Perronautas - Greg Van Eekhout - E-Book

Perronautas E-Book

Greg van Eekhout

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Beschreibung

LADITO, CAMPEONA, BICHO y MARGARITA son Perronautas, perros especialmente entrenados para ayudar a los astronautas en misiones espaciales. Ellos y la tripulación humana a bordo de la astronave Laíkaviajan por el Universo para formar una colonia espacial en un planeta distante. Pero la misión se complica, y de repente los Perronautas se encuentran completamente solos en una nave gravemente dañada. Las catástrofes se suceden y la supervivencia parece imposible. Pero estos valientes caninos son Perronautas, y los Perronautas siempre cumplen su misión.

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Dedicado a Amelia y Dozer, buenos perros.

Ladito esperaba encontrar una rata. Olisqueó los pasillos y los compartimentos, y dentro de los elevadores y bajo los calentadores de la galera. Olisqueó los conductos de deshechos y el domo agronómico, con ansias de encontrar el conocido aroma a roedor.

Cazar ratas era uno de los trabajos más importantes en Laika, y Ladito era el mejor depredador de la nave.

Lo llamaban Ladito porque una de sus orejas se mantenía erguida como una antena, mientras que la otra caía sobre su ojo. Tenía dientes feroces y un agudo sentido del olfato, a juego con un cuerpo que no pesaba más que una bolsita de croquetas. Su pelaje negro y canela siempre estaba revuelto, incluso recién cepillado.

—Donde haya gente, habrá ratas —solía decir Roro, la ingeniera agrónoma de la nave y entrenadora de perros en jefe, y también la mejor amiga de Ladito—. En los tiempos de los barcos de madera, las ratas trepaban por los andenes y se escurrían por las cuerdas de anclaje. Se instalaban a la sombra de las bodegas y vivían de las reservas de galletas. Así, siempre que una nave echaba el ancla, así fuese un puerto multitudinario o una isla desierta, las ratas viajaban con ella. De puerto a barco, de barco a puerto, siempre ratas. Ratas y gente. Dicen que una rata se escabulló hasta en el primer viaje a Marte.

Pero Ladito no sólo buscaba ratas. Su puesto oficial en Laika era olfatear cualquier clase de problemas. Sabía cómo debía escucharse la nave, qué sonidos eran normales y cuáles podían ser un problema. Sabía cómo debían sentirse las plataformas bajo los colchones de sus patitas. Y también conocía el olor correcto de la nave. Estaba entrenado para detectar los aromas a quemado, la amarga peste de los cables derretidos y los reguladores de transferencia sobrecalentados. Un incendio en una nave espacial podía significar la muerte. Así que pasaba horas de cada día peinando la nave con la nariz completamente concentrada. Su cuerpo era suficientemente pequeño para infiltrarse en esos espacios estrechos que a los humanos les costaba alcanzar, y su nariz era más sensible que muchos de sus sensores electrónicos.

—Oye, Ladito, ¿tendrás un calibrador espectroscópico?

Ladito levantó la nariz de las planchas de cubierta y miró a los ojos del especialista Dimka. Le sacudió la cola y ladró:

—¡Seguro!

Ladito llevaba una mochila con bolsillos que transportaban una variedad de herramientas: llaves, sensores de radiación, calibradores y cualquier otra cosa que la tripulación pudiese necesitar. Le gustaba su mochila porque lo hacía útil y por la confortable sensación de las correas apretadas en torno a su barriga.

Mordió una anilla de plástico que colgaba de una de las correas, para abrir el bolsillo donde guardaba el calibrador espectroscópico. El especialista Dimka se inclinó para tomarlo y le rascó detrás de las orejas. Sus manos olían a limón y refrigerante.

—Buen chico, Ladito. Paso a la perrera después de mi turno para regresártelo.

Ladito movió la cola y siguió su camino.

Los saludos hacían eco en los pasillos mientras Ladito continuaba su patrulla.

—¡Qué hay, Ladito!

—¡Hola, Ladito!

—¿Quién es un buen chico? ¡Ladito es un buen chico!

Llegó al domo agronómico, un poco tarde por los encuentros con más miembros de la tripulación, muchos de los cuales insistían en acariciarlo, rascarle o hasta ofrecerle golosinas.

El domo era más alto que un arce, apuntalado en vigas de metal entretejidas con paneles de plastiacero. Lámparas solares brillaban desde el techo y bañaban el domo en una deliciosa tibieza, como la de arrebujarse entre cobertores. En el suelo, nuevos cultivos brotaban en un campo de hileras ordenadas, algunos en camas de tierra y otros en contenedores hidropónicos de nutrientes químicos. Y afuera todo era estrellas, como moscas brillantes de plata recortadas contra el vacío negro y enorme.

Ladito encontró a Roro de rodillas junto a un montículo de fertilizante, plantando ajos. De todas sus tareas en la nave, su favorita era ayudar a Roro a cuidar los cultivos que alimentarían a la tripulación en cuanto aterrizaran en Escalón.

Corrió hacia Roro, soltó la mochila, y rodó hocico arriba para que le rascaran la barriga. Nadie rascaba la barriga como Roro.

—¿Qué tal estuvo la caza hoy?

Ladito ladró y se sacudió feliz en la tierra.

—Estuvo genial. Olí el módulo de ingeniería, el puente de mando y la red de comunicaciones. No sentí problemas.

—¡Muy bien! —dijo Roro.

Ladito golpeó con la cola. Le gustaban las felicitaciones.

—Aunque no encontré ratas —agregó, y su cola golpeó con menor velocidad—. Pero me rascaron el especialista Dimka y el oficial médico Ortega, y el comandante Lin me dio una galleta.

Cuando Ladito hablaba con humanos, no lo hacía con palabras, sino con ladridos, gestos y poses. Se comunicaba con el ángulo de sus orejas, la inclinación de su cabeza, y con la velocidad y dirección de las sacudidas de su cola. Y la tripulación de Laika, desde la comandante hasta el ingeniero asistente más novato, llevaba chips traductores que transformaban la comunicación perruna en idioma humano.

—Suena a un turno ocupado —dijo Roro sonriendo—. Pero no comas de más. Recuerda que entrarás en hibernación en la mañana, y no puedes digerir golosinas en sueño profundo.

—Pero sí vamos a cenar, ¿cierto?

Ladito jamás pasaba hambre en Laika, pero aún le preocupaba mucho alimentarse.

—No te preocupes, tendrás tus croquetas. Ahora, ¿me ayudas o no? Pásame una sonda termal, por favor.

—Claro —ladró Ladito, rodando de pie.

A la mañana siguiente, los perros de Laika se reunieron en la cámara de hibernación. Llegaron aun antes que Roro, bajo órdenes de Campeona. Campeona era una golden retriever con pelaje como latón pulido y un destello de inteligencia en sus ojos oscuros. Llegando a Escalón, su trabajo sería de búsqueda y rescate. En la nave, servía como la asistente del comandante Lin y líder de la manada.

Avanzó hacia Ladito, alerta y confiada, y le olió el hocico.

—Hueles ansioso. ¿Te preocupa la hibernación?

—Claro que no.

—La verdad, no hay nada que temer. Será como una siesta.

—Una siesta de seis meses —gruñó Bicho. Se trataba de un corgi blanco, negro y pardo, con forma de tronco achaparrado y orejotas de murciélago. Bicho trabajaba en el módulo de ingeniería y trataba de imitar a los ingenieros, que eran un montón de gruñones, quizá porque les tocaba mantener los sistemas vitales de la nave y sabían lo que podía pasar si alguno dejaba de funcionar.

—No va a ser así en absoluto —dijo Campeona, atravesando a Bicho con los ojos—. Iremos a dormir y después despertaremos, y no vamos a sentir que haya pasado el tiempo. No te angusties, Ladito.

—No me angustio —ladró Ladito. Era el perro más pequeño de la manada y el único que no era de raza, y aunque de hecho sí estaba preocupado por la hibernación, tampoco quería hablar del tema.

—Yo estoy aterrorizada —admitió Margarita—. Creo que todos vamos a morir.

Margarita, la gran danesa, seguía siendo cachorra, con una cabeza del tamaño del cuerpo entero de Ladito y piernas como las de una jirafa. Trabajaba en cargamento, ayudando a mover cajas pesadas. En el planeta iba a trabajar como asistente de construcción.

Bicho fue tan tranquilizador como era capaz:

—La hibernación no siempre es fatal. Quizá no muramos.

—Pero no comeremos durante seis meses —gimió Margarita—. Voy a morir de hambre.

Margarita correteó por la cámara de hibernación. Le gustaba corretear cuando estaba preocupada. También le gustaba corretear cuando estaba contenta. O hambrienta. O satisfecha. O despierta. Los demás perros trataron de encogerse para evitar una colisión.

Ladito se dijo que iba a estar bien. Sí, la hibernación tenía ciertos riesgos, pero también cualquier otro aspecto de los viajes espaciales. Y aunque estuvieran dormidos, la manada estaría unida. Ser manada era más que ser amigos. Más que ser familia. Y Ladito sabía que Roro nunca los pondría a él ni a sus compañeros en peligro. Ella pertenecía a la manada. Pensar eso lo hizo sentirse mejor.

Además, hibernar era parte indispensable de la misión.

El viaje a Escalón era la primera expedición terrícola fuera del sistema solar, un viaje tan largo que la tripulación tendría que hibernar parte del viaje para que alcanzaran los recursos como el agua y la comida. Durante la hibernación no era necesario comer ni beber, y se usaba menos energía. Laika había salido de la tierra meses antes, pasando la Luna, pasando Marte, esquivando el anillo de asteroides entre Marte y Júpiter, dejando atrás los gigantes de gas, más allá incluso de Plutón y de la nube de Oort, donde nacían los cometas, más y más allá hasta que incluso el grandioso Sol se volvió apenas un puntito de luz.

Los perros habían estado despiertos todo ese tiempo, pero hibernarían durante el abismo de espacio exterior entre el sistema solar de la Tierra y el de la estrella HD 24040, a 152 años luz de distancia. Finalmente, aterrizarían en el cuarto planeta de esa estrella, que Operaciones Espaciales había nombrado Escalón. Allí, la tripulación levantaría refugios, cosecharía su comida y exploraría un mundo completamente nuevo. Si tenían éxito, más naves irían tras ellos y la instalación crecería, y a partir de ahí emprenderían nuevas misiones a estrellas aún más distantes. Laika sólo era un pequeño paso hacia un gigantesco salto de posibilidades infinitas.

Y claro, los humanos no podían ir solos. Tenían que llevar perros. Porque a donde los humanos fueran, los perros irían también. Como las ratas, sólo que los perros sí ayudaban. Los perros guiarían al ganado. Los perros vigilarían ante lo desconocido. Y lo más importante, los perros acompañarían a los humanos durante el largo viaje espacial, y en su nuevo hogar lejos de la Tierra.

Pero primero había que llegar.

Roro y el oficial médico Ortega entraron en la cámara de hibernación, sonriendo y oliendo tranquilos.

Los perros fueron a olfatear a Ortega, y cuando Roro se sentó en cubierta, se amontonaron sobre ella y la rodearon mientras ella les rascaba las orejas y les palmeaba las barrigas y los mimaba con insuperables caricias. Hasta la solemne Campeona sonreía con deleite.

Pero cuando Roro finalmente se incorporó, Campeona se sentó derecha y le ofreció toda su atención. Ladito y los demás imitaron a su líder.

Ortega ayudó a Roro a meter a los perros en sus cámaras de hibernación. Las cápsulas eran camas de plástico con delgadas cubiertas esponjosas, pero Roro las había equipado con cobertores para que los perros estuvieran tibios y confortables. De uno en uno, palmeó sus cabezas, rascó sus barrigas, acarició sus espaldas y les dijo lo buenos que eran. Les aseguró que no tenían por qué preocuparse.

—Cuando despierten, estaremos mucho más cerca de Escalón —remató—. Y ni siquiera van a sentir que pasó el tiempo. Será como haber dormido toda una noche.

Roro le rascó a Ladito detrás de la oreja inclinada; su lugar preferido.

—¿Voy a soñar? —preguntó él.

—Yo creo que sí —respondió Roro.

—¿Qué voy a soñar?

—Lo que siempre sueñas: que persigues ratas.

Ladito agitó la cola contra el suelo.

—Pero no corras mucho en sueños —añadió ella—, no sea que desconectes un sensor o algo.

Le rascó la oreja de nuevo, le acarició el lomo y cerró la escotilla de su cámara. Ladito escuchó un suave siseo y lo último que vio a través del plástico transparente fue la sonrisa de Roro.

Ladito abrió sus ojos legañosos y estiró las mandíbulas en un amplio bostezo. Su lengua se sentía como pan tostado, y tenía que hacer pipí.

Activada por su movimiento, la escotilla de su cámara se abrió con un soplido.

Esperaba ver a Roro, pero ella no estaba allí. Y tampoco su olor.

Reservando un gruñido de inquietud, saltó a cubierta.

—Repórtense —ordenó Campeona con un ladrido contenido.

Los perros se reunieron y se olieron las colas.

Los perros podían comunicarse con ladridos y gruñidos, con gemidos y otros sonidos, pero nada les daba tanta información como el olor, así que olisquearse era parte del protocolo oficial de la misión. El aroma de sus colas indicaba que todos habían salido de hibernación sanos y salvos. Pero algo no estaba bien. La cámara permanecía oscura. Una sola luz de emergencia en el techo emitía un tenue brillo naranja.

¿Por qué no había ningún tripulante para asegurarse de que se habían despertado bien? ¿Por qué nadie venía a saludarlos? ¿A acariciarlos? ¿A darles golosinas?

¿Y dónde estaba Roro?

—Deben tener una mayor prioridad —ladró Campeona con certeza. A su señal, los perros se diseminaron para buscar a la tripulación en la nave.

Ladito esperaba encontrar a un humano de inmediato, pero después de revisar el domo agronómico y el nivel de habitaciones, seguía sin encontrar a nadie. Ahí fue cuando empezó a formarse un nudo en su estómago.

Corrió a la estación de la cápsula de emergencia, donde encontró a Campeona, jadeante. Ladito no tuvo que olerla para saber que estaba preocupada. Donde tenía que haber estado la cápsula de emergencia, sólo quedaba un aro de anclaje vacío.

—¿Encontraste a alguien? —preguntó Ladito.

La cola de Campeona se desplomó. La respuesta era No.

La cápsula de emergencia no estaba. La tripulación no estaba.

Los Perronautas estaban solos.

Quiero una inspección completa —ordenó Campeona una vez que toda la manada había vuelto a la cámara de hibernación—. Nuestra prioridad es determinar el estado de la nave. ¿Qué funciona? ¿Qué no funciona? Repórtense aquí en una hora. ¡Vamos! —concluyó con un ladrido de autoridad.

Ladito arrancó a trotar hacia el módulo de control de sistemas ambientales. No tardó en darse cuenta de que Laika tenía problemas. Algunas de las puertas no cerraban bien, como si los marcos se hubieran deformado. Secciones enteras de la nave estaban oscuras y heladas. En algunos lugares el aire olía a basura podrida. El agua sabía raro.

Las lucecitas parpadeantes en el tablero de control ambiental indicaban que los sistemas que proveían aire limpio a la nave no funcionaban bien. Algunas luces parpadeaban en rojo, indicando sistemas que no operaban en absoluto. Ladito levantó la nariz y aspiró hondo. El aire transmitía una quietud solitaria.

Antes, Ladito era capaz de guiarse a través de la nave por el aroma de docenas de humanos. Los olores manaban de los zapatos de los tripulantes, que pisaban con ellos en todas direcciones. Entonces podía oler rastros de sudor y de jabón, de ajo y café y de cebollas de la galera. Podía oler risas. Podía percibir la nostalgia de volver a casa.

Ahora, la nave olía a rancio, a vacío, a nada. Olía a pérdida.

Se encontraba olfateando bajo la consola de control ambiental cuando sintió una fragancia conocida. Antes de saber lo que estaba pasando, el corazón se agitó en su pecho peludo y su cola empezó a sacudirse tanto que generó una brisa.

Había percibido el aroma de Roro.

Casi podía ver su perfume, como una tenue línea roja flotando en el aire. Crispando la nariz, siguió el rastro por un camino sinuoso, concentrándose tanto que le ocupaba casi todo el cerebro. No perdería ese olor.

Siguió el rastro dando vueltas por el túnel del giroscopio, hasta el armario de trajes espaciales. Veinticuatro trajes de supervivencia colgaban de sus ganchos. No había manos en los guantes, ni caras dentro de los visores de los cascos. Y junto a los veinticuatro trajes vacíos estaba el lugar donde debía estar el traje número veinticinco. Pero no estaba.

Salió del armario y giró a la derecha, llegando al Pasaje Seis. Y ahí, se detuvo.

El Pasaje Seis no tenía nada de especial. Como docenas de otros pasajes a través de la nave, era un corredor en forma de tubo, cubierto de paneles blanquecinos. Sólo un camino que conectaba una parte de la nave con otra. Sin embargo, hizo que la cola de Ladito se encogiera. Hizo que las orejas se le aplastaran contra la cabeza.

Porque ahí era donde la esencia de Roro era más intensa. Y era ahí también donde el rastro terminaba.

Tras inspeccionar la nave, los cuadrúpedos se reunieron en su perrera para reportar los hallazgos.

La perrera era donde comían y dormían. Cada can tenía su propio tapete. Había máquinas en las paredes que escupían croquetas y derramaban agua, y los perros podían hacer sus necesidades en drenajes que reunían sus desechos, los procesaban y reciclaban en forma de más agua y comida. Había cuerdas para jugar a jalarlas, una pistola que lanzaba pelotas de hule para perseguir, burbujas que podían reventar con el hocico y muchos juguetes para masticar y destruir. Casi nada de eso era material oficial de la misión, pero Roro lo había construido a partir de piezas de repuesto.

Bicho fue el primero en comunicar su reporte, firme en sus piernitas chatas, sus pies como panecillos redondos.

—Estamos en graves problemas —ladró.

Con eso, se sentó para indicar que su reporte estaba completo.

Campeona no parecía estar de acuerdo. No gruñó ni mostró los dientes, pero Ladito podía notar que estaba a punto de hacer ambas cosas. Al parecer Bicho lo notó también, porque se irguió de nuevo.

—¿Más detalles?

—Sí —respondió Campeona, abriendo los labios apenas un poco.

—No tenemos motores. Ni motores de pulso ni de Teseracto. Laika está a la deriva en el espacio.

—¿Estamos muertos? —gimió Margarita— ¡Estamos muertos! ¡Muertos, muertos, muertos!

Los demás perros esperaron a que Margarita terminara de corretear presa del pánico.

Cuando se tumbó, jadeante y exhausta, la reunión pudo continuar.

—Los sistemas de la nave operan con energía auxiliar, baterías —continuó Bicho—, pero sin motores, no podremos recargarlas. Todos nuestros sistemas se encuentran al límite: calefacción, oxígeno, reciclaje de comida, gravedad... es como si la nave estuviera muriéndose de hambre, y le pedimos que corra.

—¿Cuánto más durarán las baterías? —preguntó Campeona.

—Yo qué sé. ¿Un par de semanas? ¿Algunos días? Depende de cuánto le exijamos para seguir con vida.

Hubo un siniestro silencio mientras los perros asimilaban el reporte de Bicho. Sin energía, se acabaría el aire, se terminaría la comida y el agua. Y con la nave a la deriva en el vacío helado, morirían de frío.

—Ya revisé los sensores, y al menos sabemos dónde estamos —dijo Campeona.

Se acercó a la pared y levantó la pata para activar una interfaz. Una imagen conocida apareció: un punto brillante con puntos más pequeños girando alrededor. El punto al centro era el Sol; el tercer punto era la Tierra. Casa.

—Empezamos aquí —dijo Campeona, tocando la Tierra con la nariz y dejando una marca húmeda en la pared—. Ahora estamos aquí —tocó la interfaz de nuevo, y otro sistema de puntos apareció. Era la estrella HD 24040, con sus planetas alrededor. Un pequeño rectángulo parpadeaba al borde del sistema: Laika—. Todavía tenemos que avanzar de aquí hasta aquí —el último toque de su pata encendió el cuarto puntito de la estrella. Escalón, su destino.

Campeona miró a los demás perros uno por uno. Todos golpearon con sus colas para indicar que habían escuchado y que entendían lo que su líder estaba diciendo.

Seguían a 7,500 millones de kilómetros de Escalón. Era una distancia enorme, pero Laika ya había terminado su viaje de más de 150 años luz desde la Tierra. Considerando que un año luz es la distancia que un rayo de luz viaja en un año, y que la luz se mueve a 300,000 kilómetros por segundo... A Ladito lo mareó el cálculo. Pero la parte importante era que el motor de Teseracto había logrado doblar el espacio y traer la nave desde el borde del sistema solar terrestre hasta el de Escalón. Para explicarlo, Roro les había mostrado la imagen de uno de sus libros favoritos. En ella, una hormiga caminaba por un hilo tenso. Era mucho para la hormiga. Pero si se juntaban los dos extremos del hilo, el viaje resultaba mucho más corto. El motor de Teseracto acortaba las distancias de esa misma forma. Pero no era seguro usarlo dentro de un sistema planetario, pues los efectos de la gravedad podían ser mortales. Para viajar dentro de un sistema planetario, Laika usaba sus motores de pulso.

—Con motores de pulso, podríamos terminar el viaje en cuarenta y seis días —dijo Campeona—. Bicho, quiero que apagues todos los sistemas no vitales para ahorrar energía. Mientras estemos a la deriva, no gastaremos energía que no tenemos de sobra. Y haz lo que sea necesario para reiniciar los motores de pulso.

—Afirmativo —ladró Bicho.

—Después —continuó Campeona—, nos concentraremos en enviar una señal de auxilio de vuelta a la Tierra —todos se sentaron un poco más erguidos. Estos perros estaban entrenados para resolver problemas—. El reto al que nos enfrentamos es que la antena de transmisión está apuntando en la dirección equivocada. Así que necesitamos dirigirla hacia la Tierra. Por desgracia, los controles de rotación no funcionan.

—Hay más cosas averiadas que funcionando —gruñó Bicho.