

—¿No podríamos hablar de esto más tarde?

—Tal vez debería marcharme —intervino Thea.

—No, por favor —le suplicó Kendra antes de girarse hacia su padre para mirarlo con infinita hostilidad—. Esa táctica evasiva significa que tengo razón. No me lo puedo creer—. Todavía no he terminado el instituto y ya estás vendiendo mi casa conmigo dentro. ¿Y si al final voy a la universidad local? ¿No recuerdas que te comenté esa posibilidad?

—No estoy vendiendo nada —respondió Scott evitando responder directamente.

—Entonces, ¿para qué necesitas saber cuánto cuesta la casa?

—Tal vez quiera refinanciar la hipoteca.

—¿Es eso lo que quieres?

Había momentos, como aquel, en los que a Scott le gustaría poder mentir. Pero cumplía a rajatabla la máxima de no mentir a sus hijas nunca.

—No.

—Lo sabía —aseguró Kendra—. Estás deseando librarte de mí. Por eso quieres convencerme para que vaya a la universidad.

—Estás equivocada. No quiero convencerte para que hagas nada.

—Pero no quieres saber nada de la universidad local.

—Quiero que tengas la mejor formación universitaria posible. Igual que tu hermana.

—Gail la perfecta —apostilló Kendra mirando a Thea.

—Estoy segura de que no es eso lo que tu padre ha querido decir —aseguró Thea mirando a Scott.

—Pues yo creo que sí. Mi hermana lo hace todo bien. Yo soy la mala.

—Casualmente, Joyce hizo también una valoración de mi apartamento —dijo Thea para cambiar de tema.

—¿Lo vas a vender? —preguntó Kendra dirigiendo toda su hostilidad hacia la dueña del catering.

Scott sintió lástima por Thea. Se había visto envuelta en un fuego cruzado. Pero su simpatía se veía mitigada por el hecho de que aquella mujer hubiera escogido hablar de negocios con una adolescente en lugar de con su padre.

—Sí, lo voy a vender —admitió—. Estoy buscando una casa unifamiliar en algún barrio agradable.

Kendra volvió a cambiar rápidamente el objeto de su animosidad en cuanto miró de nuevo a su padre.

—Da la casualidad de que mi padre vende una. Tal vez te haga un buen precio. Está deseando librarse de esta casa conmigo dentro.

—Kendra, estás dramatizan...

El sonido del timbre lo interrumpió. Si al menos pudiera sentirse salvado por la campana...

—Esa debe ser Joyce.

—Me voy a casa de Zoe —dijo Kendra agarrando el bolso que estaba encima de la mesa y saliendo a toda prisa de la cocina.

—Espera, Kendra. Ya sabes que no me gusta que vayas con...

La puerta del garaje se cerró con un portazo y Scott suspiró. Entonces volvió a sonar el timbre de la puerta y fue a abrirla.

Thea miró a la cocina vacía y se sintió como un pulpo en un garaje. Aquella situación era de lo más extraño. Había tratado antes con adolescentes, pero siempre tras haber tenido un primer contacto con sus padres. Pero Kendra tenía algo especial. Cuando la conoció en la fiesta de su amiga sintió que en los ojos de la joven se dibujaba una profunda tristeza. Thea lo reconoció enseguida porque ella la había experimentado todos los días durante los últimos dos años.

Cuando Kendra la llamó para contratarla para su fiesta de graduación, Thea hizo una excepción. Aquel día había llevado muestras de comida para que la adolescente las viera y le había enseñado el álbum de fotos que recogían los mejores eventos que había organizado.

Kendra sólo le había dicho que su padre era un constructor muy ocupado que no tenía tiempo para preocuparse de su fiesta. No le había mencionado lo atractivo que era el padre en cuestión. Con su cabello oscuro, ojos azules y aquellas facciones tan perfectas, no había pasado inadvertido a sus hormonas femeninas. En cualquier caso, sus hormonas llevaban un tiempo en alerta. Así que tal vez el hecho de que aquel hombre le hubiera llamado la atención podría deberse a una reacción química.

Pero estaba claro que su irritación al haberla encontrado en su cocina era absolutamente real. Tal vez si supiera lo importante que era para su hija aquella fiesta le agradecería que ella se estuviera tomando tantas molestias.

Mientras permanecía allí de pie sin saber qué hacer, Scott entró con Joyce Rivers en la cocina.

—Hola —dijo Joyce sonriendo al verla—. No sabía que os conocierais.

—Acabamos de conocernos —aseguró Thea.

—Ahora mismo —puntualizó él con su frialdad habitual.

—¿Sabes una cosa, Thea? —dijo Joyce mordiéndose el labio inferior—. Cuando me comentaste que estabas buscando casa pensé en esta.

—¿De veras? —intervino Scott—. ¿Aunque yo no hubiera decidido todavía si la iba a vender?

—Nos dijiste a Bernie y a mí que cuando Kendra terminara el instituto ibas a buscar algo más pequeño. ¿No se gradúa dentro de un par de meses?

—Así que Kendra tenía razón —aseguró Thea mirándolo fijamente—. ¿Con las barbies y los ositos de peluche todavía calientes y ya los quieres echar?

—Está sacando las cosas de quicio —contestó él.

—Está claro que piensa que quieres deshacerte de ella.

Thea no pudo resistir la tentación de hacerlo sufrir un poquito. Scott Matthews había entrado allí y la había tratado como a una completa sospechosa. Tal vez sus quitas con su hija no eran sólo proclamaciones de independencia adolescente.

—Está equivocada. No se trata de librarme de ella. Pero va a ir a la universidad, ¿para qué necesito yo un sitio tan grande? —se defendió él.

Joyce arqueó una ceja y miró alternativamente a Scott y a Thea.

—¿Interrumpo algo?

—No —contestó Scott dejando escapar un suspiro mientras se pasaba la mano por el cabello.

Thea se cruzó de brazos.

—Sólo ha reaccionado al hecho de que fueras a vender la casa de su infancia con ella todavía dentro.

—No voy a vender nada todavía —aseguró Scott—. Sólo estoy recopilando información.

—Pues adelante —exclamó Joyce con alegría, encantada de tener la oportunidad de cambiar de tema—. Thea, ya que estás aquí, ¿por qué no haces el recorrido con nosotros?

—Si a Scott no le importa...

Ella lo miró y a juzgar por su expresión parecía importarle mucho.

—¿Por qué no? —dijo finalmente con escaso entusiasmo.

—Estupendo.

A Thea no le importaba lo que él pensara. Estaba deseando ver el resto de la casa. Ya se había enamorado de la cocina.

Apagó el horno y siguió a Joyce, que estaba justo detrás de Scott. Él abrió camino hacia la parte de arriba. Thea tuvo una visión bastante clara de las anchas espaldas de aquel hombre que terminaban en una cintura estrecha y un trasero estupendo. No se había fijado en los hombres en general ni en ninguno en particular desde que se enamoró de David. Él había sido el amor de su vida y lo había perdido. Le resultaba extraño que el primer hombre que hacía moverse su antena femenina fuera uno que le cayera tan mal.

—Este es el dormitorio principal —dijo Scott llevándolas hasta el cuarto que estaba al final de la escalera—. Ocupa casi la totalidad de la parte de atrás de la casa. Tiene dos armarios y cuarto de baño con doble seno y bañera de hidromasaje.

Thea centró su atención en la inmensa cama porque no empequeñecía el espacio. No porque su ocupante fuera un hombre grande que necesitara una cama grande. Aquel pensamiento inocente le provocó un rubor en las mejillas y se obligó a sí misma a concentrarse en sus palabras.

—Un poco más allá hay una zona para que se retiren los padres —dijo Scott mirando a Thea con aire interrogante.

¿Le estaba acaso preguntando si necesitaba ella una zona de descanso para padres? Ella no tenía por costumbre de hablar de cosas personales, y mucho menos de sus necesidades logísticas con completos desconocidos, por muy atractivos que fueran. Así que se hizo el silencio entre ellos.

—Hacía mucho tiempo que no veía esta parte de la casa. Es un dormitorio fantástico, Scott —aseguró Joyce para llenar el vacío—. Muy grande y muy confortable.

Después pasaron a los otros dos dormitorios. Uno de ellos tenía la cama perfectamente hecha y daba la impresión de deshabitado. Estaba claro que la perfecta hermana mayor ya no vivía allí. El otro dormitorio presentaba un aspecto de caos absoluto. Obviamente era el de Kendra. Thea no sabía por qué, pero su corazón simpatizó de nuevo con aquella adolescente que parecía sentirse fuera de lugar.

—No tenía ni idea de que su cuarto estuviera tan mal —aseguró Scott con aire de inocencia.

—Adolescentes —comentó Joyce encogiéndose de hombros—. Va con el cargo.

Thea miró a Scott a los ojos y no pudo evitar hacerse una pregunta. ¿No se suponía que un padre debería saber cómo vivía su hija? Vivían bajo el mismo techo, por el amor de Dios.

—Entrad vosotras —dijo abriendo la puerta del baño y dando un paso atrás—. Tengo miedo de mirar.

Thea siguió a Joyce y pasó delante de Scott. No pudo evitar aspirar el delicioso aroma a colonia y a hombre. El estómago se le hizo un nudo pero lo achacó a que llevaba mucho tiempo sin haber sentido aquel olor tan particular. Le costó algo de esfuerzo no pensar en él, pero se las arregló para concentrarse en el cuarto de baño.

Cada centímetro de encimera del lavabo estaba cubierto con botes de maquillaje, cepillos de pelo de varias clases, un secador... Thea tenía la sensación de que habían pasado un millón de años desde que su gran preocupación era el pelo. Pero estaba agradecida por haber vivido aquellos días despreocupados antes de aprender que la vida y la muerte podían ponerla de rodillas.

Exhaló un suspiró y dejó que su mirada vagara por el cuarto de baño. Había un pijama de botones y un par de camisetas tirados en el suelo.

—Lo siento —murmuró Scott agarrando por el asa una bolsa de basura llena que asomaba por la papelera—. No sabía que hubiera pasado un tornado por aquí.

Mientras bajaban las escaleras, Thea se preguntó dónde estaría la señora Matthews. Por el modo en que se relacionaban padre e hija daba la impresión de que no había ninguna. Aquel pensamiento le provocó una punzada de alegría que la pilló completamente por sorpresa.

—Bueno, ¿qué te parece? —le preguntó Scott a la agente cuando entraron en la cocina.

—Esta casa se vendería en un pis pas —aseguró Joyce.

—¿A pesar del cuarto de baño con vida propia? —insistió él dejando en el suelo la bolsa de basura.

Thea se rió. Hasta aquel momento pensaba que el hombre no tenía sentido del humor. Y le gustaba haberse equivocado.

—Olvídate del baño —dijo Joyce—. Si decides vender la casa ya tendrás tiempo de limpiar.

—Será Kendra la que tendrá que hacerlo —aseguró él.

—Eso si consigues que coopere... —murmuró Thea.

—Por lo que veo se resiste a marcharse de aquí —comentó Joyce tras mirarlos a los dos.

—Ya entrará en razón —afirmó Scott.

—Por supuesto que sí —dijo la agente consultando su reloj—. Tengo que acudir a otra cita.

—Entonces, ¿cuánto crees que vale la casa? —preguntó Scott.

—Sabes tan bien como yo que es una mina de oro. Este barrio es uno de los más cotizados de Santa Clarita. Las casas se venden en cuanto se ponen a la venta. Hay lista de espera para comprarlas. Puedes pedir lo que quieras.

—Pero dime una cantidad...

—Déjame que haga números y ya te diré algo —dijo antes de girarse hacia Thea—. Te llamaré para ir a valorar tu apartamento.

Thea asintió con la cabeza. Cuando Joyce se marchó se quedó a solas con Scott Matthews. Por alguna razón, él la ponía nerviosa.

—Supongo que yo también debería marcharme —dijo.

—Sí.

Thea le echó un vistazo a la comida que había llevado para que Kendra se hiciera una idea de lo que hacía. No le parecía bien marcharse dejando los platos sucios, así que metió una sartén y un par de ollas en el fregadero y les echó encima detergente.

—Déjalo así —le dijo Scott.

—No puedo. Forma parte de mi trabajo. Una buena profesional no se va dejando la cocina hecha un asco.

—¿Aunque no estés contratada?

—Incluso así. Este es un negocio que funciona con el boca a boca. Tal vez conozcas a alguien que necesite un catering, y entonces te acordarás del que no te dejó todo patas arriba.

Mientras limpiaba, Thea miró de reojo a Scott, que estaba a su lado.

—Kendra me ha dicho que nunca ha celebrado una fiesta. ¿Es eso verdad?

—Eso no significa que no sea una privilegiada —aseguró él mirándola con los ojos entornados.

—Ya veo que tiene todo lo que necesita. Materialmente hablando —añadió Thea.

—¿Qué estás diciendo?

—Digo que tengo la impresión de que para ella esta fiesta es muy importante.

—¿Y qué le hace pensar eso, detective?

—El hecho de que ella no te dijera que yo iba a venir —respondió Thea ignorando su sarcasmo—. Luego me imaginé que ella sabía que le vetarías la idea del catering.

—No me ha dado oportunidad de vetarla.

—Y de no haber sido así, ¿qué le habrías dicho? —preguntó ella mirándolo fijamente.

Scott suspiró.

—Seguramente le habría dicho que no.

—Mira —comenzó a decir Thea metiendo las manos en el fregadero lleno de jabón—, seguramente tendría que haberle preguntado si tenía permiso para contratarme. Y cuando hubiera llegado el momento de firmar y pagar la señal se habría descubierto el pastel. Pero Kendra tiene algo.

—¿Por qué no vino a mí? Es una pregunta retórica, por supuesto —aseguró Scott sacudiendo la cabeza antes de clavar en ella su mirada—. Y no comprendo porque está tan en contra de vender la casa. Es sólo una casa.

—Hombres —respondió ella mirándolo fijamente sin esforzarse en disimular su exasperación.

—¿Qué?

Scott tenía una expresión tan genuinamente confusa que no pudo evitar sonreír y exhalar un pequeño suspiro.

—¿Cuánto tiempo lleváis viviendo aquí?

—Creo que unos diez u once años —respondió él tras cavilar unos instantes.

—Así que Kendra tendría cerca de ocho cuando llegasteis. Ella apenas recuerda haber vivido en otro sitio. Se enfrenta a grandes cambios, como dejar el instituto y e ir a la universidad. Y entonces descubre que tú estás intentado librarte de su ancla. Por supuesto que está asustada. Es un cambio muy duro.

—No me he librado de nada todavía.

—Sólo el hecho de pensar en el cambio la hace sentirse mal. Es humano luchar contra ello.

Scott giró los pies y tropezó con la bolsa de basura que había en el suelo, que se tambaleó hacia los lados y luego derramó todo su contenido.

—Maldita sea —murmuró él entre dientes agachándose para recoger la bolsa y tirarla a la basura.

Después se agachó de nuevo para recoger los restos desparramados por el suelo y agarró una barrita de plástico.

—¿Es esto lo que creo que es? —preguntó con el ceño fruncido.

Thea observó los signos de «negativo» y «positivo» dibujados en la barrita.

—Si crees que es un test de embarazo, has acertado.

Ella los conocía muy bien. Había utilizado uno no hacía mucho y le había dado positivo.