Piedras en el cielo - Ismael Iriarte - E-Book

Piedras en el cielo E-Book

Ismael Iriarte

0,0

Beschreibung

Ángel Peralta se ve envuelto en una investigación por contrabando que lo lleva a refugiarse en una remota población en la que cree encontrarse a salvo, hasta que descubre la presencia de Mario, su hermano menor. El reencuentro de los hermanos revive viejos fantasmas y hace que salgan a la luz los secretos de la familia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 194

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


©️2021 Ismael Iriarte

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición febrero 2022

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-958-5162-03-7

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Alvaro Vanegas @AlvaroEscribe

Corrección de estilo: Ana Rodríguez

Corrección de planchas: Tatiana Jiménez

Maqueta e ilustración de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo

Diagramación:David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

A Claudia, Mariela y Olga Lucía: amigas, cómplices y protectoras.

Primera parte

Capítulo 1

Siempre te cuidaré

Isla Grande, enero de 1961

El golpeteo de los peces cayendo sobre la madera llamó la atención de Ángel y Mario, que corrieron hacia el muelle, expectantes por conocer el resultado de la primera expedición de la mañana. Una vez allí, se abrieron paso entre un puñado de hombres rudos que se apiñaban frente al botín, mientras que uno de los pescadores más jóvenes hurgaba en el interior de la atarraya hasta extraer el pescado más grande, un hermoso ejemplar que superaba el medio metro de longitud, y haciendo alarde de su destreza, lo exhibía con orgullo, al tiempo que recibía los elogios de sus compañeros y ensayaba una especie de reverencia.

—Son solo lisas y lebranches —dijo Ángel, con una seguridad más propia de un consumado pescador que de un preadolescente citadino, dirigiéndose a su hermano menor que aún no salía de su asombro, pues nunca había sido testigo de algo parecido—. Los he visto mucho más grandes —continuó el mayor de los hermanos, restándole importancia al joven pescador que se regodeaba en su hazaña.

Cuando el corrillo empezó a disolverse y la emoción del momento dio paso a la dispendiosa labor de limpieza y clasificación del resultado de la pesca, los hermanos abandonaron el muelle en busca de una nueva aventura a la que pudieran dedicar su interés, energía y curiosidad. Se movían con gran desenvoltura entre pescadores y comerciantes, poco acostumbrados a la presencia de turistas en aquel lugar.

Pese a las constantes advertencias de sus padres sobre los peligros de frecuentar aquella zona sin la compañía de un adulto, los hermanos no advertían ningún riesgo, al contrario, encontraban en aquellos parajes una fuente inagotable de descubrimientos y experiencias maravillosas, siempre liderados por Ángel, que a los doce años creía haber vivido lo suficiente como para hacerse una idea bastante clara del mundo que lo rodeaba, y era probable que no estuviera tan alejado de la realidad.

Por primera vez en su vida, Ángel se permitió ver a sus padres como personas normales, con defectos y virtudes, y esa imagen distaba mucho de la que durante años tuvo de ellos. También empezó a perder interés en muchas cosas que hacían parte de su infancia. Quizás con la llegada de la adolescencia todo aquello fuera inevitable. Sin embargo, había trozos de su niñez a los que aún podía aferrarse y ese era el caso del tradicional viaje familiar durante las vacaciones de fin de año, que seguía siendo uno de los momentos más felices para todos.

Como cada diciembre desde que podía recordarlo, al terminar las clases viajaba de Bogotá a Cartagena en compañía de su madre y su hermano menor. Luego, en su parte favorita del trayecto, se desplazaban en lancha hasta una cabaña en Isla Grande, en donde, semanas después, el padre se unía para pasar Navidad y Año Nuevo antes de regresar a su ocupado mundo de negocios.

La cabaña, alquilada durante la temporada, era espaciosa y bien iluminada, se levantaba entre matarratones y totumos. El diseño y la construcción estaban pensados para sobrellevar las altas temperaturas: las paredes hechas con listones de ceiba, los techos de zinc y el piso de colorida baldosa, todo sumado a una especie de porche y terraza frontal con hamacas, helechos y crotos, que proporcionaban, apenas al entrar, un ambiente familiar y acogedor.

El tiempo carecía de importancia en aquella cabaña, todo parecía dispuesto con minuciosidad para crear una composición armónica. Cuando el padre se ausentaba, se respiraba una atmósfera de tranquilidad; Aída, la madre, se sentía libre, lucía más feliz que nunca. Pasaba largas horas emborronando un lienzo en busca del paisaje perfecto, ensayando recetas, leyendo un libro tras otro, dando paseos por la playa o simplemente tendida en la arena. Ángel no llegaba a entender cómo alguien podía permanecer tanto tiempo en silencio y disfrutarlo. Este no era un silencio cargado de tristeza y miedo, como el que ella solía transmitir en casa y que solo él podía percibir, aun sin comprenderlo. No, aquel era un silencio de paz, de felicidad, y eso también lo alegraba.

Mario, entretanto, no pensaba en eso, no pensaba en nada más que en divertirse. Aunque sus padres se hicieron a la idea de no tener más hijos, Mario nació cuando Ángel tenía seis años. Ahora acababa de cumplir siete y siempre se había sabido protegido y querido por todos, en buena parte por los problemas de salud que poco a poco superaba. Tardó más de lo esperado en aprender a caminar, tuvo problemas para hablar y terminó por hallar la forma de convivir con el asma. Pero nada de eso parecía afectarlo, se las arregló para mostrar el verdadero potencial que se escondía detrás de su fragilidad. Era, sin duda, el favorito de su padre, quien repetía orgulloso lo mucho que se parecía a él en su carácter y lo satisfecho que estaría de verlo seguir sus pasos.

Lejos de sentir celos, Ángel asumió como suya la responsabilidad del bienestar de su hermano, no solo por ser el mayor, sino porque consideraba que juntos lograban complementarse a la perfección; él era alto y fuerte para su edad, el mejor de su clase en gimnasia y empezaba a tener éxito con las niñas. Se había ganado el respeto de sus compañeros del colegio y esto acogía a Mario, a quien, a pesar de su apariencia débil y su actitud de sabelotodo, nadie se atrevía a lastimar.

Mario siempre apreció ese gesto y profesaba una gran admiración por Ángel, a quien imitaba y seguía con pleno convencimiento, sin importar lo arriesgada que pudiera resultar la situación, se sentía orgulloso de la protección que le brindaba su hermano pues aquel era uno de los pilares de su placentera existencia.

Los días transcurrieron sin novedades hasta que Felipe, el padre, anunció su regreso a Bogotá. Luego de un almuerzo en familia, los niños se aventuraron a una de sus acostumbradas excursiones por la playa. Ángel, con las botas de los pantalones dobladas casi hasta las rodillas, trataba de subir a la cima de un árbol, al tiempo que Mario recogía con una mano flores para su madre y las guardaba en los bolsillos de sus pantalones.

El recorrido fue más largo que de costumbre y los llevó a una elevación a la que nunca habían llegado y desde donde, a través del mangle que comenzaba a ralear, podían ver las embarcaciones de los pescadores de la zona y la inmensidad del mar que absorbía insaciable los rayos del sol. Felipe y Aída jamás habrían permitido que se alejaran tanto, pero ahora era Ángel quien estaba a cargo, y Mario lo seguía sin vacilar, después de todo, jamás se había sentido inseguro a su lado, además, en el peor de los casos, sus padres serían incapaces de molestarse con él y toda su furia recaería sobre el mayor de los hermanos.

—¿Qué son esas rayas en el cielo? —Mario señaló con el índice de la mano derecha dos largas estelas de nubes en el cielo, que hasta hacía poco permanecía azul e imperturbable.

Ángel se tomó algunos segundos para analizar con detenimiento la pregunta.

—Es que alguien está lanzando piedras en el cielo —contestó muy serio, arrojando un proyectil de barro seco que trazó una tenue línea en el mar, así —agregó.

—¿En serio? —preguntó Mario incrédulo, sin animarse a cuestionar a su hermano.

—Claro que sí.

—¿Quién?

—Alguien con mucha fuerza.

—¿Como tú?

—Más fuerte.

—Tú eres muy fuerte. ¿Por qué no lo haces?

—Ahora no.

—¡Por favor!

—¡Que no! Estoy cansado.

Mario no pareció satisfecho con la respuesta, y aun así, no dijo más, sabía que Ángel nunca le mentiría.

—Deberíamos regresar, a papá no le gusta que estemos lejos —dijo Mario sin importar que su hermano lo considerara un cobarde.

—No te preocupes, no se va a enterar.

—Estoy cansado y quiero ver a mamá.

—No seas gallina.

—O volvemos ya o le digo a papá cuando lleguemos.

—Está bien, regresemos, pero por ahí no, me sé otro camino por las rocas.

—Mamá dice que no debemos acercarnos a las rocas.

—Ella tampoco se va a enterar.

—Bueno, pero no quiero ir solo —mientras decía estas palabras, Mario levantó la mano derecha hacia su hermano.

Ángel, que conocía de memoria aquel gesto, lo tomó de la mano y lo condujo a la entrada del camino rocoso. Así anduvieron durante algunos minutos hasta que llegaron a un cruce peligroso, en el que debían salvar una distancia de más de un metro entre dos rocas.

—Nos toca saltar —gritó Ángel mirando hacia abajo, como si calculara la caída de unos veinte metros.

—No quiero.

—Ya estamos muy cerca, detrás de esa roca está el camino a la cabaña.

—Está muy alto —replicó Mario al borde de las lágrimas.

—Yo saltaré primero.

Ángel soltó la mano de Mario, dio unos cuantos pasos hacia atrás para tomar impulso y saltó con todas sus fuerzas para caer en el centro de la enorme roca.

—¿Viste cómo lo hice? Ahora tú.

—No puedo.

—Sí puedes, no es cierto que seas gallina, eres muy valiente.

—¡No!

—Ya vamos a llegar, solo debes saltar.

—¡No puedo, tengo miedo! —insistió Mario, con lágrimas en las mejillas.

—Salta que yo te agarró.

Esas palabras siempre lograban calmar a Mario, quien al fin accedió, y sin mucha convicción, imitó el movimiento para tomar impulso y saltó apretando con fuerza los ojos.

—¡Lo hice, lo hice! Soy valiente como tú —gritó dando pequeños saltos que lo hicieron perder el equilibrio y resbalarse por el borde de la roca, de la que con esfuerzo logró asirse en el último instante.

—¡Agárrate fuerte! —gritó aterrorizado Ángel, que, por una fracción de segundo que pareció toda una eternidad, creyó que su hermano se precipitaría al vacío.

—Tengo miedo, no me sueltes —suplicó Mario, que veía cómo pequeñas piedras se estrellaban contra la punta de una roca y caían al mar, al tiempo que sus manos lastimadas por la filosa superficie empezaban a ceder.

Ángel trataba de mantener la calma, pero solo podía pensar en sostener con fuerza los brazos de Mario, estrechándolo contra las rocas, lo que le ocasionaba heridas en todo el cuerpo. En aquel momento, habría aceptado gustoso cambiar de lugar con su hermano, pero por desgracia eso no era posible, así que seguía tirando de él como si la vida le fuera en ello.

—Ya te tengo —Soltó un suspiro de alivio tras lograr subirlo de nuevo a la roca —, siempre te cuidaré, ¿lo sabes? Siempre te cuidaré —repitió estrechándolo contra su pecho y tratando de ocultar las lágrimas que empezaban a deslizarse por su cara.

Permanecieron así durante algunos minutos hasta que emprendieron el camino de regreso a la cabaña, en donde fue imposible ocultar lo sucedido. Aída estaba preocupada, y al advertir el amasijo de lágrimas y arena en el rostro de Mario y un instante después las heridas de sus piernas y brazos, laceradas al resbalar por las rocas, no pudo contener un grito.

—Estamos bien, mamá —empezó a decir Mario, pero fue interrumpido por su padre, quien no estaba dispuesto a escuchar explicaciones.

Ángel, consciente de la gravedad de la situación, no intentó justificarse, se limitó a soportar con estoicismo la reprimenda, lo que fue interpretado por el padre como un acto de rebeldía que le valió recibir un castigo severo que daba por terminadas las vacaciones.

A la mañana siguiente, el padre se marchó muy temprano, sin despedirse de Ángel; el resto de las vacaciones transcurrió en medio de una tensa calma y un ambiente enrarecido del que ni siquiera Mario pudo sentirse a salvo. A pesar de ello, nadie en la familia Peralta podía imaginar que aquel sería el último viaje que realizarían todos juntos.

Capítulo 2

Lejos de casa en medio de una tormenta

Bogotá, 1984

Spread your wings and fly away, fly away far away…Repetía una y otra vez el estribillo como un estallido proveniente de la sala de estar. Ángel no sabía con certeza por qué, pero esa canción siempre lograba animarlo, tal vez el tiempo en el que había comprado aquel disco de Queen había sido mejor, o quizás solo había logrado olvidar los malos momentos de esa época. Daba igual, aquello no tenía la menor importancia, pues siempre encontraba una banda sonora para cualquier ocasión.

No era una tarea sencilla satisfacer sus gustos musicales. Desde que se dedicó a la importación de artículos de oficina, se las arregló para adquirir los últimos discos de sus bandas favoritas durante los viajes a Caracas y Panamá. Era dueño de una respetable colección y, junto a un estéreo de última generación, constituían sus bienes más preciados y ocupaban la mayor parte del espacio de la sala y el comedor.

El resto del pequeño apartamento, conformado por una habitación, un estudio adaptado como depósito temporal de la mercancía pendiente por entregar, un baño y la cocina, permanecían en un negligente e impersonal desorden, salvo en las ocasiones –cada vez menos frecuentes– en las que decidía que ya era tiempo de hacer de aquel tiradero un lugar para vivir. Entonces corría las cortinas y abría las ventanas para dejar entrar el aire fresco, recogía la ropa del piso y los muebles, amontonaba los libros y papeles en montañas de más o menos igual longitud, compraba alimentos, los acomodaba en la nevera e incluso cocinaba, pero un par de días después todo volvía a la normalidad.

—¿Cómo puedes vivir así? En una casa sin alma —le preguntó en una ocasión Marina, justo después de hacer el amor. Él no supo qué responder y se limitó a estrecharla entre sus brazos y besarla, restándole importancia a sus palabras. Pero la duda anidó en su cabeza y solo varias semanas después, sentado frente al estéreo, mientras acababa una lata de cerveza, advirtió con seguridad lo que debió contestarle a su novia, aunque era probable que esas palabras no la harían feliz –tampoco a él– y solo servirían para profundizar aún más la brecha que se abría entre los dos desde hacía algún tiempo.

No había nada malo con la casa y no resultaba justo afirmar que carecía de alma, pues no era más que su propio reflejo y no podía asegurarse que él mismo no la tuviera. En el peor de los casos, la suya podría considerarse como un alma con daños irreversibles que le permitía llevar una vida en apariencia normal, pero con profundas limitaciones. Por ejemplo, pensó, jamás estaría en capacidad de generar esa sensación de calidez y protección que Marina anhelaba. Creía que la amaba y también sabía, con la misma intensidad, que ella acabaría por cansarse de su inestabilidad y que tarde o temprano tendrían que aceptar que la relación no funcionaría, aunque confiaba en poder retrasar ese momento todo lo posible.

Fight from the inside. Right down the line…, repetía la voz de Freddie Mercury, cargada de irreverentes matices, y entonces, como iluminado por una epifanía, comprendió que toda esa reflexión carecía de fundamento por una razón tan evidente que incluso se sintió avergonzado por no haberla advertido antes: la hipótesis de la existencia del alma, que Marina había lanzado de manera irresponsable con su pregunta, no correspondía con lo que él creía. De lo que sí estaba por completo convencido era de que algo se había roto en su interior hacía muchos años y ya nada podría ser como antes. De repente, tuvo un oscuro presentimiento que temió no poder expresar con claridad llegado el momento.

—Como cuando sabes que algo va a suceder y no puedes hacer nada para evitarlo —probó a decirlo en voz alta, pero sus palabras sonaban lejanas y vacías, como dentro de un sueño.

Luego se reprendió a sí mismo:

—¡Tonterías!

Se reprochó por haber caído una vez más en esa especie de ensoñación en la que lo sumían sus inoficiosas divagaciones. Pero ya era demasiado tarde, el buen humor de unos minutos atrás se había esfumado y daba paso a la desagradable y todavía familiar sensación de vulnerabilidad, esa angustiosa certeza de estar demasiado lejos de casa en medio de una tormenta. Así que no pudo más que sentirse aliviado cuando el grave seseo de la aguja sobre la superficie del acetato lo sacó de sus pensamientos y lo hizo levantarse del sillón para apresurarse a cambiarlo de lado. News from the world, leyó cuando clavó la mirada en la etiqueta del disco, como si buscara un punto de apoyo en las letras rojas que empezaban a girar. Ahí advirtió el vago sonido del timbre del teléfono, que parecía estar repicando desde tiempos inmemoriales.

—Aló —contestó en medio del estruendo del estéreo, que reproducía Get down, make love.

—¿Ángel? ¿Por qué no contestas el teléfono? He estado tratando de localizarte toda la tarde —soltó con impaciencia Raúl, su socio, en un tono más de preocupación que de reclamo.

—Salí a caminar y el tiempo se me pasó volando —mintió sin mucha convicción, aunque no era necesario, prefirió hacerlo para ahorrarse la molestia de mencionar el estado de trance recién experimentado.

—¿A quién tratas de engañar, Ángel? Sé muy bien que no sales de tu casa los domingos por la tarde aunque se esté cayendo el mundo a pedazos.

Raúl era lo más parecido a un amigo que tenía Ángel, se habían conocido en un bar en 1976 y se encontraron en un par de ocasiones más hasta que tres años después iniciaron su relación comercial. Aparte de algunas noches de copas, no habían compartido mucho de sus vidas personales, sin ser esto impedimento para conocer esa clase de detalles, lo que, en ocasiones como aquella, le representaba una molestia que hubiera querido evitar a toda costa.

—La gente puede cambiar, ¿no crees?

—Claro que lo creo, la gente puede cambiar, pero tú no.

Ángel se aclaró la garganta, impaciente.

—¿Vas a decirme por qué llamaste? —repuso al fin.

—Pasó algo grave —contestó Raúl, como recordándose a sí mismo la seriedad de la situación.

—¿Qué?

—Tal vez sea mejor que lo discutamos en persona, no es un asunto que convenga tratar por teléfono.

Entonces, se sumieron en un silencio prolongado.

—¿Ángel?

—Sigo aquí.

—Estoy cerca de tu casa, podría estar allá en media hora. ¿Puedes recibirme?

Una vez más, Ángel permaneció en silencio.

—Es algo realmente importante —agregó Raúl.

—Está bien, te espero.

—Ahí estaré.

Cuando Ángel colgó el teléfono, sonaba It’s late y él solo podía pensar en aquel oscuro presentimiento. Lejos de casa en medio de una tormenta, se repitió.

Raúl solo tardó veinte minutos en llegar y, cuando llamó a la puerta, ya no sonaba el estéreo, solo los pesados pasos de Ángel cada vez más cerca.

—¿Tienes algo de tomar? —dijo por saludo, mientras se dirigía al sillón de la sala.

—Solo cerveza.

—Perfecto.

Ángel fue hasta la cocina y regresó con dos latas de cerveza, tras ofrecerle una a Raúl, destapó la otra y se sentó frente a él.

—¿Vas a decirme de una vez a qué viniste?

—La policía incautó el cargamento de máquinas sumadoras que estábamos esperando.

—¿Y qué diablos tiene que ver la policía con nosotros? ¿Por qué se lo han llevado?

—Vamos, Ángel, no me digas que no te lo imaginas.

—Pues no —respondió tras tomar un trago de cerveza.

Aquello no era del todo cierto, no podía decirse que Ángel no fuera consciente de que en su negocio había ciertos procedimientos que quebrantaban algunas normas, un poco de dinero a cambio de algún favor, una cifra maquillada para que fuera más conveniente o la inexplicable desaparición del comprobante de algún cargamento, pero para él todas esas cosas hacían parte del oficio que había escogido, se consideraba a sí mismo un hombre trabajador y honrado, por lo que le resultaba inaudito estar involucrado con la policía.

—Contrabando, Ángel, contrabando. ¿O qué carajos creías?

—Pero si todo el mundo lo hace y la policía no dice nada, además, quién se fijaría en nuestro negocio, manejamos cifras tan insignificantes que ni siquiera creo que pueda llamarse contrabando.

—No es tan sencillo. ¿En serio nunca te has preguntado por qué obtenemos tan buenos precios? ¿O por qué nunca le sucede nada a nuestra mercancía?

—La verdad es que no.

No mentía, desde que su socio le propuso participar en el negocio, la logística estuvo a cargo de Raúl; él se encargaba de los contactos con los proveedores, los pagos y el transporte de la mercancía, realizaba la mayor parte del trabajo y por eso recibía un porcentaje mayor de ganancias. En tanto, Ángel se conformaba, sin protestar, con su parte por su tarea como distribuidor, que representaba más dinero del que podía gastar, pues sus responsabilidades se limitaban a cubrir cada mes las cuentas de los servicios públicos y el mantenimiento de una camioneta Chevrolet Luv. Periódicamente, dedicaba una suma importante a la compra de discos y libros, y otro tanto iba a parar a bares y discotecas. La mayor parte de sus ingresos estaban destinados a un fondo de ahorro.

—Pues resulta que formamos parte de una gran organización y la policía está tras sus pasos. No descansarán hasta acabar con el negocio, primero atacan a los peces pequeños como nosotros para poder llegar hasta los responsables de la operación.

—¿Policía, peces pequeños, operación? ¿Por qué de repente hablas como un delincuente? —Ángel fue a la cocina por dos cervezas más.

—Piensa lo que quieras, Ángel. Vengo a hacerte un favor, los policías no tardarán en relacionarnos con el cargamento y estaremos en problemas, así que lo mejor será desaparecer por algún tiempo. Un amigo tiene una casa de campo y sé que no habrá problema con que pases unos días allá mientras decides qué hacer; yo también me alejaré, me pondré en contacto contigo en cuanto pueda.

—¿Así de fácil? ¿Solo desaparecemos y ya? —preguntó Ángel, molesto, con una reacción que incluso a él mismo le pareció desproporcionada a pesar de la situación.

—Siempre supimos que algo como esto podría pasar, no pretendas ahora dártelas de inocente.

—No pretendo nada, sabes muy bien a qué me refiero.

—Ya no le des más vueltas, todo estará bien —repuso Raúl, tratando de restarle importancia al asunto.

A continuación, le entregó una hoja de papel con las indicaciones de la casa de su amigo y le aconsejó que la destruyera después de memorizarlas, le ofreció dinero en efectivo que Ángel rechazó y al fin se marchó, no sin antes darle las últimas recomendaciones para permanecer a salvo unos cuantos días.

—Cuídate, Ángel, y no dejes que te cojan, porque entonces ya no podré ayudarte, si eso pasa, no menciones a nadie o estaremos en peligro —le dijo antes de cerrar la puerta.

¿A quién podría mencionar?, pensó responder Ángel. En lugar de eso, permaneció callado y se despidió con un gesto de asentimiento.