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William Hazlitt admiraba a Shakespeare. Lo consideraba el menos y el más moral de los poetas y conocer a sus personajes era un modo de mantener el contacto directo con la naturaleza humana. Volver a los viejos libros reafirmaba, para Hazlitt, su amistad con los "huéspedes ideales" de la imaginación. Su obra es el comentario que mejor dramatiza aún la experiencia de leer a Shakespeare.
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Seitenzahl: 477
Veröffentlichungsjahr: 2024
WILLIAM HAZLITT
Personajesde Shakespeare
Edición de Javier AlcorizaTraducción de Javier Alcoriza
CÁTEDRA LETRAS UNIVERSALES
El señor de mi pecho se halla plácidamente sentado en su trono.
WILLIAM SHAKESPEARE,Romeo y Julieta, V, i
William Hazlitt (1825), de William Bewick,National Portrait Gallery, Londres.
WILLIAM Hazlitt (1778-1830) no fue un defensor, sino un crítico del espíritu de su época. El espí ritu de su época era el de la modernidad, el de la filosofía moderna, que convertía «todo pensamiento en sensación, toda moralidad en amor al placer y toda acción en impulso mecánico». Es el espíritu de lo que ahora llamamos, con perspectiva histórica, la Ilustración. Hazlitt habría sido un crítico acérrimo de la Ilustración y, por ese motivo, suele quedar clasificado como un escritor romántico. Sin embargo, Hazlitt fue igualmente crítico con otros escritores románticos. Se opuso al racionalismo de la Ilustración, o a un énfasis en la razón a expensas «del hábito, la imaginación y el sentimiento», y se opuso también al egoísmo de los poetas románticos que habían encerrado su obra en la «Bastilla de sus pasiones dominantes». En uno de sus ensayos, sobre «El placer de odiar», Hazlitt anotó que estaba harto de sus opiniones pasadas; en su «Despedida a la escritura de ensayo», confesaba con orgullo lo poco que había cambiado con el tiempo «en materias de gusto y sentimiento». No podemos forzar la coherencia entre esas posturas, pero debemos admitir, cuando leemos a Hazlitt, la integridad que lo caracteriza:
El mayor placer de la vida, mientras somos jóvenes, es el de la lectura. Tal vez haya tenido tanto de este placer como cualquiera. A medida que envejezco, se desvanece; o bien el estímulo más fuerte de la escritura lo suprime. En la actualidad, no tengo ni tiempo ni ganas para él1.
Decir que la integridad está por encima de la coherencia es una manera de comenzar a conocer a Hazlitt como escritor: «Una causa de mi independencia de opinión es, creo, la libertad que doy a los demás o la verdadera desconfianza o timidez respecto a convencer a nadie»2. En otro momento, Hazlitt señala que prefiere la vida de la contemplación a la acción. Esa contemplación, sin embargo, no era una facultad pasiva. Hazlitt se asombraba de toda la experiencia que la mente era capaz de contener y producir. Los grandes autores, añadía, son aquellos que dejan por escrito lo que sienten, los que no anteponen la conciencia de su función a sus temas: los que no escriben como escritores, sino como hombres. Hazlitt dice que «el objetivo de los libros es enseñarnos la ignorancia, es decir, arrojar un velo sobre la naturaleza»3.
No perder el contacto con la vida había sido su objetivo. Hazlitt no dejó que la educación que buscó en la filosofía, la pintura y la literatura le apartara de la vida4. En realidad, descubrió que cada uno de esos terrenos había procurado a su imaginación la libertad suficiente para mantenerse alerta. Lejos de consideraciones formales, entendía la poesía como «el lenguaje de la imaginación y las pasiones», una relación de la mente con la naturaleza para la que no eran precisos mediadores. Es evidente que Hazlitt no podría encontrar su lugar en institución académica o cultural alguna. Detestaba los «cuerpos corporativos», toda forma de asociación que alejara al hombre de sus convicciones. Aun cuando dependieran de prejuicios, las convicciones eran cuanto valía la pena rescatar en el trato con los hombres. No se trataba, desde luego, de prescindir de los libros, sino de recuperar el valor de su lectura: «Un simple erudito, que solo sabe de libros, ni aun de libros sabe. Los libros no enseñan el buen uso de los libros. ¿Cómo podría saber nada de una obra quien nada sabe de la materia de que trata?». El ensayo de Hazlitt «Sobre la lectura de viejos libros» también es muy elocuente. Los viejos libros, que no son necesariamente los antiguos, conservaban ese vínculo directo con la naturaleza que tanto apreciaba su autor. Al recordarlos, decía Hazlitt, elaboramos incluso las escenas de la lectura que nos acompañaron en el pasado:
Juntos, vinculan las diferentes divisiones esparcidas de nuestra identidad personal. Son hitos y guías en nuestro viaje por la vida. Son perchas y lazos de los que podemos suspendernos, o de los que podemos descolgar, a gusto, el vestuario de nuestra imaginación moral, las reliquias de nuestros mejores afectos, las pruebas y recuerdos de nuestras horas más felices.
Los libros antiguos, no obstante, tendrían cierta ventaja frente a los modernos, atrapados en «el espíritu de la época»5.
Interesa destacar lo que llevaba a esta forma de aproximarse a los libros en Hazlitt. Por oposición a la modernidad, Hazlitt no era un defensor de la tradición. No es el autor del espíritu de otra época. Al asociar a Hazlitt con el Romanticismo, no sugerimos que añorase el tiempo de los viejos poetas ingleses, a los que había dedicado una serie de conferencias. Amigo de la controversia, Hazlitt fue el menos nostálgico de los autores. Cuando se inclinaba al pasado, no le guiaba el prurito de la historia. Era capaz de identificar la firmeza de la religión, pero también era consciente de que habían cambiado las condiciones generales de la existencia: «No puede haber otro sueño de Jacob»6. El espíritu de la época sería tan respirable como el clima de nuestro tiempo. La egolatría había llegado a sustituir a la fe común de los hombres. El contacto con la naturaleza sería ahora el trasfondo de una sensibilidad con la que Hazlitt mantendría sus vínculos. La influencia de Wordsworth estaba presente tanto en las novelas de George Eliot como en los ensayos de Hazlitt. Ahora bien, la verdad de esa experiencia personal no le invitaría a suscribir el credo poético de Wordsworth. Su crítica al autor del Preludio es tan relevante como su afinidad con él. La respuesta romántica al espíritu de la época de Bentham y Godwin también tenía sus limitaciones.
La poesía no debía ser un vehículo para la historia, sino para la imaginación. Leer a los poetas no nos aproxima a su época, sino que nos separa de nosotros mismos. El ensayo de Hazlitt sobre «Por qué agradan los objetos distantes» podría aplicarse a la experiencia de leer:
Todo lo que está más allá del alcance del sentido y del conocimiento, todo lo que se discierne imperfectamente, la fantasía lo desmenuza a su antojo; la pasión reclama para sí todo, salvo el momento presente, salvo el lugar presente, y lo vigila con las alas desplegadas, imprimiéndole una imagen de sí misma. La pasión es dueña del espacio infinito, y los objetos distantes agradan porque bordean sus confines y son moldeados por su tacto7.
Entre todos los poetas, Shakespeare sería el que habría interpuesto una mayor distancia entre él mismo y sus creaciones dramáticas. El disgusto de Hazlitt ante los sonetos de Shakespeare provenía, por cierto, de la supresión de esa distancia. La lectura de las obras dramáticas, por su parte, abría una puerta a la imaginación que la puesta en escena venía a cerrar. Shakespeare leído devolvía a la mente su libertad nativa. Esa libertad sería idónea para captar la singularidad de sus personajes. El carácter de los personajes prueba que mantienen, a su vez, una relación original con la naturaleza, subrayada por sus inclinaciones y pasiones. El mundo humano es el de las cosas dadas. Ningún carácter se inventa a sí mismo. Shakespeare habría sido el lector más liberal del carácter humano8. Había traducido a su poesía lo que era objeto de revelación natural, sin estar más en deuda con el cristianismo medieval que con el escepticismo moderno. Había encarnado, como ningún otro poeta inglés, el alma de su época9. Para los lectores posteriores, vendría a ser un interlocutor único de la naturaleza humana.
Ahora bien, desde Shakespeare, en efecto, como vería Hazlitt, los tiempos habían cambiado. La ciencia o la filosofía experimental habrían pasado a ser los intérpretes privilegiados de la relación de la mente con la naturaleza. La ciencia, con su sed de explicaciones, ocuparía el lugar antes destinado a la poesía. Sin embargo, todo el caudal de la experiencia humana no podía quedar contenido por completo en ella. Entender al hombre como ser racional a la manera moderna supondría mutilar su naturaleza. Mientras que los nuevos saberes exhiben un talante progresivo, el arte debía reivindicar su potencia regresiva10. Las obras maestras del arte, desprendidas de una perfección anterior e inalcanzable, serían retrógradas. Como diría Emerson de Shakespeare, el genio subido al cielo se habría llevado consigo la escalera. Trasladada al contexto de Hazlitt, la imagen implica que podemos abandonar la causalidad como fundamento último para explicar la conducta humana. (La reciente crítica shakesperiana habla de «opacidad estratégica».) Hay que distinguir, diría el ensayista, entre lo que sabemos y lo que podemos decir. Esa negación no nos condena a la confusión o el desvalimiento, sino que nos invita a disfrutar de la «indulgencia de la curiosidad». Hazlitt lo llamaría también cultivar la simpatía11.
Puede descubrirse cierta correlación entre la forma en que Shakespeare ha imaginado a sus personajes y la manera en que llegamos a conocerlos. Esa igualdad ofrecería una oportunidad a los lectores de la época de Hazlitt que podía parangonarse a la lucha por la igualdad política que había proclamado la Revolución francesa. Resulta llamativo que Hazlitt, hijo de un ministro disidente, cuya primera infancia transcurrió en la América poscolonial, se dedicara al final de su vida a componer una Vida de Napoleón. Como en otros retratos de contemporáneos, el ensayista está más pendiente de lo que el individuo representa, dadas las circunstancias en que le ha tocado vivir, que de las opiniones que lo rodean. La capacidad de obrar en Napoleón, sin perder de vista la genuina inspiración revolucionaria, podría alinearse con la capacidad de imaginar en Shakespeare. Habría en ambos casos, en virtud de una ética intransigente, aunque modificada en diversos planos, una lucha por la libertad humana que despertaba la admiración de Hazlitt como espectador de la vida. No habría que perder de vista lo que anotó sobre la conveniencia de «no empeorar el mundo». A diferencia de otros autores que habrían retrocedido después de haber saludado el estallido de la Revolución en Francia, Hazlitt mantuvo su convicción de que las campañas napoleónicas extraían su fuerza del desafío a la injusticia en que se hallaban sumidos los pueblos en Europa por la ofensiva de una «legitimidad» tiránica. No está de más recordar que muchos años después de que se publicaran los fallidos volúmenes de Hazlitt, Emerson cerraría con Napoleón su galería de Hombres representativos.
Saber que lo que gobernaba en la historia, como había escrito Hazlitt en su ensayo sobre Coriolano, era el principio de la «justicia poética» no le habría impedido reconocer que la sociedad humana merecía, más aún en su época posrevolucionaria, un gobierno fundado en el principio de la justicia política. Como lector de Malthus y Godwin, Hazlitt no dejaba de señalar la insuficiencia de la abstracción para remediar los males que atenazaban a la humanidad. ¿Y no debía mostrar la justicia poética los verdaderos resortes de la naturaleza humana? La poesía no tenía que ser el reino de las ilusiones. La imaginación nos ayuda a entender las realidades en que vivimos. Transitar de un terreno a otro no obligaría al ensayista a realizar un análisis de sus facultades, sino a juzgar la forma en que estas operaban de manera saludable tanto en la literatura como en la política. La perseverancia de Hazlitt salía mejor parada en esta cuestión que la retractación de Wordsworth y Coleridge. Nadie como el autor de Winterslow ha dejado constancia más efectiva de lo que significó su primer conocimiento de los poetas. Tal vez la mejor muestra de la tensión que habría supuesto para Hazlitt transitar de la literatura a la política sea su comprensión del carácter literario de Burke. El estilo de Burke resultaba apreciable por la elevación que transmitía su lectura, aun cuando el efecto de su posición en las Reflexiones fuera devastador para un revolucionario como Hazlitt. Junto a Junius y Rousseau, Burke figuraba entre los autores a los que Hazlitt había rendido culto en sus años de aprendizaje. La generosidad de sus conclusiones estaría fuera de toda duda.
No vamos a decir que venimos al rescate de Hazlitt, sino a admitir, por el contrario, que Hazlitt, casi sin proponérselo, acude a nuestro rescate. ¿A rescatarnos de qué? En su ensayo «Sobre la ignorancia de los doctos», podemos dar con un motivo sólido. Hazlitt ocupa ya una posición distinguida entre los grandes lectores de Shakespeare, como Pope y Johnson. Como no podía ser de otro modo, la crítica shakespeariana ha crecido muchísimo. Hazlitt puede venir a rescatarnos de la biblioteca de libros sobre Shakespeare. No en el sentido de que Shakespeare no merezca bibliotecas enteras sobre su obra, como es obvio, sino en el de que estos libros puedan erosionar (o hacernos olvidar) lo que Hazlitt llamaba «el contexto para la imaginación». Esta es una frase afortunada del ensayo que dedica al estilo familiar. Hazlitt, «exasperante», dedica sus páginas a la posición contraria a la que defiende. Hay libros que solo viven de otros libros, y autores que solo escriben para otros autores. La prosa de Hazlitt ha hecho lo posible por romper esas cadenas. El mundo más libre, sin embargo, ya existía en las obras de Shakespeare. Los personajes de sus obras parecen estar en contacto con la vida. No reconocemos a Shakespeare en sus personajes. Privados de una fe común, verdadera raíz del arte y la poesía antigua, esa falta de reconocimiento implica para los lectores modernos toda una poética del poder. Tener un empeño shakesperiano para proseguir la «búsqueda del bien y la verdad» a la que obedece nuestra existencia nos pondría a su altura. ¿Qué otro énfasis podía tener la seguridad con la que Lord Jim, el personaje de Joseph Conrad, afirmaba que las obras de Shakespeare «elevaban el espíritu»? No está de más evocar el testimonio de Charles Lamb sobre Hazlitt12:
Ignoro lo que le ha agriado el carácter y le ha hecho sospechar que sus amigos le eran infieles, cuando no había tal cosa. Me he llevado bien con él durante quince años (aquellos de los que estoy más orgulloso), y siempre he hablado de él a algunos a los que su panegírico debía parecer de mal gusto. Nunca me aparté de él en mi pensamiento, nunca le traicioné, nunca cedió mi admiración por él y, aunque no pudiera verlo, yo era el mismo (ni mejor ni peor) que en los días en que confió en mí. En este momento puede estar preparando un cumplido para mí por encima de mis méritos, ya que ha esparcido muchos entre sus admirables libros, de los que soy deudor; o, hasta donde yo sé o puedo adivinar, en sentido contrario, puede estar a punto de leer una conferencia sobre mis debilidades. Es bienvenido para ellas (como a mi humilde hogar), si pueden desviar el tedio o ventilar un ataque de hosquedad. Me gustaría que no se peleara con el mundo al ritmo en que lo hace, pero es él quien debe llevar a cabo la reconciliación, y desespero de vivir para ver ese día. No obstante, protestando contra mucho de lo que ha escrito, y contra algunas cosas que decide hacer, juzgándolo por su conversación, que he disfrutado tanto tiempo y tan profundamente, o por sus libros, en aquellos lugares en los que no interviene pasión alguna que lo enturbie, tendría que traicionar a mi conciencia si no dijera que considero que W. H. es, en su estado natural y saludable, uno de los espíritus más sabios y finos que respiran. Lejos de avergonzarme de esa intimidad que nos unía, que hubo entre nosotros, me jacto de haber sido capaz de conservarla durante tantos años, y creo que me iré a la tumba sin encontrar, ni esperar encontrar, otro compañero como él.
Había que leer al autor que «tuviera el coraje de decir lo que sentía como hombre». El espíritu de la época de Hazlitt, con su razón abstracta, había hecho tabula rasa de las creencias tradicionales. La crítica al pasado reforzaba la premisa individual del pensamiento moderno. Sin embargo, la idea del individuo, lejos de todo desinterés, había quedado empobrecida por la doctrina utilitarista o falsamente enriquecida por el egoísmo. Leer a Hazlitt —disidente entre disidentes— nos recuerda la aventura que consiste en emitir una opinión propia sobre asuntos de interés público, sea el amor a la vida, el temor a la muerte o el conocimiento del carácter. La idiosincrasia de Hazlitt estaba al servicio de su escritura —las palabras, como le gustaba decir, estaban al servicio de las cosas—, y la deuda de su escritura con la imaginación, alimentada por las obras de Shakespeare, parece alcanzar en él una firmeza clásica. Hazlitt se atrevió a escribir en clave autobiográfica: «Aquellas impresiones son mis verdaderos clásicos». En tiempos mucho más escépticos, y solo en apariencia menos dogmáticos, sus páginas pueden seguir dando prueba de la necesidad de aproximarnos a la sabiduría de los ignorantes.
«No hay un animal más despreciable... que el público». La relación entre el escritor y su público se revela en Hazlitt como una cuestión pendiente:
Por lo general, el público se divide en dos poderosos partidos. Ninguno de ellos concederá sentido común ni sinceridad al otro. Lee tanto Edinburgh como Quarterly Review y cree a las dos revistas; si hay duda, la malicia tergiversa el orden de las cosas. Taylor y Hessey me dijeron que habían vendido casi dos ediciones de Personajes de las obras de Shakespeare en tres meses, pero que, tras la reseña de Quarterly, no habían vuelto a vender un ejemplar. El público, ilustrado como está, debe de haber conocido el significado de aquel ataque tanto como a quienes lo llevaron a cabo. No era ignorancia, sino cobardía, lo que los llevó a suspender su opinión.
Buena parte de su ensayo «Del vivir para sí mismo», del que procede la cita anterior, consiste en la diatriba que Hazlitt lanza contra el público de su época. Su público, confiesa estupefacto, es la posteridad de Shakespeare y Milton. Vivir para sí mismo suponía una verdadera declaración de independencia por parte de Hazlitt. Nada podía ir más allá de la preferencia que manifestaba sobre «estar satisfecho con los propios pensamientos». La vida de los pensamientos es superior a la de las palabras, que era la traducción de los pensamientos para el público. Una última consecuencia de este ensayo podría haber sido no haberlo escrito. Escribirlo era la concesión de Hazlitt a las necesidades de la vida, pero estas necesidades no serían un fin, sino un medio para el verdadero fin: «Lo que quiero decir por vivir para sí mismo es vivir en el mundo, en él y no de él»13. Vivir para sí mismo no es vivir consigo mismo. Hay todo un mundo que se ofrece a la contemplación del autor.
Descrito a la manera de Hazlitt, no parece haber gran diferencia entre contemplar el mundo y leer las obras de Shakespeare. Shakespeare constituye, en realidad, la diferencia entre el ensimismado del ensayo de Hazlitt y el «paseante solitario» de Rousseau. Allan Bloom ha señalado que Arnaldo Momigliano le había hecho ver que la cultura europea podría haberse ahorrado a Rousseau y el Romanticismo si la influencia de Shakespeare hubiera dominado antes del comienzo del siglo XIX14. La convulsión romántica habría sido incomprensible sin la apuesta ilustrada por la razón. El énfasis de los philosophes tenía que ver, desde luego, con la posibilidad de mejorar la vida de los pueblos y de aproximar, por tanto, las condiciones de su existencia a la necesidad del escritor de dirigirse a un mundo de lectores. La diferencia entre la Ilustración en Francia y en Inglaterra podría medirse, entre otros factores, por la diferencia entre la depreciación de Shakespeare en Voltaire y su apreciación por parte del doctor Johnson. ¿Acaso no podemos especular sobre lo conveniente que habría sido (por emplear las expresiones de Jonathan Israel) el éxito de la Ilustración moderada en Francia y de la Ilustración radical en Inglaterra?15. La mención de Johnson, como la de Pope, nos devuelve al Prefacio de Personajes de las obras de Shakespeare. La puerta de entrada en la crítica dramática de Hazlitt es, como sabemos, una reivindicación nacional de Shakespeare, más allá del elogio de Schlegel. La clave de lectura de los Personajes está muy lejos del nacionalismo, desde luego, pero esto no significa que pueda obviarse la importancia de la tensión generada por la Ilustración entre las tradiciones nacionales y una perspectiva universalista de inspiración revolucionaria. La tradición de Schlegel había sido la de Lessing, reconstructor de la escena alemana, y la de Goethe. Cabe recordar la posición central que ocupaba Hamlet en la carrera teatral de Wilhelm Meister, aun cuando Hamlet fuera la prueba fehaciente de la imposibilidad trágica de «vivir para sí mismo». Sin embargo, como sabía Hazlitt, los romances de Shakespeare ofrecían otras representaciones de este conflicto. Leer atentamente Cimbelino podría ser un buen antídoto.
Cimbelino proporciona cierto desahogo a quien nota la presión de un público que recompensa el éxito espurio y posterga la obra de mérito indudable. Hazlitt habla de ello en su ensayo. ¿Qué ha ocurrido con el público, en definitiva, entre la época isabelina y la victoriana? G. K. Chesterton, a su manera, trazará un mapa del fracaso de las aspiraciones humanistas de los escritores victorianos en las generaciones que siguieron a la época de Hazlitt. El gusto por la paradoja tal vez se sobreponga a la lucidez con la que el autor de Ortodoxia somete a crítica los excesos de la civilización en Inglaterra. Las reservas chestertonianas respecto a los puritanos y a los victorianos podrían explicar una afinidad estructural de su humor con el de Shakespeare (basta recordar su simpatía por Bottom) que serviría como hilo conductor de la relación entre el escritor y su público16. Entre la época isabelina y la victoriana habían tenido lugar las revoluciones políticas modernas. Recuperar a Shakespeare, tanto para Hazlitt como para Chesterton, implicaba rendir homenaje a un periodo de la historia europea en que la libertad del humor, en su sentido más amplio, no se había visto amenazada por los empeños reformadores. Solo podemos intuir lo que Shakespeare habría pensado de la violencia revolucionaria. Lo que podemos saber es lo que el mundo posrevolucionario hizo con Shakespeare en función de los cambios sociales sobrevenidos. Hazlitt, a diferencia del católico Chesterton, proviene del margen disidente de la Inglaterra anglicana:
Las diferentes sectas de este país son, o han sido, los más firmes defensores de sus libertades y leyes: son controles y barreras contra las insidiosas o declaradas invasiones del poder arbitrario, tan eficaces e indispensables como cualesquiera otros en la Constitución: son depositarios de un principio tan sagrado y algo más raro que la devoción a la influencia de la Corte: nos referimos al amor a la verdad17.
La crítica de Hazlitt había de llegar mucho más lejos que la sátira del doctor Johnson, por mucho que la admiración de Hazlitt por el editor de Shakespeare sea indudable. Shakespeare encarnaba para Hazlitt una fuerza inédita de la imaginación: «Se ha observado que los antiguos no tenían una palabra que exprese de manera apropiada lo que queremos decir con la palabra genio». Como advertía Emerson, la naturaleza no es democratizable. El hombre no es artífice absoluto de sí mismo. No ha sido capaz de crear las creencias que lo constituyen. Puede redactar normas políticas, pero es incapaz de escribir una constitución natural. La posición central que la naturaleza tiene en las obras de Shakespeare tiene mucho que ver con esto. Las páginas que Hazlitt dedica a los poetas ingleses deben colocarse junto a las de su crítica shakespeariana. Hay aspectos en los que la lectura de Chaucer (no por los motivos que señala Harold Bloom) parece iluminar la de Shakespeare. De entrada, Shakespeare no es nuestro contemporáneo, ni tampoco Hazlitt (por mucho que Virginia Woolf alabara su «extraordinario poder para hacernos contemporáneos suyos»)18. Entre su época y la nuestra han ocurrido cambios que condicionan nuestra lectura tanto de Hazlitt como de Shakespeare. Podríamos adscribir a Harold Bloom, lector de Shakespeare, Hazlitt y Chesterton, por seguir la secuencia cronológica, y de todos los «viejos libros» que han configurado su idea canónica de la literatura occidental (y de casi todos los que tengan algún parentesco con ella), el afán de rehumanizar al público (la posteridad de Hazlitt) sobre la base de la fuerza irrecusable de la imaginación19.
El gnosticismo judío de Bloom quiere entroncar con el cristianismo disidente de Hazlitt. Recordemos que la ética literaria de Hazlitt es la consecuencia más notoria del desprendimiento «metafísico» del ensayista respecto a la firme fe de su padre, el ministro disidente William Hazlitt. Se trata de una transformación (la palabra que Erasmo reserva para los estudiosos de la «filosofía cristiana» en las páginas introductorias al Nuevo Testamento) antes que de una razón, en el sentido de asumir que todos los argumentos están ya al alcance de todos los lectores20. Puede identificarse la misma idea transformadora en la distinción de Thomas de Quincey (más allá de sus diferencias con Hazlitt) entre «literatura de conocimiento» y «literatura de poder». Lo que consideramos obras de ficción, según De Quincey, no proporciona placer, sino poder21. Deberíamos cotejar esa distinción con las alusiones al «poder cognitivo» del que habla Bloom. Para el autor de La ansiedad de la influencia, el concepto no puede disociarse del «vestigio salvador de la poesía», una dimensión estética sublimada de la literatura canónica. Esa misma dimensión no habría sido ignorada por Hazlitt, amante de las artes, pero su verdadero contexto sería el de los ensayos donde se había expresado libremente sobre la vida, la muerte, las obligaciones o la lectura. Las suyas eran páginas traspasadas de citas «inexactas» de Shakespeare. No era nostalgia lo que movía a Hazlitt al declarar su admiración por la religión frente al afeminamiento del «escéptico moderno». De modo similar, sería impropio hablar de una lectura «esteticista» de Burke, un autor en el polo opuesto de su credo político al que no dejó de admirar, cuyas verdades dispersas no podían sacrificarse, decía Hazlitt, al precio de una conclusión equivocada. ¿No era esta una manera de leer que vale la pena defender?22.
¿Cuál es la manera de leer a Shakespeare de Hazlitt? El peso de la historia caótica del siglo XX ha hecho a Bloom entonar su elegía al canon y lo ha convencido de que Shakespeare ha «inventado lo humano»23. Leer a Shakespeare sería así asomarse al agujero negro de nuestra humanidad, cuyos límites habría explorado el poeta en sus grandes tragedias. En ese punto, el Shakespeare de Bloom no es el que reconocemos en los Personajes de Hazlitt. Hazlitt se ha atrevido a escribir sobre la moralidad shakesperiana. Sin embargo, no hay una aspiración en Hazlitt a rehumanizar al lector a través de las obras de Shakespeare. Como afirma en uno de sus ensayos, reconocer lo característico de los seres humanos es lo característico de Shakespeare, para concluir a continuación que en Shakespeare todo resulta característico. La plena humanidad es una base suficientemente sólida para recomendar la lectura de sus obras. Además, que la lectura sea prioritaria frente a la representación, como ya defendía su amigo Charles Lamb, podía entenderse como una advertencia fundamental sobre el cambio operado en la relación entre el autor y su público desde la época isabelina hasta la victoriana. La consigna humanista había pasado por una vuelta a los textos. El libro, ya no la escena, debía ofrecerse como un espejo para nuestra naturaleza. Esa metáfora, que conservaría su virtud en la época de Hazlitt, habría perdido su eficacia en una época de la crítica marcada por la duda sobre la supervivencia misma de lo humano, según puede observarse tanto en las efusiones agónicas de Harold Bloom como en los peanes elegíacos sobre el arte de George Steiner. Remontar las dudas sobre los límites de la humanidad parece una condición indispensable para aproximarse al secreto de la naturalidad de Shakespeare. Shakespeare habría sobrevivido a las revisiones ideológicas del siglo XX, según Harold Bloom; pero no se habría convertido en «cultura», como Dante, Racine o Goethe, según Allan Bloom. Tal vez preguntarse por la supervivencia de Shakespeare sea una manera de recobrar la confianza en la humanidad, una vía indirecta para reconstruir una identidad en la que, como en la página que Borges dedica a imaginar a Shakespeare, cabe «todo y nada».
Servirnos de Shakespeare para redescubrir al hombre es la fórmula con que concluía Hazlitt su ensayo sobre la ignorancia de los doctos. Nos olvidamos del sentido común que hay en la humanidad cuando aspiramos a conocerla principalmente a través de los libros. La lectura de Shakespeare sería equivalente a ese conocimiento de primera mano. Las luchas ideológicas del siglo XX, el más politizado de la historia moderna, no lo habrían asimilado por completo. El poeta sigue siendo el mejor crítico de sus propias obras. ¿Cómo explicar esa resistencia oracular, el empuje que le habría hecho doblegar al «enorme monstruo de ingratitudes»? Shakespeare se ha convertido en el clásico de un tiempo que ya no mira a los clásicos, según la sentencia de Jonathan Bate24. Si es cierta la suposición de que los clásicos forjaron a Shakespeare, y si es cierto también que los antiguos estaban «más cerca de los dioses», nuestro mundo de lectores puede hallar en él esa puerta de acceso a la naturaleza humana que la barbarie contemporánea habría reducido a escombros. Hazlitt habría llegado más lejos que Bloom al ver en la lectura de Shakespeare el medio para acceder al genio de la humanidad. El genio de la humanidad es coherente con el de Shakespeare, que habría alumbrado sus obras en un paréntesis de búsqueda de la libertad que en la historia de Europa se habría cerrado tras la victoria del absolutismo academicista25. George Steiner quería ver en Racine la última manifestación literaria de la tragedia. Lleva razón al asociar la tragedia a un contexto de creencias que han dejado de ser socialmente relevantes. Basta con yuxtaponer su hipótesis sobre que el marxismo pudiera tomar el relevo de la fe extinta en el siglo XX al diagnóstico de Joseph Brodsky sobre la demolición de lo humano acometida por el estalinismo para comprobar la oportunidad de una reorientación del arte de leer a la manera de Hazlitt.
Hay libros que nos apartan de la vida y libros que nos aproximan a ella. Una política de alfabetización indiscriminada no garantiza la educación del público. Por desgracia, son muchos más los libros del primer tipo que los del segundo. Toda una vida de lectura puede rondar en torno a unos centenares de libros, según Hazlitt. Volver a ellos es volver a nosotros mismos, apartarnos de la distracción que supone ceder a las tentaciones de la novedad. ¿Qué sentido tendría leer libros de los que no llegamos a hablar con nadie? En la época de Shakespeare, la representación implicaba un placer común de la imaginación, el reconocimiento de las personas que forman parte de la sociedad que puede servir de contraste a la soledad. La fortaleza del individuo tal vez dependa del descubrimiento de la soledad, pero hay momentos en que agradecemos tener trato con otras personas, como dice Hazlitt en «The Fight» (La lucha), antes que con los propios pensamientos. Shakespeare habría sido el poeta cuyo genio ha sintonizado mejor con el genio de la humanidad. Su escritura «jeroglífica» se ha abierto paso a través de los tiempos que han convertido la gran literatura en una «cultura muerta». La fuerte impronta de su obra, la elasticidad con la que devuelve todos los golpes de la crítica, hace pensar en que su condición híbrida, entre la representación y la lectura (entendida como la manera de «saldar la deuda con la palabra hablada»), impide que ninguna argumentación pueda absorber por completo su potencia imaginativa. Percibimos en sus dramas un «presente continuo» que no llega a actualizarse por completo26. Vale la pena añadir que esa potencia ha aprovechado los cauces abiertos por la fe sacramental del cristianismo. En los versos de los poetas ingleses en el alba de la era secular, que coincide con el ocaso de la cristiandad, desde Shakespeare y Milton hasta John Donne y George Herbert, puede advertirse, según Regina Mara Schwartz, que la crítica de la liturgia llevada a cabo por la teología protestante —según la cual debía anteponerse la rúbrica de la evocación al milagro de la repetición en la celebración de la Eucaristía— no habría supuesto el cierre espiritual de las expectativas que se asociaban, en la escena de Shakespeare, a un permanente «anhelo de justicia», y en los versos de Milton, a la preferencia por las escenas de la lucha contra la tentación frente al clímax de la redención27.
Por fin, diríamos que la poesía, frente a la posición crítica de Harold Bloom, se resiste a explicarse a sí misma. El vínculo entre un poeta y otro no llega a sustituir el vínculo entre el poeta y su público (no poético), real o imaginario. El peso de las creencias compartidas, incluso allí donde los progresos del humanismo habrían hecho de la «ausencia de religión» un dato apenas controvertido, no puede subestimarse sin conceder al fuero interno del lector una ventaja inmunizada contra el riesgo de las pesadillas. (Contra la exaltación de la «escritura indestructible» de Kafka, siempre será saludable recordar la agudeza de Isaac Bashevis Singer sobre que un ejército de autores kafkianos podría destruir la literatura.) ¿Puede apostarse por la invención de lo humano a costa del Shakespeare histórico? El crítico como poeta aspira entonces a elevarse por encima de las deudas que la literatura ha contraído con realidades no literarias, como la fe o la mera humanidad. «Lo humano» no tiene el mismo alcance en Bloom que en Hazlitt. Nos inclinamos a creer que la diferencia en la semejanza recomendada por el crítico de Winterslow a los lectores de Shakespeare apunta a la clave para presenciar un milagro que no llega a ofuscar el secreto de su naturalidad. El crítico debe bajar a la caverna de «la historia de la mente humana» donde se proyectan las sombras de los personajes de Shakespeare. Al mirar atrás con esa perspectiva, somos aún más conscientes de lo que Shakespeare nos ofrece en el presente.
1 Como ensayista, Hazlitt colaboró en una serie de revistas, entre ellas The Round Table y Examiner, dirigida por Leigh Hunt. De su asociación con Hunt surgió The Round Table, en 1817, dos volúmenes con 52 ensayos, 40 de los cuales eran de Hazlitt. Sus mejores ensayos, sin embargo, fueron escritos durante los años más difíciles de su vida y recogidos en Table Talk (1821) y The Plain Speaker (1826). Véanse los títulos de las obras publicadas en vida de Hazlitt en la Bibliografía de esta edición. Para las citas del texto, véanse «Lord Byron», en William Hazlitt, El espíritu de las obligaciones y otros ensayos, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Barcelona, Alba, 1999, págs. 213 y 264; «El placer de odiar», en Ensayistas ingleses, ed. y trad. de R. Baeza, Buenos Aires, Éxito, 1957, pág. 222, y «Whether Genius if conscious of its Powers?», en Selected Essays of William Hazlitt, ed. de Geoffrey Keynes, Nueva York, Random House, 1944, pág. 651. (Si no hay traducción al castellano, doy la mía propia.)
2 William Hazlitt, El espíritu de las obligaciones y otros ensayos, página 214. El «éxtasis» frente a la «persuasión» es el principio de lo sublime, según «Longino». Sobre su influencia en un gusto por la literatura cuyo ascendiente puede seguirse hasta Edward Gibbon, véase la introducción de Jacob Zeitlin a Hazlitt on English Literature, Nueva York, Oxford University Press, 1913, págs. xxxiii-xxxv. Zeitlin anota: «Para dar una idea del alcance de Hazlitt sería necesario resumir las opiniones que abarcan la poesía desde Chaucer y Spenser hasta Wordsworth y Byron, la prosa sagrada y profana desde Bacon y Jeremy Taylor hasta Burke y Edward Irving, el drama en sus dos períodos florecientes, el ensayo familiar desde Steele y Addison hasta Lamb y Leigh Hunt, la novela desde Defoe hasta sir Walter Scott. Esto no es más que una sugerencia de la versatilidad de Hazlitt».
3 Véase el contexto de esta cita de «Common Places» en el capítulo 6, «The Author, the Man, and the Essay», de la sucinta y excelente monografía de Robert W. Uphaus, William Hazlitt, Boston, Twayne Publishers, 1985.
4 Hazlitt fue un autodidacta. Se dedicó, en un corto intervalo de años, a la pintura, la filosofía y la economía política. Escribiría: «No te cansas de pintar, porque no tienes que registrar lo que ya sabías, sino lo que has descubierto». Virginia Woolf considera significativo «que su primer impulso no fuera el de escribir ensayos, sino la pintura y la filosofía». Por fin vio en la crítica una dirección para sus trabajos. Sobre las condiciones de las que depende «que Hazlitt sea el más grande de los críticos literarios ingleses», véase «The Place of Hazlitt in English Literature», en H. W. Garrod, The Profession of Poetry, Oxford, Claredon Press, 1929, págs. 98-99.
5 Véase «Sobre la lectura de viejos libros», en El espíritu de las obligaciones y otros ensayos, pág. 41. The Spirit of the Age es el título de la obra (considerada por algunos críticos la mejor) en que Hazlitt da cuenta del carácter literario de diversos autores contemporáneos. Véase Roy Park, Hazlitt and the Spirit of the Age: Abstraction and Critical Theory, Oxford, Clarendon Press, 1971.
6 William Hazlitt, Lectures on the English Poets, Londres, Oxford University Press, 1952, pág. 14.
7 Véase «Why Distant Objects Please», en Selected Essays of William Hazlitt, págs. 127-128.
8 Véase el «Prefacio a Shakespeare», en Samuel Johnson, Ensayos literarios, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015, pág. 62.
9 Véase Jonathan Bate, Soul of the Age. The Life, Mind and World of William Shakespeare, Londres, Penguin Books, 2009.
10 Cfr. «On Shakespeare and Milton», en Lectures on the English Poets, con «Why the Arts are nor progressive: A Fragment», en Selected Essays of William Hazlitt.
11 Véase el epígrafe «Tacit Knowledge and Human Nature», en Robert W. Uphaus, William Hazlitt. La cita de Emerson está en Hombres representativos, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Madrid, Cátedra, 2008, pág. 163. La «opacidad estratégica» es una frase de Stephen Greenblatt en El espejo de un hombre. Vida, obra y época de William Shakespeare, trad. de T. de Lozoya y J. Rabasseda, Barcelona, Penguin, 2016, pág. 396. Puede apuntarse otra coincidencia al hilo de la siguiente observación del ensayo sobre Julio César: «Nunca se emplean tan bien los vicios como al combatir otros» (véase infra). Cfr. con la inferencia de Greenblatt a propósito de Coriolano en El tirano. Shakespeare y la política, trad. de J. Rabasseda, Madrid, Alfabeto, 2019, pág. 199: «La tiranía es imparable, debía de pensar Shakespeare, si la oposición democrática es tan noble que es incapaz de hacer frente a las intrigas políticas que conducen a la conquista del poder».
12 Citado en William Hazlitt, Selected Essays, ed. de G. Sampson, Nueva York, Cambridge University Press, 1917, págs. xxxvii-xxxviii.
13 «Del vivir para uno mismo», en William Hazlitt, El espíritu de las obligaciones y otros ensayos, pág. 20.
14 Allan Bloom, Amor y amistad, trad. de C. Gardini, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1996, pág. 299.
15 Jonathan Israel ha dedicado varios volúmenes a la investigación histórico-filosófica de la Ilustración. Una exposición resumida se encuentra en Una revolución de la mente. La Ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia, trad. de S. Senosiáin, Pamplona, Laetoli, 2015.
16 Cfr. G. K. Chesterton, Breve historia de Inglaterra, trad. de M. Temprano García, Barcelona, Acantilado, 2019, con La época victoriana en la literatura, trad. de A. Haller, Valencia, Barlin, 2017. Sobre Bottom, véase el ensayo «Sueño de una noche de verano», en Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos), trad. de M. Temprano García, Barcelona, Acantilado, 2005.
17 Véase Herschel Baker, William Hazlitt, Cambridge, The Belknap Press of Harvard University Press, pág. 6. Según Baker, Hazlitt seguía siendo «una especie de puritano».
18 Véase «William Hazlitt», en Virginia Woolf, The Second Common Reader, Nueva York, A Harvest Book, 1986.
19 Véase el ensayo que le dedica Harold Bloom en Ensayistas y profetas. El canon del ensayo, trad. de A. Pérez de Villar, Madrid, Páginas de Espuma, 2010. Sobre Dryden, caracterizado por su «ansia de revelación», Bloom escribe: «Dryden nos enseña, de manera implícita, que la literatura es a un tiempo profana y sagrada, o bien toda profana o toda sagrada, y su supuesta distinción se basa únicamente en la diferencia social o política». El arte de escribir de Hazlitt no habría pasado por alto esa diferencia.
20 Véase «Paráclesis», en Erasmo de Róterdam, Escritos de introducción al Nuevo Testamento, trad. de I. Delgado Jara y V. Pastor Julián, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2019.
21 Cfr. la cita de De Quincey en Jonathan Bate, English Literature. A Very Short Introduction, Oxford, Oxford University Press, 2010, págs. 33-34, con William Hazlitt, El espíritu de las obligaciones y otros ensayos, pág. 250.
22 Véase «Edmund Burke», en Selected Essays of William Hazlitt, pág. 703.
23 James Wood critica así la entusiasta «invención» de Bloom : «Coleridge dice lo mismo al final de su conferencia de 1818 sobre Julio César en un aparte que simultáneamente inventa el proyecto bloomeano mientras desprecia el querido gnosticismo de Bloom». Véase «Shakespeare in Bloom», en The Broken Estate. Essays on Literature and Belief, Nueva York, Picador, 1999, pág. 19. Véanse las citas de Hazlitt en Harold Bloom, El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas, trad. de D. Alou, Barcelona, Anagrama, 1996; y Shakespeare, la invención de lo humano, trad. de T. Segovia, Barcelona, Anagrama, 2002.
24 Véase «The Inteligence of Antiquity», en Jonathan Bate, How the Classics made Shakespeare, Princeton, Princeton University Press, 2019.
25 Véase «El príncipe cansado», en Erich Auerbach, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, trad. de I. Villanueva y E. Ímaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.
26 Sobre la necesidad (socrática y shakesperiana) de «refugiarse en las palabras habladas», véase Jacob Klein, Comentarios platónicos, trad. de M. Arquer y J. M. Jiménez Caballero, Madrid, Ápeiron, 2018, págs. 133, 144, 309 y 344. El «presente continuo» remite a «The Avoidance of Love. A Reading of King Lear», en Stanley Cavell, Disowning knowledge in seven plays of Shakespeare, Cambridge (Mass.), Cambridge University Press, 2003. Hazlitt afirma en su ensayo sobre Otelo que «Shakespeare era tan buen filósofo como poeta» (véase infra).
27 Véase Regina Mara Schwartz, Sacramental Poetics at the Dawn of Secularism. When God Left the World, Stanford, Stanford University Press, 2088, págs. 42-45, 78-82.
Para la traducción hemos seguido el texto de Characters’s of Shakespeare’s Plays publicado en la colección The World’s Classics (introducción de Arthur Quiller-Couch, Londres, Oxford University Press, 1952). La obra apareció por vez primera en 1817 y se reeditó al año siguiente. Para los títulos de las obras en castellano de Shakespeare y la traducción de los pasajes citados por Hazlitt, hemos seguido (y a veces modificado) la versión de Luis Astrana Marín, Obras completas, México, Aguilar, 1991. Las traducciones de Astrana siguen siendo la única colección completa de obras de Shakespeare en español de un mismo traductor. He valorado esa integridad por encima de los indudables méritos de otras versiones. Véase el estudio bibliográfico de Inmaculada Serón, «Shakespeare en castellano: traducciones y ediciones disponibles», en Unas tardes con Shakespeare, de Mario Praz (trad. de T. Lanero y C. Torres, Confluencias, 2014). Los destacados en los pasajes citados son de Hazlitt. Damos a pie de página la referencia al texto original de las citas según The Oxford Shakespeare. The Complete Works, ed. de S. Wells, G. Taylor, J. Jowett y W. Montgomery, Oxford, Clarendon Press, 2005. Salvo las de Hazlitt, indicadas entre corchetes, todas las notas son del traductor.
Collected Works, introducción de W. E. Henley, ed. de A. R. Waller y Arnold Glover, Londres, 1902-1904, 12 vols.
The Complete Works, ed. de P. P. Howe, Londres, 1930-1934, 21 vols.
The Letters of William Hazlitt, ed. de Hershel Moreland Sikes, William Hallam Bonner y Gerald Lahey, Londres, 1979.
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English Romantic Poets and Essayists: A review of Research and Criticism, ed. de C. W. y L. H. Houtchens (véase el capítulo sobre Hazlitt de E. W. Schneider), Nueva York, 1966.
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Free Thoughts on Public Affairs: or Advice to a Patriot (Londres, 1806, publicada anónima).
An Abridgement of the Light of Nature Pursued, by Abraham Tucker (Londres, 1807, publicada anónima).
The Eloquence of the British Senate; or Select Specimens from the Speeches of the most distinguished Parliamentary Speakers, from the beginning of the Reign of Charles I, 2 vols. (Londres, 1807, publicada anónima).
A Reply to the Essay on Population, by the Rev. T. R. Malthus. In a Series of Letters (Londres, 1807, publicada anónima).
A New and Improved Grammar of the English Tongue: For the Use of Schools (Londres, 1810).
Memoirs of the Late Thomas Holcroft, Written by himself [Hazlitt] and continued to the time of his death, 3 vols. (Londres, 1816).
The Round Table: A Collection of Essays on Literature, Men and Manners, 2 vols. (Edimburgo, 1817).
Characters of Shakespeare’s Plays (Londres, 1817).
A View of the English Stage: or, A Series of Dramatic Criticisms (Londres, 1818).
Lectures on the English Poets (Londres, 1818).
A Letter to William Gifford, Esq. (Londres, 1819).
Lectures on the English Comic Writers (Londres, 1819).
Political Essays, with Sketches of Public Characters (Londres, 1819).
Lectures Chiefly on the Dramatic Literature of the Age of Elizabeth (Londres, 1820).
Table Talk, 2 vols. (Londres, 1821-1822).
Liber Amoris: or, The New Pygmalion (Londres, 1823; publicada anónima).
Characteristics in the Manner of Rochefoucault’s Maxims (Londres, 1823; publicada anónima).
Sketches on the Principal Picture Galleries in England (Londres, 1824).
Select British Poets, or New Elegant Extracts from Chaucer to the Present Time, with Critical Remarks (Londres, 1824; retirada por infringir derechos de autor en la sección contemporánea y publicada sin esa parte en 1825 con el título de Select Poets of Great Britain).
The Spirit of the Age, or Contemporary Portraits (Londres, 1825).
The Plain Speaker: Opinions on Books, Men and Things, 2 vols. (Londres, 1826).
Notes of a Journey through France and Italy (Londres, 1826).
The Life of Napoleon Bonaparte, 4 vols. (Londres, 1826-1830).
Conversations of James Northcote, Esq., R.A. (Londres, 1830).
Literary Remains of the Late William Hazlitt, With a Notice of his Life, by his Son (Londres, 1836).
Painting [de R. B. Haydon] and the Fine Arts [de Hazlitt] (Edimburgo, 1838).
Sketches and Essays, Now First Collected by his Son (Londres, 1839).
Criticisms on Art: and Sketches of the Picture Galleries of England, 2 series (1834-1844), editado después por su hijo W. C. Hazlitt como Essays on the Fine Arts (Londres, 1873).
Winterslow: Essays and Characters Written There (Londres, 1850).
Men and Manners: Sketches and Essays (Londres, 1852).
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Caminar (con Robert Louis Stevenson), trad. de E. Maldonado, Madrid, Nórdica, 2015.
El placer de la pintura, trad. de P. Chalkwell, Madrid, Casimiro, 2017.
Sobre el ingenio y el humor, trad. de R. Miguel, Madrid, Sequitur, 2018.
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Al señor Charles Lamb
Este volumen se inscribeen señal de vieja amistad y estima duraderapor el autor
El señor Pope ha observado:
Si algún autor ha merecido el nombre de original ha sido Shakespeare. El propio Homero no extrajo su arte de forma tan inmediata de las fuentes de la naturaleza; procedió a través de filtros y canales egipcios, y le llegó no sin una pizca de aprendizaje o cierto molde de los modelos de quienes le precedieron. La poesía de Shakespeare fue una inspiración. De hecho, no es tanto un imitador como un instrumento de la naturaleza, y no es tan justo decir que habla de ella como que ella habla a través de él.
Sus personajes son tan propios de la naturaleza que es una especie de injuria llamarlos con un nombre tan lejano como el de copias suyas. Los de otros poetas tienen un parecido constante, que demuestra que los recibieron unos de otros y que no fueron sino multiplicadores de la misma imagen: cada cuadro, como un arco iris falso, no es más que el reflejo de un reflejo. Pero cada uno de los personajes de Shakespeare es tan individual como los de la vida misma; es imposible encontrar dos iguales, y aquellos que por su relación o afinidad en cualquier aspecto parezcan más gemelos resultarán, al compararlos, notablemente distintos. A esta vida y variedad de personajes hay que añadir su maravillosa conservación, que es tal en todas sus obras que, si se hubieran impreso todos los discursos sin los nombres de las personas, creo que podrían haberse asignado con certeza a cada hablante.
El objeto del volumen que aquí se ofrece al público es ilustrar estas observaciones de manera más particular mediante una referencia a cada obra. Un caballero llamado Mason28, autor de un tratado sobre jardinería ornamental (no Mason, el poeta), comenzó una obra del mismo tipo hace unos cuarenta años, pero solo vivió para terminar un paralelismo entre los personajes de Macbeth y Ricardo III, una pieza de crítica analítica sumamente ingeniosa. Los ensayos de Richardson no incluyen más que unos pocos de los principales personajes de Shakespeare. La única obra que parecía superar la necesidad de un intento como el presente eran las muy admirables conferencias sobre el drama de Schlegel, que dan con mucho la mejor descripción de las obras de Shakespeare que ha aparecido hasta ahora. Las únicas circunstancias en las que se pensó que no era imposible mejorar la forma en que el crítico alemán ha ejecutado esta parte de su diseño consistían en evitar una apariencia de misticismo en su estilo, no muy atractivo para el lector inglés, y en procurar ilustraciones de pasajes particulares de las obras mismas, algo que el trabajo de Schlegel, por la extensión de su plan, no admitía. Confesaremos al mismo tiempo que una pizca de celos sobre la comprensión del carácter nacional no dejó de producir la siguiente empresa, pues «nos picaba» que se reservara a un crítico extranjero el dar «razones de la fe que los ingleses tenemos en Shakespeare». Es cierto que ningún escritor entre nosotros ha mostrado ni la misma admiración entusiasta por su genio ni la misma agudeza filosófica al señalar sus excelencias características. Como ya hemos agotado todo lo que teníamos que decir sobre este tema en el cuerpo de la obra, transcribiremos aquí la explicación general de Schlegel sobre Shakespeare, que está en las siguientes palabras:
Tal vez nunca hubiera un talento tan amplio para delinear al personaje como el de Shakespeare. No solo capta la diversidad de rango, sexo y edad, hasta los albores de la infancia; no solo el rey y el mendigo, el héroe y el ratero, el sabio y el idiota hablan y actúan con igual verdad; no solo se traslada a épocas lejanas y naciones extranjeras, y retrata de la manera más exacta, solo con ciertas licencias aparentes sobre los trajes, el espíritu de los antiguos romanos, de los franceses en sus guerras con los ingleses, de los propios ingleses durante gran parte de su historia, la sociedad cultivada de la época de los europeos del sur (en la parte seria de muchas comedias) y el antiguo estado rudo y bárbaro del norte. No solo sus personajes humanos tienen tal profundidad y precisión que no pueden ser ordenados bajo clases y resultan inagotables, incluso en la concepción; no, este Prometeo no se limita a formar hombres, sino que abre las puertas del mundo mágico de los espíritus, conjura al fantasma de la medianoche, exhibe ante nosotros a sus brujas en medio de sus misterios profanos, puebla el aire de juguetonas hadas y sílfides; y estos seres, que solo existen en la imaginación, poseen tal verdad y consistencia que, aun cuando se trate de monstruos deformes como Calibán, nos arrancan la convicción de que, si existieran, se comportarían así. En una palabra, así como lleva la fantasía más fecunda y atrevida al reino de la naturaleza, por otra parte, lleva la naturaleza a las regiones de la fantasía, más allá de los límites de la realidad. Nos perdemos en el asombro al ver lo extraordinario, lo maravilloso y lo inaudito en tan íntima cercanía.
