Personaje(s) - Elisabeth Molina - E-Book

Personaje(s) E-Book

Elisabeth Molina

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  • Herausgeber: Tourments
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Georges es un brillante abogado que siempre lo ha tenido todo. Sin embargo, un día, una simple duda hace que se dé cuenta de que todo lo que ha construido puede desaparecer. Cuando busca explicaciones, descubre unas zonas oscuras en su existencia. Para encontrar la verdad, decide investigar sobre sí mismo y poner a prueba su vida.

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Elisabeth MOLINA

Personaje(s)

NOVELA

Traducido por

Laura Cacheiro Quintas

y

Elisabeth Molina

CAPÍTULO I

Nombre: Georges

Apellido: Borges

Edad: 47 años

Oficio: abogado

Situación personal: casado, 2 hijos

Aficiones: ciclismo, footing

Salud: en excelentes condiciones físicas y mentales

Dirección: …

Teléfono: …

Podría haberme presentado mejor, de una manera más literaria, menos telegráfica. Mi nombre, Georges, lo eligió mi madre, verdadera fan del cantante George Brassens. Siempre consideró sus melodías y sus letras como obras maestras. Recordaba haberla oído decir cuánto admiraba su manera tan especial de componer y, con una luz en los ojos, como si lo estuviese viendo actuar, contaba cómo Georges Brassens creaba las rimas de sus canciones marcando el ritmo con la mano desde el pico de la mesa. Para ella, era un hombre aparte, que no se amoldaba como los demás artistas y eso lo volvía original. La prueba eran sus canciones que no respetaban las reglas precisas de la escritura musical. Mi madre me repetía aquella bonita fórmula que guardé en mi memoria y en mi corazón: «No vaciles en sobresalir de los demás o, cuando sea necesario, en desaparecer de la multitud o, al contrario, en no mezclarte con la plebe».

También podría seguir con mi bibliografía de la manera siguiente: nací en primavera, un día de lluvia iluminado por mi tan esperada llegada al mundo. La vocación por mi trabajo se despertó desde muy joven, la injusticia me exacerbaba y estaba convencido de que defender a los más desfavorecidos era el único remedio para sentirme realizado y en paz. Mi mujer fue mi primer amor, tal y como me lo había imaginado desde que empecé a interesarme por el género femenino. Fue amor a primera vista. Compartir mi vida con ella había sido el regalo más bonito: hermosa, bondadosa, brillante, delicada y fuerte a la vez, cariñosa, comprensiva, conmovedora, apasionada y su maravillosa sonrisa curaba cualquier malestar cotidiano. Tuvimos dos hijos maravillosos que al igual que nuestro amor, nos colmaron de felicidad.

Podríamos encontrar varias maneras de presentarnos, tan diferentes las unas de las otras, pero nuestra identidad sería única. Revelar nuestro nombre era compartir parte de nuestra vida. Era y sería siempre una sola y misma persona. Al menos eso creía, hasta este famoso día en el que tuve la sensación de salir de mi propio cuerpo y ver a un desconocido enfrente de mí. No obstante, todo parecía perfecto, tan perfecto… Y luego un día, descubrí la realidad… la realidad sobre mi existencia, sobre mi verdadera existencia. Entendí entonces que me había mentido a mí mismo. No era más fuerte que los demás. Como todo el mundo, me habría gustado que las cosas fuesen diferentes y preferí ignorar la realidad. Me inventé un mundo, me disfracé con ropa que no había elegido con libertad, mis ademanes los controlaba una fuerza superior, como si mi cuerpo estuviera manejado por unos hilos cuan pelele. Varias preguntas irrumpieron en mi mente: ¿he existido antes? ¿Tendré derecho a otra vida tras la muerte? ¿Mis decisiones han sido realmente libres? ¿Quién decide por mí? ¿Quién dirige mi vida?

No le hablé de ese repentino malestar a mi mujer. Tenía miedo de que me tomara por loco. Nunca le había ocultado nada pero no sabría ni por dónde empezar, además, prefería encontrar las respuestas antes de atormentarla con preguntas. Esa confesión ha de seguir siendo secreta y cuento contigo, lector, para descubrir los indicios necesarios a lo largo de este relato que me ayuadarán a completar las lagunas sobre mi propia existencia.

***

Esas reflexiones eran recientes y procedían de un acontecimiento completamente trivial que ocurrió el mes pasado. Paseaba tranquilo por la calle con Rodolphe Bioy, mi mejor amigo, íbamos de regreso a casa. Todos los fines de semana solíamos ir a pasear. No vivíamos muy lejos y el lugar de la cita era siempre el mismo, en la entrada de un parque.

— Nos vemos la semana que viene Georges.

— Con mucho gusto.

— Dale los buenos días a Elsa.

—  Se los daré.

— …

Rodolphe frunció el entrecejo al mirar por encima de mi hombro. Me volví y vi a un anciano que titubea en la acera, tenía una mano sobre el corazón y la otra sobre la pared sosteniendo su cuerpo que parecía pesar mucho.

— Está mareado.

Nos dirigimos enseguida hacia él para ayudarlo. Parecía recobrar poco a poco su aliento.

— Les agradezco, señores, su atención.

Esa observación me dio un poco de pena porque me di cuenta de que, a menudo, olvidábamos a las personas mayores.

— Podemos llevarle hasta su casa si quiere, propuso Rodolphe.

— Es usted muy amable, vivo justo al final de la calle.

Lo acompañamos a la puerta de entrada de su edificio. Pulsó el botón derecho del interfono, en la planta baja.

— Soy yo.

La puerta se abrió. Percibimos rápido el interior. En obras, en plena renovación. A decir verdad, era difícil saber si se trataba de una construcción o de una destrucción.

El anciano nos dio las gracias y nos hizo un ademán cuando reteníamos la puerta de entrada para indicarnos amablemente que no debíamos seguirlo. Del otro lado del cristal, el anciano me miró de hito en hito. ¿Por qué? No lo sé. Quizás le recordaba a alguien. Siempre tuve la manía fastidiosa de querer interpretarlo todo, debía de ser mi lado literario. Pero en general, tampoco me hacía ese tipo de preguntas, no vacilaba y tomaba una decisión bastante rápido. Estaba convencido sin embargo de que la mirada podía a veces decir más que las palabras. Y esos ojos parecían de verdad querer revelarme algo.

Volví a casa. Mi mujer y el expediente sobre un nuevo asunto acapararon pronto mi tiempo. Como mis hijos habían crecido y se habían ido de casa, mi vida giraba ahora alrededor de mi mujer y de mi trabajo. Nuestro ritmo seguía siendo desenfrenado, lo que dejaba poco tiempo para reflexionar sobra temas anodinos. Sin embargo, ese anciano seguía desconcertándome.

***

Sin querer presumir, en veinte años de carrera solo perdí dos procesos. Para mí era demasiado. Odiaba el fracaso. Y tú, lector, me dirás, ¿a quién no le gusta tener éxito? Lo más penoso para las familias de las víctimas era la espera. La justicia era desgraciadamente muy lenta y aunque el día del veredicto soseguira los ánimos, el duelo estaba lejos de acabarse. Para distanciarme, me concentraba en un número e intentaba olvidar el apellido de los demandantes reemplazándolo por el asunto número 10, por ejemplo. Pero desde hacía algún tiempo, no sabía por qué, los apellidos de las personas a quienes había defendido desfilaban en mi mente como si solo con citarlos les diese vida. Mientras los jueces deliberaban en privado, eché una mirada al que estaba a mi lado y me volví para hacer lo mismo a la asamblea. Entendieron a través de mi mirada que ya conocía la decisión del juez. Cuando examiné la sala, pronto me di cuenta de cierta escenificación, la tensión era palpable. Todo el mundo se levantaba y escuchaba con atención la resolución. Siempre la misma fórmula: «En el asunto… culpable… No culpable…». Luego llegaba ese acercamiento único que aceptaba con gusto: cada miembro de mi equipo me abrazaba para darme las gracias. No me cansaba de ese tipo de gestos.

Cuando volvía a casa, mi mujer me decía siempre la misma frase: «Bueno, ¿has ganado?». No era realmente una pregunta puesto que ya conocía la respuesta. Hoy en día, cuando lo pienso, ese término me parece raro: «Ganado». Se hablaba de victoria mientras que hubo agresiones, tormentos o muertes. Todo el mundo quería hacer justicia y que los malhechores pagaran por sus acciones. Pero, en el fondo, uno sabía que nada devolvería la vida a las víctimas. Ojalá fuera posible adelantarse a los hechos y evitar el drama y con un final feliz.

Cuando empecé en este oficio, me hice todas esas preguntas. Seguí avanzando movido por la ambición y por el deseo de ganar más. Más tarde, tomé mi trabajo como un medio de sustento para mantener a mi mujer y a mis hijos. Iba a lo esencial: lo que contaba en mi victoria era mi reputación y el dinero que me serviría para hacer regalos a mis familiares y para pagar las facturas. No sé si este tipo de reflexiones me hacía menos humano.

En cuanto acababa un proceso, me concentraba en el próximo e intentaba olvidar el anterior. Era la mejor manera para no deprimirme. En general, la misma noche veía el resumen del proceso como si de una película se tratase; las imágenes se sucedían en mi mente con la historia de las personas a la que había defendido. Al día siguiente por la mañana, todo se borraba para dejar paso a un nuevo guión. Solo echaba la vista atrás cuando un nuevo caso se parecía a otro ya tratado. Me servía de aquella experiencia para resolver más rápidamente el litigio. Esto me permitía ganar tiempo, como si yo tuviera que rendir cuentas a mi superior.

Aquella noche, en cambio, tras haber celebrado con mi mujer la nueva victoria, no me dormí con la imagen del proceso. La cara que apareció en mis sueños con aquella mirada intensa era la de un individuo a quien solo había visto una vez: aquel anciano que se había mareado en la calle. Yo tenía que resolver aquel enigma intentanto leer mejor en sus ojos o hablando con él. ¿Quién era?

***

El fin de semana siguiente, volvimos a reunirnos con Rodolphe para nuestro paseo habitual. Llevé pronto la conversación al asunto que me interesaba.

—  ¿Te acuerdas de aquel hombre que vimos en la calle hace unos días y que no se encontraba bien?

Rodolphe parecía buscar entre sus recuerdos.

— Lo acompañamos a casa. El edificio donde vivía se encontraba justo al final de la calle, a unos metros.

— Ah, sí, ya veo.

— No sé muy bien por qué pero fui a preguntar por él.

— ¿Y…?

— Pues llamé el timbre y...

— ¿Estaba mejor?

— No contestó nadie.

— ¿Quizás había salido?

— No creo que un señor de 80 años salga mucho después de las 10 de la noche…

— ¿Por qué fuiste tan tarde?

— No sé…

— ¿Quizás se haya mudado?

— Creo que no…

— ¿Cómo lo sabes?

— Es extraño, tengo un mal presentimiento.

— ¿De qué se trata?

— Me vas a tomar por loco…

— Dímelo por si acaso, me animó mi mejor amigo.

— Creo que nunca existió…

— ¡¿Qué dices?!

— ¿Nunca tuviste la sensación de que ya no eras dueño de tu destino…

— No.

—… como si alguien moviera los hilos?

— ¿Dormiste mal o qué? bromeó Rodolphe.

— Al contrario, tengo la impresión de haberme despertado…

— ¡Te estás comiendo la cabeza! Habitualmente eres más bien de espíritu científico y no te haces todas estas preguntas.

— Quizás haya cambiado.

— Todos cambiamos en algún momento pero en este caso, no te entiendo.

— Porque soy diferente del que sueles ver.

— Eso me tranquiliza, pero ahora mismo, me cuesta seguirte.

— No pasa nada, olvida lo que te dije.

— Qué raro estás.

CAPÍTULO II

Llovía abundantemente. Miraba el cielo que no era ni gris ni blanco sino azul. Era extraño, el trueno no retumbaba y el agua que caía parecía artificial. Estaba de pie, detrás de la ventana del comedor. Examinaba un elemento natural y me interrogaba sobre el universo que me rodeaba que tenía la impresión de descubrir por primera vez. En aquel cielo, veía un sol pero también una luna. ¿Qué estaba pasando ahí fuera o más bien en mi cabeza? ¿Estaba divagando? Miré el reloj: ¿mediodía o medianoche? Unas largas horas después, comprobé la hora. La aguja no se había movido. La lluvia seguía cayendo sin hacer ruido y cuando cesó, oí el estrépito de las trombas detrás de mí.

— ¿Estás bien?

Me sobresalté. No había notado la presencia de mi mujer que se me apareció como un fantasma. Ninguna palabra salió de mi boca.

— Pareces en otra parte, me señaló.

Estaba sin embargo aquí.

— Estás en las nubes Es más de la una.

¡Uf! El tiempo ya no se detenía. Nos sentamos a la mesa. La comida tenía buena pinta. Normalmente habría dicho que olía bien pero había perdido el olfato. Sentados frente a frente entablamos la conversación. Oía lo que decía mientras que sus labios no se movían ni de un milímetro, como si yo estuviese dentro de su mente. Tenía ganas de cerrar los ojos para que ella no viera el desasosiego en mis ojos. ¿Por qué me encontraba en tal estado? Debía de ser el cansancio. Olvidémoslo.

***

Estaba trabajando en autos nuevos en mi despacho de abogado. Cada nuevo caso despertaba los mismos interrogantes: ¿cómo los asesinos llegaron a tal punto y por qué? El simple hecho de que me hiciese estas preguntas sin poder contestarlas con exactitud demostraba la dificultad de dar cuenta de una realidad que parecía inasequible. Esa atestiguación me desestabilizaba. Las mismas explicaciones volvían: infancia herida por un familiar violento, malas compañías, acoso, miedo al abandono, locura… Representaba a la parte civil. El asunto concernía la vida de una joven, Armande COMTE, amante de su asesino. Cuando decidió dejarlo, en la última cita el amante asesinó a la traidora de un martillazo en la cabeza y una cuchillada a la garganta. La escena del crimen era muy desagradable. Los argumentos dados por la defensa iban a ser sin ninguna duda los siguientes: la cuestión de la dignidad o de la autoestima. Examiné la mala fama del acusado contra quien ya se habían presentado varias denuncias. Cuando se conocía a una persona, siempre se intentaba saber quién era: ¿pero cómo se podía conocer realmente a un individuo? ¿Cuál era su verdad moral? El acusado tenía dos reacciones posibles: o lo negaba todo, o confesaba. Recordaba a un hombre que había recurrido a la Justicia para confesar sus dos crímenes. Había declarado: He dicho toda la verdad. Todo el mundo conocía el sentido del término verdad. En cambio, el uso de la palabra todo podía parecer exagerado pues rara vez lo sabíamos todo. Lo único que podía hacer era poner en tela de juicio su palabra. Además, cuando declaró que iba a contar su versión de la historia, podíamos pensar que lo iba a inventar. De todos modos, muchas veces nos embaucaban.

Me costaba mucho compadecerme por el asesino que a menudo buscaba un culpable para explicar sus actos a la vez firmes, lamentables y desesperados, como si necesitara liberarse de un peso o librarse de angustias insoportables. La defensa justificaba a veces los actos por un deseo de evacuar cierto odio. ¡Sinceramente creo que había otros modos de desahogarse! Las respuestas podían estar en el pasado o entre los familiares pero nunca se conseguirían todas las respuestas. Siempre quedarían dudas por despejar. Y eran las dudas sobre mi propia existencia las que no conseguía resolver desde hacía algún tiempo…

***

Nunca me había fallado la memoria. Sin embargo, hoy no conseguía recordar por qué había decidido estudiar Derecho. Tenía la sensación de haberlo conseguido todo con mucha facilidad y rapidez: el trabajo, los amigos, la boda, los hijos, la casa. No me faltaba nada. Mi destino parecía haber sido trazado en solo unas horas. Mi éxito había sido escrito. Hubiera tenido que sentirme realizado y seguir con mi vida tan alegremente pero chocaba contra cuatro paredes que me encerraban y que me impedían respirar con libertad. Tenía la impresión de que la vida podía escapárseme borrando hasta la más mínima huella de mi existencia. En el fondo, todos ten’iamos ese punto egocéntrico de querer dejar un poco de nosotros en este mundo. Una especie de herencia que nos haría inmortales. Pensé al principio que me daba miedo morir. Hasta llegué a convencerme de que padecía una enfermedad incurable. Sentí el final muy cerca. Hice un análisis de sangre y después, pruebas más serias. Mientras esperaba los resultados, me imaginaba lo peor: dolor de cabeza, tumor; dolor de piernas, esclerosis múltiple; problemas de vista, ceguera. Sin olvidar todos los tipos de cáncer cuyo pronóstico sería de fase terminal. Pero nada. Iba de maravilla. Quizás fuera por mi trabajo, de tanto codearme con la la muerte, esta se había vuelto omnipresente en mi vida. Creía que pensaba demasiado. Sería mejor que me pusiera a trabajar.

***

Se encontró muerta a una trabajadora de la banca de 30 años en la carretera a unos metros de su coche. Tras un accidente, mientras regresaba a casa después de haber cenado en un restaurante con un amigo y de haber tomado una copa en su piso, llamó a la policía. La grabación muestra la angustia de la joven. Las voces de sus agresores han quedado registradas…

DESAPARICIÓN INQUIETANTE. Víctima de una estafa en internet, una joven, madre de familia de 29 años fue secuestrada y asesinada. Pensaba ir a su primera sesión de fotos como modelo, pero su sueño se convirtió en una pesadilla…

UN CADÁVER EN EL DESVÁN. Una familia desesperada. A pesar de la búsqueda de testigos y de haber puesto carteles por la ciudad, no rastro del padre de familia…

Un hombre muere en el incendio de su tienda. La autopsia revela que fue apaleado, estrangulado y apuñalado antes de ser quemado…

¿Y SI LA VÍCTIMA ERA EL ASESINO? Un hombre llama a los bomberos. Su coche se quemó con su mujer dentro. Socorren al hombre rápidamente y lo conducen al hospital. Asegura que él y su mujer han sido víctimas de una emboscada. Pero la autopsia es formal: la mujer ya estaba muerta cuando se declaró el incendio…

UN SECRETO MUY DIFÍCIL DE GUARDAR. Encontraron a una mujer de 78 años asesinada salvajemente, con la cara cubierta de moratones, con numerosas fracturas y casi decapitada. Los habitantes del pueblo sospechan de los familiares…

Asesino en serie…

Estafa al seguro de muerte…

Envenenamiento…

Asesinato en la granja…

Triángulo mortal…

Celos criminales…

Accidente, por la noche, angustia, agresores. Víctima, trampa, secuestrada, asesinada, pesadilla. Cadáver, desesperada, búsqueda de testigos, ninguna huella. Morir, incendio, autopsia, estrangulado, apuñalado, carbonizado. Asesino, policía, socorren, emboscada, muerta. Secreto, moratones, fracturas, decapitada, sospechas. Asesinatos, estafa, celos.

Todos los casos tratados a lo largo de mi carrera se habían resuelto progresivamente. Sin embargo y como ya había afirmado, siempre había olvidado la existencia de las personas a quienes había defendido o acusado. Borraba de mi memoria los lugares, las caras y los móviles de los asesinatos. Me encerraba en una burbuja en la que ningún elemento exterior podía perturbarme. Me concentraba después en un nuevo caso y avanzaba sin mirar atrás. Me repetía, no era buena señal. Desde hacía algún tiempo estaba agotado: no encontraba las palabras, dormía mal, había perdido el apetito. No tenía ganas de nada, excepto de saber más sobre mi vida, sobre mí mismo. Seguía habiendo lagunas y hubiera querido aclararlo todo. Pero, con el trabajo que tenía, no tenía ni un minuto para mí. Por otra parte, no estaba seguro de querer indagar sobre mi persona, temía lo que pudiese descubrir. A veces era mejor ignorar algunas verdades. En realidad, solo necesitaba que las cosas fluyeran.

Mi mujer se había dado cuenta de mi estado: hablaba poco, había adelgazado. Nunca me había visto así. Ayer me aconsejó tomarme un tiempo para alejarme. Tenía razón. Esta noche, haríamos las maletas y nos iríamos mañana mismo a la casa del campo. Me cogí una semana de vacaciones. Necesitábamos conectarnos con nuestras raíces en medio de la naturaleza, lejos del ruido de la ciudad y de ese modo de vida desenfrenado en el que no dejamos de perseguir el dinero. Aunque nos facilitaba la vida, la felicidad se encontraba en otra parte.

***

La puerta estaba cerrada, las maletas estaban en el maletero, mi mujer estaba al volante. Arrancó. Adiós al correo, adiós al trabajo, adiós a lo cotidiano. En la carretera mis preocupaciones se escapaban. Había decidido huir de todas las situaciones en las que el estrés me acosaba. Necesitaba aire puro, libertad. A veces era bueno vivir sin pensar en el mañana. Estaba harto de sentirme siempre bajo control. No había cogido el reloj que me imponía un ritmo detreminado, había dejado el móvil en un cajón para no oírlo más a lo largo del día, mi ordenador personal se había quedado en el despacho, los numerosos correos electrónicos dejarían de acosarme. Quería respirar, ni más ni menos. Encendí la radio. A través de la música inventé de nuevo una vida, bailaba, volaba, olvidaba. El trayecto no era largo, el pequeño paraíso terrenal solo se encontraba a una hora y media de donde vivía. Una larga alameda de árboles deseándonos la bienvenida indicaba que habíamos llegado. El sitio era maravilloso. Un mundo aparte, tranquilo, lejos de la agitación de la ciudad. Era una casa de campo confortable y acogedora. Representaba un verdadero remanso de paz donde la vida era agradable. En cuanto salimos del coche, entramos en una burbuja. Nuevas consignas: armonía, frescura, serenidad.

Abrimos la puerta. Los espacios de vida comunes estaban abiertos ampliamente sobre el exterior. Las vigas rústicas, el parquet acuchillado en estado bruto, los colores naturales y las sábanas de lino eran fuentes de sosiego. La isla de la cocina connotaba la buena convivencia. Invitábamos a menudo a unos amigos para disfrutar de buenos momentos. Esta vez, deseábamos sobre todo pasar tiempo juntos pues hacía años que convivíamos sin realmente estar el uno con el otro. Las vigas pintadas de blanco y las paredes de piedras eran acogedoras. El comedor era un lugar de descanso con un sofá repleto de cojines y en un rincón, la chimenea que invitaba a dormir una siestecita o a conversar arreglando el mundo. Aquí, el tiempo se detenía. Los muebles modernos nos permitían sentirnos fuera del tiempo, llevados por la modernidad pero aferrados en las antiguas piedras. Se privilegiaba la luminosidad con una cerámica blanca en el cuarto de baño.