Por fin... el amor - Jill Shalvis - E-Book
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Por fin... el amor E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

La doctora Nicole Mann no tenía tiempo para el amor. Su trabajo de cirujano acaparaba todo su tiempo y le gustaba que así fuera. Bueno, hasta que conoció al encantador Ty O´Grady. Aquel sexy arquitecto consiguió que pensara en algo que no fuera la medicina. Así que la doctora decidió recetarse unas intensas sesiones de seducción...Ella había planeado un tratamiento temporal, pero cuando un roce desencadenó otro y otro más, Ty se dio cuenta de que aquello iba a ser mucho más. Ahora solo tenía que convencerla de que era inútil resistirse a la tentación.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Jill Shalvis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Por fin… el amor, n.º 265 - diciembre 2018

Título original: Tangling with Ty

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-223-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Un hombre desnudo lo habría cambiado todo, pero no se veía a ninguno. Por eso, como siempre, Nicole Mann se levantó al oír el despertador y, también como siempre, se duchó, se vistió y desayunó en menos de ocho minutos.

Por último, también como siempre, salió de su apartamento a toda velocidad para llegar pronto al hospital.

Sí, efectivamente, la vida de Nicole estaba completamente regida por su trabajo. ¿Y qué? Ser médico era un sueño hecho realidad para ella y, si tenía que trabajar para ese sueño casi todos y cada uno de los momentos del día, dejando a un lado todo lo demás, incluidos los hombres desnudos, lo haría. Ser médico era lo que había querido desde que se había graduado en el instituto, hacía quince años, a la extraordinaria edad de doce años.

—Psst.

Para ser una mujer que se enorgullecía de tener nervios de acero, Nicole estuvo a punto de dar un salto al oír el inesperado susurro que provenía del oscuro vestíbulo de su edificio de apartamentos. Sin embargo, no había nada por lo que preocuparse. Solo era la dueña del edificio y también amiga, Taylor Wellington, que se estaba asomando por la puerta de su apartamento. Taylor era una mujer agradable y hermosa, razones suficientes para odiarla, pero también parecía estar en posesión de una increíble habilidad que era capaz de derrumbar las defensas de Nicole. A esta la asombraba que, a pesar de ser polos opuestos, se hubieran hecho tan buenas amigas.

—¡Psst!

—Ya te veo —dijo Nicole—. ¿Te he despertado? —añadió, sabiendo que casi no había amanecido.

—Oh, no. A mí no me podrían despertar ni los muertos vivientes —le aseguró Taylor, tan perfecta como siempre—. Había puesto el despertador para poder hablar contigo —explicó, mirando a Nicole de arriba abajo—. Cielo, creía que habíamos hablado ya sobre la ropa de camuflaje.

Nicole se miró. Llevaba unos pantalones de camuflaje y una camiseta de tirantes de color verde, que se ceñía a su esbelto cuerpo. Su guardarropa se había formado en los días en los que asistía a la facultad de Medicina, cuando los cuantiosos gastos de su educación la habían obligado a comprarse la ropa en tiendas muy económicas. No obstante, le gustaban aquellas prendas tan cómodas. Le sorprendía mucho que Taylor se preocupara por lo que llevaba puesto.

Nicole solo llevaba unas pocas semanas viviendo en aquel edificio del South Village, tras haberse mudado de otro edificio en el que nadie se preocupaba ni de mirarle la cara a los demás. Solo se había mudado porque aquel otro edificio había sido vendido y los dueños tenían nuevos planes para el mismo. Además, el nuevo apartamento estaba en un edificio mucho más pequeño, lo que suponía menos personas con las que tratarse. No le importaba nada que el inmueble estuviera a punto de derrumbarse ni el aspecto que tuviera mientras su cama estuviera en él.

—¿Por qué querías hablar conmigo?

—Sabía que, si no lo hacía, te olvidarías. Esta noche vamos a planear la fiesta del compromiso de Suzanne.

Suzanne Carter vivía en el apartamento que había al lado del de Taylor. Las tres eran las únicas habitantes del edificio y habían compartido muchos momentos de diversión y muchos helados, pero a Nicole no le apetecía planear una fiesta para la que tendría que vestirse elegantemente, sonreír y ser agradable. Odiaba ser agradable.

—Te habías olvidado —dijo Taylor.

—No, yo…

Efectivamente se había olvidado. No podía evitar ser algo olvidadiza porque siempre lo había sido. Solo aquel año, se había olvidado de la fiesta de graduación de su hermana, de la que su madre solía celebrar todos los años en abril y hasta de su propio cumpleaños. Sin embargo, su familia comprendía algo que Taylor no parecía entender. Nicole era una solitaria.

—Lo siento… tal vez llegue tarde.

—No me lo digas. Tienes que hacerte un nuevo piercing.

Nicole hizo un gesto de desesperación con los ojos. Taylor no hacía más que gastarle bromas sobre los aros de plata que le alineaban una de las orejas, pero ella no sabía que cada uno de ellos era como un trofeo, un emblema de honor que Nicole llevaba con orgullo.

—No, no se trata de otro piercing.

Mostrando la paciencia de un santo, Taylor se limitó a levantar una ceja mientras que Nicole se devanaba los sesos para encontrar una excusa.

—Bueno, es que andamos algo escasos de personal en el hospital y…

—Ahórratelo, cerebrito. Dejémonos de excusas, ¿te parece? Las bodas, y todo lo que conllevan nos dan alergia, pero esta es por Suzanne.

Suzanne había sido la única persona, aparte de Taylor, que la había aceptado genuina e instantáneamente, a pesar de lo seca y distante que era. Las tres se habían conocido poco después de que Taylor heredara aquel edificio, sin dinero alguno para efectuar las reparaciones que tanto necesitaba. Primero, había alquilado un apartamento a Suzanne y a continuación había llegado Nicole. En realidad, las tres mujeres tenían muy poco en común. Suzanne era chef y solía alimentar a sus dos amigas con comida, aparte de su postre favorito, el helado. Taylor, con su ingenio, las divertía a todas y, aunque mataría a Nicole si la oía decirlo, les servía de madre. Nicole no tenía ni idea de lo que ella añadía a la mezcla, por lo que le sorprendía mucho que las otras dos se preocuparan tanto por ella.

No obstante, todas ellas tenían un rasgo en común: su voto de soltería. Todas habían hablado al respecto e incluso habían brindado por ello… hasta que Suzanne había hecho lo impensable y se había enamorado.

—Trataré de asistir —dijo Nicole con un suspiro.

—No te preocupes, dicen que no se puede caer presa de la fiebre marital de esta manera.

—¡Eh, no te preocupes por mí! Mi trabajo es mi vida. Estoy demasiado metida en ello y soy demasiado egoísta para unir mi vida a alguien.

—Muy bien. Nuestro voto de soltería sigue intacto.

—Y firme.

Sin embargo, las dos se miraron fijamente, algo nerviosas. El hecho de que Suzanne, que tanto había presumido de su soltería, fuera a casarse lanzaba sombras sobre su voto de soltería, aunque estaban seguras de que ninguna de las dos cometería la torpeza de enamorarse. Sería imposible, cuando tenían los ojos bien abiertos y los corazones firmemente cerrados.

Así era. De ese modo, estarían a salvo. Total y completamente a salvo.

 

 

Veinticuatro agotadoras horas más tarde, de nuevo justo antes del alba, Nicole arrastraba su dolorido y lamentable cuerpo por los tres tramos de escalera que llevaban a su apartamento.

Había trabajado sin descanso. Una inesperada niebla había provocado un choque en cadena en una de las autopistas del sur. Como resultado de la colisión de cuarenta y dos coches, Nicole había estado en urgencias casi todo el día, sin poder tomarse un respiro ni siquiera para estornudar. Se le había pedido que se quedara otro turno, por lo que, tras una rápida siesta durante la que había soñado que la perseguían un vestido de novia y un pastel de bodas, había aceptado con ganas lo que le deparó el resto del día, que había sido mucho.

En aquellos momentos, mientras subía la escalera, lo único que quería era comer algo, darse una ducha y meterse en la cama, aunque no necesariamente en aquel orden. Llevaba una bolsa de comida en la mano y la boca se le estaba haciendo agua al pensar en los cuatro tacos medianos y en el refresco que contenía. No era un desayuno muy corriente, pero era comida. Además, llevaba soñando con algo picante desde la segunda vez que había entrado en el quirófano.

Después, en cuanto comiera… la inconsciencia, al menos hasta que tuviera que regresar al hospital, lo que sería aquella misma tarde para una reunión de personal. Después, tendría que sustituir a un compañero en el turno de noche. Ya tenía cuatro operaciones preparadas.

Esperaba haberse acordado de la salsa picante. No tenía nada de comida en la cocina, a excepción de algo que se había puesto verde hacía una semana y que…

—¡Maldita seas, trozo de mier…! —exclamó una voz, mientras se escuchaba el ruido de metal que golpeaba otro metal. Aquellas palabras habían sido pronunciadas con un profundo acento irlandés—. Voy a… Maldita seas otra vez… La última vez lo hiciste bien, así que maldita seas si no funcionas ahora…

Aquellas palabras sonaron tan tranquilas, tan seguras, que Nicole tardó un momento en descifrar que aquel hombre estaba haciendo algún tipo de amenaza.

Bien. A Nicole no le importaba darle una buena patada a alguien mientras que sus tacos no sufrieran daño alguno. Tener un coeficiente intelectual más alto que su propio peso tenía algunos beneficios. Durante la facultad de Medicina había decidido empezar a hacer kárate, para desahogarse un poco. Como en todo lo que empezaba, había sobresalido.

Dispuesta a todo, tomó una postura de defensa, aunque la dejó momentáneamente para dejar la comida sobre un escalón. No había necesidad alguna de poner en peligro el desayuno. Fue avanzando poco a poco. En aquel piso no había nada más que su apartamento. Nada más que el estrecho pasillo en el que, en aquellos momentos, había un hombre tumbado. Tenía los brazos extendidos y, entre las manos, tenía lo que parecía una herramienta de medir, que movía sobre las maderas del suelo mientras lanzaba juramentos por la boca.

Nicole se habría echado a reír si hubiera podido apartar la vista de aquel largo, firme y masculino cuerpo, que estaba completamente estirado sobre la tarima de madera. Tenía unas piernas larguísimas, enfundadas en unos vaqueros que acentuaban los músculos de muslos y pantorrillas.

Además, estaba el trasero, cubierto también por la gastada tela vaquera. La camiseta se le había subido un poco, mostrando una generosa visión de piel bronceada y húmeda, tensa sobre los músculos de la espalda.

A pesar del susto que aquel hombre le había dado, Nicole sonrió.

—Hmm… Perdone.

Con los brazos estirados por encima de la cabeza, el hombre no dejó caer el extraño utensilio que tenía entre las manos y que estaba emitiendo una luz roja. De hecho, no hizo nada más que suspirar.

—¿Sería tan amable de entregarme mis notas? —dijo, con voz profunda y sensual, aunque completamente privada del acento irlandés.

Nicole, que seguía en su postura de defensa, bajó la mirada y vio un pequeño bloc de notas en el suelo. Aparentemente, dudó más de lo esperado, porque él se incorporó y giró la cabeza. Tenía el cabello negro muy corto, tanto que quedaba de punta y los ojos azules más cristalinos que Nicole hubiera visto jamás.

Al ver que ella todavía tenía los puños levantados y las piernas ligeramente dobladas, él lanzó un suspiró y se frotó la mandíbula.

—¿Es que nos vamos a pelear por un cuaderno?

Nicole bajó inmediatamente los puños. Entonces, sin dejar de mirar al hombre más guapo que había visto nunca, se inclinó para recoger la bolsa de tacos que había dejado en el suelo.

—¿Quién es usted y por qué está blasfemando en mi pasillo?

—Me ha oído, ¿eh? —comentó él con una sonrisa—. ¿Me haría el favor de no decírselo a la dueña? Ella me dijo específicamente que no lanzara maldiciones en su edificio.

Hmm. A Nicole le sorprendía que Taylor no se hubiera metido a aquel hombre en su dormitorio bajo siete llaves, dado lo mucho que le gustaba la gimnasia horizontal y el hecho de que aquel desconocido rezumara sexualidad por todos los poros.

Con un suave movimiento, se puso de pie. Nicole era bastante menuda, pero aquel hombre debía sobrepasar en varios centímetros el metro ochenta, lo que significaba que, por mucho que ella se estirara, no le llegaría más allá del hombro. De repente, por la diferencia de altura que había entre ellos y la inmediata y sorprendente atracción que sintió por él, se puso a la defensiva. Dio un paso atrás y se preparó de nuevo para lo que pudiera surgir.

—No habría utilizado ese lenguaje si la hubiera oído venir —dijo él, rascándose suavemente la mandíbula, oscurecida por la barba de varios días—. La he sobresaltado.

Nicole entornó los ojos. Una vez más, el acento había desaparecido por completo, pero había algo artificial sobre el modo en que le hablaba en aquellos momentos, como si estuviera ocultando algo. Ella sabía muy bien lo que era guardar secretos, pero no le gustaba que los demás hicieran lo mismo.

—Responda a mi pregunta, por favor —replicó Nicole mientras levantaba un dedo.

—No hace falta disparar —comentó él, levantando las manos a modo de rendición—. Soy solo el arquitecto. Ty Patrick O’Grady a su servicio.

—¿Que usted es el arquitecto?

—Para este edificio. Va a ser renovado —afirmó. Entonces, se apoyó contra la pared con un hombro y le dedicó una devastadora sonrisa—. Antes de nada, se necesita un arquitecto, ¿sabe? Resulta que este edificio es un monumento histórico y que necesita desesperadamente unas importantes reparaciones en su estructura.

Nicole decidió que aquello podría ser cierto, especialmente dado que aquel edificio era la vergüenza de la manzana. Taylor llevaba semanas consultado a los expertos para realizar la renovación.

—¿Está usted realizando un presupuesto para Suzanne? —preguntó, observándolo cuidadosamente para ver si caía en la trampa del nombre.

El hombre lanzó una nueva sonrisa, lenta y segura.

—No, no. No se llama Suzanne sino Taylor, pero ha sido un buen intento. Haría falta mucho más que eso para ponerme a mí a prueba —replicó—. ¿Quiere ver mi identificación o se va a limitar a golpearme con esa bolsa, que huele tan bien?

—¿Qué le ha pasado a su acento?

—¿Qué acento?

—Tenía acento irlandés. ¿Es usted un emigrante?

—Sí, acabo de bajarme de un barco procedente de Australia, amiga —comentó aquella vez con acento australiano—. O tal vez… ¡Huy! Creo que me he equivocado de continente —añadió con acento austriaco.

Aquel hombre era un listo.

—Es muy tarde para estar trabajando en un presupuesto, ¿no le parece?

—Querrá decir muy temprano.

—Lo que sea. ¿Por qué ha venido a estas horas?

—Soy lo que se llamaría un hombre muy ocupado. Bueno, cielo, no sé con quién estoy hablando.

—Le aseguro que no me llamo «cielo».

—Entonces, ¿tengo que adivinarlo? —preguntó él, con otra sonrisa en los labios.

—Soy la doctora Mann —respondió Nicole de mala gana—. Ahora, si no le importa, tengo que comerme estos tacos.

También tenía una cita con la cama. Sola.

No sabía de dónde había venido aquel pensamiento. Ella siempre dormía sola. Siempre.

Observó que él seguía mirándola con una ligera sonrisa en los labios, una sonrisa que le hacía rechinar los dientes.

—¿Qué? ¿Va a soltarme ahora lo de que soy demasiado joven para ser médico? Oigo muchos comentarios al respecto. Adelante, dígame lo que se le está pasando por la cabeza.

Él la miró de arriba abajo. Entonces, muy lentamente, volvió a levantar la mirada, deteniéndose en todos los puntos que parecían estar conectados con la entrepierna de Nicole, dado que todos parecieron cobrar vida con un cosquilleo que la enojó aún más.

—A mí me parece toda una mujer…

Nicole estaba demasiado cansada para todo aquello. Pasó a su lado, rozándole, y se detuvo frente a su puerta. Entonces, comenzó a golpearse el montón de bolsillos buscando las llaves.

—¿Algún problema?

Ella decidió ignorarlo completamente y se cambió la bolsa de los tacos de mano para poder comprobar si las tenía en el bolsillo trasero. Aquel era el problema de los pantalones militares. Efectivamente eran muy cómodos, pero con tantos bolsillos era muy fácil perder las cosas.

—Doctora Mann…

—Por favor… Márchese… —susurró, cerrando los ojos.

Si no se tomaba la comida y se metía en la cama, se quedaría dormida allí mismo, de pie. Ya le había ocurrido antes, cuando estaba en la facultad, durante las largas noches de prácticas…

Un sonido metálico le hizo abrir los ojos rápidamente y, con asombro, vio que la puerta de su apartamento estaba abierta. Ty Patrick O’Grady, arquitecto, algunas veces con un sensual acento irlandés, hombre de las mil maldiciones y de una increíble sonrisa, tenía una tarjeta de crédito en la mano.

—Estas cosas son muy útiles, ¿verdad?

—¿Ha forzado la cerradura?

—Muy fácilmente.

—¿Es usted un delincuente?

—Digamos que soy un hombre de mundo —respondió él, riendo—. Necesita una cerradura mejor.

—No puede…

—¿Ha encontrado las llaves?

—No, pero…

—En ese caso entre, cielo —dijo, mientras le daba un suave empujón y le quitaba la bolsa de los dedos antes justo antes de que se le cayera—, antes de que se caiga.

Nicole atravesó el umbral y, sin darse la vuelta, trató de cerrar de un portazo. Desgraciadamente, él ya estaba dentro. El apartamento parecía mucho menor con su enorme presencia.

—Y yo no soy su cielo.

—No eres la doctora Mann.

—De acuerdo. Sé que me pongo de muy mal humor cuando estoy cansada. Demándame.

—Preferiría llamarte por tu nombre de pila.

—Es Nicole —le espetó ella. Entonces, agarró la bolsa que él tenía agarrada y se dirigió a la cocina, que era minúscula.

—Puedes marcharte cuando quieras —replicó. Sin embargo, Ty la siguió—. ¿Qué estás haciendo?

—Asegurarme de que no te quedas dormida de pie.

—Creo que ya habíamos establecido que soy una mujer adulta.

—En eso tienes razón —afirmó mientras observaba cómo Nicole echaba a un lado un montón de revistas médicas y abría la bolsa—. ¿No preferirías desayunar algo de verdad?

—Esto es de verdad. Adiós, señor Arquitecto.

—Bueno, de nada —dijo Ty mientras Nicole sacaba uno de los tacos, se apoyaba contra la encimera y le daba un buen mordisco—. Me alegro de haber podido ayudarte.

—Sí, gracias por haber forzado mi puerta y haber entrado en mi cada —replicó ella mientras se terminaba el taco y metía la mano en la bolsa para sacar el otro. Entonces, se detuvo para mirar a Ty—. ¿Se te ha olvidado dónde está la puerta?

—Deberías prepararte algo de comida más saludable…

—Esto es carne, queso, lechuga y marisco. Tengo los cuatro grupos de alimentos básicos representados.

—Sí, pero —observó él mientras observaba cómo se lamía una gota de salsa del pulgar—. Acabas de terminar un turno agotador en el hospital, ¿verdad?

—Sí, mira, no te tomes esto como algo personal —contestó ella, tras dar un trago de refresco—, pero, ¿te importaría marcharte? Tengo una cita con mi cama, y eso no incluye a nadie más que a mi almohada y a mí.

—Vaya, es una pena —murmuró él con una lenta sonrisa que aceleró un poco más el pulso de Nicole.

—No te hagas ilusiones. No juego a los médicos con desconocidos.

—¿Y quién querría jugar con esa actitud? —replicó él—. Además, no te estaba haciendo proposiciones, doctora Nicole Mann. Solo creo que deberías comer algo que tenga más nutrientes que… una bolsa de papel. ¿Por qué no me dejas prepararte…?

Ty se interrumpió cuando ella se echó a reír. Entonces, vio cómo ella dejaba el taco en la encimera y se dirigía a la puerta principal. Estaba segura de que él sabría «cocinar» algo muy bien, pero no le interesaba. Le gustaba mirar a un espécimen de hombre tan impresionante como él, pero no le apetecía hacer nada aparte de mirarlo.

—Buenas noches —dijo, abriendo la puerta de par en par.

—Déjame adivinarlo —comentó Ty mientras se dirigía hacia ella con paso lento. Aquellos ojos, de un sorprendente color azul, parecían atravesarla por completo—. ¿Tienes algo en contra de la comida de verdad?

—No, pero sí tengo algo en contra de los desconocidos que se ofrecen a hacerme la comida. Seamos sinceros, señor Arquitecto. Tú no estabas ofreciéndote a hacerme comida.

—¿No? ¿Y qué crees tú que me había ofrecido a hacerte?

—Digamos que, fuera lo que fuera, no me interesa.

Tras hacer un ligero movimiento de cabeza, Ty esbozó una sonrisa. No parecía que se sintiera insultado o enfadado, sino que parecía estar divirtiéndose mucho a expensas de Nicole.

—Digamos…

—Buenas noches —repitió ella, preguntándose qué tendría él que le hacía sentirse enojada y… excitada al mismo tiempo.

—Buenas noches, aunque sea por la mañana.

Levantó un dedo y le acarició suavemente la mandíbula antes de darse la vuelta y salir por la puerta. Cuando se hubo marchado, Nicole se tocó suavemente la mandíbula, que parecía palpitarle. Hasta un momento después no se dio cuenta de que había pronunciado sus últimas palabras, «aunque sea por la mañana», con el acento irlandés que afirmaba no tener.

 

 

Aquel día, Ty tuvo un largo día de trabajo. Tenía tres trabajos en curso en el centro de Los Ángeles, dos en Burbank, cuatro en Glendale y esperaba que uno más allí mismo, en el South Village.

Resultaba extraño lo mucho que le gustaba aquel lugar, tal vez porque eran una serie de calles realmente históricas, recuerdo de los fantásticos días del Oeste. Gracias a los esfuerzos del ayuntamiento, los edificios habían sido rescatados y restaurados, y las calles siempre estaban animadas gracias a los restaurantes, los teatros, las boutiques y los muchos famosos a los que espiar.

A Ty le encantaba aquel ambiente y especialmente le gustaba trabajar allí, dado que había muchos edificios que necesitaban arquitectos.

Ser un profesional relativamente nuevo en la ciudad, sin los habituales socios ni empleados, significaba mucho más trabajo para él. Necesitaba mucho tiempo para ir corriendo de acá para allá y también para estar frente a la mesa de dibujo.

No le importaban las horas extraordinarias ni trabajar duro. De hecho, eso era precisamente lo que le gustaba. Si algo le resultaba muy fácil o se le ponía en bandeja, despertaba en él sospechas. Este hecho le venía de sus primeros años, cuando no se le había facilitado nada y había tenido que luchar mucho para prosperar.

«Viejos tiempos», pensó, mientras arrojaba el lápiz y se recostaba en la silla. Colocó los pies sobre la mesa de dibujo y miró por la ventana para observar las montañas de San Gabriel. Sin ninguna duda, California era un lugar muy hermoso. No tanto como, por ejemplo, Río o Tokio ni muchos otros de los lugares que había visitado en su lucha por alejarse todo lo que pudiera del lugar en el que había comenzado, sino hermoso en el sentido de que se sentía a gusto.

Sabía que aquel sentimiento no duraría mucho. Nunca le pasaba eso. Tarde o temprano, sentía la necesidad de marcharse… Pensaba que Nueva York podría interesarle, pero, por el momento, California, la tierra de despampanantes rubias, de la comida saludable y de las playas de arena blanca, le satisfacía.

También era un lugar estupendo para mantener el anonimato y aquello era realmente lo que lo atraía. Allí, podía ser lo que quisiera o quien quisiera. No le importaba a nadie. Allí, con la reputación profesional que había llegado a tener, era precisamente eso. Alguien.

Alguien con una saludable cuenta corriente, un despacho que rezumaba éxito y una casa lujosa. Nunca más volvería a tener el estómago vacío ni sentiría el miedo a lo desconocido, sensaciones ambas que había experimentado en sus más que humildes comienzos en uno de los barrios más marginales de Dublín.