Postales de la eternidad - Gabriel Cocimano - E-Book

Postales de la eternidad E-Book

Gabriel Cocimano

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Beschreibung

El flagelo de la temporalidad produce, a la vez, horror y fascinación. La maldición de la finitud ha sido una de las obsesiones predilectas de la humanidad. "Siempre –dirá Borges– es una palabra que no está permitida a los hombres". No obstante, existe un punto en que algo del orden de lo efímero puede ser trascendente. "Hay momentos en que el tiempo se detiene de repente –cavilaba Dostoievski– para dar lugar a la eternidad". Si la ilusión de derrotar al tiempo parece una utopía, aquí los Eternos caminan entre nosotros, algunos muy a su pesar; otros viven ocultos, o camuflados entre los humanos. Para ciertos aspirantes a la inmortalidad, solo el dinero puede ser la llave para acceder al secreto de la infinitud. Hay seres que han sido condenados a una existencia perpetua, atrapados en un formato inalterable, obligados a repetir cada acto de su vida con resignada pasividad. En los relatos que conforman Postales de la eternidad, Gabriel Cocimano evidencia su mirada irónica, aguda e indulgente sobre la condición humana y sus debilidades, con el pretexto del siempre espinoso tópico de la caducidad temporal.

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Seitenzahl: 123

Veröffentlichungsjahr: 2024

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GABRIEL COCIMANO

Postales de la eternidad

Cocimano, GabrielPostales de la eternidad / Gabriel Cocimano. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5308-9

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Prólogo

Amanece en Puerto Reis

Penumbras

La amante de la Rue Bermont

El peñón de los náufragos

Una excursión a Los Eternos

El duende de los ríos

Esquinas porteñas

Bienvenidos a la eternidad

Dos minutos

Los olvidados

Criaturas de novela

El pañuelo de satén rojo

El arte de agitar

Las putas de La Veracruz

El prologuista

Repetición

Las pescadoras

La calle de los gemidos

El encanto del tamarisco

Los inmortales no son superhéroes

PRÓLOGO

“El tiempo es un gran velo, suspendido delante de la eternidad como para ocultárnosla”

Tertuliano

Tal como en el epígrafe señala el escritor cartaginés, es el tiempo el que nos empuja a buscar desesperadamente la eternidad, como un remedio a la finitud a la que todo humano teme. La historia rebasa plétora de leyendas y personajes que la persiguieron: el mito religioso de la resurrección, la búsqueda del Santo Grial, el segundo viaje de Colón en pos de la fuente de la eternidad en las costas de la Florida, la muerte de los emperadores chinos al consumir mercurio, creyendo que era el elixir que derrotaba el paso del tiempo… La lista es interminable, tal como el afán de encontrar la llave secreta de la perpetuidad. Pero sólo retrata la búsqueda cotidiana –aunque no por eso menos apremiante– de la misma, por parte de toda la especie humana, tal vez por ser ella la única consciente de su impermanencia.

No sería otra cosa la necesidad de reconocimiento, de poder, de riquezas, fama y cualquier otro recurso, útiles para otros menesteres también pero que, en última instancia, apuntan a permanecer en la memoria de los demás, y así ilusionarnos con poder domar la tiranía del tiempo.

Pero quizás el acto más contundente de eternizarse, y ya no solo como una acción meramente humana, sino de la misma Naturaleza, no sea otro que el de la procreación. ¿Acaso hay un evento más impactante y sólido que el tener hijos, para creer por un momento que algo de nosotros va a perdurar a través del tiempo, después de nuestra muerte?

Se podría pensar que, sin embargo, la batalla está perdida, ya que lo que ansiamos es que la vida tal como la conocemos –ésta vida, nuestra vida– sea eterna, y no tener que enfrentarnos jamás con la parca, cosa que nunca se logró (aún).

Ese es el marco que desgrana hábilmente Gabriel Cocimano en esta serie de cuentos, con la fina ironía y esa crítica como al pasar –pero no por eso menos profunda– que lo caracteriza. Tal como en otras obras del autor –en “Días de Insomnio” navega sobre los variados miedos y cavilaciones nocturnas que muchas veces nos rozan, o en “Sombra que fue y será” con el tema de la melancolía– en “Postales de la Eternidad” encara las distintas aristas de ese supuesto don, antónimo de lo etéreo y tan anhelado por aquellos que pretenden escapar, fútilmente, a la trampa que plantea el tiempo.

Desde el suspenso de “El peñón de los náufragos” hasta la desmitificación en “Los inmortales no son superhéroes”, pasando por la odisea de “Una excursión a los eternos” o la oda a lo efímero en “Penumbras”, el autor nos conduce nuevamente por un laberinto, en el que cada bifurcación es un relato que nos muestra una mirada distinta del concepto que nos quiere presentar.

Tal como los alquimistas de antaño, los científicos de ahora y de siempre seguirán buscando el secreto de la perpetuidad. Mientras tanto –y parafraseando al poeta Ramón del Valle–Inclán– el tiempo continuará su transcurso:

“Nada será que no haya sido antes

Nada será para no ser mañana.

Eternidad son todos los instantes,

que mide el grano que el reloj desgrana”

MIKEL CHACAL

AMANECE EN PUERTO REIS

“Acaso no exista la eternidad. Sin embargo, el espíritu de los hijos de Reis se impondrá por los siglos de los siglos”

Urbanus

Ningún turista que visite el pequeño enclave costero de Puerto Reis permanece indiferente. La pista de aterrizaje de su moderno aeropuerto cruza el centro de la ciudad, de manera tal que el carreteo de los aviones permite a los recién llegados observar desde sus ventanillas el estrés frenético y desencajado de los reisenses, no sin perplejidad.

Borrachos arrastrándose a las siete de la mañana, señores trajeados bailando al son de un reggae o una bachata, saludando a los turistas que miran sorprendidos desde la nave; la arquitectura desproporcionada y deforme, y alguno que otro personaje freak vagando sin destino, completan la visión panorámica del recién llegado.

Engendro de la ingeniería aeronáutica, la singular pista divide literalmente en dos a la ciudad, cruzando desde el norte hasta llegar a la plataforma y la terminal de pasajeros, situadas en el extremo sur. Es la avenida más emblemática de la ciudad, con pasos peatonales que nadie respeta, ni siquiera los turistas. Paralela a la costanera, está emplazada a sólo cinco cuadras del mar.

El turista que frecuenta Puerto Reis suele hospedarse en uno de los pocos hoteles habilitados para tal fin: el Blasón, cuya fachada de estilo neoclásico contrasta con la variopinta arquitectura del enclave. Desde sus ventanales con postigos predomina una imperdible vista al mar. Sin embargo, sus conserjes suelen ser prepotentes y hostiles. Se fastidian ante cualquier objeción, y no pocas veces terminan en insultos y gestos provocativos.

En Blasón, todo el mundo está obligado a despertar a las siete. Un encargado de piso malhumorado y gruñón golpea con saña todas las mañanas las puertas de las habitaciones convocando a sus huéspedes al desayuno. Nadie se opone, pues se trata de la norma del lugar, aunque más de un turista fastidiado por la hora y las circunstancias reprueben, de tanto en tanto, el sistema, con reacciones aún más intemperantes.

Aburrido de la excesiva corrección en la que viveen su país de origen, el sueco Albin Larsson prefiere por unos días la descortesía, la provocación y los malos modos de los que disfruta cada temporada en la villa costera. Durante el desayuno lo suelen increpar por ensuciar la mesa con dulces o lácteos, o por servirse café en más de una ocasión. A menudo, los mozos lo intimidan, desafiantes, para que pague la adición en los restaurantes. Los vendedores ambulantes de la playa, imbuidos en esa lógica, se tornan irascibles cuando se les pregunta el precio de un producto que el turista no va a adquirir.

En Puerto Reis, el perfil del visitante responde a esa demanda de irreverencia y desconsideración. Son cada vez más los viajeros que llegan hasta la villa para deleitarse con el rigor y la enajenación de sus habitantes. Un ciudadano chino, Jian Zheng, viaja cada verano hacia estas latitudes para disfrutar de la cultura de la intolerancia, y asistir a museos en los que sus trabajadores obligan a los visitantes a circular con prisa, a cafeterías cuyos camareros sirven con sus manos los bollos y pasteles, o a tiendas en las que el turista está obligado a permanecer dentro del probador de ropa junto al vendedor o vendedora de ocasión.

El excéntrico enclave costero es un síntoma del superávit de cortesía que aqueja al mundo. Los turistas, cansados de lidiar con la falsa galantería de los conserjes, con la fingida y edulcorada amabilidad de los comerciantes gastronómicos, con la estoica sonrisa de los vendedores de indumentarias, tienen un lugar reservado en Puerto Reis. Quienes estén hartos de la insultante gentileza de los taxistas y la abusiva cortesía y afabilidad de los transeúntes, prefieren llegarse hasta sus costas.

Aquellos que estén saturados de la vida idílica, contemplativa y frugal del descanso burgués, pueden encontrar allí la emoción y la efervescencia que necesitan. Quien esté desencantado con los rituales de la seducción plácida y quiera coquetear con reisenses, no debe dudarlo. Allí, una conversación romántica es, a menudo, interrumpida por el intenso estrépito de las turbinas de los aviones que atraviesan la avenida principal. Como quedó dicho, los camareros no son complacientes, irrumpen durante las pláticas amorosas de las parejas primerizas para obligarlos a consumir, y se fastidian si son rechazados.

El carácter de los nativos ha sido forjado en esta cultura de la incorrección y la tosquedad. Los hombres suelen ser prepotentes, y las mujeres rencorosas. La policía local reprime sin mirar a quién, y los delincuentes, los fabuladores de café y los poetas se alborotan y escandalizan en forma sobreactuada. Por todos lados, suenan músicas estridentes, y el amor se celebra en forma destemplada, con jadeos desaforados y a los gritos.

Un viajero filipino, Crisanto Borja, vuela hasta allí cada año para enamorarse de mujeres locales y vivir la pasión desorbitada que se practica en toda la aldea. Las reisenses más románticas suelen, en el momento culminante del amor, golpear a sus hombres e, incluso, herirlos con rasguños y mordiscos. Para quienes se enamoren de un nativo, deben saber que las marcas en la piel y las contusiones son moneda corriente, muchas veces precedidos de insultos, amenazas e injurias.

Cada verano, Puerto Reis recibe más y más visitantes de todo el mundo. Como su infraestructura es aún modesta, hay vecinos que albergan a turistas en sus casas. Por una módica suma, el viajero disfruta de la hospitalidad nativa: el antropólogo belga Jacob Marcus relató en su libro de viaje, Las Marcas de la Civilización Subtropical, los avatares de la vida doméstica reisense, en donde fue obligado a hacer las compras y a cocinar, lidió con el carácter irascible de la dueña de casa y los gritos de su marido, y fue conminado a tener sexo con la primogénita. Cuando retornó a su país se mostró jubiloso y exultante. “Conservo los gritos y las heridas recibidas como una de las experiencias más felices de mi vida profesional”, expresó, algo magullado, durante la presentación de su trabajo editorial.

Durante las noches, en temporada alta, el ruido frenético suele ser inspirador para los poetas, escritores y sociólogos. También para los tahúres, aventureros y curiosos. Nadie respeta las normas de tránsito, porque ni siquiera las hay. En la avenida principal no se necesitan: sólo es transitada por aviones, y no es incesante su circulación, que se da mayormente en horas de la madrugada. Es allí, con las primeras luces del alba, cuando sus habitantes celebran la bendición de recibir a los viajeros de todo el mundo, de ver crecer su economía y mostrar el original carácter de su pueblo.

Es en esas madrugadas estivales cuando los reisenses se esfuerzan por dar la bienvenida a los forasteros, exhibir la mejor imagen de la ciudad y de sí mismos, y posicionarse como un destino top, caro al turismo friendly. Porque lo importante no es que vengan, sino que vuelvan.

La marca de Reis

El carácter de los habitantes de Puerto Reis ha sido objeto de estudio de las más diversas disciplinas sociales. Sobre todo, desde que el enclave se ha convertido en la meca turística de miles de viajeros de todo el mundo. La avidez por conocer los secretos de la villa costera puso en el tapete la peculiar genética del temperamento reisense: un espíritu indómito, un genio prosaico y un estilo de vida desaliñado y negligente.

Los historiadores hablan del naufragio de un buque corsario en las costas de la bahía de Reis, en el siglo XIX. Los sobrevivientes del galeón Audoyer se erigieron, a la postre, en los fundadores de la aldea. Durante esos primeros años, no se logró cristalizar una idea de comunidad debido a las “intempestivas reacciones antisociales de los primeros pobladores”, según relata el historiador Urbanus, hacia las oleadas de nuevos colonos “que pretendían organizarse en torno al comercio derivado de las actividades marinas”.

Con los años, se forjó una pequeña sociedad de trabajadores emergentes conformada por una diversidad de estratos económicos e identidades colectivas. Sin embargo, como en un cóctel, el hábito y el contacto entre sus habitantes diseñó un espíritu único, inquieto, vehemente, pertinaz. “Todo aquel que llegó hasta la bahía con la intención de habitarla –consignó Urbanus, no sin resignación– terminó imbuido de su esencia, como si esa geografía tuviese el don de transformar a los individuos en una comunidad de seres uniformes, urdidos por el hilo sagrado del devenir histórico”.

Dos siglos han pasado desde su fundación, y no han podido domesticar la férrea singularidad de los habitantes de Puerto Reis. Antes bien, la han consolidado. Y, en estos tiempos de modernidades ingrávidas, proyectan sus genes al mundo. Cada vez más viajeros son atraídos por el magnetismo que genera la incorrección política y la indocilidad de que hacen gala sus habitantes.

Tanto es así que el ejemplo comienza a cundir en otras sociedades. Existe un mercado taiwanés (muchos orientales acuden cada año a disfrutar de las bondades que ofrece Puerto Reis) en donde sus comerciantes, olvidando por un rato la parsimoniosa filosofía de Confucio, andan a los gritos y hasta a las trompadas si sospechan que su competencia les arrebata clientes. No solo eso: también provocan de palabra y hasta de hecho a los regateadores.

El sociólogo alemán Franz Baumier quedó sorprendido y, a la vez, fascinado por la rebeldía en estado puro de los reisenses, en su más reciente visita al Puerto. En un artículo publicado en la revista “Wetter”, hace referencia a la “idiosincrasia destemplada de su gente, tan arbitraria como libre de normas y preceptos, tan imperativa y apasionada como libre de represiones”. Y no es para menos: durante su estancia en la villa, conoció a una mujer, lo obligaron a casarse con ella, y tuvo que convivir durante diez días con la numerosísima prole de su flamante esposa, en un monoambiente rentado. “Nunca nos faltó comida, bebida ni música estridente”, contó el sociólogo en rueda de amigos; “éramos veinte personas durmiendo en treinta metros cuadrados. Y las pocas veces que teníamos intimidad, a instancias de mi mujer, todos celebraban el momento del orgasmo, había aplausos y corrían el vino y los manjares”.

Extraña sensación le originó al turista egipcio Hanif Nabil su paso por la bahía de Reis. En ocasión de visitar una tienda, en el momento de acceder al vestidor para probarse unas prendas, la vendedora ingresó al habitáculo y se quedó junto a él, invadiendo la privacidad de su cliente y observando la escena con absoluta naturalidad. A Hanif no le quedó más remedio que aceptar la intromisión de la mujer, que miraba cómo el hombre, en paños menores, se probaba unos pantalones que había escogido.

Para Urbanus, los reisenses conforman una etnia cuyos instintos, “lejos de sucumbir a las normas básicas de todo parámetro de convivencia social, han permanecido inmutables, alejadas de las reglas de urbanidad protocolares de las sociedades modernas”. Según el historiador, los habitantes de la aldea constituyen “una anomalía colectiva en la que el principio del placer se impone a los imperativos del deber ser”.