Por un escándalo - Andrea Laurence - E-Book
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Por un escándalo E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

"Sí, tienes un hijo". El pasado estaba a punto de alcanzar al congresista Xander Langston en más de un sentido. La campaña para la reelección estaba en su punto álgido cuando desenterraron unos restos sin identificar en su finca familiar y el escándalo quedó servido, pero al regresar a su casa él solo podía pensar en reencontrarse con Rose Pierce. Rose, su amor del instituto, se había convertido en una belleza deslumbrante y la pasión de ese primer amor, que Xander había llegado a desdeñar, se mantenía todavía. Pero Rose guardaba un secreto…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Andrea Laurence

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Por un escándalo, n.º 2037 - abril 2015

Título original: Heir to Scandal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6268-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

La noticia principal del noticiario no era un robo ni un escándalo político, era sobre fresas.

Xander Langston llevaba toda la noche viendo el noticiario local mientras esperaba a que todo saltara por los aires. Había vuelto a Cornwall para afrontar las repercusiones, pero las cadenas locales se centraron en la Liga Infantil de Béisbol y en el Festival de la Fresa. Apagó la vieja televisión de la sala. Si lo más reseñable era el Festival de la Fresa, la vida le sonreía. Su primer libro se ponía a la venta dentro de una semana y se acercaba un año electoral. Con veinticinco años se había convertido en uno de los congresistas más jóvenes de la historia, y ese otoño tendría que poner en marcha otra campaña para la reelección. Eso implicaba el respaldo de sus votantes y que no hubiera ni el más mínimo escándalo. Era fácil evitar los escándalos. No estaba casado y no podía tener aventuras. Tampoco le habían ofrecido nunca un soborno y, por otra parte, lo habría rechazado. Sin embargo, tenía un cadáver en el armario, y por eso había vuelto a Connecticut, a la finca El Jardín del Edén, donde se cultivaban árboles de Navidad, y estaba viendo la destartalada televisión en vez de estar trabajando en su despacho del barrio de Capitol Hill en Washington.

Suspiró, se levantó y fue hasta la ventana. Había anochecido, pero todavía veía los abetos y la serenidad, una vista maravillosa después de haber pasado tanto tiempo lejos de allí. Desde su despacho de Longworth House tenía una vista magnífica del Capitolio, pero estaba demasiado ocupado para deleitarse con la arquitectura y el significado histórico de lo que le rodeaba. Tenía una casa cara y lujosa a unas manzanas de su despacho, pero ese sitio, con sus muebles viejos y su extensión de árboles, era su hogar y se sentía como no se había sentido desde que lo dejó para ir a la Universidad de Georgetown y hacer una carrera política meteórica. No había atascos ni bocinazos. Se podía respirar.

Sin embargo, la tranquilidad no iba a durar mucho. El cadáver, literalmente, que tenía en el armario, era el de Tommy Wilder; las Navidades pasadas lo habían desenterrado mientras hacían una obra en un terreno que había sido de esa finca. Entonces no identificaron el cuerpo, pero eso iba a cambiar pronto. Brody, su hermano adoptivo, genio de los ordenadores y uno de los cuatro chicos Eden, les había mandado un correo electrónico hacía una semana para comunicarles que la policía había encargado una recreación facial. Cuando el dibujo llegara a la prensa, la gente empezaría a merodear por la finca para buscar respuestas. Mostraron cierta curiosidad cuando desenterraron el cuerpo, pero nadie lo relacionó con sus padres adoptivos, Ken y Molly Eden. Sin embargo, cuando identificaran a Tommy, el adolescente a quien habían acogido, la gente se plantearía su participación y sus padres adoptivos no estaban en condiciones para lidiar con los periodistas y la policía. Ken estaba reponiéndose de un ataque al corazón y Molly se quedaría tan consternada que no podría contestar ninguna pregunta. Necesitaban a alguien en la finca, y él era la persona idónea. Siempre había sabido tratar a la gente, y su madre le decía a todo el mundo que era político de nacimiento. Las mujeres lo encontraban encantador y sus votantes habían dicho que era honrado, digno de confianza y elocuente. Haría lo que fuese para ahuyentar a la prensa y proteger a su familia. No obstante, llevaba dos días en Cornwall y solo había oído hablar del tiempo y de las fresas. Aprovecharía esa tranquilidad para hacer lo que había pensado hacer desde que llegó.

–Adoptar la fe por Xander Langston –leyó en voz alta mientras tomaba el libro de la mesita.

Nunca había pensado escribir un libro, y menos unas memorias. Nunca le había parecido que su vida fuese apasionante, pero la editorial no pensaba lo mismo. Era un congresista joven y triunfador, sus padres habían muerto jóvenes y de forma trágica y él había acabado en el sistema público de acogida. Al parecer, eso era una mina de oro en la literatura de no ficción. El libro saldría al cabo de una semana y dentro de un par de semanas lo firmaría durante una gala benéfica en Washington para recaudar fondos para el Centro de Acogida, donde trabajaba como voluntario. Con suerte, el motivo para haber vuelto a su hogar no hundiría sus planes y las ventas. Además, quería regalárselo a alguien especial mientras estaba en Cornwall. Naturalmente, ya le había dado unos ejemplares a sus padres adoptivos y a sus hermanos y hermana, pero había llevado otro para Rose Pierce, su amor del instituto. Estaba muy presente en el libro, como una de las mejores cosas que le habían pasado, y quería dárselo en mano. Ya eran las siete pasadas y Wade, su hermano adoptivo que vivía en Cornwall, le había contado que Rose seguía trabajando casi todas las noches en el restaurante Daisy´s, que era su sitio favorito cuando era adolescente. Rose ya trabajaba allí por entonces y él había pasado horas sentado en la barra, bebiendo batidos y charlando con ella.

Se montó en el Lexus todoterreno negro. Ni se acordaba de la última vez que bebió un batido. Quizá fuese durante el verano anterior a que se marchara a Georgetown. El calor de agosto y su corazón enamorado le habían llevado allí casi todos los días. Luego, cuando se marchó, la vida había empezado a moverse muy deprisa y los años pasaron como si hubiesen sido minutos. Los viajes a Cornwall habían sido cortos y escasos, y Daisy´s y sus batidos se habían convertido en un recuerdo lejano de juventud. Sin embargo, todavía recordaba a Rose como si fuese el día anterior. Habían sido el primer amor de cada uno, ese amor que nadie olvidaba. Se la habría llevado a Washington y casi se lo rogó, pero ella no quiso. Su madre tenía una enfermedad terminal y a ella la habían admitido en una universidad próxima que le permitía estar cerca de su madre. Lo entendió, pero no le gustó. También intentó hacerle caso y quiso olvidarla en Georgetown. La evitaba cuando pasaba por Cornwall y ni siquiera fue a la reunión de antiguos alumnos del instituto, pero no podía olvidarla. Siempre recordaría aquellos ojos grandes y marrones y sus labios carnosos. Siempre se había preguntado qué habría sido de ella. Sin embargo, esa noche estaba en Cornwall y tenía que verla. Nada se lo impediría, ni siquiera el cadáver de Tommy Wilder.

Aparcó en el aparcamiento de Daisy´s. Era jueves y estaba casi vacío. Podía ver por el escaparate a dos ancianos que bebían café en la barra y a una familia en un rincón. No veía a Rose, pero quizá estuviese en la cocina. Entró y se sentó cerca de la puerta. Tomó la carta y empezó a leerla. No había cambiado casi nada, salvo los precios. Seguían teniendo batidos y su hamburguesa favorita. En Washington solo había restaurantes caros y comidas rápidas y siempre comía con otros políticos. Ese restaurante de carretera hacía que se sintiera como si tuviera diecisiete años otra vez. Lo único que faltaba era…

–Hola, ¿desea beber algo?

Levantó la mirada y se encontró con esos ojos marrones que habían poblado sus fantasías de adolescente. Rosalyn Pierce estaba delante de él, como si estuviese soñando.

–¿Xander…? –preguntó ella boquiabierta.

–Rose –contestó él con la boca seca–. Wade me contó que podría encontrarte en Daisy´s. Me alegro de que sigas trabajando aquí…

Se calló al darse cuenta de que parecía que ella no hubiese hecho nada durante la década pasada.

–Lo siento. No quería decir eso.

–Da igual –replicó ella–. Si te sirve de algo, te diré que pasé cinco años sin poner un pie aquí, pero no podían prescindir de mí para siempre.

Seguía tan guapa como recordaba, o más. En el instituto, era una niña a punto de convertirse en mujer. En ese momento, sus curvas eran más voluptuosas y el uniforme se le ceñía más tentadoramente. Llevaba el pelo largo, castaño y liso recogido en una coleta que le caía por el hombro. Se fijó el dedo donde debería haber un anillo, pero estaba tan desnudo como el de él.

–Quería decir que me alegro de que sigas trabajando aquí, porque me ha resultado más fácil encontrarte. ¿Tienes un rato para charlar?

Ella miró alrededor.

–Cuando haya terminado esa familia. Esta noche estoy sola en la sala. ¿Qué quieres comer?

–Primero tomaré un té helado con limón. Luego, una hamburguesa tejana con cebollas fritas y uno de tus increíbles batidos de chocolate.

Ella sonrió y él supo que habría reconocido el pedido aunque hubiesen pasado once años.

–Algunas cosas no cambian nunca.

La miró a los ojos. Seguía igual de bella y la reacción de su cuerpo fue tan intensa como siempre. Todo el cuerpo se le había puesto en tensión al verla.

–No –dijo él–, y me alegro.

 

 

Rose tuvo que morderse la lengua para no derrumbarse. Se había pasado parte de los últimos cinco años fantaseando con que Xander entraría allí, la miraría como estaba mirándola y sonreiría como estaba sonriendo. Sin embargo, estaba nerviosa y preocupada porque podía decir lo que no quería decir y desvelar sus secretos. Además, su mirada descarada hacía que se sonrojara y que se le acaloraran partes del cuerpo que llevaban mucho tiempo heladas. El tiempo no había mitigado la reacción de su cuerpo, pero ¿cómo iba a mitigarla si estaba más atractivo todavía? Sus facciones eran más afiladas, aunque tenía la misma mirada amable y la misma sonrisa encantadora.

Quizá hubiese venido para satisfacer su curiosidad y comprobar si seguía igual que siempre, lo bastante bien para acostarse con ella pero fácil de olvidar. Eso significaba que el anhelo de la excitación quedaría intacto y no iba a cometer el mismo error dos veces. Garabateó el pedido y se fue a la cocina mientras le quedaban fuerzas para alejarse de él. Habían pasado once años desde que se fijó en Xander Langston, pero verlo otra vez le había alterado la libido como si siguieran en el instituto. Lo había visto de vez en cuando en algún noticiario, pero no le hacían justicia. Ese pelo castaño claro, esos cautivadores ojos color avellana, esos músculos cubiertos por la ropa hecha a medida… Nunca había podido negarse a él. Cuando él quería algo, podía ser muy persuasivo y, por algún motivo, la había querido a ella. Ella no había querido salir con él al principio. Era guapo, pero seguían caminos distintos. Era el delegado de la clase, jugaba en el equipo de béisbol y tenía lo que todo el mundo llamaba «liderazgo potencial». Tenía una beca para Georgetown y un porvenir muy prometedor. Ella no tenía nada de eso, ni entonces ni en ese momento. Aun así, él decidió un día que tenían que salir juntos.

Le habría llevado el té helado antes de hacerle el batido, pero no estaba preparada para verlo otra vez. Él estaría de paso, como siempre. Nunca pasaba más de unos días por allí. Normalmente, iba a la reunión de los Eden por Navidad y luego volvía al Capitolio. Ni la atracción que sentía hacia él ni los secretos que le ocultaba iban a cambiar eso. No sabía qué hacía allí a mitad del verano ni por qué había ido al restaurante a buscarla. No la había buscado en todo ese tiempo. Ella se había marchado de Cornwall unos años, pero había vuelto hacía un tiempo. No había recibido ni llamadas ni cartas ni nada. Se había olvidado de ella y esperaba que volviera a marcharse antes de que le hiciera daño, pero, al mismo tiempo, le gustaba volver a verlo.

Remató el batido con nata montada, pero no le puso la cereza. Él nunca se comía la cereza, siempre se la daba a ella. ¿Por qué recordaba esas nimiedades? Le gustaría olvidarse de todo lo referente a Xander, sin embargo, siempre sería parte de su vida, lo supiera él o no.

Sirvió el té, le puso el limón y le llevó las dos bebidas. La familia se había marchado y los dos ancianos seguían con sus cafés. Mientras se acercaba, vio que estaba absorto por un periódico que se había dejado alguien en la barra. Ni siquiera se dio cuenta de que ella había llegado.

–Tu batido –comentó dejando las bebidas en la mesa–. La comida tardará unos diez minutos.

–Gracias –él miró el batido–. ¿Sin cereza?

–Creía que no te gustaban.

–Siempre me han gustado, pero sabía que a ti te gustaban más.

A ella le flaquearon las rodillas.

–¿Quieres que te traiga una?

–No, prefiero que charles conmigo.

Rose se sentó e intentó no parecer nerviosa.

–Bueno… ¿Qué tal te ha ido?

–Ocupado. No he parado desde el día que me marché –Xander dio un sorbo al batido y sonrió–. Después de la facultad, acabé trabajando para el congresista Kimball y lo sustituí antes de que me diera cuenta. Todo muy aburrido. ¿Qué has hecho tú?

–Te aseguro que lo que has hecho durante los últimos años, sea lo que sea, es mucho más apasionante que lo que he hecho yo.

–¿Qué pasó con los estudios? Creía que querías ser profesora.

–¿Y renunciar a esta vida glamurosa? –Rose se rio–. Estudié un semestre y tuve que dejarlo. Mi madre murió esa primavera y lo llevé muy mal. Me quedé un par de años en Danbury y volví cuando mi padre tuvo algunos… problemas. Le ayudé a llevar el negocio. Cuando mi hermano Craig se hizo cargo del taller y la dueña de Daisy´s me ofreció el empleo, no pude rechazarlo.

–¿Te has casado?

–¡No! Tú eras el único hombre de este pueblo que se fijó en mí. Cuando te marchaste, volví a ser invisible.

Eso no era verdad del todo. Había otro en el pueblo que se fijaba en ella, uno que la adoraba y que la miraba con los mismos ojos color avellana que estaban mirándola en ese momento, pero no pensaba contárselo a Xander.

–Nunca podrás ser invisible. Los hombres de este pueblo están ciegos si no pueden ver que tienen algo fantástico delante de las narices.

Él sabía lo que tenía que decir y cómo decirlo. Si se hubiese ido con él a Washington, habría acabado mal. Él tenía una vida fantástica por delante y ella entendió que no formaba parte de esa vida. Había tenido que quedarse con su madre y forjarse una vida propia. Todo se complicó cuando, además, descubrió que estaba embarazada, justo una semana después de que él se hubiese marchado.

–Eres muy amable, pero una chica no puede creerse nada de lo que dices. Eres un político con mucha labia.

–También soy escritor –sacó un libro y lo dejó en la mesa–. Te he traído esto.

Rose tomó el libro. Xander, sonriente y atractivo, la miraba desde la cubierta.

–Adoptar la fe –leyó ella en voz alta–. Es fantástico, Xander. Enhorabuena.

–Trata de mi infancia y del camino que me llevó a Washington. Enlaza con mi trabajo en el Centro de Acogida, que proporciona apoyo y actividades sociales a los padres adoptivos y a los niños que entran en ese sistema.

Ella ojeó unas páginas y se detuvo al ver su nombre.

–¿Salgo yo?

El corazón le dio un vuelco. ¿Qué habría escrito sobre ella?

–Sí. Solo escribí tu nombre de pila, pero no podía contar la historia de mi vida sin incluirte. Eres una parte muy importante de mis años en el instituto.

La miró y ella sintió una opresión en el pecho. No sabía qué decir.

–Te lo he dedicado –siguió él–. Por eso he venido. Quería dártelo en mano.

–Gracias –consiguió decir ella–. Estoy deseando…

–Cenar conmigo –le interrumpió él.

Lo inesperado de la invitación la pilló desprevenida.

–No puedo. Tengo que trabajar.

–¿Trabajas todos los días? –preguntó él.

–No, pero no libro hasta el domingo.

–Da la casualidad de que tengo que quedarme unas semanas, como mínimo. Entonces, ¿puedo invitarte a cenar el domingo?

¡No! Acabaría teniendo un desliz y diría lo que no quería decir. Hablaría del colegio, de la Liga Infantil, de su padre. También podría llegar a creer que no pasaría nada si se acostaba con él. Entonces, él se marcharía, ella se quedaría destrozada y su corazón no lo aguantaría. Sin embargo, captó el olor de su colonia…

–De acuerdo –concedió antes de que pudiera contener las palabras.

–Fantástico. ¿Dónde vives? Iré a recogerte.

–Puedes recogerme aquí. Vivo a dos pueblos y no tiene sentido que vayas hasta allí –eso era verdad, pero no era el único motivo para que no quisiera que fuese a su piso–. Iré a por tu hamburguesa –comentó levantándose con el libro en la mano.

Esbozó una sonrisa forzada, desapareció en la cocina, apoyó la frente en la nevera y gruñó. Estaba jugando con fuego, aunque la idea la emocionaba y espantaba a la vez. Miró el libro y la atractiva cara que la miraba. Tenía una cita con Xander Langston.

 

Capítulo Dos

 

El domingo, a las siete en punto, Xander aparcó su Lexus en el aparcamiento de Daisy´s. El restaurante estaba cerrado los domingos por la noche, pero había un Honda Civic de cuatro puertas.

A ella le abochornaba tener que ir a trabajar después del instituto cuando las demás chicas iban a divertirse, pero él se había enorgullecido de salir con una chica trabajadora que valoraba lo que tenía. Hubo un tiempo en el que él estuvo mimado. Su padre había tenido un buen empleo y a su hermano Heath y a él no les había faltado nada. Hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, lo había perdido todo. Ir a vivir con los Eden fue un mundo nuevo. Ellos no tenían mucho dinero, pero le enseñaron el valor del trabajo y a estar orgulloso de lo que lograba. Todos los integrantes de esa familia habían ayudado a llevar la finca. Cuando llegaba diciembre, no hacía otra cosa que repartir árboles de Navidad, y eso le había dado la habilidad que necesitaba para defenderse en el Capitolio. Rose tampoco lo había tenido fácil. A su madre le diagnosticaron cáncer terminal cuando ella estaba terminando el instituto y su padre no ganaba mucho dinero como mecánico. Sus dos hermanos y ella tuvieron que trabajar.

La puerta del Civic se abrió y le dio un vuelco el corazón. Rose se bajó. Llevaba un vestido corto, negro y sin mangas que se ceñía a sus curvas como si le hubieran derramado látex líquido por el cuerpo. Un cinturón rosa le rodeaba la cintura y hacía juego con los zapatos de tacón.

–Estás muy guapa –dijo él bajándose del todoterreno.

Ella se pasó las manos por el pelo, que llevaba suelto.

–Gracias.

Rodeó el coche y le abrió la puerta. Al montarse, el borde del vestido se le subió un poco más y pudo ver su muslo blanco y firme. Eso bastó para que sus manos desearan acariciarlo. No la había invitado para acostarse con ella, pero tampoco se quejaría si acababa haciéndolo. Tenía que divertirse un poco mientras estuviese allí. Una vez que se hiciera público el retrato de Tommy, no iba a pasárselo muy bien. Cerró la puerta y también se montó.

–He reservado en ese sitio italiano del pueblo de al lado. Me lo recomendó Molly.

–Me parece una buena idea –comentó ella mientras salían a la carretera.

–¿Has estado?

–No salgo mucho a comer fuera. Suelo hacer los turnos del almuerzo y la cena porque las propinas son mejores.

Él ni siquiera se acordaba de la última vez que salió a cenar con una mujer hermosa que no tuviese relación con la política.